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Introducción
El trajín cotidiano nos deja descentrados y dispersos. Perturbados, vivimos volcados hacia fuera. De ese
modo, corremos el riesgo de perder nuestra identidad. Nos quedamos sin saber quiénes somos y hacia
dónde vamos.
Quien medita adquiere una identidad más sólida. Gana en autorrealización. Capta mejor el sentido de
las cosas. Se siente más pleno de equilibrio, serenidad y felicidad interior. (Afecta el psiquismo).
Se ha constatado que la meditación puede usarse simplemente para “desarrollar el potencial humano”,
en la medida que ayuda a unificar el “yo”, ampliar la conciencia, iluminar la mente y estimular la
intuición creativa.
Se ha descubierto que la meditación, además de su uso religioso, puede tener también un uso
puramente terapéutico.
Propicia autocontrol y serenidad del corazón, permite, en fin, enfrentar con mejores oportunidades de
éxito los llamados “problemas de la vida”.
Mientras la “gente del mundo” fue redescubriendo desde los años 60 el camino de la meditación, los
cristianos se fueron apartando de ella, en particular aquellos que, por tradición y por profesión más
debían ejercerla: los religiosos y los sacerdotes.
Todos los cristianos debemos de convencernos y aprender, que sólo con la meditación se interioriza con
profundidad el contenido de la fe y de las tareas apostólicas realizadas.
Es preciso saber que este esquema vale sólo en teoría; en la práctica, las etapas indicadas se pueden
superponer, cambiar de orden y hasta invertirse. las fases son:
1. La fase de los principiantes (iniciantes o incipientes). Corresponde a la vía purgativa. Aquí la meditación
es reflexiva o discursiva, más que afectiva o contemplativa. Se trata de conocer más y mejor a Dios y a
sí mismo a fin de adherirse más íntimamente a él.
Es una vía acentuadamente negativa, de lucha contra el pecado y contra los apegos.
Aquí uno busca purificarse y despegarse de todo aquello que lo aparta de Dios.
Es la etapa de la noche de los sentidos. “Aridez de sentimientos”.
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2. La fase de los que progresan o adelantan. Corresponde a la vía iluminativa.
Aquí la meditación es aún reflexiva pero ya incluye más los afectos.
Es una vía más positiva: uno quiere ahora adquirir aquellas virtudes que lo acercan más a Dios. Más que
huir del pecado, busca positivamente a Dios y su amor.
Aquí entra en la segunda noche, la noche del espíritu. A través de la aridez espiritual, purifica la mente y
sus facultades (inteligencia, voluntad e imaginación) para el encuentro con Dios.
3. La fase de los maduros. Vía unitiva. En esta etapa lo único que se desea buscar es el amor de Dios.
Una etapa previa a todas estas es la llamada “preparatoria”: aún no entran propiamente en la tierra
prometida, pero pueden adivinar su belleza y probar la leche y la miel que manan en ella.
La Contemplación.
La contemplación es la fase más avanzada de la meditación.
La contemplación se caracteriza por la superación de toda imagen y de todo pensamiento; consiste en
ver a Dios en consideración amorosa de su presencia.
San Gregorio Magno: “Visión de la persona más amada”.
Thomas Merton: “tranquilo abrazo de amor entre el alma y su Dios”.
Los pasos para llegar a la contemplación serían.
1. Mera reflexión:
2. Reflexión devota:
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Es preciso adquirir convicciones sólidas sobre la realidad divina, pues
la experiencia que se hace de Dios, es determinada por el conocimiento
que se tiene de él.
El cristiano quiere unirse a Dios a través del único que lo revela. Jesucristo. La espiritualidad cristiana
depende del dogma cristiano. (Fe ilustrada).
Se impone en los comienzos de la vida espiritual la necesidad de reflexionar pía y devotamente sobre
las verdades de la fe, a fin de cimentar el edificio espiritual sobre bases sólidas.
La reflexión devota es la “lectura espiritual”. Todo libro de lectura espiritual debe ser “un comentario del
evangelio”. La mejor lectura espiritual es la lectura de la Palabra de Dios, pero esta se “ilustra” con el
apoyo de buenos libros y comentarios.
Los lasallistas contamos con la doctrina “sabia y docta”, además de ortodoxa de Nuestro padre y
fundador SJBS:
oDios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
oUds. son apóstoles, ministros, embajadores del Señor Jesús.
La inteligencia de la fe que la reflexión devota obtiene sobre los misterios divinos, se da por naturaleza
en el contexto de la oración.
Más aún podríamos preguntarnos: ¿para qué meditar? ¿No bastaría vivir en gracia para estar unido a
Dios? Sí, pero por la meditación nos hacemos conscientes de esa unión y así la despertamos dentro
de nosotros y la profundizamos, de modo que se torne más consciente, vigorosa y encendida. Así es
como el amor, como dice S. Gregorio Magno: “Cuando alguien ve al propio Amado, se incendia
aún más en el amor a él”.
Meditar no es ciencia sino, sapiencia. No es saber, sino sabor. No es hablar de Dios, sino hablar a Dios.
No es aprender, sino experimentar. No es raciocinar fríamente sino, pensar piadosamente. No es
comer, sino degustar, no es deglutir, sino “rumiar”. No es nadar (en la superficie de los argumentos),
sino bucear (en la profundidad de las intuiciones. No es comprender la palabra, sino hacerla
resonar en el corazón y en toda la vida.
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Esto sucede a causa de nuestro “paladar espiritual” que es aún espiritualmente muy tosco. Pero al cabo
del tiempo se va refinando, se educa, y el alma acaba por apreciar las delicias del Señor. La aridez es
como el destete: prepara el espíritu para gustos más refinados.
Los “inviernos del alma” preparan para una mies más fecunda.
Pero entonces, ¿queda excluida la experiencia? No. Sólo que no se busca por sí misma. NO es un fin.
No es al menos el fin principal, sino un fin secundario. Mejor aún, es un efecto que puede producirse o
no. La intención del hombre espiritual es Dios; la experiencia viene por añadidura. Él no se aferra a
ella.
EL MÉTODO DE LA “RUMIACIÓN”
Para la meditación, los métodos son muchos, pero ninguno de ellos puede imponerse ni debe aplicarse
rígidamente. El método es algo muy personal. Tiene que adaptarse a cada persona es su
singularidad.
Es una disciplina. Y como toda disciplina exige esfuerzo y dedicación.
Además, la palabra meditación en su raíz griega quiere decir ejercicio o entrenamiento militar.
Aparentemente no pasa nada pero…
Al principio es duro y parece hasta antinatural. Pero con el tiempo y la repetición de los actos, se
vuelve fácil y agradable. Así es que en la meditación no es bueno fiarse del puro espontaneísmo. Más
bien es útil aprender, con calma y sin prisa, un método escogido, hasta que se haga en nosotros como
una “segunda naturaleza”.
No hay que pensar que un buen método garantice por sí mismo una buena meditación y nos obtenga
automáticamente la luz y favor divinos.
Lo que importa pues no es tener un método de oración, sino una actitud de oración.
El método de la rumiación privilegia la simplicidad, además de ser un método fácil, práctico y fructífero.
Su núcleo está en la técnica de la “rumiación” o de la repetición.
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Se trata de la práctica de repetir 10, 50, 100, o más veces, un apalabra, una expresión o una frase
entera que nos impacte durante la lectura de la Escritura. Es como masticar y degustar una comida
deliciosa y, al mismo tiempo sustanciosa.
En realidad el rumiar es sólo una técnica dentro del método. Pero es el centro del método. El núcleo del
método propuesto se resume en esta frase: rumiar una palabra a base de pare y siga.
EL MÉTODO DE LA “RUMIACIÓN”
2. A medida que vas rumiando, es decir, repitiendo la palabra o frase que te llegó, irás
despertando sentimientos, afectos o deseos adecuados a lo que allí se dice:
admiración, alegría, entrega, súplica, arrepentimiento, confianza, amor, etc.
4. Para que la palabra sagrada arraigue mejor en la mente conviene repetirla con la boca,
como hacías los antiguos, y no sólo mentalmente. (Cuando las circunstancias lo
permitan).