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Los silencios reveladores de Benedicto XVI

Desde la perspectiva del entusiasmo popular, podemos decir que la


visita del Papa a Brasil ha sido un gran éxito. Auque sin la irradiación
carismática de su antecesor, la figura de Benedicto XVI, naturalmente
contenida, se mostró suelta, y se dejó conmover por el arrebatamiento de
los fieles. La figura del Papa es un símbolo poderoso que evoca en el
inconsciente colectivo arquetipos ancestrales del gran padre, el sabio, el
chamán, que dispone de poderes sobrenaturales. Esta clase de arquetipos
hablan a lo profundo de las personas y movilizan grandes sentimientos.
¿Qué modelo de catolicismo va a favorecer?

Es claro que en Brasil hay dos tipos de catolicismo: el de la devoción


y el del compromiso ético. El cristianismo de devoción viene de la
Colonia, tiene un cuño popular, está centrado en la devoción a los santos,
en los rezos y en las romerías, y hoy, en su forma moderna, en la
dramatización mediática, de fuerte contenido emocional.

El catolicismo de compromiso ético encuentra su nicho en la Acción


Católica y en las «pastorales sociales», culminando en la teología de la
liberación. Este modelo plantea exigencias a la inteligencia y exige
mediaciones socio-analíticas, porque está interesado, a partir del capital
espiritual de la fe, por la transformación social.

Pero aquí viene una cuestión político-religiosa: ¿cuál de ellos ayuda


más a crear una sociedad que rediseñe su anti-historia, asentada sobre el
colonialismo, el etnocidio indígena, el esclavismo y la moderna
dependencia de los centros metropolitanos?

La respuesta depende del nivel de conciencia que los católicos hayan


desarrollado. No esconderé mi opción: el catolicismo devocional no tiene
potencialidades de transformación social, por estar demasiado vuelto
hacia sí mismo. El otro sí, pues articula constantemente fe y justicia,
Iglesia y compromiso de liberación. Desde esta perspectiva, ¿cómo
evaluar las intervenciones del Papa? Éstas han experimentado un
«crescendo», desde algo más difuso, hacia algo bien explícito, como ante
los obispos en Aparecida, el día 13 de mayo. Procuró mantenerse
equidistante de los dos modelos, pero acabó reforzando el de la devoción,
pues las articulaciones con lo social fueron indirectas y poco explícitas.
Hay una cierta tónica de elementarismo fundamentalista cuando habla de
la centralidad de Cristo hasta en las cuestiones sociales y culturales, lo que
seguramente dificultará el diálogo inter-religioso. Es una teología sin el
Espíritu, pues todo queda reducido a Cristo, reduccionismo que en
teología se llama cristomonismo (la «dictadura» de Cristo en la Iglesia).

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Como si no existiese también el Espíritu, que también está en la historia y
en los procesos sociales suscitando verdad, justicia y amor.

Lo que el Papa dice de la primera evangelización, como un


«encuentro de culturas», y no «una imposición y alienación», no se
sostiene históricamente. Antes bien, la colonización y la evangelización
constituyeron un proyecto único y provocaron uno de los mayores
genocidios de la historia. No olvidemos el testimonio maya Chilam
Balam: «Entre nosotros fue introducida la tristeza, se introdujo el
cristianismo, el principio de nuestra miseria y de nuestra esclavitud...
Vinieron a matar nuestra flor, a castrar el sol».

Condenar como «utopía y retroceso» la voluntad de rescatar tales


religiones con su sabiduría ancestral, equivale a un insulto a los indígenas
y un desestímulo para los ingentes esfuerzos de tantos misioneros que
apoyan estas iniciativas.

Es teológicamente frágil la tesis de que se necesita confesar


explícitamente a Dios para construir una sociedad justa. Los antiguos
Estados Pontificios niegan esta tesis, así como la España de Franco y el
Portugal de Salazar, que afirmaban públicamente a Dios y mantenían la
tortura y la pena de muerte. Lo que se necesita es un consenso ético y una
apertura a la transcendencia, dejando abierta la definición de su
contenido, como por lo demás hacen los Estados modernos.

Estas insuficiencias teóricas hacen que su discurso resbale fácilmente


hacia el moralismo y el espiritualismo. Melancólicamente vuelve siempre
al mismo estribillo: no a los anticonceptivos, no al divorcio, no a la unión
homosexual, no a la modernidad, y sí a la familia tradicional, sí a la rígida
moral sexual, sí a la disciplina. Esos demasiados «noes» vuelven antipático
el mensaje, como si no hubiese otros temas urgentes a tratar.

Sus discursos son expresión de la razón indolente, categoría analítica


introducida por el pensador portugués Boaventura de Souza Santos, que
la deriva de Leibniz (+1716). Indolente es la razón que no capta los
desafíos relevantes del presente y desperdicia las buenas experiencias del
pasado. Hay silencios significativos en el discurso del papa: una única vez
se refiere, y de paso, a las comunidades de base, sólo una vez a la opción
por los pobres, otra vez a la liberación, y ninguna a la teología de la
liberación y a las «pastorales sociales», o a la cuestión gravísima del
calentamiento planetario. Más bien regresa a los años 50 del siglo pasado
introduciendo el discurso tradicional de la caridad y de la asistencia a los
pobres. Esos silencios son una forma de desacreditar; la ocultación es una
negación.

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La razón indolente, propia de las grandes instituciones como la
Iglesia, se vertebra en razón miope al quedarse sólo en lo cercano y perder
de vista lo que está más allá, o en razón perezosa al no buscar caminos
nuevos y siempre reproponer los mismos (más catequesis, más celibato,
más disciplina, más obediencia, más adhesión al magisterio, más familia),
o en razón arrogante cuando insiste en la Iglesia como la única verdadera,
fuera de la cual no hay salvación, o finalmente, en razón anti-utópica, por
no suscitar un horizonte de esperanza y pensar que el futuro es una mera
prolongación del presente mejorado. Al papa le pasó desapercibida la
nueva centralidad que no es discutir la misión de la Iglesia en sí, sino el
futuro de la Tierra y de la Humanidad, y ver en qué medida la misión del
catolicismo puede ayudar a garantizar el futuro, sin el cual nada se
sostiene.

El catolicismo brasileño y latinoamericano, si quieren estar a la altura


de los tiempos actuales, necesitan del coraje que tuvieron los primeros
cristianos: dejaron el suelo cultural judaico del Jesús histórico, y se
insertaron en el suelo pagano helenista. De esa inserción nació el
cristianismo actual, expresión no del Antiguo sino del Nuevo Testamento.
Necesitamos un catolicismo de rostro indo-negro-latinoamericano, no
contra, sino en comunión con el romano.

Leonardo Boff

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