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“Los que me preocupan son los republicanos […]”

Con estas palabras, Simón Rodríguez respondió a la preocupación de Simón Bolívar


acerca de la salud de las entonces nacientes repúblicas sudamericanas. Hoy, dos siglos
después, el Paraguay enfrenta una vez más la caída del pulso vital de la República, en
medio del desmayo de las banderas republicanas que hoy se deberían estar blandiendo.

Abiertas las compuertas de salida de las largas décadas de oscurantismo dictatorial en


1989, varios fueron los esfuerzos por dotar al país de sólidos pilares republicanos,
puestos de manifiestos en las instituciones de la Constitución de 1992, ciertamente
imperfectas. Esto último no fue extraño a la lógica de los constituyentes, quienes
también previeron en la misma Constitución, los caminos de Derecho para ir
perfeccionando su diseño, en la medida en que las necesidades históricas así lo
exigieran, estableciendo las vías parlamentarias, plebiscitarias y jurisprudenciales
respectivas, para su evolución normativa.

En otras palabras, la Constitución aún nacida imperfecta, al ser obra de una sociedad
que proclamó su renuncia todo tipo de dictadura y su apuesta por el Estado Social de
Derecho, otorgó facultades a las autoridades creadas conforme a ella, para que puede
ser modificada sin lesionar o mucho menos, hacer tabla rasa de sus disposiciones, así
como sin alterarla por la fuerza o la arbitrariedad.

Esta facultad de hacer de la Constitución un instrumento vivo al servicio de la sociedad,


en permanente evolución por las vías propias del Estado de Derecho, debe ser un
imperativo permanente de todas las instituciones republicanas y democráticas. No
obstante, la sociedad asiste hoy casi atónita a la defección de dicha cláusula pétrea de la
República por miembros del Congreso nacional, en el marco de las últimas decisiones
polémicas de la Sala Constitucional de la Corte Suprema; habiendo ostensiblemente
abdicado de la razón y del derecho para expresar su desacuerdo con una decisión
judicial. Ciertamente, en este periodo parlamentario, no es la primera vez que el
Congreso actúa en sentido contrario a las instituciones: el desconocimiento de la
sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de las disposiciones del
Capítulo V de la Constitución Nacional respecto de los pueblos indígenas, por ejemplo,
son pruebas de una contumacia que puede explicarse bien por negligencia, bien por
holganza, bien por la atención prioritaria de intereses sectarios frente a los intereses
nacionales.

Ciertamente, no es la novel administración surgida de la alternancia de gobierno la


única que ha debido confrontar una gestión disfuncional a los intereses generales de la
nación en el Legislativo, en gran medida, como herencia de la cultura del
desconocimiento de la alteridad política, legada del stronismo. Lo han hecho los
gobiernos anteriores, con la ponderable diferencia de que aquellos han sido siempre
actores políticos emergentes de la puja de intereses al interior del partido hegemónico
de la dictadura y la transición, el Partido Colorado, con una base identitaria común
asociada al statu quo y su oposición a las reformas necesarias para la construcción de un
Estado Social, como también manda la Constitución. Para ello nunca dudaron en
soliviantar la legalidad y los procedimientos constitucionales, remplazándolos por
mecanismos perversos de componendas en intersticios de otros Poderes del Estado,
como el Judicial; componendas que, desde luego, difícilmente pueden deshacerse o ser
superados de la noche a la mañana, pero que, como en el caso del Poder Judicial tienen
un profundo impacto, negativo, en la administración de la justicia y en la credibilidad
del país como un todo.

Son estas décadas de componendas y privilegios instalados, los que ante el menor signo
de cambio que pudiera representar la alternancia en el gobierno, hacen alzar la voz del
cambalache tornándolo agorero del derrumbe institucional. Empero, no han de ser el
pánico, ni esta inoculación del miedo, a la que nos someten cotidianamente los profetas
de la catástrofe instalados en todos los ámbitos, los que van a resolver este cuadro
institucional.

Dicho esto y ante los últimos acontecimientos de público conocimiento en el país, cabe
en la conciencia ciudadana asumir que no todos los conflictos o crisis que puedan
acaecer en el derrotero institucional de la República - fueran ellos en el seno de
cualquiera de los tres poderes- habrán de ser el toque de clarín que anuncie, profetice o
ponga a la sociedad en presencia de un golpe de estado o un conato de conspiración. Y
ciertamente, tampoco son los golpes de efecto mediático los que resuelven
eventualmente situaciones de crisis: al contrario, la empeoran y profundizan el
desconcierto y la alarma innecesaria de la población e incluso, de la comunidad
internacional.

En este contexto, las vestiduras rasgadas frente a la validez - o no - de las sentencias


judiciales que implican la reposición de dos ex ministros de la Corte Suprema de
Justicia, destituidos en el 2003 por juicio político de sus cargos – cuestión hoy ya
dirimida (de manera cuestionable) por el pleno de la misma Corte -, no expresan otra
cosa que el acto reflejo de un stablishment para el que, una controversia institucional,
que debería ser resuelta en el marco de la libre circulación de ideas hacia la exégesis
constitucional, ha mostrado intolerancia, soberbia y propensión al caos. Sin excluir a
quienes hoy en la oposición, apuestan a una crisis de gobernabilidad para la cual buscar
soluciones de facto – como la salida de los militares de sus cuarteles -, cuando que
existen numerosas salidas constitucionales, para el propio Poder Legislativo, que son
respetuosas de la democracia republicana, y que permiten revertir la situación sin salirse
del Estado de Derecho.

Por ello, como parte de la ciudadanía que adhiere a los valores republicanos, hemos
considerado relevante sumar nuestras voces entre las muchas vertidas en estos últimos
días, y finalmente dejar asentado cuanto sigue:

1. El punto de partida para la solución de este u otros conflictos intrapoderes en la


República, es asumir que cualquier acto de autoridad, de cualquiera de los
poderes, es justiciable, en cuanto todos los ciudadanos y ciudadanas del país
deben tener garantizado el acceso a un recurso judicial efectivo y gozar del
respeto a las garantías elementales del debido proceso establecidas en la
Constitución como en el Pacto de San José de Costa Rica.

2. Se puede debatir e incluso, llevar adelante agendas de transformación de la


Administración de Justicia – incluyendo al Ministerio Público y la Defensa
Pública -, que cuestionen la calidad de los Tribunales y Magistrados, pero en
ningún caso, desconocer que por mandato Constitucional (Art. 247), el Poder
Judicial es el custodio de la Constitución Nacional, quien la interpreta, la cumple
y la hace cumplir, siendo la Corte Suprema la última instancia en el orden
jurídico interno, sin que sobre ella puedan ejercerse facultades extraordinarias o
arbitrarias no reconocidas a ningún otro poder del Estado.

3. Entendemos que en el caso suscitado con motivo de la reposición en el cargo de


los ex Magistrados Bonifacio Ríos y Fernández Arévalos, si bien los elementos
materiales del juicio político no son justiciables, por la naturaleza privativa del
Congreso de definir los hechos o conducta pasible de sanción mediante la
actividad de los órganos de acusación y juzgamiento en que se constituyen sus
cámaras; sí pueden y deben cuestionarse las cuestiones adjetivas o procesales del
juicio político, cuando no sepan ajustarse a las normas mínimas que rigen para
todo tipo de juzgamiento ante cualquier fuero o jurisdicción conforme el artículo
17 de la Constitución y el artículo 8 del Pacto de San José de Costa Rica.

4. En el caso del juicio político, la misma Constitución establece el carácter


acusatorio del mismo [La acusación será formulada por la Cámara de
Diputados, Art 225, Párr. 2do.], estableciendo que corresponde a la Cámara de
Senadores “…por mayoría absoluta de dos tercios, juzgar en juicio público a
los acusados…” [id.]. Al derivar de dicho proceso acusatorio una ‘declaración
de culpabilidad’ [Ibíd.], dicho juicio debe necesariamente sujetarse a las reglas
básicas del debido proceso para que el juzgador - en este caso, el pueblo
representado por sus senadores -, permita pronunciar una decisión cuya certeza
no sea dubitable por la ciudadanía a la vez que respete la dignidad humana del
acusado o acusada. De enervarse estas garantías, es la sociedad toda la que
fracasa, al tolerar la arbitrariedad de sus autoridades por un lado y por otro, al
corromper la verdad de determinados hechos que por la naturaleza del
juzgamiento, pasarán a formar parte de su historia como colectividad.

Por último, el Paraguay está históricamente marcado por la ausencia de


institucionalidad. En el intento de construirla, muchos de los sectores dominantes se
molestarán y obstaculizarán el proceso. Tal vez, incluso moleste a otros que no estén en
situación siquiera de defender privilegios, pero siguen aún privilegiando la intolerancia
sobre la razón. O bien que a la sazón, justificadamente, en su construcción se
produzcan hechos que nos produzca indignación por la conducta de quienes están al
servicio del pueblo. Pero alterar hoy el de por sí frágil camino transitado hacia una
institucionalidad democrática, nos devolvería a los tiempos de la arbitrariedad, contra la
que lucharon y por la que dieron sus vidas, hombres y mujeres que por su conducta,
fueron modelo de coraje cívico, republicanismo y democracia”. Los hombres y mujeres
a los que apeló, 200 años atrás, Simón Rodríguez.

Asunción, 6 de enero de 2009

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