You are on page 1of 47

Del hogar a las urnas

Recorridos de la ciudadanía política femenina


Argentina, 1946-1955

Adriana María Valobra


Del hogar a las urnas
Recorridos de la ciudadanía política femenina
Argentina, 1946-1955

Adriana María Valobra


Rosario, 2010
Adriana María Valobra
Del hogar a las urnas: recorridos de la ciudadanía política femenina: Argentina,
1946-1955. - 1a ed.- Rosario: Prohistoria Ediciones, 2010.
198 p.; 23x16 cm. - (Historia & cultura; 3)
ISBN 978-987-1304-54-7
1. Ciudadanía. 2. Derechos Políticos. I. Título
CDD 323

Fecha de catalogación: 12/03/2010

colección historia & cultura - 3

Composición y diseño: Marta Pereyra


Edición: Prohistoria Ediciones
Diseño de Tapa: Marta Pereyra
Fotografía de tapa: Mundo Peronista, 1º de diciembre de 1951, p. 15.

Este libro recibió evaluación académica y su publicación ha sido recomendada por reconoci-
dos especialistas que asesoran a esta editorial en la selección de los materiales.

TODOS LOS DERECHOS REGISTRADOS


HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11723
© Adriana María Valobra

© de esta edición

Tucumán 2253, (S2002JVA) – ROSARIO, Argentina


Email: prohistoriaediciones@gmail.com prohistoriaediciones@yahoo.com.ar
Website: www.prohistoriaediciones.com.ar
Descarga de índices y capítulos sin cargo: www.scribd.com/PROHISTORIA

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su diseño tipográfico y de


portada, en cualquier formato y por cualquier medio, mecánico o electrónico, sin expresa
autorización del editor.

Este libro se terminó de imprimir en ART Artes Gráficas, San Lorenzo 3255, Rosario, en el mes
de marzo de 2010. Tirada: 500 ejemplares.
Impreso en la Argentina
ISBN 978-987-1304-54-7
Índice

Agradecimientos................................................................................................. 11

Introducción.............................................................................................. 13

CAPÍTULO I
Propuestas, debates y concreciones.................................................................... 27

CAPÍTULO II
Dimensiones biográficas y prácticas públicas ................................................... 65

CAPÍTULO III
La Unión Cívica Radical y la organización política de las mujeres................... 87

CAPÍTULO IV
El Partido Comunista Argentino y la estrategia dual
de organización femenina................................................................................... 113

CAPÍTULO V
Las legisladoras peronistas. Representación, memoria y poder ........................ 139

Consideraciones finales...................................................................... 167

Bibliografía......................................................................................................... 175
Siglas más utilizadas

JV Junta de la Victoria
MIR Movimiento de Intransigencia y Renovación
PCA Partido Comunista Argentino
PDN Partido Demócrata Nacional
PPF Partido Peronista Femenino
PSA Partido Socialista Argentino
UAM Unión Argentina de Mujeres
UCR Unión Cívica Radical
UD Unión Democrática
UMA Unión de Mujeres de la Argentina

Publicaciones
LSR La Semana Radical
LV La Vanguardia
LVF La Vanguardia Femenina
MP Mundo Peronista
NM Nuestras Mujeres
NP Nuestra Palabra
Agradecimientos

L
os primeros pasos de este libro comenzaron con un interés casi compulsivo
por conocer el pasado y su resultado es fruto del trabajo que realicé gracias
a las becas de la Universidad Nacional de La Plata, avalada por el Centro de
Investigaciones Socio Históricas dirigido, en ese momento, por el Dr. José Panettieri.
Afortunadamente, cuando me presenté a esas becas, no tenían límite de edad y, en la
senectud de mis treinta años, siendo madre de un hijo y con otro en camino, me po-
sibilitaron aprender esta labor, impensable para quien transcurrió su infancia en una
pieza de inquilinato en Flores con capitales culturales tan ajenos a la academia. Desde
entonces, me he dedicado a esta tarea con apasionamiento porque no entiendo otra
forma posible de conocer si no es con esa fogosidad efusiva. En este largo aprendizaje
también ha habido una gran cuota de esfuerzo, mucha suerte y personas que me acom-
pañaron. A esas personas dedico estas páginas.
El proceso de investigación que origina este libro no hubiera sido posible sin las
entrevistadas y los entrevistados que me permitieron abordar aristas originales y me
enriquecieron con la maravillosa experiencia de sus vidas. También, quiero agradecer
a quienes animan los archivos y bibliotecas por los que he escudriñado porque son
soportes fundantes de la labor historiográfica.
La obra en su conjunto es producto de un pensar cotidiano a lo largo de estos
años con Javier Balsa y Dora Barrancos, codirector y directora, respectivamente. La
reorganización de la tesis para este libro es deudora de las agudas observaciones de
Javier. Dora me brindó su vasto conocimiento, su voluptuosa imaginación para fa-
vorecer interpretaciones y su generosidad en todos los emprendimientos. Ha sido un
hallazgo conocer que aquella pluma que admiraba estaba animada por este espíritu
indómito, sensible y con tanto don de gente.
En el libro, además, tomé nota de las pertinentes sugerencias del jurado de la
tesis: Mirta Lobato, Waldo Ansaldi y Claudio Panella. Mis queridas alumnas Nadia
Ledesma Prietto, Gisela Manzoni y María Eugenia Bordagaray aportaron la crítica
desenfadada de las nuevas generaciones y su inagotable paciencia para ayudarme en
los detalles. Asimismo, mis colegas, docentes y “amigas históricas” contribuyeron
con fuentes, materiales y comentarios para la pesquisa. Quiero hacer un agradeci-
miento particular a quienes colaboraron en la última etapa de esta investigación que
se conecta con repensar la tesis para convertirla en este libro. A las siempre solícitas
Cecilia Corda y Milena Sesar, los oportunos y alentadores comentarios de Hernán
Camarero, la colaboración fundamental de mi querida Sol Peláez para comprender
la relación entre identidad y representación y la lectura crítica de Graciela Queirolo,
con quien nos hemos permitido un hermoso reencuentro. Un lugar especialísimo lo
12 Adriana María Valobra

tiene Karina Ramacciotti, lectora incansable, implacable, puntillosa, inteligente, ge-


nerosa y animosa de este libro, fue mi motor fuera de borda en un trabajo que a veces
me sumió en incertidumbres –las mías, las suyas, las nuestras– y otras, me encontró
exhalando briosas arremetidas en las que ella fue decisiva. Me emociona sentir que,
en cada momento, Karina alimenta con su amistad la alegría de soñar y andar juntas
los caminos de la vida.
A mi mamá Mirta, mi papá Sergio, mi abuela Nelly, “la anónima heroína de la
cabellera apasionada”, mis hermanos Pablo y Gonzalo, mi hermana Karina y mis
sobrinos, Tomás y Ulises, mis gracias porque me han acompañado en mis desespera-
ciones esperando contribuir a mi felicidad como mejor premio. Mi amor a mis hijos,
Santiago y Ezequiel, que iluminan mis días como dos soles y que han sido solícitos
asistentes en casa y en las bibliotecas para que “su” mamá termine ese desafío a su
paciencia que fue la tesis y, cuando ya lo creían terminado, ¡vino el libro! Y al que
Pablo-amo porque me estimula a la investigación –a veces a su pesar– y cuando no
lo hace, es estimulante para mí empecinarme y contradecirlo; me ayuda cuando no lo
necesito y necesita mi ayuda aún cuando no quiero dársela; está en la tarea cotidiana
de alegrías y sudestadas y me sorprendo amándolo intensamente cada día desde hace
dieciocho años.
Finalmente, Darío Barriera, junto con quienes conforman la editorial Prohistoria,
y un PIP-CONICET me han permitido materializar –con compromiso y respeto por
el quehacer historiográfico– mi investigación en esta obra que hoy llega a lectoras y
lectores, a quienes también va dirigido mi agradecimiento por elegir este libro que
aspiro contribuya a nuevas reflexiones sobre nuestra historia.
Introducción

E
n 1878, en el diario El Zonda de San Juan se publicó un artículo en el que ima-
ginaba cómo sería en el futuro la actuación política de las mujeres. Se suponía
que un conjunto de damas conversaban en un café exclusivo para ellas en un
barrio aristocrático de la Capital. Allí, la discusión giraba en torno al hecho –imagina-
do por el medio– de que las mujeres se aprestaban a elegir sus candidatos para futuras
elecciones. Según afirmaba una: “Elevar a la presidencia al hombre más feo de la
República. ¡Jamás! Nuestras Conquistas sociales peligrarían rigiendo nuestros
destinos un hombre para el cual ningún atractivo ofrece ya nuestro sexo, porque ade-
más de ser feo como Picio, es viejo como Matusalén”. Otras sostenían que los jóvenes
prometían completar “…la regeneración social de la mujer comenzada hace pocos
años, y nos concederá nuevos derechos políticos, de los que pretenden injustamente
despojarnos los gobernantes viejos y achacosos…”. Las pulsiones libidinales apenas
se disimulaban en aquellos alegatos. El periódico especulaba con que las mujeres
obtendrían derecho a votar en el año 1900 y, por ende, debatirían en torno de las
candidaturas que mejor las representaban, pero que lejos estaban de poder actuar en
las instancias representativas. Para terminar, en El Zonda se dudaba del interés que
despertaba el derecho al voto entre las mujeres cuando ponía en boca de una “las más
no irán a votar” pues “se armará la gorda”,1 con lo que daba a entender que las mujeres
rehuían de los espacios de conflicto que entonces caracterizaban la vida política.
Ciento treinta años después, todavía podemos encontrar argumentos semejan-
tes, aunque un fenómeno de notable singularidad se registra, especialmente, desde
el regreso de las democracias a América Latina en los años 1980 y contesta aquella
fantasiosa idea del periódico sanjuanino. Las mujeres ocupan lugares destacados en
la política y encabezan, asimismo, movimientos –algunos de los cuales son exclusi-
vamente femeninos. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo han sido, tal vez, el co-
lectivo femenino que mayor visibilidad ha alcanzado en la lucha por los derechos hu-
manos. Además, desde los más tradicionales espacios de disputa política, los partidos,
las mujeres pasaron de la invisibilidad en las listas electorales a conseguir un sitial
en las cámaras legislativas o en los cargos ejecutivos más altos, como la Presidencia
de la Nación. Sin embargo, mientras algunas mujeres avanzan en el afianzamiento de
ciertas dimensiones de su ciudadanía, otras –desencantadas de los magros resultados
que les ha brindado la misma– se suman a un grupo creciente de personas que eligen
no ejercer sus derechos y deberes ciudadanos formales. Algunas, por imposiciones del
sistema social que orilla a una marginalidad en la que es imposible sortear los costos

1
El Zonda, 6 de noviembre de 1878, p. 3. Se modificó la ortografía original del texto.
14 Adriana María Valobra

de esa participación. Otras, como forma de afirmar su volición ciudadana. En ninguno


de esos casos, el alejamiento de los ámbitos formales considera apoyar un sistema
autoritario, sino que parece instalarse un sentido de la ciudadanía –en la expresión de
Hanna Arendt– como el derecho a tener derechos, que incluso puede considerar un
renunciamiento voluntario –quizá momentáneo.
Resulta muy difícil comprender estos fenómenos sin explicaciones sobre sus ge-
nealogías. Las que hoy parecen nuevas formas de ganar poder, es decir, de empode-
rarse, se enlazan en la urdimbre del pasado sobre la que se teje un largo proceso de
disputas y negociaciones en torno a la ampliación de la ciudadanía, en particular, de
las mujeres. Precisamente, en este libro analizaré un momento de crucial importancia
para la ciudadanización: la sanción de la ley de derechos políticos femeninos de 1947,
durante el primer gobierno peronista, y sus consecuencias en esa coyuntura política,
un momento complejo de analizar para la historiografía en función de las tensiones en
torno a las ampliaciones y restricciones de la ciudadanía política.

Debates historiográficos sobre ciudadanía y peronismo


Podríamos pensar que la noción de ciudadano en la historia argentina cobra relevancia
a partir de la Revolución de Mayo, en la que se registra un pasaje de súbditos a ciuda-
danos (Cansanello, 2003). Desde el retorno de la democracia, la investigación histó-
rica ha desentrañado distintos aspectos del proceso de ciudadanización. Sin embargo,
la ciudadanía política femenina persiste como un tema colateral, lo cual se contrapone
con la frondosa literatura que ha indagado las profundas raíces del proceso de movi-
lización ciudadana, el carácter disruptivo del voto, los mecanismos implementados
para el juego político, la sociabilidad política, la aparición de los primeros partidos
en Argentina y la impronta cultural en las prácticas cívicas, aún hasta mediados del
siglo XX.2 En efecto, la historia de las mujeres y los estudios de género contribuyeron
tangencialmente a esa discusión respecto de los sucesos de configuración de la ciuda-
danía política en el siglo XIX. En algunas obras se resaltaron las biografías y acciones
de algunas mujeres, particularmente, las líderes de partidos y movimientos políti-
cos.3 En otras investigaciones, enfocadas en la etapa de consolidación de la llamada
Argentina moderna, se vislumbraron nuevas interpretaciones respecto del estado de
debate académico y se estableció el modo en que ciertos dispositivos configuraron
un rol para mujeres y varones a la vez que definieron lo que debía considerarse anó-
malo o teratológico, particularmente en una relectura del proceso de modernización
y conformación del Estado nacional a fines del siglo XIX y principio del XX.4 En

2
Entre otros, cfr. Botana (1977); Rock (1977); González Bernaldo (1987); Gutiérrez y Romero (1995);
Sábato (1998a; 1998b); Ternavasio (2001); de Privitiello (2003); Bisso (2005); Persello (2007); Ferrari
(2008).
3
Entre otras, Sosa de Newton (1967); Calvera (1986), Auza (1988); Fletcher (1994); Sáenz Quesada
(1995); Masiello (1997).
4
Entre otras, Bao (1993); Salessi (1995); Ben (2000); Nari (2004); Queirolo (2006).
Del hogar a las urnas 15

esa renovación del campo, algunas investigaciones presentan aristas de la ciudadanía


política al resaltar el involucramiento colectivo en lo laboral-sindical, la beneficencia,
el feminismo y la acción política en general y partidaria en especial, y las relaciones
de esos movimientos y el sufragismo.5
La indagación de la ciudadanía política de las mujeres parece haberse reactivado
en relación con el estudio del peronismo, aunque sólo en lo referido a algunas dimen-
siones. Ello se conjuga con los recorridos historiográficos que han utilizado la catego-
ría para preguntar sobre distintos procesos de subjetivación política. En efecto, los pri-
meros estudios que intentaron comprender el peronismo se enfocaron en sus aspectos
ideológicos, fundamentalmente en definir su carácter fascista, dictatorial o populista,
según fueron mutando las interpretaciones (Viguera, 1993). En esas lecturas se enten-
dió que el peronismo no presentaba las características clásicas de la democracia –al
menos las idealizadas– y fue comprendido por muchos como su antítesis. Asimismo,
en esas investigaciones, la noción de ciudadanía no fue utilizada para referirse a las
masas movilizadas por Perón –que tampoco se comportaban como se esperaba de los
ciudadanos ideales– y se reservó la denominación de ciudadanía para las intervencio-
nes de la oposición. La visión de Gino Germani fue la madre nutricia de esa estrecha
relación. El sociólogo comprende el peronismo a partir de un esquema de transición
de una sociedad tradicional a una moderna, en términos socioeconómicos, que debía
ser acompañada por la forma política democrática. Según Germani, ello no sucedió
y bajo el gobierno peronista, al que apoyaron, los migrantes recientes configuraron
una ciudadanía irracional y con escasa tradición política por lo que fracturaron sus
derechos políticos al delegar su voluntad de manera irrestricta en el líder, a cambio de
obtener los derechos sociales (Germani, 1968).
Las críticas a Germani se enfocaron en el uso que éste hizo de nociones que
imponían una dicotomía simplista a una sociedad mucho más rica en matices.6 Sin
embargo, y a pesar de dar nuevos bríos al tema, las investigaciones suscitadas a partir
de esos reparos a las tesis de Germani también tuvieron sus problemas, entre otros, se
enfocaron en exceso en los grupos más dinámicos dentro del movimiento sindical que,
con mucho, no era mayoritario entre los obreros.
Una lectura distinta de estas interpretaciones fue ofrecida por Luis Alberto Ro-
mero y Leandro Gutiérrez quienes miraron el período entreguerras con la intención

5
Entre otras, D’ Antonio (2000); Lobato (2001 y 2007); Nari (2004); Palermo (2007 y 2009); Barrancos
(1993, 2008 y 2009); Guy (2009); Lavrín (1997); Cosentino (1984); Henault (1983); Mac Gee Deutsch
(1993); Barrancos (2001, 2005 y 2008). El anarquismo jugó sus ideas fuera de las lógicas formales del
sistema político, articuló otras nociones de ciudadanía e impugnó a las sufragistas durante todo el pe-
ríodo. Las militantes ácratas cuestionaron a sus propios compañeros cuando identificaban los mismos
prejuicios que criticaban. Sobre el anarquismo y las disputas con el sufragismo, Cfr. Molineaux (1986);
Barrancos (1993); Guzzo (2003); Calzetta (2005).
6
Aportes sustanciales al debate en Murmis y Portantiero (1969); Torre (1988; 1990; 1995); Laclau
(1978); Mora y Araujo y Llorente (1980); Miguens y Turner (1988).
16 Adriana María Valobra

de encontrar claves para desentrañar la lógica de las prácticas políticas en la relación


entre ciudadanía e identidad. Según su estudio, entre los años 1920 y 1940 había una
sociedad moderna en términos socioeconómicos que se correspondía con dinámicos
sectores populares en los que habrían anidado la democracia y una cultura política que
permitió resistir los embates autoritarios del período. Sobre esa cultura preexistente
operó el discurso de Perón que “…fue eficaz en tanto incluyó elementos de reconoci-
miento y de autodefinición los cuales debieron ser elaborados por los sectores popu-
lares en un proceso prolongado y complejo…” (Gutiérrez y Romero, 1995: 9). Ello
explica, para estos autores, la racionalidad y el pliegue a la movilización organizada
desde el Estado por el peronismo.
Sin embargo, la noción de una ciudadanía activa y racional encuentra límites en
otras interpretaciones propuestas por el mismo Romero cuando sostiene que “…el
peronismo sesgó sistemáticamente los ámbitos de participación autónoma, ya fueran
estos apartidarios, sindicales o civiles, y tuvo una tendencia a penetrar y ‘peronizar’
cualquier espacio de la sociedad civil...” (Romero, 1994: 153). El peronismo, no obs-
tante, combinó esas acciones con la concreción de “…un vigorosísimo movimien-
to democratizador, que aseguró los derechos políticos y sociales de vastos sectores
hasta entonces al margen, culminando con el establecimiento del voto femenino y la
instrumentación de medidas concretas para asegurar a la mujer un lugar en las ins-
tituciones…” (Romero, 1994: 154). Para el autor, las prácticas activas y autónomas
de la ciudadanía de entreguerras fueron obstruidas durante el peronismo. En sintonía
con esa idea, Mariano Plotkin alude a la ilusión de consenso creada desde el Estado
peronista, que se sirvió de los rituales políticos para reforzar su carácter unitario (Plo-
tkin, 1994: 129). Así, ambos vigorizan la idea de que durante ese período se gestó una
ciudadanía pasiva.
En contraposición, Daniel James resaltó la importancia de los conceptos de ciu-
dadanía, derechos políticos e igualdad –de raigambre liberal y radical– en el discurso
de Perón, el cual tuvo gran resonancia popular, debido a la exclusión política previa.
La atracción ejercida por el peronismo se fundó en la articulación, en una sola lógica,
de la ciudadanía política y la social –antes esferas estancas. En ese sentido, James dis-
cute el supuesto de Germani acerca de la cesión de los derechos políticos para obtener
los sociales. Finalmente, el autor combinó la noción de refundición política y social
con la categoría “estructura de sentir” para señalar cómo la racionalidad y la sensibi-
lidad operaron en la construcción de la ciudadanía durante el peronismo y cómo ello
inhibe las ideas de mera manipulación (James, 1990).
A pesar de las diferencias interpretativas, los autores analizados tienden a la ho-
mogeneización de los sujetos sociales en los que se centran; ora los sectores populares,
ora la clase obrera, ora los obreros migrantes... En estos sujetos quedan fagocitadas las
mujeres y, de ese modo, en las citadas indagaciones se tiende a naturalizar la división
Del hogar a las urnas 17

sexual del trabajo y a minimizar la heterogeneidad de las experiencias de esos sujetos


sociales y las relaciones establecidas entre ellos.7
Las investigaciones sobre mujeres han reforzado algunas de las posturas mencio-
nadas al tiempo que han abierto líneas sobre la concepción de la ciudadanía política
femenina. En particular, en relación con la sanción de la ley de derechos políticos de
las mujeres de 1947, Marysa Navarro sostiene que Evita hizo poco por sancionar la
ley de derechos políticos femeninos y estuvo más abocada a estructurar el Partido
Peronista Femenino con el fin de servir a Perón para movilizar a las masas en su fa-
vor.8 Para la autora, las feministas sufragistas del período de entreguerras no jugaron
ningún papel en la discusión sobre los derechos políticos que antecedió a la sanción
de la ley 13010 en 1947, pues habrían perdido cierta legitimidad para tomar la palabra
al alinearse en la Unión Democrática (en adelante, UD), lista opositora derrotada en
las elecciones de 1946 (Navarro, 1994). Así, Navarro sigue la tesis de Romero acerca
de que el peronismo sesgó las posibilidades de desarrollo del movimiento político pre-
vio, pero refuerza la importancia de los propios traspiés de las feministas sufragistas
en ese silenciamiento.
Un segundo grupo de investigaciones se concentra en la movilización política du-
rante el período peronista y señala que Evita tuvo un lugar preeminente en el manejo
del Partido Peronista Femenino (en adelante, PPF) dominado por una férrea sujeción
verticalista que se evidencia en el invisible rol de las mujeres peronistas.9 El análisis
sobre las segundas líneas militantes y la actuación de mujeres en las legislaturas ocupa
un lugar incipiente en la bibliografía, aunque promete nuevas lecturas para compren-
der la dimensión representativa de la ciudadanía y la ruptura de modelos de género.10
Las investigaciones coinciden en afirmar que Evita postuló un discurso tradi-
cional que reprodujo los cánones hegemónicos sobre las mujeres, aunque incentivara
con su actuación una práctica política de ruptura (Di Liscia, 1997; Acha, 2005). En
discusión con ello, otras líneas se refieren a la heterogeneidad discursiva no ya sólo
de Evita –de quien resaltan el carácter ruptural– sino del peronismo en su conjunto y
señalan las diferentes miradas que coexistieron sobre las mujeres en mediadores e ins-
tituciones peronistas.11 Particularmente, en relación con los derechos políticos de las
mujeres, Silvana Palermo ha establecido que los debates legislativos durante el pero-
nismo develan la importancia política de la identidad sexual. Al discurso clásicamente
liberal del radicalismo o del socialismo y al tradicional de los conservadores –ambos

7
Salvo algunas observaciones sobre las políticas de Estado hacia las mujeres (Pastoriza y Torre, 2002) y
un intento de subsanar sus propios silencios (James, 2004). Recientemente, se ha cuestionado la noción
misma de justicia social a partir de omisiones como el seguro de maternidad (Ramacciotti, 2004).
8
La tesis contraria postula la influencia de Evita en la sanción de la ley 13010 (Dos Santos, 1983).
9
Entre la extensa producción, Guivant (1985); Sanchís y Bianchi (1988); Plotkin (1994); Barry (2009).
10
Cfr. Zink (2000, 2001 y 2003); Rodríguez (2001); Heyaca (2003); Guivant (1985); Peláez y Valobra
(2004).
11
En particular, Barrancos (2002); Ramacciotti y Valobra (2004); Valobra (2009); Palermo (en prensa).
18 Adriana María Valobra

anclados en el deber ser y las prácticas racionales– se opuso el del peronismo, basado
en la noción de derechos y en la sensibilidad política (Palermo, 1998).
Es posible abordar estos recorridos historiográficos como una lectura de larga
duración que sugiere un trasfondo de debate –a veces, implícito. La visión de una
ciudadanía organizada por fuera de los marcos institucionales –no siempre amplios e
inclusivos– entronca con algunas propuestas analíticas que intentan explicar la mo-
vilización de la ciudadanía durante el período de entreguerras. Ese lapso temporal ha
tomado entidad propia y se ha intentado analizarlo por sí mismo despojando los fines
teleológicos que se le impusieron en pos de que explicara el fenómeno peronista que
vendría luego (Bisso, 2005). Así, parte de la producción reciente ha intentado demos-
trar que previamente al peronismo había una activa sociedad civil cuya ciudadanía
poseía variadas vías de expresión –asociacionismo, partidos y movimientos políticos,
entre otras– que, cimentadas en el siglo XIX, conformaban tradiciones potentes y
consolidadas.
La lectura de nuestra historiografía devuelve una investigación espasmódica en
lo que se refiere a los sujetos de ciudadanía. En general, la producción ha enfocado
ciertas prácticas –especialmente, las masculinas– y ha tendido a presentarlas como
universales. En ese sentido, ciertos aspectos de la ciudadanía se han iluminado tanto
como se han oscurecido otros. Por su parte, la historia de las mujeres y género ha
tenido sus propios escollos a la hora de abocarse a la intelección de algunos aconteci-
mientos históricos de singular trascendencia en relación con ese tema y la agenda de
investigación presenta aún importantes vacíos. En algunos casos, las tareas de visibi-
lización y precisión acontecimental aún no se han resuelto.12 Además, el lugar privi-
legiado que han tenido las dirigentes destacadas ha dejado vacante el estudio de las
estructuras partidarias femeninas. Asimismo, la historia de las mujeres ha establecido
una periodización ciertamente inflexible, 1890-1940, sobre la que preferentemente
se ha trabajado. Ésta, a la vez, se ha convertido en un dato cuyos límites no necesi-
tan justificación y, por cierto, antecede a cualquier problema planteado, lo que limita
artificialmente el recorrido histórico.13 De allí, la concentración en las novedades del
peronismo (que, sin duda, exigían indagaciones) y, salvo excepciones, la falta de diá-
logo con los recorridos previos. Los derroteros de las mujeres a lo largo de la primera
mitad del siglo XX parecen quebrarse con la llegada del peronismo y un silencio apa-
rece al preguntar qué sucedió con las dinámicas militantes de partidos y movimientos

12
Por ejemplo, aún se desconocen hitos sobre el proceso de ciudadanización de las mujeres, como el caso
de San Juan o Santa Fe. La fecha misma de obtención del sufragio municipal oscila entre 1862; 1856;
1878 y 1912 (Videla, 1981; Ramella de Jeffries, 1982; Gómez y Miranda, 2006). Las fuentes electo-
rales discriminadas por sexo sólo confirmarían una fecha posterior a 1878. Con todo, falta conocer
quiénes impulsaron el sufragio femenino, desde qué posturas lo hicieron, qué conflictos implicó, cómo
lo recibieron las mujeres, cuántas votaron, entre otros aspectos.
13
Parte de ello se explica por el seguimiento de las hipótesis de Nancy Stepan sobre la eugenesia y su
impacto de género (Stepan, 1991).
Del hogar a las urnas 19

políticos, con las feministas y las sufragistas, una vez que las mujeres alcanzaron los
derechos políticos. Asimismo, todavía se desconocen los posicionamientos respecto
de los derechos políticos y las nociones de ciudadanía barajadas durante los gobiernos
peronistas y las implicancias de esas visiones en las prácticas en distintos ámbitos de
poder político. En otro plano, tampoco se ha indagado sobre qué construcción rea-
lizaron de la ciudadanía política las mujeres más anónimas de aquella sociedad. En
este sentido, conforme se viene dando en otras investigaciones, la presente obra revela
la vitalidad que la indagación sobre este período puede insuflar para comprender la
versatilidad de interpretaciones sobre la ciudadanía y viceversa.

Repensar categorías desde la perspectiva de género


Como hemos precisado en el apartado anterior, los estudios de mujeres parecen obe-
decer a preguntas diferentes de las formuladas por la historiografía y han tenido pare-
jos inconvenientes para superar sus marcos (Barrancos, 2005; Valobra, 2005a). Ello se
conecta con un uso nominal del concepto de género que, en realidad, se ha enfocado
en las mujeres naturalizando una esencia identitaria. En este libro, se intenta superar
ese problema tratando de discutir las interpretaciones existentes a partir de la clásica
definición de género de Joan Scott.14
A la luz de esa conceptualización, cobra primacía revisar tanto la teoría como las
interpretaciones factográficas con el objetivo de delimitar qué aporta esta investiga-
ción al estado de otras que se realizan en la actualidad y para proveerle a ella perspec-
tivas, desde donde volver a escudriñar el tema (Saltalamacchia, 1997).
En términos metodológicos, se combinaron las dimensiones con las que Scott
aborda el concepto de género con un conjunto de otras que constituyen la noción de
ciudadanía. En ese sentido, las claves sobre las que bascularán las interpretaciones de
género de este libro implican puntualizar cuatro aspectos:

“…los símbolos culturalmente disponibles, los cuales evocan repre-


sentaciones múltiples (y a menudo contradictorias) [...] y conceptos
normativos que definen las interpretaciones de los significados de los
símbolos, que intentan limitar y contener sus posibilidades metafóri-
cas. Estos elementos se expresan en las doctrinas religiosas, educativas,
científicas, legales y políticas, a través de las cuales se afirma el signi-
ficado de varones y mujeres, de lo masculino y femenino…” (Scott,
1993: 35).

14
Entiendo por género “…un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias
que distinguen los sexos; y es una forma primaria de relaciones significantes de poder…”. Scott (1993:
35).
20 Adriana María Valobra

Estas dos dimensiones, la de las relaciones sociales de género y la simbólica, se vin-


culan con la noción de política y las instituciones sociales de manera de restituir el
debate y el proceso de construcción de acuerdos y posiciones disonantes. La última
dimensión de la categoría de género es la “identidad subjetiva” que devuelve la expe-
riencia biográficamente condicionada.
Esa lectura será concurrente con la operacionalización de la noción de ciudada-
nía. Esta conceptualización debe mucho a Thomas Marshall quien la definió como un
status jurídico que garantizaba el acceso a tres tipos de derechos: civiles, políticos y
sociales (Marshall y Bottomore, 1998). Los ecos de su trabajo han permitido sentar
ciertas definiciones así como generar debates de creciente complejidad sobre su uso
en relación con la historiografía argentina (Suriano, 2004).
En este trabajo, retomaré la definición de ciudadanía política de Marshall, com-
prendida como “…el derecho a participar en el ejercicio del poder político como
miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miem-
bros. Las instituciones correspondientes son el parlamento y las juntas del gobierno
local…” (Marshall y Bottomore, 1998: 22-23). Estos espacios privilegian ciertos me-
diadores institucionalizados tales como los partidos políticos.15 Sería estéril otear la
construcción de la ciudadanía política obviando esas instancias que –aún con su sesgo
masculino– fueron un ámbito en el que las mujeres disputaron y reclamaron el reco-
nocimiento de sus derechos políticos.
Ahora bien, retomar esas dimensiones de la definición marshalliana no me ha in-
hibido de complementarla con ciertos aspectos cruciales que este autor no ha tomado
en cuenta y que lo han hecho especialmente criticado.16 De los cuestionamientos a las
características del ciudadano, interesa resaltar los relacionados con las nociones de
universalismo, igualitarismo e individuación.17 La modernidad hizo abstracción de la
corporeidad y de la biografía del sujeto para convertirlo en ciudadano. Sin embargo,
ese desplazamiento encubría un grupo dominante que elaboraba un sujeto prototípico
a su imagen: “el hombre”, idealmente abstraído, y no la mujer, cuya corporeidad, vista
como cambiante y contrapuesta a la de los hombres –que se suponen siempre iguales
a sí mismos, aunque sean, en definitiva, tan cambiantes como aquéllas– no se incluye
en la universalidad a la que se hace referencia, aunque sí puede juzgársela en función
de ella. Las teóricas feministas han señalado que el Estado oculta un sujeto masculi-
no, propietario y blanco que hace valer sus particularidades como intereses generales

15
En sentido amplio, los estudios sobre los partidos políticos revelan cómo su intervención estaba re-
lacionada con luchas específicas de la ciudadanía en la faz política en la que, además de la llegada
al gobierno, se ponían en juego ciertas demandas sociales insatisfechas. La veta de las tipologías es
desarrollada por Michels (1979) y Sartori (1997) y la sociohistórica por Duverger (1957) y Panebianco
(1995).
16
Cfr. Barbalet (1993); Held (1997); Turner (1994); Kymlicka (2000) y Van Steenbergen (1994).
17
Entre otros, Walzer (1970 y 1993); Capella (1993); Habermas (1994); Pateman (1992); Andrenacci
(1997 y 2003).
Del hogar a las urnas 21

y, como tal, domina no sólo sobre otros hombres sino también sobre las mujeres, lo
que se denomina patriarcado (MacKinnon, 1995). Es decir, el concepto de ciudadanía
supuso, a lo largo de la historia, no sólo una relación de pertenencia de ciertos suje-
tos a la comunidad política, sino también una categoría excluyente, tal el caso de las
mujeres (Sánchez Muñoz, 2000). Sin embargo, ninguna de las críticas parece refutar
las tres dimensiones con las que Marshall conceptualizó la ciudadanía sino, más bien,
establecer otras nuevas –muchas de las cuales surgen a la luz de problemas históricos
propios de la sociedad actual. Asimismo, la asociación marshalliana entre ciudadanía
política e instituciones de gobierno tampoco ha sido descartada sino que ha exigido
dar cuenta de la acción política en un sentido más amplio y superador de las norma-
tivas prescriptivas que emanan desde el Estado.18 En este sentido, el reconocimiento
de la acción de los sujetos como dinamizadores de la esfera pública no impugna que
las acciones emanadas del ámbito gubernamental contribuyan a definir la ciudadanía
política en tanto exigen cierto tipo de prácticas. En muchos casos, entonces, las discu-
siones no parecen contradictorias, sino concurrentes y tendentes a completar la noción
de ciudadanía política.
Finalmente, dos aspectos conectados entre sí han sido puestos como dimensiones
insoslayables a la hora de analizar la ciudadanía de las mujeres en esta investigación:
la diferencia sexual y su significación política en la separación entre esfera pública y
privada, política y civil.19 Según Carole Pateman, la sociedad civil que, en principio,
incluye lo privado, se escinde y pasa a ser sólo lo público, mientras lo privado queda
como natural y opuesto a lo civil-social. Las mujeres participan en la esfera privada
que “…es parte de la sociedad civil pero está separada de la esfera ‘civil’. La anti-
nomia privado/público es otra expresión de natural/civil y de mujeres/varones”. Esta
distinción de esferas no tiene las mismas implicancias para hombres y mujeres. Estas
últimas quedan adscriptas al mundo privado, mientras los hombres traspasan ambas
esferas y “…el mandato de la ley del derecho sexual masculino [patriarcado] abarca
ambos reinos” (Pateman, 1995: 22).
Dicho esto, la ciudadanía no se resumiría entonces en un conjunto de atributos
legales sino que también abarcaría una actividad que es la contrapartida necesaria para
su realización y que es independiente del status legal. En este sentido, el concepto de

18
Varios autores han señalado que la condición de ciudadanía excede el status e implica una práctica,
aún en ausencia de dicho status legal (Giddens, 1982). Turner ha diferenciado una ciudadanía activa
–deseable– y otra pasiva receptora de los derechos (Turner, 1993). Cfr. también Murilo de Carvalho
(1995). Recientemente, en los estudios que analizan los movimientos sociales y políticos, se considera
que éstos forman carriles de expresividad más genuinos que los partidarios y se rescata una identidad
política que trasciende las dimensiones legales/institucionales con las que comúnmente se piensa la
ciudadanía política. Cfr. Melucci (1998); Tarrow (1997); Offe (1992); Cohen y Arato (2000); Tilly y
Tilly (1981).
19
El primer gran cuestionamiento a esta dicotómica escisión provino del feminismo de los años 1970 con
la frase “lo personal es político” que quebró el esquema liberal cuando incluyó lo personal en la esfera
pública. Cfr. Moller Okin (1989); Jelin (1997); Agra Romero (2000).
22 Adriana María Valobra

ciudadanía que proponemos abre una exploración de nuevos territorios que aluden no
sólo a la construcción que hace el Estado sino a la apropiación que de él realizan las
mujeres y las demandas que pretenden que aquél satisfaga, si creen que debe hacerlo
o si, por el contrario, pueden elaborar sus propias alternativas (Vargas, 1996/7). Una
consecuencia de esta línea que aquí intentaremos avizorar propicia la inclusión del
concepto de ciudadanía en las consideraciones de la esfera privada, la cual debe ser
rearticulada fluidamente con la esfera pública. En este sentido, también cobran rele-
vancia las múltiples formas de autorrepresentación del sujeto –atravesado fragmen-
tariamente por distintos discursos y situaciones– y las posiciones e interacciones que
establece en cada situación particular.
Este estudio intentará visibilizar no a las mujeres sino las relaciones que las
configuran y, al hacerlo, pretenderá también cuestionar los marcos y los modos de
interpretación de los grandes períodos de nuestra historia. La definición de género y
sus dimensiones (simbólica, normativa, institucional y subjetiva) resultan útiles para
analizar la categoría de ciudadanía, pues permite entender que dicha noción tiene una
estrecha relación con la manera de concebir la ciudadanía de varones y mujeres en
términos sociohistóricos, no como un ex ante, sino como un constructo singular de las
relaciones sociales en un momento histórico determinado que oblitera concepciones
binarias y biologicistas. Al seguir esa propuesta, cada uno de los capítulos busca dar
cuenta de aquellas dimensiones, de modo que pueden ser leídos como un intento de
reconstruir e interpretar el modo en que fueron pensadas, practicadas y vividas dis-
tintas dimensiones de la ciudadanía política desde una mirada de género. Para lograr
estos objetivos, el diseño de investigación que sustenta este libro contempló un corpus
documental heterogéneo de fuentes escritas, orales e icónicas de manera que se pueda
dar cuenta de las distintas dimensiones operativas planteadas para analizar el concepto
de ciudadanía (Piovani, 2007). Para el abordaje de este corpus se pensó en una combi-
nación de estrategias metodológicas cualitativas y cuantitativas que no consideramos
mutuamente excluyentes sino producto de la imaginación metodológica que el proble-
ma de investigación propuesto exigía (Lyon y Bustfield, 1996).20

A continuación, ofrezco un recorrido que delinea la estructura del libro y el contenido


de los capítulos que la conforman. A la vez, se señalan los interrogantes y los puntos
de partida que los motivaron.
En el Capítulo I se rescatan las dimensiones legales políticas desde las que más
clásicamente se ha pensado el status de ciudadanía. Es decir, las condiciones que im-

20
En los documentos se detectaron núcleos discursivos y se despejaron los “halos semánticos” a fin de
precisarlos en su significado histórico (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1975). Parte de estas ta-
reas se realizó recurriendo a los softwares Atlas.ti y Q.SR Nud.ist, que si bien están basados en teorías
interpretativas distintas, tienen en común el estar fundados en la fragmentación, codificación e interre-
lación de la información de las fuentes a fin de convertirla en un dato relevante para la investigación
(Coffey y Atkinson, 1996; Alexa y Zuell, 2000).
Del hogar a las urnas 23

ponen las normativas de la ley para definir quién es ciudadano, qué se espera que haga
y qué consecuencias trae aparejado el hecho de que éste no cumpla con esas prácticas.
El análisis se centra en cómo los modelos políticos hegemónicos habían organizado la
visión acerca de la ciudadanía política de las mujeres y cómo operaron en un gobierno
que habilitó una ley para que ellas ejercieran esos derechos. La lectura se concentra en
las instituciones de gobierno y los partidos políticos. El status legal cobra relevancia
en el contexto histórico analizado pues marca la singularidad del peronismo para ge-
nerar un cierto tipo de práctica a partir de la sanción de una normativa central, pero no
excluyente, para la definición de la ciudadanía política. En esta línea se privilegian los
debates en las cámaras de diputados y senadores sobre derechos políticos femeninos
desde principios de siglo a fin de comprender el sentido que en cada momento se le
otorgó al tema y cuál fue la singularidad durante el peronismo, si es que la hubo. A lo
largo del capítulo se propone una periodización que plantea momentos diversos que la
historiografía ha tendido a unificar sin matices bajo el rótulo de “primeros gobiernos
peronistas”, pero que demanda una historización más plástica. Asimismo, se diferen-
cian las voces de los mediadores políticos, legisladores peronistas, Perón y Evita, pero
no menos las voces de grupos que la historiografía no consideró. ¿Qué particularida-
des tenían sus alocuciones respecto de la ciudadanía política? ¿Cambiaban los sen-
tidos existentes? ¿De qué modo? ¿Coincidían las reflexiones de Perón, Evita y otros
peronistas? Enriquecer y matizar un discurso que se ha visto tradicionalmente como
homogéneo es otro nivel en el que este libro intenta aportar desde la lectura de género.
Finalmente, el análisis de las intervenciones introdujo la perspectiva de lo que ha dado
en llamarse “la oposición al peronismo”, término tal vez poco feliz que define por la
negativa a un amplio y heterogéneo conjunto político pero que, a su vez, permite res-
catar la dimensión polémica en torno a las facultades cívicas. ¿Cómo intervinieron el
socialismo, el radicalismo, el comunismo y el anarquismo en aquellos debates?
En el Capítulo II, el interés es comprender el impacto subjetivo y ciertas caracte-
rísticas estructurales que conllevó el nuevo estado de ciudadanía tras la sanción de la
ley 13010 de 1947. Desde mis primeros pasos en la investigación, la huella biográfica
trazada por el ejercicio del sufragio era una veta atractiva de análisis. Ella me permitió
analizar cómo se educó a la mujer y al varón en un momento dado y comprender si
había, por parte de las mujeres, un modo especial de significar la ciudadanía distinto
del que efectuaban los varones –aunque no necesariamente sin puntos en común. Así,
la dimensión de género atraviesa la comprensión de cómo las mujeres construyeron
una ciudadanía política durante el período de entreguerras, en lo que formalmente y
en su dimensión pública más visible –el sufragar– era una ausencia y cómo, durante
el peronismo, modificaron –o no– su percepción de su ciudadanía política y su propio
rol social a partir de la adquisición de los derechos políticos y la movilización política
acaecida. Esos aspectos se abordaron a través de la historia oral. Finalmente, en este
capítulo se analizan los resultados de una práctica obligatoriamente adquirida por
el imperio de la ley, la emisión del voto, se analizan algunas características de las
24 Adriana María Valobra

elecciones de 1951 y se visibilizan aspectos del proceso electoral que no han sido
considerados hasta ahora por la historiografía.
En los capítulos III y IV se avanza sobre el espacio de los partidos políticos. Este
rumbo permite un acercamiento a las pujas previas a la definición de autoridades y
candidaturas electorales a consecuencia de la sanción de la ley de derechos políticos
y de los progresos del peronismo en la organización femenina. Estos temas hacen
insoslayable la reflexión sobre la situación política de las mujeres y su lugar den-
tro de las jerarquías existentes. Aquí, el disparador es comprender qué pasó durante
el peronismo con un dinámico movimiento político del período de entreguerras, en
el que podríamos considerar a las sufragistas. ¿Sucumbió “al peronismo” o “por el
peronismo”?
En estos capítulos se seleccionan dos partidos, el radical y el comunista. A dife-
rencia del socialismo o del movimiento anarquista que contaban con mujeres organi-
zadas desde comienzos del siglo XX, el radicalismo y el comunismo hicieron, durante
el período en estudio, un esfuerzo por organizar a las mujeres que tuvo resultados
dispares. Es por ello que esta obra se enfoca en ellos. Los dos capítulos presentan las
principales discusiones dentro de ambos partidos y las de ellos con el peronismo, fren-
te a los resquemores y celebraciones que conllevaba la preocupación que generaba el
nuevo status femenino de ciudadanía.
Así, en el Capítulo III cobra relevancia la figura faro de Clotilde Sabattini de Ba-
rón Biza, hija del líder cordobés Amadeo Sabattini, y su propuesta de feminismo radi-
cal. Interesa rescatar cómo influyó ese pensamiento en la organización de las mujeres
en el partido y qué escollos debió sortear. Asimismo, importa ahondar de qué manera
se modificaron, si es que lo hicieron, los discursos y estructuras del partido radical. La
colaboración bien dispuesta de los familiares de las figuras partidarias y de los y las
militantes de aquellos años fueron fuentes inapreciables para este capítulo junto con
los clásicos documentos escritos.
El Capítulo IV enfoca la problemática de los juegos de poder dentro del Partido
Comunista Argentino. Las dificultades para encontrar antecedentes académicos que
abordaran la organización de este partido durante el período peronista no se condice
con el exultante corpus documental que la Sede Central de la Capital Federal atesora
en su archivo ni con la excelente disposición de los y las militantes para las entre-
vistas. Qué lugar habían tenido las mujeres en el partido, cómo habían capitalizado
las comunistas las experiencias de los frentes del período de entreguerras en los que
habían tenido oportunidad de asociarse a feministas, qué resultados brindó al partido
la participación femenina, qué lugar tuvieron los movimientos de masas femeninos en
las estructuras del partido y en qué medida el contexto peronista potenció o delimitó
la acción comunista.
La oportunidad de entrevistar a varias ex legisladoras de la primera camada del
gobierno peronista abre la dimensión representativa de la ciudadanía que se despliega
en el Capítulo V de este libro. Las historias de vida permitieron otear el modo en que
Del hogar a las urnas 25

por primera vez las mujeres lograron puestos legislativos y, a la vez, apreciar las ideas
sobre cómo el peronismo muy rápidamente cambió para algunas mujeres “comunes”
la relación con la política. El capítulo analiza, luego, qué significó para estas primeras
legisladoras la representación, cómo incidió en ellas el hecho de ser peronistas y qué
poder lograron a partir de su investidura.
La escritura final de la obra fue, tal vez, la tarea más ardua, pues implicó reflexio-
nar no sólo sobre cómo decir aquello que parecía tan claro cuando lo pensaba sino
que, además e implícitamente, supuso las preguntas para quién y para qué escribir,
interrogantes que permanentemente cuestionaban tanto como legitimaban mi propio
lugar como sujeto cognoscente. En este punto, rescato un sentido político que, lejos
de quitar mérito o rigor a la investigación, intenta plantear un nuevo lugar para el
conocimiento que, producto de un sujeto situado, produce saberes situados, como
tan claramente han elucidado Evelyn Fox Keller y Donna Haraway. Es decir, saberes
atravesados por la subjetividad de quien produce y desde donde los produce y, por lo
tanto, sometidos a condicionamientos y susceptibles de reformulaciones permanentes,
pues sus resultados no son verdades impertérritas producto de una objetividad ficticia
(Fox Keller, 1991; Haraway, 1993). Así, he elegido plantear esta investigación desde
la perspectiva de género como un diálogo de intercambios que contribuyen a mirar
nuestros pasados y a repensar nuestros presentes en las inconmensurables posibilida-
des de lecturas que este ejercicio puede ofrecer. Del hogar a las urnas no inmoviliza
los derroteros de las mujeres en la adquisición de sus derechos políticos, sino que
busca dar cuenta del devenir de esa ciudadanía en distintos espacios del proceso de
socialización política en el período analizado.
En términos históricos, la obra plantea dos grandes interrogantes. El primero in-
daga qué aporta la comprensión del período a la problemática de la ciudadanía política
femenina. En ese camino, qué modificaciones y continuidades presentó, si las hubo, la
sanción de la ley de derechos políticos de las mujeres en la construcción de la ciuda-
danía política en dos ámbitos sociales. Uno, el marco más institucionalizado de lo ma-
cropolítico, involucrando los partidos políticos y el Parlamento. El otro, el de la vida
cotidiana de un conjunto de mujeres que no sólo realizaron las disposiciones legales
formales establecidas por la ley sino que, además, le imprimieron otras expectativas y
proyectos que entendieron que formaban parte de su ciudadanía. En segundo término,
se pregunta cuál es el aporte desde la historia de mujeres y de género a la compren-
sión de la ciudadanía política y la interpretación del período peronista. Los capítulos
intentan contestar estas preguntas y otras que se abren a medida que se avanza sobre
los temas de investigación. Tal vez, esta mirada retrospectiva colabore para compren-
der un presente de contradicciones en el que las mujeres avanzamos sensiblemente en
nuestro empoderamiento ciudadano en un contexto de desencanto de la política.
CAPÍTULO II

Dimensiones biográficas y prácticas públicas

E
n noviembre de 1951, la revista Plumadas, de tinte peronista, publicaba una
historieta. La alusión humorística mostraba las ideas que persistían respecto de
las características que adoptaría la práctica electoral de las mujeres. En ella, se
criticaba a un “contrera” por negarse a auxiliar a una mujer angustiada por el modo
en que debía realizar sus nuevos deberes cívicos. Sin embargo, la viñeta también ri-
diculizaba a la mujer que pretendía colocar candelabros en el cuarto oscuro. Es decir,
una serie de estereotipos y prejuicios reflejaban los clichés de la época sobre género y
política (ver imagen II - 1).
En este capítulo se intenta explicar cómo se trasladaron las premisas hegemó-
nicas y normativas del ámbito público a la experiencia cotidiana de las personas, de
qué modo se delimitaron en la práctica zonas de acción y de omisión y cómo, final-
mente, fueron experimentadas las mismas. Para ello, nos enfocaremos primero en
un conjunto de entrevistas a mujeres y varones con posiciones diferentes respecto de
lo que significaba la ciudadanía política. Aquí emergen algunos interrogantes: ¿eran
permeables a las disposiciones hegemónicas acerca de los roles de género? ¿Cómo se
efectivizaban esas disposiciones en la vida cotidiana? ¿Cómo entendían la ciudadanía
política? ¿Cómo veían el sufragismo? ¿Qué maneras de participación privilegiaron
como manifestación de la ciudadanía política? Luego, la propuesta es analizar la parti-
cipación electoral de 1951 desde una mirada estadística sencilla y en clave de género.
Entre las preguntas que guían la indagación podemos mencionar: ¿qué similitudes y
diferencias de género se presentaron en esas elecciones?, ¿las mujeres le dieron el
triunfo a Perón como temían algunos opositores?

Visiones sobre género y política antes del peronismo


Ciertas nociones acerca de qué era la ciudadanía política estaban configuradas social-
mente como regularidades de un habitus en el sentido bourdieuano (Bourdieu, 1997).
En esta tesitura, entendemos la importancia de ciertos ámbitos y agentes de socializa-
ción en el proceso de politización y, contrario a lo que tradicionalmente se ha sostenido
al respecto, otorga relevancia al ámbito familiar y a la infancia en ese proceso de in-
serción política (Percheron, 1993). Adhiriendo a esa idea, es necesario resaltar que las
personas entrevistadas atravesaron su primera etapa de socialización política durante las
66 Adriana María Valobra

Imagen II - 1
Fuente: Plumadas, núm. 47, 1951, p. 31
Del hogar a las urnas 67

primeras décadas del siglo XX.127 Conforme a los parámetros de la época, esas personas
no se sentían sujetos de ciudadanía y la mayoría de sus apreciaciones sobre la ciudada-
nía política la presentan como un tema de adultos. Sin embargo, a medida que fueron
creciendo, las memorias de su juventud y madurez se caracterizaron por un conjunto de
límites vagos y nombres imprecisos. En general, la política fue vista como algo espurio
que contaminaba el recinto hogareño.128 Esta desvinculación no es sólo una construc-
ción a posteriori o teñida por la edad de aquel entonces –lo cual influye en mucho, sin
duda. La noción acerca de qué es la política está sustentada sobre un distanciamiento y
ello condiciona la idea misma de la ciudadanía política, estrechamente conectada para
las personas entrevistadas con la actividad electoral, el Estado y la esfera sobre la que
rige. A su vez, esa mirada está vinculada con un cierto tipo de socialización política. La
ciudadanía política expresa lo extracotidiano y lo extradoméstico, en consecuencia, el
distanciamiento es sustancial a la cultura política. A esta manera de conectarse con lo
político la llamaremos “ajenidad”, una forma en que las personas procesaron lo político
históricamente como distanciado de su realidad, hostil, desigual e indigno.129 Varones y

127
En esta investigación se han utilizado como base treinta entrevistas en profundidad a mujeres, doce
entrevistas en profundidad a varones, diez entrevistas focalizadas a mujeres y una focalizada a otro
varón. Es decir, un total de 53 entrevistas. La muestra, de modesta magnitud cuantitativa, resulta ser
significativa en tanto los hechos o casos que aprehendemos en ella son “…pertinentes para dar cuenta
de cierto haz de relaciones en un sistema social….”. No se trata de descuidar la cantidad, particular-
mente si es posible alcanzarla, pero los hechos “…nos interesan también por su forma de integrar un
sistema de significados y de relaciones sociales, por eso consideramos que el criterio de significatividad
es fundamental para la selección…” (Guber, 2009: 124).
Respecto de las entrevistas, un criterio de selección muy amplio fue la edad, vale decir, personas que
hubieran tenido un panorama claro de aquellos años y que hubieran votado en las primeras elecciones
generales de 1951 de manera que pudieran analizar el impacto de esa dimensión en sus vidas. Por otro
lado, por una cuestión de accesibilidad, territorialicé la muestra privilegiando personas que vivían en
La Plata, Berisso y Capital Federal en el momento de ser entrevistadas, aunque no todas habían trans-
currido su vida en esas ciudades.
128
Respecto de las filiaciones partidarias, casi un tercio de las entrevistadas adujo que su familia no tenía
filiación política hasta la llegada del peronismo. Otro grupo de igual magnitud era radical con distinto
grado de compromiso con el partido (había desde simpatizantes hasta punteros con comités propios, en
general, los padres). El resto se disgregaba en otras adhesiones. En el grupo masculino, en cambio, sólo
dos adujeron filiación política: simpatía radical y militancia socialista. El distanciamiento de la política
puede ser una manera de construirse en la situación de entrevista. Sin embargo, por qué se construye
así la relación es una pregunta que queda abierta. Cierta desinformación y confusión de las situaciones
y personajes históricos es un indicador atribuible a la pérdida de la memoria en una persona de edad
avanzada y también a que la memoria selecciona sus recuerdos y olvidos en función de la significación
atribuida. Aunque también tuvieron “desmemorias”, los varones así como los y las militantes de par-
tidos políticos tuvieron mucho más conocimiento que el resto (salvo las peronistas que no fueron tan
propensas a recordar sucesos políticos anteriores al peronismo).
129
Esta ajenidad, con todo, no conlleva la homologación con el concepto de masas en disponibilidad. En prin-
cipio, porque conceptualmente no parece útil descalificar la racionalidad de los sujetos de antemano. No
estamos hablando de casos de apatía política, sino de actos volitivos de distanciamiento. Incluso, la mayoría
de estas personas no participaba en otros espacios como sociedades de fomento, clubes o asociaciones de
inmigrantes. Con ello, tampoco estamos ante los grupos analizados por Gutiérrez y Romero.
68 Adriana María Valobra

mujeres visualizaban la ciudadanía política en un proceso que proveía ciertas competen-


cias sustantivas, con lenguajes y saberes propios. En el ejercicio de esas cualidades se
registraba una marca de género.130

El contrato político y la ciudadanía política masculina seccionada


La masculinidad fue invocada bajo distintas manifestaciones. Entre las relacionadas
con la lógica económica, la asunción de responsabilidades familiares. Los nuevos
estudios sobre masculinidad han precisado que, en efecto, en el mercado capitalista
–como espacio generizado– se verifica y prueba la virilidad del varón proveedor (Ki-
mmel, 1998). Además, un entramado simbólico y social garantiza los “dividendos
patriarcales”, incluso a aquellos que no pretendan establecer relaciones de género
jerarquizadas (Connell, 1998). En ese sentido pueden entenderse, en el contexto es-
tudiado, las expresiones de masculinidad relacionadas con el “debut” sexual, la doble
moral, la imposición de sus decisiones a integrantes de la familia. En general, los
varones eran impulsados al esparcimiento y a las relaciones extrahogareñas que, se
creía, estimulaban su virilidad. Estos caracteres guardaban consonancia con las posi-
bilidades de tomar las armas en defensa de la patria y, de allí, la concesión a participar
en las decisiones de la cosa pública. La noción de que el varón poseía un carácter
sexual instintivo e indómito contrasta con la de ser racional que maneja lo público. No
obstante, ambas ideas convivían y justificaban prácticas masculinas en aparente cohe-
rencia. El tema es complejo pues, en efecto, ese poder que concede la modelización de
la masculinidad conlleva una serie de cargas que los varones no necesariamente están
dispuestos a sobrellevar.
En este marco, una dimensión privilegiada de la ciudadanía fue la electoral. El
sistema electoral durante la alternancia cívico militar que caracterizó al país entre
1930-1946 constituyó ambiguamente al sufragante masculino: legalmente contem-
plado por el sistema como depositario de la soberanía, pero realmente cercenado en
su libre expresión. La manifestación de este desgarramiento quedó reflejada en el
fraude político en todas sus versiones: la compra del voto, el voto masivo y coactivo,
el vuelco de padrones y la usurpación de identidades. La manipulación de la expresión
de la voluntad de los votantes implicaba una burla al concepto de ciudadano y a las
características de los derechos que otorgaba la ley. Varias entrevistas giran en torno
de estas ideas. Según condensa un entrevistado: “El primer voto mío fue así: […] Yo
entraba en la mesa, le daba la libreta, la firmaban, entraba uno [otra persona] adentro
del cuarto, salía y listo: ‘ya está tu voto.’ [...] Uno en realidad no votaba, yo mostré la

130
A lo largo de las entrevistas las relaciones de poder entre quien pregunta y es preguntado van cam-
biando. En ese sentido, cabe mencionar que las personas entrevistadas tuvieron estrategias de evasión
sobre algunos temas. Un dato interesante para mi investigación es que las mujeres alegaban desconocer
cuestiones de política y muchas convocaban a sus esposos para que me “explicaran”. Esta repitencia
comenzó a ser un dato acerca de cómo las mujeres se desautorizaban para hablar de política.
Del hogar a las urnas 69

libreta y nada más”. Otro narra con perturbadora similitud: “Fui a votar, entregué la
libreta y me dijeron, ya votó [...]. Nunca sabías a quién habías votado”.
La rutinización del acto electoral y la pérdida del carácter volitivo son naturali-
zadas por los partícipes del hecho junto con la violencia física que funcionaba como
aleccionadora. No obstante, no puede decirse que ello no generara formas de resisten-
cia. Además de las que la historiografía ha señalado en relación con la actuación de
los partidos políticos y los sindicatos que cuestionaban ese sistema, como por ejem-
plo, el abstencionismo radical (Persello, 2007), había formas más solapadas y más
difusas en la experiencia cotidiana, aunque no menos contundentes. Así, la obligato-
riedad del voto comenzó a ser una formalidad y varios entrevistados afirmaron que en
ese contexto no fueron más a votar; algo que apenas si habían pensado los redactores
del periódico El Zonda con cuya lectura iniciamos este estudio, que sólo concebían un
abandono tal por parte de las mujeres. Ante el vacío de la prerrogativa de delegación
del ciudadano, parecieron anestesiarse frente a dicha manipulación electoral por lo
que externalizaron la práctica despojándola de todo vínculo emocional; internalizaron
la hegemonía política imperante aunque, al mismo tiempo, la desintegraran subjetiva-
mente. Se asiste, en cierto sentido, a un seccionamiento de la ciudadanía y se pulveri-
za el “buen sentido de lo político”. De esta manera, se produjo un distanciamiento y se
quebró la conexión fundamental para la representación política. Durante el período, el
ciudadano ve lesionada su subjetividad al percibirse a sí mismo en una mascarada de
poder que lo convierte en subalterno y, al mismo tiempo, mina un aspecto instituyente
de su masculinidad pública: la que lo convoca como varón a dar sustento al Estado
mismo, al pacto político fundante. Dos hipótesis pueden articularse. Una, este menos-
cabo del poder masculino pudo haber originado el relajamiento de algunos patrones
de comportamiento intrafamiliar a partir de la pérdida de prestigio de los varones en
lo público. Otra, ello también pudo haber incidido en el reforzamiento de las actitu-
des paternalistas en los ámbitos familiares que, de algún modo, disimularan aquella
subordinación.

El contrato sexual y la ciudadanía política femenina obturada


Lo anterior se conecta con la vivencia que las mujeres tuvieron acerca del fraude y la
política. Los vínculos familiares resultan, para ello, un buen lugar donde comenzar.
Los padres de las personas entrevistadas no parecían adaptarse siempre al rol de pro-
veedores ni todas las madres ejecutaban los roles expectables, pero el orden simbólico
era lo suficientemente contundente como para que las personas intentaran demostrar
que, de algún modo, madres y padres se amoldaban a ellos. No obstante, era en la
relación madre-padre en la que hijos e hijas percibían mayor acatamiento de los roles
de género. Según algunas autoras, simbólicamente, la madre es pensada como trans-
misora del modelo de predominancia masculino (Sanchís y Bianchi, 1988: 117). El
sometimiento parecía inescindible del amor: “Mi madre [...] ¡era una sometida! Pero
lo hacía con gusto y con amor”. Sin embargo, hemos encontrado que para muchas de
70 Adriana María Valobra

las entrevistadas la constatación de ese mandato generaba un rechazo a las normas, a


diferencia de lo que sucedía con los varones que no las cuestionaron ni siquiera a la
distancia: “Cuando mamá me contaba eso me daba rabia. Yo le decía: ‘¡Ay, mamá!
¿Por qué tenías que ponerle [a papá] los zapatitos ahí, las mediecitas, la camisita [...]
todo ahí colgadito?’ ¿Qué? ¿No podía ir al placard a sacarlo?”. Esta era una tradición
heredada: “[Luego] estaban las hijas para hacer ese trabajo. Yo capaz que hacía tra-
bajos que antes hacía mamá. [...] y a mí no me gustaba...”. El ejemplo nos permite
iluminar la cuestión con la idea que articulara Rita Segato cuando señalaba que la
violencia “…se disemina difusamente e imprime un carácter jerárquico a los menores
e imperceptibles gestos de las rutinas domésticas –la mayor parte de las veces lo hace
sin necesitar de acciones rudas o agresiones delictivas, y es entonces cuando muestra
su mayor eficiencia. Los aspectos casi legítimos, casi morales y casi legales […] pres-
tan la argamasa para la sustentación jerárquica del sistema…” como si fuera natural
de la vida social (Segato, 2003). Con todo, tal como se deduce de las entrevistas, ese
orden simbólico se convirtió tanto en pauta de reproducción como de oposición.
En otro orden, contrariamente a lo que sucedía con los varones, la experiencia
de lo que socialmente se entendía como “convertirse en mujer” era un acontecimiento
que no podía publicitarse y que podía ser traumático. La desinformación, la vergüenza
y hasta la culpa en torno a las cuestiones “femeninas” eran elementos que estructura-
ban ese proceso. La vivencia de una entrevistada refleja bien la sensación que mani-
festaron varias: “Mi mamá [antes] nunca me dijo ‘te va a venir el asunto’ […] Ese día
que me descompuse. [...] decía: ‘si no me lastimé con nada, no me caí’”. El estupor
de “hacerse señoritas” sorprendía a las jóvenes. Esto estaba ligado a otro proceso de
construcción de la subjetividad: “...la vida sexual de la mayoría, ya fuera de orden real
o imaginario, con ejercicio o no de prácticas onanistas o aún con experiencia genital,
era una cuestión mantenida bajo estrecho sigilo…” (Barrancos, 1999: 212). Así, los
noviazgos introducían el conflicto en la vida familiar. Si bien eran el medio para que
las mujeres alcanzaran la celebración de la femineidad, la maternidad debía tener
lugar luego del matrimonio, aunque la eficacia para efectivizarlo fuera dispar como lo
demuestra la enorme cantidad de hijos “ilegítimos” (Cosse, 2006).
La maternalización de las mujeres constituyó un aspecto de la ideología de la
domesticidad que se instaló como dispositivo social regulatorio: “…no implicaba algo
obvio, que las mujeres podían ser madres, sino que sólo debían ser madres…” (Nari,
2004: 101). Las entrevistadas fueron permeables a que debían “…casarse, tener hijos
[...] Eso es lo que uno comentaba…”. Es importante subrayar que más allá de que
las mujeres cumplieran o no con esos imperativos, éstos funcionaban como vara que
medía sus logros sociales y realizaciones personales. Las vinculaciones del contrato
sexual con el social estuvieron presentes: “Está bien, la misión de la mujer es otra,
¿no? [...] Es el hogar, los hijos...”. La elocuencia de esa afirmación es destacable si
se tiene en cuenta que esa mujer no tuvo hijos. Las mujeres visualizaron estrechas
relaciones entre contrato sexual y exclusión de lo público: “La mujer tenía que seguir
Del hogar a las urnas 71

siempre estando [...] donde estaba [...] Ama de casa, criar hijos y nada más [...] sir-
vienta o lavandera y planchadora; y punto”. Un sentido de inevitabilidad carcomía las
fuerzas de cambio y esto se trasluce en las entrevistas.
No obstante, otras aristas permiten apreciar en todos los casos una liberalización
de la condición femenina entre 1910 y 1940. El acceso al estudio permitió ampliar las
aspiraciones de las entrevistadas de clase media, aunque a las de familia trabajadora
les fue vedada, incluso, la instrucción primaria –lo cual profundizó la “distinción”.131
A partir de la crisis de 1930, las mujeres eran cada vez más visibles en el mercado de
trabajo, lo cual les permitió modificar antiguas formas de sociabilidad y aprehender
nuevos roles (Lobato, 2007).132 Como sostuvo una docente trasladada a varios kilóme-
tros de su ciudad natal, “…yo me sentía muy libre, muy, muy libre en el trabajo…”.
Fuera de la mirada familiar, el trabajo –y en menor grado la educación– minó las
nociones acerca de que la única pertenencia posible de las mujeres era el hogar. A
medida que ganaban confianza, cuestionaban la jerarquía del modelo hegemónico (la
supuesta superioridad masculina frente a la femenina), sin atacar la sexualización (es
decir, continuaban insistiendo en que había una esencia femenina y otra masculina
–ambas, fuertemente biologizadas). Como reacción, los sectores dominantes dieron
un renovado impulso al modelo durante los años 1930 ante el desafío que imponía la
salida de las mujeres del hogar. Ello hacía más visible la exclusión formal de lo polí-
tico que las mujeres experimentaban día a día, al tiempo que la percepción del fraude
minaba la imagen masculina y hacía crecer la idea de la injusticia en la política. La
mayoría de las entrevistadas parecía conocer la prédica sufragista y aquí también se
iba filtrando, por diversas vías, la idea de la injusticia que representaba la exclusión
femenina del universo cívico y la desigualdad legalmente decretada: “A veces cuando
nos reuníamos con las chicas [de la fábrica] decíamos: ‘los hombres votan, ¿y noso-
tras?’”. Se apreciaba el derecho al voto como una expectativa que, lamentablemen-
te, no era asequible: “…lo veíamos [al sufragio] como una cosa allá, remota... muy
remota”.133 Ninguna entrevistada se sintió capaz de luchar por ese derecho aún cuando

131
La mayoría de las personas entrevistadas se encuentra en un período intermedio de lenta alfabetización
pues cursaron sus estudios entre 1917 y 1939. El 30% no terminó sus estudios primarios; un 30 %
realizó estudios secundarios y sólo el 15% accedió a la educación terciaria.
132
El 80% del grupo entrevistado se insertó en el mundo laboral durante la década de 1930 (el 62% de las
trabajadoras) y de 1940 (38%), y sólo un par de casos lo hicieron en un período posterior. La visión
sobre el trabajo es distinta para varones y mujeres entrevistados. Mientras los varones hacen hincapié
en la explotación, las mujeres, muchas de las cuales habían trabajado antes en el servicio doméstico,
percibieron la fábrica como un espacio más liberador que aquél. El acoso sexual parece haber incidido
en la evaluación pues, aunque no faltó en la fábrica, fue más común en el empleo doméstico.
133
Sólo para un par de entrevistadas, obreras ambas, lo más importante era ganarse la vida y obtener
beneficios sociales y económicos que, incluso, restaban importancia a los políticos. “Yo me dedicaba a
trabajar. No me interesó mayormente [el sufragio]”, recuerda una. Sentencia otra: “Cuando se hablaba
en el sindicato eso del voto de la mujer […] no le dabas tanta importancia. Después sí, cuando sos más
grande. [...] Las mujeres mayores, sí; ya tenían su vida solucionada. Pero nosotras pensábamos en una
hora menos de trabajo o pensábamos en que nos dieran un barbijo para no arruinarnos la vida”.
72 Adriana María Valobra

lo consideraban justo. Así, desalentaron cualquier agenciamiento pro-sufragista y se


inhabilitaron para la política.
Este recorrido nos ha permitido describir cómo se conectaban el contrato sexual
y el contrato social según la visión de actores y actrices sin involucramiento político.
Sin quebrar el distanciamiento de lo político, se instalaba un sentido vago de reivin-
dicación, asentado en la idea de que la exclusión del sufragio era una injusticia –para
mujeres y para varones– aunque ello era insuficiente para motivar la intervención
personal. La ajenidad de la política no ocluye el reconocimiento de una sociedad
profundamente movilizada; sino que complejiza nuestra lectura e intenta dar cuenta
de las experiencias de una parte de la población “invisibilizada” y considerada por
muchos como una “masa irracional”.

Nuevas sensibilidades y un viejo contrato sexual


Las elecciones de 1951 mostraron una de las facetas más visibles de la aplicación
de la ley de derechos políticos femeninos. Sin embargo, esa participación en el con-
trato político apenas permite palpar las expectativas que la ciudadanía política te-
nía para las mujeres. La ciudadanía política no involucra sólo un plano institucional
sino que implica experiencias de socialización y una serie de sensibilidades que aquí
analizaremos.
Las entrevistadas pueden diferenciarse en tres grupos. El más nutrido incluye
a un sector de mujeres marcadas por una apropiación liberal altamente positiva de
los derechos de ciudadanía, concebidos fundamentalmente como participación electo-
ral.134 Dos grupos minoritarios compartieron algunos supuestos con éste más amplio,
pero realizaron una valoración distinta de las expectativas de género que conllevaban
los derechos políticos. En la que podríamos denominar una “visión fuertemente pa-
triarcalista” hubo sólo una entrevistada que, al sancionarse la ley de derechos políti-
cos, la rechazó por la confrontación que conllevaba con la idea de esferas separadas y
sexualizadas.135 Para otro grupo, los derechos políticos implicaron una redención de
las injusticias y humillaciones que sus espíritus más rebeldes debían sobrellevar ence-
rrados en los roles de ama de casa, esposa devota, hija primorosa y madre ejemplar. Es
decir, las que vieron en los derechos políticos la posibilidad de quebrar el patriarcado
y lo valoraron como altamente positivo.136 Son, con todo, situaciones extremas en un
conjunto más homogéneo que percibió que la igualdad formal respecto de los varones

134
En este conjunto las mujeres participan en el sector terciario de la economía: docentes, empleadas
administrativas, en un negocio familiar o cuentapropistas. Algunas se definen como no peronistas.
135
La biografía de la entrevistada devela que internalizó modelizaciones doméstico-maternales. Su indivi-
duación se produce en la escena privada; así, ella rechazó los derechos políticos: “No tenía interés yo
en nada de eso. Más que de madre, de la casa y del trabajo. Y nada más”.
136
Este grupo es reducido. Dos de ellas de origen social humilde y sin estudios y dos de clase media con
estudios. Las dos primeras tendieron a desafiar normas domésticas a partir de la adquisición de esos
derechos, las otras se sintieron defraudadas por las expectativas depositadas e incumplidas.
Del hogar a las urnas 73

era preferible a su ausencia, aún cuando encubriera otras desigualdades en las que no
repararon. Sobre el primer grupo haremos las afirmaciones generales y referiremos las
otras visiones como particularidades.
Durante los años 1930 –tal vez por la porosidad social respecto del discurso
sufragista– muchas mujeres habían cimentado lentamente la percepción de que los
derechos políticos eran facultades a las que podían aspirar al igual que los varones,
aunque en las condiciones políticas imperantes unos tuvieran ese derecho seccionado
y otras, obstruido; lo que llevaba a ajenizarse de lo político. El peronismo operó sobre
esa idea de injusticia y la diatriba de Evita constituyó, sin duda, un elocuente impulso
que quedó plasmado con nitidez en el recuerdo de las entrevistadas. Tanto las que
simpatizaban con el peronismo como las acérrimas opositoras a él coincidieron en
que Evita jugó un papel fundamental. Sus palabras parecen haber sido acicate ante es-
tas nuevas potestades: “Nosotros no entendíamos nada en esa época, pero queríamos
saber... Porque la otra [Eva Perón] te decía: ‘¿Pero cómo no? ¡Si el voto de la mujer!
¡Vos tenés que ir a votar! ¡Y tenés participación en todo!’”. Las palabras con las que
Evita promovía el sufragio no pasaron desapercibidas y movilizaron, incluso, a quie-
nes no habían tenido en cuenta las facultades políticas como importantes, ocupadas
en obtener otros derechos. Tal como había sucedido con la Ley Sáenz Peña, había
llevado tanto tiempo conseguir los derechos políticos femeninos y era tal la sensación
de injusticia que se había generado al respecto de dicha exclusión, que terminó por ser
valorado de manera desmesurada.137 Una de las entrevistadas fue elocuente: acceder
a la ciudadanía fue convertirse en “…una persona respetable... [...] el respeto de la
gente, de los ciudadanos hacia las ciudadanas…”. Otra refiere que, al sancionarse la
ley, sintió que “…no estaba excluida del país... [...] porque para eso somos argentinas,
ciudadanas”.
Ahora bien, resulta interesante preguntarse, además, qué intervenciones específicas
entendieron ellas que debían realizar: ¿militar en un partido?, ¿movilizarse políticamen-
te?, ¿votar?, ¿ser electas? Tal vez, nada de eso y otros aspectos fueron relevantes aunque
se escapan de las dimensiones con las que tradicionalmente pensamos la ciudadanía
política. Sin duda, la ley proveyó al menos dos. Una de carácter obligatorio y otra como
posibilidad: votar y ser electas. La respuesta casi ingenua, temerosa de equivocarse, a la
pregunta sobre qué era la ciudadanía para ellas es elocuente de la asociación que todas
las entrevistadas realizaron: “¿...votar?”. En efecto, para todas las entrevistadas, luego
de la sanción de la ley 13010, la ciudadanía quedó estrechamente unida al sufragio. El
acto de sufragar se instalaba como una práctica deseable pero al mismo tiempo formal.
Ello no significa que mujeres que antes no habían tenido una actividad político-partida-
ria no se hubieran volcado a ella. Un grupo de las entrevistadas que hasta la llegada del
peronismo era ajeno a las lides de la esfera macropolítica se volcó a la acción en el par-
tido peronista, lo que marca un quiebre en sus biografías. Sin embargo, para la mayoría

137
Ideas formuladas a partir de Cantón (1973: 14).
74 Adriana María Valobra

de las entrevistadas, la ciudadanía política no implicó que quisieran acceder a esta esfera
pública de otro modo que sufragando, manera cómoda y adaptable a sus vidas.
Ahora bien, esa dimensión fue relevante para las mujeres. En conjunto, las po-
sibilidades abiertas por la ley supusieron una carga emotiva para las entrevistadas
que entendieron, salvo excepciones, que también la sociedad se había beneficiado al
ampliarse los sujetos de derecho. En ello fue valorada la libertad de elegir: “Fue una
alegría, sí, poder manifestar, por lo menos, en esa actitud de meter el voto en la urna,
tu opinión o elegir […] Poder discernir, elegir...”. Aún cuando reconocieran que no
poseían tal derecho en sus vidas cotidianas, o a causa, justamente, de no poseerlo,
valoraron positivamente poder desarrollarlo en una esfera de la sociedad.
Para todas, el sufragio remitió a la idea de su “responsabilidad cívica”, la cual
cumplieron con celo y cuidado. “Pensaba que hacía algo [lo enfatiza] por mi país…”.
Las entrevistadas evidencian la permeabilidad al “deber ser”: “Siempre he cumplido
con mi deber cívico de ir a votar…”. En este sentido, las mujeres fueron sensibles a
ciertas disposiciones del modelo hegemónico –que todavía tenía vigencia– acerca de
la obligación que implicaba para ellas el sufragio: “Y me acuerdo la primera vez que
voté, la primera vez que entré a votar. ¡Era una sensación tan especial que tenía! Me
parecía una responsabilidad tan grande”. Una responsabilidad exacerbada caracterizó
el discurso mayoritario: “…nosotros votamos, elegimos al mejor entre los mejores; y
tenemos que darle fuerza al país para que siga adelante y vuelva a ser lo que era…”.
Otra recuerda: “…yo decía ‘Dios mío, qué responsabilidad; ¿estaré haciendo lo que
corresponde?, ¿estaré votando bien?’”. La responsabilidad, contrario al modo en que
la habían pensado algunos legisladores, no se percibió como una extensión de sus ro-
les familiares. Más bien, ellas se apropiaron del voto como una manera de conectarse
con una entidad abstracta –la nación, la patria– y se deslindaron momentáneamente de
la domesticidad, aunque sin abjurar de esos deberes.

Imágenes de Evita, rupturas y sumisiones


Entre las personas entrevistadas, el silencio sobre la elegibilidad habla claramente de
la imposibilidad de pensar en acceder a un ámbito como la Legislatura o, incluso, el
Ejecutivo, no sólo para sí sino también para las mujeres que participaban por entonces
en los partidos políticos. Además de la idea acerca de que la política requería una
formación educativa superior que las mujeres no podían acreditar, otro supuesto fue
que los varones estaban más capacitados para la representación aunque no tuvieran
estudios,138 pues prefiguraban el modelo de decisión y autoridad. La única excepción

138
Este aspecto es interesante pues –sobre todo en las mujeres de clase media o de clase baja con acceso
a la educación– una mirada excluyente de ciertas individualidades se permeó en las entrevistas. En
efecto, para ellas, las mujeres no estaban preparadas para votar, y menos para representar, por la falta
de educación y formación política que tenían, las banalidades en las que habían sido educadas. Sólo
una entrevistada –y con reservas– consideró necesario que las mujeres alcanzaran puestos de represen-
tación.
Del hogar a las urnas 75

a esta regla fue la trascendencia que las mujeres otorgaron a Evita. La imagen de la
Primera Dama se proyectaba con un gran dominio de la escena. Su poder público era
origen de las más variadas suspicacias que llevaban a suponer que también en la pareja
era Evita la dominante. Las entrevistas insisten una y otra vez en reforzar la idea de
que Evita aspiraba a un cambio que reformulara las jerarquías. Según una declarada
antiperonista:

“…[Evita] quería que la mujer avanzara. Quería que la mujer llegara a


ocupar puestos como se merecía [...] porque ella estaba ocupando un
gran puesto. Ella era la segunda fuerza del gobierno. Detrás de Perón
estaba ella y no había otro. [...] No sé si no estaba delante [...]. No sé
si no tenía más fuerza que él, no sé si ella [no fue la que] lo llevó a él a
ser tan grande…”.

Sus cualidades presentaban una nueva faceta sobre el modo en que las mujeres ga-
naban poder en el espacio público y generaba ciertas suposiciones respecto de cómo
se manifestaban en el ámbito privado: “Y Evita, en ese sentido, no sé cómo habrá
sido el matrimonio, pero ella era más dominante. Muy dominante…”. Se percibe que
Evita ignoraba la obediencia que debía trasuntar como Primera Dama, el mandato de
obedecer las jerarquías de género que tienen las mujeres cuando actúan en la esfera
pública (Valcárcel, 1997). No sólo las mujeres reconocían su don de mando y el em-
puje que le daba a Perón. Según un sindicalista, Evita decidía y “Perón ejecutaba”, lo
que marca una división de roles y un imaginario donde se configura un doble poder.
El contrato sexual parecía resquebrajarse a la luz de la actuación de Evita en el con-
trato político. Ello genera asombro entre los contemporáneos que habilitan reacciones
diversas que van desde la simpatía hasta el rechazo. Asimismo, sus características
socioculturales desentonaban con la imagen esperada acerca de qué tipo de mujeres
debían ocupar puestos de tanta visibilidad pública. Sin embargo, y como un refuerzo
de ciertas intelecciones de género que planteaban la dicotomía racionalidad/mascu-
linidad y emocionalidad/femineidad, las personas entrevistadas resaltaron que: “Ella
[Eva] capacidad intelectual no tenía, pero tenía una fogosidad, una capacidad de que-
rer sobresalir y de querer llegar a la historia como que llegó…”. Para un grupo de
entrevistadas, específicamente las mujeres que habían ansiado que el voto quebrara el
patriarcado, Evita se convirtió en referente: “Yo la veía más a Evita [...] me conmo-
vía”. El mensaje de Duarte de Perón resultaba estridente incluso para los varones del
partido que intuyeron los cambios que se avendrían en el mismo peronismo “Cuando
ella sale al balcón [...y dice a las mujeres] somos liberadas”. Evita no dijo literalmente
esas palabras, pero resulta interesante que el entrevistado así las procesara pues da
idea del impacto que tuvieron en él esos dichos. En conjunto, todas las entrevistadas
atribuyeron a Evita el haber generado, a partir de su prédica sufragista, una liberación
de las mujeres creciente e irrefrenable –aunque, en general, todas creyeron que esa
76 Adriana María Valobra

Imagen II - 2
Fuente: Mundo Peronista, 1º de diciembre de 1951, p. 15
Del hogar a las urnas 77

liberación fue para otras distintas de ellas. “Las mujeres eran unas santas, unas monjas
[...] En vez [con] ella [Evita...] Ya ahí se revolucionó más el asunto…”. El impacto
que pudieron haber dejado en la retina de los contemporáneos algunas imágenes es
insoslayable: una mujer en pantalones subida a un farol de luz en una movilización
por los festejos del triunfo electoral de Perón se alejaba del espíritu morigerador con el
que los legisladores esperaban que las mujeres hicieran honor a sus derechos políticos
(ver imagen II - 2).
Evita, entonces, aparecía en la escena política desafiando indexaciones para su
género y aún quienes se oponían a su presencia por esas mismas características o
por oposición al peronismo, consideraban que sus condiciones de liderazgo abrían
posibilidades impensables hasta entonces para las mujeres. Ello matiza las interpre-
taciones historiográficas acerca del modo en que fueron recibidas las alocuciones de
la Primera Dama y, a su vez, obliga a releer esas mismas alocuciones en otra clave
menos tradicionalista.
La mayoría de las entrevistadas buscó un reconocimiento público de una faz que
hasta entonces había estado cercenada y no estableció a partir de esos derechos un
antagonismo con los varones ni buscó terminar con los modelos sociales existentes
para sus propias vidas; aunque cabe destacar que fue una constante la proyección de
un sentido más liberador en la educación de sus hijas. En general, creyeron que los
derechos políticos y esos modelos no eran contrapuestos a los roles existentes sino
adicionales. Los derechos políticos permitían: “…que la mujer participe, que tenga
autoridad también. […] poder realizarse como mujer, no solamente tener un hijo y
casarse…”.139 Las mujeres, y también los varones, reconocieron la relación entre con-
trato sexual y político y cuestionaron la jerarquía que implicaba el derecho de los va-
rones y la exclusión de las mujeres al voto, pero no la sexualización preexistente.140
Ello se aprecia en el imaginario social construido en relación con el acto de sufra-
gar. Un extenso anecdotario es elocuente de los temores y fantasías que podía generar el
cuarto oscuro: “¡Y yo no le pregunté a nadie si era oscuro o blanco! ‘Es oscuro... ¿cómo
se hará? ¿Te darán una linterna o algo?’ [risas…] yo pensé que el cuarto ¡era oscuro!”.

139
Vale la pena mencionar que también los varones entrevistados compartían estas ideas, aunque, como en
el caso de las mujeres, siempre era más fácil asumirlas para otros, y no para sus propias prácticas.
140
Sólo un pequeño grupo de mujeres esperaba que con el voto se redimieran las imposiciones de género
en su vida personal para reformular el contrato sexual. La adquisición de estas facultades parecía
anunciar un conflicto respecto de las relaciones y jerarquías de género. Según ella, cuando fue a votar
la primera vez, ya casada y madre de dos hijos, pensó que a partir de entonces podría “…no ser tan
sumisa. [...] el voto femenino [...] a mí me dio más fuerza ¡más libertad!”. Según ella, también las
“…amigas o [vecinas] del barrio, se veían más fuertes. [...] ¡Y se le rebelaban las mujeres [a los varo-
nes]! Como diciendo ‘yo tengo el mismo voto’”. No obstante, las reformulaciones del contrato sexual
no serían fáciles ni lineales. Para la entrevistada, las cosas “cambiaron relativamente” y con altos costos
personales. Otra entrevistada recuerda que cuando votó, usó ese acto como legitimante de un nuevo
status y autoridad frente a una madre muy severa: “…yo le podía decir: ‘¡Mamá, yo voté; ya soy gran-
de!’. Pero a ella no le importaba nada”.
78 Adriana María Valobra

Asimismo, tradicionalmente, se había sostenido que los varones decidirían a quién


debían votar las mujeres de su familia. En el conjunto de las entrevistas se encontraron
este tipo de situaciones. Sin embargo, el carácter secreto del voto proveyó para algunas
la posibilidad de fugarse de las imposiciones masculinas y votar libremente.141 La emi-
sión del voto permite articular en él dos tipos de espacio: la práctica formal, anónima e
institucionalizada de la esfera pública y la privada, eminentemente conectada con víncu-
los personales, distintos tipos de racionalidad y significaciones particulares construidas
al calor de los procesos de socialización: “Un hecho secreto, si se quiere, pero que la
urna solamente sabe o el sobre, mejor dicho, ¡ni la urna [sabe] qué opinas vos sobre la
política o hacia quién te inclinas y por qué! Lo sabes vos por qué”. Sin duda, estamos
en presencia de nuevas apropiaciones de lo público y lo privado en las que, como diría
Chantal Mouffe, los deseos y decisiones de cada individuo se realizan públicamente se-
gún las condiciones específicas del sistema en el que se desarrolla la conducta ciudadana
(Mouffe, 1993: 16). En estos testimonios, votar es una privatización, una apropiación
idiosincrásica y biográfica de un acto eminentemente público. El poder político que in-
volucra la ciudadanía política aparece enraizado en las relaciones cotidianas, sutil, pero
firmemente. Para muchas mujeres, la ley no quebró la ajenidad de lo político durante el
peronismo, pero implicó un acercamiento al mismo en la forma fugaz y espasmódica
que permite el sufragio. Esa experiencia dislocó de forma velada, con la lenta macera-
ción de los cambios cotidianos, contratos hasta entonces inescindibles.
Ahora bien, estas tensiones entre los modelos y las prácticas que venían de lar-
ga data y se aceleraron con la ley de derechos políticos, encontraron un nuevo nudo
problemático en la cuestión de la elegibilidad femenina. Fue, precisamente, la figura
de Eva la que generó una profunda huella que se analizará en este capítulo al indagar
la propuesta de su candidatura y, en el Capítulo V, cuando se analice su renuncia a la
misma. Tempranamente, se había sospechado que la Primera Dama aspiraba a llegar
al Poder Ejecutivo y su proyección pública llevó a que se calificara de bipresiden-
cialista al curioso sistema de gobierno que informalmente conformaba.142 A medida
que ella crecía, los escozores se hicieron sentir y Perón comenzó a recibir presiones
para que Evita menguara su visibilidad pública (Luna, 1984: 573). No obstante, el 2
de agosto de 1951, miembros de la Confederación General del Trabajo (en adelante,
CGT) solicitaron la reelección de Perón y postularon a Evita como candidata para la
vicepresidencia.143 Sin embargo, Evita no llegaría a las urnas. El 22 de agosto, en el

141
Había matrimonios en los cuales uno era de un partido y la pareja de otro: “…entonces el hombre le
decía a la mujer que votara por el partido de él. [...] Algunas votarían [...] A mí, por ejemplo, me gus-
taba un partido y lo votaba [...] Yo me la daba [la libertad]. Otra gente no. El miedo, ¿viste?”.
142
“Opinión interesante”, en LV, 3 de agosto de 1948, p. 3.
143
“La CGT proclamó ayer la fórmula Perón-Eva Perón”, en La Nación, viernes 3 de agosto de 1951,
primera plana. Varias reuniones entre delegadas peronistas se sucedieron esos días para apoyar la can-
didatura. “La CGT comunicó su resolución al jefe del estado”, en La Nación, 4 de agosto de 1951,
primera plana.
Del hogar a las urnas 79

denominado Cabildo Abierto del Justicialismo, la candidata se vio obligada a poster-


gar la aceptación de su candidatura frente a una multitud que la exigía sin descanso. El
acontecimiento estremece: la multitud gritaba, le exigía que aceptara y Evita aparecía
en el centro de la escena, sola en el palco –una distancia prudencial la separaba de
quienes allí se reunían, incluso de Perón–; ella contestaba –con palabras– un dife-
rimiento de su decisión, esquivaba la interpelación popular, a la vez que entablaba
un diálogo –silente, corporal– con quienes la habían dejado sola. En el escenario se
montaba el ocaso vital de una mujer que, al alcanzar una de sus aspiraciones máximas,
fue obligada a dejarla de lado ante una multitud que le demandaba que la tomase. Las
vacilaciones, las palabras de ese día mediante las cuales expresaba indefinidas afir-
maciones sin sentido, eran elocuentes y generaron confusión.144 El 31 de ese mes, por
radio, para evitar el desborde del 22, Evita renunció a la candidatura, acto con el que
concluye la trama melodramática de su osado proceso de posicionamiento político
(Rosano, 2006).
Con todo, conviene resaltar el inusual fenómeno de una multitud de varones y
mujeres que aclamaban a una mujer para ocupar un puesto ejecutivo de gobierno de
tal envergadura. Más allá del carácter organizado que pudo haber tenido el evento
del Cabildo Abierto, no le quita valor a algo que cuatro años atrás había resultado
impensable durante los debates de la ley de derechos políticos. Evita había logrado un
posicionamiento político que ninguna mujer había tenido hasta entonces ya que había
conseguido convocar a varones y a mujeres por igual.
Entre los contemporáneos, el impacto de la imagen de Evita pareció reforzarse
y no opacarse con su renunciamiento. Algunos testimonios orales sugieren que en las
elecciones de 1951 primaba la figura de Evita en la candidatura de Perón: “…la prime-
ra vez que votó la mujer, votó para Perón... La mayoría, por Eva Perón”. Ahora bien,
los testimonios hablan de un proceso amplio que excede con creces la representación
por vía electoral y permite apreciar cómo esa delegación estaba fuertemente mediada.
Es decir, se votaba por alguien que, en realidad, representaba a otro por el que no se
podía votar pero era en quien realmente quisiéramos delegar nuestro poder. Sin duda,
Perón tenía peso propio, pero el de Evita no era menor y parecía de alguna manera
potenciado luego del renunciamiento. De este modo, es necesario otorgar espesor a
una representación no electoral y redimensionar el impacto de la figura de Eva Perón
como depositaria de una delegación simbólica por fuera del sistema electoral pero
canalizando, en las urnas, los votos hacia quien estaba más próximo a ella. En ese
sentido, además, resulta interesante pensar que las intenciones de ciertas estrategias
políticas institucionales, como el renunciamiento, no necesariamente son leídas del

144
Democracia y La Nación señalaron que la pareja presidencial había aceptado la fórmula. El Consejo
Superior Peronista, el Partido Peronista Femenino y el secretario General de la CGT emitieron un co-
municado por medio del cual se oficializaba la fórmula. “Fue comunicada ayer la fórmula Perón-Eva
Perón”, en La Nación, 24 de agosto de 1951, primera plana.
80 Adriana María Valobra

mismo modo por las personas e, incluso, pueden ser reinterpretadas con un sentido
positivo que la historiografía no ha captado.

La participación electoral femenina


Una serie de estudios basados en metodologías cuantitativas abordaron los avatares
electorales en el decenio 1946-1955, pero no han dado cuenta de la especificidad del
comportamiento electoral femenino en las elecciones de 1951 ni los cambios que su
presencia pudo haber generado.145 Consideraremos, a fin de ahondar sobre ese tópico,
dos procesos relacionados con la ciudadanía política femenina. Uno, la participación
en los comicios y el análisis acerca de cómo “cumplirían” las mujeres con su “deber”.
El otro, por quién se inclinarían las mujeres al emitir el voto.
La alta incidencia del electorado femenino en la concurrencia a las elecciones
fue uno de los fenómenos más destacados por los contemporáneos en 1951.146 Como
lo habían previsto los observadores de la época, el padrón electoral creció de manera
notable con la inclusión de las mujeres: de 3.405.173 empadronados en 1946, pasó a
8.613.998 en 1951; es decir, estuvieron en condiciones de emitir su voto 5.208.825
personas más. Darío Cantón (1973) refiere que este aumento se debe a la instauración
del voto femenino y a la incorporación de los nuevos distritos electorales. No obstan-
te, ambos fenómenos no tuvieron igual peso. Si nos concentramos en quienes efecti-
vamente asistieron, más del 80% de los nuevos votos fueron femeninos, mientras que
los nuevos territorios sólo aportaron el 5% de votantes.147
En el contexto previo a las elecciones, algunos partidos políticos observaban
cierta desidia en las futuras electoras para la efectivización de su empadronamiento.
De allí, se dedujo que tal vez las mujeres no estuvieran a la altura de las tareas cívicas
que se les habían encomendado.148 Lejos de ello, estimaciones propias sugieren que se
empadronó la casi totalidad de mujeres en condiciones de votar.149 Asimismo, el por-

145
Entre los más destacados Cfr. Mora y Araujo y Llorente (1980); Miguens y Turner (1988); Cantón
(1973). No hay nuevos aportes sobre el comportamiento electoral en el período.
146
“La presencia de la mujer fue la nota destacada”, en La Nación, 12 de noviembre de 1951, primera plana.
147
Todos los datos son elaboración propia con base en Ministerio del Interior, 1951.
148
NM, 1 de enero de 1949; Orientación, 28 de abril de 1948, p. 6; DE LA PEÑA, Alcira “Leyes y
dirigentes olvidan a las trabajadoras del país”, en Orientación, 12 de mayo de 1948, p. 3; ALFAJA,
Carmen “Acelerar los trámites del empadronamiento para que participemos en la Constituyente”, en
Orientación, 9 de junio de 1948, p. 3. También, Del Mazo (1957: 206).
149
No hay datos precisos sobre cuántas mujeres estaban en condiciones de votar en 1951 por lo que realizamos una
estimación. Tomamos la población de catorce años en 1947 y supusimos que tendría dieciocho –edad de votar–
en 1951. Dado que entre los varones, el porcentaje de electores para 1951 sobre la población total masculina
de catorce y más años según el censo de 1947 era de 75,3%, (el 24,7 % estaba compuesto principalmente por
inmigrantes extranjeros, jóvenes que no habían cumplido los dieciocho años en 1951, defunciones y otros), se
estableció comportamiento análogo para las mujeres. Es decir, que el 75,3% de las mujeres que en 1947 tenían
catorce y más años deberían ser electoras en 1951. Esto arroja un total de 4.133.628 de mujeres que supuesta-
mente deberían haberse empadronado en 1951. Efectivamente, se empadronaron 4.225.473 mujeres de lo que
podemos inferir que, en 1951, casi la totalidad de las mujeres en condiciones de votar se empadronaron.
Del hogar a las urnas 81

centaje de mujeres que asistieron a votar fue altísimo respecto del padrón electoral.150
Cantón señala que en el período 1946-1951 tuvo lugar un aumento de la asistencia co-
micial respecto del período anterior y, puntualmente en 1951, fue superada cuando in-
gresó el electorado femenino, “…votando en proporciones algo más crecidas que la de
los varones…” (Cantón, 1973: 48). Los datos demuestran que esas proporciones “algo
más crecidas” fueron notables. El aumento en la participación electoral entre 1946 y
1951 pasó del 81,4% al 88% y escondía relevantes diferencias por sexo. Mientras los
varones aumentaban su participación al 85,7%, fueron las mujeres las que al votar en
forma masiva (90,1%) elevaron el porcentaje general. Ello fue una constante en todos
los distritos electorales. Además, al considerar los veinticinco distritos de 1951, el
comportamiento electoral masculino tuvo una mayor varianza que el de las mujeres:
en los varones fue de 9%, mientras en las mujeres, 6,5%. Aún en los distritos donde la
concurrencia femenina fue baja, la masculina lo fue aún más y se confirma la mayor
participación femenina incluso en distritos de baja concurrencia comicial general.151
Ello lleva a algunas reconsideraciones. Respecto del empadronamiento, como
hemos mencionado, un alto porcentaje de mujeres en edad de votar había cumplido
su deber de inscribirse. Además, más del 90% del padrón femenino votó en 1951. Es
decir, prácticamente, todas las que se empadronaron, votaron. En este sentido, el en-
tusiasmo por ejercer un derecho no era el mismo que el de realizar un trámite largo y
bastante penoso para alcanzarlo. Si el tiempo y su organización son construcciones so-
ciales están, por lo tanto, genéricamente condicionadas. Así, es lógico que los tiempos
para lo público se diluyeran si las mujeres se encargaban de lo doméstico o tenían una
doble jornada laboral y hogareña. El momento de votar, en cambio, era único, inamo-
vible, en un solo día y en una franja horaria fija, y tal vez, posible de organizar mejor,
descontando, además, que el asueto predisponía a esa participación. Finalmente, los
opositores pudieron haber elegido mal el indicador y su crítica, ser exagerada.
Un último comentario en relación con las características de la intervención de
las mujeres en las elecciones de 1951. Varios estudios sobre mujeres sostienen que el
peronismo triunfó por el voto femenino. De esa afirmación, se ha deducido que Evita
y el Partido Peronista Femenino habrían jugado un papel central en la “manipulación”
del electorado femenino y se refuerzan ciertas ideas acerca de la irracionalidad del
voto peronista (Plotkin, 1994). Sin desconocer la centralidad y el aporte que Evita y el

150
Para establecer la concurrencia electoral utilicé la proporción número de votantes-número de personas
empadronadas.
151
Contrariamente a lo que se esperaba, en los distritos nuevos –los territorios nacionales provincializados
por la ley 13494 en 1948– la participación fue más baja que en el resto de las provincias. De todas
maneras, en estos distritos, también la participación de las mujeres fue mayor que la masculina. Ayu-
dan a explicar este fenómeno la menor experiencia electoral (no habían elegido siquiera autoridades
municipales), las condiciones geográficas adversas, una menor extensión del entramado burocrático
administrativo, una mayor concentración urbana de mujeres y la mayor dispersión de los varones. Sin
los casos extremos, la dispersión distrital es apenas mayor en los varones (7,9%) que en las mujeres
(7,2%).
82 Adriana María Valobra

Partido Peronista Femenino significaron, los datos no confirman que las mujeres ha-
yan contribuido a ese triunfo solas. En 1946, la proporción de votos peronistas sobre
el total de votantes es de 50,1%. Si para 1951 consideráramos –a modo de hipótesis
contrafáctica– que sólo votaron los varones y persistieran quince distritos electorales,
esta proporción aumentaría a un 61,1%. Esto significaría que el peronismo aumentó su
participación aún sin el voto de las mujeres y los nuevos distritos en 1951. Planteado
de otra forma, mientras el número de votantes varones aumentó un 24%, los votos
masculinos hacia Perón lo hicieron en un 49%, por lo que se deduce que quienes no lo
habían votado en 1946, lo hicieron en 1951.
Además, aunque parezca obvio, en esas elecciones no sólo ganó el peronismo
sino que, también, perdió la oposición. Entre los opositores, el radicalismo fue la
fuerza con más votos femeninos (31%). Si bien no tuvo los exultantes porcentajes del
voto femenino al peronismo, no deja de ser sorprendente para un partido que no tuvo
el esfuerzo organizador ni la furibunda acción que se visualizaron entre las peronistas
–incluso en las comunistas– en este período (cfr. capítulos III y IV).152
En síntesis, el análisis del comportamiento electoral permite observar una sensibili-
dad excitada por la actuación política la cual dio lugar a la profusa concurrencia de las mu-
jeres a los comicios. Ello se desdibujó con la persecución y represión con que intentaban
ahogarse –con éxito variable– las expresiones que el gobierno consideraba censurables.

El encorsetamiento de la ciudadanía femenina


La campaña en pro del sufragio realizada desde el gobierno y los partidos redundó en
contenidos explícitos acerca de la toma de conciencia del derecho/deber que contri-
buyó a la expectativa de las mujeres de que su práctica política de ese 11 de noviem-
bre de 1951 repararía años de exclusión, idea extendida entre las primeras votantes
entrevistadas.
Las entrevistas realizadas confirman, en primer lugar, la permeabilidad de las
mujeres a las nociones del “deber ser” y cómo se combinaron con el carácter obliga-
torio del voto, siendo la participación electoral un rasgo de alta consonancia de las

152
El PSA pues tuvo un resultado eleccionario atípico relacionado con la candidatura de Palacios y el
pedido de voto en blanco. Cfr. García Sebastiani (2005). El PCA no tenía una larga trayectoria electo-
ral dada su situación de clandestinidad y su proscripción previa. En 1951, no alcanzó 1% del universo
de votantes y para 1954, creció poco más de 27%, merced a una estrategia electoral más agresiva. La
interpelación a las mujeres fue clave: entre 1951 y 1954 el voto femenino aumentó un 23,3% –para los
varones, 21,4%. Este crecimiento no fue parejo y se relaciona con que el Partido tenía una buena base
política en Capital Federal y Buenos Aires y algunos núcleos dinámicos urbanos en Chaco, Santa Fe
y Mendoza. A pesar de esto, el voto comunista mantuvo una elevada masculinidad. Por otro lado, el
Partido Demócrata Nacional (en adelante, PDN) nucleó las fuerzas conservadoras en las elecciones de
1951 y compitió en las urnas de 13 distritos. Obtuvo en total 2,3% de los votos. Desagregados por sexo,
en la mayoría de los distritos el voto masculino daba peso al PDN (Corrientes y Buenos Aires presen-
taban el porcentaje de voto masculino más importante y Capital Federal y San Juan fueron los únicos
distritos en los que las mujeres tenían mayor incidencia que los varones en el voto conservador).
Del hogar a las urnas 83

mujeres con sus nuevas obligaciones políticas. En segundo lugar, la apropiación de


los derechos políticos casi como sinónimo de sufragar fue generalizada y, en ese caso,
las mujeres adoptaron una dimensión de la ciudadanía de la que podían apropiarse
y que les era facilitada. El carácter secreto del voto jugó un papel importante en la
resignificación de la ciudadanía. La privatización del acto electivo supuso la inversión
de la norma de socialización que implicaba que la mujer tenía constantemente una
sanción pública hasta de los actos más privados, incluyendo la elección de un esposo
o la vocación. Si bien muchas no pudieron despojarse de las sugerencias/imposiciones
masculinas, todas valoraron que –en última instancia– el cuarto oscuro proveyera un
refugio que permitía un margen de maniobra y muchas hicieron uso de él de manera
de asegurarse una decisión independiente de los intentos de injerencia de los varones.
Las entrevistas colaboran en la comprensión de la forma en que esas apropiaciones
resultaban más pertinentes para acomodar las lógicas de un contrato sexual y uno
político en las vidas cotidianas. El entusiasmo por el sufragio –de cuya importancia
la alta concurrencia electoral puede ser un indicador– lleva a preguntarse si durante
el peronismo, y a la luz de los cambios legales y políticos, las mujeres modificaron
la relación de “ajenidad” que había teñido las vinculaciones con la esfera política y
los partidos. El período peronista habría brindado a las mujeres la igualdad de dere-
chos políticos y potenciado un sentido de completud a su noción de ciudadanía. Sin
embargo, no puede deducirse de ello un quiebre absoluto de la relación de ajenidad
con la política. Sólo establecieron con esa instancia un puente ocasional, que eran las
elecciones, vividas por la mayoría como una fiesta, pero despojada de las connotacio-
nes político-partidarias que mantuvieron para ellas lógicas impenetrables. Finalmen-
te, las entrevistadas coincidieron en que Evita había marcado el inicio de la liberación
femenina. Partidarias o no del peronismo, las mujeres valoraron de diversos modos
esta “liberación” que se evidenció en una mayor participación en espacios públicos
institucionales de poder y soltura en los lazos de sujeción de las mujeres al hogar, la
maternidad y las figuras masculinas en general. En ese plano se comprende el carácter
disruptivo del discurso evitiano y se resignifica su aclamación para ocupar un puesto
hasta pocos años antes impensable para una mujer. Sin embargo, en la primera elec-
ción en la que participaron las mujeres a nivel nacional, Evita logró votar, por primera
y única vez, en su lecho de enferma y habiendo ya renunciado a su postulación a la
Vicepresidencia de la Nación. El Gobierno no ahorraría el uso político de esta imagen
que, con todo, era un negativo de aquella Evita que en un montaje de estudio deposita-
ba sonriente su voto en la urna para la campaña oficial de 1947 (ver imagen II - 3).
En 1951, la posibilidad de reelegir a Perón, ya habilitada por la Constitución de
1949, era la carta más importante que se jugaba el peronismo. Para los partidos oposito-
res, la posibilidad de la reelección habilitó una apuesta electoral redoblada para superar
las condiciones que dificultaron cada vez más la actuación política después de 1949. En
1951, llegar a las urnas revitalizó el valor del voto e intensificó la campaña en pro de
la participación electoral. Esto explica, al menos en parte, la importancia de la partici-
84 Adriana María Valobra

Imagen II - 3
Fuente: “Símbolo de un derecho”, en Plumadas, núm. 48,
noviembre de 1951, p. 17.
Del hogar a las urnas 85

pación en esas elecciones. La idea de que se produjo una peronización en la sociedad


a través de distintos dispositivos especialmente diseñados para captar a las mujeres ha
orientado las lecturas hacia lo susceptibles que fueron a la manipulación. De allí, se
deduce que el peronismo ganó gracias a las mujeres en las elecciones de 1951. Si bien
es cierto que, en el marco de esa polarizada situación electoral, ellas orientaron más que
los varones su voto hacia el peronismo, no fue menos contundente el voto peronista de
los varones. Como se señaló, aún cuando realizáramos la ficción de contabilizar sólo los
votos masculinos, el peronismo hubiera ganado con más del 60%.
El análisis del comportamiento electoral en 1951 y 1954 permite observar una
sensibilidad excitada por la actuación política, que daba lugar a la profusa concurren-
cia de las mujeres a los comicios que contrastó con aquellos oscuros hechos que la
oposición denunciaba como ejemplo de la falta de civilidad de las mismas. Asimismo,
si en la primera elección hablábamos de poco más de 50%, para 1951 el electorado se
volcó al partido oficial en 62,2% para trepar a 63,3% en 1954.
Esta ampliación, saludable en cualquier sistema representativo, se veía desdibu-
jada por la persecución y represión con que intentaban ahogarse –con éxito variable–
las expresiones socio-políticas que el gobierno consideraba censurables. Con tensio-
nes, la ley 13010 removió la discriminación política sufrida por la mujer argentina y
abrió un lento proceso de apropiación de ese nuevo status y la resignificación de viejas
prácticas en el marco de esa ciudadanización política.

You might also like