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Evolución y reinterpretación de los valores y principios del

sistema político español.

Sesión 2 – La libertad y su ámbito de desarrollo

Seguimos profundizando en la Constitución española de 1978 que, sirviendo de base y


fundamento a nuestro sistema político, se asienta básicamente en los valores libertad e
igualdad entre otros. La evolución política, económica y social, obligan a revisar dichos
valores y principios, al menos en su interpretación a la luz de estas nuevas realidades.
En este segundo trabajo, se analizará la libertad como ámbito de proyección personal
tanto en relación con los poderes públicos como en relación con las demás personas,
concretamente se hará hincapié en la influencia que tiene la información exhaustiva e
indiscriminada que nos proporcionan las llamadas nuevas tecnologías, sus amenazas y
sus potencialidades para el desarrollo de la libertad.
Voy a acometer el tema desde tres ángulos que me parecen imprescindibles: el filosófico-
antropológico, el científico-técnico y el político. Y como si de una rueda se tratara, el
filósofo empieza donde termina el libro del politólogo: el futuro de la libertad. Así para
Alejandro Llano, el futuro es el patrimonio de la libertad. Saber qué será de la libertad en
el futuro equivale a decidir libremente acerca de lo que el futuro mismo será; las
ideologías «liberadoras» nos han escamoteado la libertad real y concreta, es decir, la
única que hay. La solución está en la rehabilitación de la dignidad humana, como trasunto
práctico de un pensamiento inconformista y serio. La conciencia del hombre no soporta
indefinidamente la vulneración de los derechos más básicos de la persona y es que la
evolución de la técnica y el desarrollo de la información, paradójicamente, pueden traer
consigo grandes peligros para el desarrollo de la libertad. Sin embargo, escapar de la
tecnología para caer en el nicho ecológico es la huida hacia atrás del nuevo naturalismo.
Los bufones de la contracultura hacen el juego al «sistema», que se apaña bastante bien
para utilizarlos en su favor.
Es de los pocos autores que apoyan su argumentación en la responsabilidad personal y
en su fundamento ético como base de la realización de una sociedad libre: La forja del
propio temple moral y la configuración cultural del entorno son, en efecto, las obras más
características de la libertad. La primera incrementa la calidad del humano carácter,
mientras que la segunda construye un mundo a la medida del hombre. Si el exceso
reflexivo empantana la conciencia moral, la sobreabundancia de fabricaciones acaba por
desconcertar al hombre, que ya no acierta a trajinar con los productos salidos de sus
manos. Y este último es, a todas luces, el caso del mundo tecnológico que ahora
habitamos. Perentoria es la necesidad de regresar al hombre interior, para que el
progreso técnico no se convierta en un loco avance hacia el derrumbadero. Esta defensa
a ultranza de la libertad individual y de la militancia activa en su defensa por las
repercusiones que trae consigo está justificada porque es perfectamente congruente que
la crítica ideológica se cebe con las instituciones cuyo núcleo es lo en sí mismo valioso,
justo porque la pretensión de orientar la vida hacia algo insustituible representa la
antítesis de la instrumentalización. Tales ámbitos son viveros de libertad: de aquí que

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las nuevas mitologías fuercen la «liberación de las instituciones» y ataquen
implacablemente todo lo que pueda suponer «liberación por las instituciones». En
primer lugar, la familia, configurada por el amor personal, que no admite sustituciones
funcionalistas. La familia revela la natural imbricación entre tradición y futuro: es
rescoldo de lo entrañable, lugar del respeto y del cuidado, y -por eso mismo- matriz de
la libertad. Y era también de esperar que las sospechas se dirigieran hacia esa
proyección cultural de las familias que es la escuela libre, la que educa en libertad. No
hay que llamarse a engaño, por más edulcorada que la cosa se presente: el pluralismo
de proyectos educativos es intolerable para el totalitarismo ideológico. Sólo que la
estrategia autoritaria se oculta ahora bajo la untuosa semántica de la pedagogía
emancipatoria. Mas se trata de un precario encubrimiento, porque la enseñanza -por su
relevancia social y su propia densidad antropológica- es el campo en el que más
claramente se aprecian las distancias entre el adoctrinamiento clamoroso o
vergonzante y la auténtica liberación. Ya los clásicos del pensamiento democrático
consideraron que la admisión de la libertad de enseñanza era un signo de
discriminación entre los defensores de un régimen de libertades y los partidarios del
igualitarismo impuesto.
Su planteamiento es radical y políticamente incorrecto: los conocimientos fragmentarios
carecen de sentido. No se sabe cuál es su finalidad. Lo mismo da que se empleen para
bien que para mal, porque se ignora qué es el bien y qué es el mal. La sabiduría griega
ya había apuntado que la política sólo sería la actividad más noble si el hombre fuera la
realidad más valiosa. Pero no lo es. O se fundamenta la tecnica y la cultura en una
realidad trascendente, en la sabiduría, o no lograremos el desarrollo de la libertad. Como
se trata de un pensamiento fuerte y no debo extenderme más allá de las mil palabras,
dedico un anexo al resumen de sus postulados.
Sin embargo, y desde un punto de partida lejano al anterior, la ciencia, Martin Rees
considera la posibilidad de catástrofes de varios tipos ligadas al espectacular desarrollo
tecnológico de las últimas décadas y lo que se puede prever en el futuro próximo.
Examina los riesgos del uso imprudente, equivocado o perverso, es decir, de la
imprevisión, el error y el terror, de los últimos desarrollos de la física, la química, la
biología, la informática y la automática, o del agravamiento de los problemas ambientales,
sin olvidar causas puramente naturales, como las erupciones volcánicas o el impacto de
un asteroide con la Tierra. Y llega a unas conclusiones semejantes al del filósofo.
El mal uso de la microbiología y la bioquímica podría causar grandes epidemias y
catástrofes. Tradicionalmente, las armas químicas y biológicas eran las bombas atómicas
de los Estados pobres. Pero ya no se precisa un Estado: un grupo terrorista reducido con
varios especialistas podría fabricarlas con cierta facilidad.
Un ordenador superinteligente podría ser la última invención de la raza humana, pues,
tras sobrepasar el nivel de nuestra inteligencia, las máquinas llegarían a tomar el poder,
dando paso a un futuro posthumano. Ellas mismas podrían diseñar una nueva generación
más inteligente aún y así sucesivamente, llegándose a una cúspide en la que la tasa de
invención se haría infinita. Ha llegado incluso a darse nombre a ese momento: «la
singularidad».
Cita a Oppenheimer quien no quiso colaborar en la fabricación de la aún más potente
bomba de hidrógeno, lo que valió ser tildado de «un riesgo para la seguridad nacional».
Quienes incurren en el pensamiento crítico pueden verse arrojados a la marginalidad
política y social, como los filósofos de la ética, hoy. "En un sentido más bien elemental, los
físicos han conocido el pecado, y este es un conocimiento del que no podrán
desprenderse". Habla sin duda de un conocimiento moral, recurriendo al concepto
cristiano a pesar de no ser creyente ni religioso. De lo que no puede caber duda es de

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que todo enfoque del problema debe pasar por entender que «muy probablemente
debemos pagar un precio por el conocimiento en términos de compromiso moral», en
palabras del filósofo de la ciencia Nicholas Rescher.
Pero ¿hay realmente cosas que no deberíamos saber?, ¿O cosas cuyo conocimiento no
debería poder extenderse libremente, bien porque sus aplicaciones podrían ser
destructivas, bien porque la mera posesión de su conocimiento sea peligrosa?, ¿Cómo
podríamos curar el sida o resolver el problema de la energía o eliminar el hambre en el
mundo preocupándonos por refinamientos intelectuales como nuestra portée? Por ello, no
podemos olvidar que los problemas del mundo no podrán resolverse ni sin la ciencia ni
sólo con la ciencia. Dedico un Anexo II a un resumen más amplio.
Los postulados de Bauman parten de unos principios diametralmente opuestos y más
extendidos en nuestra sociedad. Desde mi punto de vista están cargados de los prejuicios
típicos de las mentes estatistas o partidarias del intervencionismo estatal, del mal llamado
Estado del Bienestar. Sin negarle el mérito de haber profundizado en sus supuestos,
éstos me parecen profundamente equivocados. Me pregunto qué valor pueden tener las
reflexiones sobre la libertad de un enemigo de la libertad como es Bauman: “Ser libre
significa tener el permiso y la capacidad de mantener a otras personas como no libres” ha
dicho y, en esta linea, suscribe las tesis del protoliberal Bentham en El Panopticón,
aplicándolas a la libertad. Como no podía ser de otro modo en un estatista, Bauman ve
ciertas ventajas en ese reflejo del Estado del Bienestar que es el Panopticón donde la
libertad brilla por su ausencia por más que Bauman intente encontrarla. Y es que Bauman
desprecia la responsabilidad personal como “una interpretación de la libertad que se
deriva de algunas creencias morales con fundamentos religiosos” y, por ello, la libertad
sólo existe como una relación social, una novedad en la historia de la especie humana.
Me parecen más atinadas las fundamentaciones de la libertad que parten de la
responsabilidad personal y, por tanto, de la dignidad humana para llegar a unas
relaciones humanas que se desenvuelven en libertad. El hiperdesarrollo de ese mundo
feliz que es el Estado el Bienestar, como señalo Aldous Huxley, es el triunfo de la
seguridad sobre la libertad y a Bauman le falta valentía para ponerlo de manifiesto. De
hecho, en su más reciente libro Comunidad, Bauman examina las paradojas del deseo de
seguridad en nuestra “sociedad del riesgo” (Beck). A partir de una reconstrucción histórica
y sociológica de algunos hitos en el proceso de la modernidad, establece distinciones, por
ejemplo, entre multiculturalismo (respeto al derecho de los individuos a elegir sus modos
de vida y lealtades) y “multicomunitarismo” (idea de que la lealtad del individuo es un caso
cerrado, por su pertenencia comunal), o entre identidad y comunidad. La identidad,
arguye Bauman, es un sucedáneo de la comunidad. Nace cuando ésta falta y sólo
prospera prometiendo su imposible resurrección. En esta era postnacionalista, sólo el
violento arbitrio del nacionalismo étnico-cultural permite concebir a las comunidades como
identidades fijas, ajenas al dinamismo de una sociedad civil cada vez más globalizada.
Globalización que ve como un atentado a la libertad. Pero aunque anhelemos el sosiego
de estos presuntos paraísos, ya irremediablemente artificiales, no podemos renunciar,
advierte Bauman, a la ganancia de libertad que supuso el paso de comunidad a la
sociedad en el mundo moderno. Me parece un pensamiento poco consistente. Quizá
porque partamos de conceptos diametralmente opuestos de libertad me es difícil discutir
los planteamientos de Bauman: habrá habido comunidades donde se desarrollara la
libertad de hecho, la única, que en ciertas sociedades. Y al revés. Me parece deplorable
que Bauman llame sociogénesis de la libertad al camino que va de unas ciertas
dependencias primitivas al diseño y ejecución de constricciones en las que se confía para
que provoque una conducta deseable. Eso no es un camino (por cierto, génesis significa
principio, origen, no camino) de libertad sino de servidumbre (Karl Popper). La libertad
significa poder desarrollar la propia ideología, atendiendo siempre a la dignidad humana.

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Para Bauman, en cambio, es el desarrollo del Poder, lo cual conculca la libertad de los
que lo sufren.
Ni qué decir tiene que de la exposicion que Bauman hace de los beneficios y costes de la
libertad, así como de las interacciones entre libertad, sociedad y sistema social, saco unas
conclusiones muy diferentes, en la línea de que el adelgazamiento del Estado es un
presupuesto de libertad que no desarrollaré aquí por falta de espacio, pero casi se me
caen las lagrimas cuando, tratando del futuro de la libertad, Bauman reconoce que no se
necesitaría mucho esfuerzo para localizar correspondencias parciales entre los mundos
que Huxley y Orwell preconizaron y el mundo actual, así como la tesis de H. Arendt que
evidencia la sustitución del ideal original de libertad pública por el de felicidad (material)
individual.

(2011 palabras) Enrique Centelles Forner

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ANEXO I: Extracto del libro “El futuro de la libertad” de Alejandro Llano
Eunsa, Navarra.

Ser libre es poder serlo: estar abiertos a posibilidades que convertimos en proyectos. El
pasado es necesario: nadie puede cambiar lo acontecido. Y el presente ya está aquí. Sólo
el futuro se nos ofrece como campo de decisiones innovadoras. No está el futuro escrito:
su configuración depende de lo que de él -de nosotros mismos- queramos hacer. De
suerte que la expresión «futuro de la libertad» se ha de entender en un sentido posesivo:
el futuro es el patrimonio de la libertad. Saber qué será de la libertad en el futuro equivale
a decidir libremente acerca de lo que el futuro mismo será, porque no hay otro porvenir
que el de la libertad.
Resulta que, en un extraño truco de ilusionismo, las ideologías «liberadoras» nos han
escamoteado la libertad real y concreta, es decir, la única que hay. Y es que humanidad,
dignidad, y libertad se coimplican: progresar hasta «más allá de la dignidad y de la
libertad» equivale a estancarse en el más acá de la animalidad (que, referida a los
humanos, es brutalidad). Al margen del pensar riguroso, lo que parece haber adquirido
vigencia social -en la cultura popular, en las costumbres y en las leyes- es la imagen
pseudocientífica del hombre heredada de los materialismos, positivistas o dialécticos, de
la segunda mitad del XIX, que son científicamente inviables.
Va llegando la hora de desenmascarar la mentira primordial de esas ideologías
reduccionistas y librar al hombre de tan largo extrañamiento. Y es cierto que ya se
advierte -en muy diversos foros- el surgir de un movimiento de rehabilitación de la
dignidad humana, como trasunto práctico de un pensamiento inconformista y serio. La
mente acaba por disipar lo confuso y avizorar lo claro. La conciencia del hombre no
soporta indefinidamente la vulneración de los derechos más básicos de la persona. Y
llega un momento en que el honrado consumidor de informaciones acaba por ver la
trampa del doble juego de pesas y medidas.
La libertad está siempre en la línea de la futurición: ser libre es ponerse a hacer lo que se
prefiere. Por eso, defender con buenas razones la libertad del hombre contribuye a
desembozar el futuro. Mas -en esta línea- aún queda por realizar una ardua labor
reflexiva. Es preciso afinar las herramientas conceptuales adecuadas para pensar en una
realidad tan paradójica como es la libertad humana. Por ejemplo, no basta con propugnar
un cierto indeterminismo cosmológico, para conceder algún margen de holgura a la
imprevisible acción de un ser entrañado en la corporalidad. También se impone dilucidar
el carácter de esa específica determinación -autodeterminación- en que la libertad
consiste. A estas alturas, que yo sepa, carecemos de un modelo teórico suficiente para
articular -en el plano antropológico- un indeterminismo limitado con un limitado
determinismo. Sólo una teoría ampliada de la causalidad puede superar la alternativa
necesidad-azar en la que aún se debate buena parte del pensamiento actual, de modo
que lo natural y lo cultural no aparezcan como dimensiones antitéticas. Tal conjugación
permitirá entender mejor la dinámica de la motivación, que revela una causalidad del todo
peculiar (causalidad por el sentido). La ampliación de la teoría etiológica convencional
habrá de destacar, por lo tanto, el modo de causar propio de los fines, que es el
típicamente antropológico. Procede, en suma, paliar el déficit metafísico que todavía
padece el pensamiento contemporáneo y que es seguramente el responsable de su
debilidad frente a la agresión ideológica.
La forja del propio temple moral y la configuración cultural del entorno son, en efecto, las
obras más características de la libertad. La primera incrementa la calidad del humano
carácter, mientras que la segunda construye un mundo a la medida del hombre. Si el
exceso reflexivo empantana la conciencia moral, la sobreabundancia de fabricaciones
acaba por desconcertar al hombre, que ya no acierta a trajinar con los productos salidos
de sus manos. Y este último es, a todas luces, el caso del mundo tecnológico que ahora

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habitamos. Perentoria es la necesidad de regresar al hombre interior, para que el
progreso técnico no se convierta en un loco avance hacia el derrumbadero.
Pero no es éste el tenor de la actual llamada hacia una naturaleza pretecnológica que
simplemente no es humana. Escapar de la tecnología para caer en el nicho ecológico es
la huida hacia atrás del nuevo naturalismo. Los bufones de la contracultura hacen el juego
al «sistema», que se apaña bastante bien para utilizarlos en su favor. Así como la
carencia de libertad sólo se supera con el renovado ejercicio de la propia libertad, el
desbordamiento de la tecnifícación sólo se domina por la revitalización de la inteligencia.
Y es que las potencias específicamente humanas -voluntad libre e inteligencia
descubridora- son el único posible fulcro de la configuración del porvenir.
La auténtica respuesta al reto de la sociedad tecnológica no es otra que la de aprender
otra vez a pensar con precisión y amplitud. Porque lo cierto es que el funcionalismo no
funciona. Hacer de las personas (insustituibles) módulos funcionales (intercambiables) ha
deparado muy pobres resultados. El panorama de 1984 no es el del prometido mundo
feliz, sino que se parece más a la pesadilla orwelliana, con su cochambrosa decoración,
sus incomprensibles guerras marginales, su activísimo Ministerio de la Verdad y su
televisión unificada y omnipresente.
La vida social ofrece expectativas de incremento cualitativo cuando se poseen
abundantes recursos intelectuales y éticos. Pobre es, por el contrario, la fácil profecía del
cambio, que en realidad anuncia la monótona repetición de formas existenciales carentes
de inspiración y de nervio. Porque la calidad de vida auténticamente humana no tiene su
centro de gravedad en la fábrica exterior de la sociedad. Reside sobre todo en la creciente
decantación vital de la libertad razonable en los sujetos que -solidariamente- la ejercen.
Es ésta la forma que el hombre tiene de superar la espacialización cuantitativa para
alcanzar la cualitativa temporalidad. El tiempo humano, en efecto, no es un lineal y
homogéneo transcurrir, que se pierde en cuanto se gana. El tiempo humano se redime en
la pervivencia habitual, en la potencialidad activa de las virtudes morales y cognoscitivas.
Y, así, el hombre cultivado está despierto y grávido de futuro colmado de energía creativa:
es humanamente eficaz. Este es el paradigma antropológico que rechazan o ignoran las
ideologías al uso, las cuales -situándose después de la virtud- pretenden diseñar el futuro
al margen de la libertad. En consecuencia, el error primordial del «progresismo»
dominante consiste en atribuir el progreso a un proceso exterior y necesario, ocultando lo
que constituye el único factor real de la futurición humana. La libertad -insisto- no surge
nunca de una secuencia necesaria: si queremos encontrarla al final, hemos de contar con
ella desde el principio. Y, por eso mismo, tampoco vale intentar conservarla (menos aún
añorarla).
Es perfectamente congruente que la crítica ideológica se cebe con las instituciones
cuyo núcleo es lo en sí mismo valioso, justo porque la pretensión de orientar la vida
hacia algo insustituible representa la antítesis de la instrumentalización. Tales ámbitos
son viveros de libertad: de aquí que las nuevas mitologías fuercen la «liberación de las
instituciones» y ataquen implacablemente todo lo que pueda suponer «liberación por
las instituciones». En primer lugar, la familia, configurada por el amor personal, que no
admite sustituciones funcionalistas. La familia revela la natural imbricación entre
tradición y futuro: es rescoldo de lo entrañable, lugar del respeto y del cuidado, y -por
eso mismo- matriz de la libertad. Y era también de esperar que las sospechas se
dirigieran hacia esa proyección cultural de las familias que es la escuela libre, la que
educa en libertad. No hay que llamarse a engaño, por más edulcorada que la cosa se
presente: el pluralismo de proyectos educativos es intolerable para el totalitarismo
ideológico. Sólo que la estrategia autoritaria se oculta ahora bajo la untuosa semántica
de la pedagogía emancipatoria. Mas se trata de un precario encubrimiento, porque la
enseñanza -por su relevancia social y su propia densidad antropológica- es el campo
en el que más claramente se aprecian las distancias entre el adoctrinamiento

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clamoroso o vergonzante y la auténtica liberación. Ya los clásicos del pensamiento
democrático consideraron que la admisión de la libertad de enseñanza era un signo de
discriminación entre los defensores de un régimen de libertades y los partidarios del
igualitarismo impuesto.
No es, ni puede ser, una «enseñanza democrática» la que empieza por prescindir de la
libertad de elección. No hay mejor procedimiento para hacer viable la libertad social que
la puesta en práctica de los principios inspiradores de la democracia: protección de los
derechos humanos, igualdad de todos ante la ley, división de poderes, participación y
pluralismo político. Pero lo cierto es que ninguno de estos postulados mantiene su
autenticidad en la versión dictada por la ideología totalitaria de la liberación total. Basta
contemplar cómo los derechos humanos más elementales resultan allanados en nombre
de imperativos éticos, para advertir que el absolutismo democrático puede llegar a ser una
depurada forma de manipulación ideológica. Nótese que ahondar en la libertad es
empeño bien distinto de «profundizar en la democracia», pues esto último -según las
claves de la terminología convencional- viene a ser algo así como seguir cavando la fosa
de la libertad. Porque no se basa la auténtica democracia en la utopía igualitaria de la
total «democratización», sino en la convicción racional de que las personas son realmente
libres e igualmente dignas, y de que el poder político es un bien común en el que todos
los ciudadanos tienen derecho a participar, como exigencia irrenunciable de la dimensión
social de la libertad.
La alta valoración ética que el actuar social recaba excluye la politización global. No todo
es política: ni todos los problemas humanos tienen solución ni la solución que muchos
tienen es de naturaleza política (sino moral, cultural, económica, o lo que sea procedente
en cada caso). La sabiduría griega ya había apuntado que la política sólo sería la
actividad más noble si el hombre fuera la realidad más valiosa. A estas alturas conocemos
bien -también por tremendas experiencias históricas- la inconsistencia de un humanismo
reductivamente humanista. Cuando el hombre decreta que el Absoluto trascendente es
ilusorio, su propia actividad se torna absoluta y es incapaz de reconocer normas que no
coincidan con las leyes del poder puro. Tal es la raíz última del actual fenómeno de la
violencia, esencialmente distinto del recto uso de la fuerza.
La política sólo halla su difícil enclave ético si se reconoce que hay valores permanentes,
que no vienen impuestos por un supuesto curso de la Historia ni quedan al arbitrio de las
ocurrencias o los intereses de los individuos. Los problemas morales más agudos
aparecen, de hecho, cuando el pluralismo político queda distorsionado por opciones
ideológicas que realmente niegan la libertad ciudadana -aunque de ella se sirvan- y
conculcan los derechos humanos. ¿Qué hacer en tales casos? Distinguir con precisión y
actuar con valentía. Si se atacan los principios éticos más básicos y notorios, es
imprescindible que se produzca una respuesta social enérgica, cargada de razón y de
buenos argumentos: frente a la politización y el inhibicionismo, la responsabilidad
ciudadana.
Donde medra la dictadura de la mediocridad es en un clima de irresponsabilidad cívica,
porque el aislamiento individualista lleva en su seno un germen de totalitarismo. En
cambio, la dinámica ascendente de la libertad responsable es el mejor antemural frente a
la mecánica descendente y avasalladora del intervencionismo estatal (llamado, con
acierto, el cáncer de occidente).
Acostumbran también los nuevos conservadores a compartir el error economicista, ese
empobrecimiento antropológico que deriva de tomar los medios por fines (el precio como
único valor). La tecnología económica de cortos vuelos no es una variable para la
solución, sino una constante del problema.
Lo que llamamos «sociedad tecnológica» es una determinada configuración de los grupos
humanos -la propia de los actuales países industrializados- que contrasta fuertemente con
la de otros países actuales y, sobre todo, con la del pasado. En torno al año 1789 tiene

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lugar una especie de aceleración histórica, cuyo resultado es la actual sociedad
tecnológica. En la sociedad corporativista y gremial, cada uno se sitúa en el entramado
social de acuerdo con el nivel al que pertenece y el oficio que desempeña. La desigualdad
se consideraba un valor positivo. En cambio, la sociedad tecnológica pretende ser
igualitaria. Privan en ella el trabajo en serie y la utilización generalizada de las máquinas,
mientras que la habilidad individual pasa a segundo término. De esta manera, la antigua
estructura social jerarquizada se transforma en un modelo social masificado, en el que las
diferencias no se establecen por el papel social atribuido, sino por criterios económicos: El
economista llegará a ser -junto con el ingeniero- el «nuevo sabio».
El período revolucionario se entiende con mayor profundidad si se advierte que en él se
conjugan dos factores fundamentales: una interpretación utópica del hombre y la
inevitable presencia de lo real. La Revolución se reitera porque, junto a la interpretación
utópica, está la presencia inevitable de lo real. El hombre no es como lo imagina la
utopía y, por tanto, la Revolución en ella fundada no produce la felicidad, sino que
suscita una situación aún más compleja. Y, así, la Revolución liberal produce una
situación de mayor injusticia social, al tiempo que se ha sensibilizado -por obra de la
propia Revolución- la conciencia de tal injusticia. Esa injusticia se intenta corregir desde
una reiteración de la Revolución. La culminación del proceso revolucionario -el
comunismo marxista- conduce a formas de sometimiento, de dominio del hombre por el
hombre, que no tienen precedentes.
La interpretación utópica, puesta en marcha por la Revolución, es globalmente falsa. Pero
eso no quiere decir que todos los ideales que defienden sean negativos. Sólo que los
valores de libertad e igualdad, perseguidos en su primera fase, no pueden promoverse
desde una concepción materialista del hombre: cuando se intenta, se transforman en los
correspondientes antivalores. La utopía de la liberación total se resuelve en la realidad del
completo sometimiento.
La decepción provocada por las ideologías revolucionarias delata que sus esperanzas
estaban mal fundadas, que se partía de una imagen insuficiente del hombre, incapaz
también de dar sentido al progreso técnico, que corre paralelo a las transformaciones
sociopolíticas. La ciencia implica la transformación del mundo y la propia técnica se
presenta como un privilegiado modo de conocimiento.
Esta imbricación de acción y conocimiento es lo que confiere a la técnica contemporánea
su carácter progresivo y global. Los productos técnicos pasan a formar parte del mundo y
determinan en buena medida los cauces del progreso futuro. De esta suerte, se ha podido
definir certeramente la técnica contemporánea como un «sistema de productos
objetivados con poder determinante» (Schulz).
Es precisamente este carácter de determinación objetiva el que hace de la técnica actual
algo humanamente problemático. Los fines cualitativos del hombre mismo parecen
carecer de fuerza, si se comparan con la implacable secuencia del progreso técnico. En la
sociedad tecnológica, el hombre real y concreto se encuentra a la fría intemperie, perdido,
desarraigado. Ya no sabe lo que le pasa ni lo que debe querer. Se considera a sí mismo
como un módulo funcional de la maquinaria productora que puede conducirle hacia
cualquier parte.
Llegados a este punto, la miseria de las ideologías revolucionarias se muestra con
claridad. Desde ellas, no es posible un encaminamiento ético de la praxis técnica, porque
no reconocen una instancia normativa superior al proceso histórico efectivo. Con base en
esas ideologías no se puede juzgar la técnica: no se sabe -por utilizar la expresión de
Heidegger- cuándo hay que decirle que sí y cuándo hay que decirle que no. Tampoco
podemos esperar respuestas por parte del pragmatismo relativista, porque supone que el
propio progreso de la técnica -dejado a su suerte-soluciona los problemas que plantea. Y
no es así: basta considerar su incapacidad para enfrentarse con la cuestión ecológica, la
crisis energética, el problema urbanístico y, en general, el deterioro de la calidad de vida a

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que ha conducido un progreso sin metas.
Un modo de pensar humanista debe situar la técnica en el lugar que le corresponde y
apelar al inagotable recurso de la inteligencia y a la fuerza creadora de la libertad.
Algunos rasgos de la situación actual propician esta inflexión histórica. Somos ahora
conscientes -más allá de los ecologismos- de que el progreso técnico incontrolado puede
depararnos un planeta inhabitable. El riesgo de una catástrofe nuclear sigue siendo, al
margen de la hipocresía de algunos pacifismos, una amenaza continua. Mientras que el
terrorismo organizado es una realidad aún más cercana, porque la violencia brota
incontenible en un contexto hedonista y permisivo. Podemos utilizar las nuevas técnicas
genéticas para prevenir y curar enfermedades congénitas, pero ya sabemos que pueden
ponerse al servicio de una irresponsable ingeniería biológica de imprevisibles
consecuencias. La sociedad de producción genera profundas tensiones nacionales e
internacionales, porque sigue alimentándose de la miseria hiriente de muchos en
beneficio de unos pocos privilegiados.
La información abre objetivamente la posibilidad de un control ético de las secuencias
tecnológicas. (Pero, en cualquier caso, no lo asegura.)
La sociedad de comunicación ofrecerá nuevos cauces para el diálogo abierto y el
entendimiento entre los hombres, pero también posibilitará formas más sutiles de
manipulación y sometimiento. Nos encontramos ante una encrucijada histórica. Tenemos
al alcance de la mano los medios técnicos que nos permitirían lograr una sociedad más
abierta y solidaria. Pero no disponemos aún de un modo de pensar capaz de hacerse
cargo de la complejidad de la situación actual y de orientar su transformación en un
sentido auténticamente humano.
Al acudir a la actual oferta de soluciones, nos encontramos con el conflicto -muy
característico de la sociedad tecnológica- entre una razón científica deshumanizada y
avasalladora y un supuesto humanismo despojado de razón.
Aunque las recientes críticas al positivismo hayan sido contundentes, pervive en amplios
sectores intelectuales y sociales una actitud que podemos calificar de cientificista. Es el
absolutismo de la ciencia positiva, que constituye una degeneración del auténtico espíritu
científico. No se advierte que el conocimiento científico-natural es sólo un tramo del
conocimiento humano total. La vertiente pragmática del cientificismo es la tecnocracia.
Las decisiones de alcance colectivo se toman predominantemente con base en
parámetros de rendimiento económico, marginando las dimensiones valorativas. Pero,
como las valoraciones son inevitables, el imperialismo tecnológico las oculta bajo la capa
de la neutralidad científica, con lo que se revela -a pesar de su aparente antidogmatismo-
como una peculiar ideología.
Frente a la frialdad y pretendida asepsia del cientificismo tecnocrático, se registra la
contracultura. No se puede desconocer la fuerza auténtica que late bajo alguna de estas
actitudes, en lo que tienen de rechazo de los rasgos negativos de la sociedad tecnológica.
El totalitarismo cientificista y la dispersión contracultural tienen una raíz común. Desde
ambas posiciones se asume que el rigor y la objetividad son monopolio de la ciencia
positiva: fuera de ella, sólo está la irracionalidad. La diferencia que las opone -como a las
dos caras de una misma moneda- estriba en que el cientificismo desprecia la oscura
irracionalidad, mientras que los movimientos contraculturales se gozan en ella. Las
tensiones se amortiguan en el conformismo hedonista.
La configuración sociopolítica de los países occidentales se adapta bastante bien a esta
dicotomía adquiriendo con frecuencia el esquema del «estata-lismo permisivo». El
ámbito de lo que se considera importante -el sistema tecnoeconómico- se controla
férreamente desde la burocracia estatal o las empresas multinacionales, entregando
-como compensación- a los individuos la veleidad lúdica del hedonismo y la tranquilidad
conformista de la «seguridad social». El tipo humano que se genera es característico de
la actual etapa de la sociedad tecnológica. Ya no es el promotor de iniciativas inspirado

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por la moral capitalista o el activista político promovido por el socialismo; ahora es el
ciudadano que espera del Estado gratificaciones y seguridades: un individuo dócil,
resignado, escéptico, pegado a la tierra.
Los movimientos contraculturales tienen el atractivo del aparente rechazo global. Pero
ofician también en la ceremonia del conformismo. Los que se entregan a ellos se
percatan rara vez de que el «sistema» los integra de inmediato: se comercializa la
rebeldía, se uniformiza la disensión, se obliga a los «marginados» a comportarse de
manera estereotipada y trivial (mientras se perpetúa el olvido de los auténticos
marginados, a los que -desde luego-no se invita al happening).
Por otra parte, el permisivismo no suele mostrar a las claras su verdadero rostro. Se
presenta con el señuelo de la liberación total, pero encubre lo que en realidad está
tolerando. Lo que el permisivismo tolera es el dominio de los más débiles por los más
fuertes. El retroceso de la regulación jurídica de la familia -y, en general, de las
relaciones interpersonales- debilita la vigencia social de la ética que esas normas
amparaban y deja campo libre a la manipulación y a solapadas (clamorosas) formas de
sometimiento. La parte más débil -el no nacido, la mujer, el anciano, el espectador-
quedan inermes cuando se «liberaliza» el aborto, el divorcio, la eutanasia o la pornografía.
Ante este panorama, es preciso empeñarse en la rehabilitación de una razón no
empequeñecida ni mistificada: una razón razonable.
Hace relativamente pocos años, la metafísica de inspiración clásica parecía tener
solamente un valor arqueológico. Hoy, en cambio, asistimos a un remozamiento de viejos
temas. Los propios científicos reclaman una fundamentación teórica de las nociones
básicas de las ciencias positivas. El hombre no puede vivir de solas convenciones.
Necesita convicciones ancladas en lo absoluto. Lo que, en definitiva, pedimos a la razón
es que se abra a la realidad plenaria. La razón no se cierra sobre sí misma: es
ascensional. Uno de los rasgos más positivos del pensamiento de vanguardia es
precisamente el atenimiento a un renovado realismo.
Un movimiento similar se registra en la vertiente del saber para la acción. El pensamiento
dialéctico ha producido una falsificación del auténtico sentido de la acción humana, que
fue estudiada con un enfoque naturalista completamente insuficiente. La verdad no puede
quedar encerrada en el estrecho cerco de la teoría científica. Hay también una verdad
práctica.
El examen de los problemas de la sociedad tecnológica y de las soluciones
convencionales que desde ella misma se ofrecen arroja el resultado de una profunda
desorientación. Poseemos un gran caudal de información; ya no son tantos nuestros
conocimientos; y apenas entendemos qué pueda significar la palabra sabiduría (Elliot).
Sabemos mucho, pero no sabemos qué es saber.
El desarrollo científico y técnico ha producido una fragmentación del conocimiento, que ha
convertido en problemática la conexión entre las diversas ciencias. No poseemos un
mapa ordenado de nuestro saber ni de nuestra ignorancia.
El hombre es en sí mismo una realidad unitaria, de suerte que un saber que comprometa
su interna coherencia es un saber deshumanizante.
Los grandes pensadores clásicos ya advirtieron el peligro que implicaba esta dispersión
de los saberes. Cuando un arte determinado se aisla, entonces ya no tiene como finalidad
el conocimiento y la vida buena, sino que se convierte en un instrumento de poder.
Los conocimientos fragmentarios carecen de sentido. No se sabe cuál es su finalidad. Lo
mismo da que se empleen para bien que para mal, porque se ignora qué es el bien y qué
es el mal. En una sociología del conocimiento que rechaza toda instancia superior a la
ciencia positiva, la cuestión del sentido carece de sentido. Para romper el cerco de esta
situación tan precaria cabe articular el conocimiento de las realidades materiales (ciencias
positivas), con el de la realidad humana (cultura) y con el de la realidad absoluta
(sabiduría).

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Por lo que concierne a las ciencias positivas, no se trata, en modo alguno, de prescribir su
achicamiento o la detención de su progreso. Se propugna, más bien, un salto cualitativo:
un perfeccionamiento tecnológico realizado desde bases más amplias. Las grandes
posibilidades que abre la cibernética pueden quedar sustancialmente reducidas si se
maneja un concepto empobrecido de información y no se tiene conciencia de que la
tecnología informática manifiesta el poder de la inteligencia humana y no la sustituye.
Ante las crisis actuales -deterioro del medio ambiente, agotamiento de las formas
convencionales de energía, etc.- aún no hemos acudido decididamente a nuestro principal
recurso: el pensamiento y la libertad del hombre que hace ciencia y tecnología.
Este es el auténtico sentido de la cultura: Cultura es cuidado, cultivo del espíritu. El hombre
culto no es un ejemplar aislado, que despreciara su contexto vital, entregándose al goce
individualista y desrealizado de unos productos culturales, de los que no conoce ni su origen
ni su sentido. Esta es la imagen convencional de los «intelectuales», que aceptan el papel de
bufones de la sociedad hedonista.
La sabiduría es ese arte supremo, desde el que la ciencia y la cultura se integran en la
unidad del hombre que vive, piensa y crea.
La propia sabiduría posee un plenario carácter científico. Sólo que, para aceptar esto, es
preciso abandonar el concepto unívoco de ciencia y abrirse a una analogía del saber, en
la que el analogado principal es precisamente esa ciencia trascendental en la que la
sabiduría consiste.
El humanismo antropocéntrico no puede dar cuenta de este valor absoluto de la persona
humana. Es imprescindible superar el ámbito intramundano y abrirse a esa fundación
sapiencial para avanzar en la promoción de los derechos humanos fundamentales. Sin
ella, el actual y positivo movimiento de defensa de tales derechos se queda en vacía
retórica, compatible con las hirientes y continuas ofensas a la dignidad personal de
millones de hombres. El que sabe lo que es el hombre, sabe por qué se le debe tratar
como una intocable res sacra. En cambio, el que lo considera como un fragmento del
cosmos o un simple factor sociológico, siempre acabará por comportarse de modo
humanamente retrógrado y terminará por volver a la más primitiva barbarie.

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ANEXO II: Extracto del libro “Nuestra hora final. ¿Será el siglo XXI el último de la
humanidad?” de Martin Rees
Crítica, Madrid

Martin Rees considera la posibilidad de catástrofes de varios tipos ligadas al espectacular


desarrollo tecnológico de las últimas décadas y lo que se puede prever en el futuro
próximo. Examina los riesgos del uso imprudente, equivocado o perverso, es decir, de la
imprevisión, el error y el terror, de los últimos desarrollos de la física, la química, la
biología, la informática y la automática, o del agravamiento de los problemas ambientales,
sin olvidar causas puramente naturales, como las erupciones volcánicas o el impacto de
un asteroide con la Tierra.
Incitado por la necesidad de pensar globalmente, el mensaje del libro es que los avances
técnicos pueden hacer más vulnerable a una sociedad, no menos, a no ser que todas las
naciones adopten políticas sostenibles de bajo riesgo basadas en la tecnología de hoy.
Su visión es claramente pesimista y lo resume en dos afirmaciones suyas: dice que dentro
de veinticinco años un atentado terrorista o un error humano al manejar la tecnología
habrá producido alguna catástrofe con más de un millón de muertos y que la probabilidad
de que nuestra civilización supere el siglo XXI no pasa del 50%.
En Conocimiento prohibido, de Roger Shattuck , quien, teniendo en cuenta las nuevas
realidades, plantea algo tan políticamente incorrecto como la necesidad de reanalizar ese
principio tan básico desde la Ilustración de que el arte y la ciencia deben gozar de libertad
absoluta.
Rees cita esta frase de H. G. Wells, pronunciada en 1902, despues de reconocer que hay
tres cosas altamente deseables que son imposibles sin ciencia y tecnología: mejor salud y
vida más larga, supervivencia de los hijos y liberación de las penalidades físicas: «Es
imposible asegurar que algunas cosas no destruirán del todo a la raza humana [...] quizá
algo venido del espacio, una pestilencia, o una enfermedad de la atmósfera, algún veneno
en la cola de un cometa [...] alguna droga o una locura autodestructiva en la mente
humana».
Sin duda nuestras vidas cambian mucho a causa de las nuevas tecnologías, pero es muy
difícil predecir el sentido de los cambios: la realidad acaba siempre por sorprender.
El mal uso de la microbiología y la bioquímica podría causar grandes epidemias y
catástrofes. Tradicionalmente, las armas químicas y biológicas eran las bombas atómicas
de los Estados pobres. Pero ya no se precisa un Estado: un grupo terrorista reducido con
varios especialistas podría fabricarlas con cierta facilidad.
Un ordenador superinteligente podría ser la última invención de la raza humana, pues,
tras sobrepasar el nivel de nuestra inteligencia, las máquinas llegarían a tomar el poder,
dando paso a un futuro poshumano. Ellas mismas podrían diseñar una nueva generación
más inteligente aún y así sucesivamente, llegándose a una cúspide en la que la tasa de
invención se haría infinita. Ha llegado incluso a darse nombre a ese momento: «la
singularidad».
Con la Guerra de las Estrellas se correría el riesgo de que los sensores disparasen el
sistema automáticamente, confundidos por algún fenómeno eléctrico natural de la
atmósfera, iniciándose una guerra nuclear sin que los humanos tuvieran tiempo de
corregir el fallo. Hoy nos preocupamos poco del riesgo de una guerra nuclear, pero se ha
perdido mucho tiempo y se ha avanzado poco en el desmantelamiento efectivo de las
armas nucleares que existen.
Oppenheimer no quiso colaborar en la fabricación de la aún más potente bomba de
hidrógeno, lo que valió ser tildado de «un riesgo para la seguridad nacional». Quienes
incurren en el pensamiento crítico pueden verse arrojados a la marginalidad política y

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social."En un sentido más bien elemental, los físicos han conocido el pecado, y este es un
conocimiento del que no podrán desprenderse". Habla sin duda de un conocimiento
moral, recurriendo al concepto cristiano a pesar de no ser creyente ni religioso. De lo que
no puede caber duda es de que todo enfoque del problema debe pasar por entender que
«muy probablemente debemos pagar un precio por el conocimiento en términos de
compromiso moral», en palabras del filósofo de la ciencia Nicholas Rescher.
Carl Sagan nos advierte: "Los seres humanos somos muy inteligentes, pero no lo
bastante para prever todas las consecuencias de nuestros actos".
Pero ¿hay realmente cosas que no deberíamos saber? ¿O cosas cuyo conocimiento no
debería poder extenderse libremente, bien porque sus aplicaciones podrían ser
destructivas, bien porque la mera posesión de su conocimiento sea peligrosa? ¿no
lanzaríamos un torpedo bajo la línea de flotación de los esfuerzos por superar nuestros
propios límites que nos definen tan certeramente como especie? Los grandes
pensadores, artistas, científicos, músicos, juristas..., que contribuyeron a mejorar el
mundo, ¿no pudieron hacerlo gracias a haber despreciado sus propios límites? ¿Cómo
podríamos curar el sida o resolver el problema de la energía o eliminar el hambre en el
mundo preocupándonos por refinamientos intelectuales como nuestra portée?
Los terribles sucesos del siglo XX han dejado una huella que no podemos olvidar. Rees
habla del «lado oscuro de la ciencia», refiriéndose a su uso perverso, pero me parece que
ese es más bien el lado oscuro del ser humano, del mismo modo que el lado brillante
suyo es el uso de la ciencia para aliviar el sufrimiento y las penalidades de las gentes. La
idea de portée es cada vez más necesaria, pero sólo si se interpreta en términos éticos y
a modo de principio de precaución. Porque sin ella o algo parecido es difícil conseguir los
acuerdos necesarios para lograr una ética de aceptación universal, en la que el ser
humano sea siempre un fin y nunca un medio. Es un proyecto imposible, pero que no
podemos abandonar. Al enfrentarnos a él debemos pensar siempre en los enormes
beneficios brindados por la ciencia; prescindir de ella daría lugar a una catástrofe sin
precedentes. Sin embargo, no podemos olvidar que los problemas del mundo no podrán
resolverse ni sin la ciencia ni sólo con la ciencia.

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