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Juan Villoro
¿Existe una filosofía en un parque de diversiones? El autor de El testigo (Anagrama) viajó
con toda su familia al país de Mickey Mouse. Ésta es su contribución a la eternidad de Walt
Disney.
¿Por qué las familias van y regresan a ese enclave que cumple con ser distinto
pero no siempre hace sentir bien? En Variatons on a Theme Park, Michael Sorkin
argumenta que el éxito de Disney World depende, en buena medida, de su
deliberada inautenticidad. No puede decepcionar porque no promete ser otra cosa
que una imitación artificial, sin un modelo preciso que le sirva de referencia. "Lo
que se falsifica", comenta Eco, "es nuestro deseo de consumir". En este sentido,
nuestra conducta es más falaz que las honestas simulaciones del parque,
condicionadas por la idea de que la tecnología aporta más dosis de realidad que la
naturaleza.
El ingobernable reino de lo auténtico puede ser decepcionante. Entras a la
jungla en pos de monos araña y después de seis horas no has visto ninguno y ya
fuiste presa de los mosquitos; vas a cazar un crepúsculo a un peñasco arriesgado
y las nubes te tapan la vista; llegas a la playa de las bellezas en tanga, y
encuentras una convención de esperpentos desinhibidos. En un planeta inestable,
Disney World ofrece las virtudes de lo previsible y la superioridad de la imitación:
"Se parece al mundo, pero en mejor", escribe Sorkin.
Disney World es el primer enclave urbano con copyright: su paisaje está
patentado. Aunque vive de la imitación de escenarios y personajes célebres (el
lejano Oeste, el castillo de Ludwig, Pinocho, La guerra de las galaxias), otorga una
nueva significación a la copia. Ahí el Hotel Polynesian cumple el doble propósito
de evocar los palafitos en los que se inspira y ser un edificio de Lego. Estamos en
una segunda realidad: las lianas de plástico evidente demuestran que jugamos a
atravesar la selva. Los parques temáticos de Disney son sitios detrás de la
aventura, no porque ahí se conozcan los trucos de la tramoya, sino porque
ingresamos a un entorno precodificado por los cuentos de hadas, el kindergarten,
la televisión, los estrenos de los últimos sesenta veranos: Goofy nos da un abrazo
de fieltro mientras Indiana Jones se acerca a proximidad ideal para oler su épico
sudor.
La singularidad que encuentran los viajeros es la de constatar, ya dentro del
Reino de la Fantasía, que el lugar sigue siendo imaginario. De ahí la importancia
de los vistosos tornillos de plástico en el palacio de Cenicienta, el ronroneo
mecánico en las piraguas primitivas, la cortesía de las cascadas que caen cuando
ya no pueden salpicarnos, la robótica amabilidad del personal. El mundo se
reproduce con honesto artificio. La misión de los hombres consiste en imitar el
gozo pánico de Porky y compañía. En parajes garantizadamente falsos, sentimos
la perturbadora fascinación de ser ficticios, copias de las copias. Los amantes de
la veracidad pueden bajar los escalones de la Tumba 7 de Monte Albán o
despreciar El caballero del casco dorado, el espléndido óleo que por desgracia no
es de Rembrandt. Disneylandia es el emporio de la mentira: vale la pena describir
sus contrabandos culturales, pero sirve de poco lamentar que las lágrimas de
Blanca Nieves sean de glicerina: su efecto depende de su descarada irrealidad.
Como los parques de atracciones se proponen replegar las calles tristemente
verídicas, la periferia no suele ser tomada en cuenta. La disneificación del espacio
oculta lo que queda fuera, el entorno más allá de la Ciudad Alterna. Pero en forma
oscura, el parque se rodea de una Ciudad Parásita (en sus primeros diez años,
Disneylandia ganó doscientos setenta y tres millones de dólares; y su abusiva
periferia, quinientos cincuenta y cinco millones). Por ello la segunda heterotopia se
propuso absorber en su propio territorio todos los negocios paralelos. Disney
World se alza entre suficientes lagunas y pantanos para estar garantizadamente
aparte. Su tamaño enfatiza la importancia del transporte: el día es una canastilla
que sólo se detiene con los fuegos artificiales de la noche.
La sensación de pertenecer a un ecosistema dominado por los vehículos
comienza en el aeropuerto de Orlando, donde un tren une las dos terminales y los
anuncios prometen que muy pronto nuestros mejores amigos serán de plástico.
De hecho, el aeropuerto ofrece la posibilidad de un juego adicional. Llegamos al
otro sobresalto que nos hizo desafiar el tiempo y el espacio. Para ese momento,
mi familia ya se había convertido en el reparto de una obra teatral. Nos habíamos
representado tanto a nosotros mismos que nos veíamos en tercera persona. Esta
es la última escena de un grupo que ya no distingue entre ser protagonista o
espectador. El día del regreso, el padre se presenta en el mostrador del
aeropuerto, la cabeza decorada por su hijo con las emblemáticas orejas negras. El
encargado de American revisa el boleto y descubre que la familia ha llegado una
hora tarde a la cita. Estamos ante uno de los grandes momentos en la ronda de
las generaciones: papá cometió una pendejada. Ya no hay tiempo para registrar el
equipaje. La familia debe romper un récord paraolímpico, entre carritos de maletas
y monjas con zapatos de Peter Pan.
En el control de metales, se dispara un ruido atronador. Un comando descubre
que el hijo lleva un revólver en la maleta, junto a su cocodrilo de peluche. No
importa que el arma sea una estafa comprada en el galerón donde actúan los
dobles de Indiana Jones: un niño empistolado califica como aeropirata. Hay que
decir adiós a las armas, y correr rumbo al tren sin dejar de gritarle al huérfano de
armamento: "¡En México podemos comprar una AK-47!". Luego viene la carrera
por el túnel de plástico que conduce al avión, el check-in de pánico, el sprint a
empellones hasta los asientos. "¡Lo logramos!", dice el equívoco jerarca de la
tribu. "¡Este juego sí estuvo genial!", comenta el hijo, después de experimentar la
única emoción real que permite Disney World: el inesperado escape. -