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MASTER ARQUITECTURA: CRÍTICA Y PROYECTO

LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL en T. S. Eliot, The sacred wood, Faber and Faber Limited, 1922. Edición
bilingüe, inglés-castellano: El bosque sagrado, C. de Langre, San Lorenzo del Escorial, 2004.

LA TRADICIÓN Y EL TALENTO INDIVIDUAL

I
Rara vez hablamos de tradición para referimos a escritores de lengua inglesa, aunque a veces
utilizamos ese término para lamentar su ausencia. No podemos referimos a "la tradición" ni a "una
tradición"; a lo sumo empleamos el adjetivo para decir que la poesía de tal o cual autor es
"tradicional" o incluso "demasiado tradicional". Acaso la palabra sólo surja en frases de censura. Si
no es así, resulta vagamente laudatoria, insinuándose que la obra alabada es algún tipo de
reconstrucción arqueológica lograda. No es fácil hacer agradable esta palabra a oídos ingleses sin la
socorrida referencia a la tranquilizadora ciencia arqueológica.

Desde luego no es probable que la palabra aparezca en nuestras valoraciones de autores vivos o
fallecidos. Todas las naciones, todas las razas, poseen no solo su propio espíritu creativo sino
también su propio espíritu crítico, y son incluso más ignorantes de los defectos y limitaciones de sus
hábitos críticos que de los del genio creativo. Conocemos, o creemos conocer, basándonos en el
enorme cúmulo de escritos que sobre crítica se han publicado en lengua francesa, los métodos o
tendencias críticas de los franceses; con ello, llegamos a la conclusión (tal es nuestra inconsciencia)
de que los franceses son "más críticos" que nosotros, y a veces incluso nos jactamos de ello, como
si por esto los franceses fueran menos espontáneos. Quizá lo sean, pero deberíamos recordar que
la actividad crítica es tan inevitable como el respirar, y que no nos vendría nada mal expresar lo que
sucede en nuestra mente cuando leemos un libro y sentimos una emoción sobre él, analizar nuestra
mente en su labor analítica. Acaso uno de los hechos que sacaría a la luz este proceso sería nuestra
tendencia a insistir, cuando elogiamos a un poeta, en aquellos aspectos de su poesía que menos le
asemejan a los demás. En esos aspectos o pasajes de su obra pretendemos encontrar lo individual,
lo que constituye la verdadera esencia del hombre. Nos regodeamos en aquello que diferencia al
poeta de quienes le precedieron, especialmente de sus inmediatos antecesores; nos afanamos en
aislar algo que pueda aislarse para disfrutarse. Pero en cuanto nos enfrentemos a un poeta sin ese
prejuicio nos damos cuenta de que, no solo los mejores, sino los pasajes más individuales de su
obra, suelen ser aquellos en que los poetas muertos, sus antecesores, manifiestan su inmortalidad
con más vigor. Y no me refiero a esa época, más impresionable, de la adolescencia, sino al periodo
de la plena madurez.

Sin embargo, si la única forma de tradición, de transmitir algo de unos a otros, consistiera en
perpetuar el modo de hacer de la generación precedente en una ciega o tímida adhesión a sus
éxitos, esa "tradición" debería desaconsejarse de modo tajante. Hemos visto cómo numerosas
corrientes basadas en supuestos así de simples pronto se perdieron en la arena; sin duda la
novedad es mejor que la repetición. La tradición reviste una significación mucho más amplia. No

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puede heredarse: si se desea, exige gran esfuerzo. Exige ante todo sentido histórico, algo que
podemos considerar casi indispensable para cualquiera que desee seguir siendo poeta después de
los veinticinco años; y el sentido histórico implica que se percibe el pasado, no solo como algo
pasado, sino como presente; y el sentido histórico obliga a un hombre a escribir no solo integrando a
su propia generación en los propios huesos, sino con el sentimiento de que toda la literatura de
Europa, desde Hornero y dentro de ella, el conjunto de la literatura de su propio país, posee una
existencia simultánea y constituye un orden simultáneo. Este sentido histórico -que es un sentido de
lo intemporal y de lo temporal, así como de lo -temporal unido a lo intemporal- ~.lo que hace
tradicional a un escritor. Y es a la vez lo que hace a un escritor más agudamente consciente del
lugar que ocupa en el tiempo y en su contemporaneidad.

Ningún poeta, ningún artista de ninguna clase, tiene plenamente sentido por sí mismo. Su
importancia, su valor es el valor que posee en relación con los poetas y artistas muertos. No se le
puede valorar de modo aislado; es preciso situarle, como contraste y comparación, entre los
muertos. Esto para mí es un principio de crítica estética, no meramente histórica. La necesidad de
adecuarse a la norma, de ser coherente, no es sólo unidireccional; lo que sucede cuando se crea
una nueva obra de arte sucede simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los
monumentos existentes forman un orden ideal entre sí que se ve modificado por la introducción de la
obra de arte nueva (la realmente nueva) entre ellas. El orden existente está completo antes de que
llegue la nueva obra; pero para que siga existiendo orden tras la llegada de lo nuevo, todo el
conjunto debe ser modificado, aunque sea de una manera mínima; y así las relaciones, proporciones
y valores de cada obra de arte se reajustan con respecto al conjunto; y éste halla su conformidad
con lo antiguo y lo nuevo. A quienes aprueben esta idea de orden, de la forma de la literatura
europea, de la literatura inglesa, no les parecerá descabellado que el pasado se vea modificado por
el presente en la misma medida en que el presente se ve dirigido por el pasado. Y el poeta que sea
consciente de esto será consciente de las grandes dificultades y responsabilidades que ello implica.

De un modo muy especial se dará cuenta de que inevitablemente será juzgado con arreglo a las
normas del pasado. Y digo juzgado, no mutilado; no considerado tan bueno como o peor o mejor
que los muertos, y desde luego no juzgado con los cánones de los críticos difuntos. Es un juicio, una
comparación, en el que dos cosas se miden con respecto a la otra. Para la obra nueva, el ajustarse
meramente a las normas equivale a no ajustarse en absoluto; no será una obra nueva y, por tanto,
no será una obra de arte. Y no decimos precisamente que lo nuevo poseerá más valor porque se
ajuste a las normas; sino que el ajustarse es una prueba de su valor: una prueba de que ciertamente
sólo puede realizarse lenta y cuidadosamente, porque ninguno de nosotros es un juez infalible de la
conformidad a las normas. Diremos: parece que se atiene, y tal vez es individual, o parece individual
y puede que se atenga; pero es improbable que encontremos que es una cosa y no la otra.

Procedamos a una exposición más inteligible de la relación del poeta con el pasado: no puede
asumirlo en bloque, como un mazacote, ni puede formarse del todo en una o dos admiraciones
personales, ni el poeta puede formarse del todo en un periodo preferido. La primera opción es
inadmisible, la segunda es una experiencia importante en la juventud, y la tercera un suplemento

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agradable y sumamente deseable. El poeta debe saber muy bien cuál es la principal corriente, la
cual desde luego no siempre mana de las reputaciones más distinguidas. Tiene que percatarse del
hecho evidente de que el arte nunca progresa, pero que la materia del arte no es nunca
exactamente la misma. Tiene que darse cuenta de que el espíritu de Europa -el espíritu de su propio
país, un espíritu que con el tiempo descubrirá que es mucho más importante que el suyo propio- es
un espíritu cambiante, y que este cambio es una evolución que no deja nada abandonado en el
camino, que no supera ni a Shakespeare, ni a Hornero, ni a la pintura rupestre del dibujante
magdaleniense; que esa evolución, ese refinamiento si se quiere -esa complicación sin duda- no es,
desde el punto de vista del artista, una mejora. Tal vez ni siquiera una mejora desde el punto de
vista del psicólogo, o no hasta el punto que imaginamos; quizá sólo al final se basa en una
complicación de la economía y de la maquinaria. Pero la diferencia entre el presente y el pasado es
que el presente consciente es consciente del pasado de tal modo y en tal medida que la conciencia
del pasado no puede mostrar de sí mismo.

Alguien ha dicho "los escritores muertos nos resultan remotos porque poseemos muchísima más
información que ellos". Exacto: son ellos quienes constituyen la información.

Soy consciente de una objeción que suele hacerse a lo que constituye claramente parte de mi
programa para el oficio de poeta. Se objeta que esta doctrina exige una cantidad disparatada de
erudición (pedantería), afirmación que puede rechazarse apelando a las vidas de los poetas de mi
panteón. Se afirma incluso que un exceso de saber embota o pervierte la sensibilidad poética. Sin
embargo, aunque persistimos en creer que el poeta debe saber todo cuanto no interfiera en su
necesaria receptividad y necesaria vagancia, no es necesario confinar el conocimiento a todo
aquello que podemos aprovechar, dándole la forma adecuada, en oposiciones, salones u otros
modos aún más pretenciosos de publicidad. Hay quienes aprenden por ósmosis, los más lentos
tienen que sudar para ello. Shakespeare aprendió en Plutarco más historia esencial de la que la
mayoría de nosotros puede obtener en todo el British Museum. Hay que insistir en que el poeta debe
desarrollar o procurar ser consciente del pasado y que debe seguir desarrollando esa conciencia a lo
largo de toda su carrera.

Lo que se produce es un continuo sometimiento de sí mismo, en la situación en que se halle, en


aras de algo más valioso. El progreso de un artista es un constante autosacrificio; una continua
extinción de la personalidad.

Resta por definir este proceso de despersonalización v relacionado con el sentido de la tradición. Es
en esta despersonalización en la que el arte puede decirse que se aproxima a la condición de la
ciencia. Por tanto, les invito a considerar, como analogía sugerente, el fenómeno que se produce
cuando una partícula de platino finamente hilado se introduce en una cámara que contiene oxígeno
y dióxido de azufre.

II
La crítica de buena ley y la apreciación sensible no se dirigen al poeta, sino a la poesía. Si

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escuchamos el confuso griterío de los críticos periodísticos y el susurro popular subsiguiente,
oiremos en gran número los nombres de poetas; pero si no buscamos el saber de una guía oficial
sino el disfrute de la poesía y buscamos un poema, pocas veces lo encontraremos. En el artículo
anterior traté de señalar la importancia de la relación del poema con otros poemas de otros autores,
y propuse concebir la poesía como un todo vivo de toda la poesía que se ha llegado a escribir. El
otro aspecto de esta teoría impersonal de la poesía es la relación del poema con su autor. Y aludí,
por analogía, a que la mente del poeta maduro difiere de la del poeta inmaduro no precisamente en
ninguna evaluación de la "personalidad", no porque sea necesariamente más interesante, o porque
tenga "más que decir" sino por ser un medio perfeccionado de manera más fina en el que
sentimientos especiales, o muy variados, se hallan en libertad para entrar en nuevas combinaciones.

La analogía que utilizamos fue la del catalizador. Cuando los dos gases mencionados se mezclan en
presencia de un hilo de platino, se produce ácido sulfuroso. Esta combinación se produce sólo si el
platino está presente; sin embargo, en el ácido recién formado no hay rastro de platino, y el propio
platino no parece afectado; ha permanecido inerte, neutral y no se ha modificado. La mente del
poeta es esa partícula de platino. Puede actuar parcial o exclusivamente en la experiencia del propio
hombre; pero cuanto más perfecto sea el artista, más completamente separado estará en él el
hombre que sufre de la mente creadora; más perfectamente digerirá y transmutará la mente las
pasiones que son su material.

Nos daremos cuenta de que la experiencia, los elementos que entran en presencia del catalizador
que los transforma, son de dos clases: emociones y sentimientos. El efecto que ejerce una obra de
arte en la persona que la disfruta es una experiencia diferente por su naturaleza de cualquier
experiencia no artística. Puede estar configurado por una emoción, o puede ser una combinación de
varias emociones; y pueden añadirse para componer el resultado final varios sentimientos,
inherentes para el escritor a determinadas palabras o frases. Y también puede hacerse gran poesía
sin el uso directo de absolutamente ninguna emoción: poesía compuesta sólo de sentimientos. El
canto XV del Infierno (Brunetto Latino) es d resultado de provocar un crescendo de la emoción
evidente en la situación; pero el efecto, aunque único, como d de cualquier obra de arte, se obtiene
por medio de considerable complejidad de detalle. El último cuarteto ofrece una imagen, un
sentimiento sujeto a una imagen que “surgió", que no se desarrolló sencillamente a partir de lo que
precede sino que se hallaba probablemente en suspensión en la mente del poeta hasta que llegó la
combinación correcta para añadirse a ella. En realidad, la mente del poeta es un receptáculo para
apropiarse y almacenar innumerables sentimientos, frases, imágenes, que quedan ahí hasta que
todas las partículas que pueden unirse para formar un nuevo compuesto están todas presentes.

Si comparamos diversos pasajes representativos de la mejor poesía veremos lo enorme que es la


variedad de tipos de combinación así como la escasa validez de un criterio pseudoético de
"sublimidad". Porque lo que cuenta no es la "grandeza", la intensidad, de las emociones, los
componentes, sino la intensidad del proceso artístico, la presión, por así decido, en virtud de la cual
se produce la fusión. EI episodio de Paolo y Francesca se sirve de una emoción definida, pero la
intensidad de la poesía es algo completamente diferente de cualquier intensidad en la supuesta

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experiencia de la que podría dar la impresión. Además, no es más intensa que el Canto XXVI, el viaje
de Ulises, que no depende directamente de una emoción. Existe una gran variedad en el proceso de
transmutar una emoción: la muerte de Agamenón, o el dolor de Otelo, brindan un efecto artístico al
parecer más próximo a un posible original que las escenas de Dante. En Agamenón, la emoción
artística se aproxima a la emoción de un espectador real; en Otelo a la emoción del propio
protagonista. Pero la diferencia entre el arte y el acontecimiento siempre es absoluta; la combinación
que constituye el asesinato de Agamenón es probablemente tan compleja como la del viaje de
Ulises. En ambos casos se ha producido una fusión de elementos. La oda [a un ruiseñor] de Keats
contiene una serie de sentimientos que nada tienen que ver en particular con el ruiseñor, pero que el
ruiseñor, tal vez en parte por su atractivo nombre y en parte por su fama, ha servido para reunir.

El punto de vista que estoy tratando de atacar se relaciona tal vez con la teoría metafísica de la
unidad sustancial del alma: porque lo que quiero decir es que el poeta no tiene una "personalidad"
que expresar, sino un medio concreto, que sólo es un medio y no es una personalidad, en que las
impresiones y las experiencias se combinan de modos particulares e insólitos. Hay impresiones y
experiencias, que son importantes para el hombre, que pueden no caber en la poesía, y aquellas
que asumen importancia en poesía y pueden desempeñar un papel desechable en el hombre, en la
personalidad.

Citemos un pasaje tan poco conocido que puede ser contemplado con una nueva mirada a la luz -o
a la oscuridad- de estas observaciones:

Y ahora podría yo aun reprenderme


Por prendarme de su belleza, aunque su muerte
Será vengada luego de simpar acción,
¿Teje de balde el gusano su amarilla seda para vos?
¿Busca su propia ruina por vos?
¿Se venden señoríos por mantener mujeres
Por el triste premio de un minuto de pasmo?
¿Por qué ese tal traiciona caminos
Y pone su vida en boca del juez,
Para obtener tal cosa? - ¿Mantiene hombres y caballos
Para alardear de valor ante ella?...

En este pasaje (como resulta evidente tomado en su contexto) se da una combinación de emociones
positivas y negativas: una atracción sumamente intensa hacia la belleza y una fascinación
igualmente intensa por la fealdad a la que se contrapone y que la destruye. Este equilibrio de
emociones contrapuestas se halla en la situación dramática a la que el discurso es pertinente, pero
sólo la situación es inadecuada para ella. Ésta es, por así decido, la emoción estructural
proporcionada por el drama. Pero el efecto en su conjunto, el tono dominante, se debe al hecho de
que una serie de sentimientos que flotan, que tienen una afinidad con esta emoción que no es de

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ninguna manera evidente a primera vista, se han combinado con él para brindamos una nueva
emoción artística.

No es por sus emociones personales, por las emociones que provocan hechos concretos de su vida,
por lo que el poeta es especialmente bueno o interesante. Sus emociones concretas pueden ser
simples, crudas o insípidas. La emoción de su poesía podrá ser algo muy complejo, pero no de la
complejidad de las emociones de gente que tiene en su vida emociones muy complejas o insólitas.
De hecho, el error de la poesía excéntrica es el de buscar nuevas emociones que expresar; y al
buscar lo novedoso donde no está, se descubre lo perverso. La tarea del poeta no es buscar nuevas
emociones sino buscar las emociones corrientes y, al convertirlas en poesía, expresar sentimientos
que no se hallan de ningún modo en las emociones en sí. Y emociones que nunca ha
experimentado le servirán tanto como las que conoce. Por consiguiente, tenemos que creer que lo
de la "emoción rememorada con sosiego" es una fórmula inexacta. Porque ni es una emoción, ni hay
remembranza ni hay, sin deformar el significado, sosiego. Es una concentración, y algo nuevo que
resulta de la concentración de un gran número de experiencias que a la persona práctica y activa no
parecerán experiencias en absoluto; es una concentración que no se produce deliberada o
conscientemente. Estas experiencias sólo son “rememoradas" y se unen finalmente en una
atmósfera “sosegada" en la medida en que hay una actitud pasiva en el acontecimiento. Y desde
luego que esto no es todo. Hay una buena parte en el acto de escribir poesía que debe ser
consciente y deliberado. De hecho, el mal poeta suele no ser consciente cuando debe ser
consciente, y serlo cuando no debe. Ambos errores sirven para hacerle "personal". La poesía no
consiste en dar rienda suelta a las emociones sino en huir de la emoción; no es una expresión de
personalidad sino una huida de la personalidad. Pero naturalmente sólo quienes poseen
personalidad y emociones saben lo que significa huir de ellas.

III
d δε νόiις Υσως θεIdrεpdv τι χαι άπαθές έστιν

El presente ensayo quiere detenerse en los límites de la metafísica y el misticismo limitándose a


unas conclusiones prácticas aplicables por una persona responsable interesada en la poesía. Dirigir
el interés hacia el poema desviándolo del poeta es un objetivo laudable que conducirá a una
valoración más justa de la poesía en sí, sea buena o mala. Abundan quienes aprecian la expresión
de una emoción sincera en verso, menos son quienes saben apreciar su excelencia técnica. Pero
son poquísimos quienes saben cuándo se expresa una emoción significativa, una emoción que vive
en el poema y no en la historia del poeta. La emoción del arte es impersonal. Y el poeta no puede
alcanzar esa impersonalidad sin dejarse subyugar plenamente por la tarea que ha de acometer.
Pero es improbable que sepa lo que ha de acometer si no vive en lo que no es el mero presente,
sino la actualidad del pasado, si no es consciente, no de lo que ha muerto, sino de lo que está aún
vivo.

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