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LA MISERICORDIA

Raniero Cantalamessa

El tema de esta enseñanza ha sido ya anunciado en una de las


profecías que han sido pronunciadas aquí: “La fragancia de la misericordia de Dios”.
Esta meditación la inicio con un pensamiento, que me llegó un día a la mente de forma
instantánea e insistente, mientras me preparaba para la Misa. El pensamiento era éste:
"Los que crucificaron a Cristo se salvaron". Parecía como si Dios, a través de aquel
pensamiento nada común, estuviera tocando mi mente para decirme que lo siguiera,
porque quería mostrarme algo. Yo lo seguí, y vamos a ver lo que me manifestó.

Cada vez que recitamos el Padrenuestro decimos: "Hágase tu voluntad".


Pero ¿cuál es la voluntad de Dios? ¿Qué es lo que quiere verdaderamente Dios? Hay
una voluntad de Dios secreta, que se refiere a nuestro presente y a nuestro futuro, que
nosotros ignoramos, y esperamos conocer. Por lo general a ella nos referimos,
cuando decimos: "Muéstrame, Señor, tu voluntad. Que se cumpla en mí tu voluntad".
Esta es una voluntad personal de Dios, pues se refiere al designio específico de Dios
sobre mí.

Pero existe una voluntad de Dios manifiesta que ya ha sido revelada. Es


clara y universal; es decir, se refiere a todos los hombres y no únicamente a mí
mismo. Y esta voluntad es que todos los hombres se salven. Dice San Pablo en la
primera carta a Timoteo: "Dios quiere sobre todo esto: Que nadie se pierda".

Se la llama voluntad salvífica, universal de Dios. Es una tesis de la


Dogmática. Entonces decir "Que se haga tu voluntad" equivale a decir "Padre, que todos
tus hijos se salven, y entren en el Reino; que nadie se pierda; que todos tengan la Vida,
(también ese que no me acepta, que no me estima, que me persigue,…)”. Aquí tenemos
el punto esencial, hermanos. Toda la fuerza de aquella oración consiste en incluir
también a mis enemigos: “Que todos los hombres se salven, -también mis enemigos.”

Así lo practicó Jesús en su vida. Aquellas palabras del Padrenuestro –


“Hágase tu voluntad”- vuelven a estar en la oración de Jesús en Getsemaní, y su
significado es claro: "Padre, si no es posible que pase este cáliz sin que Yo lo beba, si
los hombres mis hermanos no pueden salvarse sin que Uno tome sobre sí su pecado y
muera por ellos, te digo: 'Hágase tu voluntad; para esto he llegado a esta hora; acepto
morir por ellos". De esta manera, una voluntad de hombre, como lo era la de Jesús,

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aunque a la vez divina, se expande para poder asumir en ella la voluntad universal,
salvífica de Dios. "Por eso me ama el Padre -dice Jesús-, porque Yo ofrezco mi
vida por las ovejas".

Al presentarnos el precepto del amor a los enemigos, Jesús nos pone


de ejemplo el comportamiento del Padre celeste, "que hace llover y hace brillar el sol
sobre justos y pecadores". Y concluye diciendo: "Por lo cual, sed perfectos en la
misericordia como es perfecto vuestro Padre del cielo".

Tenemos una manifestación mucho más grande de la misericordia


de Dios: la que nos dio Jesús mismo, en los últimos momentos de su vida,
cuando dice: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Estas son las
palabras más divinas, más santas, que hayan pronunciado labios humanos. Aquellos
estaban ahí, encarnizados para destruirlo y erradicarlo de la tierra; estaban ahí con
inaudita violencia para tirarlo de una parte y de otra, y clavarlo en la cruz. ¡Porque
aquellas palabras fueron pronunciadas precisamente mientras lo crucificaban! Y Él
dice: "Padre, perdónalos".

En la Ultima Cena, había dicho Jesús: “Nadie tiene amor más grande
que aquél que da la vida por los amigos". Pero el significado de esta frase podría
llevarnos a engaño. San Pablo dice que puede haber (aunque no con mucha
frecuencia, muy raramente) alguien que esté dispuesto a dar la vida por una persona
honrada y amiga, pero Dios manifiesta la calidad de su amor amándonos y muriendo
por nosotros, mientras todavía éramos pecadores, o sea, enemigos; no amigos,
enemigos.

Por lo demás, Jesús mismo había dicho: "Si amáis a quien os ama, ¿qué
mérito tenéis?". Entonces hay que precisar el sentido de aquella palabra de Jesús:
"Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos". Cuando Él dice que
no hay amor más grande que dar la vida por los propios amigos, la palabra "amigos"
está entendida en sentido pasivo, no activo. Significa los que son amados por tí, no los
que te aman. La realidad es que Jesús llama a Judas "amigo", no porque fuera Él
amado por Judas, sino porque Él amaba a Judas. El sentido de aquella frase de Jesús
es como sigue, por lo tanto: "Nadie tiene mayor amor que éste: Dar la vida por los
propios enemigos, considerándolos amigos". En el amor a los enemigos, en esto
consiste propiamente la misericordia, de la que está penetrado el corazón de Dios y
toda la Biblia. Como el agua llena los mares, así la misericordia llena el corazón de
Dios.

No había misericordia antes del pecado de Adán; no; no había. Había


sólo amor en Dios antes del pecado de Adán. La misericordia es la forma que asume el
amor frente al pecado. Por tanto, en Dios hay misericordia solamente a partir del
pecado de Adán; no antes. Antes había sólo amor.

Con la palabra misericordia nosotros entendemos muchas cosas, tal


vez inconexas, (piénsese en las obras de misericordia). Pero no olvidemos que, entre
estas obras de misericordia, hay una que no es como las otras sino que está por
encima de las demás, que les da valor a todas y es: Tener piedad del enemigo, del
adversario; apiadarse en el corazón. Misericordia está formada por dos palabras:
compadecerse en el corazón.

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Dios ha querido que quedaran signos de su misericordia, a manera de


monumentos que atestiguaran por los siglos hasta dónde llegó la capacidad de Dios
en perdonar. Y por eso, "los que crucificaron a Cristo se salvaron", y los
encontraremos esperándonos en el Paraíso. Jesús oró por ellos -ésta es la razón-.
Jesús oró por ellos. Nosotros no sabemos exactamente a quién se refería Jesús,
cuando decía: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen", -si a todos los
responsables de su muerte, incluidos Caifás y Pilatos, o si solamente a aquéllos que lo
estaban clavando en ese momento en la cruz-. No sabemos, decía, por quiénes rogó.
Pero lo que sí sabemos con certeza es que aquéllos por los que rogó se salvaron, porque
el Hijo de Dios oró por ellos con toda su autoridad: "Padre, perdónalos". Y el Padre,
que había escuchado todas las oraciones del Hijo, como dice Él mismo, no pudo dejar
caer en el vacío su última oración. Los que crucificaron a Cristo están en el cielo, -las
primicias de la Iglesia. Porque la Iglesia no es otra cosa que la comunidad de los que
han acogido la acusación de Pedro en los Hechos de los Apóstoles -"Vosotros
crucificasteis a Jesús de Nazaret-”, y se arrepintieron, recibiendo el don del Espíritu Santo.

Hermanos, para nosotros los creyentes, no hay cosa más preciosa y


agradable a Dios, que podamos hacer, que entrar en este misterio de la misericordia de
Dios, que anhelar ser perfectos en la misericordia como nuestro Padre del cielo.

De dos maneras podemos penetrar en este misterio. La


primera manera es receptiva, y consiste en el hecho de que nosotros, aún antes de
preocuparnos por lo que debemos hacer, acojamos y recibamos conmovidos y con fe
esta realidad divina. Aceptamos y recibimos la misericordia de Dios sobre nosotros,
nos dejamos bautizar por la misericordia de Dios, la admiramos con alabanza y acción
de gracias, damos gracias al Señor por su misericordia, continuando así la admiración del
salmista que no se cansa de repetir el estribillo interminable: "Porque es eterna su
misericordia, porque es eterna su misericordia" (Salmo 135). Y la admiración de María,
que en el “Magníficat” exclama: "Su misericordia se extiende de generación en
generación".

Esta primera manera -receptiva- se realiza a través de la fe y los


Sacramentos. En la Eucaristía, por ejemplo, nosotros comemos y bebemos la
misericordia de Cristo. Su Cuerpo y su Sangre es la misericordia de Cristo.
Recordamos su entrega en sacrificio por todos, y ello la noche en que iba a ser
entregado. No cuando todo iba bien, sino la noche en que iba a ser entregado.

Luego, mediante la fe, nos apropiamos con confianza, sin mérito, y sin
miedo, de la misericordia de Dios. Nos apropiamos de la misericordia de Dios.
Hacemos la operación más simple y más atrevida que un hombre puede hacer con Dios.
Tan simple y tan ventajosa y, aún así, son tan pocos los que la hacen... Nosotros
proclamarnos, simplemente, que es mérito nuestro y justicia nuestra la misericordia de
Dios. Y en un instante estamos “llenos de méritos”... Hemos realizado el sagrado
intercambio, el golpe de audacia del que hablaremos un día en la Asamblea
General. Jesús mismo ha venido a ser nuestra justificación, santificación y redención.

Pensándolo bien, es un botín arrebatado, pero un botín que Dios mismo


nos pone a la vista, quedándose sorprendido de que sean tan pocos los astutos que
arrebaten de esa forma el Reino de los Cielos, la misericordia de Dios. Hay un texto de
San Bernardo, que voy a citar en otro momento, que dice: "Yo, todo lo que me falta

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con respecto a la santidad, me lo apropio con confianza del corazón del Señor,
porque está lleno de misericordia. Por lo tanto, declaro que es mérito mío la
misericordia de Dios. ¡Ciertamente no estoy pobre de méritos mientras Él esté rico en
misericordia". “Si las misericordias del Señor son muchas, -como dice un salmo-, yo
también rebosaré de méritos", -dice San Bernardo, un doctor de la Iglesia. Y añade
San Bernardo: “¿Qué decir de mi injusticia? Oh Señor, me cubriré también con justicia
porque ésta es también la mía, ya que Tú eres, para mí, justicia de parte de Dios". Esto
es lo que significa hacer nuestra la misericordia de Dios, hacer de la misericordia de
Dios nuestro único mérito. Por lo dicho, la primera relación con la misericordia de Dios,
que hemos llamado receptiva, consiste en esta contemplación y comunión, consiste en
recibirla y exaltarla.

La segunda manera es activa, y consiste en imitar la misericordia


de Dios. Es decir, es una manera que nos impulsa a la acción. El Apóstol escribía a
los Colosenses: "Como elegidos de Dios, santos y predilectos, revestíos de entrañas
de misericordia, de agrado, de humildad, de sencillez, de tolerancia, soportándoos
mutuamente y perdonándoos cuando uno tenga queja contra otro. El Señor os ha
perdonado; perdonaos también vosotros".

Perdonando es como se nos perdona; usando misericordia es como se


obtiene misericordia. "Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que
nos ofenden". ¡Qué profunda esta sentencia del Padrenuestro, y con qué facilidad la
recitamos sin darnos cuenta de lo que decimos! ¡Ay del siervo que, habiendo obtenido la
condonación de la deuda de diez mil talentos por parte de su patrón, no es capaz de
condonar cien miserables denarios a su compañero!

“Cuando Dios, después de haberme hecho contemplar su misericordia en


aquel día, me invitó a dirigir la mirada hacia mí, me quedé estupefacto. Porque he visto
lo que sube de mi corazón cada vez que pienso en alguno que se opone a mí con
terquedad, me critica o me calumnia, o que lo ha hecho en el pasado... No son deseos
que valgan, que sean sanos, que gocen de la estima de los hermanos... Más bien son
deseos turbios, más o menos conscientes, de estar yo por encima de ellos, de que
los hechos prueben su error, y restituyan mi derecho”. Y yo tratando de echar el agua del
perdón sobre estas llamas siniestras del orgullo y del amor propio, y ellas volviendo a
encenderse una y otra vez... ¡Dios mío, qué tremenda lucha!

"¿Quién me librará de este cuerpo de pecado?", -decía San Pablo, y


digo yo mismo. Pero, a Dios gracias, hermanos, si yo no logro mirar en toda la actuación
de mi Dios, si en la primera oportunidad llego a ser traicionado por mi resentimiento, pues
bien, de todas maneras, me alegraré, porque esto hará que me sienta pequeño. Me
hará entender cuán grande ha sido el misterio de la piedad que se manifestó en
Jesucristo. Ensalzaré a mi Señor, y Él se erguirá todavía más alto sobre las ruinas de mis
ambiciones de santidad. Todavía más: Menos correré el riesgo de humillar a mis
adversarios con la generosidad en perdonar; haré todo lo que pueda: rogaré, imploraré
este don máximo del Padre de las luces. Pero, si otra vez llego a caer, no me desalentaré.
Una cosa no volveré a hacer jamás, -es un propósito-: Nunca le diré a mi Dios, ni
siquiera indirectamente: "Escoge: o yo, o mi adversario". No se puede imponer a un
padre esta alternativa cruel de escoger entre dos hijos, por el solo hecho de que ellos
estén peleados entre sí. El Padre quiere que todos los hombres se salven; por lo mismo
yo no voy a tentar a Dios, pidiéndole que asuma mi causa contra mi hermano. Así no

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obró Jesús. Todo lo contrario: murió para restituirle al Padre todos los hijos que estaban
dispersos. Le dijo al Padre: "Sacrifícame mejor a mí".

Así, pues, cuando esté en conflicto con un hermano mío (hablo en


primera persona, e invito a cada uno de vosotros a escuchar en primera persona) mucho
antes de hacer valer y discutir mi punto de vista, que por otra parte es lícito y muchas
veces hasta obligatorio hacer, le diré a Dios: "Padre, salva a ese hermano mío;
sálvanos a los dos. Te pido para él lo que te pido para mí; no deseo yo tener la razón, y
que él esté equivocado. Deseo que también él tenga razón; si es necesario, que sea él
quien tenga la razón. Así Tú no serás ofendido, y llegará tu Reino, y yo habré ganado un
hermano". Para mí será siempre la mejor parte, la de humillarme y estar al lado de Jesús.

Esta misericordia de unos para con otros, hermanos, es


indispensable para vivir la vida del Espíritu y cualquier otra forma de vida en
comunidad. Es indispensable para la familia -¿qué sería de una convivencia
matrimonial sin el perdón recíproco?-; es indispensable en una comunidad religiosa; es
indispensable en una Parroquia; es indispensable en un Grupo de Oración; y en la
Renovación Carismática. No se puede evitar que donde están más personas haya
pareceres diversos, gustos diversos, caracteres diversos, ... “Nosotros somos -dice San
Agustín- vasos de arcilla que se rompen en cuanto se tocan unos con otros”. Aún
cuando seamos una arcilla elaborada, una pieza de cerámica o porcelana, seguimos
siendo arcilla. ¿Qué hacer, entonces, para conservar la unidad? Sin el ejercicio del
perdón, del querer salvar y no eliminar al hermano que tiene una opinión diferente de la
mía, nacen las divisiones como en Corinto: “Yo soy de Fulano, y yo soy de Mengano;
yo soy de Pedro, y yo soy de Pablo". En lugar de que la atención se centre en Cristo, se
concentra en las personas; y en lugar de recoger, se desparrama. Cuando no se tiene
el valor de morir a sí mismo, perdonando y reconciliándose, se escoge el camino más
fácil: Se hace la división, se forma un nuevo grupo de oración, por ejemplo. Pero se
trata de una solución ilusoria; otro hará lo mismo contigo en el nuevo grupo que has
fundado. En cuanto tú estés en desacuerdo, él a su vez formará un nuevo grupo. La
proliferación y el fraccionamiento de los grupos de oración, cuando no responde a
exigencias reales de crecimiento, -exigencias ponderadas conjuntamente por los
responsables-, no es signo de crecimiento sino de derrumbe espiritual; no es una
operación conforme al Espíritu sino conforme a la carne.

A mí me gusta decir que el perdón es para un organismo


comunitario lo que el aceite es en un motor. Haced la prueba de salir un día con el
coche sin una gota de aceite en el motor, haced la prueba. A unos cuantos miles de
metros quedará todo hecho llamas, y será mucha su suerte, si logran salir de ahí sanos
y salvos. La misericordia y el perdón son como la lubricación, que permite ir disolviendo
todo brote de corrupción, toda roña, todos los roces. Ayudan a derribar los pequeños
muros de incomprensión y de resentimiento antes de que lleguen a hacerse
grandes murallas.

Hay un Salmo que canta la alegría de vivir juntos como hermanos: "Es
como aceite perfumado en la cabeza, que va bajando por la barba y el vestido de Aarón
hasta la orla de su túnica" (Salmo 133). De aquí tomé la imagen del aceite. Nuestro
Aarón, nuestro Sumo Sacerdote, ¿quién es? Jesucristo. Él es la cabeza; la misericordia
y el perdón son el aceite que baja de esta cabeza que es Cristo, y se difunde a través

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del Cuerpo, que es la Iglesia, hasta la orla de su túnica. Donde se vive el amor y el
perdón recíproco, Dios otorga su bendición y la vida para siempre.

Desechemos de nosotros, hermanos, por tanto, la enemistad. Nos dice


la Escritura, -la carta a los Efesios-, que "Cristo en la cruz destruyó en Sí mismo la
enemistad". Destruyamos también en nosotros toda enemistad, todo rencor, toda envidia
o resentimiento. Con la ayuda de Dios; derribemos los muros de división.
Vayamos a reconciliarnos con el hermano ya en este momento, repito. (Si por ahora
no es posible ir hasta él corporalmente, ve con el corazón, háblale a Jesús de él y a
favor de él). Es más, voy a revelarte, hermano, un secreto. ¿Quieres hacer feliz a
Jesús y obtener de El lo que deseas? Hazlo así: La próxima vez que te acerques a
recibirlo en la Eucaristía, busca antes quiénes son aquellos que has rechazado de tu
vida y de tu corazón, esos que no te aman y a quienes no puedes amar ni perdonar.
Acógelos en tu corazón, y luego acércate a la Comunión diciendo: "Jesús, tengo una bella
noticia para ti; hoy Te recibo junto con... (di los nombres). Les doy hospedaje juntamente
contigo en mi corazón". ¡Qué feliz está Jesús!

Y termino con una pequeña oración: "Señor, Tú que oraste por aquellos que te
crucificaban, y te escuchó el Padre, escucha nuestra oración. Ayúdanos a no tener
envidias, ayúdanos a reconciliarnos. Si deseas que yo luche en un caso determinado
por la justicia y por la verdad, haz que ello sea por tu Verdad, y no por la mía.
Ayúdame a hacerlo sin enemistad, dispuesto a morir como el grano de trigo. Jesús, sé
tu nuestra paz y nuestra reconciliación". Amén.

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