“Los habitantes de las montañas llevan una vida sobria.
No beben más que agua y duermen sobre el suelo; se dejan crecer mucho el pelo, como las mujeres, pero cuando combaten lo sujetan con una cinta en la frente… Las poblaciones de las montañas viven durante dos tercios del año de las bellotas: las secan y las muelen obteniendo una harina con la que hacen un pan que se conserva mucho tiempo. Normalmente beben cerveza y rara vez vino: el que tienen lo consumen rápidamente en las fiestas familiares. En vez de aceite emplean manteca… Los pueblos que están situados más al interior practican el trueque de mercancías o pagan con láminas de plata recortadas… A los condenados a muerte se los precipita desde lo alto de las rocas; a los parricidas se los lapida, pero siempre lejos de las montañas y de los cursos de agua.” Estrabón, Geográficos III (Iberia) 3, 7. PREFACIO EL ASEDIO
Amanecía…, amanecía en silencio. La bruma, dueña de los secretos
del bosque, ascendía desde las fragas linderas a los arroyos hacia lo alto del macizo quebrado, dolorido por fracturas profundas de antiguos cataclismos. Robles, hayas, avellanos y abedules coloreaban en verdes distintos las tierras bajas que, protegidas de los vientos gélidos y amparadas en una humedad perpetua, producían cada noche aquel lienzo fantasmal y cada mañana lo exhalaban hacia las cumbres. Los lobos habían aullado durante buena parte de la madrugada impregnando la atmósfera de un zumbido alborotado e intermitente, pero ante la amenaza del día se habían callado y al alba el silencio era total; tan abrumador que ni siguiera los pájaros se atrevían a desplegar su canto a pesar de ser primavera. Los primeros rayos de sol comenzaban a vencer a la niebla al pie de la colina y los soldados de guardia podían ver colgar lacios los estandartes pues el viento había cesado por completo. Las patrullas del campamento suroeste recorrían, como todos los días durante los últimos seis meses, la parte del foso que los zapadores habían excavado demarcando el contorno del monte: cinco millas romanas, la tercera parte de su perímetro. De manera intermitente, la trinchera enlazaba los riscos pizarrosos con las escarpadas laderas labradas por los torrentes, con la intención de convertir aquel cerro inexpugnable en una prisión. Otros dos campamentos, al norte y otro al sureste, completaban la vigilancia con sendas patrullas para que nadie entrara o saliera del recinto circunscrito por el foso y rubricado, en los lugares más sensibles, por una vetusta empalizada que en alguno de sus puntos alcanzaba la altura de dos hombres. En el primero de los campamentos el general Furnio se disponía a arengar a la tropa que, después de tanto tiempo de inactividad, se mostraba nerviosa. Bajo sus órdenes formaban en el llano robado a matorral diez cohortes. Delante de las tiendas seis centuriones espoleaban a los soldados procurando que la formación mostrara la dignidad propia de los legionarios. Furnio y dos de sus oficiales pasaron revista apresuradamente, para terminar situándose frente a ellos, en el medio del campamento. Había novedades que servirían para levantar el ánimo de los hombres. Las noticias traídas por los exploradores eran excelentes y por fin iba a terminar casi medio año de sitio a aquel monte yermo situado en los confines del mundo.
Había entre los legionarios toda clase de individuos: rudos
mercenarios, jóvenes de reemplazo y veteranos a punto de jubilarse. Todos ellos se amalgamaban en una caterva humana sometida a base de mano dura, porque la motivación para el soldado raso no era mucha. La paga era mala, la comida peor y las posibilidades de promoción casi nulas. Sin embargo les asistía un designio divino: estaban allí para la mayor gloria de Roma y ese pensamiento llenaba la corteza de miras de la mayoría, haciéndolos sentir portadores de una misión que les abriría las puertas de la eternidad. Algunos se sentían héroes anónimos, aunque para sus superiores, para su general, para el mismísimo Augusto, no eran más que el medio de corroborar el poder el Imperio en las cuatro esquinas del mundo conocido. La Pax Romana, pregonada por el Princeps después de las cruentas guerras civiles del segundo triunvirato de las que había salido victorioso al someter a los partidarios del finado Pompeyo liderados en Hispania por su hijo Sexto, se extendía por las provincias más occidentales del Imperio. La Tarraconensis volvía a suministrar a Roma el preciado cereal, la Baetica el aceite, la Lusitania el vino. Por todas partes proliferaban ciudades florecientes, prósperas aldeas y villas, granjas, calzadas, acueductos, como huellas irrefutables de que la civilización había llegado de la mano de un pueblo culto y adelantado. Quedaba sin embargo un pequeño reducto en el noroeste, una insignificante resistencia de unos pocos caudillos indígenas que se negaban a someterse a los designios de la gran capital del mundo. Las Guerras Cántabras habían terminado. El emperador las había dado por concluidas cuando creyó someter definitivamente a los cántabros y a los astures, después de incontables escaramuzas, tan incómodas para las legiones, que habían durado largos años. Y para escenificar su victoria ante el pueblo de Roma, para recibir loores tan merecidos por hechos acaecidos tan lejos de la urbe central, había mandado cerrar las puertas del templo de Jano, que solamente permanecían abiertas en períodos de guerra. Ese había sido el símbolo definitivo de su Pax. Pero las cosas no estaban tan claras en los montes de la Gallaecia Oriental. Los últimos grupos de insurrectos, empujados hacia las abruptas cumbres al norte del río Sil resistían heroicamente y se habían convertido en una auténtica pesadilla para los asentamientos romanos de nueva creación. Aquella tierra era yerma, de largos y fríos inviernos y asfixiantes veranos, escarpada, agreste; a nadie más que a los nativos interesaría si no fuera por una particularidad: los arroyos milenarios que vertían sus aguas gélidas y cristalinas al Sil escondían en sus lechos el metal más preciado por los romanos: oro. El oro de la riqueza para el Imperio y el oro de la muerte para los indomables habitantes de las tierras de la bruma.
Furnio comenzó a hablar. Uno de los oficiales, a voz en grito, repetía
sus palabras y el eco las reposaba en los oídos de los soldados como un zumbido porfiado. La campaña tocaba su fin - les explicaba. – Los espías habían informado que en el castro quedaban sólo unos pocos hombres que no resistirían ni siguiera una mañana. Les pedía un último esfuerzo, un último ataque enérgico para poner fin a aquel episodio tan poco épico que jamás sería recogido en ninguno de los escritos de los que son tan devotos los historiadores. Aquel asedio pasivo no pasaría a los anales de las epopeyas romanas. El general se sentía, en el fondo, como el barrendero oficial de las legiones; limpiando la última escoria de los montes para que otros se llevaran la gloria que a él le había huido tantas veces. En el fondo sentía envidia de los derrotados. Ellos sí que habían demostrado valor. Aquellos malditos galaicos, bárbaros atrasados, habían probado ser de una casta excepcional de guerreros capaces de hazañas merecedoras de ser incluidas en los libros y reproducidas en los frisos de los templos. Si él fuera uno de esos manipuladores de las palabras no tendría más remedio que admitir la evidencia de que cualquiera de aquellos niños, de aquellas mujeres, de aquellos viejos, reunía más arrojo en su corazón que un pelotón completo de sus aguerridos mercenarios. Sabía sin la menor duda que luchar por dinero no es lo mismo que hacerlo por honor. Aquellos hombres del inhóspito norte de Hispania: galaicos, cántabros o astures, llevaban tatuado en su carácter la dureza de las montañas en las que vivían. Tenían un sentido tan profundo del territorio que un pedazo de tierra inservible era razón suficiente para matar o morir. La tierra era la madre que los acogía y por eso la amaban más que a cualquier otra cosa. La tierra era la aldea la aldea era el clan, el clan la familia y ésta el patrón que regía todo lo importante.
La niebla terminó por esfumarse en un penacho blancuzco y un sol
radiante fue apoderándose de la colina desde los valles hasta la cumbre. El viento volvió a soplar tímidamente, azuzando una columna de humo gris en la dirección del campamento suroeste. Transportaba un mensaje funesto por medio de un intenso olor a carne quemada. Los soldados se miraban llenos de desconcierto, pero su general ya estaba al corriente de lo que había pasado. La noche había sido larga y aciaga desde que la luna llena se apoderara del cielo y los galaicos comenzaran a entonar cánticos en el castro. Pronto se les habían unido los aullidos de los lobos. Una gran hoguera, en el centro de la aldea, había iluminado el cielo como si en ella se estuviese quemando toda la madera del monte. Los cánticos habían durado casi hasta el amanecer. No eran canciones alegres sino más bien desgarrados coros premonitorios de algo que era inminente e inevitable. De pronto cesaron y un silencio breve había dado paso a un bullicio lloroso de plañideras. Se habían oído gritos atroces, maldiciones y blasfemias contra los romanos y contra sus dioses. Tres horas antes de la salida del sol aquella frenética actividad había cesado en la colina y únicamente los lobos continuaron predicando desde su desconocido paradero lo que estaba aconteciendo. Poco después una veintena de galaicos se había lanzado contra la empalizada suroeste, salvándola gracias a una escalera rudimentaria. Uno a uno, habían ido cayendo en el foso, que en aquel lugar alcanzaba más de cuatro metros de anchura, y allí habían encontrado la muerte, lanceados por una de las patrullas. El silencio se hizo por fin definitivo. La bruma desplegó su manto intangible sobre todas las cosas y disolvió el dolor infinito de aquella noche mortecina en brazos de una aurora difusa.
Para finalizar su arenga, Furnio, sin hacer uso de la voz prestada de
su oficial predilecto, explicó a la tropa lo que había sucedido en aquella montaña.
- Esos malditos han demostrado valor. – Señalaba con el índice de la
mano derecha hacia el castro. - Las mujeres y los niños murieron envenenados y luego sus cuerpos fueron arrojados a la gran hoguera que habéis visto resplandecer en lo alto. Muchos guerreros saltaron por propia voluntad a las llamas y los que no reunieron valor para inmolarse fueron pasados a cuchillo por sus propios compañeros. – Se hizo una pausa. Uno de los informadores cuchicheó en su oído e inmediatamente el general prosiguió. – Sólo unos pocos cobardes intentaron huir a la desesperada y yacen ahora en el foso, ensartados por nuestras lanzas. – Se sacó la espada corta del cinto y la levantó hacia el cielo. Sus oficiales lo imitaron. - ¡Victoria! – Gritaron a coro, y toda la formación repitió la palabra tres veces mientras golpeaban los escudos.
Rompieron filas y se dispusieron a subir al monte para hacer oficial
la toma del último reducto de la insurgencia indígena. Una vez más la maquinaria de guerra romana había funcionado a la perfección¸ una vez más se había demostrado que la paciencia es una virtud tan valiosa como la valentía y el arrojo en el combate. En los seis meses de cerco al Medulio apenas habían tenido bajas. Únicamente alguna incursión suicida de los sitiados, desesperados por el hambre, se podía contar entre las anécdotas dignas de ser incluidas en las crónicas del asedio. Muy diferente había sido el camino hasta allí. Los galaicos y los demás pueblos del norte eran unos expertos en la guerrilla y en pequeños grupos atacaban a las patrullas y a las expediciones de suministros. Aparecían con la niebla y con ella se iban, sin demasiado ruido, sin demasiado botín, pero con la moral alimentada para intentarlo una vez más. Semejaban un pequeño enjambre de abejas enloquecidas atacando a un oso; pero esta vez el oso había dado con el panal, y el panal no era sino aquel pequeño poblado de casitas redondas de piedra acurutadas por un tejado vegetal en el que se refugiaban los últimos representantes de una raza y de una época. Cayo Furnio ordenó a dos patrullas que fueran a los otros dos campamentos para convocar a Publio Carisio y a Fabio Máximo en lo alto de la colina e inmediatamente comenzó, acompañado de unos treinta hombres, el ascenso al poblado. El camino hacia la puerta principal del castro había sido invadido por los brezos y los tojos cuajados de flores porque la primavera había explotado ya en blancos y amarillos. En un pliegue caprichoso del terreno por el que se descolgaba cascabeleando entre las piedras el agua de un manantial un bosque de tejos se apoderaba de la umbría subiendo hasta estrellarse contra la muralla de piedra que encerraba el poblado. Por su linde, después de un cuarto de hora de ascenso, los soldados cruzaron la puerta del muro. Las casitas de pizarra se apretaban como las uvas en un racimo. Avanzaban con extremada cautela, como esperando oír en cualquier momento el grito instintivo con el que aquellos salvajes solían iniciar el ataque, pero nada sucedió. Por todas partes se desperdigaban los cuerpos de sus enemigos: las mujeres y los niños aparecían abrazados en la puerta de sus viviendas. Petrificadas como estatuas, algunas madres amparaban en sus regazos a sus hijos; a otras no les había dado tiempo ni de llegar a sus casas y yacían en los caminos empedrados tiradas como pedazos de carne inerte. Pequeñas hogueras en las que humeaban cazuelas de barro habían servido para cocer las hojas y las semillas de los tejos. Ésa había sido la causa de su muerte: habían bebido aquel veneno y habían caído fulminados como si un rayo divino les hubiera parado el corazón. Los soldados se mostraban amedrentados. Habían tropezado muchas veces con la muerte. La habían causado por la fuerza del hierro pero la visión de aquel esperpéntico escenario les contagiaba una congoja que no podían explicar. Una muerte silenciosa había viajado con la bruma durante la noche y se había llevado las almas de decenas de indígenas. No había sin embargo ningún hombre entre los muertos, por lo que Furnio ordenó a sus soldados que se desplegaran para registrar las casas. Poco a poco fueron recorriendo todo el poblado hasta llegar al punto más alto. Allí, en un gran foso humeante se amontonaban los cuerpos calcinados de los guerreros. El olor a cuero quemado era nauseabundo y los romanos tuvieron que protegerse tapando sus narices con las capas. Aquello explicaba los gritos lejanos de la noche. Para un guerrero la muerte por veneno era indigna, por eso los más valerosos de entre ellos se habían arrojado a las llamas. Un poco más abajo, en la ladera norte se hacinaban los cadáveres de unos cincuenta hombres. Parecía que los hubieran amontonado allí para arrojarlos a las llamas. Algunos de ellos no presentaban herida alguna, pero otros tenían el cuello rajado de manera muy eficiente para proporcionarles una muerte con poco sufrimiento. Tal vez el veneno no había sido suficiente para todos. Quizás no hubieran querido recibir la muerte por su propia mano o no habían estado lo suficientemente borrachos para arrojarse a las llamas. Carisio apareció con sus hombres rodeando aquella mole amorfa de brazos y piernas. Traían la consternación en sus caras al irse haciendo cargo de lo que allí había acontecido durante la noche. El egregio militar estaba curtido en mil batallas y no se amilanaba fácilmente al presenciar la muerte. Venía de someter a los astures en la ciudad de Lancia y de conquistar la Asturias Transmontana. Había cercenado miembros, segado cabezas con su espada como si fueran centeno maduro; había limpiado los Montes Cántabros de insurrectos que aguijoneaban continuamente las avanzadillas romanas y su rostro se había mantenido impasible ante los gritos del enemigo; pero lo que estaba viendo lo superaba. Tenía que hacer enormes esfuerzos por evitar el vómito que le producían aquellas visiones, aquel hedor penetrante, pero a pesar de que estaba al límite de su aguante no se permitía un gesto de debilidad y, al contrario de todos sus hombres, subía a la loma con la frente alta y sin proteger sus narices del olor ni sus ojos del humo. Cuando Carisio llegó al borde del foso ardiente saludó a Furnio con un recio apretón de antebrazos y ambos intercambiaron comentarios acerca de lo que estaban viendo. Mientras los soldados de ambas guarniciones se fueron mezclando y moviéndose hacia el este de la aldea para evitar que el viento les persiguiera con su mensaje siniestro.
Pocos minutos después apareció por la ladera norte Fabio Máximo, a
la cabeza de una veintena de soldados. El humo de la hoguera casi extinta arremetió contra ellos con fuerza en un repentino cambio de viento y todos bebieron obligatoriamente una bocanada de náusea. Se escucharon maldiciones y blasfemias dirigidas al mismísimo Júpiter. Algunos de aquellos mercenarios hincaron la rodilla para vomitar. La hilera de dos se deshizo sin una orden para tal efecto y, aguantado la respiración, muchos corrieron hacia donde estaban las tropas de Furnio y Carisio. Fabio había venido desde la recién nacida Lucus Augusti, a cuatro jornadas de marcha de allí, y había estado apoyando a las otras dos guarniciones durante los últimos tres meses, justo después de que se terminara el foso que aislaba completamente la aldea, para evitar el continuo goteo de fugitivos que intentaban huir hacia las sierras nororientales donde era prácticamente imposible darles caza y donde terminaban por formar pequeños grupos que dificultaban el aprovisionamiento de los asentamientos romanos.
La mañana se oscureció de repente. Castillos de nubes de un gris
plomizo escondieron el sol y una penumbra fantasmal atenazó el macizo. Comenzó a caer una lluvia primaveral de gruesas gotas que se estrellaban sonoramente contra los cascos de los tres hombres, por lo que buscaron cobijo dentro de una de las casas circulares que mantenía su techo intacto. Los soldados, a falta de lugares de abrigo, bajaron un poco la ladera para buscar refugio en el bosquecillo de tejos. Cuando los tres generales estuvieron reunidos bajo cubierto, sentados en sendos toros de madera alrededor de una lumbre agradecida que uno de los asistentes de Carisio había encendido, relajaron sus semblantes. Los tres comentaron durante más de una hora el estado de la región. En los meses precedentes al sitio, las tropas de Furnio habían batido los montes siguiendo el margen derecho del río Sil desde su desembocadura en el Miño. Las Fabio habían limpiado los caminos de montaña por los que se trazaría la calzada que uniría con la meseta la nueva ciudad del norte fundada por él mismo. Por su parte Carisio había partido de Astúrica Augusta ocupado de la parte oriental del macizo montañoso hasta llegar a los pies del Monte Medulio. Las escaramuzas con los indígenas habían sido una fuente nueva de aprendizaje para los legionarios, acostumbrados a la lucha organizada en un campo de batalla. El precio que habían tenido que pagar por las enseñanzas había sido alto, pero había merecido la pena porque toda región estaba bajo el control de Roma. Con la toma del monte en el que se habían refugiado los últimos rebeldes, azuzados por el avance de las tropas romanas, apenas quedaba ya resistencia digna de mención; únicamente algunos grupos aislados habían huido hacia las sierras más altas y allí, lejos de los caminos de tránsito de las caravanas de abastecimiento, no constituían ningún peligro. Los tres militares se mostraban ciertamente optimistas en cuanto al final de su labor en Gallaecia; optimistas y esperanzados porque podrían por fin retomar la actividad política de la se habían visto apartados por aquella misión incómoda y tan poco propicia para contribuir a engrandecer sus carreras militares.
Cayo Furnio solicitó a su asistente que hiciera lectura de un pliego
lacrado con el sello imperial. Tal documento hacía mención en lo concerniente al reparto del territorio conquistado. Se le concedían poderes plenos para tomar decisiones sobre la concesión de tierras a los soldados de mérito que estuvieran cercanos a la jubilación. Tal maniobra era una forma muy inteligente de colonización que permitía garantizar la estabilidad y el control de Roma sobre sus vastas posesiones. Al otorgar una partida de terreno a los legionarios veteranos se garantizaba que éstos defendieran por propio interés la estabilidad del territorio. Desde los primeros tiempos de la República esa medida había dado excelentes resultados convirtiendo las provincias en auténticas extensiones de la gran capital, a la abastecían de todo cuanto necesitase. Por todas partes en la Galia, en Hispania y hasta en los mismísimos confines orientales del Imperio prosperaban las ciudades, se establecían relaciones comerciales con los lugareños, y se extendía la Romanización como concepto globalizador en economía, política, derecho, cultura y religión. La maquinaria romana funcionaba en ese sentido de un modo impecable, amparando bajo su protección a cuantos naturales hicieran esfuerzos por adaptarse a los nuevos tiempos.
De vuelta a sus acuartelamientos las novedades corrieron entre los
soldados. Los que más se alegraron fueron los veteranos. Se contaban, sólo en la guarnición del sudoeste, casi cien hombres afortunados cercanos a cumplir los cuarenta y seis años que les permitirían licenciarse. La promesa tierras fértiles en las que vivir como terratenientes romanos un merecido retiro fue acogida por eso con especial entusiasmo. A la media tarde, bajo un cielo que amenazaba con una nueva descarga de agua, el general daba lectura del escrito imperial, del mismo modo al que lo estarían haciendo, a aquella misma hora, los responsables de las otras dos guarniciones. Los legionarios, en perfecta formación ante sus tiendas, murmuraban entre sonrisas. Aquella noticia era un merecido colofón a tantos meses de asedio y un buen presagio que les invitaba a olvidar el horror que habían visto en el monte. El general Furnio, en un discurso amplificado por el asistente, estaba pletórico. Con criterio de buen orador había administrado sus palabras como lo haría ante el Senado un avezado político. Primeramente, en un ejercicio de falsa modestia, había desproveído a su victoria de cualquier tipo de enaltecimiento personal distribuyendo entre la tropa el mérito del triunfo y el honor de aquel éxito militar. Luego había mitificado la resistencia de los insurrectos para hacer de aquella victoria sórdida un hecho digno de ser recogido en las crónicas como un acto heroico de las legiones. Por último había sabido vender el edicto imperial como si él hubiera tenido algo que ver con un procedimiento tan habitual en aquellos tiempos. Aquel hombre, aguerrido veterano de la batalla de Accio, había pasado por momentos muy delicados a lo largo de su dilatada carrera y ello lo había dotado de un don especial en el manejo de los hombres que le había permitido prosperar aún a costa de las propias equivocaciones. Tras la batalla entre Antonio y Octavio, con éste como vencedor absoluto había sabido hacer las paces con el nuevo dirigente de Roma, accediendo al puesto de senador secular. No cabía la menor duda de que Furnio sabía manejar los tiempos para terminar siempre en una posición ventajosa. La tropa, en la explanada del campamento, rompió en aclamaciones a su jefe militar, y éste terminó henchido de ese orgullo especial que hacía que los grandes oficiales de las legiones nunca quisiesen retirarse, sino seguir ganando y ganando más batallas porque la gloria era el verdadero oxígeno que les insuflaba vida.
Cuando estaba a punto de ordenar a sus soldados que rompieran filas
Sempronio apareció por la puerta sur de la empalizada que salvaguardaba el campamento. Venía acompañado de los diez hombres que se habían quedado bajo su mando de vigilancia en el castro. Delante de ellos avanzaba a trompicones un grupo de mujeres empujadas por los golpes de los escudos, algunas con sus niños en brazos, que acabaron dando con sus huesos por los suelos a los pies del general. Los guardias se cuadraron ante el superior y luego el centurión avanzó dos pasos y después de golpearse el pecho con su antebrazo en señal de respetuoso saludo, comenzó a relatar los pormenores de aquella inesperada captura. Bajo un roquedo cercano al manantial, habían hallado una pequeña gruta en la que aquel grupo de había ocultado con la esperanza de aguantar allí unos pocos días hasta que se desmantelaran los campamentos romanos. Unos matorrales camuflaban el orificio de entrada de manera que era imposible sospechar nada, pero el llanto de uno de los bebés había sido tan inoportuno que uno de los guardias los había descubierto. Furnio se mostró contrariado por aquel incidente que estaba a punto de arruinar su atinado discurso. Durante unos instantes se mantuvo callado, sopesando su decisión, pero una de las cautivas precipitó los acontecimientos. Del suelo se levantó la única anciana del grupo. Se trataba de una vieja huesuda y greñosa que en lugar de producir lástima en el militar le produjo asco, máxime cuando ésta avanzaba decididamente hacia él profiriendo sonidos guturales que sonaban amenazantes. Él no entendía las palabras de aquella lengua de animales, pero por la cara mustia que estaba poniendo el oficial que le había servido de altavoz, estaba claro que aquella agorera no le estaba echando ninguna bendición. Uno de los lugartenientes, un joven impetuoso que se hallaba a su izquierda, sacó su espada corta y la hundió en el vientre de la anciana. Al quitar el hierro la mujer se desplomó a los pies del oficial con lamento ahogado. Los murmullos crecieron entre los soldados y algunas de las mujeres indígenas que habían permanecido tiradas en el suelo húmedo se acercaron a la muerta prorrumpiendo en llantos. El joven oficial limpió su espada y la devolvió a la vaina mientras miraba a su superior con la convicción del deber cumplido y volvió a flanquearlo como si no hubiera pasado nada. Pero Furnio no pensaba lo mismo. Aquella muerte parecía querer anunciarle un augurio siniestro; sin embargo, no queriendo mostrar ningún signo de debilidad ante la tropa, permaneciendo altivo y con la mirada impasible. Cuando fue preguntado por otro oficial acerca del destino que dictaba para aquellos infelices la orden fue tajante:
- No quiero prisioneros – se limitó a decirle, - y se dio media vuelta.
La formación rompió filas y el oficial seleccionó a unos cuantos
hombres para que materializaran los deseos del general. Cuando éste entró en su tienda Sempronio le siguió a pocos pasos y solicitó con nerviosa humildad ser recibido. Ambos se quedaron solos bajo el austero toldo que servía de puesto de mando.
- Señor, mi señor, - inició tímidamente el centurión- Sabéis que llega
el día de mi retirada… - Lo sé, mi querido Sempronio, – convino el general, - y bien conoces el aprecio que te tengo, pues me has servido bien desde los días de la Guerra Civil. - Y son ya veintidós años, - mi general, - completó el centurión. - Veintidós años bien merecen la mejor partida de tierra, el mejor lote. Si es eso lo que te preocupa puedes estar tranquilo, que me encargaré personalmente de que el reparto te beneficie. – Señaló Furnio mientras daba cuenta de una copa de vino. - No es eso, mi señor, no es eso. - Entonces… No comprendo. - Veréis, mi señor, -explicó rudamente el soldado, poco acostumbrado a hablar con un superior de temas que no fueran estrictamente militares. – Yo ya soy viejo, mi señor, y los dioses no han querido… -Los gritos de las mujeres que iban siendo ajusticiadas casi a la puerta de la tienda aceleraron su petición ante el temor de que fuera tarde. – Yo ya soy viejo, - volvió a repetir nerviosamente, - y los dioses no han querido que mi mujer me diera un hijo varón. Ahora que voy a tener una tierra propia quisiera un heredero que me dé ilusión para trabajarla… - Y quieres uno de los niños…. – Dedujo certeramente el general. - Sí, mi señor… uno de los niños…
A la íntima confesión siguieron unos segundos de angustioso silencio
que al viejo centurión le parecieron siglos, hasta el punto de encontrar ridículo el paso que estaba dando. Conocía de casos en el que algún soldado se había hecho con niños después de alguna batalla, pero nunca de ninguno en el que hubiera una petición expresa de tal hecho a un superior. No pudo menos que abrir su boca para completar su compungido semblante cuando oyó la estentórea carcajada de Furnio.
- ¡Corre, ve a buscarlo antes de que acaben con todos! – Le gritó el
general señalando la entrada de la tienda.
Allí, bajo el toldo, Sempronio parecía un adolescente gigante y
fondón al que le habían hecho el mejor regalo de su vida. Corrió hacia la puerta y salió precipitadamente hasta el punto de tropezarse con alguno de los cuerpos degollados. Se dirigió a uno de los soldados de su guardia.
-¿Cuál es el niño que lloraba en la cueva?
El joven recluta señalo a una de las mujeres que aún vivía.
Acuclillada en el suelo, abrazaba desesperadamente a su criatura y la besaba, ambos envueltos en lágrimas. El centurión le arrebató el bebé de las manos mientras dos soldados sujetaban a la mujer. Cuando un tercer soldado se disponía a rajarle el cuello lo paró en seco. El bebé era demasiado pequeño. Con el niño en brazos volvió a entrar en la tienda y salió en menos de un minuto, con el general riendo a su espalda. Hizo una señal a la mujer para que lo siguiera. Los dos soldados dejaron libres sus muñecas y la joven se arrastró unos pasos hasta que logró incorporarse del instante infausto en el que viera cómo le arrebataban a su hijo y la muerte le pasaba por delante de sus ojos.
- ¡Será un buen romano! – Gritaba alborozado el centurión mientras
mostraba el bebé a sus compañeros. – ¡Será un buen romano!