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¿Cuánto vale la cultura?

Miguel Huezo Mixco

La destitución de Breni Cuenca como Secretaria de Cultura ha avivado la percepción de


que el gobierno todavía no tiene una idea clara sobre cómo manejar la relación del
Estado con la cultura.

Las cosas comenzaron mal cuando el gobierno, en junio del año pasado, convocó a
artistas y gestores culturales para que “votaran” por la persona que debía dirigir las
políticas culturales del Estado. Pocos dudan ahora de los efectos contraproducentes de
aquella convocatoria que puso en entredicho la seriedad con que se estaban
considerando las prioridades del gobierno en materia cultural.

Luego vino el nombramiento de Breni Cuenca. Mis expectativas eran que sus
credenciales académicas y su trayectoria personal iban a suscitar el respaldo suficiente
para que la cultura se integrara en los planes de desarrollo nacional, algo que habían
intentando con poco éxito sus predecesores.

Aquella designación vino acompañada de la disolución del Consejo Nacional para la


Cultura y el Arte (Concultura). En mi opinión, a pesar de sus falencias, Concultura tuvo
un papel importante en la creación de la nueva institucionalidad cultural de la posguerra.
Sin embargo, retomando los aciertos --que los tuvo-- y erradicando las malas prácticas
del pasado, ese organismo necesitaba ponerse a la altura de las demandas culturales de
la sociedad salvadoreña del siglo XXI.

Esa renovada entidad –llámese como se llame— es la que debe seguir coordinando las
políticas y los organismos de carácter cultural y artístico. Además, un Estado
democrático debe salvaguardar el espíritu plural de una institución como esta, llamada a
tener un papel fundamental en el restablecimiento del tejido social, sobre todo en un
país tan fracturado como El Salvador.

La tarea no es fácil. En los últimos treinta años ha habido toda una historia de
decepciones. En los años 80 no solo hubo miedo, persecución y amordazamiento: la
administración Duarte también convirtió el aparato cultural en un apéndice de su
ministerio de propaganda. Luego, desde los años 90 hasta nuestros días, el “ajuste
estructural” y el achicamiento del Estado contribuyeron a la involución cultural que
ahora padecemos. Ahora, más allá de algunos proyectos exitosos, el país no cuenta con
políticas culturales.

Las políticas culturales no son un listado de actividades. Son el conjunto estructurado de


acciones y prácticas sociales de los organismos públicos y de otros agentes sociales y
culturales. Iluminan la manera en que convivimos, tienden puentes entre lo cotidiano y
lo estético, y ayudan a producir el cemento capaz de convertir a un conglomerado de
personas en una nación.

En el pasado reciente, algunos intentos en esa dirección fueron recibidos con total
desprecio. Gustavo Herodier, que dirigió Concultura entre 1999 y 2004, esperó en vano
cinco años para presentar al mandatario de turno un proyecto de políticas culturales. En
la siguiente administración, Federico Hernández ni siquiera pudo financiar todo el
proyecto del Diálogo nacional por la cultura, mientras su jefe derrochaba millones de
dólares en campañas publicitarias.

Con estos ejemplos quiero decir que la falta de rumbo en materia cultural no ha sido
privativa del actual gobierno. ¿Se repetirán estas historias?

Ojalá entendamos que el gran problema de fondo de este país no es la crisis económica
ni la de seguridad, sino la crisis cultural. Y esta también debe ser enfrentada con
iniciativas y políticas bien pensadas. La evidencia señala que en esta materia al gobierno
las cosas no le están resultando bien. Ojalá esto le sirva al Presidente y su círculo más
cercano para emprender una reflexión seria y hacer las correcciones necesarias. La
cultura vale mucho.

(Publicado en La Prensa Gráfica, 18 febrero 2010)

Ilustración: M.C.Escher

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