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EL LIBRO DE CRISTAL DE LOS COHÉN - AQUILES JULIÁN 1

Aquiles
Julián
El libro de cristal de los

imaginaci Cohén

32
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
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Índice

Una historia de persecución y abuso / Aquiles Julián 3


El libro de cristal de los Cohén 7
Biografía del autor 25
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EL LIBRO DE CRISTAL DE LOS COHÉN - AQUILES JULIÁN 3

Una historia de persecución y abuso

Por Aquiles Julián

Uno de los temas a los que soy más sensible es al de la Shoah, El Holocausto, la
terrible masacre padecida por el pueblo judío frente a la mortífera indiferencia
de las naciones “civilizadas”, cómplices
pasivas de la llamada “solución final” que
el Nacional-Socialismo alemán diseñó: el
exterminio total de la etnia judía.
Aquella bacanal de sangre, que produjo
más de seis millones de judíos asesinados
y todos los crímenes adicionales
cometidos por los nazis me indignan y
dan náusea. No fueron los únicos
agravios. Desde tiempos inmemoriales los judíos fueron victimizados por malos
cristianos y peores humanos. Se les culpó de la crucifixión de Jesucristo
(ignorando que era esa Su misión en la tierra),
se les expulsó de sus tierras, aplicando un
viejo recurso que luego Stalin en la URSS llevó
a su culminación: el tráfago humano de
poblaciones enteras; y en los lugares en que se
asentaron, fueron hostigados, criminalizados,
perseguidos, maltratados, quemados y
saqueados a gusto.
Los pogromos permitían saciar contra ellos
las frustraciones y malquerencias. Pueblo
inteligente y laborioso, su prosperidad indignaba a los menos aplicados, que se
fundaban en su origen étnico para despojarlos.
La Ojrana, la siniestra policía secreta zarista, mandó a escribir y publicó un
asqueante panfleto: Los Protolocolos de los Sabios de Zión, que luego fue
utilizado para infamar más a los asediados hijos de Abraham.
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Y el mito de la conspiración judía ha prosperado. Es la mentira repetida que de
tanto vociferarla una y otra vez se toma por verdad sabida.
Los judíos fueron satanizados como bolcheviques debido al peso que líderes de
origen judío tuvieron en régimen leninista. Sin embargo, el chovinismo ruso se
impuso en el partido comunista y
Stalin asesinó a los principales
dirigentes de origen judío con diversas
excusas durante su largo y opresivo
reinado al frente del imperio soviético.
Esos hechos en nada obstan para que
se acuse a los “judíos de Wall Street”
de haber sido los financiadores de la
revolución bolchevique y su
implicación en el viejo sueño apócrifo
de un gobierno mundial judío.
Los nazis como partido fueron derrotados en 1945, pero el enfoque antijudío ha
pervivido. La parcialización de la Unión Soviética con el lado árabe en el
conflicto del Medio Oriente ha revivido todo el andamiaje de calumnias y
mentiras contra los judíos, esta vez con un barniz
cosmético progres.
Israel, los judíos, es tildado en toda esa bazofia
seudo progresista como un estado títere de los
norteamericanos. Se postula la destrucción del
estado de Israel y pasar a cuchillo a todos los
judíos. Es el viejo sueño de la “solución final” que
se mantiene vivo, esta vez como aspiración
izquierdista.
La ideología nazi al igual que la igualmente
antisemita ideología comunista no está muerta.
Grupos minoritarios las postulan y aspiran
asaltar la dirección de los pueblos para imponer sus criminales ideas.
Hace unos años, en una de las ediciones de la Feria del Libro de mis país,
República Dominicana, vino una editorial colombiana nazi. Allí estaban
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descaradamente publicados apologías de los principales líderes nazis así como
libros de Hitler, Rosenberg, Goebbels y otros promotores del racismo nazi.
Me asombró. Esas ideas postulan que yo soy un
hombre de segunda, sólo útil, si en algo lo soy
,para ser sometido como bestia. En todo caso, ser
inferior, preferiblemente eliminable. Y esas
ideas estaban difundiéndose en una Feria del
Libro donde la tolerancia, la apertura, la
convivencia, el respeto y otros valores son los que
deben priorizarse y privilegiarse.
Muchos nazis escaparon hacia América Latina,
con la connivencia aliada y la benevolencia de
gobiernos y dirigentes latinoamericanos que,
aunque formalmente se aliaron a los Estados
Unidos por razones de fuerza mayor, íntimamente admiraban las doctrinas y
prácticas de Hitler. En Brasil, Chile, Argentina y otros países se asentaron
colonias nazis y verdaderos criminales de guerra, como el doctor Joseph
Mengele y Martín Borgman encontraron refugio y desde sus guaridas
empezaron a reenlazar sus redes infames.
El pueblo judío pagó un alto precio durante la Segunda Guerra Mundial. Cierto
es que hubo judíos que colaboraron con los nazis y se convirtieron en verdugos
de sus propia gente, pero lo mismo existieron norteamericanos, ingleses y de
otras nacionalidades que hicieron causa
común por distintas razones con los
agresivos pandilleros nazis. La inicua
labor de los campos de concentración y
las matanzas en las cámaras de gas, los
experimentos con humanos utilizándolos
como cobayas, la recolección de anillos y
joyas, el oro de los judíos, incluyendo los
dientes de oro que los nazis arrancaron a los cadáveres, y luego depositaron en
bancos suizos, … todas esas prácticas macabras que se dieron durante los años
de apogeo hitleriano no es prudente ni inteligente olvidarlas.
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Igualmente no pueden olvidarse las igualmente repulsivas prácticas soviéticas
impuestas por Lenín, Stalin y demás zares rojos, que incluyeron el asesinato
indiscriminado, las deportaciones masivas, los
campos de concentración, los GULAGS, las
torturas, los juicios sumarios, y la represión
feroz de cualquier discrepancia o disidencia.
Ambos extremismos totalitarios son
responsables de decenas de millones de
crímenes, de decenas de millones de abusos, de
llenarnos de asco y vergüenza como humanos.
Al pueblo judío, a los martirizados, a los
injustamente encarcelados, a los oprimidos, a
los pateados, a los excluidos, a los reventados
en las celdas, a los torturados, a los
discriminados, a los injuriados, a los perseguidos injustamente, a los parias, a
ellos, mis semejantes, mis hermanos, mis iguales, a ellos mi reconocimiento, mi
aprecio, mi respeto, mi amor incondicional.
Un modesto homenaje es este cuento. Es poco, pero es un aporte al
reconocimiento de un pueblo al que tanto debemos, que tanto ha aportado, y
que tanto ha sufrido.

Aquiles Julián
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El libro de cristal de
los Cohén
1-14 Estas son las Diez Sephiroth de la
nada: el Aliento de Elhoim vivo, Aliento
del Aliento, Agua del Aliento, Fuego del
Agua, arriba, abajo,
Este, Oeste, Norte, Sur.

Sefer Yetzirá

En el principio se manifestó La Palabra. Fue lo primero, la conciencia. La


conciencia de ser crea el ser. El saberse, el sí, lo es todo. Esas frases eran las
primeras. Sentenciosas. Apodícticas. Estaban allí, puertas o emblemas. De pie
en aquel cuarto, entre aquellos libros abstrusos, flotando en aquel aire
mortecino, sintió como si levemente, en un cuasi imperceptible fulgor, el libro
cobrara un calor momentáneo, ínfimo. Como si el libro estuviese vivo. ¿O sería
su mano?
Estaba allí, en el viejo caserón de dos plantas de la calle Restauración 358, en
el ahora llamado Centro Histórico de Santiago. La vivienda de madera, de estilo
republicano y techo de zinc a dos aguas, que permanecía siempre con sus
puertas de hojas dobles cerradas, en un aislamiento autoimpuesto, era llamada
La Casa de los Judíos y, para los más tradicionales y antiguos moradores de
Santiago de los Caballeros, La Casa de los Tavárez. Para él, sin embargo, era
principalmente la casa de Noam.
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Noam y él se habían conocido hacía tres años, cuando iniciaban los estudios
universitarios en la PUCAMAIMA. El pensó inicialmente estudiar Medicina,
pero luego decidió estudiar Psicología. Allí conoció a Noam.
Era un ser taciturno, reservado, de pelo negro, ensortijado, cejas y pestañas
abundantes y ojos muy negros, tez blanca y nariz filosa, como un aquilón que
rasga el aire, en una cara delgada, de mejillas hundidas, que parecía sufrir
internamente una pena insondable. Inicialmente pensó que era uno de esos
extranjeros que estudiaban en la PUCA, pero Irene, una amiga, le informó que
era el que vivía en La Casa de los Tavárez, en La Restauración. “¿La Casa de los
Judíos?”, preguntó. “Sí, esa misma”, confirmó ella.
Hacía ya unos seis o siete años que Santiago fue estremecido por la repentina
muerte en un accidente de tránsito de los esposos Cohén, los padres de Noam.
Ellos vivían allí, personas respetuosas pero sin mayores tratos con los vecinos:
una vida reservada, totalmente apartada y casi en clausura, que sus vecinos
aceptaban, pero no entendían. “Es que son judíos” decían, como si fuera una
explicación. La puerta del hogar se abría sólo para las escasas veces en el día en
que salían o retornaban. Eran dos señores ya mayores, que se cuidaban
mutuamente. El hijo, Noam, vivía en la capital. Ellos viajaban semanalmente a
visitarlo y, según algunos, para ir a su iglesia y a comprar alimentos, en especial
carnes kosher, aptos para ser ingeridos por judíos. Una mujer, Hermenegilda,
de La Joya, iba tres días a la semana a ayudar en la casa a doña Sarah. Y ella
parece que se contagió de la reserva de los Cohén. Era callada, discreta, cualidad
poco común en una dominicana.
El accidente fue un miércoles en la noche. Noam estaba en la capital. Eleazar y
Sarah, sus padres, habían viajado desde el martes a Santo Domingo. Le habían
celebrado a Noam su Bar-Mitzvá, su fiesta de la adultez según la tradición
hebrea. Eleazar y Sarah Cohén decidieron regresar esa noche a Santiago:
Hermenegilda iría temprano a la casa a limpiar. En el cruce de Piedra Blanca,
Bonao, una patana salió imprudentemente de la carretera a Maimón, los
embistió y los destrozó con todo y vehículo. El chofer, que venía ebrio, se dio a la
fuga y se entregó en Bonao.
Ese miércoles era el día más feliz de la vida de Noam. Había cumplido sus 14
años de edad. El Bar-Mitzvá era la celebración de su mayoría de edad según la
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tradición sefardí. Con ella adquiría una serie de derechos en la comunidad judía.
Las semanas previas, las había vivido con una exaltación, un goce anticipado.
Ahora podía leer la Torat en la shajarit de la mañana y la minjat vespertina del
Shabat: los rezos rituales para el sábado judío. Eleazar lo había preparado
cuidadosamente para este momento, desde niño había ayunado, pero ahora su
vida daba un salto: ya podía empezar a tener propiedades, ponerse los tefilims,
participar en una minyam y asumir la responsabilidad por sus actos. Fue un
momento esperado, soñado, anhelado: sus 14 años de edad, su Bar-Mitzvá, la
ceremonia de su adultez. Y fue en ese preciso día en que sus padres se
despedían para siempre.
Los judíos del Centro Israelita asumieron la responsabilidad por los cuerpos.
La Hevra Kadisha, hombres y mujeres del Centro, empezaron a preparar los
cuerpos acorde a la Halajá, la ley judía: limpiarlos y vestirlos para el entierro en
el cementerio judío de Santo Domingo.
Ese día, su padre, Eleazar, había bailado la sher, aquella danza antigua
proveniente de las comunidades judías europeas, con inusitada alegría.
También habían hecho una ronda y los mayores, palmeteando, se habían
turnado para bailar con Noam, zangolotéandolo uno tras otro con evidente
alegría. Eleazar estaba eufórico. Sarah le veía bailar, reír, cantar viejas melodías
aprendidas de su padre, Aliasaf Cohén. Y al oírlo, Sarah recordaba a los suyos,
aquellos seres de sonrisa blanda y dócil que, en ocasiones, se derrumbaban en
un silencio oscuro: los terribles recuerdos de los campos de concentración, que
nublaban con sus grises nubarrones la más sencilla ocasión.
Habían sobrevivido. Ejemplares únicos de familias numerosas barridas por la
maldad. Huyeron de Europa, de Dresde, en cuanto pudieron. No querían volver
a vivir las persecusiones, la discriminación, los odios apaciguados, pero no
eliminados. Y llegaron a República Dominicana, un país del que nunca habían
oído hablar, que no sabían que existía, pero Joshua Gumbiner, un pariente,
que ya estaba asentado en Sosúa, Puerto Plata, los localizó milagrosamente, tras
toda aquella catástrofe vivida y les escribió. Y hacia aquí viajaron. Cruzaron el
Atlántico y decidieron nunca volver a Europa, nunca volver atrás. Luego ella
nació. Shlomo Dantzig, su padre, y Chana Epstein, su madre, fueron recluidos
en campos de concentración distintos, sobrevivieron y pudieron encontrarse.
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Los hijos que habían procreado habían muerto. Ellos estaban ya en la madurez
y pensaban que los horrores vividos le habían secado a Chana la matriz. Grande
fue su sorpresa cuando supo que estaba embarazada. Ella fue una especie de
hija-nieta. La nombraron Sarah en honor a la esposa del padre Abraham que dio
a luz en la vejez.
Enrique estaba ahora allí, en La Casa de los Judíos, en la casa de Noam. En su
casa, de él. La casa que Noam le había obsequiado en un inesperado acto de
desprendimiento sorpresivo que todavía lo mantenía con una sensación extraña
por lo desacostumbrado del hecho. Hacía unos diez minutos que había llegado.
Venía de su apartamento en Las Colinas. Traía en sus bolsillos la carta de Noam.
Y ahora, en sus manos, sostenía el libro.
Judith y Mijal Gumbiner, descendientes de Joshua Gumbiner y asentados en
la ciudad capital, en donde operaban una fábrica de colchones y una tienda de
tejidos, fueron los anfitriones del Bar-Mitzvá de Noam. Esa noche, ellos le
rogaron a Eleazar y a Sarah que se quedaran en Santo Domingo y viajaran al día
siguiente, temprano. Eleazar, con esa ingrávida manera que sabía poner en sus
palabras, agradeció el ofrecimiento y lo declinó. Se despidió de Noam, que se
quedaba con los Gumbiner disfrutando los últimos resplandores de su Bar-
Mitzvá. Le prometió que volverían el viernes en la mañana para hacer las
compras y participar del Shabat. Noam era huesped de los Gumbiner, que lo
acogían para que pudiera estudiar su Majón Yeladim en la escuela judía del
Centro. Ahora, tras el accidente, y debido a su minoría legal de edad según las
leyes dominicanas, los Gumbiner asumieron su tutoría. Aquellos dos
bondadosos hijos de Joshua Gumbiner, que nunca se casaron y llevaban su
ancianidad con ese honor y esa prudencia de la gente de bien, lo alojaron,
cuidaron y protegieron. Noam no tenía familiares, salvo esta familia amiga,
descendientes del viejo Gumbiner que llegó a República Dominicana en 1939,
luego de que el gobierno de República Dominicana en julio de 1938 hiciera
saber en la conferencia de Evian-les-Bains que estaba dispuesto a recibir a
100,000 inmigrantes judíos. El Comité de Distribución Judeoamericano facilitó
el traslado, pero apenas un puñado de judíos aceptó la oferta. Otros llegaron y
después, ante las condiciones de atraso del país, se marcharon. La diferencia
entre Europa, aún con sus pogromos, su discriminación, sus exclusiones, y esta
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pequeña isla pobre y rudimentaria eran enormes. Pero Joshua creía y repetía
que cualquier cosa era mejor que vivir el sobresalto y la angustia que él y su
familia habían pasado. Se quedó y prosperó, trabajando duro y, algunas noches,
cantando con Otto Papernik que tocaba la mandolina, canciones llenas de
nostalgia.
El Centro Judío le asistió en el papeleo. Una muerte está llena de trámites y
costos. Por fortuna, Eleazar había sido ahorrativo y prudente. Tenía inversiones
que le rentaban con qué vivir. Ahora todo eso pasaba a manos de Noam. Era hijo
único.
Con los Gumbiner aprendió a colocarse los tefilims, a leer la Torá, a bendecir
con las palabras sagradas: Baruj Ata Ado-nai Elo-henu Melej Haolam Asher
Kideshanu Bemitzvotav Vetzivanu Leaniaj Tefilím. Eleazar y Sarah estarían
orgullosos de Noam.
Enrique Sánchez y Noam Cohén se hicieron amigos en un curso intensivo de
introducción a la filosofía clásica que impartió el sacerdote jesuita Emilio
Aristizábal, un doctor en filosofía de origen vasco que era profesor en la
universidad Madre y Maestra. Ellos se inscribieron, hicieron las prácticas y
trabajos juntos, compartieron información y sintieron mutua simpatía. No había
muchos estudiantes interesados en el tema. El curso lo tomaron apenas algunos
profesores de Humanidades de la PUCAMAIMA, cinco religiosas y únicamente
tres estudiantes. La filosofía clásica no era una materia popular. Y desde ese
momento ambos desarrollaron tanto una fuerte amistad entre ellos como una
grata relación intelectual con el padre Aristizábal.
Enrique había llegado al caserón de madera, pintado de un blanco ya envejecido
y descascarado, temprano. La noche anterior alguien, ¿Noam? ¿Hermenegilga?,
deslizó por debajo de la puerta del apartamento en que residía, en el sector Las
Colinas, un sobre dirigido a él. La carta era de Noam. Una despedida. Y una
llave.
Varias semanas antes, Noam lo convenció de aceptar el traspaso de algunas de
sus propiedades a nombre de Enrique. Inicialmente lo rechazó. Su amistad,
labrada en aquellos años, no quería que se enturbiase con un interés diferente
al intercambio de ideas, a la afinidad intelectual y emocional, a los encuentros
en la cafetería de la librería Cuesta del supermercado Nacional, en la Estrella
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Sadhalá, o en la librería Thesaurus en la Plaza Internacional, cuando no era en
la biblioteca misma de la PUCA o sentados próximo al Monumento, dejando
agotar la tarde en conversaciones que parecían interminables. Ese hurgar,
escudriñar, exprimir, libros, autores, temas… Las discusiones que una y otra
vez volvían sobre las ideas de Freud, Jung, Adler, Reich, Klein… Los laberintos
de la mente. Y leer y releer a autores: novelistas, cuentistas, poetas,
dramaturgos… verlos poner en juego los conceptos y las categorías, los
arquetipos, los modelos, todo cobrando vida, ese descubrimiento que
deslumbraba como un relámpago repentino, esa experiencia exultante, esa caída
libre en la comprensión arrolladora. Eso era la amistad con Noam para él. Y
todo eso trastabillaba y desaparecía ahora, con el diagnóstico inesperado, con la
crudeza de la leucemia fulminante, con el desahucio tan rápido de Noam.
Siempre él y Noam hablaban sobre la identidad, sobre la conciencia del sí
mismo, lo que daba estructura y sentido a la personalidad, a la individualidad.
Hurgaban en los puntos de vista de distintos autores. Para Noam era importante
mantener vigente la identidad, el sentido de sí, las memorias, pasiones,
aficiones, preferencias, lo que inflama y atrae. Era lo que no quería perder:
perderlo era perderse. “Eso es la muerte”, decía. “La disolución de la conciencia,
de la percepción del sí mismo”. Noam solía exaltarse ligeramente al tratar ese
tema: “Toda lo que llamas realidad –argumentaba-, ocurre en realidad en tu
mente. Es tu mente la que percibe e interpreta, la que dota de sentido a los
estímulos, los organiza y vincula. Nada, ni siquiera tú mismo, existe fuera de tu
mente. Eres incapaz de percibir aquello para lo que careces de sentidos. Para ti
existe lo que ves, lo que escuchas, lo que palpas, hueles o saboreas… ¿Y crees
que todo lo que existe se circunscribe o se amolda a esas limitadas
percepciones? ¿Y qué pasa con la parte de eso que llamas “la realidad” que no se
presta a tus percepciones sensoriales, ya que no puede verse, ni oírse, ni tocarse,
ni olerse ni saborearse? ¿Es menos real simplemente porque tú o yo carecemos
de sensores para captarlo? Si no pudieses percibir el olor ¿sería el olor menos
real?”. En este punto ya estaba parado, los ojos brillantes, emocionado. Luego,
agotado por el esfuerzo, se desplomaba sobre el asiento, mirándole como si
aguardara que él no sólo compartiera, sino que entendiera la profundidad del
argumento. Enrique hacía el esfuerzo mental de ir más allá del aparente sentido
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de las palabras; quería llenar las expectativas de Noam. Sin embargo, una parte
de él sentía que todo aquello era ajeno a la placentera molicie de la ciudad, a la
vida simple de su gente, al mundo que se movía a su propio ritmo ajeno a toda la
complejidad de aquellos argumentos.
Otras veces Noam solía lamentarse: “Soy el último de mi genealogía”. Enrique
callaba. Sabía, por Noam, la importancia que daban los judíos a la línea
genealógica. Entonces, Noam repetía, con énfasis, como hablándose a sí mismo:
“Y ahora sí, el último último”. Enrique de inmediato introducía un tema
distinto: había que sacar la conversación de ese bache emocional de la
autocompasión. “¿No es sorprendente la cantidad de psicólogos de origen judío?
Freud, Adler, Reich, Klein, Fromm, Rorschach, Jung…” Noam, entonces,
sonreía. “Sí, lamentarse no sirve de nada”. A continuación volvían a conversar
sobre los arquetipos jungianos o las manchas de Rorschach, por ejemplo.
Hubo un momento en que creyó que era gracias a Jung que Noam le fue
tomando gusto a temas mayores, crípticos, místicos. Y conduciéndolo a él, a
Enrique, a aquellos territorios abstrusos. El padre Aristizábal intentó prevenirle
en una ocasión: “Hay temas que es mejor eludir. Son capaces de confundir la
mente y extraviar a la persona en territorios de pesadilla”, le advirtió. Noam
apreciaba y respetaba al sacerdote, pero en esto tomó a la ligera la
recomendación. “El miedo no es lo que nos debe alejar del conocimiento”, decía.
Y un día le dijo a Enrique, como explorando su posible reacción: “Papá fue un
estudioso de la kabbalah”.
Al final aceptó. Era un favor que no le podía negar a Noam. Lo veía decaer.
Perder fuerzas. Dibujar una sonrisa insípida para distraerle. Y no tuvo valor
para negarle la petición. Noam le comunicó que había decidido irse a morir a
Israel. Una vuelta a los ancestros, un retorno y, a la vez, un homenaje a un viejo
cabalista. Dijo que no quería despedidas, simplemente se iría de manera
inadvertida y quería estar seguro de que el viejo caserón quedara en manos de
Enrique. El diagnóstico médico era concluyente: le quedaban, con suerte,
apenas un par de meses, semanas talvez, de vida. Y en el aspecto deteriorado,
en aquella piel que perdía luz, que se iba opacando progresivamente; en las
manchas rojizas en los ojos, las fiebres inesperadas, en aquel cuerpo que se
mostraba exhausto, abatido, en aquel esfuerzo por sobreponerse al dolor y al
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malestar que lo iban avasallando a pesar de todo, Enrique veía a la leucemia
plantar sus mustias banderas, imponiendo su victoria. Se hizo el papeleo legal.
“Quiero que las cosas de mis viejos queden contigo”, le dijo. “¿Por qué no las
legas al Centro Judío?”, Enrique le preguntó. “Hay cosas ahí que te interesan. La
biblioteca de papá te encantará. Sobre todo un libro en especial. Quiero que me
aceptes el regalo. No tengo a nadie más. Los Gumbiner son los únicos a los que
tengo por familia y ya están muy viejecitos. Y yo ya no tengo futuro”, y al decir
esto se le quebró la voz. Ahogó un sollozo. A Enrique se le humedecieron los
ojos. Quiso echarse a llorar, pero se contuvo por no apenar más a su amigo.
Noam dejó vagar su mirada que se iba lejos, lejos, navegando en su silencio.
Cuando recuperaba fuerzas, Noam le hablaba de su padre, Eleazar, de su
familia. Su abuelo Aliasaf Cohén y su abuela Mazhira habían sido también
sobrevivientes. Al igual que los abuelos de Sarah, su madre, perdieron todo y a
todos. La Shoah, el Holocausto, se había tragado familia, bienes, amigos, vidas.
Tenían siglos viviendo en Dresde, Alemania. Se les había recomendado emigrar,
irse a Palestina, a Inglaterra, a los Estados Unidos, huir de Europa, abandonarlo
todo, pero salvar sus vidas; ellos eligieron quedarse. Hubo una puerta que se
abrió, generosa, y la despreciaron. “¿Qué vamos a hacer allá?”, pensaron. “Esto
pasará”, decían. Pasó, sí, pero en el transcurso, como en un torbellino cruel, se
vieron abusados, despojados, humillados, reducidos a nada, escupidos… Toda
su vida cambió: sus amigos los repudiaron, a los niños los expulsaron de la
escuela, perdieron clientes y la tienda familiar fue destrozada. Todo se les vino
abajo. A partir del 1933 había comenzado el hostigamiento por las SA, las tropas
de asalto hitlerianas. Las expropiaciones y despojos arreciaron. En 1938 el
gauleiter Mutschmann llamó a sus funcionarios a “librarse de la peste mundial
del judaísmo” y proclamó el judenfrei, las prohibiciones. En noviembre, Icchak
Cohén, el patriarca de la familia, padre de Aliasaf, se dio cuenta tardía de su
error de apreciación. La tienda fue arrasada en La Noche de los Cristales Rotos.
Una semana después, derribaron la puerta del modesto hogar y los apresaron en
la noche, los empujaron hacia la tercera comisaría de Johannstad. Al día
siguiente, sin comer ni dormir, los arrearon a los camiones, bajo la fría lluvia.
Cualquier intento de hablar, de preguntar, era contestado con un culatazo y un
insulto. “¡Judío!” gritaban, como quien dice maldito. Los camiones los
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condujeron a la estación Dresde-Neustadt. En la tarde, los hacinaron en
vagones que los llevaron a través de poblados, campos y ciudades que apenas
podían entrever por las hendijas, en medio del olor nauseabundo, los vómitos,
la orina, las heces fecales y el miedo, a Buchenwald. Y meses después, desde
Buchenwald, Turingia, hasta su destino final: Treblinka, Polonia. El patriarca
Icchak Cohén y su familia, al igual que la familia de Mazhira, los Cukierman,
participaron en la revuelta de agosto del 1943 en Treblinka y fueron
ametrallados por los nazis. Aliasaf y Mazhira fueron los únicos que
sobrevivieron de sus familias respectivas. Los alemanes vacilaron entre matarlos
o dejarlos con vida: pensaron talvez que eran jóvenes y podían ser útiles. Los
enviaron al kozentrationslager Auschwitz-Birkenau. Allí, a la entrada, en hierro,
estaban las palabras irónicas Arbeit macht Frei: “El trabajo los hará libres”. En
ese campo también sobrevivieron a la orden de Himmler de destruir Auschwitz
y fueron liberados por el Ejército Rojo el 27 de enero del 1945 que los encontró
casi cadáveres entre cadáveres, con los ojos que bailaban en los cuencos,
esqueléticos, e incapaces de entender que habían sobrevivido. Durante los tres
años que lo trató, Enrique vio a Noam cada 27 de enero celebrar aquel
momento. Era una tradición que Aliasaf y Mazhira habían creado: un memorial
que honraba a los Cohén y los Cukierman, a cientos de miles, a millones de
caídos en aquella matanza infernal. Aliasaf y Mazhira, huérfanos, sin familia
conocida, fueron albergados por organizaciones humanitarias que los acogieron,
los alimentaron, los protegieron. Ellos, a su vez, decidieron compartir la amarga
memoria, auxiliarse, unirse, crear familia y sobrevivir a tanta atrocidad.
Recibieron ayuda para viajar a América a iniciar una nueva vida. Eligieron esta
perdida isla del Caribe que una vez supieron que recibía a los judíos. Antes de
partir de Europa para siempre, Aliasaf pudo volver a Dresde, al viejo hogar: la
ciudad estaba destruida, llena de escombros, un paisaje de ruinas, edificios
destrozados, calles llenas de cráteres, paredes que amenazaban venirse abajo.
La casa había sido despanzurrada por una de las tantas bombas que arrasó la
ciudad. Aliasaf penetró entre los destrozos del viejo hogar. Rememoró su
disposición. Se ocupó de despejar una zona del fondo, levantó unas tablas del
piso y tomó el paquete que estaba resguardado, envuelto en un paño de
terciopelo azul casi blancuzco de polvo y virutas. Sacudió el terciopelo y guardó
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el paquete sin abrir el bulto. Lo sintió indemne bajo sus dedos. Era un milagro
que estuviera intacto. ¿No era acaso una prueba del Pacto? Los ojos se le
humedecieron. Un nudo se le formó en la garganta: algo denso, intragable. Dos
lágrimas rabiosas le surcaron el rostro empolvado, demacrado, transido de
dolor. Había cumplido con Icchak, con los Cohén, con su sangre, con su estirpe:
el libro estaba a salvo.
Enrique solía escuchar a Noam contar estas cosas. Él tenía un pasado más
doméstico. Sus padres, abuelos, tatarabuelos, todos los Sánchez de los que tenía
noticias habían sido cultivadores de tabaco en Villa González, Santiago. Eran
fundadores del poblado, en las proximidades de Santiago. Sus ancestros fueron
viejos castellanos venidos del Reino de España en los comienzos de la conquista
a poblar estas islas, que se quedaron cuando todos partieron, que se amañaron a
la tierra y crearon familia acá. Vivieron lejos de la política y las ciudades,
dedicados a las tareas agrícolas y al comercio de las hojas aromáticas. Su abuelo,
Enrique Sánchez, por el que le habían puesto su nombre, puso una cigarrería
tras la muerte de Trujillo. Su padre y sus hermanos administraban los negocios
de la familia. El, distinto a los demás, escogió estudiar Psicología.
Ese día, al levantarse en la mañana, luego de asearse y vestirse, cuando iba a
salir encontró el sobre en el piso, próximo a la puerta. “Para Enrique, de
Noam”, tenía escrito fuera, a mano, en la letra cuidadosa de Noam. Al
levantarlo, sintió dentro algo duro: la llave. “Ahora la casa es tuya, Enrique.
Gracias por aceptarla. Cuídala en recuerdo de mí y de mis padres, aunque no los
conociste. Papá era un lector mucho más apasionado que tú y que yo. Heredó
los libros de mi abuelo y él mismo compraba libros regularmente cuando iba a la
capital. Acumuló libros. Encontrarás muchos importantes en español. Hay un
libro en especial que te pido que leas. Lo hallarás guardado en un arcón, arriba,
en la biblioteca”. El corazón se le aceleró. ¿Sería el libro misterioso que Aliasaf
Cohén recuperó de los escombros de su hogar, en una Dresde castigada por los
bombardeos, de edificios despanzurrados, recorridos por fantasmas que
hurgaban aquí y allá lo que pudo salvarse de sus hogares destruidos, del cual
Noam le había hablado? Sabía por Noam que su padre, Eleazar Cohén, duraba
horas en aquella segunda planta de piso de madera del vetusto caserón
republicano de comienzos del siglo XX: La Casa de los Tavárez, familia
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santiaguera que la puso en venta cuando se fueron a vivir para la capital a
comienzos de los sesenta. En la que ahora era La Casa de los Judíos, Eleazar
pasaba horas muertas escudriñando sus libros. “Papá y mi abuelo y mi bisabuelo
eran todos cabalistas”, le confesó Noam luego, cuando estrecharon la amistad y
comprobó que Enrique no se alarmaba por el tema. “¿Cabalistas?”, preguntó
Enrique. Entonces Noam le habló de la tradición. El antiguo arte, la disciplina
oculta. Los Cohén eran de origen sefardí. Habían vivido en España hasta que
fueron expulsados. Fueron parte de los más de 80,000 judíos que se asentaron
en la península procedentes de Palestina, luego de la destrucción del templo y
de la diáspora. Tras varios siglos, el edicto de expulsión de 1492 los había
arrojado de Hispania porque “pervierten el buen y honesto vivir de las ciudades
y villas y por contagio pueden dañar a los otros”. Siempre la misma historia, los
mismos argumentos. Vagaron por Europa hasta que se asentaron en Dresde,
Alemania, y allí sobrevivieron y prosperaron hasta que los nacional-socialistas
endurecieron la persecución y los apresaron en el 1938, luego de La Noche de
los Cristales Rotos. “La kabbulah existe antes que cualquier religión, Enrique.
Yaveth mismo nos la entregó”. Noam lo miraba y sus ojos eran dos pozos
negros, interminables. “Entiendo”, le respondió Enrique. “No, no entiendes. Ni
yo mismo alcanzo a entender todo lo que habría que entender”, dijo Noam. “El
entendimiento deslumbra, anonada”. Noam, se levantaba, se inclinaba hacia
Enrique, gesticulaba intentando encenderle una comprensión que parecía
rehuirle. “El entendimiento requiere avanzar como con una cebolla, capa tras
capa, al relámpago que aguarda a quien ponga esfuerzo y paciencia en superar
los engañosos fenómenos de la apariencia”. Y mirando intensamente a Enrique
le insistía: “La kabbulah es el conocimiento de Dios y del mundo, es una
disciplina que requiere años, toda la vida, penetrar”. Entonces le explicaba cómo
Eleazar, su padre, estudiaba con ahínco El Árbol de la Vida, los serirofs de la
Kabbalah, para entender aquella vida tumultuosa de sus ancestros, de Jerusalén
a Hispania, de la naciente España a Alemania, de Europa a Las Antillas. En una
ocasión. Noam le facilitó a Enrique una edición del Zóhar, el Libro del
Esplendor, de Shimon Bar Yojai. El viejo libro de tapas color marrón y páginas
gastadas en sus bordes, que casi se les desmoronaban entre los dedos mientras
las pasaba, entre sorprendido e intrigado, buscando entender aquellas
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explicaciones rabínicas, ir más allá de las palabras y penetrar en el mundo
ignoto de sus alusiones, de sus misterios. El ejemplar tenía notas desvaídas en
los márgenes, escritos de hace mucho tiempo, muy antiguos talvez, como el
libro mismo; palabras difusas, casi ilegibles.
“Aliasaf, mi abuelo, llamó a mi padre Eleazar en honor al hijo de Shimon Bar
Yojai, el que recopiló el Zohar”, le informó Noam. Y empezó a introducirlo en los
cuatro niveles de interpretación: Pesat (sentido literal), Remez (alusión), Deras
(enseñanza) y Sod (secreto). “Tienes que ir más allá, hasta Sod, hasta llegar a los
72 nombres del Altísimo. ¿Me lo prometes?” y le tomaba las manos, las apretaba
con fuerza, con pasión, hasta arrancarle la promesa.
“Cuando esté cerca mi fecha me iré a Merón, a morir en donde está sepultado
Shimon Bar Yojai”, le dijo Noam en otro momento, sorprendiéndolo. “¿Y tus
padres, y tus abuelos? Están en el cementerio judío, aquí”, le cuestionó Enrique.
“Ellos entenderían”, contestó Noam.
Luego de recibir aquel sobre, de entender su significado, casi con la secreta
esperanza de encontrar a Noam todavía en la casa, de impedir o retrasar su
partida, Enrique salió de Las Colinas, donde vivía. Tenía un Fiat 1, color rojo
vino, un regalo de su padre para transportarse a la universidad y moverse en
Santiago. Sus padres preferían residir en Villa González, cerca de su fábrica de
cigarros y sus cultivos de tabaco. Tomó la 27 de Febrero hacia el centro, hacia la
Restauración, hacia la casa de Noam.
Cuando les consultó a sus padres la propuesta de Noam, don Arturo, su padre,
frunció el seño. Virginia, su madre, bajó la vista. “¿Y para qué ese muchacho te
está regalando eso?”, le preguntó su padre. “Se va a morir. Le quedan días,
talvez semanas”, respondió Enrique. “¿Y él no tiene familia?”, indagó don
Arturo. Conocía a Noam, tenía ya tres años viéndolo visitar junto a su hijo la
casa. Era una persona de un temperamento que no parecía joven: retraído, de
una pulcritud exagerada, puntilloso para comer. De hecho, nunca le había visto
comer algo en la casa cuando los visitaba en compañía de su hijo. Enriquito lo
apreciaba. “El es el último”, le respondió a su padre. “Tú sabrás, pero a mí no
me gusta lo dao”, le dijo don Arturo.
Cuando no tenían clases, solían ir a conversar con el padre Aristizábal sobre
teología, filosofía y religión. El sacerdote compartía con ellos la pasión por
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temas que quizás sólo a ellos tres importaban en todo Santiago. Sin embargo, de
alguna forma Noam y el padre Aristizábal discrepaban. Era una diferencia sutil,
apenas marcada. Enrique siempre pensó que se debía a la distancia entre el
cristianismo católico y el judaísmo. A veces, cuando Noam se ausentaba para ir
al baño, el padre Aristizábal le decía: “Hay una curiosidad que nos puede
perder”, pero inmediatamente Noam retornaba cambiaba el tema. Y Noam,
cuando se despedían del padre Aristizábal en la universidad y se iban juntos a la
librería a consultar algunos libros, siempre comentaba: “Los límites estrechos
no dejan aprehender el conocimiento sutil. La mente es la peor cárcel”. La frase
dicha como un principio general, quedaba flotando, ominosa. Si Enrique
preguntaba que a qué se refería, Noam siempre eludía responder. “No importa.
Fue un pensamiento que se me ocurrió”. Enrique sentía que una discusión
elusiva ocurría ante sus ojos sin que él la percibiera.
“En el arcón encontrarás el libro del árbol”, decía la carta. Noam era parco en
informar. Él decidió aceptar la propuesta de Noam. “Gracias”, le dijo Noam. “Sé
que no te agrada, pero eres la única persona a la que le legaría mis cosas”. Y
ahora estaba allí, frente al caserón republicano de comienzos del siglo XX,
levantado con madera de clavó y techo de zinc, alto, a dos aguas, siempre en
silencio; las puertas a dos hojas, en plena calle Restauración, próximo a la calle
El Sol. Más que por las puertas del frente, tenía dos, se entraba y se salía por un
portón que daba acceso a un callejón lateral, en el costado izquierdo. Las
puertas principales se mantenían cerradas, austeras, silenciosas. Noam nunca lo
había invitado a entrar, una conducta extraña porque él era su mejor amigo y
Noam lo acompañaba y compartía con él en muchas ocasiones tanto a su
apartamento en Las Colinas como a la casa de sus padres en Villa González,
pero siempre pensó que era una de esas excentricidades de los judíos. Nunca lo
invitó a pasar y ahora le había regalado aquella casa.
“Durante siglos y siglos en mi familia se ha estudiado la kabbalah”, le dijo una
tarde Noam. Entonces le habló del árbol sefirótico. De los diez sefirots, las diez
esferas, estaciones del progresivo descubrimiento, y los 22 senderos o caminos.
Una febril pasión le encendía los ojos mortecinos, una lucha entre su interés de
hacerle comprender aquella intrincada cosmología mística y la progresión letal
de la enfermedad que se lo engullía con premura. Le habló de los patriarcas de
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la familia, de los antiguos Cohén que a escondidas, temerosos de ser
descubiertos, torturados y quemados en la hoguera, bajo el acoso continuo por
ser judíos, daban continuidad a la tradición de estudiar la kabbalah. Le habló
del mayor, de Avram Cohén, el gran cabalista. “Fue amigo personal de Moses
Mendelssohn, el filósofo”, decía Noam, orgulloso. Entonces se ocupaba en
familiarizarlo con las sefirots, iniciando por Maljut, el principio de las formas y
ascendiendo hacia Kéter, la corona. “Todo inicia con el reino de las formas y
concluye con la luz. Buscamos iniciar con las apariencias y llegar a la luz de la
perfecta comprensión. Es el camino a recorrer”, y le hacía un diagrama, con un
círculo inicial que se interconectaba con otros, ascendía hasta formar el Árbol.
Luego lo miraba con aquellos ojos severamente oscuros, interminablemente
negros. “Enrique –decía-, tengo poco tiempo y quiero que entiendas todo. Es
importante para que puedas leer el libro”.
Entró por el portón lateral, como vio a Noam muchas veces entrar, y llegó a la
puerta trasera que tenía el candado puesto, abrió el candado y empujó la puerta,
las dos hojas cedieron y sus ojos tuvieron que habituarse a la penumbra interna.
Dentro, todo estaba pulcramente organizado. Entró y encendió una bombilla.
Cerró la puerta tras sí. La casa era acogedora. A su derecha vio la escalera que
llevaba al segundo piso.
“Cuando subas –decía la carta-, la puerta de la habitación que da hacia la calle
es la biblioteca de papá”. Las viejas tablas crujían con sus pisadas. “¿Qué iré yo a
hacer con este caserón?”, pensó. Se agarró al pasamano para evitar cualquier
sorpresa: un peldaño que cede, un accidente. “¿Por qué tú no aprovechas y te
mudas a una casa más moderna? En los Jardines Metropolitanos, por ejemplo.
O en un apartamento de esos nuevos de Altos de Gurabo”, le sugirió a Noam en
una ocasión. “Me siento bien en la casa. Me recuerda a mis viejos” ¿Sabía Noam,
entonces, su enfermedad? Talvez no, hacía planes, estaba apasionado por los
estudios, disfrutaba las conversaciones con el padre Emilio Aristizábal y con
Enrique. “Así de sencillo se tuerce una vida; así de fácil acaba todo cuando uno
menos lo tiene pendiente”, pensó Enrique mientras subía por las escaleras.
“Hay que descender para ascender” solía instruirle Noam. “Cada grada, cada
sefiráh es un lugar de cambio”. Noam las últimas semanas hablaba con una
urgencia conminante, casi haciéndole sentir que no tenía más tiempo. “Tienes
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que estar listo”, le urgía. Enrique no sabía en qué. “Somos un pueblo antiguo”.
Entonces, se refería a la fecha en el calendario hebreo. “Estamos en Jeshván”, le
informaba. Sin embargo, la vida es apenas un regaim, decía, un instante. “Tú
vives en el 2008 y yo ahora vivo en el 5760”.
Y ahora él, Enrique, estaba allí, en aquel cuarto. Miró en derredor la vieja
biblioteca, el lugar secreto, penumbroso, destartalado. Viejos estantes con libros
pulcramente colocados. Títulos de temas crípticos. Y el aire mortecino que se
adensa, pastoso, como si el tiempo en aquella habitación corriera a un ritmo
distinto al de la calle.
Fue hacia el arcón, que estaba al lado de un modesto escritorio de madera de
pino, con sus papeles pulcramente ordenados, lo abrió y sacó con delicadeza,
con respeto, el bulto de terciopelo. Fue apartando con cuidado el paño púrpura
que lo recubría y algo fulguró. Era una especie de libro, todo de cristal, que
brillaba con la luz que se colaba por las hendijas. En el frente, sobrepujado y
colorido, esplendiendo, estaba El Árbol de la Vida. La Kéter, la puerta del
conocimiento, arriba, iniciando el proceso, la Jojmá y la Biná, los sefirohs de la
sabiduría y el entendimiento., escoltándola. Lo reconoció de inmediato: el Zóhar
se le hizo patente. ¿Era para hacer ese recorrido místico que Noam lo había
estado preparando en los últimos meses? Lo que tenía en sus manos era una
joya, un libro de cristal, con letras esculpidas, un lenguaje de signos que él
desconocía y que, sin embargo, sentía entender. El frente tenía el diagrama del
El Árbol de la Vida, en llameantes colores: dorado, rojo, azul. “Cuando sientas
en tus manos el libro, sentirás la fuerza de la vida”, le había advertido Noam.
Enrique volvió a ver en su mente a Noam, la tez cerúlea, apagada. El
decaimiento era notorio. Noam insistió en no recluirse, en mantener un remedo
de vida normal. Las fiebres lo agotaban, las hemorragias imprevistas. “Estás
sangrando por la nariz”, Enrique tenía que advertirle. “¿Ah, sí?”. Tomaba el
pañuelo, albo, pulcro, y limpiaba el fluido que maculaba horrorosamente el
tejido. “Excúsame”, decía, como si hubiese de disculpar el hecho. Enrique,
entonces, sentía una pena enorme, un sordo puñetazo en su corazón que se
convertía en una impotencia extrema.
Abrió el libro y de pronto aquellas páginas transparentes llamearon. Sus ojos
quedaron cautivados por una explosión impresionante: ante su mirada
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sorprendida, atrapada en un espectáculo soberbio, estallaban estrellas, surgían
galaxias: un torbellino portentoso de luz y materia daba origen al universo, todo
ocurriendo ante él, que asistía deslumbrado a la creación misma. Era Malkuh, la
sefirá del poder, la emanación de la base, expresándose. Él era testigo en ese
instante de los momentos del Génesis, el origen del mundo. La comprensión de
lo que veía lo estremeció de emoción: percibió su propia respiración
entrecortada, su pulso acelerado, el corazón palpitándole a toda velocidad. Vio
al inmenso poder que organizaba el caos del mundo. Asistió a la creación del
hombre y la mujer, vio a la serpiente artera provocar la caída, a la mujer
resbalar en la trampa y comprometer al hombre. Los vio ser desterrados y al
ángel con la espada llameante cerrar las puertas del paraíso. Y mientras las
páginas del libro se sucedían, ¿las pasaba él? ¿pasaban solas?, fue el asombrado
testigo de los grandes cataclismos que casi extinguen la humanidad naciente,
como el diluvio; vio la partida de Abram y su transformación en Abraham, caer
fuego del cielo y la destrucción de Sodoma y Gomorra. Contempló la emigración
a Egipto y el éxodo a la tierra prometida. Por las páginas del libro de cristal
transcurrieron la formación de las doce tribus, vio a David vencer a Goliat y a
Salomón erigir el templo. Estuvo en cada batalla, en cada derrota, viajó con los
siervos cuando eran esclavizados y retornó cuando la bendición de la libertad
fue recibida. Vivió la destrucción del templo y la diáspora. Vio al pueblo elegido
padecer bajo el yugo de crueles tiranos, ser escarnecido por naciones bárbaras,
sufrir bajo el látigo, ser perseguido, lanceado, brutalmente torturado y caer
destrozado, sin tener un lugar del que pudieran decir “Es mío”. En algún
momento empezó a temblar, un llanto que venía de lejos, un dolor de siglos le
estalló dentro. Vio a los Cohén instalarse en Gerona, en Hispania, y luego ante
sus ojos ocurrir la expulsión. Los vio rodar, perseguidos, acosados, rechazados,
hasta instalarse en Dresde. Y vio sorprendido a los Sánchez, sus ancestros,
descendientes de Gabriel Sánchez, cuyo padre fue quemado en la hoguera en
1493 por hereje, apóstata y judaizante, escapar a los rigores de la Inquisición y
huir hacia estas tierras, embarcándose como tantos otros cristianos nuevos que,
por un lado, buscaban ponerse a salvo de la inquina antijudía de los
inquisidores, y por otro, creían esperanzados que viajaban a Asfareth, la otra
tierra, en la cual se habían aposentado parte de las Doce Tribus. Fue testigo de
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cómo llegaban a esta isla, cómo disfrazaron sus orígenes, ocultaron sus rituales,
se acomodaron y disimularon para no llamar la atención, para que no supieran
que eran judíos, para sobrevivir al hostigamiento, a las torturas, a la hoguera.
Igualmente, vio a los Cohen, empezar, con duro esfuerzo, a crear algo que
pudieran llamar nuestro y también vio cómo en distintos momentos lo perdían
todo en medio de las llamas, del odio irracional. Era una sola historia,
esplendiendo desde aquellas páginas frágiles y, a la vez, cargadas de belleza, de
pasión, de sucesos, de prodigios. Y todo aquello no sólo ocurría allí, en las
páginas vivas del libro de cristal, también dentro de sí, un proceso interior, una
convulsión en su sangre, en su corazón. Lágrimas ardientes quemaban sus ojos.
Vio a los Sánchez perderse en los parajes perdidos del Cibao, hasta lograr que
nadie, ni aún su propia descendencia recordara sus orígenes, como sucedió con
los Ortega, los Mendoza, los Fernández, los Dalmau, los Herrera, los Pérez, los
Soto, los Jiménez, los Henríquez, los Badía…Vio a los Cohén concentrados en
las emanaciones de la kabbalah, a los viejos patriarcas aislarse a escondidas
para escrudiñar en el libro, hacer cálculos; los vio ir de generación en
generación cultivando el saber arcano, transmitiéndolo de padre a hijo con la
preciosa posesión del libro. Vio a los Sánchez crearse un espacio en la naciente
República, prosperar gracias a un trabajo duro, y ascender socialmente. Y vio en
Alemania la ascensión de Hitler y la testarudez de Icchak Cohén, su apego a la
tienda, a la casa, a la ciudad, al país; su negación a entender que esa no era la
tierra prometida, que fuera de la tierra que le prometieron en el Pacto no tenía
nada, que siempre sería extranjero en otro lugar. Vio al gauleiter Mutschmann,
orondo y siniestro, reunir a las fieras y ordenarles arremeter contra ellos; vio
aquellas bandas infames destruir las tiendas, agredir a humildes ancianos y a
viejas matronas, despojar a modestos tenderos, sacarlos a la fuerza y montarlos
en camiones para ir a los campos, donde eran apaleados, fusilados o muertos en
la cámara de gas. Vio familias enteras perecer. Los hornos crepitar y esparcir el
olor acre de la muerte. Vio las montañas de cadáveres insepultos y a los
aterrados sobrevivientes que no tenían lágrimas para llorar sus pérdidas. Y vio a
Aliasaf y Mazhira recuperarse de su extrema delgadez, de su miseria espantosa,
casi piel sobre hueso apenas, a Aliasaf volver a Dresde, una ciudad fantasma
destruida por un bombardeo mortífero, y escarbar entre escombros hasta
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encontrar aquel libro. Los vio partir a América, llegar a una isla pobre y
desconocida, pero hospitalaria, e instalarse en una zona agreste del Norte y
empezar, como siempre, de cero. Los vio prosperar y tener a Eleazar y
transmitirle el saber, la kabbalah, el camino que va desde Malkuth a Kéter. Y vio
a Eleazar crecer, prosperar y tener a Noam, a él, Noam, su amigo, el continuador
de la especie. Y entonces se vio a sí mismo. Allí estaba, Enrique Sánchez, la
muestra de que tarde o temprano los hijos de Abraham encontraban sus
orígenes, regresaban a la casa de sus ancestros. La conciencia de ser es en sí el
ser: recordó a Noam. Una comprensión profunda, que sobrepasaba todo
entendimiento, toda razón, algo que era como un desatarse de la sangre, se
removió en su cuerpo. El libro ardió en luz, tocado por un rayo de sol que rasgó
la penumbra del cuarto. Un sobresalto repentino lo estremeció y vio al libro
escapársele de las manos, vacilar en el aire y luego caer y desmoronarse en mil y
una partículas, sin que él pudiera aún recobrarse del estupor. Al reaccionar,
asustado por el destrozo, supo entonces (era tan fácil el saber lo que fuera en ese
instante), que Noam lo había dejado, que en donde quiera que se encontrara,
había partido para siempre. Dos lágrimas le ardieron en los ojos. Sacó del arcón
el talit judío, el mantón rayado para orar, y la kipá, y se los colocó. Ya caía la
tarde del viernes, empezaba el Shabat, se preparó para ayunar y orar, por última
vez dedicó un pensamiento agradecido al amigo perdido y se dispuso a cumplir
su ritual y retornar a sus orígenes.
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Biografía del autor

Aquiles Julián
El Seibo, República Dominicana, 1953.
Publicista, mercadólogo y entrenador corporativo.
Master Coach certificado y especialista en Programación Neuro-
Lingüística, PNL.
Es un reconocido poeta, cuentista, dramaturgo, ensayista, teatrista y
cineasta.
A inicios de la década del 70 fue miembro del Movimiento Cultural Universitario, MCU, de la
Universidad Autónoma de Santo Domingo, UASD, en su sección de Literatura, y del Teatro-
Estudio.
A partir del 1973 realizó diversos talleres de actuación y teatro con el director venezolano
Rómulo Rivas.
En 1973 gana el primer premio, en Poesía, y el 3er. Lugar en Cuento, en el Primer Concurso de
Literatura Joven René del Risco Bermúdez.
En 1974 participa en la creación del Tercer Grupo, perteneciente a la organización teatral Cuatro
Puntas que dirigían Rómulo Rivas y su esposa, la actriz chilena Mercedes Díaz.
En 1975 participa como miembro del polo de dirección del grupo Cine Militante, imparte charlas
de cine en los talleres que este grupo realiza y coparticipa en la producción del documental
Crisis.
En 1975 organiza y dirige el colectivo de escritores jóvenes Jacques Viau Renaud.
En 1975 gana los primeros premios en Poesía y Cuento del Concurso del Obispado de Higüey,
provincia La Altagracia.
En 1975 se integra como actor al Teatro Universitario de la UASD, dirigido por Haffed Serrulle.
En 1976 gana los primeros premios en Poesía y Teatro del Primer Concurso Nacional de
Literatura Joven, auspiciado por The Royal Bank of Canada.
Desde el 1970 participa en una intensa labor de promoción del teatro popular, formando y
dirigiendo grupos de teatro en los clubes Los Nómadas, Los Mina; San Lázaro, San Carlos, Liceo
Manuel Rodríguez Objío, Club Don Bosco, Club Villa Faro, etc.
Codirige la primera y la segunda Jornadas de Teatro en la Calle junto a otros teatristas.
Publica críticas de teatro en el suplemento Aquí del vespertino La Noticia, dirigido por el poeta
Mateo Morrison, de manera regular.
En 1980 participa como miembro del Grupo de Escritores …Y Punto!, y promueve el
Nosdalaganario de Literatura de esa organización.
En 1982 gana el Primer Premio de Cuentos del Concurso de Casa de Teatro.
Inicia su carrera como publicista, incorporándose a Extensa Publicidad como copywriter y
creativo junior.
En 1983 es coautor del libro Nosotros Mismos Somos, del Colectivo de Escritores …Y Punto!,
auspiciado por la colección de la Biblioteca Nacional.
Se integra a Publicitaria Latina como creativo.
Ensayos, poemas y cuentos suyos son publicados en el suplemento Isla Abierta, del periódico
Hoy, bajo la dirección del gran poeta, ensayista, narrador y pianista Manuel Rueda.
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En 1984 es contratado como director creativo por la publicitaria Systema Creativo, de la que
luego, en 1986 fue nombrado gerente.
En 1987 fue contratado como director creativo por Publicitaria del Caribe, S.A., PUBLICA, hoy
Pagés BBDO.
En 1988 fue nombrado director de comunicaciones de Grupo Bancomercio y gerente de Mercurio
Publicidad, la agencia in-house de la corporación financiera.
En 1989 fue contratado por Retho Publicidad como director creativo y posteriormente por
McCann-Erickson Dominicana como director creativo asociado.
En 1990 comienza a impartir los Talleres Prácticos Aquiles Julián sobre creatividad y publicidad.
En 1992 comienza a impartir los talleres de producción de video y promueve la Asociación
Dominicana de Video Aficionado.
En 1994 funda Maxiventas, S.A., la primera empresa dominicana especializada en
mercadotecnia integrada.
En 1996 dirige The Marketing Workshop, una compañía especializada en capacitación de
marketing y publicidad.
En 1999 gana una mención en el Concurso de Teatro de Casa de Teatro.
En el 2001 gana el tercer premio en el Primer Concurso de Cuentos Virgilio Díaz Grullón,
auspiciado por el Banco Central de la República Dominicana.
En el 2001 se alía a Optimus/Colombia para formar IDEACCION, S.A., compañía especializada
en desarrollar el capital humano.
En el 2005 gana el segundo lugar y mención del Concurso de Cuentos de Radio Santa María, La
Vega, R. Dominicana.
En el 2006 realizó el largometraje documental biográfico “El Constructor”, sobre la vida del
expresidente Dr. Joaquín Balaguer, auspiciado por la Fundación Joaquín Balaguer.
En el 2007 gana el primer premio del Concurso Internacional de Cuentos, de Casa de Teatro.
En el 2008 dirige el inicio de operaciones de INTERCOACH, compañía especializada en
formación de clase mundial con énfasis en coaching y programación neurolingüística, PNL,
aplicadas a las ventas, la gerencia y el desarrollo del talento humano.
En el 2009 gana el primer lugar en el II Concurso de Cuentos de Beisbol auspiciado por la
Secretaría de Estado de Cultura de la República Dominicana. Su libro Historias Menores fue
seleccionado como ganador del X Concurso de Literatura de la Universidad Central del Este,
UCE. Y obtuvo la primera mención en el género Cuento en los Premios FUNGLODE 2009
auspiciados por la Fundación Global Democracia y Desarrollo.
Es especialista en neurocompetencias, aprendizaje acelerado, programación neurolingüística,
PNL, coaching de alto desempeño, creatividad publicitaria y mercadotecnia.
Ha sido columnista de los periódicos Listín Diario (La Revista Económica), Hoy, El Financiero y
El Siglo.
Ha sido catedrático en las universidades APEC, INTEC, Universidad Católica de Santo Domingo,
Universidad del Caribe y de los monográficos de mercadeo de la UNPHU.
Fue productor del programa “Hablemos de Negocios” por Carivisión, Canal 57.
Preside la Asociación Dominicana para el Aprendizaje Acelerado, ADAA.
Es facilitador internacional de World Wide Training, Motivation Team y Optimus.
Es codirector de CIENSALUD, una organización de promoción de la salud e higiene preventiva.
Es el director de la Colección Libros de Regalo, que se obsequian por la Internet a miles de
personas. Igualmente dirige las colecciones digitales Muestrario de Poesía, Pensar es Gratis y
la Biblioteca Digital de Aquiles Julián.
Aquiles Julián reside junto a su esposa en la República Dominicana.
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EL LIBRO DE CRISTAL DE LOS COHÉN - AQUILES JULIÁN 27

BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
31. Cuatro relatos / Joseph Roth
32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián

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