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ESTUDIOS

ST 97 (2009) 693-705

La justicia penal
vista desde sus consecuencias
Julián Carlos RÍOS MARTÍN*

«Enseñar a mirar “la otra cara” del derecho penal


ha de otorgar el coraje de dirigir la mirada de frente
a la obscenidad de la “justicia penal en las consecuencias”»
(M. PAVARINI)

1. Introducción

Hablar de realidad penal y penitenciaria e intentar universalizar sus


conclusiones es una osadía: nadie tiene el monopolio absoluto de la
verdad ni es conocedor completo de la realidad; a lo sumo, de una par-
te más bien pequeña. El sistema penal, las instituciones y personas que
lo definen, enmarcan y aplican, forman un poliedro de múltiples caras.
Tener una visión global de todas y hacer una valoración ponderada de
la realidad es una tarea dificilísima incluso para un observador partici-
pante (policía, juez, fiscal, abogado, víctima, infractor, funcionario de
prisiones...). Es sencillo comprender la dificultad de la elaboración in-
telectiva de los sistemas y fenómenos sociales, cuyo proceso pasa por
varios filtros antes de su elaboración: interés público y político de la

* Abogado. Profesor de Derecho Penal en la Universidad Pontificia Comillas


(ICADE). Madrid. <jrios@der.upcomillas.es>
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institución en la que se trabaja, ideología personal, experiencias vita-


les, clase social, influencia de medios de comunicación, entre otros
muchos.
El derecho penal cumple una función concreta en el sistema social.
La ley y la doctrina penal se han encargado en cada etapa de definirla
y expresarla –retribución, prevención general (positiva y negativa) y
reinserción social–. Son las funciones declaradas. Frente a ellas surgen
espacios de sombra que se escapan al ciudadano y a la mayoría de los
operadores jurídicos. Estos espacios generan información importante,
pero el legislador, aun conociéndola, la desoye en su tarea de creación
de las normas penales. Zonas de la realidad sin iluminar, en las que pe-
netrar y hacerse presente es tarea nada fácil. Es aquí donde surge el en-
frentamiento entre lo declarado y lo oculto; la tensión entre la legali-
dad y una parte de la realidad: el derecho penal desde los fines legales
y el derecho penal desde las consecuencias de su aplicación.
Uno de los factores explicativos de la crisis de legitimidad del sis-
tema penal reside, no sólo en su evidente incapacidad para dar res-
puesta satisfactoria a los requerimientos de la colectividad y de las víc-
timas ante el conflicto delictivo, sino también en las consecuencias
destructivas, tanto físicas como mentales, que genera la pena de prisión
en las personas condenadas1. A pesar de ello, asistimos desde hace ya
bastante tiempo a una utilización desmesurada del Derecho penal2 que

1. Para una mayor información en estos aspectos es bueno leer los siguientes
libros: VALVERDE MOLINA, J., La cárcel y sus consecuencias, Ed. Popular,
Madrid 2004; RÍOS MARTÍN, J.C: y CABRERA CABRERA, P.J, Mil Voces presas,
UPCO, Madrid 1999; ID., Mirando el abismo: el régimen cerrado, UPCO,
Madrid 2003. MANZANOS BILBAO, C., Cárcel y marginación social, Gankoa,
Bilbao 1997.
2. Las reformas penales están recogidas en las Leyes Orgánicas 7/2003, de 30 de
junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las pe-
nas; 11/2033, de 29 de septiembre, de materias concretas en materia de seguri-
dad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros;
15/2003, de 25 de noviembre, de modificación de la LO 10/95; y 20/2003, de
23 de diciembre, dirigida a castigar la convocatoria ilegal de un referéndum;
1/2004, de 28 de diciembre, de medidas para la protección integral contra la
violencia de Género. El incremento del número de penados desde la entrada en
vigor de estas leyes es desproporcionado respecto de los últimos cinco años. A
2 de junio de 2009, hay 76.000 reclusos en España: una tasa de 166 por cada
100.000 habitantes; es el país de Europa con más número de personas presas.
Ello no se debe tanto a los nuevos ingresos cuanto a las dificultades para salir
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no viene acompañada de una disminución efectiva de la criminalidad,


ni de un sentimiento de mayor seguridad subjetiva de los ciudadanos
ni, por ende, de confianza en la administración de justicia, que suele
ser percibida como institución ineficaz, debido a una «supuesta bene-
volencia» en la cantidad de pena que los Juzgados y Tribunales impo-
nen3 en determinados delitos.
El corte acentuadamente retribucionista de esta evolución, de una
parte, está dejando de lado la función reinsertadora de las penas, que
cada vez cuenta con menor condescendencia social; de otra, las nece-
sidades reales de las víctimas –escucha, información y cuidado para
sentirse reparado– no coinciden en muchos aspectos con las pretensio-
nes procesales –estigmatización como testigos de cargo para funda-
mentar la sentencia penal.
A pesar de ello, hay que reconocer como positiva la eficacia pre-
ventiva del sistema penal contemporáneo, que permite el tránsito de la
venganza privada al monopolio de la violencia por parte del Estado a
través de un sistema articulado de normas que describen comporta-
mientos lesivos y sus consecuencias jurídicas. Es más, la ausencia de
un sistema penal generaría graves consecuencias; sirvan como ejemplo

de prisión. Éstas son las consecuencias del modelo de «tolerancia-cero» im-


portado de los EE.UU., que basa su existencia y expansión en el miedo. El mo-
delo de mediación y conciliación que se propone en este trabajo, al cuestionar
el fundamento y las consecuencias del sistema de «tolerancia-cero», que con-
siste en el incremento desmesurado del número de personas presas, ataca di-
rectamente a quienes quieren obtener réditos económicos de la ejecución penal.
Las empresas de seguridad privada y las que se encargan de gestionar las pri-
siones privadas, en España, de momento, todas las de menores, pueden cues-
tionar la mediación, porque supondría la reducción drástica de sus clientes. Y
ello no sólo por el posible incremento de penas alternativas a la prisión –no in-
gresos en la cárcel–, sino también por la concienciación social de formas alter-
nativas, dialogadas, de solucionar los conflictos, así como en una redimensión
de la inseguridad y del miedo.
3. La vinculación de la eficacia del sistema penal con la cantidad de pena –casti-
go– como instrumento de solución del conflicto casi siempre será percibida co-
mo ineficaz por la ciudadanía. Una sencilla razón avala esta hipótesis. El dolor
y la violencia que la víctima puede sentir nunca se calmará con la imposición
de penas, por muy elevadas que sean, ni siquiera con la reclusión perpetua ni
la pena de muerte. La vuelta a la calma emocional de la víctima necesita un en-
foque diferente: el duelo terapéutico, que es consecuencia del dialogo, el co-
nocimiento, la comprensión y el perdón.
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los actos de venganza privada en los países en que la administración de


justicia penal no funciona, o incluso en países de nuestro entorno, don-
de la organización de vigilancia privada violenta de vecinos que resi-
den en zonas en que la delincuencia no es controlada, por la ausencia
de efectivos policiales. Se trata de la violencia que indirectamente ge-
nera la propia administración del Estado, no sólo por el abandono de
inversión suficiente en ámbitos sociales de prevención de conductas
delictivas: extranjería, pobreza, enfermedad mental, marginación, toxi-
comanías4, sino también por la ausencia de inversión en medios poli-
ciales, encomendando la protección ciudadana a la dudosa gestión pri-
vada de las empresas de seguridad5, que ocupan un sector económico
con enormes beneficios6.
No obstante, y a pesar de la necesaria función protectora y preven-
tiva del sistema penal, hay que hacer una reflexión crítica del mismo.
Sin ella, corremos el riesgo de incrementar innecesariamente la intran-

4. Quien haya visitado los patios de, al menos, cuatro prisiones sabe perfecta-
mente de lo que hablamos. La cárcel es el espacio institucional que recibe el
fracaso social: la pobreza, la marginación, la ausencia de educación no violen-
ta e igualitaria, la enfermedad mental, las toxicomanías y las consecuencias de
esta sociedad consumista, de gratificación inmediata. Para profundizar en este
tema ver: WACQUANT, L., «Voces desde el vientre de la bestia americana» (Pró-
logo), en (Daniel Burton-Rose, Dan Pens y Paul Wright [eds.]) El encarcela-
miento de América: una visión desde el interior de la industria penitenciaria
de EE.UU., Virus Editorial, Barcelona. Vid. Tb, Los mitos cultos de la nueva
seguridad, en Políticas sociales en Europa. Tolerancia cero, Ed. Harcer,
Barcelona 2004.
5. En el trabajo elaborado para la Fundación Encuentro (CECS 2003) básicamen-
te por policías y guardias civiles, se dice que la evolución de la seguridad pri-
vada en nuestro país no guarda relación directa con la evolución de la crimina-
lidad. El incremento del personal de seguridad privada se produce tanto cuan-
do aumenta la delincuencia como cuando ésta desciende.
6. Para intuir las consecuencias de la industria del sistema penal, visitar
http://www.correctionscorp.com/index.html, de la empresa privada que gestio-
na más cárceles en los EE.UU., aprovechándose económicamente del dolor y
el sufrimiento del sistema penal e introduciéndose e incorporando en éste un
carácter privado y de lucro al que tiene que ser, en todo caso, siempre público;
sorprende la campaña de atracción de inversores y los resultados económica-
mente espectaculares. Ver también
<http://xxx.afscme.org/private/aculinjk3. htm>, que contiene una importante
variedad de documentos antiprivatización. España se ha gastado 7 millones de
euros en tecnología Israelí para el control de medios telemáticos.
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sigencia, la violencia personal e institucional y, por ende, el sufrimien-


to. La gestión del conflicto delictivo es algo más que el castigo infligi-
do a quien comete el delito: «quien la hace la paga», expresión que se
divulga desde determinadas opciones políticas y desde los medios de
comunicación que les dan cobertura.
La violencia y la incomprensión hacen del sistema penal, a pesar
de ser un instrumento necesario, un encuentro de perdedores. Pierden
las víctimas y sus familias, que ven cómo el actual sistema procesal no
repara el daño sufrido (a lo sumo, si el infractor tiene bienes, el pago
de la responsabilidad civil), ni les escucha, ni acoge, ni reconoce, ni les
posibilita un encuentro verdadero y seguro con el infractor. Debe acu-
dir al juzgado y someterse a una agotadora y ritualista parafernalia pro-
cesal difícil de comprender. Al final, no recibe una explicación, y se le
sustrae el elemental derecho a la verdad, una verdad que está en no po-
cas ocasiones en manos del agresor. Termina desconociendo el futuro
que le espera a la persona condenada y por qué a él se le eligió como
víctima o si volverá a serlo en un futuro más o menos cercano. Estoy
convencido de que muchas víctimas pierden humanamente, y tan sólo
les queda el sentimiento de venganza y la responsabilidad civil, si el in-
fractor tuviera dinero. Pierden el infractor, su familia y sus amigos. El
primero se ve condenado a una experiencia incierta en el tiempo, no
sólo de privación de libertad, sino de destrucción física, psíquica y re-
lacional. Pierde la seguridad ciudadana, porque los delitos y la reinci-
dencia, con las políticas de ley y orden en detrimento de las políticas
de cohesión y justicia social, aumentan, aunque desde la tribuna polí-
tica los mensajes sean los contrarios. Pierden los jueces, que son in-
comprendidos en su difícil tarea de juzgar; son escasamente apoyados
por su órgano de representación, en nada escuchados por el Ministerio
de justicia y, ante situaciones complejas, sometidos a críticas y acoso
público de los medios de comunicación. Pierden los funcionarios de
prisiones, que, ante la masificación de las cárceles, ven cómo apenas
pueden desarrollar su trabajo en unas mínimas condiciones de seguri-
dad personal y de eficacia profesional. Perdemos todos, salvo el inte-
rés de una «clase política» que a través de mensajes públicos y de mo-
dificaciones legales –huérfanas, éstas, de previos estudios científicos y
guiadas por intereses electoralistas– intentan esconder una realidad
que a algunos se nos antoja bien distinta.

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2. Algunas reflexiones sobre el contexto socio-político


del sistema penal

Como hemos indicado en la nota 2, España es el país de Europa con


mayor número de personas recluidas en centros penitenciarios. Las
cárceles españolas cuentan con 76.000 reclusos. Este incremento co-
menzó en el año 2002 y coincidió con las campañas sobre inseguridad
ciudadana auspiciadas en los medios de comunicación por los partidos
políticos mayoritarios (PSOE y PP). Las políticas de tolerancia-cero,
importadas de EE.UU., encuentran el aplauso en la sociedad gracias a
la influencia del temor, únicamente fundado de forma excepcional por
las campañas realizadas por los medios de comunicación. La oposición
intenta instrumentalizar el tema para «abrir brecha» en el electorado
del partido gobernante: un hecho que hace que éste extreme sus políti-
cas de «ley y orden», buscando soluciones al complejo fenómeno cri-
minal únicamente desde perspectivas represivo/policiales. Así, desde
las tribunas políticas, se lanzan mensajes con la supuesta solución pa-
ra «barrer las calles»: la intervención policial en coordinación con el
incremento de los servicios de seguridad privada. Las demás políticas
preventivas y correctoras de la injusticia social que están en la base de
muchos pequeños delitos se silencian reiteradamente por los partidos
políticos, que buscan réditos electorales a corto plazo.
A partir de este momento (2002) se incrementó desproporcionada-
mente el número de personas presas: comienzan a salir menos y a entrar
más. La política del Ministerio del Interior que dirige la actividad peni-
tenciaria intensifica los límites para el acceso al tercer grado y los per-
misos; paralelamente, se inicia una profusa actividad legislativa en el
ámbito de ejecución penal, que culmina con la LO 7/2003, que impone
límites de acceso a este régimen de vida en semilibertad (período de se-
guridad), el incremento del límite máximo de penas y el pago de la res-
ponsabilidad civil. Coetáneamente, se inicia una campaña pública/polí-
tica de inseguridad ciudadana en la que se vincula al extranjero con el
delito; campaña que finaliza con la modificación de la Ley de enjuicia-
miento criminal y la potenciación de los «juicios rápidos», en la que se
dedica un enorme esfuerzo personal e institucional de la maquinaria ju-
dicial en detrimento de otros ámbitos judiciales más importantes.
Estos hechos han causado una justificada crispación en el cuerpo
social; pero éste, lejos de intentar dimensionar real, global y racional-
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mente el problema, se ha dejado arrastrar por declaraciones y manifes-


taciones neo-retribucionistas, fomentadoras de la represión, que han si-
do vertidas de forma reiterada por los medios de comunicación y que
han quedado plasmados, como hemos expresado, en las reformas pe-
nales. Esta creencia, popularmente extendida, en la vinculación entre
inseguridad ciudadana y ausencia de represión lleva, sin embargo, de
manera inexorable y lógica, a planteamientos y conclusiones simplis-
tas, poco rigurosos, equivocados y, a menudo, peligrosos.
Existe inseguridad ciudadana en cuanto al delito: no se puede ne-
gar. Pero la inseguridad vital que generan los inalcanzables precios de
las viviendas, la precariedad absoluta de los contratos laborales y la de-
sarticulación del Estado Social también alcanza a una buena parte de
los ciudadanos, generando sensaciones objetivas de vulnerabilidad.
Para combatir la inseguridad vinculada al delito son necesarios unos
medios policiales bien formados y remunerados. Pero no es suficiente.
Las soluciones a este problema son más complejas que las propuestas
simplistas con las que se pretende abordar políticamente: exclusiva so-
lución policial, penal y de fomento de la venganza social a través de la
información morbosa de los medios de comunicación. Nada es más
vendible políticamente en este momento, en que prima la seguridad
muy por encima de la libertad (con renuncia expresa a cohonestar am-
bas, como debería ser), que incrementar la cantidad de años de prisión,
someter a condiciones más estrictas su ejecución, llenar las cárceles
hasta el hacinamiento y aumentar los clientes del sistema penal, tanto
de modo formal como informal. Acaban por aniquilarse, definitiva-
mente otras opciones viables, más humanas y eficaces: la neutraliza-
ción del miedo al otro; el reto de saber coexistir con el diferente; el ser
al tiempo iguales pero diversos; la capacidad de gestionar los conflic-
tos sin eliminar a la otra parte, desde el diálogo y no desde el monólo-
go violento. El paradigma constitucional de la orientación reinsertado-
ra de las penas está guardándose en el baúl de los recuerdos, mientras,
precipitadamente y sin sosegado debate, damos paso a un peligroso
principio «tolerancia-cero» difícilmente compatible con la cultura de
los derechos y las garantías jurídicas.
Nadie que conozca mínimamente la realidad penitenciaria de nues-
tro país puede ignorar que las cárceles están llenas de pobres, tanto es-
pañoles como extranjeros (casi ya el 36%), de personas con procesos
de socialización absolutamente carenciales. El 50% son drogodepen-
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dientes y delinquen para conseguir droga; otro elevado porcentaje de


gente trae droga a España o trapichea con ella como única forma de sus-
tento. No se trata de justificar el delito, sino de comprenderlo en sus
raíces profundas, para poder intervenir positiva y eficazmente. Algunos
que llevamos varios años trabajando en espacios donde se genera y es-
tá presente la exclusión social (barrios, juzgados, cárceles...) podemos
afirmar que en estos momentos el Estado social que establece la Cons-
titución española está en vías de extinción. A este respecto, me pregun-
to qué sería más indicado para la convivencia social: ¿calmar los dese-
os de venganza a través de condenas de varios años en cárceles hacina-
das, violentas, despersonalizadoras, excluyentes, fomentadoras de abu-
sos de poder o, por el contrario, intentar, siempre que sea posible, bus-
car alternativas a estos lugares de castigo, en los que, tras un análisis y
estudio de los motivos que llevan a las personas a cometer delitos, se
promueva una intervención personal y social en su entorno (familia, ba-
rrio, actividad laboral...), a fin de evitar el deslizamiento de estas perso-
nas hacia nuevas conductas delictivas? Una contestación libre de pre-
juicios y estereotipos manipulados pasa, ineludiblemente, por dos ne-
cesidades. La primera se traduce en un esfuerzo por conocer la realidad
segregadora de la cárcel y, por tanto, por descubrir la instrumentaliza-
ción de la legalidad con fines de control, castigo y segregación; la se-
gunda se concreta en un intento de asunción, por parte de los miembros
de la sociedad, de una responsabilidad compartida en el entramado po-
breza-delincuencia, que nos conduce inexorablemente hacia una bús-
queda de soluciones humanas y eficaces que no se corresponden direc-
tamente con la represión penal, sino con la administración de una justi-
cia que repare el daño, que equilibre desigualdades sociales y que, en
último extremo, con las debidas garantías jurídicas, juzgue conductas
buscando soluciones reales a los conflictos delictivos. Soluciones que
pasan, en bastantes ocasiones, por la evitación del encierro carcelario.

3. Acerca de la tensión entre tratamiento penitenciario


y desestructuración personal
La cárcel es un instrumento coercitivo en manos del Estado cuya acti-
vidad viene regulada por el Derecho positivo, pero cuyas normas se in-
terpretan desde criterios políticos de seguridad ciudadana, incompati-
bles algunos de ellos con la seguridad jurídica de un Estado de Dere-
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cho. Simplemente, hay que acudir a las resoluciones de clasificación


de las Juntas de tratamiento o del Centro Directivo, en las que los man-
tenimientos de grado y las regresiones carecen de una mínima funda-
mentación de hecho y de derecho.
Al ser la cárcel una institución regulada por el Derecho, se provo-
ca con frecuencia que la función que se le otorga se construya desde
enfoques estrictamente jurídicos. Ello motiva una confusión entre rea-
lidad y legalidad que da pie, en no pocas ocasiones, a la falacia deón-
tica de confundir el ser (la realidad penitenciaria) con el deber ser (los
mecanismos legales que regulan la actuación penitenciaria). Por ello,
es necesario no limitarse a un enfoque estrictamente jurídico, ya que
sería parcializar la realidad de la prisión, que, por otra parte, es el nú-
cleo principal de su propia naturaleza. El enfoque jurídico está desti-
nado a estudiar la manera de regular y legitimar, es decir, de formali-
zar los sistemas de organización y reproducción de los aparatos puni-
tivos. En cambio, el enfoque sociológico, de tipo universal, va a supo-
ner un cuestionamiento de las respuestas punitivas y va a descubrir el
papel legitimador y justificador de las leyes cuando tratan de estable-
cer las finalidades y funciones formales de las instituciones carcelarias.
Por ello no se pueden desconocer otras formas de abordar la eje-
cución de la pena de prisión, pues en ello el Estado se juega la legiti-
midad de la regulación normativa del ordenamiento penal, la dignidad
de los ciudadanos presos, de los trabajadores penitenciarios, de la se-
guridad ciudadana, de la reparación positiva de la víctima, del cumpli-
miento de la orientación constitucional de la pena de prisión.
¿Confiarían os ciudadanos en un sistema penal cuya ejecución destru-
yera social y personalmente a los penados? ¿Confiarían los ciudadanos
en un sistema, en el que pueden entrar algún día, que segrega, separa,
aísla y no aporta soluciones a los conflictos que subyacen al delito?
Consideramos, por ello, necesario adentrarnos, aunque sea somera-
mente, en las consecuencias sociales y psicológicas de la pena de pri-
sión, tema del que no se habla y que condiciona absolutamente la legi-
timidad de esta pena.
3.1. Legalidad resocializadora
Según el mandato constitucional, se considera la prisión como una ins-
titución resocializadora y, por tanto, destinada a la preparación para la
reincorporación de los presos a la sociedad. La Ley pretende significar,
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como dice la Exposición de Motivos de la L.O.G.P., que «el penado no


es un ser eliminado de la sociedad, sino una persona que continúa for-
mando parte de la misma, incluso como miembro activo». Para ello, la
prisión intenta crear en los presos, a través de un tratamiento reforma-
dor, formas de comportamiento social diferentes de las que motivaron
su ingreso en la institución penitenciaria. Este proceso reeducador tie-
ne un doble objetivo. Por un lado, dotar de habilidades sociales y me-
dios adecuados al preso, a fin de que aprenda a afrontar y a superar su
situación personal y social. Por otro, movilizar los recursos comunita-
rios. No obstante, de la búsqueda de la reinserción social, en cuanto fin
buscado por la propia pena privativa de libertad, no se puede respon-
sabilizar exclusivamente al preso, sino que se debe poner el énfasis en
la idoneidad de los medios que la institución penitenciaria utiliza para
la consecución de tal fin. Se trata, en consecuencia, de orientar el es-
fuerzo resocializador, no sólo en el cuestionamiento del propio sistema
penal, sino también en la modificación de la propia estructura carcela-
ria, para evitar los efectos desocializadores y desestructuradores que
aquélla provoca en el preso y en su familia.

3.2. Realidad despersonalizadora


Para la consecución de un mínimo de orden en espacios cerrados, ha-
cinados, la cárcel y las personas que se dedican a su organización fo-
mentan una régimen de vida en el que los reclusos pasan a ser una ci-
fra, una unidad que se mueve en torno a un sistema automático de vi-
da, a fin de conformar estrictos esquemas de dominio y disciplina pa-
ra la consecución de aquellos fines. El énfasis en la seguridad, en evi-
tar la fuga, en el control de la vida del preso en cada momento y, por
tanto, en su sumisión, convierte la prisión –en sí misma anormalizado-
ra, en función de su consideración de «ambiente total»– en un hábitat
que transmite al recluso una gran violencia.
El ingreso en prisión comienza con una interrupción o, como ocu-
rre con frecuencia, con una pérdida de la relación del preso con su me-
dio familiar, social y laboral. Esta ruptura con el mundo exterior va a
provocar el comienzo de procesos de distanciamiento y desarraigo.
Además, implica el alejamiento de los valores, de las normas de com-
portamiento y de las leyes del mundo exterior, originándose así un sen-
timiento de desamparo, de vacío normativo y de rechazo social. A par-
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tir de este momento, las personas reclusas comienzan a sufrir una in-
determinable experiencia de convivencia que las conduce, a través de
una adaptación anormalizadora, a un medio social caracterizado por la
omnipresencia de relaciones de dominación, disciplina, obediencia
irracional, estancia obligada, sumisión permanente y tensión violenta
en las relaciones, a una quiebra del yo y una pérdida definitiva de los
roles y status sociales anteriores al ingreso. La adquisición de una nue-
va identidad, como consecuencia de la alteración de la identidad per-
sonal y de la forma de ser anterior, viene impulsada por el aislamiento
de su entorno social y la imposición de los nuevos marcos de referen-
cia psicológicos y relacionales de la prisión. Ello hace que la cárcel se
convierta en un auténtico sistema social donde el preso no puede pre-
ver las situaciones, circunstancia esta que motiva el origen de un per-
manente peligro y de un notable estado de ansiedad.
Las pautas de comportamiento cambian. La actitud permanente de
desconfianza ante todos los que le rodean, frente a compañeros, los
funcionarios, e incluso la propia familia, se hace manifiesta. Esta acti-
tud viene motivada por la necesidad de desarrollar mecanismos de de-
fensa, de autoconservación, en un ambiente hostil y agresivo. Esta ac-
titud se generaliza, y la desconfianza se convierte a veces en un senti-
miento o deseo de venganza hacia categorías abstractas (policía, so-
ciedad) y se dispara hacia las personas más cercanas ante la necesidad
de descargar la tensión y la angustia acumuladas. Al ser la institución
penitenciaria una estructura poderosa frente a la cual el recluso se vi-
vencia a sí mismo como débil, se ve obligado a autoafirmarse frente a
ese medio hostil para mantener unos niveles mínimos de autoestima.
En este contexto, con frecuencia, el preso adopta una actitud violenta
y agresiva. Ello origina la intervención de los mecanismos penitencia-
rios de disciplina que motivan, la pérdida de posibilidades de obtener
permisos, regresiones de grado, imposibilidad de acceder a situaciones
de contacto con el exterior, aislamiento, etc. Estados o modos de vida
que conllevan un agravamiento en la anormalización y en la desestruc-
turación personal.
Por otra parte, el internamiento carcelario origina una depravación
sensorial (vista, oído, olfato) y una alteración de los ritmos vitales an-
teriores al ingreso. Esta alteración es provocada por la relación de de-
pendencia absoluta a la institución, debido a que la reglamentación de
todas las actividades vitales (comida, sueño, ocio, relaciones persona-
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les) está dirigida al control de todos los actos, a fin de evitar la auto-
nomía del preso y su capacidad de reacción. Esta situación conduce a
un proceso de infantilización, de pérdida del rol de adulto, creando un
sentimiento íntimo de dependencia absoluta que altera su identidad
personal y social, su autoimagen y la conciencia de sí mismo. El mie-
do al aislamiento, que implica un sentimiento profundo de soledad y
angustia vital ante la pérdida de puntos habituales de referencia, la ten-
sión permanente, la violación de la intimidad motivada por el hacina-
miento físico y psíquico, las humillaciones y amenazas, la monotonía,
el tiempo vacío... agravan esta situación.
Al salir de la prisión, existe una serie de condiciones objetivas que
influyen en el desarraigo social. En este sentido, los graves trastornos
psíquicos originados por la cárcel, la dificultad para relacionarse y
mantener relaciones empáticas hacia otros seres humanos, sin manipu-
lar ni engañar (actitudes necesarias aprendidas en la cárcel), la falta de
posibilidades de trabajo, la carencia de habilidades socio-laborales, la
situación familiar y del entorno social próximo y, en no pocas ocasio-
nes, la necesidad de un tratamiento socio-sanitario ante graves proble-
mas de salud, sobre todo creados por el consumo de drogas, hacen ca-
si imposible la inserción social y la no reincidencia en las conductas
delictivas. No dejan otras posibilidades. La cárcel sumerge a muchos
sumergidos; la sociedad o los factores de control se encargarán de ra-
tificarlo. Esta actitud tan poco propicia del Estado y de la sociedad, que
sólo exige que el delincuente sea castigado, echa por tierra toda políti-
ca preventiva y resocializadora.
Una vez centrada la cuestión en estos términos, no dudamos en afir-
mar que el protagonista esencial del que va a depender el cumplimiento
de los fines legislativos de la pena es la administración penitenciaria y,
junto a ella, sus responsables políticos. Éstos deberán utilizar los medios
necesarios para evitar los efectos desocializadores de la prisión, porque
no todos los problemas que tiene ésta para conseguir sus metas resocia-
lizadoras le vienen dados desde fuera. Es más, los principales obstácu-
los se encuentran dentro de la misma cárcel. Es ahí donde hay que bus-
car las causas de su inutilidad y su ineficacia. Si se observa con realismo
la praxis y los preceptos legales y reglamentarios que regulan el sistema
penitenciario, pronto se observará que existen instituciones, modelos y
datos difícilmente compaginables, cuando no simplemente contrarios a
las metas resocializadoras que teóricamente se propone alcanzar.
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LA JUSTICIA PENAL VISTA DESDE SUS CONSECUENCIAS 705

Los responsables de la administración deberán cuestionarse la efi-


cacia de los equipos de tratamiento, el cumplimiento de la función en-
comendada a los psicólogos, educadores o criminólogos, la objetividad
de la observación, clasificación e intervención educativa con los pre-
sos... Por otro lado, este cuestionamiento debería extenderse a los abu-
sos de poder de ciertos funcionarios, así como a la concesión de bene-
ficios a cambio de la sumisión a la omni-reguladora y destructiva dis-
ciplina penitenciaria. Sin olvidar, el fin exclusivamente disciplinario
que actualmente se otorga al permiso, obviando, por tanto, la impor-
tancia esencial del contacto del preso con el exterior a través de aquél
o de la concesión de medidas alternativas no prisionizadoras. Porque,
en último término, «reinserción» implica favorecer el contacto activo
recluso-comunidad, siendo preciso que la administración penitenciaria
inicie un proceso de potenciación de los contactos sociales del recluso,
atenuando la pena cuando ello sea posible, o bien haciendo que la vi-
da dentro del establecimiento penitenciario se asemeje lo más posible
a la vida en libertad. En último extremo, cabe señalar que el trata-
miento ha sido eclipsado por el régimen, por la desconfianza de la ins-
titución en el cambio positivo de las personas, por el elevado coste eco-
nómico que unas medidas reales de tratamiento supondrían (aunque al
final serían menos costosas socialmente si realmente previene futuros
delitos), por el incremento de riesgos al tener que aplicar libertades y
excarcelaciones, por las ideas retribucionistas que existen en el ámbito
penitenciario y en amplios sectores sociales.

sal terrae
ST
EDITORIAL

Apartado 77 39080 Santander ESPAÑA

VEDAD
NO

CARLO MARIA MARTINI


Libres para creer
Una fe consciente
para los jóvenes

176 págs.
P.V.P.: 12,00 €

El corazón humano –el tuyo, el mío, el de todos– es más rico de lo que


puede parecer y más sensible de lo que se puede imaginar; es genera-
dor de energías inesperadas; es una mina de potencialidades, a menudo
poco conocidas o ahogadas por la escasa autoestima o la frustrante con-
vicción de que es imposible cambiar... He aquí una amplia compilación
de las intervenciones del cardenal Martini dirigidas a los jóvenes, en el
curso de su largo y profundo magisterio. Un instrumento privilegiado
para la formación de las conciencias, porque «la elección de servir al
Señor» es el fruto de un prolongado e intenso itinerario de descubri-
miento de la propia libertad.

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