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Vivimos exiliados de nosotros mismos. Y experimentamos este exilio como un desasosiego, una
sequía, un vacío. Por eso necesitamos invocar al Espíritu que derrame amor sobre los corazones. Este
derramarse de Dios en nosotros viene a sanar nuestros tres vínculos fundamentales: nos sana de
nuestro exilio respecto de nuestro Origen, que es Dios; respecto de nosotros mismos, la tierra que
somos y que estamos llamados a habitar; y respecto de los demás, los rostros que pueblan esta misma
tierra.
Este triple exilio se absuelve por el retorno a la propia tierra, que es el corazón. En la Tradición
espiritual, el corazón no es el órgano de la afectividad, sino el centro unificador de la persona humana.
Se trata del «leb» hebreo, al que apelan los profetas como el «lugar» de la conversión: «lava tu
corazón para salvarte» (Jr 4,14); «Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas» (Jr 17,10).
Es la «kardía» de san Pablo y de los Padres del Desierto, puerta del verdadero conocimiento. El
corazón es aquel tesoro del que habla Jesús que, una vez encontrado, requiere que todo lo demás sea
vendido para adquirirlo (Mt 13,44). El corazón es también esa piedra angular (Sal 118,22) que
sostiene el edificio de nuestra persona, constituyendo nuestro ser. Siendo nuestro fundamento, a la vez
está siempre en la lejanía. Esa lejanía que es una profundidad. Por ello, algunas corrientes de la
psicología moderna han llamado al corazón el «yo profundo».
El acceso al corazón es un don del Espíritu. Dios es el que nos abre el camino desde las zonas
desérticas de nosotros mismos hacia las fértiles. Cuando alcanzamos ese núcleo fértil en lo hondo de
nosotros, los que están a nuestro alrededor quedan beneficiados. «El corazón indica la indecible
profundidad del homo absconditus, y es en ese nivel en el que se sitúa el centro de irradiación
específico de cada uno: la persona». La persona, ese don y misterio que es cada uno para sí mismo y
para los demás. Cuando accedemos a nuestro propio centro nos convertimos en una bendición para
todos. Ese centro es la tierra fecunda donde crece la semilla de Reino que llega a hacerse tan grande
que miles de pájaros vienen a cobijarse en sus ramas (Mt 13, 31-32). Quien riega esta semilla es el
Espíritu que derrama amor sobre la tierra de nuestro corazón. Ese Espíritu que es Dios mismo en
nosotros, haciéndonos participar de lo que es Él: capacidad infinita de donación.
6. Hombres-de-Dios-para-los-demás
La transformación que va operando el Espíritu en nosotros nos va haciendo receptivos a los
demás de un modo indecible. Valga un ejemplo que recoge Pedro Miguel Lamet en su biografía sobre
Pedro Arrupe: después de una visita a una misión que vivía situaciones difíciles, la comunidad fue a
despedir al Padre Arrupe al aeropuerto; su presencia les había dado coraje para continuar adelante,
pero ahora se quedaban solos de nuevo; el superior de la misión estaba con estos pensamientos
sombríos cuando el Padre Arrupe, que iba unos metros más adelante, se volvió hacia atrás y se puso a
caminar con él, estrechándole por el hombro, sin decirle nada. Tampoco el superior tuvo necesidad de
hablar, porque con ese gesto espontáneo e imprevisto del Padre Arrupe recibió la fuerza que
necesitaba. El Padre Arrupe probablemente no fue consciente de todo lo que sucedía en su
compañero, pero, sin darse cuenta, había sido receptivo a su necesidad. Así es un corazón
transformado por el Espíritu: se convierte en receptividad y donación. Derramado el Amor en él, se
derrama en amor hacia los demás. Y esta solicitud le hace particularmente atento a los que están más
desprotegidos.
Todo ello nos lleva a decir que la vida de Dios en nosotros es consustancial para que vivamos
nuestra vida en los otros. Del mismo modo que Dios es Comunidad de Personas que se dan y se
reciben mutuamente, así nosotros, para ser comunidad de personas, estamos llamados a participar más
y más de la vida de Dios. Los extremos no se oponen, sino que se necesitan mutuamente: para ser
profetas en nuestro tiempo, para que haya personas lúcidas y generosas capaces trabajar por la aldea
global, habremos de ser mujeres y hombres de Dios. Personas que, desde el centro de sí mismas,
recogidas -no encogidas-, expendan la vida de Dios. Esa vida divina que es despojo de toda forma de
poder y descentramiento para acoger al «otro».
El Espíritu que se derrama desde el Costado del Inocente Crucificado contiene la misma dynamis
del Espíritu Creador. La Creación es el inicio de la participación en la vida de Dios; la re-creación que
se implora con cada invocación del Espíritu desbloquea todo aquello que ha sido retenido, absorbido,
para liberarlo de nuevo. El Espíritu nos recuerda que todo lo que tenemos es don, don en su doble
sentido: don en cuanto que recibido y don para entregarlo. Cuando nos liberamos de las garras de la
posesión, entonces entramos en la circularidad de la vida de Dios. Acogiendo el don de Dios, nos
convertimos en don para los demás.
«Nadie será malvado ni nadie hará daño, porque la tierra estará llena del conocimiento de Dios,
como las aguas colman el mar», anuncia Isaías (Is 11,9). Las aguas colmando el mar es el Espíritu
derramado sobre la Tierra, nuestra pequeña aldea, donde la curvatura de la dominación o de la
inhibición se habrá transformado en receptividad para la acogida y la donación. Tal es el
conocimiento de Dios que anunciaron los profetas, el conocimiento del Padre que tuvo Jesús y que el
Espíritu va derramando y alumbrando en los corazones, hasta conducirnos a la verdad plena (Jn
16,13), esa Verdad que nos hace libres para amar (Jn 8,32). Toda otra forma de comportamiento que
no nos abra a la comunión es una forma de desconocimiento que nos exilia de nuestro Origen, de
nosotros mismos y de los rostros que pueblan nuestra aldea.
Xavier MELLONI
Jesuita, miembro de EIDES
(«Escuela Ignaciana de Espiritualidad»)
Manresa - SAL TERRAE, 1998-2001, Págs. 17-26.