You are on page 1of 2

El Arzobispo

de Santiago de Compostela

HOMILÍA en la MISA CRISMAL 30 de marzo de 2010


En este año jubilar sacerdotal tiene un eco especial esta celebración para todos
nosotros, queridos sacerdotes. Recordamos la unción de Cristo que es como aceite
perfumado sobre la Cabeza que desciende sobre todos los miembros de la familia
cristiana hasta la orla del vestido. También los óleos bendecidos hoy se derramarán
sobre los miembros de la Iglesia compostelana, alcanzando a todos los candidatos al
Bautismo y a la Confirmación, a aquellos que este año serán elegidos para el ministerio
sacerdotal, y a los enfermos que pedirán ser confortados en la prueba de la
enfermedad. Esta celebración es epifanía gozosa de la sobreabundancia de la gracia y
de nuestra vital unión con Cristo.

Viene en este día a la memoria nuestra ordenación sacerdotal para que la rutina diaria
no deteriore algo tan grande y misterioso. Recordamos el momento en que el obispo
nos impuso las manos y nos hizo partícipes de este ministerio, diciéndonos: “Dios que
comenzó en ti la obra buena, el mismo la lleva a término”. Con este gesto Jesucristo nos
acogió bajo la protección de sus manos, quedando custodiados en el hueco de ellas y
precisamente así encontrándonos en la inmensidad de su amor. A la vez el Señor nos
pedía nuestras manos que fueron ungidas con la fuerza del Espíritu Santo porque
quería que ya no fueran instrumentos para posesionarnos de las cosas, de las personas,
del mundo, sino para transmitir su impronta divina, dispensar su amor y servir en la
misión encomendada a ejemplo de quien vino a servir y no a ser servido. Hoy
nuevamente se nos pide que pongamos nuestras manos a su disposición. Tal vez en
algún punto de nuestro recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la
pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante la grandeza del Señor y
ante la insuficiencia de nuestra pobre persona para la misión encomendada, hasta el
punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador”
(Lc 5, 8).

O tal vez en más de una ocasión, caminando sobre las aguas a su encuentro, de pronto
sentimos que el agua no nos sostiene y que estamos a punto de hundirnos. Y, como
Pedro, hemos gritado: “Señor, ¡sálvame!” (Mt 14, 30). El Señor sigue dándonos la
mano, sosteniéndonos aunque nos reproche nuestra falta de fe, llamándonos como a
Santiago a ser “sus amigos y testigos”, y fiándose de nosotros, de forma que podamos
hablar y actuar en su persona. ¡Es admirable la confianza del Señor en nosotros!
Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos. De la misma manera que en el
bautismo se nos da una “vestidura nueva”, una nueva comunión existencial con Cristo,
así también en el sacerdocio se da un intercambio: En la celebración de los sagrados
misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo,
sino que habla y actúa en la persona de Cristo.

Ponernos a disposición de Cristo significa identificarnos con su entrega “por todos”,


vivir una comunión de pensamiento y de voluntad con él, que no es algo meramente
intelectual, sino una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también de
actuación. Eso nos pide conocer a Cristo de un modo cada vez más personal,
escuchándolo, viviendo con él, estando con él, dedicando tiempo a la oración y a la

1
El Arzobispo
de Santiago de Compostela

lectura de la sagrada Escritura que ha de hacerse oración, y llevar a la oración. La


actividad pastoral queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e
íntima comunión con Cristo. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración
“porque la oración abre los ojos del alma, le hace sentir la grandeza de su miseria, la
necesidad de recurrir a Dios, le hace temer su debilidad”, escribe el Santo Cura de Ars.
La sociedad, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. En la
actividad sacerdotal nuestras capacidades resultan estériles si falla la oración, capaz de
fecundar la tierra árida del día a día, y no aceptamos la cruz. “Nos lamentamos de que
sufrimos; tendríamos más razón de lamentarnos de no sufrir, pues nada nos hace más
semejantes a nuestro Señor. ¡Oh, hermosa unión del alma con nuestro Señor Jesucristo
mediante el amor a su cruz! Nuestro Señor es nuestro modelo; tomemos nuestra cruz y
sigámoslo”, manifiesta San Juan María Vianney.

Xesús, ao presentarse coma o Unxido de Deus, quere dicir que actúa por misión do Pai
e na unidade do Espírito Santo, e que, deste xeito, doa ao mundo unha nova realeza,
un novo sacerdocio, un novo modo de ser profeta, que non se busca a si mesmo, senón
que vive por Aquel para o que o mundo foi creado. Ser unxido é participar da gloria
de Cristo que é a súa cruz. San Agustín escribía: “Volvamos a aquela unción de Cristo,
a aquela unción que nos ensina desde dentro o que nós non podemos expresar e sexa a
vosa tarefa o desexo. Toda a vida do cristián é un santo desexo”.

Na medida en que somos unxidos pola sabiduría da cruz, anchea o noso corazón
superando os raquitismos espirituais. Aceptar a cruz é participar do amor de Deus.
Neste espírito renovamos as promesas sacerdotais coma expresión da nosa vontade de
percorrer o camiño da santidade en fraternidade, levando os uns as cargas dos outros
nas circunstancias ordinarias da vida e do ministerio. “Aínda que é verdade que
ninguén pode facerse santo en lugar do outro, tamén é verdade que cada un pode e
debe chegar a selo con e para os demais, imitando a Cristo”. Cando Xesús mandou
chamarnos a seguilo foi para que procuraramos a santificación do pobo cristián e a
liberación dos homes da escravitude do pecado. Non cesamos de experimentar
asombro e agradecemento pola gratitude con que nos escolleu, pola confianza que
deposita en nós e polo perdón que nunca nos nega.

A vós, benqueridos membros da Vida Consagrada e leigos, pídovos que


encomendedes as nosas inquedanzas persoais e pastorais. O pobo cristián ten bos
motivos para dar grazas a Deus polo don da Eucaristía e do sacerdocio e orar
incesantemente para que non falten sacerdotes na Igrexa. Todos nos ao lembrar hoxe a
nosa unción sacramental, renovamos o compromiso de difundir sempre e en todas
partes o bo aroma de Cristo. Coa intercesión do santo Cura de Ars e do apóstolo
Santiago tamen nós dicimos: Podemos beber o cáliz do Señor. Que María, raíña dos
apóstolos, nos obteña a graza da unción divina para anunciar a Boa Noticia e o Ano de
graza do Señor.

+Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago de Compostela

You might also like