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[para poner con los créditos:]

La realización de esta obra ha sido posible gracias al otorgamiento del Premio F –


LEA – Grupo Faena en LITERATURA
El descuido

Silvio Mattoni
“me gusta tu cuaderno
y no el mío
sucio y desprolijo
ráfagas de nada
necesito mucho tiempo
de horas destiladas
para recuperar el habla”
Rosario Bléfari, Misterio relámpago

“Al chico de catorce años que queda como un verdadero


poeta, una vez que la Furia lo agarró de los pelos, no le
importan mucho las objeciones de los adultos.”
Paul Claudel, Acompañamientos

“Vivimos sucesivamente, es decir que vivimos


en el tiempo; en el espacio podemos no vivir
si nos distraemos.”
J. L. Borges, Conversación transcripta en Enrique Pezzoni, lector de Borges

“El arte consiste en pasar a la multiplicidad conservando


todavía el secreto.”
Sören Kierkegaard, Estética del matrimonio
la cosa perdida

¿En dónde puse esa cosa perdida?


Un pulular de cuerpos en el aire
frío, ¿matinal? ¿Insectos o bacterias
o quizás papelitos picados con mensajes
que nadie puede ni quiere descifrar?
Falsos vestigios de un supuesto cuerpo
que siempre estuvo así; la dispersión
se muestra. ¿Qué cosa? No encuentro más
huellas, no más signos. Una pared
que habrá sido amarilla y se destiñe
surcada por líneas irregulares,
anómalas de tiempo… nada. Pregunto
por la incansable remisión, por el descuido
que me hizo olvidar de algo. Estoy
seguro de haberlo puesto en algún lado
que no es éste. Hace años que la busco,
¿una hoja de papel escrita, un libro
acaso? La escondí demasiado bien.
Esta mañana me pareció tenerla
en una cadena de once sonidos
que la rodeaban, pero no era más
que el recuerdo renovado, siempre
involuntariamente traído, de haberla
perdido alguna vez en una caja
o cajón, guardados en otras piezas
y en otros campos que no sé dónde están.
la plaza

No buscamos la paz en una plaza


de barrio. ¿A quién le importan los árboles
sino a los perros? Así que llevamos
nuestra caniche de juguete blanca
para que corra como en una estepa
rusa, donde la zarina, su dueña,
también pueda hamacarse o hacer pozos
en la arena. El auto carga dos mujeres,
cuatro niños, la perrita y un ausente
que maneja, que ahora debería decir “yo”.
Con un diario nos sentamos a una mesa
de cemento en un living imaginado
por algún urbanista probablemente muerto:
es difícil leer y a la vez vigilar
el horizonte inmediato donde se agitan
los cuatro chicos, y más abajo aún
el césped donde la perra persigue
la amistad de su raza. ¿No podremos nosotros
conocer gente también? Nuestra amiga
controla más su ansiedad y lee
casi sin levantar la vista. Otras dueñas
de perritos intercambian gestos, frases
de compromiso, casamientos fugaces
que las narices consuman. Yo me expongo
al deseo insensato de escaparme
o a convertir la vida, esto que pasa,
en simple material para un poema.
Hasta que llega una desconocida
a pedir plata. No se parece a los otros
mendigos, borrachos o madres
como dibujadas por un pintor realista
de hace cien años, envueltas en trapos
y con un par de criaturas –no podría
decirlo de otro modo– exhibiendo el descuido
para conmovernos. Unas galletas compartidas
como en los jardines de infantes
sirven para apartar esos fantasmas
de pobreza, mala alimentación, la alegoría
insoportable de las víctimas. Pero a ella
no se la puede olvidar. Dice algo raro
y está vestida con unas calzas
ridículas y un suéter agujereado. Mira
más allá de la mesa, hacia su fondo,
como si atravesara con sus ojos la tierra
que hay debajo. No le damos plata,
pero también acepta unas galletas
dulces, demasiado dulces, porque en seguida
las tira en la arena mientras ocupa
una de las hamacas. Por un momento
salimos de la idiotez cultural de los diarios
que anestesiaban la acidez dominical
a falta de algo más fuerte, y suponemos
que es una loca. “Seguro se escapó
del Neuro que está acá cerca” –digo.
“Pero si ahora los dejan salir” –dice
mi amiga. “¿Así, solos?” Tiene el pelo,
como dicen las chicas, hecho un desastre
y el viento del otoño insiste en demostrar
con vulgar elocuencia que la mugre
lo inmoviliza un poco: puntas paradas, flecos
escalonados. “También la moda, eso
que pasa, es una locura” –creo que pienso.
Pero su cara, la mueca sin palabras, la vista
en un punto fuera de la plaza, le impiden
expresarse. ¿A quién le habla? ¿Adónde
está mirando? La así llamada gente
normal, nosotros tres, miramos hacia abajo:
leyendo, caminando, tenemos la impresión
de ser incluso altos por la costumbre
de escudriñar nuestro pasado en el suelo.
Como los perros, pestañeamos
en vez de husmear para reconocer
que ya estuvimos en alguna parte.
O sea que somos los mismos y la filosofía
siempre canina lo repite cuando juega
con el tiempo que pasa. Ella nunca
mira su piso, lo que pisa, vista al frente
o hacia los pies del otro en cuya existencia
no parece creer. Y ahora se hamaca suave,
aunque locos y chicos no se parecen
tanto como los perros y nosotros.
El sol entibia la plaza y me devuelve
al mundo. Comentamos lo leído.
Las décadas de vernos vuelven innecesarias
las palabras, pero seguimos hablando
para saber que somos los que somos.
el playero

Se han secado las plantas en macetas


que ella cuidaba mientras hablaba sola
y mantenía un orden de locura.
¿Y qué hace ahora él mientras se pierde
entre el día y la noche? Por momentos
no se da cuenta y cree que la loca
sigue viva. Hace poco lo vi pateando
el aire en la vereda con una agilidad
inesperada. Tiene dos perros negros
que lo siguen como buscando un rastro
de aquella dueña ausente. En la pieza
cerrada, a un costado de la playa
de estacionamiento, en ese encierro,
se escucha a veces música tan fuerte
que ningún ser podría soportarla. Con ella
murió hacia el mundo su jovial
compañero, su enemigo íntimo. Tenían
cierto ritmo para enfrentar el tiempo
que era a la vez rutina y percepción
de estar tocando un fondo que nunca
dejaba de moverse. Pero no hacía falta
ningún misterio para que eso siguiera,
¿cuánto puede aguantar latiendo un cuerpo
después de que ya a nadie le interesa?
el vecino

Durante cinco años, lo veía


sentado en el umbral de la casa
de al lado, siempre igual, recuperándose
de la noche en las mañanas y las siestas,
perdiéndose de nuevo al atardecer.
En esos escalones de granito viejo,
pasaba su vida que en algún momento
habrá sido otra cosa. Nunca lo saludaba,
pero en el sexto año la costumbre
del barrio me llevó a decir “buen día”
o “buenas tardes” cada vez
que entraba o salía. ¿Cuánto tiempo
estuve repitiéndole mi gesto?
Dos o tres años más. Era el hijo
de la mayor de tres hermanas que vivían
en esa casa desde su construcción
y parecían sicilianas que estiraban
su vida resistente, mediterránea, lejos
del mar. Antes de dedicarse a mirar
la gente en la vereda y después
buscar la bruma eufórica del vino,
dicen que tuvo un hijo o dos.
Ahora busco la llave y cuando agarro
el picaporte de mi puerta, miro
siempre a mi izquierda y solamente
están los escalones que desgastan
su antiguo mineral color rosado.
boulevard

Camino, no conozco la ciudad


y voy buscando un punto de referencia
para perderme, pero no del todo.
¿No es este el continente desde donde
salió mi abuelo? Calles, edificios, negocios
estaban ahí mucho antes de que él naciera.
Me pregunto por qué me negué a ver
el pueblo suyo, de mi padre, ¿acaso
descuidé la conclusión evidente
de la filiación que tanto escribí? ¿O quise
dejar un hueco dentro de lo posible
para poder seguir? Hice otro libro.
De golpe me doy cuenta que no sé
en dónde estoy. ¿Es Buenos Aires, Córdoba,
París? ¿Cómo hago para volver al lugar
donde pensaba parar? La rapidez
de mis pasos ignora el recorrido, esquiva
la simplicidad. ¿Es esto L’Aquila enclavada
en los Abruzzi? Esta desolación
que no me deja en paz, me hace mover
sin sentido. Y este idioma, el único
como la sospecha de haber pasado
por una infancia rara de la que nadie
tuvo la culpa ni yo, que sin embargo
invento a cada rato respondiendo
las órdenes internas, las peores.
domingo en el campo

¿De dónde viene el tono agudo, la forma


en que me afecta un anónimo
cuarteto de cuerdas captado al azar
de las frecuencias moduladas, viajando
en medio de las sierras? Entre los ritmos
repetidores que aturden, de pronto
esa incisión moderna en el oído
musicalmente poco cultivado que transmite
la anulación de todo lo importante
para mí, llevándome a mirar
la suavidad de aquellas lomas erosionadas
que me recuerdan algo. Manejo, vuelvo
de un campamento con mis hijas en San Marcos
donde el viento nocturno de abril
enfrió rápido todo y desarmó
una de las carpas. Tuvimos que dormir
las tres nenas, mi mujer y yo
en la más resistente, apretujados
contra la furia desatada de un momento
de la naturaleza que en verdad
no se apasiona por nada. Ya dejamos
atrás la aventura intensa para ellas,
la que quisiéramos y nunca volveremos
a tener. Pero compartimos la risa
por un instante, aunque después resurjan
nuestros tan dominantes pensamientos.
No perdamos de vista ahora el verde
claro a los costados de la ruta, la idea
de que no siempre estaremos aquí, traída
por estas cuerdas en un disco de algún loco
refugiado en su pueblo donde piensa morir,
aunque no se animó a retirarse
del todo y usa la radio para dejar
este mensaje sólo a nosotros dirigido.
Volvemos, pero: ¿acaso también volverá en vos
aquel llanto infantil que me causaba
el adagio subiendo hacia lo agudo
y elevándose absurdamente en un completo
vacío? Por suerte ellas no dejan
de jugar y charlar y canturrear
en el asiento de atrás: son un sentido
para que siga hablando y aun para el melómano
que puso solitario su cuarteto, el resto
no es más que las palabras. Sin embargo,
tuvimos suerte, fuimos educados
para escuchar. La mayoría mastica
los compases más pobres de la muerte.
Volvamos a los libros y al trabajo,
dejemos ya su abolición sonora.
un abanico

No es una duda, sino el vaciamiento


de una forma de vida: instantes
repetidos, insistentes de hartazgo.
Vemos que la semana se despliega
como un filoso abanico de plata
sin nada que esperar. Y va a volver
a cerrarse y abrirse, haciendo círculos
cada vez más cerca de mi garganta
hasta oprimir la glotis de un poeta perdido.
Suaves encuentros, gratas actividades
pero casi desnudos, despintados, les falta
una pizca de luz o alguna pátina
que aminore su presencia. Recuerdo
a un tipo que me saluda por la calle
y que no reconozco. Me dice:
“Te encontré tirado hace unos días
sobre una verja en el boulevard
y te acompañé hasta tu casa.” “Bueno,
gracias, perdoname que no pueda
acordarme de nada.” ¿Podría haber muerto
entonces, jovencísimo y asqueado
de una vida cuya auténtica alegría
no habría sospechado? Pero era un chico
tapado con pétalos del amanecer
y aunque no sabía hablar siempre podía
llorar. No llorés más, vocecita, ¿acaso
sos un gusano? Te veo tirado, llorando
encerrado y nadie te contesta. Esto
no será una caricia pero al menos
sabemos que media luna de metal
semanalmente repetida da una idea
más o menos correcta de lo que olvidamos
para poder seguir y hasta contentos
de ir a cumplir una pequeña agenda.
estación

Aire amargo de invierno que llegaste


de repente y hacés arder el verde
que retrocede. Los átomos son blancos
y el frío no me deja decir más
que el frufrú tembloroso y palpitante
de mi cuerpo sentado. Ya pasé
la mitad del camino y es un caos
de líneas de un trineo que la nieve
tapa y el barro ensucia. Ni una hoja
limpia se salvará, tan sólo el tenue
sonido de los cascos de un caballo invisible
que sigo alimentando con savia artificial.
Aire amargo de invierno, te callaste
de pronto, despreocupado. ¿Será el tiempo
que se distrae, el árbol que se descuida
y pierde todo el follaje? ¿Qué perdí
enfriando el ritmo con la pura nada?
¿O alguien puede prever la primavera,
ácida y dulce, sin ideas de la muerte?
vértigo

El vacío en la cabeza de a poco


se va llenando, la única sensación
que me trae la noche cuando dejo
que el pensamiento repte. Pero ahora
a plena luz, en pleno mediodía nublado
con claridad me sentí sustraído
del presente. Vi las caras que quiero
cambiando con el tiempo frente a mí
y mi último dedo se agarraba
inútilmente a esa cornisa, a sus risas.
Entonces me volví eco del pánico
que conocí de chico y hoy se instala
cómodamente, crecido y tranquilo,
igual que yo. Aunque entonces me altera
saber que nada salva de la nada
y que voy a extinguirme con la pobre poesía
sin llegar a decir esto que pasa.
recuerdos encubridores

Mi madre jovencísima lloraba, desgarrada


y sin poder moverse. Mi padre no podía
mostrarse destrozado. Iban a terminar
las grandes esperanzas, la política
tenía que terminar. Vine al mundo
esquivando espinas, desvalido, rollizo,
dando los gritos necesarios. Mientras
me debatía en las manos de un padre adolescente,
luchando contra mi ropa de goma,
apenado, pensé que era mejor
enojarme con el pecho materno.
Y cuando vi que el rencor era inútil
y que nada se gana gritando, traté
de tranquilizarme, sonreír. Día tras día,
se extinguían los humos de los años sesenta,
ardían otros hierros, y aprendí
a gatear. Todas las noches, sin falta,
simulaba una sonrisa sólo en busca
del placer y del sueño. Vi después
brillando frente a mí racimos dulces
de la vida que pasa. Atrás, un arbolito
lleno de flores pálidas. Pero llegó
la edad disciplinaria, los libros sagrados
y las órdenes de guardapolvos blancos.
Algún tipo disfrazado de atleta
barato y resentido pronunció su ramo
de amenazas: chau, flores, chau, racimos.
En la oscuridad me fue a buscar
aunque lo vi de lejos lamiendo un tajo
en la corteza del arbolito. Otra vez
se acostó el verdugo a dormir la siesta.
Mis padres todavía no crecían, pero
ya estaban bastante asustados. La política
no había terminado, era un invierno
de crematorio clandestino. Como una víbora
el miedo se acostó bajo mi cama,
como un camaleón se confundía en la luz
con el follaje tímido del arbolito.
Le pegué en la cabeza y su sangre
fría ensució las raíces de mi infancia.
Pero ya se acabó la juventud, ahora
tengo canas, me debilito y espero
las muertes sucesivas que me tocará ver.
historietas

Antes de que cambiáramos de pieza


y fuéramos arriba, solos, en la planta
alta de la casa, él nos distrajo
con historias de piratas que siempre
queríamos volver a oír. Repetimos
tantas veces el nombre, Morgan, que ahora
perdido en el olvido pareciera
un acontecimiento aislado. ¿Y cuándo
miramos las historietas envejecidas
mientras su voz nos leía aquellos globos
blancos sobre una pared? El artefacto
creo que se llamaba Videograf, y era
una lámpara que proyectaba el rollo
de dibujos impresos en papel transparente
y que se desenvolvía con una manivela
como en un cine primitivo, sin motor.
Después sufriríamos el miedo, las noches
lejos de la luz paterna. Yo adquirí
fobia a los gatos que maullaban
en nuestra entrada, sitiándonos. Vos
empezaste a coleccionar las miniaturas
de una selva en frasquitos. ¿Habrán sido
tus dioses lares? Los libros rescatados
eran la única protección del tiempo. ¿Ya
habíamos crecido o tuvimos que hacerlo
porque se rompió el rollo de la infancia
y la cinta trababa el mecanismo?
En el techo, sin poder dormir, veía
el rostro hostil del antihéroe llamado
“Cara de huevo, el terrible” para volverlo
menos peligroso, y un tigre en caricatura
mezcla de araña y gato común
que podía saltar a cada instante
ante el menor descuido. Distraerme no era
algo que me estuviera permitido.
el poema terminado

Como quien se deshace de una carga


que creció con los años, una tarde
regalé mi colección de autitos, abandoné
otro día lo que más me gustaba y al final
tiré en un libro de tiempo perdido
mis juguetes antiguos, los dioses. Recuerdo
a un chico poco agradable que en la escuela
siempre era maltratado y a quien todos
solían golpear. Su cara ambigua no dejaba
de invitar a peleas en las que nunca
se defendía demasiado. También yo,
buscando ansiosamente lo común,
le pegué a la salida ante el aliento
excitado de los otros. Pero no es ése
un verdadero público. ¿Por qué no hay
alguien en el espacio de este instante
que alcance a ver el poema terminado?
No durará esta vida obligatoria
sin un deseo. ¿Hasta cuándo, decime,
abusarás de nuestra paciencia y vas
a repetir lo mismo? Aunque no hay nadie
que responda preguntas si no habla
y todavía tengo que callarme. Yo
no soy el niño cruel o atormentado
que no quería nada. Ahora quiero
escuchar el reverso del recuerdo,
un pozo oscuro en que termina todo.
el poema infinito

El patio del colegio parecía


inmenso, no había lugar donde el sol
atenuara su brillo. Bajo la luz
potente estuve a salvo cinco años
y dije gustar de una, de la otra,
aunque también coleccionaba a mis amigos
para jugar, como autitos relucientes
en miniatura. Pero en la superficie
de mis simulaciones me gustaba una nena
de rulos oscuros y ojos casi traslúcidos
de tan celestes. Tenía un nombre
demasiado adulto para su edad
que habrá heredado intacto. Todavía
puedo verla reírse cuando le dije
que ella era la “segunda” que más
me gustaba. Platónico insufrible:
la primera siempre era inalcanzable.
Antes del cambio de colegio, sin despedida,
en una fiesta casual y gracias a las leyes
de los juegos que en vano intentan
combatir la inocencia le di un beso
sólo con los labios, claro, pero nada,
ni un átomo de recuerdo queda
de las palpitaciones aceleradas, de la fuga
hacia adelante. Así empezó
el poema infinito hasta encontrar
el verso que termina cada estrofa
con la risa y el beso del presente.
el capital

El único capital siempre estuvo


en la cabeza, la propiedad es portátil
y así fue, una vez, no tuve nada.
Llegué a los doce sin saber nadar
y a la edad de morir o dar el tono
para la vida nueva, el gran ascenso,
con los dientes torcidos. Señales indudables
de una infancia pobre, me dijeron. Había
libros, horas de siesta y de meditación
sobre juegos repetitivos, charlas en la vereda.
Pero el destino parecía reducido
a las dimensiones de la pieza en el barrio
sin rojos ni negros, un simple nombre
que no se escribía más que en los carteles
del zoológico local. El chico aquel
te odiaba, viejo chimpancé, pero yo
te daría un abrazo si vivieras
por la pila bautismal que nos unía.
Se alejaban en el horizonte del consumo
los jeans deseados, los clubes, otras cosas
que sólo importan porque faltan. Después
todo empieza a rendir, mis padres brillan
en un derroche y un ansia de saber
que se aceleran sin fin. Yo atiendo tanto
que cumplo cualquier promesa escolar.
Y sin embargo, ¿de dónde sale el gesto
endurecido, la cara seria? ¿Habré soñado
que era de otro planeta y heredaba
poderes más valiosos? ¿O es un signo culpable
de esperar, de haber tenido que esperar
y construirme para no seguir
siendo un mendigo? Por eso cuando gasto
no hay una fuente constante y transparente,
sino un chorro que sale a borbotones
como de un caño oxidado que recobra
por momentos su conexión con la red.
Quizá la anatomía fue un destino
de varón saludable no muy alto,
de inteligencia exacerbada por el deseo
insaciable de encantar, a cualquier precio.
O tal vez la ingenuidad, el cinismo
y la preocupación innecesaria de marcar
la tierra que se escapa a cada paso
me quitaron la risa. Ahora tengo
una mueca intermedia, ya los libros
juegan en el vacío, y los chistes
van señalando un capital con fecha
de agotamiento. No estaba en la memoria
sino en mis dedos y en las risas que veo.
a las siete

Algo que cae por su propio peso


en el fondo de un charco, a la mañana
muy temprano, casi noche, así iba
a tomar el colectivo. Creo que yo
no me dejaría pararme en esa calle
oscura y helada. Me daría miedo mandar
a un chico de once años por el barrio
donde todas las clases se mezclaban.
Temerario o estoico, cuando al fin
conseguía un asiento, abría mis copias
de las odas que nos hacían memorizar
con fines poco claros. Pero la autoridad
odiosa entonces rescata ahora un cantito
que me adormecía. La lengua muerta
como un antepasado cariñoso, un fantasma
protector, se acomodaba al vaivén
del ómnibus gasolero atravesando
lugares pobres hasta el centro, donde
estaba el colegio y sus simulaciones
de falsa estirpe. Tan sólo dos o tres
amigos íntimos, también en ascenso,
hijos de comerciantes, nietos de obreros,
alegraban mi viaje. Pero allá
corría el riesgo de tener que repetir
la indescifrable oda. Ya sube
a mi memoria el principio de todo,
de un charco tibio en donde flotan
como renacuajos insistentes: “Beatus
ille… beatus ille, beatus ille…” Feliz
aquel que todavía no tenía
nada que dar, viviendo sin cuidado.
la estatuilla

Debajo de algún mueble que negaba


su nombre, una biblioteca de chapa
celeste, repleta de aventuras y cuentos
de terror, había una estatuilla
indígena, puede ser que de bronce.
Era un pequeño dios de cabeza ovalada
y sexo indefinido que me había mirado
jugando durante años, usándolo de tótem
para mis indios y vaqueros hechos
en Taiwán. Lo tapaba el polvo, una nube
de pelusa estancada envolvía el centímetro
de espacio que tenía. ¿Qué esperaba
ese vestigio, ese juguete inca
y que no era la voz del antropólogo
que lo había guardado? Yo no quería
conservar nada, a cada paso
regalaba mis grandes colecciones. Ahora
tiro palabras, desperdicio el tiempo
y repito la imagen de los ojos oblicuos
una vez más. ¿No era una diosa
siniestra como una mujer embalsamada
que anunciara la muerte o algo peor,
el fin de la belleza que estimula
cualquier ritmo? Los ácaros no pueden
hacerte nada, pero hay manchas de óxido
que penetran verdosas en los pliegues
de tu poncho sepulcral. ¿Y adónde están
los días luminosos en que te rodeaban
las tribus multicolores? ¿Adónde fueron
los remolinos incansables del aire
donde el sol descubría aquellos cuerpos
como de nieve al sacudir la cama?
¿Qué se hizo de tu imperio? ¿Quién
te dejó tirado, ídolo mío, y se olvidó
de buscarte postrándose en el suelo
para adorar tu bronce que no dura
tanto como la cruel oda de Horacio?
¿Seguís ahí, todavía? Será un adorno
o el testamento de alguien, un fetiche
para alejar los males que ya nadie
teme. Olvidado en el lugar infinito
de las cosas sin dueño, en el museo
de los niños que se olvidan de sí mismos
hasta que los padres se distraen. Sos
un padre y una madre en el canasto
de los juguetes rotos; un padre en el cuaderno
de escribir todo y de no escribir nada;
una madre en falsa mímesis que ningún cuerpo
llegará a ser. Pero olvidarse como un chico
hace que al fin no exista por un rato.
Mi puño extraña apretar tu relieve
de metal entibiándose en la infancia.
el etrusco

Acaso un héroe no es un monstruo excepcional,


sino el máximo dueño de la repetición
que no olvida el momento ni la casa
donde supo quién era. A los diez años
se manifiesta el sexo y lo condena
a desear una cosa que no existe. En las paredes
se trazaban de noche las figuras
más antiguas, jeroglíficos compuestos
de animales, cuerpos de varón o de mujer,
cabezas como máscaras. Pero eso
era un desierto, lo escrito no dice nada,
la literatura se consumía y las pirámides
se van deteriorando con los tópicos
remanidos de versos en lenguas muertas.
Cerca de mí, en mi primer mundo,
una silueta colorida que baila
debajo de la tierra suave, al amparo
de montañas bajas, me unió a lo que se pierde.
Y era un etrusco arcaico que parecía un griego
pero subterráneo, apegado al secreto
y a lo que nunca habría de escribirse.
En la loma italiana está la tumba
con la pintura de esa fiesta que un chico
hacía surgir sin que llegara el sueño
a milenios de distancia. Otras montañas,
sierras sin filo, tenues, olvidables,
habían acompañado las vidas incestuosas
de mis nuevos ancestros. También los etruscos
se casaban en secreto con sus hermanas.
¿Soy el etrusco que olvidó quién era
y se puso a grabar con un punzón
un nombre abstracto en materiales pobres
sin que pueda alcanzar ya su destino
celosamente escondido? Hay un color naranja,
casi rojo, que aparece de pronto:
es la pintura etrusca que me sigue,
que sólo se verá cuando esté muerto.
el primer impulso

Quisiera descuidarme de mí mismo


como la primera vez en que algo raro
me agarró de los pelos y me puse
a escribir, solo, sin ningún motivo.
Cuando reaccioné, había pasado
casi toda la tarde. En la calle
mis amigos se estaban despidiendo,
y me asomé al balcón, pero no quise
gritarles. Hacía poco, me habían
separado del coro del colegio
porque me abandonaba mi registro
de contralto. Empecé a estar absorto
contemplándome. ¿Qué era esa cosa,
ese murmullo incesante, quejumbroso
o felizmente escéptico, fluyendo
en mi cabeza apenas las acciones
se demoraban? La única forma
de parar eso era pinchar el tubo
y hacer correr la tinta hasta que el chorro
disminuía. Pero aquel rapto
en la siesta de un barrio silencioso
no vuelve ahora. El pensamiento impone
su red de frases, aunque aún espero
que la repetición no sea imposible.
deshacerse del cuerpo

El auto ronronea demasiado,


¿en camino hacia dónde? Voy
buscando con mi padre algún lugar
para dejar ese pequeño cuerpo
que traemos envuelto en una bolsa
de basura. Mis quince años de vida
no llegan a cinco de estar pensando
en mi voz, en mi encierrro. ¿Dolía
de verdad? Hablar era imposible y todo
tenía que ser escrito. Atrás el plástico
negro parece vibrar con las sacudidas
del viejo Citroën celeste. Estábamos
casi afuera de la ciudad, en el borde
que todavía no es campo. “Por acá
puede ser”, dice mi padre. Bajo
con la pala en la mano, él levanta
el cadáver canino que nunca, nunca
dejará de volver. El suelo
tiene fisuras que resisten, siguen
inamovibles ante la hoja de hierro
que levanta porciones mínimas de tierra.
¿Qué hacer? Seamos pragmáticos, abandonemos
cualquier idea de eternidad o historia:
lo único que existe nos afecta.
Mi padre avanza en el desierto gris
con una perra muerta que de pronto
rompe el nylon y cae. Puedo ver
sin enfocar, apenas por la esquina
de mi ojo, el hocico fláccido, una oreja
dada vuelta que muestra el interior rosado.
La pala ineficaz se mete al auto
como si nadie la hubiese empuñado.
¿Quién más estaba ese día de un entierro
fingido, inútil? “No les digamos a tu mamá
y a tu hermano que no pudimos…” Claro,
nunca podremos, la tierra es dura, morir
como un perro es una frase. ¿Qué descuido
invade con un yuyo la aridez y persiste
en la época seca? Algo se deja
en el lugar equivocado, ¿habrá otro
mejor alguna vez? Como si nada,
volvemos sin decir nada y me guardo
un vacío con forma de poema,
mientras el ruido del motor simula
en mi cabeza el arrullo que sentía
cuando apoyaba el oído en el lomo
palpitante de ese animal. Y ahora
trota en silencio atravesando pausas
muy prolongadas y parece
que hubiera aprendido a hablar. Me está diciendo:
“Cuidate del descuido, cuidá bien
tus palabras, tus actos, esto que ves
es todo lo que hay.” Ya en la casa,
las lágrimas copiosas de mi madre
hacen su poesía sin birome
y yo subo a mi pieza, a mi cuaderno.
mentira

¿Tiraré este poema a la basura


o lo voy a decir sobre los techos
desiguales de un barrio? Rebotarán
en membranas metálicas, con brillos
cortados por el alquitrán, donde una sílaba
se va a quedar pegada. El gris de los rincones
y el amarillo sucio te van a recibir
como revoque nuevo, pintura reluciente.
Pero no hay nada. Agarro la birome
y escribo garabatos que se derriten
a la luz de la siesta: ¿quién grita,
qué perro ladra lejos a una puerta
cerrada durante horas? Dicen que soy
el oído que no deja escapar nada,
pero nada me afecta. ¿Por qué llorás,
página abandonada, escuchando
un gemido que no suena para vos?
una tendencia

Y hoy estoy en peligro sin palabras


que amueblen el vacío. Lo olvidado
no se olvidó de mí, atrás ya viene
galopando un suceso: yo tenía
trece o catorce años y fui solo
a un lugar donde no encajaba. La noche
apuraba mis pasos. Aquella vez
no me tiré de cabeza a la sensación
ni perdí la conciencia, pero un golpe
me dio en la cara, un puñetazo casual,
producto de una confusión, un parecido.
“¡Es ése, es ése!”, gritaron. La patada
destrozó para siempre mi rodilla
izquierda. En el suelo mis labios
sangraron y se hincharon. Al final
un guardia de esa disco tenebrosa
me hizo salir rengueando. ¿Cuántas
veces más me entregué a un oscuro
paseo por zonas donde apenas la suerte
te salva de salir lastimado? Ni siquiera
lo necesito como Pasolini, pero caigo
en la trampa de soñar con el deseo
ajeno, como si fuera un muerto, un simple nombre
escrito. ¿Soy yo entonces el mismo
que dice: hay una hora repleta
de alegría expresable, de algún ritmo
y unas frases que llegan fácilmente?
¿Cómo cuidarme de lo que me arrastra
hacia los brazos de una chica lánguida
pero implacable? Pediré auxilio al brillo
de este espejo indolente en el que soy
lo que no tengo: yo, tal como soy, y sigo siendo.
el otro yo

Si las nubes no cubrieran el cielo viajando


a cierta velocidad, aunque detrás
ni encima de sus blancos y grises
mullidos, azucarados, no haya nada, entonces,
¿tendría yo una historia que contar
o seguiría con mis dedos el paso
de estas palabras que me ignoran? “Acá”,
¿querrá decir esta pieza en donde estoy?
¿Querré decir ahora lo que digo? De pronto,
ayer el mundo perdió sentido, las cosas
desaparecen en el aire. Hasta el miedo
se me fue. Sin una causa aparente,
los lagrimales abrieron sus esclusas, ¿serán
así, como tubitos con tapas? Por la radio
pasaban una canción de “El otro yo”:
“No me importa morir, no me importa morir…”
Y prohibía herir, impedía dañar. No tocar,
parecía decir. Y no hace falta ser
ningún poeta reanimado para aceptar un momento
del que podemos estar ausentes, acaso felices.
la máquina del tiempo

La premeditación con que buscabas


llevarme a tu cama me parecía
demasiado improbable. Aún yo
no había salido de mi cápsula viajera
a través de las edades. Entonces
me negaba a dejar cualquier clase
de huella en la tierra o la memoria
de chicas como vos. Así pudimos
pasar algunas noches de felicidad
despreocupada que todavía pienso,
a casi veinte años de distancia, como
un anuncio importante: era posible, sí,
estaba claro que alguien siempre
me acompañaría, un cuerpo propio
en carne ajena. El intento pueril
de prolongar ese descuido, la certidumbre
de no poder conocerse aunque nos tocáramos
mil veces llegó a abrirme una ventana
por donde espié aquel pequeño infierno
de la infidelidad, tan agitado, curioso
e inescrutable. Había dejado entonces
de escribir por un tiempo, hasta que al fin
salí a la superficie, abrí la escotilla
de mi cápsula de citar y empecé
a pisar furiosamente el suelo. Todo
se transformó en registro y búsqueda de huellas
entre el descuido, el sopor y la luz
cegadora de la muerte, la destrucción
del cuerpo del piloto alimentando
el motor de mi máquina del tiempo.
histeria

Me paseaba otra vez: sin darme cuenta,


ella había mirado mi exhibición de frases
salteando el contenido. Así debía escuchar
el puro impulso de unas manos que piensan
como alas inútiles, folletos que sirven
de abanicos en días de calor. Y al fin
tuvo éxito su risa y temblorosa
pero segura, guardando el tacto húmedo
en la memoria, se acercó a la boca
que paraba de hablar para besarla.
Después la sed se terminó de a poco,
¿pero acaso empezó? Sin intención
de darle formas vanas a la materia
del dolor –pero siempre hacen falta–
me despedí y desde entonces nunca
volví a verla, aunque su cara y su cuerpo
seguían paseando por la misma ciudad
y en ocasiones hasta me saludaban
como en un sueño que se iba volviendo
menos creíble con las apariciones
de más y más prodigios detallados.
motivos de casamiento

Ahora las cosas parecen dotadas


de una total ausencia de necesidad.
Mis abuelos se casan por descuido,
como suele decirse, embarazados
pero después la nena muere por tomar
leche mal conservada en la miseria
italiana de posguerra. Yo también
embaracé a Cecilia en una noche
cálida, aunque pensamos: mejor
decidirse y salir de aquella noria
con visitas pautadas y horas de soportar
sendas familias en vías de envejecer.
La espera se detuvo, sin causa, cuando
ya todo estaba listo. La casa, el casamiento
y la caja donde guardar un poema de luto.
La suerte se dio vuelta, nada en el mundo
podía separarnos. Lo generamos todo.
Mis padres se casaron por descuido
y yo nací. ¿Ganó la muerte 2 a 1?
Una palabra de más pone todo en peligro.
Escarbo en lo incumplido, en barro antiguo
para encontrar tesoros. Estos días
de primavera, cuando escucho los trinos
agudos de mis hijas que se ríen,
comprueban que no miento. Que el dolor
no reciba ninguna fe absoluta.
la valija

Ella agarra una valija de plástico


que no va a abrir, pero que llevará
en sus traslados. No sabe adónde
tendrá que bajar, no se acuerda
si hay juguetes, si hay niños enemigos
o adultos aterradores allá. Con un clic
se cierra el broche amarillo de su pequeño equipaje
y sale. Casi el azar le ha dictado
su preferencia, en general elige
algún muñeco, un ser, una custodia,
hoy decidió cuidar un contenido
que no pretende revelar. El tiempo
está como cortado en pedacitos
y en cada bloque flotando navegan
animales, supuestos humanoides
animados por su voz que musita
los ruidos, las frases. Ya es de noche,
mis hijas duermen en sus camas o se mueven
entre los chistes que se cuentan solas
como sueños, repeticiones de su adicción
a las pantallas coloridas. Veo en el suelo
un libro abierto y dudo en levantarlo
porque atestigua una vida interminable:
mañana habrá otro, seguro, y más allá
debe haber un dibujo, el arte ingenuo
que tira la belleza en cualquier lado
como los árboles. Me mira un monigote
que soy yo; puedo reconocerme por los lentes
aunque no en la sonrisa. Ojalá ellas
me vieran reírme siempre. ¡Qué descuido,
está lleno de cosas por el piso! Pero
me cuido de ordenar como un Sísifo cínico
que se sentó en su piedra a contemplar
las luces cegadoras del infierno y fuma
un cigarrillo a escondidas. Abajo de la mesa
de la cocina está la valijita roja
cerrada, la agarro y corro el cerrojo
de amarillo furioso, y muy tranquilo
guardo las cosas vanas que intentaron
escapar de su atención. ¿Será posible
que no pueda acordarse de quién es?
Pongo el juguete en un estante alto
para volver a comprobar que ella
a veces no recuerda lo invisible.
Cada fetiche de su colección
es un instante de felicidad
improbable que no puede volver
y cuya ausencia se encierra ahí, debajo
de los pigmentos vívidos. ¿Dormís
con esa pléyade animista –mientras
más diminutas las estrellas, mejor–
para no olvidarte de nada? Cada día
tenés que recobrarte al despertar
y secarte esa gota de muerte, el láudano
que nos hicieron tomar. Cuando te vea
los párpados que no quieren abrirse, la boca
que busca una sonrisa perdida, podré
disfrutar de la luz y del misterio
que al lado de la lágrima y el sueño,
dentro de tu valija, suele dejar caer
sin prestarle atención un momento deseado.
historia natural

Era el fin de semana, me acostaba


tarde y en la noche un chillido
sonaba encima, arriba. ¿Qué
podía ser? Seguimos escuchándolo
al otro día. ¿Un pájaro, un murciélago,
el viejo emblema de la ambición
desmedida? Después de todo, no era
más que una rata alada. En la segunda
noche debí admitir que era un gatito,
acaso tan pequeño que su tórax
de mamífero abandonado no llegaba
a hacer resonar el llanto. ¿Iba a morir
sin que yo hiciera nada? Con desgano,
había subido al techo, no veía
ningún hueco que explicara la innegable
presencia del animal sobre el cielorraso
de la habitación. Dormí solo, ella
no podía aguantar aquel quejido
intermitente y que me daba sobresaltos
con cada interrupción. ¿Estaría muerto
ya? Un maullido agudo, como de lucha
del ínfimo felino con la sombra
implacable, me despierta y respiro
aliviado cruelmente porque aún
eso allá arriba estaba vivo. Era difícil
sostenerse impasible, los filósofos
se aplican ellos mismos la tortura
de cuidarse. Entre dormido y soñando,
pero como si anotara la frase, oí
la voz de uno, rockero, que inducía:
“aprendé a ser duro niño-esposo”, y yo
me negaba a volverme lo que era:
un disciplinador de animales y niñas.
Finalmente, vino un tipo más real,
con herramientas, que levantó el techo
de cinc y encontró al gato:
un color leonado y una cara flaca
que desmentía su especie, los ojos
me miraban, celestes, ¿me decían
que era pura vanidad abandonarse
a la creencia de que entre uno y otro
no había más que indiferencia? ¿Cómo
había llegado ahí y había sobrevivido
dos noches solo, sin comer, un lactante
como el que todos fuimos? Desatendí
el llamado, postergué el rescate, pero
al fin te vi, te buscamos un exilio
más dichoso. Apenas el contacto de la piel
calmaba tu graznido de pájaro con pelo.
Antes, al escucharte dos noches en un sueño
entrecortado, sentí ya el chorro
de algo que se niega a darse por muerto
y entre la sombra indiferente brota
hacia el sueño aún caliente de otras vidas.
Desde tu pesadilla abandonada, gatito, viniste
y otra vez me di cuenta de que somos
un mismo hilo de espasmos en lo oscuro
donde cazamos, copulamos y buscamos
hasta el último día lo que no tenemos.

II

Cuando mis hijas se levantan, saludan


con alegría al gato, que dormía
en un exceso de profundidad.
Abría los ojos apenas, se acurrucaba
en la falda de Angelina (4 años):
“Nunca lo olvidaré, cuando sea grande,
al gatito”, me dijo mirándome
como un oráculo del pánico.
Traté de darle leche, de ver si podía
caminar. A la siesta, mientras ellas
estaban en la escuela, adiviné
sin quererlo aceptar la vanidad
de cualquier esfuerzo. Cabías, dios
egipcio y diminuto, en la palma
de mi mano. Pero habías dejado
de quejarte. Te apagabas. Tu pelo
flamígero se iba a extinguir.
Tras dos noches de llanto sin descanso,
viste la luz del día, sentiste
que las escasas gotas de piedad
humana no te alcanzarían y entonces
te hundiste solo y silencioso adentro
de la laguna fría. Una llamada
a la veterinaria nos informa
que unos 15 centímetros de gato
y unos pocos gramos habían muerto
por hipotermia. Todavía me duele
la idea fantasmal de no haberte dado
una bienvenida un poco más cálida.
La vida que tuviste: unas semanas
de leche y abrigo, dos noches negras
y encerradas, cinco días de saberse
en camino a la muerte. Y exagero
una conciencia en vos, porque ningún
otro animal que yo podría preguntarse
si valió la pena que nacieras y enseguida
contestar con la frase: “nunca
te olvidarán, gatito alado, efímero”.
absorta

Algo que te agarra de los pelos, algo


que te distrae siempre por momentos
y que repite su imposibilidad, sin contenido.
¿Por qué, Francisca, despeinada ves
en tu librito una esfera cristalina
donde caen los copos como letras
de ese cuento, susurrado? ¿Qué te lleva
a escribir frases para tus amigas
que ellas escuchan con intensidad? Y movés
las puntas de tus dedos hacia las palmas
sin que se toquen: pequeño tic que anticipa
un instante feliz. Pero es producto
de un estado anterior, de lo que imaginaste
fuera de lo común. Será distinto
el mundo con el paso de tu risa.
la jirafa

El avance y la acumulación descuidan


lo mismo que guardaron. En un declive
de las baldosas maltrechas, hay un charco
donde me gustaría ver tomando agua
al pájaro civilizado. ¿Quién ganará?
Al menos el gorrión no se evapora
de la noche a la mañana. Ya llegan
con su áspero rumor de transistores
chinos, en inglés o en árabe, más noticias
de nuestra muerte que nunca se interrumpen
y transmiten las veinticuatro horas
hasta por el canal de los sueños. Pude ver
flotando a medio metro del suelo una jirafa
de plástico ominoso, violeta, amenazante
con el miedo tatuado en manchas negras.
Pero se fue y era acaso un desvío
de la atención, algo irreal de pronto abierto
por unas desgarraduras del lenguaje.
Pido conciencia, claridad, visión estable
y si tengo que ver lo que no existe,
que al menos distinga las siluetas y el borde
entre lo interno y lo externo. Ojalá
la que une lo distinto no confunda
mi desaliento con indiferencia. Pensemos
un poco más: el charco, el pajarito
y la jirafa alucinada sólo prueban
la conexión que enlaza los descuidos.
No cualquier ritmo la puede disolver.
Abandonar a alguien es lo mismo
que ser abandonado. Una novia, una mascota,
un padre, un niño son objetos
cuando uno se distrae, se desprende
de su cuerpo y empieza a levitar
junto a los otros globos de colores
con formas de animales. Abajo vemos
el cuerpo sentado entre la ventana
y un aparato electrónico que mira
extraviado. Y dan ganas de desollar
a ese flautista malogrado, quieto.
A lomos de la jirafa violeta nos iremos
con la bandada. Habrá otros charcos,
otras irisaciones inesperadas y algo
nos va a juntar con lo que no supimos.
purgatorio

Una gota de amargura en el fondo


de la taza de loza que me trae
la imagen de un amigo descuidado.
Hoy quiere verme porque dejó salir
–sin querer, claro, no habrá sido un acto
de voluntad– pero al fin brotó
de su boca que vi pasar en diez
años de juvenil a consular un líquido
verde, como de tinta. Mi existencia
le señalaba lo que él no podría nunca
llegar a hacer. Y ahora como un pagano
que escribió buenas frases, se lamenta
en el vestíbulo infernal. ¿Será cierto
que las obras te salvan? La amistad
no está en verse sino en querer siempre
el bien del otro. Lo quisiste demasiado,
pero vení y entremos al desierto gris
donde hablaremos de literatura, sin tocar
el tema que nos separa. Elegimos
guardar silencio buscando el nombre propio
de algún autor brillante que tiñera
el lado norte del cielo, entonces vimos
algo más que palabras, destruidas
junto a todos los restos del ultraje
imaginario, como después de un sueño
sigue en el cuerpo la emoción impresa
que ya no tiene causa ni figura,
era un color muy vivo, recobrado
de otra tarde invisible que volvía.
destrucción

Flota a mi alrededor un aire raro


que trago y siento que me quema
los pulmones llenándolos de ansiedad
como si fumara o soñara que fumo.
Mi boca se acostumbra a los filtros inmundos.
Jadeando de cansancio veo mi cuerpo
en medio de una estepa de aburrimiento
sin ganas ni sombra de voluntad.
La ropa sucia se amontona en el suelo
y lastimaduras de estación en mi cara
conectadas por una red de destrucción
que me aleja de cualquier clase de palabras.
casi

Países de la avenida en los afiches


gigantes, con fotos perfectas, ¿qué quieren,
qué dicen? No son fantasmas simples
de cuerpos que no están, parecen
más ciertos que los minúsculos
peatones. Sus ojos en el horizonte
transatlántico nunca se cruzarán
por delante del auto. La distracción consiste
en remontarse desde la limpia imagen
hasta el aparato que la hizo, la presencia
soñada de tantos jóvenes en teoría
como procesión de canéforas llevando
los productos nuevos. Pero no están ni tienen
relieve, apenas revelan sobre la superficie
satinada a lo lejos del cartel
una posible falla. Parado en un semáforo,
triunfa el efecto de amplificación
que convierte una cara en monumento
lleno de puntos, granos pixelados, y al fin
la punta del papel en un rincón
que se levanta, se aja, muestra
abajo un resto antiguo ya borroso. Algo
casual en la composición de sus rasgos
abre una grieta en la lisura persuasiva
dando paso a la muerte disfrazada
de modelo sonriente. Frente a ese imperio,
me rescata la boca rencorosa
de un chico que se enoja porque casi arranco
antes de la luz verde. Estás, estábamos
en la calle y te agradezco ahora
que me salvaras de la distracción.
salir a la mañana

¿Te olvidaste de algo? O mejor


dicho: no te acordaste de buscar
un papel, un libro, un cuaderno en blanco
donde escribir si te sorprendía
la hora justa. Aunque solamente
te estoy imaginando como si fueras
mi doble. No tengo pinzas, lápices
labiales, delineadores, ni piernas, ni un largo
pelo rojo brillando como una estela
de cometa encendido sobre mis hombros.
Salgo así, la esperanza perdida, y busco
apartar de mi vista las visiones,
de mis oídos las voces, un descuido
mínimo me haría chocar, tal vez morir
o peor aún tener que arreglar
el auto. ¿Te acordaste, cuando estabas
mirándote en el último espejo de la mañana,
del insomnio insistente que me cansa
antes de cualquier idea? ¿Soñaste
que la felicidad se iba con vos
mientras salías a cumplir alegremente
esos deberes que no necesitan memoria?
Llevo el cuaderno y la birome, quisiera
no tener que usarlos más de lo preciso.
anuncios

Decís que estás perdida, caen tus lágrimas


soberbiamente. Un buen color, una buena
tonalidad, bajo el efecto lumínico
del supermercado. ¿Qué blanco proyectado
sobre cada cosa, cada envase, alcanza
para atraer la vista? En algún sector
estarás seguramente leyendo. Afuera
debe haber otra luz. Escenas de familia
con sus carros, en lenta procesión
como en un cuadro medieval en donde
los personajes se parasen a pensar
en sus deudas. ¿Lloraste porque algo
que no necesitabas llegó a faltarte
con la figura de un hijo exigente?
De atrás, iluminada, tu cabeza
se confunde con otras, anunciando
varias absoluciones sin misterio.
Rojo crepúsculo y negro nocturno:
colores improbables entre las góndolas
de gaseosas. La plata es el tema.
Pero afuera harás de nuevo el trabajo
de seguir viviendo. Si la luz te cansa,
la oscuridad seguro que responde a tu deseo
inmediatamente. Cerrá, un poco, cerrá
los ojos y vas a ver, riéndote de todo,
el escarlata puro y el espacio entre estrellas.
shopping

El aire artificial acondiciona


nuestra caminata en busca de cosas
que se puedan comprar. Ella no deja
de dar saltitos como si estuviese
conteniendo un impulso de correr
que nunca la abandona. Cuando me canso
de pronunciar su nombre y el imperativo:
“Esperame, Margarita”, le agarro
la mano para que siga el ritmo
no demasiado lento que llevo. ¿En dónde
estamos? Un shopping, un mundo de ojos
que miran hacia adentro. Es ideal
para invitar a que mi hijita pregunte
cuánto dinero tengo y cuánto falta
y cuánto objeto inútil puedo llegar
a concederle. Ella acepta los “no”
pero insiste, ya sabe que la fuerza
de la negación es limitada, conoce
el gran “sí” donde vive su infinito
deseo de divertirse. Y cuando llora
porque algo la confunde, lo hace a mares,
lágrimas que salen despedidas
hacia adelante, sin mojar su cara,
como puro drenaje dibujado.
En un instante para y su voz
vuelve a reírse de nada. Es la del medio,
la áurea medianía entre la hermana
mayor que cautiva hablando, pensando,
y la menor que hace señas al espejo
de un futuro encantador. ¿Qué podremos llevarles
a las dos para que no se enojen
cuando sepan que vinimos solos
al laberinto feliz del fetichismo?

Sorteo los peligros del estrecho


entre las hileras de muñecas de una tienda
departamental y los anaqueles
de películas infantiles. Llegamos
a la disquería y vos, con tu gorra
puesta al revés, tu pulsera de cuero
y tu chaleco verde de exploradora
de un espacio silvestre que nunca sabés
si puede aparecer, en seguida
ves lo que en ese instante de la moda
querría tu hermana y también
la diferencia que entre ambas se va abriendo
por las olas del gusto. Sin embargo,
copian de lejos sus tonos distintivos.
Otra vez en el pasillo interminable,
flancos de vidrio, piso de mármol u otra piedra
pulida que lo imita, otra vez creo
que me asalta el fantasma de perderte
en la muchedumbre ociosa. ¿O seré yo
el que puede perderse? La luz cegadora
nubla en su precisión y cada rostro
parece rencoroso o anhelante. Nadie diría
que esto es un paraíso, salvo quizás
por el aburrimiento que se cierne
sobre las cabezas, aunque las aureolas
se repartan a los niños. En cuanto pare
la búsqueda de algo, de la cosa deseada
pero desconocida, pienso que ella
dirá: “Estoy aburrida”. Aprendemos
los estímulos breves. De repente
veo venir a alguien que se parece a vos,
Margarita, cuando crezcas y camines
con la alegría de una koré a la sombra
de vidrieras, de árboles, de chicos.
Tiene tus ojos grandes en la cara
redonda, la naricita inglesa y el color
italiano. La miro ya sabiendo
que sos vos enseñándome el camino
a la tranquilidad, porque entonces tendré
que dejar de protestar, abandonar
el ceño fruncido y tratar, a toda costa,
de fabricar tu frente despejada
en los futuros surcos de la mía.
Pero ahora somos jóvenes, como ella,
que pasa sin mirar y es una imagen
entre nuestras edades. No hay abismos,
acá purgamos todo y de inmediato
volvemos a ensuciarnos, felices, saltá
antes de tropezarte con el borde
de las escaleras mecánicas. Nos falta
ir a buscar un libro, algo flamante
para tu madre: poesía, filosofía,
novelitas de vanguardia. Cuando vos puedas
elegir eso… por el momento sigo
imponiendo un capricho inevitable
como si a todas les gustara lo mismo.

¿Esta era la igualdad, ir caminando


en túneles brillantes, todos juntos
hacia una isla, acaso varias, como nichos
de venta, pero nunca muchas
para cada uno? Y no queremos, Margui,
ser caminantes, diría tu hermana, perdidos
en el desgaste sin sentido, olvidados
de que no es infinita la supuesta riqueza
de lo que vemos, la música, los libros.
Entramos y reconocemos
el amontonamiento, el orden
alfabético de las secciones: autoayuda,
psicología, política, historia.
¿Estará la poesía ahí, contra el piso,
abajo de las novedades novelescas, efímeras?
Vos corrés hacia el fondo, donde laten
las tapas coloridas que distraen tu infancia
y la de cualquiera. ¡Cuántos chicos tendrán
que reprimir la ansiedad que los hace
leer sin letras, en la fascinación
de las imágenes sustituibles! Pero tu risa
es la mejor lectura del negocio
para mí que compruebo una vez más
la inexistencia de lo que buscaba.
“Pa’, ¿te puedo ‘manguerear’ un libro?”, decís.
“Uno solo”, contesto. Aunque ya pienso
en los dos compensatorios que habrán
de reclamar las ausentes. ¿Volveremos
al río de la muerte en el pasillo blanco
o estaremos a salvo todavía
en la vanguardia del olvido que construyen
los clientes y usuarios? “Este libro,
te digo, es justo para vos”. Con eso quiero
reavivar nuestra fe en los mensajitos
y en su destino incierto. “Pa’, ¿puedo
ponerme un piercing?” “Ahora no, cuando seas
más grande, a los 18.” “¿Cuánto me falta?”
“10 años.” ¿Viste la intensa juventud
de la cajera, la forma en que miraba,
como negando su fugacidad y tu rareza,
y ojalá que mi envejecimiento? Ahora iremos
en busca de una mini, una remera
para tu madre, mi pequeña musa,
que no se va a alegrar con el epíteto. La ropa
es el mejor regalo, no promete
perduraciones imposibles ni roza el ambiente
con el ala ebria de la imbecilidad.

La cara de una vendedora apoyada


en el mostrador, detrás de la vidriera,
muestra el cansancio de la jornada extendida
y sostiene la cabeza impávida una mano
que no llega a cerrarse. ¿Pensará también
que el destino ahora se expresa en términos
económicos? Quizás le falte la certeza
sin religión, sin mezcla de sentidos,
que a nosotros nos guía o que nos pierde
alternativamente: la búsqueda de algo
para hacer. Ojalá vos no te abandones tanto
a la melancolía. ¿Será cierto que nadie
elige lo que hace? ¿Por qué registro
una clara mayoría femenina en este centro
de las imágenes del consumo? ¿Sueñan,
flotan acaso sobre promesas imposibles
de metamorfosis? Las hipálages –perdón
por la palabra– abundan en el idioma
que trata de atraer a la mujer que no existe:
“¿cabellos cansados?”, “dejá de hacerte la artista”,
“¿cómo quieres que te quiera?”, “insomnio”…
La música de fondo marca el ritmo
de nuestra revisión de lo que hay
en exposición y adentro; la interrupción
de toda clase de silencio es una orden
que no se discute. ¿Tenemos las palabras
nítidamente más acá del ruido? “Pa’, los primeros
hombres, ¿hablaban todos el mismo
idioma?” “Y… no sé… a lo mejor…
no hubo nunca primeros hombres… y siempre
hubo muchos idiomas, que además cambian
con el tiempo…” Me mirás pensativa:
“Cuando yo sea vieja, ¿el nuestro va a cambiar?”
No te digo que no porque no entiendo
la amplitud de los siglos que recuerda
que no hay sentido y que los dos,
joven padre y nenita, tenemos pocos años
y que nunca, nunca nos vamos a repetir
y que muchos, la chica que nos envuelve
la remera para que tu mamá destaque
su espalda de niña navegante y las tetas
que emigraron de Nápoles a Sudamérica, no podrán
conocernos, conocer tu risa y tu afición
al doble sentido, al camuflaje y al encanto
de un levísimo travestismo. Parece haber
una voz manejando mi vista como un títere:
“Desearás, desearás al prójimo, a su mujer,
su auto, su bicicleta, sus hijos y al fin
los libros que escribió, sus dotes. Desearás
estar muerto como él.” Guía, conductora,
no me dejés escuchar la ausencia pura.
Aunque algunas veces sea preciso ceder.
Ni siquiera aquellos que endurecieron la vida
tratando de saber, obligados a decir
cautelosas palabras semioscuras,
cuidándose, pudieron eludir
el perturbador llamado, la publicidad
inexorable. Y después de tanto escribir, pensar,
planificar escenarios futuros, nadie logra
encontrar un límite de sí, el “no”
nunca será la solución. Si tu hermana
tiene algo, vos también lo querés, y no lo mismo
sino su signo, poder decir que “yo”
no señala el vacío y exclamar, bailando:
“Mío, mío, este poema, este juguete es mío.”

Ya tenemos que irnos, ¿dónde estamos?


Buscamos la salida, tu desconcierto
es aparente. Cada piso se parece
a los otros, las vidrieras cambian
día a día, pero en mí muy pocas cosas
se mueven. Tu gorra dada vuelta, tus adornos
seleccionados en un pequeño margen
del mercado, lo punk, lo dark, en realidad
miran un horizonte de máxima sencillez,
como tu eficacia señalándome
la ruta hacia el ascensor, que nos recibe
con su brillante símil de dureza. No hay
en las caras ajenas más que un ápice
de incomodidad y acaso anuncia algo
allá afuera, no angustia, apenas el sonido
de la rueda del tiempo, el clima hostil,
humo, tráfico, obras en construcción donde
el dolor se expresa en casi todos los cuerpos
para que se materialice una acumulación
infinita. Pero ellos, nosotros, bajando
al sótano de la playa sí tenemos
un fin, quizás una finalidad: hablarnos,
regalarnos los ratos necesarios
para que, entre otras cosas, este verso, inútil,
vea la luz. Vos, Margarita, recibís
más retos y te mostrás inmune
a la desaprobación. ¿Podés ver, acaso,
mis defectos más claros y reírte
de una palabra brusca? Todavía
estamos en ambientes separados, tus saltos
felices no coinciden con mi paso mecánico.
Pero te preocupan los adjetivos simples
de tu belleza disfrazada, como a mí
la diferenciación. Y sin embargo todos
en las caras cerradas creen manifestar
su lado excepcional. Tal vez seas la única
que en este mismo instante se dedica
a construirlo. Pienso en un amigo
que no tolera la amistad, cuya excepción
lo aisló en el desierto de su infancia
para siempre. Ahí el destino, su promesa falsa,
la indiferencia fueron demasiado. Y que ahora
sea un artista pintando el abandono no llega
a transformarlo en ganancia. “Hay palabras
que salvar”, me digo. “Margarita,
portate bien, dame la mano, no te hagás
la loca.” Hay palabras raras, como “pastiche”,
que deletreás para preguntar a qué
se refieren. Salgamos ya del shopping
y su pastiche involuntario, nada que ver
con un pasto diminuto, la tierra
está abajo, muy lejos, a metros
de cemento armado. Vos construíte
una dorada capa media donde se grabe
la letra excepcional, tus iniciales
que aliteran. Porque antes de tu look
ya eras, yo te esperaba como ahora
deseo el sol de la calle. Te abrocho
el cinturón que te sobra y te asegura
los hombros. Por un momento pienso
en mandarte atrás, pero tu alegría
de ir adelante y manejar la radio me lo impide.
Un pequeño riesgo, una monedita perdida son
módicos precios para sentirnos vivos.

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