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Escritos sobre literatura argentina
Escritos sobre literatura argentina
Escritos sobre literatura argentina
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Escritos sobre literatura argentina

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About this ebook

¿Por qué seguimos leyendo los escritos de Beatriz Sarlo sobre literatura argentina? ¿Por su condición de voz autorizada para repensar nuestro canon nacional, ese corpus selecto que genera aceptación pero también enconos? ¿O más bien porque encontramos en sus textos, cada vez que volvemos a ellos, una lectura generosa en recursos de interpretación, una lectura que va más allá de la crítica literaria entendida como un metalenguaje que descifraría las claves de una obra? Bajo la mirada de Beatriz Sarlo, un libro de poemas, una novela o un ensayo nunca pierden su espesor propio, pero empiezan a dialogar con el clima de época, con el resto de los discursos sociales y los consumos culturales, con las condiciones de escritura, con la posición estética e ideológica de cada autor, con sus ambiciones y sus búsquedas, con los lectores que imagina o desea.

Estos textos –escritos entre 1980 y la actualidad– pueden leerse como el desarrollo y el drama de la formación de un país. De Sarmiento y el origen de la cultura argentina a la consolidación de la profesión de escritor, del carácter cosmopolita y criollo de Borges a la poética inigualable de Saer, de Tizón a Fogwill, de Victoria Ocampo a Juana Bignozzi, de Sergio Chejfec a Alejandro López, Romina Paula y Washington Cucurto, la autora dibuja el mapa de la literatura escrita en la Argentina desde el siglo XIX hasta nuestro presente. En combate contra el conformismo y los lugares comunes de la crítica, su escritura encara figuras indiscutidas y escritores minoritarios, temas censurados y aspectos soslayados, desagravios y lealtades.

Ejemplo activo de toma de partido y de memoria, Escritos sobre literatura argentina reúne la producción de una intelectual empecinada en comprender las relaciones entre la literatura, la cultura popular y la sociedad.
LanguageEspañol
Release dateNov 20, 2019
ISBN9789876299688
Escritos sobre literatura argentina
Author

Beatriz Sarlo

Beatriz Sarlo is one of Latin America's most influential cultural critics. She is the co-founder of the journal Punto de Vista, and the author of several books, including Scenes from Postmodern Life.

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    Escritos sobre literatura argentina - Beatriz Sarlo

    Índice

    Cubierta

    Índice

    Portada

    Copyright

    Algunas palabras

    I. Ser escritor, ser argentino, ser porteño

    El voluntarismo biográfico

    La invención de Sarmiento

    Nuestro Oriente es Europa

    Tanto con tan poco

    En el origen de la cultura argentina: Europa y el desierto

    Buenos Aires: el exilio de Europa

    Los dos ojos de Contorno

    II. Siglo XX. Primeras décadas

    Una novela política de Roberto J. Payró

    Recuerdos de Manuel Gálvez, escritor profesional

    Lugones: pasión y escritura

    III. Clásicos del siglo XX

    Ezequiel Martínez Estrada

    Nueva lectura imposible

    Victoria Ocampo

    ¿Qué hacer con los límites?

    La seducción de los Testimonios

    Jorge Luis Borges

    Orillero y ultraísta

    Borges en Sur: un episodio del formalismo criollo

    Borges: crítica y teoría cultural

    En un pliegue de Emma Zunz

    La literatura de crímenes

    Aprendizaje y traición

    La escritura del dios

    Roberto Arlt

    Ensayo general

    Lo maravilloso moderno

    Ciudades y máquinas proféticas

    Un extremista de la literatura

    Roberto Arlt, excéntrico

    Julio Cortázar

    La novela esperada

    Releer Rayuela desde El cuaderno de Bitácora

    Suma de vanguardias

    Una literatura de pasajes

    Juan L. Ortiz

    La duda y el pentimento

    Juan José Saer

    Narrar la percepción

    Mujer, pena y misterio

    La condición mortal

    Aventuras de un médico filósofo

    Relatos de un grande

    Una poética de la incertidumbre

    La ruta de un escritor perfecto

    De la voz al recuerdo

    El tiempo inagotable

    Manuel Puig

    El brillo, la parodia, Hollywood y la modestia

    IV. Leer en presente

    Política, ideología y figuración literaria

    Apéndice

    El discurso autoritario y la dictadura argentina

    Ficciones del saber

    La novela como viaje

    Una novela de la distancia

    Género nostálgico

    El riesgo de la literatura

    Judíos y argentinos

    Héroes rojos

    El oficio de escritor

    Poderes benevolentes

    Una patria, una canción

    La ficción inteligente

    Anomalías. Sobre la narrativa de Sergio Chejfec

    El amargo corazón del mundo

    Experiencia y lenguaje

    Lugar de origen

    Ella, Juana Bignozzi

    Corazón en la tierra

    Coincidencias

    Lejos de todo

    Una cultura, varias ciudades, dos novelas

    Un relato inconsumible

    La extensión

    No olvidar la guerra de Malvinas

    Sueño de la razón argentina

    ¿Pornografía o fashion?

    La novela después de la historia. Sujetos y tecnologías

    Fuentes originales de publicación

    Beatriz Sarlo

    ESCRITOS SOBRE LITERATURA ARGENTINA

    Sarlo, Beatriz

    Escritos sobre literatura argentina / Beatriz Sarlo.- 2ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2019.

    Libro digital, EPUB.- (Biblioteca Beatriz Sarlo)

    Archivo Digital: descarga

    ISBN 978-987-629-968-8

    1. Antología Literaria Argentina. 2. Literatura Universal. 3. Ensayo Argentino. I. Título.

    CDD A860

    © 2019, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

    1ª edición: 2007

    2ª edición: 2019

    Diseño de portada: Esteban Serrano

    Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

    Primera edición en formato digital: octubre de 2019

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-968-8

    Algunas palabras

    Acá están reunidos todos mis escritos sobre literatura argentina. Cuando digo todos no significa que estén todos los escritos publicados, sino los que creo que pueden ser leídos hoy. Por diversas circunstancias, entre ellas el clima político de los sesenta y setenta, las ideas con las que todavía siento afinidad se me ocurrieron bastante tarde. O sea que nada de lo publicado antes de 1980 me parece aceptable y, por eso, el primer artículo incluido es de 1981, cuando yo tenía treinta y nueve años, la época de mi segundo comienzo.

    La publicación original de estos textos se produjo en tres tipos diferentes de espacios. En primer lugar, la revista Punto de Vista, cuya influencia sobre mi vida sigue siendo completa; en segundo lugar, en diarios y suplementos de diarios, donde siempre me gustó publicar por la especial aceleración que le imponen a la escritura; en tercer lugar, en las prácticas académicas (prólogos, ponencias) a las que intenté sacudir de sus rasgos de género erudito.

    Ningún lector que haya comprado un libro con mi nombre en la tapa en calidad de autora encontrará en esta antología un texto que se repita. Excluí aquellos artículos que prepararon o siguieron a la publicación de esos libros. Esto, naturalmente, no mitiga el aire de afinidad, dado que es la misma persona la que escribió los libros y estos ensayos. Pero corta la repetición y quiere evitar el aburrimiento.

    El índice de este volumen revela mis debilidades (en todos los sentidos de la palabra) y mis distracciones. Hubiera querido escribir sobre autores que están ausentes, por ejemplo, y no supe hacerlo. No me arrepiento, en cambio, de la lealtad con otros escritores. Por eso me permito sugerir que estos ensayos son una toma de partido crítico.

    No tengo casi nada más que agregar, excepto que fue a Sylvia Saítta a quien primero se le ocurrió este libro y organizó las cosas de tal modo que finalmente fue más fácil hacerlo de lo que yo suponía. Tengo que agradecérselo incluso si los lectores juzgan que fue un error, porque se trató también de un acto de amistad.

    Beatriz Sarlo

    I. Ser escritor, ser argentino, ser porteño

    El voluntarismo biográfico

    [1988]

    Lo mismo sucede con todos los grandes individuos históricos: sus propósitos particulares contienen la voluntad sustancial del Espíritu Universal. Sarmiento realiza en sus escritos la frase de Hegel: un gran individuo, seguro hasta la obstinación de sus proyectos a los que sólo se oponen los obstáculos de una realidad que es preciso modificar.

    En hipótesis, por este mismo convencimiento, Sarmiento insiste en la biografía y la autobiografía como género. No sólo pertenecen a él los textos clásicos, Mi defensa y Recuerdos de provincia, sino que son biografías y retratos dos de las formas narrativas básicas en el Facundo, además de contaminar sus escritos políticos y de costumbres y las cartas de Viajes. Lo autobiográfico como materia le sirve para exponer ideas, propuestas, posiciones. El recuerdo favorito de Sarmiento es a su persona: él es un ejemplo y las vidas de otros se miden contra su vida. Los acontecimientos significativos se iluminan cuando Sarmiento, o el lector de Sarmiento, los coloca en la serie de las vidas, para empezar, de la suya propia, donde todos los detalles son significativos.

    ¿Quién es Sarmiento para hablar de este modo de sí mismo? Precisamente alguien que no está demasiado seguro de quién es. Basta echar una mirada al cuadro genealógico con el que se abre Recuerdos de provincia, para que las sospechas emerjan: allí hay de todo, notables y gente de pueblo, pobres y ricos, letrados y analfabetos, parientes próximos, lejanos, allegados, familiares políticos y de sangre, ausencias y presencias aparentemente inexplicables. Su árbol genealógico refleja la inseguridad con la que Sarmiento vivía su origen familiar más próximo. De este árbol, Sarmiento había prescindido en Mi defensa, donde sólo se anunciaba como un hijo de sus obras.

    Sarmiento no siente el pudor del Yo. En realidad, piensa que la presentación de su vida tiene un carácter demostrativo tan fuerte, por lo menos, como otras vidas que él considera memorables. Cuando el deán Funes tuvo para vivir, necesidad de vender uno a uno, los libros de su biblioteca,[1] el lector no puede menos que colocar este pequeño drama emblemático dentro del paradigma que Sarmiento ha ido armando: construcción y destrucción de la biblioteca, quizás uno de los niveles más ricos de sus textos, que vuelven una y otra vez a la misma historia sobre cómo se consiguen los libros cuando la sociedad no es un espacio favorable a su circulación por muchos motivos. Se trata de una sociedad resistente, por barbarie, a la escritura; una sociedad lejana de los grandes centros intelectuales; una sociedad que habla español, idioma, para Sarmiento, anticultural.

    El reconocimiento social del hombre de letras es, por una parte, condición para que la sociedad ofrezca el lugar debido a Sarmiento. Además, como Montesquieu, Sarmiento creía que Europa domina sobre las otras partes del mundo y vive en la prosperidad mientras el resto gime en la esclavitud y la miseria, porque Europa es más esclarecida, en la proporción en que, en otras partes del mundo, las letras están sumidas en una noche infranqueable. Si miramos Europa, descubriremos que los estados donde se cultivan las letras tienen, proporcionalmente, más poder. La dirección deseada por Sarmiento es inversa a la de un país donde el deán Funes se vio obligado a vender su biblioteca.

    Sarmiento está convencido de que hay una verdad y una fuerza en lo simbólico. Por eso, ejerce una mirada semiológica. Los detalles, lo superficial, lo aparentemente sin importancia, nunca son casuales para quien sabe leer. Facundo se escribe a partir de este tipo de lectura de lo social: se propone ilustrar por sus símbolos el carácter de la guerra civil. La semiología de los colores, de los espacios, de los vestidos, del baile y la conversación, de la circulación de mujeres y las costumbres matrimoniales, de la educación formal e informal, de los idiomas extranjeros. En verdad, podrían leerse Facundo, Viajes, La campaña en el Ejército grande, como tratados sobre las costumbres donde todo es significativo, donde la jerarquía social de las prácticas es reorganizada porque, en lo simbólico, se expresa la verdad de una sociedad, se encierra su historia y se define su futuro.

    La biografía se convierte en espacio privilegiado de condensación simbólica, si se conoce el arte de elegir no sólo momentos sino niveles narrativos que se organicen en la construcción de un sentido. En Mi defensa, Sarmiento se presenta con el perfil del héroe cultural: un extranjero en Chile, de origen oscuro, que trae la civilización y la cultura sintetizadas en su aptitud para leer bien; como todo héroe cultural es víctima de conjuraciones, odiado por quienes no lo conocen, respetado por quienes se le acercan. Y fundamentalmente es un self-made man, un autodidacta que ofrece su modelo en espejo para la nación: aprender de los libros aquello que no puede aprenderse de las tradiciones, porque han sido rotas, o de la realidad, porque ella es profundamente anticultural. Si el autodidacta pudo, su modelo, como expresión del Espíritu Universal, es posible para su patria. Inevitablemente Sarmiento postula una continuidad entre su suerte y la de la Argentina. Construyendo un colectivo que lo incluye como individuo representativo, aunque excepcional, se incorpora al futuro del país como elemento insoslayable. Nunca en la cultura argentina, un escritor, un ideólogo, un político se sintió tan atravesado y tan dependiente del destino colectivo. Que de este destino Sarmiento excluyera lo que él consideraba la barbarie, significa que, por desdicha, no hubo posibilidad histórica de imaginar un todo sin exclusiones.

    En esa construcción imaginaria de la república futura, Sarmiento se coloca como representante de tres tiempos: del pasado, por su genealogía, del presente por su poder de intervención, del futuro por su capacidad de convertir los discursos en prácticas: así como ha sabido leer un país, podrá alterar su simbología y liquidar consecuentemente esa oscura base de resistencia, fundada en el pasado pero que todavía decide, bajo la forma de Rosas y la montonera, las relaciones presentes. Su biografía le parece ejemplar porque demuestra que es posible torcerles el brazo a las determinaciones. Tal ejercicio de voluntarismo define sus escritos, por lo menos hasta Caseros.

    [1] Domingo F. Sarmiento, Recuerdos de provincia, Buenos Aires, CEAL, 1987 [1850], p. 105.

    La invención de Sarmiento

    [1989]

    Sarmiento escribe a pesar y en contra de sus propios límites; escribe como un acto de rebelión frente al destino que le marcaban su origen familiar y la provincia de la que venía. A su escritura le asigna la función de ganarle un espacio visible, de ponerlo en la competencia, de alinearlo respecto del poder y convertirlo en candidato. Usa la escritura como alguien que está condenado a ella. Sabe que en esta relación única, privilegiada, inescapable con lo escrito está su fuerza pero también una señal clara de su distancia con el poder. En la extensión iletrada de algo que no era la Argentina sino a medias, Sarmiento esgrime el valor de la literatura y el periodismo como si su escenario fuera europeo. Sus problemas tienen que ver con el lugar que un intelectual puede inventar para sí en el espacio político, al mismo tiempo que construye ese espacio. En verdad, convierte a la escritura, en un país de analfabetos, en una de las llaves de la política: despojado de poder económico y de las prerrogativas de un origen ilustre, Sarmiento no tiene otro camino que hacer de la escritura la máquina productora de su capital político.

    Sarmiento muestra, en ese sentido, los rasgos de un moderno: enfrentado con un poder que considera bárbaro, habitante de un espacio que todavía no es una república, se preocupa por las dimensiones simbólicas del mundo social entendiendo que las transformaciones culturales consolidan las victorias guerreras y políticas. A la clásica oposición que, escolar y tradicionalmente, organiza los capítulos de Facundo, podría examinársela desde la perspectiva de la cultura con la que opera Sarmiento. Para él, la cultura es la trama producida por el cruce de ciertas virtudes y ciertas habilidades, y no de otras. Si la estética romántica le permite ver el mundo americano de gauchos y montoneros, el espacio rural propio de la barbarie, el programa intelectual que se ha trazado no puede reconocer en ese mundo los rasgos que permitan construir otro, más deseable. Del mundo rural no emerge lo que Sarmiento considera una cultura ni la posibilidad de una síntesis.

    Para Sarmiento, el territorio cuya dirección les disputa a Rosas y a sus aliados no es todavía una nación, ni un estado, ni una patria. Con el redactor de la Enciclopedia podría haber afirmado que no puede haber patria en los estados sometidos. Así los que viven bajo el despotismo oriental, donde no se conoce otra ley que la voluntad del soberano, otras máximas que la adoración de sus caprichos, otros principios de gobierno que el terror, donde ninguna fortuna ni ninguna cabeza están seguras, estos no tienen patria. Patria y espacio cultural occidentalizado funcionan en Sarmiento como presuposición mutua y sólo en el espacio político e institucional definido de este modo llegaría a desplegarse la función para la que se prepara desde sus primeras lecturas y sus primeros enfrentamientos con los poderes locales. No hay patria sin una cultura, no hay hombre público sin este espacio que no es tradicional sino moderno, que no es un fruto de la historia sino una construcción de la voluntad.

    Sin duda, es fácil leer anacrónicamente a Sarmiento. Redactar la lista de todo lo que no entendió ha sido una de las actividades preferidas de lo que se conoció como revisionismo histórico. Sarmiento no se comporta frente a Facundo como un antropólogo entrenado en la ideología del relativismo cultural, ni piensa que necesariamente el poder conglomerado en torno de Rosas sea una emanación más genuina que el que podría construirse alrededor de un núcleo de intelectuales y letrados.

    Su movimiento consiste, entonces, en inventarse a sí mismo como figura pública e inventar la nación, crear los marcos institucionales y ocuparlos, plagiar a Europa y Estados Unidos para construir una nueva realidad americana: todas estas operaciones las realiza Sarmiento y, durante las primeras décadas de su vida pública, casi únicamente a través de la escritura.

    Es un aventurero y esto se nota en la distancia, a veces irónica y a veces insultante, con que lo juzgan muchos de sus contemporáneos. Está completamente fuera del poder, por lo menos hasta mediados del siglo XIX, y desde ese afuera que no se refrenda por otros títulos que los que él inventa, se propone a sí mismo y a su programa como instrumentos de salvación pública y también como modelos de virtud. El exitoso paradigma pedagógico con el que reguló su ascenso público será también el paradigma que le ofrece a la nación que todavía no existe.

    Sarmiento es un moderno: individualista, antitradicional, poco respetuoso de la compleja temporalidad cultural americana. En el Facundo escribe: Rosas no plagia a Europa y en ello hace residir el núcleo de su diferencia: la idea de que América debe incluirse en un movimiento universal, homogéneo, de civilización, cuyos costos sociales y morales pueden llegar a ser muy altos. Sarmiento no duda sobre la legitimidad de imponer esos costos: por el contrario, sugiere permanentemente que la construcción de una nueva cultura (política y civilización urbana conjugadas) tiene más de violencia que de práctica persuasiva. Paradójico destino para el intelectual cuya fuente de poder son únicamente la escritura y el discurso, pero que debe acceder por ellos al lugar donde es posible el ejercicio de la fuerza.

    Nuestro Oriente es Europa

    [1981]

    Varias tensiones no resueltas sesgan la perspectiva de los Viajes de Sarmiento. Nadie es menos neutral cuando se trata de relatar lo vivido; imposible separar las experiencias europeas de la trama de sus ideas políticas. Sólo excepcionalmente incluye en sus comentarios de viaje un episodio cuya función sea puramente subjetiva. Toda subjetividad está, por así decirlo, volcada hacia afuera, exteriorizada en la mirada que arroja sobre Europa y América. El placer que siente ante lo desconocido es controlado y traducido a dos lenguajes: el lenguaje político de un programa para la Argentina; el lenguaje sociológico de una concepción donde el arte, las costumbres, la economía tejen relaciones, disputan espacios y establecen jerarquías.

    El viaje de Sarmiento es un viaje útil. Se diferencia del viaje típicamente romántico, en que el escritor completa su experiencia de la vida en un sentido psicológico, filosófico o estético. Es, sin duda, un viaje de aprendizaje. Pero, más que la formación de un espíritu en la diversidad del mundo, constituye la definición de un intelectual en la diversidad de los sistemas: qué modelo de nación, qué curso de transformación posible, qué tipo de población, cuál educación, qué libertades privadas y públicas, qué sociedad puede adoptar, sin convertirlas en imitaciones monstruosas, las instituciones liberales.

    Sin embargo, es también un viaje donde las cosas y los hombres pasan a través de una sensibilidad marcada por la época. Sarmiento aplica una sensibilidad romántica para mirar los aduares argelinos, las corridas de toros o los paisajes. Pero corrige los efectos de esta sensibilidad. No encuentra pintoresquismo en la miseria o el atraso, rechaza el culto estético de las ruinas, se escandaliza frente a los restos del pasado que percibe en Europa del sur.

    Sensibilidad romántica y perspectiva antirromántica es una de las tensiones de Viajes. Casi podría decirse que, en Sarmiento, el ensueño romántico produce un sueño de civilización liberal. Y que la fascinación que siente frente a la sociedad burguesa (los hoteles son hoy nuestros templos, se le ocurre en estados Unidos) es la contracara de la fascinación romántica ante el pasado. Si Víctor Hugo había escrito sobre Oriente, y Lamartine había también peregrinado a la Meca, Sarmiento en cambio afirma: Nuestro Oriente es Europa. El atraso, repite, no produce arte; una sociedad simple en sus virtudes, como en sus crímenes y vicios no le ofrece al escritor el espectáculo real que estaría en el origen de los grandes dramas y novelas. Por eso le parece tan pobre la literatura española. Es difícil ser un gran escritor en América, afirma Sarmiento. También es difícil ser un gran político.

    Contra estas dificultades, Sarmiento se constituye en escritor y político. Episodios de este drama –que es parte de la historia narrada en Recuerdos de provincia– pueden leerse en los Viajes. Sarmiento llega a París como al teatro donde la fama adquiere un eco realmente universal, porque, para él, la verdadera consagración es europea: Aquí principia la historia de los autores que comienzan en París y que lanzan su vuelo desde una guardilla del quinto piso. De ahí salieron Thiers, Mignet, Michelet y tantos otros, me digo para alentarme; todos han aguardado a la puerta de alguna redacción, el corazón humedecido de humillación, ídose, vuelto.[2] Tiene mucho de patética esta historia del joven pobre, del intelectual oscuro que llega desde Santiago de Chile a París y que imagina el triunfo según un modelo aprendido en Dumas o en Balzac. No se siente extranjero en Europa, pero, al mismo tiempo, teme cometer las torpezas del provinciano: ando lelo, como el enamorado novel que va a presentarse ante las damas.[3]

    Entonces, Viajes también cuenta la biografía del escritor. Se dramatiza allí un tipo de episodio que Sarmiento repite en casi todos sus escritos de la década de 1840: la lucha por el reconocimiento intelectual. Lleva a París un ejemplar de Facundo. Aspira a que se lo traduzca al francés y se lo comente en la Revista de Ambos Mundos. Quiere romper la barrera del español porque, para Sarmiento, escribir en español es como no escribir. Está convencido, por otra parte, de que el Facundo tiene la clave de un enigma que la espada de Lavalle no pudo resolver: el de las guerras civiles argentinas y el del régimen de los caudillos. Escribe en Viajes que, para comprender América, hay que leer en Fenimore Cooper la saga de blancos e indios representada en El último mohicano o en El rastreador. Cree que su libro también revela el secreto argentino de civilización y barbarie. Por eso, cuando llega a París vive la incertidumbre del escritor desconocido y también la seguridad de su obra. ¿Cómo no padecer humillación o resentimiento cuando sabe que es casi un simple viajero, menos ilustre, incluso, que los unitarios de Montevideo?

    Nueva tensión del relato de Viajes: ¿cuál es la función de la literatura y del periodismo en América del Sur? Sarmiento oscila. A veces, la poesía y la literatura misma se oponen a la actividad práctica del científico, del militar o del político. Es mejor contar patacones que sílabas, le dice ofensivamente a Echeverría, en Montevideo. Mientras ustedes cantan al Río de la Plata, los sajones navegan y comercian en el Hudson y el Támesis. Pero está convenido de que una nueva cultura americana supone también la producción literaria, que los cielitos de Hidalgo y Ascasubi tienen un vínculo orgánico con las luchas nacionales. Y que él, Sarmiento, con Facundo, es el punto más alto al que se ha llegado hasta entonces.

    Reconocerse escritor y ser reconocido. Este es uno de los dramas relatados en Viajes. A una pregunta que parece perseguirlo, ¿quién es ese Sarmiento?, se responde con el Facundo. A los intelectuales y políticos exiliados se los convierte en interlocutores forzosos de sus cartas. Por eso, estas cartas son, en realidad, un esbozo de política futura, donde se incrustan los episodios de una batalla personal: tanto el destino del intelectual Sarmiento como el de su país parecen en juego. Si este no fue un libro de impresiones de viaje es porque Sarmiento quiso construirlo alrededor de una obsesión: qué lugar ocuparían él y los otros después de la caída de Rosas, y qué nación debía construirse sobre la Argentina de los caudillos.

    [2] Domingo F. Sarmiento, Viajes, Buenos Aires, Belgrano, 1981 [1849], p. 136.

    [3] Ibíd., p. 112.

    Tanto con tan poco

    [1993]

    Se trata sólo de un párrafo. Sin embargo, en esa brevísima ficción histórica, Sarmiento escribe un argumento de novela de aventuras, de novela romántica, de folletín. El Facundo tiene decenas de cuadros como el de la Severa Villafañe: el día que Facundo maltrata a su padre, cuando pelea a lanzazos con un oficial, cuando se resiste a pagar las deudas de juego, cuando aterroriza a sus prisioneros. Pero nunca como en el párrafo que dedica a la historia de Severa, Sarmiento consigue tanto con tan poco.

    Aquí ha apresado el movimiento de un personaje y muestra su verdad, hecha de pasión, inmediatez y violencia. Sintético como un plan de trabajo futuro, es, al mismo tiempo, una condensación de géneros literarios y un juicio moral. Sarmiento escribe el enfrentamiento entre dos fuerzas: la belleza de Severa, que magnetiza a Facundo, y la voluntad del caudillo que destruirá esa belleza. La condición de la historia es precisamente la de esa belleza honesta y por lo tanto inalcanzable.

    Facundo se ha enamorado de Severa Villafañe. La requiere, persigue a su familia, aterroriza a la mujer con sus pretensiones hasta obligarla a refugiarse en un convento. En unas pocas frases, se arma una historia de persecuciones que no son políticas pero que, por lo tanto, definen mucho más a un caudillo dispuesto a servirse de hombres y bienes como si no existieran los límites entre lo público y lo privado. En la pequeña ciudad de provincia, la historia del siniestro cortejo de Severa Villafañe aterró a las mujeres e hizo sentir a los hombres la impotencia del miedo frente al poder. Ni hermanos, ni padres, ni maridos serían ya el escudo seguro del honor de sus mujeres: estas podían, con una sola mirada, convertirse en propiedad de Facundo, cuyos deseos no conocen otro fin que el del hartazgo o el tiempo. La relación virtuosa entre miembros de una misma estirpe se ha quebrado; Facundo puede llegar en cualquier momento y, con él, la tragedia provocada por la suspensión de todo límite.

    Rechazado cien veces, Facundo intenta envenenar a Severa; luego, en un paroxismo de pasión, toma opio para quitarse la vida. Una tarde, entra al patio de la casa familiar y arrebata a Severa, que se le resiste; Facundo la humilla, la golpea hasta desangrarla pero no puede tomarla.

    Después, Severa Villafañe se esconde en un convento, confiando en que ese obstáculo, puesto a la pasión por la religión, sería al mismo tiempo su cárcel definitiva y su refugio. Hasta allí llega Facundo, obliga a que se le abran las puertas y que Severa se presente. Ella lo ve, da un grito y cae. Un gran final, sostenido y abrupto, para una historia folletinesca donde la huida y la persecución dejan de moverse por el impulso de la política para seguir mandatos más profundos y permanentes: la pasión unida al poder. Eso es Facundo frente a Severa: un apasionado a quien el poder habilita para la muerte. En lo que Sarmiento no cuenta está todo el folletín: la huida de Severa, las persecuciones, otros hombres que probablemente la amaban y que pudieron haber muerto para defenderla, la impotencia de sus hermanos, la exasperación de una casa donde ha entrado la sombra de algo inevitable.

    Y Severa es literalmente nada: el cuerpo frágil donde se estrella el deseo del caudillo. Este enfrentamiento mítico entre belleza y fuerza sostiene las breves líneas de Sarmiento. La historia de Severa Villafañe es todo movimiento; hacia delante, sin saber adónde, corre Severa para librar su cuerpo de la desnudez o la muerte que la espera con Facundo. Miserable y martirizada Severa, belleza viva, es alcanzada por una fuerza que la deja allí, tendida y exánime, en el gran desenlace operístico de una novela romántica que se esconde en un párrafo de Facundo.

    En el origen de la cultura argentina: Europa y el desierto

    [1986]

    El desierto, incomensurable, abierto: el verso de Esteban Echeverría no habla sólo del paisaje. Como lo señaló Canal Feijóo, en esta designación del territorio como desierto pueden leerse varios significados: se califica de desierta una extensión física que es sólo naturaleza; pero también es desierto un espacio ocupado por hombres cuya cultura no es reconocida como cultura, en el caso los indios.[4] Esta segunda acepción de desierto tiene, en su base, una amplia y victoriosa operación ideológica cuya coronación es, precisamente, la llamada conquista del desierto llevada a cabo por el general Roca en 1879, que supuso la definitiva incorporación de la Patagonia como parte del Estado-nación y el desconocimiento del derecho de sus ocupantes indios a los territorios en los que habían vivido hasta entonces. Ezequiel Martínez Estrada, en Muerte y transfiguración de Martín Fierro, considera este episodio como la repetición del acto que funda la conquista de América: la violación de la india por el español.

    Borges, casi cien años después de Echeverría, escribe: Venía del desierto, de Tierra Adentro y, casi contiguo: Vivió, eso sí, en un mundo de barbarie monótona, el mundo más allá de la línea de fortines.[5] Al colocarse en esta tradición denominativa, Borges también, de algún modo, la repara.

    Pero volvamos a Echeverría: ¿qué más presupone desierto en el poema que inaugura la poesía romántica nacional letrada? No sólo despojar de identidad al indio, en una operación que no se alterará durante el siglo XIX, aunque bien podría pensarse a Mansilla como un Montesquieu sudamericano. La palabra desierto, más allá de una denominación geográfica o sociopolítica, tiene una particular consecuencia: implica un despojamiento de cultura respecto del espacio y los hombres a los que se refiere. Donde hay desierto, no hay cultura; el Otro que lo habita es visto precisamente como Otro absoluto, hundido en una diferencia intransitable. No voy a plantear el juicio contrafáctico de qué hubiera sucedido en la Argentina si hubiera sido distinta la mirada que sobre el desierto arrojaron los hombres del siglo XIX: ver esta historia desde la perspectiva de los reprimidos, movimiento que realiza David Viñas en Indios, ejército y frontera.[6]

    Me interesa, por el momento, imaginar la sensación de verdadero abismo que asaltaba a estos mismos hombres cuando, no sólo vaciaban al desierto de sus habitantes, sino que trasladaban esta denominación para pensar su propio medio. Comparadas con Europa, Buenos Aires y toda la incipiente nación eran un desierto. El viaje romántico o el exilio habían enfrentado a Echeverría, a Alberdi, a Sarmiento con las grandes capitales del siglo XIX, donde habían adquirido una certeza cultural y política: a este vacío sudamericano había que llenarlo con la importación de trabajadores más aptos que el criollo, quienes en el largo plazo podían llegar a ser ciudadanos, si superaban las pruebas que la clase política les pondría por delante. El tema del poblamiento es una obsesión ideológico-política: Alberdi la piensa como condición y Sarmiento no ha hablado sino de eso, buscando un modelo de cultura deseable frente a una cultura indeseable y bárbara.

    Pero, de nuevo, ¿qué estaba dentro de la imagen de desierto? El Otro pensado también como vacío. El abismo de la no cultura se abría a la orilla de los fortines, porque la no cultura fue la forma en que se pensó lo americano rioplatense. Intelectuales y escritores argentinos estuvieron obsesionados por bordear este abismo que amenazaba con tragárselos con su potencia barbarizante.

    En el abismo, nada a partir de lo que fundar una literatura y una cultura. Así como del vacío, del desierto, sólo podía extraerse la imagen del bárbaro, la cultura argentina nacería de un exasperado gesto de voluntarismo. Miembro de segunda clase de los dominios españoles, diferente y lejana Buenos Aires de las cortes virreinales, los primeros textos de una literatura pensada como nacional debieron construirse sobre esta falta originaria. Ángel Rama ha visto el fenómeno con particular perspicacia: el partido europeo estaba decidido mucho antes de la llegada de la inmigración. El choque cultural entre criollos urbanos y letrados y criollos vecinos del desierto sólo fue productivo en la literatura gauchesca. Pero incluso allí, las razones de que el Martín Fierro fuera un texto poco decoroso para los amigos y contemporáneos de José Hernández tendrían que explicarse por el modo en que este poema traiciona las expectativas de los hombres cultos.

    Las cosas cambian cuando la inmigración llega efectivamente. Un acelerado proceso de resignificación devuelve a palabras como criollo o gaucho una dignidad de la que sólo habían gozado en la literatura gauchesca o las proclamas revolucionarias. El vacío del desierto es corroído por un flujo que comienza a llenarlo. Los intelectuales, cuyos antecesores inmediatos habían sentido el vértigo de escribir al borde de un abismo cultural, comienzan a reclamarse como parte y defensores de una tradición que, hasta ese momento, no habían valorado. En 1904, comenzando sus Memorias, Lucio Mansilla esboza un programa reparador de una tradición nacional de la que, en verdad, treinta años antes muy pocos se sentían integrantes:

    Tengo también una pretensión, modesta pretensión que confío será coronada con algún éxito. Consiste en ayudar a que no perezca del todo la tradición nacional. Se transforma tanto nuestra tierra argentina, que tanto cambia su fisonomía moral y su figura física, como el aspecto de sus vastas comarcas en todas direcciones. El gaucho simbólico se va, el desierto se va, la aldea desaparece, la locomotora silba en vez de la carreta, en una palabra nos cambian la lengua, que se pudre… el país.[7]

    La elite letrada, que antes había padecido el desierto, sobre el cual y pese al cual era necesario construir una cultura, estaba enfrentada en la primera década del siglo XX con otra amenaza cultural: Mansilla lo dice claramente, usando la misma palabra que había usado Echeverría pero dándole un lleno positivo, producto del pasado criollo, y un lleno negativo definido en el presente agringado: el desierto se va. ¡A quién puede importarle!, hubiera podido responder Sarmiento.

    Y, sin embargo, es importante, porque de esa falta originaria sobre la que funda la cultura argentina su relación con Europa, se está pasando a otra versión de la carencia. Al comenzar el siglo XX nos falta pasado:

    Pero hoy el gaucho, vencido,

    galopando hacia el olvido,

    se perdió.

    Su triste ánima en pena

    se fue una noche serena.

    Y en la Cruz del Sur, clavado,

    como despojo sagrado,

    lo he yo.[8]

    Escritos en una estancia, La Porteña, en 1915, estos malos versos de El cencerro de cristal de Ricardo Güiraldes son el epílogo del Santos Vega de Rafael Obligado y la última línea –lo he yo– establece una relación de propiedad con ese pasado que Güiraldes desarrollará como mito y ficción en Don Segundo Sombra. Se conocen las operaciones tendientes a volver visible un pasado o, en su defecto, inventarlo: contemporáneos al poema de Güiraldes, Lugones y Rojas escriben textos que tienen una función similar, aunque sean diferentes las soluciones ideológicas que aportan al conflicto.

    Sin embargo, el vacío subsiste. Antes era el desierto, así llamado una vez que se despojó de entidad cultural a sus habitantes. Luego, en las primeras décadas del siglo, es el sentimiento de pérdida frente a algo que en verdad no se había valorado. Reiteradamente, la literatura argentina se ve llevada a pensar un comienzo: ¿desde dónde empezar?, ¿qué es lo que puede dar fundamento al discurso y las prácticas?, ¿con qué se produce la cultura argentina, que desde un comienzo parece perseguida por la idea de un vacío anterior? A todos afecta una falta, una ausencia de fundamento: inseguridad emergente de un medio donde el pasado es un desierto, donde es necesario inventar un pasado, donde las formas reales del pasado no pueden ser leídas (tal el caso de la gauchesca) sino después de que su ciclo se ha cerrado.

    En el origen de la cultura argentina está entonces el desierto. Esta no es una proposición descriptiva sino ideológica: es la forma en que los intelectuales vivieron su relación con la sociedad, con los otros y los diferentes. Nada de España, nada del mundo gaucho: sólo los letrados en diálogo de una sola vía con Europa. Esto hasta las primeras décadas del siglo XX.

    Pero en ese momento, construir un pasado se vuelve una necesidad, de allí el arco que va desde el último Mansilla a Güiraldes, que incluye a Lugones y que culmina en Borges. La inmigración abre este ciclo. Su presencia, ocupando el lugar del bárbaro, del gaucho ya desaparecido, crea las condiciones de posibilidad para que los letrados busquen, al mismo tiempo, dos fundamentos: el de una historia nacional y el de una renovada relación con la cultura europea.

    En este período proliferan los modelos de cómo fue o cómo debería ser la cultura argentina. Borges ensaya respuestas en sus libros de la década del veinte. Retrospectivamente, en 1943, escribe sobre Sarmiento: En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales.[9] En la definición de Borges, la argentinidad ha encontrado su fórmula: la ausencia de límites frente a la cultura occidental y a sus traducciones de oriente. O el mundo bajo la forma de carte postale y el carnet de voyage, como en Girondo. Sin embargo, incluso esta ausencia de límites vuelve a plantear un problema de legitimación: ¿a quiénes les está permitido elegir de todas partes? Sobre los conflictos del campo literario, planeando como su fantasma social, están otros conflictos y otras diferencias. Entre ellas, las del vínculo con las lenguas extranjeras.

    Sin exagerar podría decirse que, en los años veinte y treinta, todo el que puede traduce y el que no puede traducir lee traducciones, las difunde, publica o propagandiza (basta ver la difusión masiva que Arlt hace en las Aguafuertes Porteñas de media docena de novelistas rusos y de un aún no traducido Proust que enigmáticamente menciona con insistencia). De la revista Martín Fierro a Los Pensadores, la cultura argentina pone en marcha una máquina que incluye revistas como Poesía de Pedro Juan Vignale y Contra de Raúl González Tuñón.

    Borges escribe acerca de las versiones homéricas:

    Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone la traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética.[10]

    ¿Qué pasa si leemos este fragmento no a partir del tópico de la relación entre escritura y sujeto, sino a partir del tópico de un sujeto colectivo: la escritura argentina en su relación con Europa? El motivo por el cual la traducción es consustancial con la literatura tendría que ver con la resistencia a colocar de nuevo a la literatura frente al vacío inicial. Nuestra vanidad obtura el recuerdo de este vacío, que sólo puede ser tematizado como desierto, Tierra Adentro, últimas poblaciones (las de los indios no eran culturalmente poblaciones en la voz de Martín Fierro). La sombra que vela las escrituras directas es la sombra de esta nada inicial, cuyo sustento es buscado, por lo menos desde 1837, en la cultura europea. Las traducciones no sólo ilustran la discusión estética sino que ponen densidad donde se cree que no la hubo. También del otro lado, en la izquierda, Claridad, Los Pensadores, Los intelectuales, traducen zonas literarias e ideológicas diferentes. Su relación con la traducción es más instrumental que estética, pensada en el marco de un programa de reforma y ampliación de la cultura popular. Pero en estas publicaciones puede leerse siempre la idea de una actividad fundadora que exige una construcción esforzada y tensa.

    La traducción viene a destrabar el bloqueo del desierto y del vacío originario: en ambos casos son matrices generadoras, que recorren la cultura argentina de dos siglos.

    [4] Bernardo Canal Feijóo, Teoría de la ciudad argentina, Buenos Aires, Raigal, 1951.

    [5] La primera cita es de Historia del guerrero y la cautiva, en Jorge Luis Borges, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 359; la segunda es de Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, en Jorge Luis Borges, Obras completas, ob. cit., p. 361.

    [6] David Viñas, Indios, ejército y frontera, México, Siglo XXI, 1982.

    [7] Lucio Mansilla, Mis memorias (infancia-adolescencia), Buenos Aires, Hachette, 1955 [1904], p. 65.

    [8] Ricardo Güiraldes, Al hombre que pasó, en Obras completas, Buenos Aires, 1986, p. 47.

    [9] Jorge Luis Borges, Prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1975, p. 133. Lo que Borges dice de Sarmiento podría decirse del mismo Borges.

    [10] Jorge Luis Borges, Discusión, en Obras completas, ob. cit., p. 239. Borges repite textualmente

    este comienzo en un prólogo, del mismo año 1932, a El cementerio marino, de Paul Valéry.

    Buenos Aires: el exilio de Europa

    [1999]

    Modelos en plural

    De los muchos lugares comunes sobre Buenos Aires, mencionaré sólo dos. El primero complace a los argentinos y es bastante inexacto: que Buenos Aires se parece a París. El segundo fue una crítica que se escuchó durante décadas de boca de los mismos argentinos que se extasiaban al imaginar ese aire de familia francés. A diferencia del parecido con París, la segunda observación es exacta: que Buenos Aires es una ciudad repetida y monótona. Lo curioso es que ambos juicios, que son contradictorios entre sí, suelen ser sostenidos al mismo tiempo. Vayamos al primero.

    Buenos Aires no se parece a París porque, pese al lugar común, los proyectos que le dieron forma desde el último tercio del siglo XIX conjugaron modelos de diferente origen europeo. Naturalmente, se quiso tener grandes avenidas (que no son patrimonio privativo de París, por otra parte); algunas de ellas recuerdan fuertemente a las de Madrid y a Barcelona. Pero los grandes edificios públicos (que configuran verdaderos hitos visuales) no son invariablemente de inspiración francesa: hay fachadas neoclásicas, fachadas italianizantes, fachadas eclécticas, art déco, incluso expresionistas y modernistas. En los años treinta, se construyó el obelisco, el hito urbano que en todas las tarjetas postales representa a Buenos Aires.[11] Este es un objeto discretamente modernista, ortogonal, blanco y ajeno a cualquier marca que recuerde los obeliscos triunfales de la capital francesa.

    París nunca fue el único modelo europeo de Buenos Aires, aunque la arquitectura Beaux Arts dio el tono de las grandes mansiones de la elite construidas en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Varias ideas de ciudad, entre ellas la de la metrópolis americana por excelencia, Nueva York, proporcionaron imágenes para pensar a la ciudad del Río de la Plata. A medida que avanza la modernización, la comparación con Nueva York se vuelve una perspectiva influyente. Hay un imaginario popular americano bajo el imaginario europeo. Pero tanto Nueva York como París son, fundamentalmente, mitos urbanos, mitos en el sentido en que Sorel usaba esa palabra, es decir, sistemas de imágenes más que guías constructivas precisas.

    Le Corbusier subrayó como peculiar de Buenos Aires las casitas edificadas por artesanos italianos, casitas sencillas, que rápidamente podían reconducirse a formas geométricas elementales. También señaló que, a diferencia de las ciudades europeas que están atravesadas por su río emblemático (Roma, Londres, Florencia, París, Budapest, Praga, etc.), Buenos Aires se había edificado de modo que, ya hacia fines de la década de 1920, la llegada al río era casi imposible.

    En verdad, Buenos Aires no recuerda ninguna ciudad europea, pero se compone de fragmentos tomados de muchas de ellas. Abundan, en los barrios más ricos, los petit-hotel a la francesa, con sus techos de pizarra, pero ellos no dan el tono a la ciudad, más de lo que lo da la italianizada casa de gobierno, el ecléctico teatro Colón o el Congreso, el disciplinado estilo moderno de su primer rascacielos o los rasgos ingleses de algunas estaciones de trenes suburbanas. El zoológico de Buenos Aires es una ciudad en miniatura que evoca la mezcla estilística de la ciudad que la alberga. Pabellones normandos, pagodas, serpentarios que citan la arquitectura industrial o las exposiciones universales.

    Tampoco la cultura de elite argentina llevó únicamente la marca francesa. Victoria Ocampo, que pasó por arquetipo del afrancesamiento argentino, fue la traductora de Virginia Woolf, y la editora de Huxley, Nabokov, T. E. Lawrence y Tagore. Fundó su revista Sur, durante décadas la más prestigiosa del continente, presionada por su amigo norteamericano Waldo Frank y después de recibir el shock cultural neoyorquino. Nadie podría afirmar en serio que Borges es un afrancesado; por el contrario, sus salidas más irreverentes afectaron íconos de la cultura francesa, como Proust. La cultura popular argentina, desde los años veinte, miró a la norteamericana, tanto en el modelo de los grandes diarios de masas como en el desarrollo de la radio y del cine.

    La cultura argentina tiene una relación inescindible con las traducciones europeas, pero no sólo con las traducciones francesas. La mezcla cultural es, por definición, mezcla de diversos orígenes.

    La comparación de Buenos Aires con París (que, por otra parte, no se le ocurrió a ningún francés et pour cause) es una imagen del deseo. Resultó del voluntarismo político y cultural de las elites que proyectaron la ciudad moderna desde 1880. Probablemente si se hubiera interrogado a esos hombres, hubieran dicho que París era la ciudad que admiraban más. Pero esas adhesiones casi inevitables (porque París era entonces la ciudad que el mundo entero admiraba más) se toparon con límites materiales y surgieron iniciativas que no se reducían simplemente a la copia de un solo modelo sino a la ideación de una ciudad que funcionara como polo metropolitano moderno.

    La Buenos Aires que imaginaron las elites y que, en parte, lograron construir, tiene un perfil cuya originalidad está en la combinación de diferentes modelos tecnológicos, urbanísticos y estéticos. Como en la cultura argentina, la originalidad está en los elementos que entran en la mezcla, atrapados, transformados y deformados por un gigantesco sistema de traducción. Buenos Aires es una traducción de Europa, de muchas lenguas y de textos urbanos en conflicto, refractada por el hecho inevitable de su ubicación en América. Hay tanta imitación como bricolage y reciclaje.

    Buenos Aires se construyó con modelos europeos aplicados a la resolución de problemas que no eran los mismos de Europa. En primer lugar, porque, a diferencia de las ciudades europeas, en Buenos Aires se comenzó casi a partir de cero. Está el inmenso Río de la Plata, monótono, y, en ocasiones, amenazante por los desbordes que inundan los barrios de la ribera. Respecto de él, como lo percibió Le Corbusier de inmediato, la ciudad tiene una relación de progresivo alejamiento. Cuando Le Corbusier visitó Buenos Aires, en 1929, el río ya no se veía desde ninguna parte. Estaba, frente al río, una llanura también monótona y poco atrayente desde un punto de vista paisajístico. Sobre ella, había un puñado de edificios viejos, sin un carácter fuerte ni gran valor estético: la aduana colonial, que fue demolida, la recova, que también fue demolida, el cabildo virreinal, que perdió una de sus alas, algunas casas de la colonia más caracterizadas por la amplitud de sus patios que por su refinamiento, dos o tres iglesias, los dignos galpones ingleses del puerto, la arquitectura de hierro de algunas estaciones ferroviarias.

    A partir de este suelo pobre en documentos de la historia, Buenos Aires se inventa. Su pobreza de historia urbana fue durante años un tema de las elites. Se discutió largamente si debería conservarse la primitiva pirámide que homenajeaba la revolución de mayo de 1810, punto de partida del proceso de independencia de España; se discutió si una ciudad nueva y sin carácter debería permitir que, entre sus pocos monumentos, estuviera el dedicado a un héroe extranjero como el republicano Garibaldi; se discutió si valía la pena conservar, en el barrio sur, una vieja casa colonial, arruinada por completo, que recibía el nombre, un poco exagerado, de Casa de la Virreina. Estas polémicas, que ocuparon a la elite entre 1890 y 1920, no son secundarias. En un nivel simbólico, indican el vacío de pasado que la ciudad sentía como su falla original.

    A este vacío histórico se agregaba el vacío simbólico de la llanura, que se convirtió en extensión geometrizada por el trazado urbano. Los viajeros europeos y los intelectuales argentinos que habían viajado por Europa opinaron que Buenos Aires era una ciudad monótona. Cuando el novelista Manuel Gálvez regresó de Europa, en la segunda década de este siglo, sintió la desesperanza de reencontrarse con una Buenos Aires que carecía del pintoresquismo paisajístico y urbano de las ciudades y aldeas españolas que acababa de visitar. La modernidad de Buenos Aires, que era una ciudad trazada con la deliberación de un proyecto, le pareció pobre y sin carácter. El desencanto de la comparación con Europa fue un obstáculo para reconocer que esa ciudad monótona era técnicamente más europea que muchas de las que había visitado en España e Italia.

    En efecto, Buenos Aires ya tenía entonces una línea de trenes subterráneos (inaugurada en 1913), un puerto moderno, calles trazadas y afirmadas, parques diseñados por arquitectos paisajistas, grandes edificios públicos, cloacas, teléfonos y electricidad. Lo peculiar de Buenos Aires, además, era que estos servicios se distribuían de modo relativamente equitativo y alcanzaban a los barrios ricos y los pobres.[12] El trazado de las calles era geométrico hasta la exasperación, porque las elites habían decidido conservar el damero colonial y expandirlo, en lugar de optar por trazados urbanos más interesantes, irregulares y pintorescos.

    Calles, calles, calles

    Los barrios repiten un trazado de manzanas cuadradas que son formalmente idénticas a las del centro. La manzana de cien metros de lado es la forma ideal, platónica, de la ciudad moderna: la monotonía de la geometría separa abruptamente a la ciudad de la naturaleza. Si no tiene paisaje caprichoso y variado, la ciudad tampoco lo reemplaza con un diseño pintoresquista que contradeciría su entorno pampeano. Buenos Aires encuentra una fisonomía. Sobre la llanura que la rodea y la penetra, la ciudad pone su forma que es tan sencilla como las coordenadas también rectas e infinitas de la llanura. Buenos Aires está, idealmente, completa aun cuando sus calles todavía comunican un baldío con otro baldío. Es la orilla geometrizada de la pampa, límite y margen donde el campo a veces se introduce en la ciudad, y la ciudad a veces penetra el campo. Esta condición orillera (que en el castellano del Río de la Plata quiere decir también bravía, marginal, incluso criminosa) puede pensarse como una imagen de la Argentina construida desde mediados del siglo XIX, en el lugar más remoto de América, finis terrae adonde acuden los inmigrantes europeos en busca de un Dorado que siglos antes no habían encontrado los españoles. Buenos Aires, las orillas de Europa.

    A fines de los años cuarenta, Héctor A. Murena escribió un libro donde desarrolla esta idea de finis terrae. Su título es El pecado original de América. La tesis es sencilla como el argumento de una tragedia. En Europa, los hombres viven en un territorio sobre el que se han depositado capas de historia. Cuando el arado se clava en una parcela, la tierra recuerda haber sido arada durante siglos. Esa tierra se ha ido humanizando porque fue ocupada por generaciones y generaciones: en mi casa natal, en Asturias –me decía un inmigrante– está la mesa donde comieron mis bisabuelos. Murena vive la diferencia americana como una privación de este pasado: América es un continente arrojado fuera de la historia. Los europeos que llegaron a América abandonaron una tierra donde era posible encontrar sentidos y se establecieron en un espacio vacío. No pudieron ni quisieron construir allí una comunidad donde el tiempo pasado pudiera acumularse como historia y memoria. Construyeron ciudades y sociedades súbitas, volcadas enteramente hacia el futuro. Por eso, la condición americana es, para siempre, una condición de ser arrojado del mundo.

    Sin que hubieran polemizado nunca, es evidente que Borges no compartió la perspectiva radicalmente pesimista de Murena. Su idea de Buenos Aires es menos trágica pero más conflictiva. Capta la contradicción entre dimensiones culturales diferentes, una contradicción irresuelta, y no simplemente una pérdida. Para Borges, Buenos Aires es material y simbólicamente una orilla, es decir un espacio que no termina de resolverse ni hacia un lado ni hacia el otro, un límite y también un margen.

    Pero volvamos a la construcción de Buenos Aires. La ocupación de la llanura al borde del río fue lenta durante siglos. Pero después de concluidas las guerras civiles y después de una operación genocida por la que se arrinconó, se eliminó o se despojó a los últimos pobladores prehispánicos, sobre las derrotas de fracciones tradicionalistas de las provincias y la unificación violenta del territorio nacional, en el último tercio del siglo XIX, Buenos Aires comienza un crecimiento de aceleración desconocida hasta entonces.

    Una cita de Roberto Arlt, publicada en un periódico de 1929, describe una ciudad que está haciéndose:

    Como en los escenarios de los teatros cuando ya se apagaron las luces y quedan solas las bambalinas, se ven casas cortadas por la mitad, salones donde la piqueta municipal ha dejado íntegro, por un milagro, un rectángulo de papel de oro o una estampa de La Vie Parisienne. Armazones de cemento armado más bellos que una mujer. Caños de desagüe. Arcos voltaicos reverberando sótanos de tierra amarilla, mientras cruje la cadena de la grúa eléctrica…[13]

    Roberto Arlt compara la ciudad en construcción con una escenografía porque Buenos Aires se está reformando velozmente, sin tiempo casi para borrar las marcas de lo que había sido poco tiempo atrás, como esas casas cortadas por la mitad, porque su fachada ocupaba el espacio de la gran avenida. Como en un teatro, se trabaja día y noche, a la luz de los arcos voltaicos, ese icono tecnológico de la iluminación moderna. La ciudad se construye con una especie de frenesí paradójicamente planificado, como si debiera estar lista para la función del día siguiente. Buenos Aires va cambiando, casi de la noche a la mañana, a medida que se ensanchan sus calles o se derriban bloques enteros de edificios para dar paso a diagonales proyectadas por intendentes modernistas. Es la escenografía que deberá representar a la metrópolis moderna, como un acto de la voluntad urbanística.

    La literatura, especialmente la de Roberto Arlt y de Oliverio Girondo, presenta esta ciudad nueva con las técnicas del collage vanguardista: la ciudad, más que un espacio-tiempo continuo, es un montaje de imágenes fragmentarias. En 1920 y 1930, la ruptura de la experiencia temporal, un efecto de la tecnología y de los sistemas de comunicación modernos, produce la impresión de que la ciudad no tuviera pasado conservable, que todo lo anterior podría caer bajo la piqueta y que sólo habría ganancia en la construcción de lo nuevo. La metrópolis (que Buenos Aires desea ser) es un estallido de la historia.

    Cincuenta años antes de la noche en que Roberto Arlt descubre esta ciudad escenográfica, el ejido urbano de Buenos Aires apenas si estaba ocupado por edificación en la vieja zona del centro sur, junto a la aduana, el puerto, la casa de gobierno y la calle Florida. El resto eran manchones de casas aisladas por extensiones barrosas. Pero en 1929, esos enormes espacios vacíos se habían compactado. La ciudad, que antes se confundía con la llanura que la rodeaba, ya era plenamente ciudad, y tanto que se demolía lo construido pocos años antes para abrir calles y avenidas dignas de una gran capital.

    Pero esa aceleración de 1929 tenía antecedentes. En 1918, Catherine Dreier, una viajera norteamericana amiga de Marcel Duchamp, descubrió que en esa ciudad que se pretendía cosmopolita, ni siquiera los mejores hoteles recibían a mujeres que viajaran solas. La ciudad y la condición de las mujeres en ella le parecen producto de una cultura hispánica conservadora y tradicionalista. Buenos Aires no la impresiona como la París del Sur de la que había oído hablar, por dos razones: la monotonía de su trazado en grilla ortogonal, por una parte, y la ausencia de una sociabilidad rica y móvil en el espacio público, por la otra. Más que a París, Buenos Aires le recuerda a Brooklyn. Probablemente, Dreier no se equivocaba demasiado:

    Una hermosa avenida, llamada Avenida de Mayo, se prolonga por poco más de una milla y podría recordar un boulevard parisino, con sus árboles y los muchos cafés cuyas mesas y sillas ocupan las veredas. Pero, en realidad, ¡qué distinto es todo a París! Acá muy pocas veces se ve a una mujer y, a diferencia de París, sólo los hombres frecuentan los cafés […] Buenos Aires me recuerda constantemente a Brooklyn. Tiene sólo una pequeña zona divertida e interesante, y el resto consiste en una infinita perspectiva de calles. Algunas bien pavimentadas, otras mal, pero sólo calles, calles, calles.[14]

    También en 1918, un viajero ya conocido en los círculos estéticos de París y Nueva York, Marcel Duchamp, llega con la idea de establecerse un tiempo en Buenos Aires. No conoce a nadie y su visita queda como un acto secreto, sin dejar huellas ni ser comentado por ningún argentino. Aburrido de una ciudad que considera una aldea, Duchamp regresa en 1919 a Estados Unidos. Antes, en algunas cartas que escribió desde Buenos Aires, la juzga severa y displicentemente. Le parece una pequeña ciudad de provincia, vulgar, donde no se sabe nada del arte contemporáneo y donde la elite es poco refinada.[15] Miss Dreier tiene la misma impresión sobre los gustos estéticos de la elite que –según ella– elige decorar sus palacios con arte pompier y carece de toda idea sobre la arquitectura moderna.

    Ni Dreier ni Duchamp estaban en condiciones de captar qué había detrás y debajo de ese damero de calles rectas cuya regularidad resulta, sin duda, singularmente antipintoresca. Esas calles rectas, sólo calles, prolongadas hasta el infinito, son la máquina geométrica de la Buenos Aires moderna, que le permite crecer con una velocidad insólita y multiplicar sus suburbios en pocas décadas. Debajo de esas calles rectas están los tubos de los desagües y los túneles del primer subterráneo; y en la superficie, siguiendo las líneas de la grilla, los rieles de los tramways, las líneas

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