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Sobrevivientes

Benek Jelinowski
LWOW
Por
Samuel Akinin Levy
Año de 1.914. Los rusos entran en Lopatín (conocida como Galitzia). Polonia en esa
época se encontraba bajo el Imperio Austro-Húngaro. Toman como rehenes a varios
jóvenes judíos para evitar que conspiren y que posteriormente se reúnan para
combatirlos. Por desgracia, uno de los que tomaron como rehén fue mi padre. Luego
todos fueron llevados al Cuartel General para dejarlos bajo vigilancia. Los rusos aunque
eran en ese momento los invasores triunfadores, estaban llenos de temores, su triunfo no
era reflejado por el miedo que denotaban sus caras. Van en el camino con los rehenes
hacia su cuartel general, cuando empiezan a escucharse tiroteos. Estos, asustados por lo
que pudiera estar sucediendo, no se ocupan de ver o de preguntar el motivo de los
disparos y en una gran demostración de miedo, liquidan a todos y cada uno de los
rehenes. Así, sin motivos, sin razones y sin ninguna lógica, ese día teniendo yo
escasamente un año de nacido y con otros tres hermanos más, los rusos le quitan la vida
a mi padre.
Me llamo Benek Jelinowski Hirschorn, tuve tres hermanos, un varón y dos
hembras; fui el menor de ellos, mi hermana Regina, la mayor, nacida en 1.910, luego
Herna en 1.911, mi hermano Moisés en 1.912 y yo, en el mes de abril de 1.913. Mi madre
se llamaba Mindel Bialopolski, tenía yo escasos siete años cuando ella murió. Así,
quedamos huérfanos de padre y madre. Nuestra hermana mayor apenas contaba con
diez años de edad y mi hermanito hacía tres años que había muerto por las fiebres.
Fuimos recogidos por mis tíos Rafael y Perl Distenfeld, quienes a su vez tenían
dos hijos: Bernardo dos años mayor que yo y Enrique, tres años menor. Mi tío era un
hombre bueno, trabajaba en una destilería que producía aguardiente. Sus pocos ingresos
más su gran deseo de no desintegrar a la familia, eran suficientes para nuestra
manutención y cuidado. Se ocupó personalmente de que tanto sus hijos como nosotros,
estudiásemos. Los años que pasamos juntos, lograron de alguna manera paliar la falta de
amor, de cariño y la compañía de nuestros padres. Nuestro tío Rafael, siempre trataba de
demostrar que nuestra carga no le era pesada, pero nosotros sabíamos que sí. Después
de los primeros cuatro años en su casa, mi hermana Regina comenzó a trabajar como
secretaria en una fábrica. Ella quería aliviarle un poco el peso a mi tíos y además se había
trazado como meta, que yo, su hermano menor, siguiera y terminara mis estudios
universitarios.
"La necesidad obliga", no es solamente un dicho. Para compensar el sacrificio
de los míos, me dediqué en cuerpo y alma a los estudios. Logré ser reconocido como
buen estudiante y esto me dio acceso y posibilidades para preparar a otros alumnos y así
comencé a producir y a sufragar mis propios gastos.
Fui aceptado en la U.J.K. Universidad Jan Kazimierz y logré titularme de
abogado con honores en el año de 1.935. Mis últimos años de estudiante de Derecho los
pasé residenciado en la casa del Dr. Emil Eckstein, también abogado. Con él, aprendí
practicando desde su casa, la que a su vez utilizaba como bufete. El Dr. Emil había
quedado viudo y con una hija de escasos 6 años; me encargó de su cuidado y de su
educación; servía de ayudante del abogado y de tutor de la niña, tenía cama, comida y
algún pequeño pago. Dentro de la universidad preparaba a otros estudiantes, unos de mi
mismo grado y otros de cursos inferiores; esto ayudó a ir reduciendo nuestro agobio
económico familiar.
Ya en la universidad, notamos el antijudaísmo. Solamente los muy afortunados y
con excelentes notas de promedio tenían acceso a los estudios, pero eso no era
suficiente. Cuando nosotros, los pocos judíos nos destacábamos más de la cuenta, era
motivo como para que se tomara venganza, llamaban a estudiantes del politécnico y éstos
se encargaban de golpearnos y vejarnos.
En nuestra ciudad de Lwow, también llamada Lemberg, éramos más de 370.000
habitantes, divididos en tres partes casi iguales: unos ciento veinte mil eran polacos, una
cantidad muy similar, ucranianos y nosotros los judíos, cerca de ciento treinta mil.
En Polonia se realizó poco antes de la guerra, una elección para la escogencia
de los miembros al Gobierno Nacional (Seyn); nuestra ciudad tenía derecho a elegir 4
diputados. Las distintas comunidades no se ponían de acuerdo para la escogencia de sus
candidatos y los judíos dieron una demostración de sentido común y de solidaridad; con
sus votos, lograron elegir a dos ciudadanos judíos de los cuatro representantes por la
ciudad de Lwow.
La elección fue motivo de discordia entre las distintas minorías. Recuerdo que
estando en clases, dos días después, miembros juveniles del politécnico entraron en la
universidad en actitud amenazante. Llegaron a los salones de clases, pidieron a los
profesores que se salieran, que los dejaran solos con nosotros, formaron dos filas y a los
judíos nos obligaban a pasar por el medio de ella, mientras nos golpeaban y vejaban a su
plena libertad. Ninguno de los profesores se opuso ni a la invasión ni a los subsiguientes
abusos.
Esa misma noche se organizaron los polacos, empezaron los pogroms, robaban
los negocios de los judíos, luego los quemaban. Primero el pillaje, el saqueo; luego el
antisemitismo, como sentimiento, como ideología. Cualquier judío encontrado en la calle
era golpeado sin motivo, hacían sentir su venganza por la vergüenza nacional que tenían
al haber perdido las elecciones contra los judíos de Lwow.
Tuve varios alumnos durante mi vida de estudiante, uno de los preferidos se
llamaba Slavko Bakowicz; aún no siendo judío, éste me entendía a la perfección y me
respetaba. Su mamá contenta con los adelantos de su hijo, me recomendó a una de sus
amigas para que me encargara de la educación de su único hijo, que siendo huérfano de
padre, quería que lo emulara. Este tenía fama de haber sido un hombre recto, abogado de
profesión y reconocido como inteligente y justo.
Cuando llegué a la casa de mi futuro alumno Bohdan Kovshevych, me llevé una
gran sorpresa. Enmarcado a la entrada de su habitación, estaba el retrato de uno de los
criminales más sangrientos de la historia judía durante el siglo XVII, en el decenio de
1.640 al 1.650. Bohdan Chmielnicki, era el Hetman (Ataman), militar de más alto grado.
Por su culpa, cientos de miles de judíos murieron durante su mandato.
Mi alumno Bohdan, se enorgullecía de su retrato y de poseer el mismo nombre.
Lo primero que hizo fue aclararme su situación, me dijo que odiaba a los judíos, que
nuestro trato solamente sería durante las clases particulares, que no permitiría que se
enteraran los otros compañeros de que él era mi alumno, que no le importaban mis
inquietudes, mi vida privada ni demás, que no quería otro tipo de contacto. Le dije adiós y
me fui.
A los pocos días, su madre vino a pedirme perdón, llorando. Me dijo que a su hijo
lo habían reprobado por dos años consecutivos en la universidad y que un tercero lo
eliminaría de por vida en la carrera de derecho. Trató de justificar su edad, su
desconocimiento de la vida y me pidió que entendiera que los jóvenes le habían hecho un
lavado de cerebro, pero que ella me garantizaba que en el fondo el muchacho era noble.
Esta mujer despertó en mí sentimientos muy especiales: la madre que no tuve.
La lucha por el amor de su hijo fueron motivos más que suficientes para que
reconsiderara mi decisión. Gracias a Dios que lo hice, la relación de amistad que se
generó entre Bohdan y yo, fue algo increíble, indescriptible. Ningún hermano es capaz de
hacer por el otro, lo que mi amigo a la larga hizo por mí y por los míos. El destino nos
deparaba un futuro inconcebible, impensable.
En su primera clase, el muchacho comenzó a hablar de política y de otras cosas.
Sus intenciones de alguna manera eran las de traspasarme su ideología. Por primera vez,
tenía tratos directos con los judíos, nos descubría como seres humanos, le impresionaban
mis conocimientos de la poesía polaca, la forma como la declamaba, el sentimiento que
le imponía y mi modo de ser. Nuestra relación al comienzo fue un poco tirante, pero a los
pocos días se había engendrado una amistad, un respeto y por qué no decirlo,
demostraba una gran admiración hacia mí.
En el año de 1.933 se organizan unos campamentos vacacionales para los
grupos juveniles judíos. Me alisto y paso a formar parte de los tutores. Cuál no sería mi
sorpresa al descubrir que mi alumno no judío, aquel que una vez me despreció, se había
inscrito. Trató de justificarse diciendo que no quería perder sus clases particulares, que
quería aprovechar su tiempo durante las vacaciones y además, según dijo, quería
descubrir por sí mismo la idiosincrasia de los judíos, su trato, su forma de pensar y, en lo
posible, hasta sus costumbres.
Aquella experiencia fue para él algo inolvidable, se codeó con los jóvenes judíos,
hizo migas con casi todos. Tres años después, mi amigo se graduó de abogado. Cuando
los alemanes entraron en Lwow, dieron la administración de la ciudad a los ucranianos.
Recién graduado de abogado, Bohdan entró a trabajar dentro de la policía ucraniana. Su
verdadera intención, aunque muchos no lo creerán, era la de estar al tanto de los
movimientos antisionistas. Aquella amistad gestada en un mal encuentro y los pocos días
que compartimos en el campamento, no sólo cambiaron la forma de parecer de un
antijudío, sino que también lo habían transformado en un colaborador y defensor de
nuestro pueblo, un pueblo sin amigos, sin ayudas y débil, pero según él, noble.
Los alemanes muy a menudo realizaban una razzia (redadas nazis). Cuando se
trataba de la razzia de los médicos, salían en busca de ellos exclusivamente; cualquier
médico que fuera encontrado en su casa era apresado y llevados a los campos de
exterminio. Los alemanes eran sumamente metódicos; luego les tocaba a otros
profesionales, a otros tipos de grupos diferenciados, bien sea por los oficios que
realizaban, o simplemente por sus edades. Cuando les llegaba el turno a los abogados, y
siempre que esto ocurría, mi amigo me alertaba para que me escondiera durante el par de
días que duraba esa redada. Un día hicieron una de la cual mi amigo me había informado:
llamaban a los médicos y abogados para que se presentaran a la puerta del ghetto.
Muchos se apersonaron, los montaron en camiones, los llevaron a las afueras de la
ciudad y fueron masacrados. Lo supimos por uno que logró sobrevivir y nos lo contó. Mi
amigo cuidaba de toda mi familia; cuando se enteraba, gracias al puesto que ocupaba en
la policía, de que se iniciaba la razzia de los niños o de los ancianos, ocultaba a mi
sobrino hasta dentro de su propia casa. Muchas, pero muchas fueron las veces que nos
ayudó.
En un momento en que nos considerábamos perdidos, optamos por dejar
nuestras pocas pertenencias en la casa de las dos personas no judías que más
apreciábamos. Ellos fueron mis dos alumnos; Slavko Bakowicz y Bohdan.
Cuando los alemanes pierden la guerra y tienen que abandonar Polonia, ambos
amigos se tuvieron que ir para Alemania. Las pertenencias que habíamos dejado en la
casa de Slavko, las perdimos, éste se las llevó consigo; las que dejamos en la casa de
Bohdan, estaban intactas. Aunque éste no estaba, se había cuidado de dejárnoslas con
su madre.
En otras ocasiones, estando nosotros dentro del ghetto, con carencia de
alimentos y de muchas otras cosas, le pedimos a Bohdan que vendiera nuestras cosas y
que con el dinero que obtuviese, nos comprara alguna comida para poder subsistir. En
varias oportunidades nos llevó alimentos, siempre se lo agradecimos, pensamos que lo
hacía con el producto de la venta de nuestras pertenencias. Lo que nunca nos
imaginamos fue que jamás vendió alguna de nuestras cosas; lo que nos compró, siempre
fue con su propio dinero. ¡Gracias amigo!.
En otra oportunidad, mientras trabajaba en una fábrica de uniformes militares, ya
dentro del ghetto, yo había sobornado a la subdirectora de la fábrica para que me dejara
ocultar a mi cuñado y a mi hermana Regina. Los escondí en la buhardilla de la fábrica, en
el tejado, en el último piso, durante los días de la razzia. Mi amigo Bohdan me había
prevenido para que los ocultara, estaban recogiendo a hombres y mujeres judíos
desprovistos de documentos laborales. Alguien los delató a los alemanes, estos se
apersonaron con sus perros guardianes en busca de los judíos ocultos. Rastrearon toda la
fábrica. Estábamos muertos de miedo por lo que le podría ocurrir y por las consecuencias
que traería entre los nuestros; sabíamos que se vengarían y demostrarían con su maldad,
que no estarían dispuestos a aceptar que actos como estos volvieran a suceder.
Como aquél que frente al paredón espera que su piquete reciba la orden de:
¡apunten!, ¡fuego!, sentí una gran impotencia. Lo único que se me ocurrió en ese
momento fue pedir a Dios que no sufriéramos mucho su castigo, que nos mataran, pero
de la manera más rápida. La espera durante los minutos siguientes fue interminable.
Estuvimos pendientes de su captura y temíamos que los sacrificaran de una sola
vez. Sabíamos que los alemanes no requerían de juicio alguno. Cada uno de los soldados
nazis se sentía investido de la suficiente autoridad como para decidir si un ser humano,
hablando bajo su punto de vista, si un simple judío, sin importar su edad o sexo, viviría
un día más o si en ese preciso momento él decidiría su fin. Suena macabro e inverosímil,
pero tristemente debo admitir que era una cruda y muy repetida realidad.
Pasa casi más de una hora cuando, por fin, vemos llegar a los alemanes con sus
perros. Estos vienen precisamente de la terraza, del desván, sitio donde había dejado
escondida a mi familia. Dicen haber recibido una falsa alarma, le explican a la
subdirectora de la fábrica que a veces para hacerles perder su tiempo y paciencia les
hacen denuncias infundadas.
Apenas se van los alemanes, sin siquiera haber podido salir de nuestro asombro,
voy al techo en compañía de algunos correligionarios que junto conmigo formaban parte
interna de la dirección de la fábrica. Llegamos, y como por arte de magia, nos sorprende
que ninguno de los míos se encuentra ahí; lo primero que me vino a la mente fue que se
habían suicidado, que lo más seguro era que habrían saltado al verse acorralados. Con
temor, nos dirigimos al borde de la terraza para ver si sus cuerpos se encontraban abajo,
le dimos la vuelta a toda la fábrica desde el mismo techo, pero ¡no!, no estaban.
Respiré profundamente, llamé a mi hermana, ¡grité! ¡Regina!, ¡Regina! Dos
cuerpos totalmente negros cual fantasmas, se comienzan a ver, se mueven, se dirigen a
nosotros, eran ellos. Nos cuentan que cuando los alemanes estaban subiendo, se
percataron de que sus pisadas no eran las mías, que algo extraño pasaba; mi cuñado
intuyó que debían ocultarse. Rápidamente decidió que el único lugar para esconderse en
una planta casi sin columnas ni recovecos, sería dentro de las chimeneas de la fábrica; se
untaron el cuerpo con el hollín de las chimeneas y se ocultaron dentro de ellas. Por
suerte, al llenar su cuerpo de cenizas, esparcieron en toda la habitación una gran nube de
humo lo que después perjudicó el olfato de los perros y les salvó la vida.
La subdirectora, la señora Wertheim, me conminó a sacarlos inmediatamente de
la fábrica. Recuerdo que le dije que aún la razzia no había terminado, que seguían
corriendo el mismo peligro. No escuchó nada de lo que le decía. En ese momento y bajo
la presión que acababa de recibir, no estaba dispuesta a vender a ningún precio ni un solo
minuto más de su tranquilidad.
Los otros compañeros que dentro de la fábrica no habían estado al tanto de lo
que yo había hecho con mi familia, al enterarse desaprobaron mi acción. Para ellos fue
demasiado arriesgado, éramos más de tres mil trabajadores judíos organizados, que
tratábamos de establecer una máxima producción y un gran rendimiento, con la única
intención de que al servir de modelo de productividad, los alemanes no nos matarían y
esta acción pudo haber echado todo a perder. Sin argumentos con qué refutar, sin la
fuerza moral suficiente como para pedirles un sacrificio mayor del que estaban haciendo,
salimos los tres de la fábrica. Salimos resignados a que nos tomaran presos.
En ese momento la razzia era para aquellos que no tuvieran un certificado de
trabajo y para aquellos que, aún teniéndolo, se considerara que su trabajo no fuese
indispensable para esos días.
Estábamos los tres muertos de miedo; el trayecto de la fábrica hacia cualquier
lugar nos obligaba a pasar a través de una avenida principal llena de vigilantes guardias
alemanes. Sin valentía, pero sin tener alguna otra opción nos encaminamos pasando a
unos, a otros y otros tantos alemanes o guardias. Por suerte, el mismo hollín que se les
había impregnado al ocultarse en la chimenea, les daba una apariencia de venir de su
trabajo. Este disfraz accidental, fue suficiente para que por obvio no les fuera requerido
otro tipo de documentación. Dos cosas nos sucedieron ese día que marcaron en nuestras
mentes la conciencia de que moriríamos únicamente el día que lo tuviésemos destinado,
no uno antes ni uno después.
Durante los bombardeos, muchos de los edificios habían quedado en ruinas.
Dejé a mi cuñado con mi hermana, en uno que me pareció seguro. Me fui a buscarles
alimento y ropa para cobijarse. Ahí escondidos pasaron toda la noche. A la mañana
siguiente en cuanto me pude escapar de la fábrica, fui a ver las condiciones y el estado
en que se encontraban; mi sorpresa es que no estaba ninguno de los dos, el sótano semi
destruido, estaba vacío. Me asusté al no saber a qué atenerme. Cuando pude calmarme,
busqué por todas partes para ver si descubría alguna pista o indicio que me pudiera
ayudar y efectivamente, encontré un papel escrito por mi hermana, me decía que los
guardias ucranianos los habían descubierto y se los habían llevado a un lugar de
reclusión y extradición.
Ahora me tocaba a mí moverme lo más pronto posible o de lo contrario serían
llevados a los campos de exterminio. Sabía que por un precio determinado podría
comprar la libertad de mi hermana y de mi cuñado; me dirigí a donde mi amigo Bohdan y
le expliqué el problema; apenas terminé de contarle, me dijo que un amigo mutuo
llamado Marcko, le había dejado al igual que yo, en calidad de custodia, una buena
cantidad de cosas de valor. Me ofreció hacer uso de ellas y que luego le explicara a
nuestro amigo lo que había sucedido. No, no lo podía aceptar, me parecía sumamente
ruin de mi parte. Me moví por otros lados. Entre lo que logré vender y lo que me
facilitaron unos amigos, reuní una buena cantidad de dinero, la cual me fue aceptada a
cambio de la libertad de mi cuñado y de mi hermana.
Bohdan me avisó en otra oportunidad de la razzia de los niños; logré llevarme a
mi sobrino a mi sitio de trabajo donde éste hacía el papel de ayudante. Esto servía para
recibir su cuota de comida y mientras estuviera en la fábrica conmigo, estaba seguro.
En una salida de la fábrica nos detienen unos guardias; enseño mi permiso de
trabajo e inmediatamente me dejan libre; a mi sobrino lo detienen, ni tan siquiera pude
convencerlos de que lo soltaran con el papel que le había logrado sacar donde
quedaba demostrado que era un trabajador más del mismo sitio en el cual yo también
trabajaba. Ninguno de mis argumentos logró convencerlos para que lo soltaran. Viendo
que no podía ayudarlo, no dejé que lo llevaran solo, les dije que de detenerlo a él,
también lo tendrían que hacer conmigo; dicho y hecho, así fuimos apresados ambos.
Estos guardias anularon mi documento laboral.
Llegamos al puesto donde estaba el comando, a mí me mandaron a pararme en
una fila donde estaban los hombres y a mi sobrino en la fila de los niños. Al llegar mi
turno, les enseño mi documento anulado y por cosas inusitadas del destino, me lo
devuelven. Sigo caminando por la ruta que me envían, me siento culpable, responsable
por la vida de mi sobrino; medito, hago conciencia de lo que pasó, reflexiono, me doy
plena cuenta de que no estaba preparado para presentarme ante mi hermana sin su hijo,
prefería que de pasar algo, nos pasara a los dos; no podría sobrevivir con esa carga
emotiva de culpabilidad.
Ahí, miles de hombres estábamos en una explanada, nos encontrábamos sin
futuro, sin ánimos, habíamos sido cazados por los cazadores de judíos. Me di plena
cuenta de que no se puede vivir tanto tiempo ante el temor y la vecindad de la muerte.
Hoy recuerdo que de alguna manera, yo también me entregué. A veces, resulta más fácil
rendirse que esconderse. La angustia que se vive durante el tiempo en que nos hacen
sentir como fugitivos, deshace nuestros músculos, debilita nuestra mente y la entrega se
nos presenta cual falso cuadro de paz. Es al igual que un espejismo en el desierto,
sabemos que no está, que no tomaremos de su agua, pero en nuestra mente seguimos
viendo.
Cabizbajo, me senté en un pequeño espacio libre; pasaron los minutos y quizás
una hora. No teniendo nada que hacer, ni con la fuerza suficiente como para pensar, me
ocupé de ver mis pertenencias; de entre ellas, saqué mi pasaporte de trabajo. Lo estaba
ojeando cuando uno de los tantos otros judíos que estaban en las mismas condiciones
mías, se me acerca y con un tono bastante fuerte, me dice que con ese papel yo no
debería de estar preso, que tenerlo era un pasaporte a la libertad. Me hizo ver que los
alemanes habían cometido un grave error al devolvérmelo. Le enseñé que me lo habían
inutilizado al anulármelo; apenas lo vio, me dijo que por un simple cigarrillo que le diera a
cambio, él me borraría el sello de anulado. El ingenio judío siempre estaba presente.
Jamás me hubiera imaginado que con la hierba que crecía en el campo y con un poco de
cuidado se podría lograr lo que este judío hizo. En pocos minutos mi pasaporte estaba
nuevo, sin ninguna mácula.
Con una nueva fuerza insuflada por aquel desconocido que se había convertido
en mi héroe, me abalancé a los guardias de seguridad, les mostré mi documentación e
inmediatamente me liberaron.
Ese día había una gran parada militar, unos miles de soldados demostraban la
exactitud de su compás, al ir marchando a un lado del sitio en que nos tenían a presos.
Unos oficiales en sus carros militares oteaban desde lo alto de una colina el desempeño
tanto de los militares como el desenvolvimiento de los presos.
Fue uno de esos días en que cometemos locuras, donde no medimos las
consecuencias, donde las fantasías que aprendemos de la literatura universal se
apersonan en nosotros y con una coraza de valor, que estamos conscientes que no
poseemos, de repente hacemos lo increíble.
Estoy obligado a describirles cómo soy, para que puedan entenderme. Toda mi
vida he sido el menor. En mi familia y en el colegio; en mi familia por ser el último en
nacer, en mi colegio, por mi tamaño. Soy como ustedes podrán darse cuenta, de muy baja
estatura. Soy un judío criado en época de persecuciones; no nos era fácil destacarnos
como bravucones; vivimos toda nuestra juventud durante la época de guerras, toda la
niñez la pasamos con una alimentación insuficiente, sin padres a quienes emular. Nunca
traté de destacarme en cosas fuera de los estudios; no sentí jamás odio por alguien con la
suficiente fuerza como para combatirlo. Soy el único varón entre mis hermanas, no me
considero atrevido, más bien soy recatado. No tengo recuerdos de actos heroicos en mi
haber; siempre supe en dónde estaban mis dos pies plantados, mi imaginación no
perturbaba mi mente. He sido un hombre más bien práctico, sé cual es el espacio que me
pertenece. Mis acciones en general son realizadas luego de largos, lógicos y meditados
análisis.
Gracias a mi documento laboral me liberaron. Salí junto con otros tantos judíos
que también habían sido liberados por uno u otro motivo. Estando junto con éstos que
acabábamos de salir libres, me percaté de que en lo alto de la montaña estaba la plana
mayor de los militares alemanes. Sin pensar en las consecuencias, salté la zanja que
dividía nuestro espacio de las faldas de la loma en dirección hacia ellos. Apenas terminé
de saltar, varios tiros se escucharon. Me estaban disparando en la creencia de que le
pudiera infligir algún daño a los generales alemanes. Las ironías del destino: yo, el enano
tal como David en nuestra historia descubrí y desperté el miedo del gigante Goliat, de los
alemanes. Los judíos que estaban cerca de mí, que apenas acababan de obtener su
libertad, ante el temor de lo que les pudiera suceder por mi culpa, intentaron detenerme, y
de haberlo logrado, no dudo que ellos mismos me hubieran matado.
Sabían que por mi culpa podrían ser fusilados de inmediato, mi acción
descabellada en ese instante pudo haber sido fatal para muchos. El comandante en jefe
luego de percatarse de que yo estaba solo, de que no era una revuelta organizada,
levantó su mano derecha dando la señal de cese al fuego. Todo se tornó en silencio, en
expectación. Me fue permitido acercarme lo suficiente como para poder escuchar las
palabras del comandante.
El comandante en jefe, vestido con su mejor traje de gala, se veía impresionante,
al igual que los demás alemanes, con sus uniformes negros, sus sombreros de alas, sus
charreteras de oro, sus insignias, medallas, condecoraciones y demás adornos. Ellos
estaban apropiadamente vestidos para lo que se realizaba, una parada militar. Ellos
estaban en la cima de la colina, yo en cambio, estaba pobremente vestido, sumamente
preocupado, apesadumbrado; desde mi punto de vista me sentía como pequeño,
insignificante, tal como se tuvo que sentir David ante la presencia del coloso Goliat. Yo,
viéndolos desde abajo; ellos, imponentes y con toda su fuerza desplegada mirándome
desde arriba. Yo, de contextura pequeña y en un estado total de sumisión; ellos, en su
gran mayoría escogidos por sus tamaños impactantes e impresionantes; ellos, grandes y
erguidos cual triunfadores; yo, debilitado por el hambre, la angustia y el desconocimiento
de mi próximo futuro y del de mi sobrino; ellos, guerreros omnipotentes en plena
celebración de su festín de gloria. Pero algo me acompañaba: mi fe, ésta recubría mi
cuerpo con una aureola de suerte, el fin de mis días aún no había llegado.
Fácil es describir algunos hechos; mucho más cuando se está en un escritorio
acompañado de las comodidades de nuestra era y de la tranquilidad de un hogar. Vivirlos
en su momento, difiere tanto del relato; no es fácil poder acompasar las tensiones con los
hechos de la vida real, los latidos de un corazón desbocado por una acción irreflexiva, sin
posibilidades lógicas de alcanzar una meta por demás insospechada. Pero el cuadro aún
hoy, luego de casi cincuenta años, es lúgubre. Aquellos alemanes todopoderosos, retados
en su momento de gloria por la demencia de un solo judío, el cual debería de tener un
castigo ejemplarizante, o de lo contrario, de no hacerlo, muchos otros perderían su miedo,
su respeto a la autoridad y podrían como ya una vez hicieron, aunarse en un esfuerzo
inusitado, por lo demás loco y de consecuencias fatales, pero que podrían servir como
estandarte de valor y de coraje a otros millones de judíos presos.
Quisiera saber qué pensó el comandante alemán cuando me vio acercarme.
Cuando trato de imaginármelo, pienso que como buen militar tuvo que seguir alguna
estrategia. Dos grandes posibilidades se le presentaron: una, la de ordenar
personalmente mi muerte; la otra era más difícil, dejarme vivir. Muchos testigos estaban
presentes como para ocultar su crimen en caso de seguir la primera posibilidad y al
dejarme vivir cómo explicaría a sus subalternos tal insensatez de su parte.
Por momentos, la gran parada militar detuvo su marcha, el sitio estaba en
silencio. La expectativa era general. Los judíos que habían sido liberados por poseer sus
papeles con constancias justificadas de trabajo, estaban muertos de miedo; ellos
esperaban lo peor, la muerte inmediata, o el simple retorno con los demás prisioneros.
Para los otros judíos, en ese momento no había otra alternativa y ambas eran funestas.
Cuando el comandante supo que la distancia que nos separaba se había
achicado tanto como para que le pudiera oír, gritó; ¡judío!, ¿por qué saltaste?, ¿qué
quieres?. En forma de reverencia, inclinándome, sin mirarle a la cara, le dije:
"Excelentísimo, honorabilísimo y respetado señor; vine a buscar a mi hijo, a mi único hijo,
que está detenido en este campamento y sin él la vida en mi hogar es como la muerte".
Por mi humildad, se dignó seguirme hablando. Públicamente le había tocado la
fibra sentimental, no podría permitirse el lujo de que abiertamente se conocieran sus
instintos e intenciones para con nosotros los judíos. Nosotros de alguna manera sabíamos
cuál sería nuestro fin, aunque, por nuestra fe, alentábamos la posibilidad de un futuro
sacrificado, pero con vida.
El con su experiencia aprovechó esta oportunidad para dejar bien en claro el
humanismo de los alemanes. Su acción de ese día hizo poner en duda lo que los judíos
sabían acerca de los nazis.
Con mucha naturalidad, me preguntó si estaba seguro de que mi supuesto hijo se
encontraba detenido en ese campo. Le dije que sí, que personalmente había acompañado
a los guardias hasta el campamento. Me dijo que habiendo tantos niños detenidos, me
sería imposible encontrarlo. Con la seguridad de un profeta, le dije que a mi hijo lo
encontraría al igual que él a mí en cualquier parte y en cualquier situación. Aceptó el reto.
Digno de su porte y puesto en el alto mando militar, me autorizó a aproximarme a la cerca
y que si encontraba a mi hijo, lo llevara conmigo.
Costumbres de nuestros antepasados han legado los padres a los hijos, algunas
o mejor dicho en su gran mayoría, de ayuda y beneficio para las generaciones venideras.
Otras, las menos, a veces nos han perjudicado. Desde mi más remota niñez, siempre
escuché en mi casa que los judíos no podíamos ni debíamos silbar; era una especie de
pecado, era algo que jamás experimenté. No sabría decirles cuánto deseé en ese
momento, conocer la técnica del silbido. Esa era la única forma posible de comunicarme
con mi sobrino y yo no sabía silbar.
Me encaminé a la cerca en donde estaban reunidos los niños, éstos eran miles;
cada paso que daba, iba reduciendo en mi mente, las posibilidades de encontrar a mi
sobrino y de salvarle la vida. Mientras tanto en el campo se había vuelto a la normalidad;
los militares seguían marchando, el ruido se acrecentaba más y más. No veía salida. No
sabía qué hacer.
De muchacho mi madre nos cantaba una canción todas las noches antes de
dormir, Meayin yehudi ba ¿De dónde viene el judío? Yo no había tenido un trato con mi
sobrino como para conocerlo tan profundamente. Pensé que las costumbres de nuestros
padres, de alguna manera no se perderían, como tampoco se ha perdido nuestra religión.
Supuse que al igual que mi madre nos cantaba esa canción todas las noches, mi hermana
habría adoptado la misma costumbre y que mi sobrino la conocería. ¿Cómo?, ¿de
dónde?, no lo sé, pero como si yo fuera el mejor silbador de la tierra, mis pulmones
soplaron como nunca. La música salió de mis labios de forma tal, que hasta yo mismo me
asombré, aún no me lo explico, fue la primera y la última vez que lo hice.
Mi sobrino, al escuchar la música se incorporó y me buscó. Ese fue el encuentro
de dos seres condenados en un mismo día a la muerte, que regresan del camino de la
oscuridad y vuelven a la vida. Como si fuéramos padre e hijo, nos abrazamos. Desde ese
día, ya no lo consideré más mi sobrino, era mucho más que eso. Abrazados salimos del
campamento; agradecimos al oficial su benevolencia, con muchísimas reverencias y éste
a su vez con una sonrisa pícara nos saludaba en señal de despedida. Su sonrisa decía
mucho, podía leer en su rostro, que lo que nos estaba dando era una pequeña prórroga,
pero que nuestro fin al igual que el de los demás sería el mismo. La muerte.
Vivimos durante nueve meses escondidos en los sótanos de unos edificios semi
destruidos, mis hermanas, mi cuñado, mi sobrino y yo; gracias a muchos amigos como
Bohdan, pudimos sobrevivir, ellos arriesgando su propia vida nos proveyeron de alimentos
y demás.
Habíamos sido apresados y todos logramos escaparnos, escondidos en casa de
mis amigos fuimos trasladados de uno en uno hacia el sector mas dañado por los
bombardeos; tres amigos no judíos nos escoltaban y nos escondían mezclados entre ellos
durante el trayecto. Para los ucranianos descubrir a los judíos era cosa fácil; el temor que
reflejaban nuestros rostros, al igual que la imagen del hambre eran unos de los motivos
que nos delataban con mayor frecuencia.
Cada vez que éramos llevados hacia lo que fue durante tanto tiempo nuestro
escondite, cuando el miedo y el frío nos hacía temblar, el destino se divertía con nosotros.
Para poder llegar al sitio, debíamos de pasar por un paso de trenes. Siempre que
esto sucedía, las barandas de protección estaban bajas, señal de que se acercaba algún
tren. A cada uno de nosotros nos pasó lo mismo, quizás fue una prueba a la amistad,
ninguno de nuestros amigos se acobardó. En mi turno, no solamente la barrera estaba
bajada, sino que un militar ucraniano al vernos se acercó a nosotros, con el frío y todo,
comencé a sudar, temblaba de pavor, me di por preso. Ya, a pocos pasos de mi, me pidió
un cigarrillo. No me imagino cómo no se dio cuenta de mi estado, al tratar de acercarle el
cigarrillo, mi mano y mi cuerpo temblaban y lo peor era que el tren no terminaba de pasar,
la angustia se apoderó de nosotros. Nos dimos cuenta de nuevo, que nadie muere en la
víspera.
Llegado el mes de julio de 1.945 fuimos rescatados, salimos de la ratonera en
que estábamos, nuestros cuerpos estaban deshechos por la falta de ejercicio, la falta de
luz, por el exceso de miedos, temores, por las carencias de todo tipo de cosas y
comodidades, por la falta de alimentación. Pero debo recalcar que ante todo, damos
gracias a Dios todo poderoso porque luego de todas las cosas que nos sucedieron,
logramos pasar vivos los años de la guerra y los cinco miembros de mi familia
fuimos sobrevivientes de ese infierno.

FUENTE: BENEK JELINOWSKI HIRSCHORN

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