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Reagrupamiento, realineamiento y la
izquierda revolucionaria
Por Alex Callinicos
Contra esta evaluación, la predicción que hice en “La revancha de la historia” (1991) de que,
liberada del íncubo del estalinismo, la auténtica izquierda marxista podría retomar la tarea
inconclusa de enfrentar al capitalismo, era sin duda excesivamente optimista. Vista desde la
perspectiva de 2002, sin embargo, no parece del todo equivocada. Dado que la fuerza decisiva en la
desintegración del estalinismo fue (sobre todo en la URSS) más sus contradicciones internas que la
rebelión de masas desde abajo, el impacto inmediato a corto plazo de este colapso fue el
fortalecimiento del capitalismo occidental en general y del imperialismo estadounidense en
particular. Pero a más largo plazo, la desaparición del estalinismo como fuerza política logró liberar
a la izquierda de la tarea de diferenciarse de una caricatura obscena del socialismo. Y, en parte
debido a la magnitud misma de esa victoria a corto plazo del capitalismo de mercado –que alentó la
imposición a nivel mundial de las políticas neoliberales– hacia fines de los 90 efectivamente
emergió un movimiento de oposición al capitalismo global.
Este es, claro está, el segundo terremoto político: la aparición del movimiento anticapitalista. No
hace falta repetir aquí el exhaustivo análisis de este movimiento, que hicimos en otro lugar y que
hemos reconfirmado desde su formulación inicial luego de Seattle. Pero puede ser útil resumir los
elementos más recientes (2).
La combinación entre la radicalización que produjeron las movilizaciones en Génova y los hechos
del 11 de septiembre de 2001 hizo que el centro de gravedad del movimiento se moviera de
América del Norte (donde el activismo quedó a la defensiva tras el 11 de septiembre) a Europa. La
magnitud de las movilizaciones en la cumbre europea de Barcelona de marzo de 2002, junto con las
gigantescas movilizaciones contra Le Pen en Francia en abril y mayo, muestran que el proceso
continúa. Al mismo tiempo, el II Foro Social Mundial en Porto Alegre en enero/febrero de 2002, al
que asistieron entre 60 y 80 mil personas, en su mayoría brasileños, subrayaron que el movimiento
no debe verse como un fenómeno exclusivamente del Primer Mundo. Por otra parte, las grandes
manifestaciones de Washington y San Francisco el 20 de abril de 2002 –donde la oposición al
neoliberalismo y la solidaridad con el pueblo palestino se unieron en amplias movilizaciones
pacíficas– son la señal más importante de que la resistencia anticapitalista está recuperándose en los
propios Estados Unidos.
El movimiento anticapitalista tiene, para la izquierda radical, una importancia triple. En primer
lugar, porque atrae a una nueva generación a la actividad política. Por ejemplo, ha sido ampliamente
resaltado el carácter juvenil y militante de las manifestaciones contra Le Pen en Francia. En
segundo lugar, el movimiento revitaliza a muchos militantes de las generaciones de los 60 y 70 que,
hasta entonces cansados y pesimistas tras experimentar las derrotas del último cuarto de siglo, ven
que en estas movilizaciones se renuevan sus esperanzas. Tercero y fundamental es que, tras el
triunfo del neoliberalismo en los 90, se ha demostrado de manera muy concreta la viabilidad de una
política anticapitalista. La recurrencia con que el Financial Times, por ejemplo, anuncia la
declinación del movimiento anticapitalista –sólo para tener que comerse sus vaticinios informando
sobre otra protesta masiva y propalando una nueva defensa del neoliberalismo– son una muestra de
hasta qué punto la crítica al capitalismo desde la izquierda ha vuelto ha instalarse como un polo en
los debates políticos e ideológicos de Occidente.
Polarización de clases en Europa
Hoy los socialistas revolucionarios nadan en una corriente mucho mayor. O, mejor dicho, nadan con
la corriente: hay un proceso de radicalización en gran escala que lleva amplios sectores hacia la
izquierda. En Europa esta polarización se originó en el proceso de polarización de clases que se
desarrolló a principios de los 90. El impacto de la recesión económica y de las políticas neoliberales
exigidas por la unión monetaria y económica europea (y que el Banco Central de Europa, junto con
el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea, aún buscan aplicar) condujo a
importantes sectores de masas a la izquierda y a la derecha. Esto es lo que Tony Cliff llamó “los
años 30 en cámara lenta”, y que se reflejó en el crecimiento de la extrema derecha europea a lo
largo de los 90, pero también en la rebelión contra el neoliberalismo expresada por las huelgas de
masas en Francia en 1995, y, en el terreno electoral, en las arrolladoras victorias de los partidos
socialdemócratas entre 1996 y 1998 (3).
La primera ronda de las elecciones presidenciales en Francia del 21 de abril de 2002 demostraron
que este proceso de polarización de clase ha llegado a una nueva fase. Los gobiernos
socialdemócratas, llevados al poder mediante la rebelión contra el neoliberalismo, han continuado
con las políticas neoliberales. Hasta ahora, Lionel Jospin es la víctima más espectacular del
subsiguiente descontento, pero los beneficiarios no han sido sólo Le Pen y el fascista Frente
Nacional: más del 10 por ciento de los votantes de primera vuelta apoyaron candidatos
revolucionarios. Esta es la evidencia más concreta hasta la fecha del surgimiento de una “izquierda
radical” en repudio a los socialdemócratas. La entrada en pánico de muchos izquierdistas
moderados ante los recientes acontecimientos políticos —resumidas por el ex editor de Marxism
Today, Martin Jacques, quien dijo que “la amenaza de lo irracional y de un giro a la barbarie no
habían sido tan grandes en occidente desde los años 30”— ignoran totalmente este lado de la
cuestión (4). Hay un proceso de aprendizaje de millones en toda Europa que, desencantados de la
experiencia de la socialdemocracia y alentados por el desarrollo del movimiento anticapitalista,
están listos para ir más a la izquierda.
Procesos de realineamiento
Esta evaluación es simplemente una versión de otra mucho más amplia que se está haciendo en la
izquierda internacional. Hay un deseo extraordinariamente fuerte de unidad entre los militantes de
todas las generaciones y vertientes, y esto se expresa de diversas maneras. Para empezar con la
extrema izquierda, en Gran Bretaña asistimos a la formación de la Socialist Alliance (SA – Alianza
Socialista) en Inglaterra y Gales, y del Scottish Socialist Party (SSP – Partido Socialista Escocés),
en los que se han unido bajo un mismo techo la mayoría de los elementos sanos de la izquierda del
Partido Laborista. En un plano más amplio, sobre todo europeo, ha comenzado a desarrollarse un
diálogo entre la CI y la IST, que ha tenido expresión concreta en discusiones entre las direcciones y
medidas de colaboración práctica entre las organizaciones más importantes de esas corrientes, la
Liga Comunista Revolucionaria de Francia y el Socialist Workers Party de Gran Bretaña. En
coincidencia con estos dos procesos tenemos las ahora regulares Conferencias de la izquierda
anticapitalista europea, que agrupa a varias organizaciones importantes de origen trotskista,
reformista de izquierda o estalinista.
Existen procesos similares en otras partes del mundo. En la región Asia—Pacífico una serie de
organizaciones de origen estalinista (sobre todo maoísta) están embarcadas en un proceso de
revisión de algunos aspectos de su política y se están agrupando internacionalmente. Por ejemplo,
varios grupos que rompieron con el Partido Comunista de las Filipinas están hoy en proceso de
reagrupamiento. En esas organizaciones, incluido el PRD de Indonesia, la influencia residual más
obvia de las ideas estalinistas es la aceptación de la teoría de la revolución por etapas, que separa las
revoluciones democrática y socialista en fases distintas de la lucha de clases en los países del Tercer
Mundo. Esto ayuda a explicar el rol del Democratic Socialist Party de Australia (DSP – Partido
Socialista Democrático) a la hora de facilitar el realineamiento de los grupos de extrema izquierda
en sectores de Asia. El DSP, que fue en sus inicios un grupo trotskista ortodoxo, rompió con la CI
en 1985 en gran medida debido a su rechazo de la teoría de la revolución permanente de Trotsky y
su adopción de un enfoque etapista (9)
Sería un gran error, no obstante, reducir los procesos de realineamiento de la izquierda actualmente
en curso a estas relaciones entre corrientes de extrema izquierda, ya que están actuando fuerzas aún
mucho más grandes. Dos procesos en Europa ilustran esto. El primero es el giro a la izquierda del
Partido de la Refundación Comunista de Italia (PRC), iniciado en 1998 cuando (al precio de una
escisión) el PRC retiró su apoyo al gobierno de la Coalición del Olivo, de centro izquierda,
encabezado por entonces por Romano Prodi. Pero el paso decisivo en ese proceso fue cuando el
PRC se identificó con las protestas en Génova en julio de 2001, y con el movimiento que se
desarrolló luego en Italia contra la guerra en Afganistán y en solidaridad con el pueblo palestino.
El segundo, estrechamente relacionado al anterior, es el desarrollo de una red anticapitalista en toda
Europa. Las fuerzas más importantes de esta red, desde el punto de vista de la organización, son
dos: el movimiento de Foros Sociales en Italia surgido de la radicalización post Génova y ATTAC,
que se ha extendido más allá de Francia a unos 40 países, sobre todo en Europa. Pero la red abarca
muchos otros movimientos: Globalise Resistance en Gran Bretaña e Irlanda, el Movimiento para la
Resistencia Global en el Estado español, la Campaña Génova 2001 en Grecia, y otros. La red se
extendió a partir de las necesidades de colaboración a nivel europeo en las diversas movilizaciones
cumbre, empezando por Praga en septiembre de 2000, y a partir del rol protagónico jugado por
activistas franceses e italianos en Porto Alegre I y II. Los preparativos para el Foro Social Europeo,
que tendrá lugar en Italia del 7 al 10 de noviembre de 2002, están ampliando esta red y a la vez
poniéndola a prueba.
En la izquierda marxista hay quienes tienden a menoscabar la importancia de estas coaliciones
porque muchos de sus activistas no se declaran socialistas (lo cual es aún más aplicable a las redes
de América del Norte). Este estado de cosas aparentemente contradictorio –activistas que luchan
contra el capitalismo global pero que niegan que el socialismo sea la alternativa– es consecuencia
del hecho de que la resistencia al sistema reapareció en un clima ideológico en el que no sólo la
tradición marxista revolucionaria, sino también otras tradiciones socialistas, eran marginales.
Excluir a este sector de activistas, que probablemente es, en cuanto a su número, el mayor
agrupamiento a escala internacional, sería un desastroso error sectario.
Aunque en este contexto suele citarse la experiencia del SSP, la concepción de partido
anticapitalista amplio que defiende Smith es compartida por muchos que no pertenecen al ISM; en
la CI, por ejemplo.
A fin de aclarar lo que vemos equivocado en esta concepción, hay que partir de los puntos de
acuerdo. Primero que nada, la historia del movimiento obrero muestra muy claramente que los
partidos revolucionarios de masas no se construyen mediante un proceso lineal de crecimiento
gradual partiendo de un pequeño grupo marxista. Como ocurre más en general con la historia, el
desarrollo de los partidos revolucionarios incluye puntos de ruptura y saltos cualitativos. Un
ejemplo clásico es el surgimiento del Partido Comunista Francés a partir de una división en el
Partido Socialista en el congreso de Tours de 1920. Bien puede haber casos en los que el
reagrupamiento de espectro relativamente amplio de fuerzas anticapitalistas en un partido cuyo
programa no sea totalmente marxista revolucionario sea un avance. Más aún: quizá esto sea lo que
realmente debe hacer la LCR en Francia. Y sin duda que condicionar esto a un acuerdo con Lutte
Ouvrière —organización profundamente sectaria— equivaldría a matar todo el proyecto antes de
nacer. La idea que está boyando en la LCR de acordar en una especie de “Estados Generales” de la
izquierda anticapitalista como un paso adelante hacia un nuevo partido resulta sensata y razonable.
Pero del hecho de que a veces un reagrupamiento sobre la base de un programa amplio
anticapitalista sea una medida correcta no se desprende que el objetivo del proceso deba ser un
partido que esquive la cuestión de reforma o revolución. Smith tiene una actitud más distendida
frente a esto debido a que parece creer que el reformismo clásico está muerto. Pero eso es un grave
error, por al menos dos razones. La primera es que implica una seria subestimación de la
socialdemocracia. Por supuesto, lo que Tony Cliff llamaba “reformismo sin reformas” es una marca
del actual período: la globalización capitalista, a caballo de la crisis, presiona a los gobiernos
socialdemócratas a desmontar las reformas que antes ellos mismos habían propiciado. Pero esto no
significa que se haya esfumado la base de estos partidos en la clase obrera organizada. No hay
motivo para pensar que al menos algunos de los partidos socialdemócratas, llevados a la oposición
por el resurgir de la derecha burguesa en Europa, no volverán a ganar apoyo prometiendo reformas.
El PS francés ya se ha reubicado a la izquierda tras la derrota de Jospin. El propio Jospin había
logrado reconstruir la base del PS después del desastre de los últimos años de Miterrand. Sería una
tontería afirmar con toda confianza que esto no va a volver a pasar nunca.
En segundo lugar, la posibilidad de que la socialdemocracia se recupere de su incapacidad para
obtener reformas tiene una base objetiva: la relativa falta de autoconfianza de los trabajadores,
agravada, sin duda, por la burocracia sindical que los alienta a buscar en otros la mejora de su
situación. Esta falta de autoconfianza sólo puede superarse con la experiencia de la lucha de masas,
y aun entonces los trabajadores no se liberarán de manera automática la influencia de las ideas
reformistas. En todos los grandes movimientos de trabajadores, desde las revoluciones rusa y
alemana hasta Solidaridad en Polonia, ha habido una fuerte lucha de ideas en cuanto a las diferentes
estrategias para hacer avanzar la lucha. Aunque no estamos hoy en una situación revolucionaria,
vemos exactamente el mismo proceso de diferenciación dentro del movimiento anticapitalista
actual. La corriente con mayor peso individual en el movimiento en Europa es una coalición de
fuerzas reformistas que abarcan sectores importantes tanto de ATTAC como del movimiento
italiano de foros sociales, que ven ya sea la revitalización del estado—nación o una Unión Europea
reformada –o una combinación de las dos cosas– como un contrapeso al capitalismo global (al que
suelen identificar con Estados Unidos). Se trata de un reformismo mucho más militante que el que
representa la socialdemocracia actual, porque ha surgido de un movimiento de masas y tiene la
orientación de actuar en él... pero sigue siendo reformismo. En otras páginas de este boletín de
discusión mostramos el rol que ha jugado esta corriente en frenar la movilización de masas, en
particular la actividad del movimiento antiguerra en distintos lugares de Europa.
La mayor oposición desde la izquierda a esta ala del movimiento anticapitalista son los
autonomistas, pero su respuesta es sumamente vaga y difusa. Veamos, por ejemplo, qué dice
Michael Hardt sobre la polarización entre los “soberanistas” (defensores de la soberanía nacional) y
quienes apoyaron posiciones más radicales en el II FSM:
“Sin duda que, por un lado, es importante reconocer las diferencias que dividen a
activistas y políticos reunidos en Porto Alegre. Por el otro, sería un error ver esta
división según el modelo tradicional de conflicto ideológico entre bandos opuestos. La
lucha política en la era de los movimientos de redes ya no funciona de esa forma. A
pesar de la exhibición de fuerza que hicieron los que ocuparon el centro de la escena y
dominaron las representaciones en el Forum, podría resultar que han perdido la pelea...
Los dirigentes seguramente pueden hacer aprobar resoluciones en una mesa que afirman
la soberanía nacional, pero no pueden percibir el poder democrático de los
movimientos, por lo que finalmente todos ellos también serán absorbidos en la multitud.
La multitud puede transformar todos los elementos fijos y centralizados en muchos
otros nodos de su red en infinita expansión” (11).
Es probable que la confianza que Hardt deposita en la “multitud” no tenga mejor suerte que las
versiones anteriores de la idea de que la espontaneidad alcanza para derrotar al capitalismo. Al igual
que sus predecesores, representa una negación de la política y un rechazo a reconocer que la lucha
contra el capitalismo necesita la articulación de ideologías, el desarrollo de estrategias políticas y
esfuerzos organizados para ganar el apoyo de las masas para ambas. El combate a la influencia
reformista en el movimiento anticapitalista no puede quedar librado a la lógica objetiva de los
“movimientos de red”, sino que requiere de un polo revolucionario organizado y coherente en su
seno. Esto, que es cierto a escala internacional, es válido también en el orden nacional. Un partido
anticapitalista no podrá afrontar las idas y venidas de la lucha de clases (en la que el reformismo no
se evaporará como por arte de magia) sin un análisis marxista revolucionario claramente articulado
que enmarque sus tácticas y su actividad. Organizarse sobre bases programáticas más amplias y
ambiguas puede ser a veces una fase necesaria del proceso de construcción de un partido
revolucionario de masas, pero un partido más laxo no puede sustituirlo.
En lo inmediato, lo que Smith llama “organización revolucionaria tradicional”, sea grande o
pequeña, tiene claras ventajas prácticas. La relativa homogeneidad ideológica de un partido
marxista revolucionario le da una mayor capacidad para actuar de manera rápida y decidida que
otras organizaciones más laxas y ambiguas en lo programático. Un ejemplo es la velocidad y
decisión con que el SWP británico reaccionó al 11 de septiembre de 2001, comenzando en menos
de 24 horas una serie de iniciativas que llevaron a la formación de la Stop the War Coalition y al
surgimiento de uno de los más dinámicos movimientos contra la guerra de Europa. Esto fue posible
gracias a que el SWP y la IST habían desarrollado a lo largo de más de una década tanto una
reflexión teórica como un bagaje de experiencia práctica en relación a las guerras imperialistas y el
islamismo radical. Lo que nos permitió identificar rápidamente los problemas centrales que iban a
aparecer tras la tragedia del 11 de septiembre.
Es importante comprender que la relativa homogeneidad de programa y análisis de un partido
socialista revolucionario no es algo a lo que se llega mediante la repetición mecánica de textos
sagrados o imponiendo burocráticamente la uniformidad. El marxismo revolucionario sólo puede
seguir siendo una tradición viva mostrando su capacidad para responder creativamente a los nuevos
desafíos históricos, lo que quiere decir que una organización auténticamente leninista debe poder
discutirlos en profundidad. Inevitablemente, tales discusiones suelen conducir a importantes
diferencias y fuertes polémicas, sobre todo cuando el partido enfrenta un brusco giro de la situación
objetiva. El consenso que hoy existe en el seno de la IST sobre las guerras imperialistas de hoy y el
islamismo radical es el resultado de debates a veces muy polarizados, a fines de los80 y mediados
de los 90 respectivamente.
En consecuencia, la discusión abierta es esencial para el buen funcionamiento de un partido
revolucionario. Sin embargo, no es un fin en sí mismo, sino en todo caso un medio para una
clarificación que le permita al partido actuar de manera más eficaz. Comprender bien esto es la
clave para captar la naturaleza del centralismo democrático. Daniel Bensaïd, de la LCR, plantea
muy bien el punto:
“Lo que suele atacarse del concepto de partido leninista, o del “centralismo
democrático”, es obviamente el centralismo verticalista largamente exhibido por el
centralismo burocrático de los partidos comunistas. Así, corremos el riesgo de olvidar
que una cierta forma y un cierto grado de centralismo son también una exigencia de la
democracia. Los partidos que son simplemente un espacio de discusión, sin decisiones
en común que agrupen a los miembros como un todo, terminan reducidos a clubes
donde se intercambian opiniones y chismes sin ningún compromiso común para la
acción. Se convierten en juguetes de los mecanismos de mercado y de la cooptación de
sus dirigentes por parte de los medios, como ha pasado muchas veces” (12).
En un partido realmente centralista democrático, entonces, se alienta la libre discusión, pero como
un medio de hacer que el partido intervenga mejor. De ese modo, la discusión concluye en una
decisión tomada democráticamente, tras la cual todos sus miembros, más allá de sus opiniones
sobre el tema en cuestión trabajan juntos para impulsar la política que se ha acordado. Qué
signifique esto exactamente es materia opinable. La práctica habitual de la CI es por lo general
permitir la existencia permanente de tendencias organizadas en el seno de sus partidos. Munyaradzi
Gwisai, de la International Socialist Organisation (ISO) de Zimbabwe, también defiende la
concepción de un partido leninista como una organización con múltiples tendencias. El problema
con las tendencias permanentes es que institucionalizan las diferencias internas en el partido, lo cual
suele tener el efecto de hacer girar a la organización sobre sí misma y crear un clima internista en el
que el último boletín interno es un hecho más importante que lo que ocurre en la lucha de clases. E
incluso si esto no sucede, la existencia de tendencias permanentes tiende a crear una situación en la
que los problemas son vistos según la óptica de las diferencias internas. Las decisiones se toman
menos por el peso de los argumentos que como resultado de la relación de fuerzas entre las distintas
fracciones, lo que puede dar lugar a bloques y acuerdos sin principios. Bensaïd describe una
situación así en el 10º Congreso de la CI de 1974, profundamente dividido en dos fracciones
internacionales: “la lógica fraccional puso los límites, y el Congreso parecía más un encuentro
diplomático de delegaciones que una discusión colectiva. Los asuntos importantes se establecieron
por separado y en privado” (13).
Gwisai trae a colación en apoyo de su tesis el ejemplo de los bolcheviques. Pero la historia de Lenin
y su partido muestra un panorama muy diferente, en el que frecuentemente había debates abiertos y
ásperos, pero en los cuales los alineamientos de los dirigentes bolcheviques cambiaban
constantemente según el tema de que se tratara. Por ejemplo, en el término de unos pocos meses
Lenin y Trotsky pasaron de aliados cercanos acerca de la toma del poder en octubre de 1917 a
antagonistas alrededor del tratado de Brest—Litovsk en enero/febrero de 1918, mientras que
Zinoviev y Kamenev, opositores hostiles a Lenin en octubre, pasaron a ser sus grandes aliados en
Brest—Litovsk. Un partido revolucionario tendría que promover este tipo de debate fluido y
abierto, más que la institucionalización de diferencias fraccionales.
La concepción leninista de partido tiene consecuencias importantes en el modo en que los
revolucionarios actúan en movimientos más amplios. El sectarismo del estilo de LO en Francia o la
ISO de Estados Unidos, que contrapone su organización al movimiento, es un desastre completo. La
participación de diversas instancias de frente único es una característica esencial del actual período
(14). Pero estos frentes únicos —que incluyen movimientos como la Socialist Alliance, ATTAC y
Globalise Resistance, que tienen una base programática amplia— no son fines en sí mismos.
Mientras trabajan de manera constructiva con diversas corrientes, los marxistas revolucionarios
tienen que aportan a un proceso de clarificación ideológica que haga centro en las cuestiones
estratégicas de cómo hacer avanzar el movimiento. Esto puede incluir la polémica con los
reformistas y los autonomistas. Si esas discusiones se manejan de manera fraternal y se ponen en el
contexto de que el objetivo es fortalecer el movimiento, no tienen porqué tener un efecto
divisionista. No obstante, el desarrollo de un fuerte polo marxista dentro del movimiento depende
de que los revolucionarios tengan la voluntad de comprometerse en la lucha ideológica.
Primeros pasos
La manera más evidente en la que ese polo puede construirse a nivel internacional pasa por que las
dos principales corrientes trotskistas –la CI y la IST– empiecen a aproximarse. En consecuencia,
puede ser de utilidad considerar algunos de los obstáculos que enfrenta ese proceso. Resaltan en
particular dos:
1— Diferencias teóricas: la más importante no es el debate histórico sobre la naturaleza de clase del
estado soviético. Hay en disputa problemas más actuales. Por ejemplo, en la conferencia de la
izquierda anticapitalista europea en diciembre de 2001 en Bruselas hubo un debate entre la LCR y
el SWP alrededor del movimiento contra la guerra en Afganistán. Los compañeros de la LCR
decían que la relativa debilidad del movimiento en Francia reflejaba factores objetivos, en particular
la herencia del imperialismo francés. Los delegados del SWP criticamos lo que veíamos como
debilidades subjetivas de la izquierda francesa, que condenaba por igual al imperialismo
estadounidense y al fundamentalismo islámico. Detrás de esto había una diferencia más grande en
la evaluación del islamismo radical: el SWP tiende a subrayar el potencial antiimperialista de este
muy heterogéneo fenómeno político e ideológico, mientras que la LCR enfatiza sus aspectos
reaccionarios. No se trata simplemente de una cuestión teórica: la Stop the War Coalition en
Inglaterra –en la que el SWP tiene una importante participación– ha logrado sumar a organizaciones
y activistas musulmanes a un frente único contra la guerra antiterrorista.
2-Diferencias de cultura política: las dos corrientes también tienen estilos políticos diferentes que,
aunque no necesariamente impliquen desacuerdos de principios, a veces dificultan el trabajo en
común. Estas diferencias reflejan las respuestas distintas de la CI y la IST en relación a las derrotas
de la lucha de clases y la crisis de la izquierda revolucionaria a fines de los 70 (16). El CI quedó
muy golpeado por esta crisis, sufriendo el colapso, la desintegración o el retroceso de muchas de sus
secciones más importantes. Las que sobrevivieron, incluyendo la principal en Europa, la LCR, lo
hicieron en la medida en que ingresaron en movimientos específicos. En cambio, la ISL era una
corriente internacional mucho más débil cuando se desarrolló la crisis de la izquierda. Se extendió
tanto numérica como geográficamente durante el retroceso de los 80 sobre la base de la perspectiva
central de hacer propaganda marxista general. La orientación más militante que desarrolló la IST en
respuesta a la polarización de clases que comenzó en Europa después de 1989 aún conservaba un
acento mucho mayor en el desarrollo de la comprensión teórica marxista que los grupos de la CI
(17).
Estas estrategias de supervivencia divergentes explican por qué la CI y la IST tienden a tener un
perfil generacional diferente: en el primero predominan los activistas de mediana edad arraigados
en sindicatos y otros movimientos sociales; en el segundo suelen ser más jóvenes pero –con
importantes excepciones como el SWP irlandés y el SEK griego)– con una conexión mucho más
débil con la clase obrera organizada. (El SWP británico, debido a su antigüedad como organización
y a los picos de crecimiento que tuvo a mediados de los 80, abarca los dos lados del cuadro). El
trabajo de los compañeros de la CI en redes de activistas les ha permitido estar bien ubicados para
aportar al movimiento anticapitalista: los miembros de la LCR jugaron un rol dirigente en ATTAC
desde el comienzo, y sus organizaciones hermanas en otros países se han destacado en la extensión
del movimiento a escala internacional. La IST, en cambio, tuvo un perfil político mucho más alto a
partir de la importante delegación a las manifestaciones de Praga en septiembre de 2000. Sus
afiliados cumplieron un papel importante en iniciar frentes únicos anticapitalistas como Globalise
Resistance en Gran Bretaña e Irlanda y Campaña Génova 2001 en Grecia, pero además se han
proyectado abiertamente en el movimiento como marxistas revolucionarios. Por su parte, la LCR en
particular a veces da la impresión de que sus militantes en movimientos específicos actúan con
amplia autonomía, en tanto que la propia Liga tuvo hasta hace poco un perfil bajo, fuera de las
campañas electorales.
Estos métodos diferentes de trabajo han sido a veces fuente de malentendidos entre las dos
corrientes, y habrá que encontrar la forma de encararlas si la CI y la IST van a trabajar en común
más estrechamente. La decisión de la dirección de la LCR tras las elecciones presidenciales de
abril/mayo de 2002 de romper con la larga tradición de condicionar la incorporación de nuevos
miembros a que éstos alcancen un cierto grado de “nivel político”, adoptando una política más
abierta –algo que, de diversos modos, es una práctica habitual del SWP desde los años 70– es
entonces un paso importante en dirección a reducir la brecha entre las prácticas de ambas corrientes.
Como lo indica este ejemplo, las diferencias entre la IST y la CI no están grabadas en piedra. Por
supuesto, los compañeros de la LCR no decidieron flexibilizar los criterios de ingreso con el objeto
de reducir las diferencias con la IST, sino en razón de la necesidad práctica de relacionarse con la
ola de radicalización abierta el 21 de abril (véase el comentario de Murray Smith sobre la cuestión
de la afiliación partidaria). Pero justamente de eso se trata: el desarrollo de la lucha a escala
internacional obliga a las organizaciones revolucionarias a reexaminar los supuestos y prácticas del
pasado, y éste es el contexto que ha puesto el reagrupamiento y el realineamiento en la agenda). Lo
cual no significa que tendrá lugar de manera espontánea, como sugiere Michael Hardt al decir que
el reformismo simplemente se disolverá en la “multitud”. Las diferencias mencionadas –para no
hablar de las mucho más grandes que separan a la izquierda trotskista de las corrientes que vienen
de una u otra ala del movimiento comunista– son reales y no van a desaparecer porque así lo
deseemos. Deben enfrentarse para poder ser superadas, y esto significa en concreto tres cosas:
1— Las distintas tendencias socialistas que se encuentran agrupadas en los nuevos movimientos
contra el capitalismo y la guerra deben comprometerse a un trabajo de frente único leal y
constructivo, que no sólo las incluya a ellas sino también a una izquierda anticapitalista más amplia
que no se considera marxista ni socialista.
2— Donde sea posible, las corrientes revolucionarias, en particular la CI y la IST, deben alcanzar
un mayor grado de colaboración práctica. Ya se han dado pasos en esa dirección, como por ejemplo
en los actos de la extrema izquierda durante las protestas en Niza (diciembre de 2000), Génova
(julio de 2001) y Bruselas (diciembre de 2001), pero hay que pensar cómo ir más allá.
3— La discusión de las diferencias políticas existentes en la extrema izquierda y en los
movimientos más amplios debe abordarse de manera abierta y fraternal; de nada sirve pretender que
no existen o barrerlas debajo de la alfombra.
Desde Seattle, la izquierda revolucionaria está embarcada –junto con muchos otros, felizmente– en
una nueva travesía. No hay mapa que nos guíe, ni reglas establecidas, ni puntos de referencia
históricos que nos dicten con seguridad lo que hay que hacer. La recompensa potencial es enorme, y
la historia no nos perdonará si dejamos pasar esta oportunidad.
Notas
1. W. Hutton, The State We’re In (Londres, 1995).
2. Ver especialmente C. Harman, “Anti—Capitalism, Theory and Practice”, en International
Socialism 88 (2000), A. Callinicos, The Anti—Capitalist Movement and The Revolutionary Left
(Londres, 2001) y An Anti—Capitalist Manifesto (Cambridge, en prensa).
3. Ver A. Callinicos, “Crisis and Class Struggle in Europe Today”, International Socialism 63
(1994), y “Reformism and Class Polarisation in Europe”, International Socialism 85 (1999).
4. M. Jacques, “The New Barbarism”, Guardian, 9—5—02.
5. Ver T. Cliff, Trotskyism after Trotsky (Londres, 1999), A. Callinicos, Trotskyism (Milton Keynes,
1990), y D. Bensaïd, Les Trotskysmes (París, 2002). Para conocer la versión más reciente de este
debate entre los defensores de estas interpretaciones divergentes del estalinismo, ver el intercambio
entre Chris Harman, Ernest Mandel y yo en International Socialism 47, 49, 56 y 57 (1990, 1992).
6. Para un estudio de caso de las acrobacias políticas a que esta lógica dio lugar hasta no hace
mucho entre los miembros de la CI, ver A. Callinicos, “Their trotskyism and Ours”, International
Socialism 22 (1984).
7. T. Cliff, “Trotsky on Substitutionism” (1960), en International Struggle and The Marxist
Tradition: Selected Writings Volume One (Londres, 2001).
8. Ver A. Callinicos, The Anti—Capitalist Movement and The Revolutionary Left.
9. Ver D. Lorimer, Trotskyist Theory of Permanent Revolution: A Leninist Critique (Sydney, 1998)
y J. Percy—D. Lorimer, The Democratic Socialist Party and The Fourth International (Sydney,
2001). Para una crítica de esta corriente de pensamiento, ver J. Rees, “The Socialist Revolution and
the Democratic Revolution”, International Socialism 83 (1999). No todos los grupos participantes
en el proceso de reagrupamiento impulsado por el DSP aceptan la teoría etapista. Por ejemplo, el
Labour Party of Pakistan (LPP), que rompió con el Comité por una Internacional Obrera, dominado
por el Partido Socialista de Inglaterra y Gales.
10. Para un análisis mucho más completo, ver A. Callinicos, An Anti—Capitalist Manifesto,
especialmente el capítulo 2.
11. Michael Hardt, “Today’s Bandung?”, New Left Review 14 (2002), pp. 117—18.
12. “Conversación con Daniel Bensaïd”, Le Passant ordinaire, mayo 2002. Difundido por e—mail.
13. D. Bensaïd, Les Trotskysmes, p. 105.
14. Ver J. Rees, “Anti—Capitalism, Reformism and Socialism”, International Socialist 90 (2001), y
A. Callinicos, “Unity in Diversity”, Socialist Review, abril de 2002.
15. Comparar, por ejemplo, G. Achcar, “Le Choc des barbaries”, Contre Temps 3 (2002), y C.
Harman, The Prophet and the Proletariat (nueva edición, Londres, 2002).
16. Ver C. Harman, The Fire Last Time (Londres, 1988), cap. 16.
17. Ver, en relación a la historia de la IST, T. Cliff, A World to Win (Londres, 2000), pp. 201—219.
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