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Un cisne inmortal: Anna Pavlova

Por: Patricia Díaz Terés


“Los grandes bailarines no son geniales por su técnica, son geniales por su pasión”.
Martha Graham
Desde tiempos ancestrales, cada cultura, dependiendo de sus peculiaridades y circunstancias, ha
creado danzas que forman parte de su identidad y modo de vida, evolucionando éstas al mismo tiempo que
las sociedades y siendo marcadas por las condiciones del entorno en el cual se desenvuelven.
De este modo, en el terreno custodiado por Terpsícore –musa griega de la danza-, ha sido la
técnica perteneciente al Ballet –palabra que comenzó a utilizarse en las cortes europeas para designar
escenas en las que se combinaban coros, danza, pantomima y mascaradas- una de las más difundidas y
estudiadas durante casi 500 años, prestando algunos de sus elementos a un sinfín de tipos de baile.
Corría el año de 1581 cuando un profesor de danza llamado Fabritio Caroso Da Sarmoneta
presentó un libro titulado Il Balarino, en el cual expuso varias reglas con las cuales se establecía un
esquema para la danza; asimismo, auspiciado por la soberana francesa Catalina de Médicis, aparece l
obra Circe – también conocido como Ballet Cómico de la Reina-, compuesto por Baltasar Beaujoyeux y
que fue presentado en el Palacio de Louvre en París.
En esta primera obra –con cinco horas de duración- se logró por primera vez ensamblar la música,
la escenografía y el argumento con la danza, para dar la idea de un todo unificado.
Tiempo después durante la segunda mitad del siglo XVII (1661), Luis XIV también conocido como
el Rey Sol fundó en capital gala la Academie Nationale de Danse, en la cual surgieron las bases que se
utilizan aún hoy en día en la ejecución de la danza clásica –siendo algunas de las más importantes las cinco
primeras posiciones-. Dos décadas después, el ballet emigró de los soberbios salones alojados en los
palacios, a los teatros sobre cuyos escenarios se presentaban los bailarines profesionales.
Así, los movimientos y posiciones fueron evolucionando a lo largo y ancho de Europa,
perfeccionándose particularmente en Francia y Rusia, combinándose ambos estilos cuando Charles
Didelot llegó a San Petersburgo procedente de París en 1801.
Y es de esta manera como en 1890 el maestro coreógrafo Marius Petipa creó para la composición
de Pyotr Tchaikovsky, La Bella Durmiente, los movimientos que inspirarían a la más famosa prima
ballerina de todos los tiempos, Anna Pavlova.
Nacida prematuramente en un frío enero de 1882 en la ciudad de San Petersburgo y en una familia
de limitados recursos económicos, la pequeña Anna tuvo una infancia durante la cual su salud se vio
afectada por varios padecimientos, circunstancia que obligó a su madre a enviarla a vivir con su abuela en
el campo de Ligovo. En este nuevo hogar, fue donde la niña conoció ese amor por la naturaleza que
reflejaría con tanta frecuencia en sus actuaciones.
Huérfana de padre desde los dos años, Pavlova siempre sintió el amor familiar. Procurada
tiernamente por su progenitora, ésta decidió un día proporcionar a la chiquilla de escasos ocho años de
edad una nueva experiencia, para lo cual la llevó a ver una función de ballet; en el mismo instante en que
Anna posó sus ojos sobre los bailarines, supo que su destino era conquistar los escenarios.
Y así con gran esfuerzo logró entrar en la Escuela Imperial de Danza de San Petersburgo, en donde
durante siete años luchó contra su frágil constitución, sometiéndose al estricto régimen que le permitiría
pisar las tablas del teatro Mariinsky para realizar sus primeras incursiones en las compañías de ballet.
Sin embargo, el talento es algo que no se puede ocultar, por mucho que se pertenezca al mero
cuerpo de baile, por lo que la jovencita pronto llamó la atención de su medio, recibiendo en 1905 una
invitación para participar en una función benéfica para la cual su amigo, el coreógrafo Michel Fokine, creó
lo que sería de ahí en adelante “EL” solo de Pavlova, La Muerte del Cisne basado en El Cisne –El
Carnaval de los Animales- de Camille Saint-Saëns. Tal fue el éxito obtenido en esta presentación que
consiguió el protagónico en El Lago de los Cisnes, recibiendo en 1906 el título de Prima Ballerina.
Habiendo iniciado su carrera de tan brillante manera, la vida le sonreía a Anna en todos los
sentidos, ya que en el mismo año de su nombramiento también se casó con el amor de su vida –quien
fungiría a la vez esposo, productor y agente-, el barón Víktor Emilovitch Dandré –con quien hizo un hogar
en su querida Ivy House de Hapstead, Inglaterra; iniciando al año siguiente la que sería la primera de una
larga serie de giras, visitando en esta primera ocasión ciudades como Copenhague, Praga, Berlín y Viena.
Poco después el legendario Sergei Diaghilev, testigo del talento de Pavlova, decidió invitarla a
París, estancia que resultó muy corta debido a la diferencia de opiniones del empresario y la bailarina.
Para 1913 Anna decidió que lo mejor sería fundar su propia compañía, con la que se presentaría en
los más diversos escenarios, que iban desde teatros de variedades en donde intercaló su actuación con
elefantes amaestrados, hasta el Metropolitan Opera House de Nueva York. Este desdén por el lugar en el
que bailaba, Pavlova lo justificó explicando que para ella lo importante era hacer llegar el arte a la mayor
cantidad de gente posible, sin importar las condiciones.
Este afán por difundir el arte fue el que la empujó sin cesar a través de sus numerosos viajes,
llegando a sitios tan remotos como la India –en donde colaboró con el bailarín hindú Uday Shankar- o el
Japón; estudiando en cada uno de los países las danzas autóctonas, por lo que en sus presentaciones
podían disfrutarse bailes rusos, polacos e incluso mexicanos.
Pero aún cuando la técnica de Pavlova era perfecta no fue esta la característica que la coronó
como Prima Ballerina Assoluta. Según cuentan todos aquellos que tuvieron la fortuna de verla ejecutando
su arte, eran la gracia, sentimiento y expresividad con los cuales realizaba los movimientos lo que
provocaba que el público abandonara la realidad durante algunas horas, para transportarse a un mundo de
fantasía y ensueño; así se sabe que fue Anna la primera que cambió sus rasgos personales –tanto físicos
como emocionales- para interpretar los papeles que se le asignaban en las diferentes obras,
transformándose casi literalmente en un cisne, una sílfide o una misteriosa mujer egipcia.
Y corta fue la estancia de tan extraordinaria dama en este mundo, ya que a la temprana edad de 49
años, en el pináculo de su carrera, la bailarina en un descuido contrajo un resfriado, que en poco tiempo se
transformó en la pleuresía que acabaría con su vida el 23 de enero de 1931, en la ciudad de La Haya
(Holanda), demostrando su innegable vocación aún con sus últimas palabras, al solicitarle a su preocupada
ayudante de cámara que preparara su traje para la presentación de La Muerte del Cisne, media hora
después falleció.
Con un corazón tan grande como su talento –trataba siempre de ayudar a sus semejantes, llegando
a colocar y atender un hogar para huérfanos rusos refugiados en París-, Anna Pavlova marcó sin duda la
historia de la Danza logrando lo que sólo un verdadero artista puede hacer ya que, como lo expresa el
escritor español Enrique Jardiel Poncel: “Lo vulgar es el ronquido, lo inverosímil, el sueño. La humanidad
ronca, pero el artista está en la obligación de hacerla soñar (…)”.

FUENTES:
“Ballet”. Aut. Rori Dane Suárez. www.danzaballet.com. 2006.
“Ana Pavlova”. Aut. Federico Ortíz-Moreno. www.danzaballet.com
“Anna Pavlova”. Aut. Kathrine Sorley Walker. Encyclopedia Britannica On Line.
“Libro de preguntas y respuestas sobre danza”. Aut. Carolina M. Cantillana. Universidad de Chile. Santiago,
Chile, 2005.

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