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Dando por hecho que una buena infancia no garantiza una vida adulta exitosa, me
interrogo: (he aquí el quid de la cuestión) que si una infancia cruel tiene relación directa
con frustraciones en su etapa adulta o ésta es más bien una excusa fácil y rastrera para
justificar fiascos crónicos. Yo pienso que uno abandona su infancia en el exacto
momento en el que, por primera vez, sea consciente de lo previamente vivido. Entonces
su carácter dictará su futuro.
John, minutos antes, había terminado de hablar por teléfono, entró en la cocina, le
explicó a Ana que iba hacer su paseo matutino y de paso encontrarse con un conocido,
sin ofrecer mucho detalle. Cuando estaba a punto de salir por la puerta, Félix muy
arisco, pasa entre sus piernas y Marc se estampa de frente contra él. Con la experiencia
uno se sorprende cada vez menos. Cuando un veterano conductor circula en coche por
una ciudad y ve un balón que cruza despacito por la carretera, le viene en mente la
posibilidad de que en cuestión de segundos salga un niño corriendo detrás del mismo.
En una casa ocurre algo parecido, cuando un animal doméstico entra corriendo por la
puerta de la cocina, es muy probable que esté persiguiendo algo o que sea perseguido
por otro algo. No hay fallo. Por lo tanto el primero presintió la presencia del segundo no
obstante el segundo no presintió la del primero. John hizo lo posible para amortiguar el
golpe e intentó decirle que luego le seguiría contando la historia del árbol y la niña
pero Marc apenas le dio tiempo para explicaciones y le contestó, displicente, que estaba
jugando con Félix. John entonces intentó disimular un sentimiento de profundo alivio
mientras se dirigía de camino a la calle, ya que tenía la impresión de estar haciendo algo
prohibido, sin saber muy bien cual era el pecado.
Siguió su camino, no sin una buena dosis de curiosidad en sus entrañas. Cuanto más lo
pensaba, menos lo comprendía. Estaba confuso ante la situación en la cual se veía
metido. Había aceptado citarse conmigo más por reflejos y educación que por lógica y
juicio. “Ante la confusión, nunca se recomienda echar mano de la improvisación”, John
siempre lo decía. Por lo tanto un poco antes de llegar a mi hotel, se detuvo y se sentó en
un bordillo de una calle tranquila escoltado por la sombra de un gran árbol. Empezó a
encajar las piezas del puzle en que se encontraba: iba volver a trabajar por un instante. <
Yo ya estoy viejo para esas cosas - decía John a sí mismo- Kevin ha perdido el juicio>.
Yo le había pedido ayuda para resolver un asunto que me sobrepasaba y él había
aceptado ayudarme por puro instinto. Él había comprendido el dónde y el cuándo pero
no el cómo ni el por qué. < No debería haber aceptado encontrarme con él; -siguió John
hablando solo, sin temor a parecer loco- iré, le escucharé educadamente y volveré a
casa.>
El traducir, como todo oficio, no se domina exclusivamente con la teoría de los libros,
sino que requiere un periodo de aprendizaje práctico. Durante el mismo, yo había sido
su aprendiz y John mi maestro. La gran diferencia de edad entre nosotros contribuyó a
que mi aprendizaje fuera más corto de lo que me hubiera gustado. Entre nosotros
siempre hubo una gran admiración mutua. John decía que respectaba mi curiosidad
sana, mi actitud siempre humilde, y mi desenfreno por aprender así como yo admiraba
su experiencia, su saber hacer y su saber estar. En inglés hay un dicho que hace
referencia a estos dos últimos: “you can pay for school but you cannot buy class”. John
tenía ese don nato para resolver problemas sin solución aparente. Lo hacía sin
despeinarse, siempre manteniendo el tono constante y los ojos serenos. Fue, por 25
años, el director del departamento de “Traducción e Investigación Literarea” dentro del
museo Nacional de Arte e Historia. Había estudiado Arqueología e hizo estudios de
postgrado “Dirección y Organización de Museos y Centros Culturales”. Además de ser
un lector voraz y un escritor aficionado, tenía una cierta debilidad académica por la
traducción de documentos históricos. Por este último motivo, siempre fue conocido en
su círculo de amigos y colegas arqueólogos como “el Traductor”, mote al que respondía
sin desagrado.
< ¿Cartas?, - preguntó John- ¿todas son Cartas? Así es; hace unos días, estaba
trabajando en mi despacho del museo, cuando recibí una llamada de la Casa Real;
primero hablé con un asistente personal y seguidamente se puso al teléfono el príncipe
en persona. ¿Qué príncipe? Bueno, perdona, el que fue príncipe Enrique, que tras la
muerte de su majestad la Reina Olivia, ahora es el flamante Rey; aún no me he
acostumbrado a verle como Rey ¿Has hablado con el príncipe Enrique? Sí, con el antes
príncipe y ahora Rey Enrique V de España; después de explicarme lo que implicaba el
participar en un asunto de la realeza, me solicitó una entrevista en su casa de campo,
para tratar de un asunto personal. No me lo creo, Kevin – dijo John con una sonrisa
pícara para sus adentros, que se manifestó ligeramente en sus ojos, ya que estaba un
poco saturado de todo lo relacionado con la muerte de la excelentísima señora. Yo
tampoco me lo creía John; ni cuando, al hablar con el príncipe Enrique, miré a la
ventana y comprobé que había un coche oficial del Estado que, según el Monarca, me
estaba esperando para escoltarme a su casa de campo; sólo caí en la veracidad del
asunto cuando entré en el Mercedes y dentro del mismo se encontraba otro asistente
personal que me expuso, en un largo discurso, mis obligaciones y mis derechos al
trabajar temporalmente para la Familia Real. Según me contó aquel joven, estas cartas
fueron encontradas en un proceso de limpieza rutinario del palacio y, en seguida,
llevadas al Príncipe, quien contactó al Embajador de Inglaterra en Madrid; entonces
salió tu nombre; intentaron contactarte y dieron conmigo. ¿Sigue siendo el señor
Edgeworth, el embajador? Así es; preguntó por ti y al saber que estabas jubilado, me
preguntó tu teléfono; yo le expliqué que no era correcto que se lo diera, sin antes
comentártelo; entonces me dio el suyo, pidiendo que te lo hiciera llegar; colgó y en
pocos minutos volvió a llamarme, proponiéndome el trabajo >. Tuvo lugar un largo
silencio, John se puso las gafas, se levantó de la silla y atentamente miró, con los brazos
cruzados, las cartas sobre la cama. El silencio es respetado entre los sabios. Yo esperé a
su pregunta, que tardó en llegar. < ¿En qué te puedo ayudar Kevin?- preguntó John,
mientras se quitaba las gafas- Te lo explicaré; estas cartas han sido encontradas en los
aposentos reales de la Reina, días después de su muerte, en una especie de escondrijo
secreto en uno de los baños de los mismos; están escritas en inglés. Eso ya lo veo-
contestó John censurando la obviedad de la última información recibida- Bueno… -
tartamudeé ligeramente- consisten en una serie de correspondencias que mantenía la
Reina con una persona extranjera. Con una persona extranjera… El príncipe Enrique
cree que puede ser una serie de correspondencias de su difunta madre con un cercano
amigo que mantenía en secreto. Un cercano amigo -pensó John en voz alta y se dispuso
a leer en voz baja un poema aleatorio que existía en una de las cartas >.
Así es, había poemas. Poemas de una estrofa. Uno al final de cada carta. Igual que un
pintor firma su propia obra maestra, estas cartas eran anónimas sin serlo, ya que iban
firmadas con un poema. Estábamos ante un poeta anónimo que se bastaba de sus versos
para decir su nombre. Se notaba que estaban escrito por una persona no anglófona. El
peso del significado en las palabras de sus versos contrarrestaban la simplicidad de las
mismas, proporcionando una mezcla, como poco, insólita de escribir un poema. Yo
recuerdo cuando leía a Federico García Lorca, que me encantaba sus poemas, pero
siempre dudaba si lo comprendido era lo que el poeta quería decir. Este entresijo no
ocurría en estas cartas. Las palabras eran un precioso puzle de una pieza. John, se acercó
a una carta aleatoria y leyó una y otra vez la misma estrofa.
It is hard to pretend
that my life is still the same.
With out you by my side
It finished before it´s end.