En el final de Para una teoría de la novela, Macedonio Fernández
arriesga un pensamiento que pone en boca de los posibles oyentes de su
disertación y dice: “para lo poco que sabía del asunto, bastante habló, porque no es gracia hablar de lo que se sabe”. Amparados en la coartada que nos brinda la celebración de nuestro aniversario, es así como pensamos este atrevimiento: presentarles el Tomo de Historia crítica de la Literatura Argentina, dedicado al autor de Museo de la novela de la Eterna, en el cual confluyen 24 lecturas y un epílogo de los que sí saben qué decir acerca de Macedonio. Roberto Ferro, director del volumen, plantea en la Introducción al volumen que la indagación reflexiva en torno al autor, su obra y sus irradiaciones es “una búsqueda de ampliación del saber”, búsqueda culmina en la reunión de una serie de artículos que permiten asediar el objeto “Macedonio” desde diversas perspectivas. Tal vez esta idea coral que atraviesa el tomo es lo que nos identifica y nos une en esta presentación, acaso porque como revista, Odradek también se ha constituido como un espacio múltiple y discontinuo marcando en su disonancia una insistencia que lleva 14 números. Esta idea de confluencias y divergencias que articulan el tomo se trama en tres secciones que dialogan en torno a la figura del autor, a sus textos y a la incidencia en las textualidades que lo suceden, problematizando cada uno de estos puntos. Cabe para el caso echar mano a la idea macedoniana de “lector salteado”, pues en esa clave se nos permite el quiebre de los límites temáticos: “sigo en desorden para no correr el riesgo de ciertos olvidos en los que no quisiera incurrir”, decía Macedonio. Así, en el volumen que hoy presentamos se abren diferentes caminos en los que es posible, por ejemplo, elegir un ingreso como el que proponen Mónica Bueno, Álvaro Abós o Celina Manzoni, quienes lo leen en la intersección literatura/vida: vivir para contar y contar para vivir como operaciones intercambiables que permiten interpelar la complejidad del texto que es Macedonio. Trazando otra diagonal, Ana María Paruolo rastrea la irrupción de Fernández en las lecturas y escrituras críticas de los ’60 y ’70, destacando entre ellas la de Noé Jitrik y Germán García. Para el primero, Macedonio transforma los modos de leer adelgazando los límites entre lectura y escritura, abriendo un campo propicio para pensar las cuestiones que la crítica y la teoría literarias se planteaban. En el caso de García, la escritura macedoniana hace posible la emergencia de lo ausente a través del “humor de la eternidad”. El interés que la escritura macedoniana despierta tiene su fundamento en lo que de manera precisa señala Gonzalo Aguilar: “la literatura de Macedonio viene a saciar dos obsesiones que se articulan hacia esos años: cómo se estructura un texto y cómo se desmontan los mecanismos de la representación burguesa”. De ahí que Fernández se erige no sólo como referente de las vanguardias de los años ’20, sino que comienza a desandar el camino para convertirse en leyenda. Los textos de Macedonio conforman una programática “macedoniana” de la que se nutre la nueva forma que asume la narrativa en las últimas dos décadas del siglo XX. Como apunta Miguel Dalmaroni, esta irradiación es factible de ser rastreada en las escrituras de Juan José Saer y de Ricardo Piglia; de Juan Martini, Sergio Chejfec y Marcelo Cohen, en las cuales la exhibición de la imposibilidad de novelar se hace texto. Lo indudablemente macedoniano es la serie de procedimientos y registros de la prosa, la marca de un precursor que (incluso en contra de sí mismo) forma parte de la biblioteca que sin dudas comparten los escritores argentinos de finales del siglo XX. Y también, claro, los lectores. Ésa es la constante para pensar a Macedonio: lectores enfrentados al “arcano”, a la cifra de una letra en constante porvenir. El fragmento es lo que posibilita la búsqueda a la que van estos textos críticos, búsqueda en una lectura que va “estableciendo contactos entre regiones textuales distantes, abriendo itinerarios nuevos en lugares no transitados”. En palabras de Ana Camblong: “el archivo de Macedonio no es un mero conjunto de curiosos papeles sino un tesoro que ha acumulado valor simbólico, ha concentrado su poder enigmático y respondedor como un oráculo; de ahí el culto, de ahí el hechizo de este prodigio humano, demasiado humano”. En Un libro para sí mismo Macedonio plantea que un lector quisiera que el autor le dijera varias cosas: qué piensa el autor de la vida; qué piensa el autor de los libros; qué piensa el autor sobre cada uno de los libros y autores que le han parecido extravagantes, ininteligibles, caprichosos, absurdos y hasta pueriles, aunque famosos; qué piensa de las personas con las que el autor debe habérselas en el mundo; y por último, qué piensa del dinero, es decir, hasta qué punto es útil y necesario. Este tomo es acaso una tentativa de respuesta a estas preguntas, Un libro para él (para Macedonio) mismo, “la interminable conversación con un amigo inteligente observador (…) en la plenitud de su vigor intelectual y experiencia”. Y por eso, celebramos.