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UNA TRÁGICA OPCIÓN CONTRA EL HAMBRE

El célebre señor Glück, el gran reformador de la ópera que hizo


cambios importantes a la estructura de este género musical, estaba
delante de nosotros. Las maravillosas arias y coros de Orfeo ed
Euridice, Alceste, Armide, Ifigenia en Aúride e Ifigenia en Taúride
resonaban en nuestros oídos al solamente escuchar el nombre de este
músico insigne.
La emperatriz María Teresa —¡Oh no! ¡Debí suponer que era una de
esas malditas pesadillas!— lo elogió con pródigas alabanzas. Éste
agradeció a su alteza por tantos elogios que, según él, no merecía.
Luego, el señor Glück se colocó delante de un clavicémbalo; lo
examinó minuciosamente y empezó a improvisar algo en el teclado,
pero sólo era con el propósito de reconocer las capacidades tímbricas
del instrumento. Al terminar este cuidadoso análisis adoptó una
postura grave y sin dilación alguna empezó su recital.
Las notas de la danza de los espíritus bienaventurados constituyeron
el preludio de este magnífico concierto. ¡Qué maravillosas armonías
podían escucharse en ese salón! Todos, sin excepción alguna,
estábamos embelesados ante esa música divina, ambrosía para
nuestros oídos. “Vieni a’ regni del riposo”, “Che faró senza Euridice”, y
“Trionfi Amore”, tres aires de incomparable belleza que fueron
tocados por los dedos del insigne maestro nos condujeron a la
liberación de estados emotivos imperfectos. El músico terminó este
divino recital con una serie de variaciones melismáticas basadas en
una chacona. Todos aplaudimos fervientes y gritamos bis, pero un
mayordomo dijo en voz alta:
— Caballeros, con gusto seguiríamos escuchando todo el día la
maravillosa música del señor Glück, un hombre que habla
pésimamente el francés pero que maneja como un querubín el
lenguaje de la música. Por hoy es suficiente. A la emperatriz se le ha
despertado el apetito y en este momento debe satisfacerlo. Los
nobles que la acompañen a la mesa donde hay suculentos manjares.
Los plebeyos pueden retirarse.

Cuando me dirigía a la mesa tres guardias corpulentos me detuvieron.


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— Usted no puede entrar aquí. Usted es un plebeyo— me dijo con
acento soberbio uno de ellos.

— ¿Cómo dice usted señor? ¡Yo no soy plebeyo! Soy tan noble como
la emperatriz— le repliqué muy orgulloso. Al instante escuché unas
risotadas escandalosas. Cuando éstas cesaron, los guardias
recuperaron el aspecto pedante que los caracterizaba.

— Sólo los plebeyos se mueren de hambre. Parece que usted no se ha


visto en un espejo. Sígame señor y véase aquí— dijo con mucha
seriedad un guardia quien hacía grandes esfuerzos para contener la
risa. Los otros dos me remedaban y murmuraban entre risas: “Con
gentuza como ésta llevándosela de noble sólo nos falta el fin del
mundo”.

Al pararme frente al espejo me horroricé de lo que vi. Frente a mí se


proyectó un hombre gravemente desnutrido. En él no había nada de
carne; era un esqueleto cubierto de piel. Yo salí corriendo espantado
de aquel lugar. Al estar fuera me sorprendió ver la plaza de la
constitución, el portal del comercio y la catedral metropolitana. Miré
detrás de mí, y observé con sorpresa al palacio nacional de la cultura.
¿Dónde estaba el palacio imperial de Viena?

Los gritos de un vendedor me llamaron la atención:


— ¡Churros, churros! Compre estos deliciosos churros y deje de
padecer hambre. ¿Le damos los churros jefe?

— Véndame dos. Gracias. ¿Podría decirme qué están celebrando en el


palacio nacional?

— ¿Por qué lo pregunta? Me parece que acaba de ver al diablo y está


muy asustado.

— No precisamente al diablo. Acabo de ver a una emperatriz y a


gente con vestimentas del siglo dieciocho.
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— Lo que pasa es que allí espantan. A veces los muertos de otros
países y de mucho tiempo atrás se aparecen en este palacio. Con
decirle que hay gente que asegura haber visto en ese lugar a los
fantasmas de los reyes católicos. Eso no es de extrañar. Los
gobernantes que se han alojado allí han estado poseídos por espíritus
inmundos y éstos se niegan abandonar ese recinto a pesar de que el
periodo presidencial de los endemoniados haya culminado.
Ahora tenemos de presidente a un sacerdote maya; lo más probable
es que invoca a todas esas perversas deidades prehispánicas como al
tal Uichilobos y a Quetzalcóatl. Y por si esos demonios le fallan ha de
invocar a los lares, a los duendes irlandeses y a los fantasmas de los
bosques alemanes. Le aconsejo que se coma sus churros y lo más
pronto que pueda aléjese de aquí.

— Gracias mano. ¿Cuánto le debo?

— No tenga pena. Los churros han sido pagados por el programa de


gobierno “Comidas Callejeras Solidarias”.

Agradecí al vendedor y caminé sin rumbo alguno hasta que hice la


parada a una camioneta frente al mercado “La Presidenta”. El
ayudante me dijo:
— Dos le vale. ¡Pilas! Suba la grada.

Pagué con un billete de cinco quetzales y el sinvergüenza sólo me dio


dos de cambio en el preciso instante en que la camioneta empezaba a
transitar.

— Mire usted, aquí falta un quetzal— le reclamé bastante molesto al


ayudante, un hombre saturado de tatuajes alusivos a las maras.

— No. Yo le di su vuelto cabal— se defendió el truhán que se quería


pasar de listo.

— ¡No sea ladrón y devuélvame el quetzal!


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Cuando sentí, este pandillero me estaba agrediendo con un puñal.
Entonces empujé al tipo violentamente y éste resbaló de la
camioneta, cayó al suelo de concreto, se abrió la cabeza y expiró
entre un charco de sangre. El bus detuvo la marcha; bajé
rápidamente y mientras la gente murmuraba en voz alta observé que
enfrente apareció una camioneta de la empresa Jalapanecos Unidos.
Tres familias descendieron de ese vehículo y apresurados se dirigieron
a donde estaba el cadáver. Sin perder el tiempo empezaron a
devorarlo, mas uno de esos tipos reprendió a sus paisanos:
— ¡No sean mulas! La carne de coche debe comerse bien cocinada;
peor cuando está llena de sarna—advirtió a los demás hambrientos un
señor calado con sombrero y ropa característica de los guatemaltecos
orientales.

— Sí muchá. A pesar de la gran hambre que llevamos tomemos


nuestras precauciones o nos vamos a morir de una enfermedad grave
— dijo otro de ellos.

Los jefes de familia despedazaban al cadáver con unos afilados


machetes; luego se dirigieron a una carretilla de shucos para asar la
carne. Los pedazos de piel desparramados en el suelo eran comidos
ávidamente por perros jiotosos. Tenía ganas de vomitar al ver este
espectáculo de antropofagia. A los pocos minutos, uno de esos jefes
de familia se acercó donde yo estaba con un buen pedazo de carne
asada, y me dijo con una calidez característica de la gente del área
rural:
— Tenga un su pedazo compa. Coma tranquilo y quítese el hambre.
Viera que allá con nosotros cómo está dando eso.

Yo no le dije nada a este tipo; sólo empecé a correr


desesperadamente. Un microbús blanco con placas oficiales me
rebasó, pero al pasarme se detuvo y desde la ventana del copiloto un
hombre me hizo señas de que subiera al carro.

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— Súbase mano. Usted sigue la misma ruta que nosotros— me dijo
amablemente ese tipo al que nunca había visto.

— Yo no lo conozco. Siga su camino— respondí receloso al


desconocido.

— No tenga miedo. Yo sé muy bien que usted es uno de los nuestros


—¡Ah! El burócrata es reconocido en cualquier lugar—. Súbase porque
para donde usted va no hay camioneta en este momento— al
escuchar esto sentí una confianza inusitada y abordé el vehículo—.
Sólo vamos hacer una comisión; luego lo llevamos a su casa.

Mientras llegábamos al lugar donde se haría esa comisión, yo me


quedé dormido; desperté de repente porque alguien gritó: “Ya
llegamos”. El mismo individuo que me convidó a subir al carro se
dirigió a mí con esta pregunta:
— ¿Tiene hambre? ¿Quiere participar de la comidona que vamos
hacer? Va haber una gran churrasqueada y muchos chicharrones.

— En hora buena— respondí emocionado.

— Mire. Detrás de nosotros vienen unos funcionarios públicos y unos


cuantos diputados custodiados por muchos policías. Vienen a ver
cómo está la situación de la hambruna en esta aldea y a repartir unos
víveres. Nos hemos puesto de acuerdo con los policías y éstos van a
tronarse a esos malditos. Después los desollamos, troceamos la carne,
la asamos y ¡a comer se ha dicho! Con los víveres que llevamos para
repartir, la gente de aquí no podrá satisfacer sus requerimientos
nutricionales, pero con estos verracos disfrazados de políticos
parlanchines habrá comida para unos cinco días como mínimo— me
informó de una forma tan natural el señor desconocido que hasta mi
sangre se congeló.

— Bueno—respondí aterrorizado—, está bien. Pero dígame ¿por qué


les ha dado en volverse caníbales?

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— Me asombra su ingenuidad. Por si no lo sabía, el hambre está en
toda Guatemala. Hasta nosotros, que nunca creímos que nos fuera
afectar, la padecemos. El miserable sueldo que nos dan ya no alcanza
para mantener a nuestras familias. Una libra de tomate cuesta Q
100.00, una libra de frijol negro Q 125.00 y Q 150.00 si es colorado,
una libra de pollo Q 250.00 y una libra de carne Q 300.00. En día y
medio ya nos gastamos todo nuestro salario en alimentos, y el resto
del mes ¿qué podríamos comer? La carne humana no sabe tan mal
después de todo, y es muy adictiva; una vez que usted la haya
probado no dejará de comerla.

— ¿Y cómo la obtienen?— pregunté en el clímax de mi repugnancia.

— Recuerde lo que Dios le dijo a San Pedro: “mata y come”.

— Pero eso que usted dice se refiere para dar a entender que nos es
permitido comer carne de reptiles.

— ¿Y qué es el hombre, pues? Un abominable reptil, un ser arrastrado


de lengua bífida que acecha para obtener lo que le convenga aún en
perjuicio de su prójimo. Es por eso que la carne humana sabe a reptil,
a serpiente, a tierra, porque del polvo fue formada. Y para ser más
específico le diré que ésta sabe a masacuata. Algunas veces, para
obtenerla, vamos a la morgue donde nos dan la carne de algunos
individuos que nadie viene a reclamar. Pero eso sí, hay que ponerse
pilas, pues mucha gente llega a preguntar si hay un XX. Al primero
que esté en la morgue le dan el cadáver. Con todo, sólo matamos en
casos extremos y sólo gente mala como estos políticos.

— ¡Ustedes son unos salvajes!— dije a mi interlocutor—. Mejor me voy


lejos de aquí, donde no los pueda ver.

— Le recomiendo que no lo haga. Usted está es la aldea Piedras


Negras, municipio de San Luis Jilotepeque, departamento de Jalapa.
No tiene cómo llegar a su casa. Si la gente de estos lugares lo
encuentra sólo, usted se convertirá en el almuerzo de estos más
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desgraciados que nosotros— al escuchar esta advertencia me volví
impotente —. Allí viene Chilo, un amigo, vecino de esta aldea— dijo el
antropófago anónimo.

— ¿Qué onda, Alirio? ¿Cómo estás?— saludó sonriente Chilo.

—La pura uva Chilo. Mirá, te presento a un amigo— dijo al referirse a


mí. Después Chilo estrechó mi mano—. Contale a éste por qué ahora
la gente se come a sus semejantes.

— Es penoso y muy triste recordar eso. Cuando empezaba a darse ese


fenómeno que los de la capital llaman hambruna, nunca pensamos
que llegaríamos al extremo de comer carne humana. Pero en vista de
que la situación era cada vez peor y la tierra ya no producía nada,
nuestro instinto de supervivencia nos llevó al colmo de la ironía. En
una ocasión uno de mis hijos más pequeños murió; al ver que no
teníamos nada que comer, mis pensamientos me decían que no debía
enterrar a mi hijo sino cocinarlo y comerlo; era nuestra única opción
de alimento. Yo rechacé rápidamente esa idea, pero al entender que
esta medida podía salvar a mi familia y a mí mismo de una muerte
segura, no tuve más remedio e hice eso. Cuando el segundo hijo
murió ya no dudé y lo comimos. Mi conciencia se apaciguó cuando las
demás familias empezaron a hacer lo mismo.
»Después vino gente de la televisión y la radio. Estuvimos saliendo en
las noticias. Yo veía en la tele que a los centros de acopio llegaban
montones de bolsas con alimentos pero al repartirse acá nos
entregaban muy poco. Los víveres se acaban pronto y el hambre y la
desnutrición nunca terminan.
»Lo peor de todo, es que nuestras autoridades no hacen nada para
atenuar este mal, a pesar de de los tiempos de solidaridad que
promueve este maldito gobierno. Todos, absolutamente todos los
jueces, diputados, ministros y funcionarios públicos tienen la culpa de
este mal. Los que dicen no corromperse callan, se aferran a sus
puestos y no tienen los huevos para denunciar estos desmadres; son
tan culpables como el político más ladrón. Por eso no me pesa en el

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alma matar a estos malditos y comerme su carne corrompida pero
rica en proteínas que tanta falta nos hacen.

— ¡Bravo Chilo! Así se habla. Amigo— ahora Alirio se dirigió a mí—,


algo que usted debe entender es que estos víveres (que vienen no
sólo por parte del gobierno; también de la iniciativa privada) no sirven
de mucho ante la severa desnutrición de esta gente.

»Frijol, maíz, azúcar, incaparina, leche en polvo, un poco de cada


cosa. ¿Y dónde quedan las frutas, las verduras, la carne, el pollo, las
hierbas? No sólo el gobierno tiene la culpa de este caos, también esos
malditos empresarios bien intencionados, sin embargo, encaminados
al mismo infierno. ¿Con esas colectas de sobras van a ganarse el
cielo? Lo irónico es que saludan con sombrero ajeno. Cuando hay un
acontecimiento de estas magnitudes desastrosas siempre esperan
que otros den para luego repartir en nombre de sus sucias empresas,
mas ellos ni siquiera están dispuestos a donar un poquito de la
abundancia que tienen. Con todo, creen que con promover esas falsas
colectas de alimentos hacen mucho. El que más tiene siempre quiere
más; nunca está satisfecho al igual que las llamas del infierno.

» ¡Basta de discursos y a trabajar! Vamos señores porque los


sagrados alimentos ya vienen cerca.

Nos encaminamos al campo de fútbol de la aldea. Allí estaban diez


autopatrullas de la PNC, muchas unidades motorizadas policiacas y
cinco lujosos vehículos tipo camioneta agrícola en los cuales iban ocho
diputados, tres ministros de estado y cinco altos funcionarios de
gobierno. Todos estaban bien cebados, algunos con evidente
sobrepeso. Sus fisonomías contrastaban con aquellas macilentas de
los aldeanos y de mis interlocutores.

Cuando la élite del Estado bajó de los vehículos y pisó tierra, los
policías y soldados los encañonaron. Un policía delgado y moreno les
dijo:

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— ¡Manos arriba! ¡Nadie se mueva! Señores representantes del
Estado de Guatemala, ustedes tienen pocos segundos de vida. Todos
van a morir irremisiblemente; luego van a servirnos de alimento a
nosotros y a esta pobre gente hambrienta.

— ¡Un momento!— gritó un diputado—. Ningún insignificante agente


de la policía me habla en ese tono. ¿Es que no sabe usted quiénes
somos?

— ¡Cierre la boca imbécil! Si me vuelve a levantar la voz le corto la


lengua y lo destazo vivo— gritó colérico el policía—. ¡Por supuesto que
sabemos quiénes son ustedes! Son la calaña del país; el cáncer que
carcome la vida de esta nación; un miembro gangrenado y maloliente
que debemos extirpar para salvar la vida de nuestros conciudadanos;
ustedes son linaje de Satanás; lobos con piel de oveja; asesinos,
drogadictos, capos del narcotráfico y el contrabando que se cagan en
sus subalternos y se limpian el culo con la ignorancia de las masas.
Por sus malditos engaños esta gente se muere de hambre; también la
ingenuidad de las personas está pasando la factura. La cuenta es muy
grande y los primeros en ser afectados son los estratos sociales más
vulnerables.

— ¡Oiga señor agente! Este insulto le va a costar el trabajo— reclamó


un ministro.

— Y a usted, la vida, ministro torpe.

— Le ordeno que deje de encañonarnos y nos deje ir. ¿Es que no sabe
usted en que líos se está metiendo? No sólo va a perder el trabajo;
también se va a podrir en la cárcel.

Todos los agentes de la seguridad pública empezaron a reírse de este


necio mequetrefe.

— Mire infeliz ¿es que usted es tan estúpido que no entiende que ya
perdió toda su autoridad? Delante del janano ese puede ser el
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ministro de gobernación; delante de nosotros es un maldito bastardo
al que vamos a dar un boleto gratuito al infierno. Muchachos,
¡quiébrense a este viejo!

Diez disparos resonaron. Las balas se estrellaron en la cabeza y el


abdomen de este funcionario. Los demás representantes del Estado
denotaron unos rostros aterrorizados; la mayoría de ellos empezó a
llorar.

— Entiendan todos ustedes que cuando regresemos a la capital nos


inventaremos cualquier mentira; diremos que nos ordenaron dejarlos
solos mientras se iban a un prostíbulo, y allí las putas los mataron y
los desaparecieron. Pajas no faltarán. ¡Fuera con el gobierno de este
matriarcado! ¡Viva la libertad y muera la democracia!

Una lluvia de balas se escuchó por unos minutos. Los cadáveres de los
altos funcionarios y diputados yacían en el suelo boca arriba. Aquellos
que todavía respiraban fueron rematados con el tiro de gracia. Las
mujeres se apresuraron a arrancarles la piel con cuchillos afilados;
sacaban gruesos trozos de carne y las cortaban en filetes más
delgados. Lo más repugnante era observar cuando le sacaban las
entrañas.

La gente estaba feliz y, al compás de aires populares que


acompañaba una marimba, encendió una gran cantidad de parrillas y
estufas improvisadas donde ponía la carne y las grandes ollas para
hacer chicharrones.

Mientras el olor de la carne asada se esparcía en el ambiente, no pude


soportar más y me desagüé. Apenas estaba recuperándome y un
buen aldeano me trajo un plato con carne asada y unas cuantas
carnitas.

— Gracias compa— le dije—, pero fíjese que ahorita no tengo hambre.

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— ¡No sea delicado!— me reprendió Alirio—. Coma porque si no lo
hace seguro que se muere. Mire como está de desnutrido. Déjese de
tonterías y coma por su salud.

No me quedaba más remedio, por lo que me dispuse a comer esa


carne inmunda. No obstante, sin saber cómo, cambié de ambiente.
Ahora ya no estaba en Piedras Negras; me encontraba en un gran
salón lleno de gente. Estaba en la sede la Organización de las
Naciones Unidas. Muchas personas estaban reunidas y escuchaban a
un conferencista que disertaba sobre la desnutrición, la hambruna, el
hambre y las diversas estrategias para erradicarlas.

Había políticos de todo el mundo, funcionarios de la OMS, PMA,


UNESCO, BM, BID, CICIG, en otras palabras la élite del planeta Tierra.
Todos demostraban una gran preocupación, no por los que se morían
de hambre sino por las grandes dificultades que se les venían encima.
Ese lastre internacional temblaba en sus cimientos.

Cuando el expositor había terminado el punto sobre un alimento


maravilloso (según él) compuesto de soya y otros aditamentos
nutricionales importantes, pidió opiniones al respecto. Alguien entre
el masivo auditorio dijo:
—Ustedes creen que con este alimento se van a solucionar las graves
e irreversibles consecuencias de la desnutrición, la hambruna y el
hambre. No sean ingenuos. ¿La naturaleza misma no les ha enseñado
que nadie puede vivir dignamente sólo comiendo trigo o sólo carne o
sólo soya? Para una buena nutrición son necesarias todas las fuentes
de vitaminas y minerales que encontramos en las hortalizas, las
frutas, los diversos tipos de carne, los granos, etc.; jamás van a
encontrar todos los micronutrientes en un solo alimento. Sin embargo,
su maldito egoísmo ha traído como consecuencia esta crisis mundial.
¿Por qué siempre piensan en dar soluciones mediocres a los grandes
problemas? ¿Por qué a los problemas de la gente pobre ustedes dan
las soluciones menos costosas cuando a los problemas de la gente
rica dan las soluciones más caras sin necesidad de ello? Estoy
convencido de que si de la basura pudiera obtenerse comida ustedes
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no dudarían en repartir tal alimento a los hambrientos. ¿Por qué en
vez de estos lujosos bufetes pletóricos de exquisiteces y excelentes
vinos no se hartan de los alimentos que les dan a los pobres? No
aguantarían comiendo eso ni dos días seguidos. Ustedes ni siquiera
saben lo que es abstenerse de un tiempo de comida y si eso les
sucediera se desmayarían por el hambre. Es por eso que la gente ha
recurrido al canibalismo, porque en la carne humana ha encontrado
los requerimientos nutricionales que nunca encontraría en una parca
provisión de víveres.

»Hoy día se inventan un montón de complementos nutricionales


extraídos de la soya, el trigo y otros cereales, los cuales pueden ser
efectivos en algún momento, y por su bajo costo ustedes los
distribuyen masivamente con proyectos sobrevalorados, por no decir
corruptos. Sí, eso es lo que ustedes son, un conglomerado mundial de
corruptos que impone sus estúpidas ideas de democracia a los países
en vías de desarrollo, y luego, para llevarlas a cabo, les hacen jugosos
préstamos a sus gobiernos, para después enriquecerse con tales
deudas pagadas por los habitantes de esas infaustas naciones.
Desgraciadamente la idea de la democracia es bien vista por las
masas ignorantes que no entienden que el poder nunca se hizo para
el pueblo, pues éste siempre ha sido ejercido por una élite, y así será
siempre. El poder no es para los ignorantes, no es para el pueblo, no
es para las masas.

» ¡Generación de víboras! ¡Hipócritas hijos del diablo! La tierra se ha


vuelto de bronce y ya no produce nada. Cualquier tipo de carne está
fuera del alcance de los grandes sectores de la población. Este es el
juicio que ha venido a esta tierra a causa del engaño que ha
sojuzgado este mundo desde que los hombres lo han gobernado.
Algún economista dijo en un periódico que la pobreza es la condición
natural del hombre, pero irónicamente eso no se cumplió en él y la
riqueza fue su condición natural. Asimismo la mayoría de ustedes
nacieron bajo los auspicios del cuerno de la abundancia y otros los
encontraron en estas diabólicas instituciones repletas de malditos

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adeptos egocéntricos. Pero el fin de la ONU y todas sus ramificaciones
ha llegado. ¡Ha caído la gran Babilonia! ¡Arrepiéntanse!

Todos empezaron a maldecir al hombre que había tomado la palabra;


algunas voces enfurecidas pedían a gritos a los guardias que lo
arrestaran, pero éste había desaparecido sin explicación alguna. En
eso, un fuerte temblor derrumbó el edificio de la ONU, y un gran
ejército de hambrientos apiñados afuera aprovechó la ocasión para
rematar a los heridos y extraer su carne que devoraba allí mismo.

Algún chapín estaba comiéndose a Ban Ki- moon, el secretario general


de la ONU, y dijo a un paisano suyo:
— ¡Estos chinos tienen la soya hasta en el pellejo!

— No, vos. Ese no es chino; es coreano.

— Coreano o chino es la misma mica. Pasame un limón; quizás con


eso se le quita ese sabor tan fuerte a esta carne. Bien dicen que uno
es lo que come.

Desperté y corrí al baño a vomitar. Estaba abrumado por esa


pesadilla. Mi mujer ya se había retirado a su trabajo pero dejó
encendida la televisión, quizás para que yo despertara. Lo raro es
que me había quedado dormido en el sofá, algo que nunca había
hecho. Sin duda, me quedé dormido mientras leía el periódico del día
anterior cuyo titular decía: “El mundo llega mil veinte millones de
seres con hambre”. Mientras la sorpresa se apoderaba de mí, se
anunciaba uno de los titulares del telenoticiario: “El hambre se agrava
en Guatemala. Más casos de desnutrición y hambre en el corredor
seco”.

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