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DISCURSO DE LA DOCTORA BEATRIZ MERINO, DEFENSORA DEL PUEBLO,

EN LA CEREMONIA DE ENTREGA DE LA MEDALLA “DEFENSORÍA DEL


PUEBLO” A LA DOCTORA LILIANA MAYO ORTEGA.

Lima, 27 de abril del 2010.

Señoras y señores.

Hace cuatro años, cuando concebimos la Medalla “Defensoría del Pueblo”, nos
animaba el propósito de rendir homenaje, con ella, a algunas personalidades que, a lo
largo de sus vidas, habían hecho de la virtud un valor realizable en la vida cotidiana,
una manera de relacionarse con los demás y de entender su paso por el mundo.

Hoy en día soy consciente de algo más cercano, más íntimo para la Defensoría del
Pueblo, de algo que siento que se cristaliza poco a poco en cada uno de nosotros, que
es la manera en que el testimonio de las vidas ejemplares va permeando nuestras
propias vidas, dándoles, como decía Vallejo, intensidad y altura.

Cada una de esas vidas tiene un aire de familia con nuestra misión de defender a los
derechos humanos, pero el conocimiento de su propia peripecia personal transforma
sus historias en sólidos puntos de apoyo del quehacer cotidiano e inagotable de la
defensa de los derechos.

Soy consciente de que nuestra misión se transparenta en una suerte de metalenguaje


que se inserta en el discurso y la acción de la Defensoría del Pueblo, y que orienta a
los adjuntos, a los comisionados o al personal administrativo, señalándoles el camino
correcto del servicio público y la entrega generosa a las mejores causas.

En el plano personal, debo confesar que me conmueve y me entusiasma que esta


institución también vaya modelando su espíritu y su vocación de servicio con el
material del que están hechos los hombres y mujeres a los que se reconoce
públicamente con el premio de la Medalla “Defensoría del Pueblo”.

Esta noche recibe nuestro homenaje la doctora Liliana Mayo Ortega, del Centro Ann
Sullivan, por su lucha incansable en favor del respeto de los derechos humanos y, en
particular, de los derechos de las personas con discapacidad. Pero, antes de compartir
con ustedes nuestro afecto por la doctora Liliana Mayo, permítanme confesarles algo.

Uno de los rasgos verdaderamente fascinantes del trabajo en esta institución es la


intensa y versátil experiencia de moverse como en un poliedro, palpando con nuestras
propias manos las diversas caras de una realidad a veces brutal, a veces esquiva y,
afortunadamente, muchas veces generosa hasta el sacrificio personal.

La Defensoría del Pueblo me ha permitido adentrarme en mi país más que en


cualquiera otra experiencia anterior. No descarto el valor de lo técnico o de lo político,
pero defender derechos a fuerza de razón y sentimiento, codo a codo con el que sufre
un maltrato por parte de alguna entidad del Estado, nos acerca a la vida de los otros y,

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de alguna manera, nos hace ser como ellos en un esfuerzo de hermandad que la vida
se encarga de compensar.
En esos trances nos hallamos con personas a las que queremos imitar, con personas
cuyas vidas nos conmueven y nos enseñan, con la profundidad y sencillez con que
suelen enseñar los que están atados moral y emocionalmente a su misión.

La doctora Mayo es fundadora y directora general del Centro Ann Sullivan del Perú,
una organización sin fines de lucro que, en el curso de 30 años, o más, se impuso la
tarea de mejorar la calidad de vida de cientos de personas con discapacidad y sus
familias, mediante programas educativos y de inclusión laboral.

A propósito de esta notable experiencia, permítanme decirles algo que no debemos


olvidar: las personas con discapacidad se encuentran entre los más pobres de los
pobres. Millones de personas con discapacidad carecen de acceso a la educación, a la
salud, al empleo.

La situación en la que vive la mayoría de las personas con discapacidad –como alguna
vez señaló el ex Relator Especial de las Naciones Unidas sobre Discapacidad, Bengt
Lindqvist– se resume en una palabra: “exclusión”.

Es decir, su existencia, doblemente difícil, no es significativa, no adquiere relevancia


en la estructura de valores que parece dominar la vida cotidiana. Los niños y jóvenes
aquejados de discapacidad forman parte de un grupo humano puesto al margen, a
veces por indolencia o desidia y, en ocasiones, por actos de crueldad que desfiguran
nuestra condición humana.

De ahí la importancia del trabajo realizado por la doctora Mayo. Ella ha sembrado y
cosechado en un terreno para muchos invisible y olvidado, como es el de la
discapacidad. No solo eso, que es mucho: la doctora Mayo no lo ha hecho desde la
perspectiva de la compasión o la caridad, aunque estos sentimientos también estén
presentes, sino desde el reconocimiento del otro y la valoración de sus diferencias.

En efecto, la doctora Mayo ha dedicado gran parte de su vida a enseñarnos a


reconocer en las personas con discapacidad a personas con habilidades diferentes,
que pueden y deben participar en todos los ámbitos de la vida social.

Es justamente este concepto –el de personas con habilidades diferentes– el que


expresa mejor la filosofía de trabajo del Centro Ann Sullivan del Perú: la necesidad de
enfocarnos en las habilidades y potencialidades del ser humano antes que en sus
deficiencias y limitaciones.

Para demostrarlo, la doctora Mayo decidió trabajar con los más excluidos del sistema
educativo: niños y jóvenes con retardo mental severo y profundo, con autismo, con
problemas conductuales. Con ellos demostró la validez de otra de las creencias
fundamentales del Centro: que todos pueden aprender si encontramos la manera
correcta de enseñarles.

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Por ello, desde un inicio, el Centro Ann Sullivan atendió a estudiantes con
discapacidad de diversos tipos, sin que importasen la edad o la severidad de sus
deficiencias. Todos fueron bienvenidos, incluso aquellos que no habían obtenido éxito
en otros programas y centros educativos especializados.

Albert Einstein dijo alguna vez que los problemas no se pueden resolver con las
mismas herramientas que los crearon. Pues bien, la doctora Mayo cambió las
herramientas tradicionales de la atención educativa a personas con discapacidad y dio
inicio a un modelo de atención que ha sido reconocido en el plano internacional debido
a su innovación y sus buenos resultados.

En razón de ello, sentimos un legítimo orgullo como peruanos al decir que el Centro
Ann Sullivan constituye, en la actualidad, un referente mundial en la educación de
personas con discapacidad. Su experiencia es tan importante que está siendo
replicada en diversos países como Argentina, Brasil, Bolivia, España, Guatemala y
Nicaragua.

Celebramos hoy la difusión de esta nueva mirada y de las técnicas que acompañan su
ejecución. Pero hay algo más en este reconocimiento, un deseo antiguo y contenido
de valorar con la mayor de nuestras gratitudes a todas las personas e instituciones
que en un acto de generosidad obsequian su tiempo y su esfuerzo al bienestar de los
demás.

Hablo de las organizaciones que lograron recaudar fondos y extender su mano


solidaria a muchas personas, pero hablo también de esos hombres y mujeres
extraordinarios y anónimos que caminan por los cerros para llevar a la casa de los
desvalidos un poco de alivio y de afecto.

Ese es el lado de la vida humana en el que descansa realmente el destino de la


especie. No son los oropeles del poder ni la sofisticación de las armas las que
aseguran la historia de la humanidad, sino esos gestos humildes en los que alguien
sale de sí y de sus propios intereses para proyectarse a la vida y las aflicciones de los
demás.

La humanidad no es solo la totalidad de los humanos, sino la esencia indestructible del


amor, incluso hacia aquellos que no nos ven bien o que hasta nos rechazan. Ese
noble sentimiento convertido en voluntad es lo que produce, con el tiempo, una red de
solidaridad.

Permítanme ahora que recordemos juntos a una pionera del voluntariado. Justamente,
cómo no traer ahora a nuestra memoria a Doña Isabel Ferreyros de Miró Quesada,
una de las pioneras del voluntariado en el Perú. Ella nos dejó el mes pasado a los 84
años de edad, pero en el corazón de la gente permanece la huella profunda de su
entrega silenciosa y efectiva. Fue Presidenta Honoraria de la Liga de Lucha contra el
Cáncer, que es, quizás, la institución a la que le debemos que nos sintamos cada vez
mejor apertrechados para enfrentar este terrible mal.

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No cabe duda de que hay una virtud adicional en las personas que tienden su mano
sanadora hacia los demás, y es que logran despertar en otros el mismo sentimiento.
Lideran la bondad y la contagian y la extienden, primero en la familia, como ocurrió
con el esposo y los hijos de Doña Isabel, pero también con miles y millones en el
mundo que solo esperan un ejemplo, una señal, para compartir sus vidas con las de
los demás.

Asimismo debemos saludar y reconocer públicamente a las personas que integran, en


Lima, la red de voluntarios que colaboran estrechamente con el Instituto Nacional de
Salud del Niño y sus damas voluntarias del Hospital del Niño, el voluntariado del
Puericultorio Pérez Araníbar, el voluntariado del Hospital Arzobispo Loayza, a las
mujeres voluntarias del INABIF, al voluntariado del Hospital Víctor Larco Herrera, a
todos ellos y tantos otros la Defensoría quiere honrarlos esta noche en la figura de
Liliana Mayo

Me complace, además, saludar y reconocer en el interior del país, a las personas que
integran algunos de los diversos voluntariados, hombres y mujeres comprometidos con
el servicio a su comunidad, atendiendo, por ejemplo, a los niños huérfanos en
Ayacucho, a las mujeres víctimas de violencia familiar en el Cusco, a quienes apoyan
a pacientes de bajos recursos en hospitales de Loreto y Arequipa, a los voluntarios
que brindan refugio a niños y niñas en Junín, o a los voluntarios que procuran el
bienestar de adolescentes trabajadores en Piura.

A todos ellos, nuestro agradecimiento y reconocimiento, porque ellos como Liliana


Mayo, lideran la auténtica revolución del espíritu, la que no pide nada para sí, la del
sacrificio personal, la de la gratuidad por excelencia. Para todos ellos, el aplauso de la
patria agradecida.

Antes de poner término a estas breves palabras, deseo aprovechar la ocasión para
comprometer todo mi apoyo, y el de la institución que represento, a la tarea que
despliega usted, doctora Liliana Mayo, en el Centro Ann Sullivan del Perú, así como a
todas aquellas instituciones que comparten sus valores y principios.

En esta medalla queda grabado nuestro reconocimiento hacia usted y, desde él, a
todos los jóvenes, adultos, niños voluntarios de todas las ciudades del Perú. Es
menester que sepan que su trabajo vale la pena, que la humanidad mejora con cada
uno de sus actos, por más sencillos que fuesen. Deben saber que esto no es un
asunto de estadísticas ni de indicadores, sino que cada caso vale por sí mismo
porque, qué bueno es saberlo, cada vida es única e irrepetible.

Doctora Liliana Mayo: en la Defensoría del Pueblo nos sentimos complacidos de


tenerla entre nosotros, de considerarla una mujer universal y de premiarla con la
medalla de la Defensoría del Pueblo. Nos aguardan largas luchas por delante. Que así
sea. Mientras haya convicción y coraje, allí estaremos porque, como enseña el lema
de su Centro, hay que “hacer posible lo imposible”.

Muchas gracias.
(fin)

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