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La mujer que se enamoró de un amnésico

Werner Deichmann Juan


wdeichmann@wp.pl

Toc, toc,
Alguien llamó a la puerta de la oficina del doctor Pedro Martínez de Valborg.
Adelante.
Ante él se presentó una chica de unos veinte años, de aspecto agradable, alta, pelo
castaño, largo y ojos grandes, muy expresivos. Podría haber sido hermosa de no ser por el
peso de la timidez que la obligaba a andar ligeramente encorvada. Pedro pudo reconocer,
por la delicadeza de sus largos dedos y por la agilidad con la que jugueteaba con la
carpeta que sostenía, pegada a su pecho, que se trataba de la profesora de piano.
- Por favor, siéntese, dijo señalándole una silla al otro lado de la mesa.
- Si, ehm, soy la profesora de piano.
- Lo suponía. Se llama usted Ana, ¿Verdad?, dijo mostrándole su más amplia
sonrisa.
Aquella simple expresión de su cara era capaz de romper cualquier hielo en una
conversación y de convertir el ambiente más tenso en un remanso de tranquilidad. La
chica le devolvió, inconscientemente, la sonrisa.
- Si, Ana Valladares.
El doctor Martínez de Valborg tenía treinta años más que ella. Su simpatía y su
extraordinaria inteligencia le habían valido un lugar en la mejor de las instituciones
psiquiátricas del país.
- Me consta que se presentó usted voluntaria para participar en los programas
terapéuticos de este hospital.
- Si, así es. Llevo ya casi un año ayudando a las hermanas Clarisas, todas hablan
muy bien de usted, se le considera una eminencia. Estoy muy honrada de que me
haya llamado.
- Y, por lo que sé, es usted una mujer muy entregada e inteligente.
- Hago lo que puedo por ayudar, dijo bajando los ojos.
- Comprenderá que si le he hecho venir es para proponerle un trabajo
excepcionalmente difícil a la vez que importante.
- Me lo imaginaba y estoy ansiosa por saber que tiene que proponerme.
- Lo que le voy a pedir es que se implique personalmente en un caso particular, en
un paciente mío que sufre un síndrome neurológico muy particular.
Ana se revolvió en su asiento. Aquello si era diferente a todo lo que había hecho hasta
entonces. Involucrarse emocionalmente era peligroso, muy peligroso. Muchos de los
pacientes del hospital eran personas que habían sufrido tumores, accidentes o derrames
cerebrales que trastornaron de formas, a veces, horriblemente dramáticas sus vidas. Una
cosa era cantar canciones con un grupo de enfermos y otra muy diferente entablar
relaciones con ellos.
- Ya veo que se da usted cuenta del riesgo que podría conllevar su trabajo si lo
acepta.
- No tema doctor, le escucharé y decidiré si aceptar o no.
- Muy razonable, muy razonable. Dígame, ¿ha oído usted hablar del síndrome de
Korsakov?

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- Pues no, la verdad.
- Ya, es un síndrome bastante raro. Se lo explicaré. Una persona con este síndrome
es incapaz de formar recuerdos nuevos. Generalmente estas personas recuerdan
perfectamente quienes eran y a los que les rodeaban, hasta una cierta época del
pasado, a partir de ahí es como si su vidas se congelaran en un momento concreto
y nunca son conscientes de envejecer ni comprenden porqué sus familiares han
cambiado de aspecto en lo que ellos piensan que ha sido de un día a otro.
- ¿Quiere usted decir que desde el momento en el que sufren la enfermedad o el
accidente que causó el síndrome, el tiempo deja de avanzar para ellos?
- No de todo. Desgraciadamente, cuando aparecen los síntomas se hace evidente
que en la memoria del enfermo se han borrado varios años, puede incluso llegar a
tratarse de décadas.
- Me quiere usted decir que un padre de familia podría olvidar haberse casado,
tenido hijos, su trabajo..
- Exacto, su memoria queda congelada en un momento del pasado que puede ser
bastante remoto.
- ¡Qué triste!
- Si, es desolador. Y, créame, lo peor no lo pasa la persona enferma sino sus
familiares más cercanos.
- Me imagino. Pero, ¿cómo podría yo ayudar a alguien con ese síndrome?
- Generalmente los pacientes con síndrome de Korsakov retienen lo que ocurre en
su memoria por unos minutos, en casos extremadamente graves no son capaces de
recordar nada más de unos segundos. Parece muy dramático pero, en realidad, es
mejor así porque no les da tiempo a darse cuenta de su situación y, si lo hacen, no
son capaces de reflexionar sobre ello. El caso del que quiero que se ocupe es
único. Se trata de un varón de treinta y tres años que sufre una variante del
síndrome a la que he llamado Korsakov-marmota.
- Es un nombre bastante extraño y, si me permite que se lo diga, es incluso
chocante.
- Lo se, hubiera sido más científico ponerle mi nombre aunque marmota me parece
más adecuado. Le explicaré por que. ¿Conoce usted la película Atrapado en el
tiempo?
- Se refiere usted a aquella del día de la marmota.
- Exacto. Aquella en la que un meteorólogo viaja hasta un pueblecito de
Pennsylvania y se despierta un día tras otro en el mismo día.
- Claro era una película divertidísima, “La gran pregunta en sus agrietados labios
es, ¿Creen que Phil saldrá y verá su sombra?” y muy romántica.
- Lo que le voy a contar no tiene nada de divertido ni romántico.
Ana se irguió en su asiento. Era como si le hubiese reprimido su profesor por hablar en
clase.
- El paciente se llama Daniel Morales Valdés, se le extirpó un tumor el año pasado
en la zona límbica del cerebro cercana al hipocampo y desde entonces piensa que
tiene diecinueve años, que estudia arquitectura en la universidad y que lo mejor de
la vida son las chicas, salir con sus amigos, bailar y beber. Su caso es único y
especialmente extraño porque se comporta de una manera coherente y almacena
sus recuerdos con normalidad durante horas, y eso le permite seguir el hilo de los

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acontecimientos de un día aunque por la tarde apenes recuerde lo que ha ocurrido
por la mañana. Hay días en que llega a atar cabos y darse cuenta de la situación en
la que se encuentra y eso le aboca, inexorablemente a una depresión profunda.
Hemos llegado a temer por su vida. Sin embargo, al despertarse por la mañana el
día anterior ha desaparecido por completo. Cuando se despierta vuelve a empezar
en el mismo día de siempre.
- Es cómo si viviese el día de la marmota sin saberlo.
- Así es, sólo que en la película Phil Connors, el meteorólogo veía pasar el tiempo
mientras los demás se despertaban en el mismo día, una y otra vez. En este caso
es Daniel el que se despierta en el mismo día mientras para el resto sigue pasando
el tiempo. Como el protagonista me gustaría que le diera usted clases de piano a
diario.
- ¿Tódos los días?
- Si, todos. Cada día puede terminar con su suicidio si no hacemos algo. Si aprende
a tocar el piano yo creo que la música podría desviar su atención hacia la música
y, seguro que enriquecería su vida.
- Pero, Es absurdo. Tendré que repetir la misma clase un día tras otro y él siempre
lo olvidará todo.
- En eso se equivoca. Puede que le resulte difícil de creer, pero los que sufren de
este síndrome aunque no son capaces de recordar nada si pueden aprender nuevas
habilidades. Antes de su enfermedad, Daniel había estudiado solfeo, justo había
comenzado a tomar clases de piano cuando se le descubrió el tumor. La música
era su gran pasión. Por desgracia no guarda ningún recuerdo de sus estudios de
música pero estoy seguro de que conserva las habilidades que adquirió y ya he
comprobado que sabe leer una partitura.
- Bastante chocante si que es, pero si usted lo dice. Por lo menos no parece que
vaya a ser un trabajo tan complicado. ¿Tiene ya el piano preparado?
- Si, claro, el mismo que ha estado usando hasta ahora.
- Pero, ¿y los otros pacientes?, ¿Qué pasará con la terapia musical?
- Venga, Ana, Sabe usted perfectamente que para eso bastará con ponerles música
en un equipo de alta fidelidad.
Ana podría haber rechazado el trabajo que el doctor le proponía. Como voluntaria nadie
le podía dar órdenes. Se suponía que lo hacía por amor al prójimo, y así era. Sin embargo
le parecía evidente que el doctor había puesto demasiadas esperanzas en aquel proyecto.
Seguro que se trataba de una eminencia en neurología pero había perdido la chaveta. El
hombre estaba tan entusiasmado que de rechazar su propuesta seguro que le hubiera dado
un disgusto y, por eso, aceptó con resignación.
- Bravo, muy bien. Pues si no le importa le presentaré ahora mismo a Daniel.
- De acuerdo.
Mientras iban por el pasillo a Ana le asaltó una idea preocupante.
- Doctor
- Dígamé.
- Si ese tal, ehm.
- ¿Daniel?
- Si, Daniel. Si no va a recordarme mañana, ¿para qué me lo quiere presentar?
- Ja, ja, ja. Que aguda eres jovencita. Entra, dijo abriendo la puerta.

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- Ah, veo que el piano ya está aquí.
- Buenos días Daniel, dijo el doctor.
- Ah, buenos días doctor. Dígame, que hago en este hospital, ¿he sufrido un
accidente?.
- Si, amigo, pero no es grave, se ha caído usted en la ducha. Ha sufrido, tan sólo,
una conmoción cerebral. Sus compañeros de piso le han traído. Le tendremos hoy
en observación unos días. Mañana por la mañana vendrán sus familiares a verle.
- Vaya, y ¿qué puedo hacer aquí mientras tanto?.
- Le puedo proponer que tome clases de piano.
Daniel era un hombre de aspecto juvenil y despreocupado, lo que seguramente reflejaba
como se veía a si mismo. Era alto, guapo, tenía una media melena bien cuidada y podría
ser atlético si ejercitara sus músculos. Era bastante diferente a la mayoría de los pacientes
del hospital, casi todos viejos que habían sufrido una embolia o derrame o hombres y
mujeres destrozados por el alcohol o los accidentes. Este parecía elocuente, agradable y
daba gusto mirarlo. Seguramente no aprendería nada pero, al menos no se sentiría tan
deprimida.
- Esta, dijo el doctor, es Ana Valladares, es enfermera y profesora de piano. Se
encargará de darle clases durante estos días.
- No puedo creerlo, dijo Daniel, llevo semanas pensando en ello. Había decidido
comenzar a estudiar música cuando me saque la carrera pero me brinda usted una
oportunidad de oro. ¡Qué hospital más bueno!, incluso le dan clases de piano a
uno.
- Ya ve, ¿Entonces le interesa?
- Claro, si hasta tengo ya el piano instalado.
Cuando Ana se sentó a su lado ante el piano Daniel se quedó maravillado de lo bien que
explicaba como interpretar el pentagrama. Le parecía mágico aprender lo que
significaban todos aquellos dibujos y líneas y lo rápidamente que cobraban sentido, en un
espacio de tiempo imposible.
Era evidente que no había olvidado las bases del solfeo, como ya había dicho el doctor.
Pero en cuanto a tocar el piano, no consiguió más que recordarle la forma correcta de
tocar las teclas y esbozar las más rudimentarias escalas.
Al día siguiente el doctor acudió con Ana a la habitación de Daniel y repitió, exactamente
la misma presentación del día anterior, con las explicaciones sobre el porqué de su
estancia idénticas palabra por palabra y gesto por gesto.
Pasó un día, otro, y otro, una semana y el doctor le pidió que entrara ella sola, que se
presentara como doctora y profesora de piano y que le hiciera ella misma toda la comedia
que ya conocía.
Ana seguía sin creer que aquellas clases sirvieran para nada pero, era cierto que a Daniel
le encantaba la música y que la impresión que se llevaba cada mañana al ver que
comprendía el contenido del pentagrama y de que, sin haber tocado un piano jamás era
capaz en unas horas de hacer escalas le imbuía unas esperazas fantásticas. Se veía dando
conciertos en menos de un año. Haciendo giras por el mundo y grabando discos con las
orquestas más importantes.
Pasó un mes y dos. Daniel seguía aprendiendo. El doctor de Valborg había estado en lo
cierto, a pesar de la profunda amnesia Daniel podía retener las habilidades que adquiría y,

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cada día tocaba un poco mejor. Cada día su sorpresa era un poco mayor y Ana se
contagiaba de su entusiasmo.
Ana no había querido implicarse emocionalmente pero las sensaciones que Daniel
experimentaba al tocar el piano eran sublimes. Se quedaba absorto, miraba incrédulo a
sus dedos, saltaba de alegría al pasar una página de la partitura, todo aquello estaba,
realmente dando un sentido a la vida de Daniel y era imposible para Ana no sentir que era
ella la que estaba operando el milagro.
Cada vez se sentía más absorbida por su trabajo. Iba a la universidad, volvía a casa, daba
algunas clases particulares de piano, en resumidas cuentas, continuaba con su vida
normal, pero todo era, tan solo un paréntesis, un descanso entre sesión y sesión.
Las horas que pasaba con Daniel la dejaban, emocionalmente agotada, confundida, presa
de la euforia y la tristeza. El entusiasmo con el que veía sus progresos y la felicidad que
ello le daba, se mezclaban con la desesperación que sentía porque él nunca sabría que era
ella quién lo hacía posible, porque cada mañana era una desconocida para él. A aquella
tormenta de emociones le seguía la apatía del resto del día. Sin embargo y, a pesar de que
constantemente maldecía el día que aceptó aquel trabajo no hacía más que soñar con el
siguiente encuentro.
Cada día era único. Ana entraba por la mañana y se presentaba como doctora y profesora
de piano, le explicaba el falso porqué de su estancia allí y le proponía unas clases, él
aceptaba y de nuevo el día se llenaba de magia, en principio sutilmente, pero a medida
que Daniel aprendía, comenzaba a sospechar que aquella chica era demasiado joven para
ser doctora, que, aquel conocimiento sobre música no podía haberlo adquirido en tan
poco tiempo, que en realidad se trataba de una maga o una bruja.
El día en que pudo tocar Para Elisa de Beethoven la sospecha se hizo intolerable.
- Dime la verdad, le dijo levantando las manos del teclado. Tu eres una bruja,
¿verdad?
Ana se quedó estupefacta. No había imaginado que él pudiera creer algo así.
- No me importa, si lo eres me has hecho un encantamiento maravilloso.
- Bueno si. Lo confieso. Pero no se lo digas a nadie, ¿vale?, ellos creen que soy
doctora en medicina pero la verdad es que a ellos también les he hechizado.
- ¿También?, ¿para qué?
Qué podía decir, no sabía como salir del paso. Dijera lo que dijera iba a ser algo estúpido.
Pero, pensó, ¡Qué diablos!, mañana no recordará nada y para cuando vuelva a pensar que
soy una bruja ya se me habrá ocurrido que contestarle.
- Para estar contigo.
- De verdad.
- Si, eres un chico muy guapo y quería pasar estos días contigo
Era pueril, pero lo mismo daba. Con Daniel podía estar segura de que meter la pata no
tendría consecuencias. Eso era lo que pensaba pero se equivocó. Daniel puso ambas
manos sobre sus mejillas, delicadamente atrajo su cara hacia él y la besó en los labios,
muy dulcemente.
Ana se dejó llevar por aquella agradable sensación, realmente llevaba tiempo deseándolo,
sus manos le acariciaban el cuello, las dos lenguas se encontraron y se saborearon. El
calor y la humedad del beso la hicieron sentir que flotaba en el aire.
Cuando él apartó la cara sonriendo Ana se dio cuenta de la estupidez que había cometido
y salió de allí corriendo. Daniel no la siguió, después de todo era un seductor de

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diecinueve años. Seguro que por entonces tenía todas las chicas que quería, pensó
mientras corría hacia la salida del pasillo. Tenía que calmarse, se sentía terriblemente
culpable y, al mismo tiempo no dejaba de sentir el calor del beso en sus labios, la
contradicción era una tortura deliciosa.
Una vez atravesada la puerta hizo lo posible por comportarse con naturalidad. Nadie,
sobre todo las hermanas Clarisas, debía darse cuenta de que era lo que había pasado.
Aquella noche no pegó ojo, se dijo a si misma que lo iba a dejar, tomó la firme resolución
de ir a hablar con el doctor Martínez de Valborg y presentarle su renuncia, es más, iba a
renunciar a su trabajo como voluntaria. No quería encontrarse por casualidad por el
pasillo con Daniel, no quería que la volvieran a asaltar aquellas emociones. Necesitaba
tener una vida normal, relaciones normales, encontrar un novio y salir más con sus
amigas.
Al día siguiente, como siempre se presentó a Daniel y le dio otra clase de piano. Cuando
él le comentó lo extraño que le parecía saber tocarlo sin haber estudiado antes Ana le dijo
que estaba experimentando con un método revolucionario de enseñanza basado en
aparatos que apuntaban directamente a su cerebro desde fuera de la habitación. Una
historia de ciencia ficción absolutamente burda e inverosímil para cualquiera, cualquiera
que no fuera Daniel, quién, no podía encontrar explicación más lógica a su repentina
adquisición de habilidades musicales.
Pasaron semanas en las que Ana volvió a seguir la rutina normal con la variación de la
nueva justificación para el rápido aprendizaje. Todo aquel tiempo el recuerdo del beso
volvía una y otra vez, sin descanso, acicateando su deseo hacia él.
Un día ya no pudo más. Cuando, por enésima vez le hizo la pregunta que hacía casi nada
más empezar a teclear las primeras notas ella contestó.
- La verdad es que no soy doctora.
- ¿No?, entonces quién eres, y ¿por qué llevas esa bata blanca?
- La llevo para disimular y, lo que soy es una bruja, una bruja buena.
Daniel se puso en pié y se apartó de la butaca.
- ¿Me tomas el pelo?
- No, puedo demostrártelo.
- Es absurdo, estás loca. Quiero que te vayas de aquí inmediatamente. ¡Qué
diablos!, soy yo quien se va a ir y ahora mismo.
- No, espera,
- ¿A qué?, a que digas más cosas absurdas, ¿Por qué estoy aquí?, Yo no estoy
enfermo, ¿Qué es eso de que eres una bruja?
- No, no, no te vayas, lo digo en serio.
- Vale, de acuerdo, como piensas demostrármelo.
Ana había planeado aquel momento con antelación. Era lo mejor que se le había podido
ocurrir, quizá fuera estúpido, casi infantil, pero ella era una chica tímida y sólo la pasión
que sentía hacia Daniel la guiaba, sin embargo no se había imaginado que fuera a
reaccionar tan violentamente, ¿qué pasaría si seguía adelante con su plan?, el siguiente
paso era todavía más arriesgado. Pero no había vuelta atrás. Reunió fuerzas y dijo:
- Si me haces el amor haré de ti un gran músico, un concertista de piano.
Daniel quedó estupefacto. Casi se cayó de la impresión. Podría haber sido cómico verlo
con la boca abierta y los ojos como platos pero Ana no lo veía así, en aquel momento se
le ocurrió que aquel chico de diecinueve años, quizás se viera intimidado por un avance

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sexual tan atrevido y echara a correr, si lo hacía y decía lo que había pasado sería una
catástrofe.
- ¡Caray!, dijo el chico. Es increíble. Nunca en la vida creí que algo así pudiera
ocurrirme a mi.
- ¿Entonces, no vas a salir corriendo?
- ¿Salir corriendo dices?. No hombre no. Déjame que me haga a la idea, es que así
de sopetón.
Ana comprendió entonces que él iba a seguirle el juego. Se sintió más relajada y dejó que
él se le acercase.
Aquella noche durmió como una piedra.
Al día siguiente se presentó de nuevo, como siempre empezó con la comedia de ser una
doctora, profesora de piano y todo lo ya conocido, hasta que la monja que la acompañaba
se fue, cerrando la puerta tras ellos.
- Y ahora, dijo ella, una sorpresa.
- ¿Si?, ¿Otra?, ¡Que pasada!,
- Si. Soy una bruja.
- ¿Qué?.
Lo que Daniel veía en aquel momento era una chica a quién no conocía de nada, bastante
guapa, mostrándole una sonrisa de oreja a oreja y mirándole con los ojos desorbitados en
lo que no acababa de decidir si era excitación, miedo o simplemente locura. Una chica
que, presentándosele primero como doctora y luego como bruja lo había dejado
desconcertado, pero ni de lejos preparado para lo que ella le dijo a continuación.
- Y si me haces el amor, dijo mientras dejaba caer el abrigo, bajo el cual no llevaba
ropa alguna, te haré un hechizo que te encantará.
Pasaron días, semanas, meses desde aquella primera vez que hicieron el amor. Nadie en
el hospital parecía darse cuenta de lo que ocurría en aquella habitación. Daniel hacía
grandes progresos y el doctor Pedro Martínez estaba entusiasmado. Ana había probado
cientos de variaciones de su acercamiento inicial. Unas veces más imaginativas, otras
más directas. Cada día era el mismo para Daniel, pero cada día era diferente para los dos.
Siempre hacían el amor y siempre era la música la que acababa galvanizándolo todo,
amalgamando la mezcla de sentimientos de euforia y excitación sexual. Los dedos de
Daniel descubrían su cuerpo y a Chopin, sus manos acariciaban su piel, sus senos, sus
mejillas y de ellas fluían las notas que Debussy escribió para alguien como él más de un
siglo atrás.
Era un extraño idilio. No había nada que pudiera irles mal como pareja dado que, cada
día era el primero y el último. Al principio pensó que su amnesia podía, incluso tener la
ventaja de que si un día decidía dejarlo, él no iba a sufrir por ello. No tenía ni que
preocuparse por romper, pero con el tiempo fue aquello, lo que más le pesaba. Se le
comenzó a hacer insoportable aquella provisionalidad. Tener que seducirle a diario
comenzaba a ser aburrido.
Un buen día se limitó a darle clases sin más, sin trucos de magia, ni amor, sólo clases de
piano. Cuando volvió a casa lloró toda la noche. A aquél día le siguió otro igual y por la
noche lloró menos. De esa manera su pasión por Daniel comenzó a enfriarse aunque, sin
saberlo ella le había ocurrido algo muy alejado de sus planes. Se había enamorado de él.
No quería hacer el amor con él, no quería estar con él ni pensar en él pero seguía
acudiendo sin falta a su cita diaria.

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Llegó la primavera. Un precioso día de mayo, mientras estaban sentados ante el piano,
ella estaba explicándole el significado de las notas en el pentagrama pero él no podía
prestarle atención. Era algo inaudito.
- ¿Qué te pasa?. Hoy te encuentro distraído.
- ¿Hoy?, ¿Qué quiere decir hoy?
- Ah, si, que cabeza la mía, es que tengo otros estudiantes y por un momento me he
confundido. Esto, quería decir si es que no te interesa la clase.
- Si, mucho, vaya, me debería interesar pero me cuesta concentrarme.
- ¿Porqué?, ¿Algún problema?
Daniel perspiraba copiosamente, hacía calor, pero no como para que sudara de aquella
manera, estaba visiblemente nervioso.
- No se lo que me pasa, me siento extraño.
- ¿Quieres que llame al doctor?
- Tu eres doctora.
- Ya, quiero decir…
Daniel no le dejó terminar. Llevaba una falda muy corta bajo la bata que había abierto
para sentarse y comprendió por que estaba tan nervioso cuando una mano de Daniel se
posó sobre su muslo, y comenzó a deslizarla hasta llegar casi a la altura de la ingle.
Ana apartó la pierna y él se levantó de un salto hacia atrás, como impulsado por un
resorte. Aterrado se retiró hasta quedarse pegado a la ventana.
- Lo siento, dijo avergonzado, no se por qué lo he hecho.
- No te preocupes, yo si.
- ¿Es por los aparatos que me deben ayudar a aprender música?.
- No, no es eso, en realidad esos aparatos no existen, me los he inventado yo.
Ana le contó toda la verdad sobre su amnesia, su verdadera edad, la familia que había
dejado tras de si, la desolación que había producido en su mujer e hijos el no ser
reconocidos ni remotamente recordados por él.
Las revelaciones eran como golpes mortales que ella le diera para vengarse, por no
recordarla, por olvidar todo el amor y pasión que ella había volcado en él. Por no
corresponderla.
Pero ella misma no podía permanecer impasible ante el efecto devastador que producían
sus propias palabras, pronto se sintió herida por la culpabilidad y contagiada por el dolor,
entonces le explicó cómo la música había dado llenado de felicidad sus días y cómo ella
no había podido evitar enamorarse de él. Le dijo todo lo que habían vivido juntos y lo
ayudó a sentarse ante el piano de nuevo.
- Y, ahora, preguntó él, ¿qué es lo que quieres que haga?.
Estaba terriblemente abatido. Sólo había una cosa que pudiera devolverle la vida.
- Toca, toca esa partitura que tienes ante ti. No te preocupes, sabrás hacerlo.
Era el canon de Pachebel, en la versión de George Winston. El sonido los transportó a
ambos, los elevó a un universo que sólo la belleza cristalina de aquellas notas podía crear.
Se sintieron arrastrados por una marea de emociones y cuando Daniel terminó de
interpretar la partitura se produjo un silencio de una clama infinita.
- Gracias, dijo él. Seguro que has deseado más de una vez que un momento durara
para siempre.
- Más de un momento contigo ha sido así, si.

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- Y, gracias a mi amnesia has podido repetir momentos, que, por lo que me has
contado y, por lo que de hecho siento, han sido maravillosos.
- Si, dijo ella sonriendo, gracias a tu amnesia he podido repetirlos, aunque nunca
eran tan intensos como la primera vez pero he vivido muchas primeras veces
contigo.
- Eso es porque tu conservas tus recuerdos, pero fíjate. Por lo que dices, llevo
repitiendo la misma experiencia maravillosa, todos los días desde hace casi un
año.
- Y, para ti, siempre es la primera vez.
- Aunque no recuerde nada mañana, lo que me has dado es un don más maravilloso.
Algo que muchos han deseado tener pero ha sido siempre inalcanzable. Me has
dado la posibilidad de hacer eterno un momento sublime, de repetirlo, con la
misma intensidad una y otra vez durante todos los años que me queden de vida.

Cuando Ana salió de allí Daniel seguía tocando, absorto, como poseso por la música
escrita en las partituras colocadas en el atril del piano. Al pasar por el salón de recreo, de
camino hacia la salida del hospital una de las hermanas le advirtió que el doctor Pedro
Martínez le estaba esperando en su despacho.

- Señorita Valladares, han llegado hasta mi una queja de las hermanas Clarisas.
- No comprendo, nunca he hecho nada que pudiera molestarlas.
- Las hermanas piensan que su relación con el paciente Daniel se está convirtiendo
en algo personal y temen que pueda ocurrir algo inadecuado entre ustedes.
- Pero, ¿Qué más les dará a ellas?. Si tratan a todos los enfermos como si fuesen
idiotas. Además usted mismo me pidió que me involucrara personalmente en este
trabajo.
- Yo estoy de acuerdo, señorita Valladares pero esto es una institución religiosa. De
todas formas la queja no es formal. No se ha abierto un expediente ni nada por el
estilo. Yo, simplemente le aconsejo que sea cautelosa, que no hable del paciente
con tanto entusiasmo cuando le pregunten, que muestre cierta indiferencia.
- No hay problema, daré la imagen más profesional que se puede dar.
La conversación con Daniel ya le había dejado pocas dudas sobre el poco sentido que
tenía continuar con su efímera relación de casi un año. El encuentro con el doctor
Martinez de Valborg no dejaba lugar a dudas sobre lo que debía de hacer. Decidió volver
a la habitación de Daniel. Cuando entró seguía tocando pero ya no absorto, como antes.
Tocaba llorando, con furia, como si aporreando el piano fuese a acallar su propia mente.
Era inútil.
- Quiero hacer el amor contigo por última vez, dijo Ana.
Cuando salió de allí pudo percibir la mirada despectiva de las hermanas Clarisas, ellas,
tan puritanas, tan entregadas a Dios, no iban a permitir que entre ellas hubiese lugar para
el amor. Y a él no lo iban a dejar salir del lugar, estaba irremediablemente enfermo.
Cuando llegó a casa sus compañeras de piso le hicieron notar en tono jocoso el hecho de
que se hubiera puesto la falda al revés.
Ana comprendió entonces las miradas de las hermanas. Les había confirmado sus
sospechas.

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A la mañana siguiente se dirigió al hospital con un propósito firme. Iba a pedir que le
permitieran llevarse a Daniel con él. Ella trabajaría y cuidaría de él. Estaba a punto de
terminar la universidad y ya tenía ofertas de trabajo para elegir.
Entró por el vestíbulo como una exhalación, los guardas de seguridad, por un error
administrativo, no habían sido advertidos de que no se la dejase entrar la vieron pasar
sorprendidos de la vehemencia de su gesto y su ímpetu. Las hermanas que quisieron
salirle al paso, al verla acercarse no se atrevieron. Finalmente alguien llamó al doctor
Pedro Martínez de Valborg.
- Es inútil señorita Valladares, dijo bloqueándole la entrada a la habitación de
Daniel.
- Déjeme pasar. He de verle. Debo hablar con él.
- ¿Para qué?, No se acuerda de usted. ¿Cree que voy a dejarle que le cuente que es
usted doctora y que da clases de piano a pacientes aburridos?
- ¡DEJEME PASAR!, Tengo que verle, él me ama.
- Eso es imposible.
Entonces se abrió la puerta y asomó Daniel.
- ¿Qué ocurre?, ¿Por qué tanto grito?, ¿Quiénes son ustedes?
- Entre, dijo el doctor, se lo explicaré luego.
- ¡DANIEL!, ¡TE QUIERO!, Yo te necesito a ti y tu a mi. Acuérdate de mi, por
favor. ¡Recuérdame!.
- Venga, señorita, es inútil, vámonos.
En aquel instante llegaba la hermana superior y otras tres Clarisas que comenzaron a
rodear a Ana y estirarla para llevársela de allí.
- ¡Por favor!, inténtalo, suplicó Ana.
- ¡DETÉNGANSE!, gritó Daniel, ¡No se la lleven!
Aquello los dejó a todos atónitos. Nadie se esperaba una reacción por su parte.
- ¿Pero qué más le da?, preguntó el doctor, si no la conoce usted de nada.
- No lo sé, no comprendo que es lo que me sucede. Sólo sé que se la quieren
ustedes llevar de aquí y no puedo permitirlo. Ya se que no la conozco, nunca
antes la había visto pero por alguna razón que no puedo imaginar yo amo a esa
chica.
Las hermanas soltaron los brazos de Ana. Durante unos segundos nadie se movió. Ana y
Daniel se miraban como si ambos se acabasen de descubrir el uno al otro y con el
descubrimiento hubiesen comprendido que, sin lugar a dudas, estaban hechos el uno para
el otro.
- Vaya, dijo el doctor Pedro Martínez de Valborg, así que a amar también se puede
aprender. Esto si que es interesante.

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