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EL SACERDOTE Y LA LITURGIA

Muy queridos hermanos sacerdotes:

Es para mí un gusto y un honor compartir con ustedes algunas reflexiones en este “Año Sacerdotal”, que ha sido convocado
por el Papa Benedicto XVI con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de san Juan María Vianney, para promover el
compromiso de renovación interior de todos nosotros, sacerdotes, y nuestro testimonio evangélico en el mundo de hoy1.

Por eso, en este año debemos sentir dirigida a nosotros la exhortación de san Pablo a Timoteo: “Te recomiendo que reavives
el carisma de Dios que está en ti… ocúpate de estas cosas; vive entregado a ellas… pues obrando así te salvarás a ti mismo
y a los que te escuchan” (2 Tim 1,6; 1 Tim 4, 14-16).

Reavivar el carisma de Dios que nos fue comunicado por la acción del Espíritu Santo mediante la imposición de las manos
del Obispo y la oración consagratoria el día que fuimos ordenados, nos lleva necesariamente a recordar, con emoción y
gratitud, las históricas palabras pronunciadas por Jesús en el Cenáculo, con las cuales comenzó este sagrado ministerio:
“Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19).

“Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19). Con estas palabras breves, profundas y misteriosas, Jesús, el Verbo de
Dios, “la noche en que fue entregado” (1 Co 11, 23), hacía partícipes de su sacerdocio único y eterno a los Apóstoles que
había elegido.

Él, el único y eterno sacerdote, que con su encarnación, con su vida, con su pasión, con su muerte y con su resurrección nos
comunicó al Espíritu Santo para liberarnos del pecado, convocarnos en la Iglesia y consagrarnos para Dios, quiso unir de tal
manera a sí mismo a los Doce, que a partir de ese momento, aquellos hombres se convirtieron en presencia y prolongación
de su vida y de su acción.

¡Qué admirable e infinita expresión de amistad! ¡Qué gesto insuperable de confianza! ¡Qué clarísima prueba de amor! Por
eso, considerando este insondable misterio de la misericordia divina, el Santo Cura de Ars exclamaba conmovido: “El
Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”2.

Efectivamente, el “Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”; de ese Jesús que, como ha recordado el Papa en su libro
“Jesús de Nazaret”, “ha portado a Dios al mundo… ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos
el camino que, como hombres, debemos seguir en este mundo. Jesús ha portado a Dios y con Él la verdad sobre nuestro
origen y nuestro destino”3.

Jesús ha venido a traernos y llevarnos a Dios, principio, fundamento, sostén y plenitud de todas las cosas ¿Puede haber algo
más grande? ¿Puede existir una esperanza mayor? Él es el camino que nos libera de la esclavitud del pecado, del mal y de la
muerte, y que nos conduce a la Verdad, que es Dios mismo, en quien nuestra existencia se hace realmente viva, plena y
eternamente dichosa.

Y todo esto “…que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo —escribe san León Magno—, no lo
conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que Él
realiza en el presente”4. En la Sagrada Liturgia, Cristo continúa en su Iglesia la obra de nuestra redención5, como afirma la
Constitución “Sacrosanctum Concilium”.

En ella, el Señor nos une a sí mismo, haciéndonos posible ofrecerlo y ofrecernos juntamente con Él, presente y actuante en
su Iglesia, para participar, con la fuerza del Espíritu Santo, en su alabanza, adoración y acción de gracias al Padre,
implorando que nos bendiga, nos fortalezca en la unidad con Él y entre nosotros, y nos llene de su poder transformador para
ser signo e instrumento de salvación para toda la humanidad, participando también de lo que será la Liturgia celestial6.

Al unirnos a Dios descubrimos nuestra propia identidad, comprendemos el sentido de todas las cosas y podemos vivir
intensamente cada día como hijos suyos, para alcanzar la dicha eterna. Esto se hace posible gracias a Cristo, quien
revelándonos el misterio del Padre y de su amor, “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación”7.

En una de sus catequesis, el Papa Juan Pablo I comentaba que su maestro en la escuela de filosofía le preguntó: “¿Conoces
el Campanario de San Marcos? Eso significa que la imagen de aquel objeto ha entrado en tu mente. Sin embargo ¿amas al
Campanario de san Marcos? Es decir; esa imagen que llevas dentro ¿te mueve, te hace ir con ánimo al Campanario? Porque
amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado”8.

Amar a alguien significa querer estar con él. Jesús nos ama; por eso, queriendo estar siempre con nosotros, se ha quedado
presente en su Iglesia, a través de su Palabra y de la Liturgia, en la cual, gracias a que por el Bautismo nos hemos unido a
Cristo, con la fuerza de su Espíritu podemos ofrecer a Dios al propio Jesús, y ofrecernos también a nosotros mismos9. Esto
se llama sacerdocio común de los fieles, en el que "no todos los miembros tienen la misma función" (Rm 12,4); de entre
ellos, Dios llama a algunos para que, a través del sacramento del Orden representen a Cristo como Cabeza del Cuerpo,
anunciando su Palabra, guiando a la comunidad y presidiendo la liturgia.

Efectivamente, Jesús, que ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1,6), en la Última Cena,
“amando a los suyos hasta el extremo”, quiso hacer a sus Apóstoles partícipes de su sacerdocio ministerial, único y eterno
(cfr. Lc 22,19), que ellos comunicaron luego a otros hombres (cfr. 2 Tm 1,6).

"Amigos: así llamó Jesús a los Apóstoles —comenta el Papa Juan Pablo II en la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”—. Así
también quiere llamarnos a nosotros que, gracias al sacramento del Orden, somos partícipes de su Sacerdocio... ¿Podía
Jesús expresarnos su amistad de manera más elocuente que permitiéndonos, como sacerdotes de la Nueva Alianza, obrar
en su nombre, in persona Christi Capitis?”10.

De verdad que Jesús nos ha amado tanto que ha querido hacernos partícipes de su ser sacerdotal. “Pues esto es
precisamente lo que acontece en todo nuestro servicio sacerdotal —señala el Papa Juan Pablo II—, cuando administramos
los sacramentos y, especialmente, cuando celebramos la Eucaristía. Repetimos las palabras que Él pronunció sobre el pan y
el vino y, por medio de nuestro ministerio, se realiza la misma consagración que Él hizo. ¿Puede haber una manifestación de
amistad más plena que ésta? Esta amistad constituye el centro mismo de nuestro ministerio sacerdotal"11.

“¡Oh, qué grande es el sacerdote! —decía el Santo Cura de Ars—… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor
baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”12.

“Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor —decía
san Juan María Vianney—… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote
continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos
abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes”13.

Por el Sacramento del Orden, los obispos —sucesores de los Apóstoles—, y sus colaboradores, los presbíteros, nos unimos
de tal manera a Cristo —Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia—, que nos convertimos en presencia y prolongación de su
vida y de su acción, proclamando su Palabra, celebrando la liturgia y guiando a la comunidad que se nos ha confiado14. Por
eso, el Papa Benedicto XVI afirma: “Los sacerdotes son un inmenso don para la Iglesia y para la humanidad misma”15.

Consciente de esto, san Juan Crisóstomo escribió: “si alguno considerase atentamente lo que en sí es, el que un hombre
envuelto aún en la carne y en la sangre, pueda acercarse a aquella feliz e inmortal naturaleza; se vería bien entonces, cuán
grande es el honor que ha hecho a los sacerdotes la gracia del Espíritu Santo”16.

“…el que toma sobre sí este cuidado —comenta— necesita tener una gran prudencia, y aun más que ésta, una gracia muy
grande de Dios… es necesario que el sacerdote sea vigilante, perspicaz, y que por todas partes tenga innumerables ojos,
como aquél que no vive para sí solo, sino también para tan gran muchedumbre”17.

La llamada del Señor y el don que nos ha concedido exigen una respuesta de nosotros: vivir cada día unidos a Él, creciendo
en cercanía, intimidad, encuentro y amistad con Jesús, compartiendo su amor y su entrega a su Esposa, la Iglesia.

En su Exhortación Apostólica “Pastores dabo vobis”, el Papa Juan Pablo II decía: “Es esencial, para una vida espiritual que
se desarrolla a través del ejercicio del ministerio, que el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez más la
conciencia de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la configuración con Él, Cabeza y
Pastor de la Iglesia.

Es sobre todo en la celebración de los Sacramentos, y en la celebración de la Liturgia de las Horas, donde el sacerdote está
llamado a vivir y testimoniar la unidad profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual”18.

Por eso, reconociendo como una gracia especial este Año Sacerdotal, debemos renovar nuestro compromiso de meditar,
proclamar y hacer vida la Palabra de Dios; de celebrar y administrar con respeto, amor y piedad los sacramentos y los
sacramentales; de rezar diariamente y con atención la Liturgia de las Horas; de platicar con el Señor en la oración,
visitándolo en el Sagrario; de implorar la intercesión de nuestra Madre María Santísima, especialmente a través del Santo
Rosario.

Y sobre todo, el compromiso de celebrar digna y fructuosamente la Eucaristía, de donde fluye la caridad pastoral. “El don
divino de la Eucaristía ha sido destinado a nosotros los sacerdotes en una manera particular y, con nuestra acogida,
llevamos la responsabilidad de la eficacia de la Eucaristía en el mundo”19, nos recuerda el Documento “La Eucaristía y el
sacerdote: unidos inseparablemente por el amor de Dios” de la Congregación para el Clero.

El Sacrificio Eucarístico es y debe ser centro y raíz de toda nuestra vida sacerdotal, procurando que lo que se efectúa en el
altar se reproduzca en nuestro ser y en nuestra vida. Para esto es necesario prepararnos por medio de la oración para la
Santa Misa, procurar luego de la celebración dedicar algunos momentos a la acción de gracias, y hacer frecuentes visitas a
Jesús Sacramentado a lo largo del día. Porque como hemos dicho: amar a alguien significa querer estar con él.
“Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa —comentaba el Santo Cura de Ars—, porque… es
obra de Dios”20. “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que
celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”21.

“En la liturgia —comentaba el entonces Cardenal Ratzinger— se ventilan cuestiones tan importantes como nuestra
comprensión de Dios y del mundo, nuestra relación con Cristo, con la Iglesia y con nosotros mismos… Lo supremo y más
importante que puede hacer un sacerdote a favor del ser humano es ser lo que es: un creyente… si las personas sienten
hallarse ante alguien que cree, que vive con Dios y desde Dios, nace también en ellas la esperanza”22.

En una reunión con el clero de Albano, al responder a una pregunta de un sacerdote sobre la liturgia, el Papa comentó: “en
el ars celebrandi existen varias dimensiones. La primera es que la celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con
nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable
realmente este coloquio…

…Además de esto, debemos también aprender a comprender la estructura de la liturgia y por qué está articulada así… de
forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el "nosotros" de la Iglesia que
ora”23.

Del santo Cura de Ars, los fieles que le vieron celebrar el Santo Sacrificio de la Misa decían que “no se podía encontrar una
figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”24. "Celebrar bien constituye una primera e
importante catequesis sobre el Santo Sacrificio"25, recuerda el Documento “El Sacerdote ante el Tercer Milenio” de la
Congregación para el Clero.

La celebración Eucarística expresa y realiza en la asamblea la comunión con el propio Obispo, principio visible y fundamento
de la unidad en su Iglesia particular; la unión con el Romano Pontífice, y con el Orden episcopal, con todo el clero y con el
pueblo de Dios entero. Es comunión que nos impulsa a ser constructores de unidad en el mundo, y a fortalecer el diálogo
ecuménico para que la unidad parcial de todos los cristianos llegue a ser plena un día.

La Eucaristía es tensión hacia la meta; es anticipación del Paraíso y "prenda de la gloria futura", que abre la comunión con la
Iglesia celeste, y que estimula "nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente", "poniendo una semilla de
viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas"26.

Esta llamada ha de encontrar una respuesta generosa particularmente en nosotros, los sacerdotes, a fin de transformar este
mundo con la fuerza del Evangelio y de la Eucaristía, lo que ha de comenzar con el propio testimonio de una vida totalmente
transfigurada por la Palabra de Dios y el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor; un testimonio que se ha de reflejar
en el modo de apreciar y de celebrar los sacramentos y los sacramentales.

Las celebraciones de los sacramentos y de los sacramentales son momentos cultuales de singular importancia en la nueva
evangelización de todos los fieles, pero sobre de aquellos que están habitualmente alejados de la práctica religiosa, y que
sólo participan de vez en cuando en celebraciones litúrgicas con motivo de acontecimientos familiares o sociales, como
bautismos, confirmaciones, matrimonios, funerales, etc.; ya que estas ocasiones son de hecho las únicas oportunidades que
tenemos los sacerdotes para transmitirles los contenidos de la fe27.

Un momento privilegiado para hacerlo es el Sacramento de la Penitencia, servicio a la Iglesia que “será considerablemente
más fácil si son los mismos sacerdotes los primeros en confesarse regularmente”28, como lo recuerdan el Decreto
“Presbyterorum ordinis” y el “Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros”.

"Toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo, el recurso
periódico e inspirado en una auténtica fe y devoción al sacramento de la Penitencia. En un sacerdote que no se confesase o
se confesase mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría cuenta también la comunidad
de la que es pastor"29, recordaba el Papa Juan Pablo II.

“Los sacerdotes —comenta el Papa Benedicto XVI— podemos aprender del Santo Cura de Ars la confianza infinita en el
sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, y el diálogo de
salvación que en él se debe entablar…

… El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente… Quien se acercaba a su confesonario, encontraba
en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia”30.

“El buen Dios lo sabe todo —decía san Juan María Vianney—. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis
nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar
voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”31

Al administrar este sacramento de misericordia, el sacerdote, para ser realmente presencia y prolongación de la vida y de la
acción del Buen Pastor, debe establecer un diálogo penitencial lleno de aquella comprensión que sabe conducir a las almas
gradualmente por el camino de la conversión, sin caer en falsas concesiones a la llamada " gradualidad de las normas
morales"32.
“El pastor necesita de mucha prudencia y de mil ojos para considerar por todas partes el estado de un alma —escribió
Crisóstomo—… si un hombre se apartare de la verdadera creencia necesita el pastor de mucha industria, constancia y
paciencia; porque no podemos traerle por fuerza, ni obligarle con el temor. Sino que es necesario con persuasiones hacer
que vuelva a la verdad, de donde desde el principio se había extraviado. Se requiere, por tanto, un ánimo generoso para no
desfallecer, ni desesperar de la salud de los que andan perdidos”33.

El Cura de Ars lo comprendió y lo vivió. Así “consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas,
porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un
testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8)”34.

Este es el testimonio que el mundo espera de nosotros los sacerdotes. “El Pueblo de Dios —señala el documento
“Aparecida”— siente necesidad de presbíteros-discípulos, que tengan una profunda experiencia de Dios: configurados con el
corazón del Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu Santo, que se nutran de la Palabra e Dios, de la Eucaristía y de
la oración… que los lleve a ser presbíteros-misioneros… llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento
de la Reconciliación”35.

“Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega
cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia… Con la Palabra y con los Sacramentos de Jesús, Juan María Vianney edificaba a
su pueblo”36, comenta el Papa.

Quizá, en una época compleja como la que nos ha tocado vivir, todo esto nos suene difícil de practicar. Sin embargo, hoy
como siempre resuena para nosotros la voz del Señor, que nos ha dicho: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo
he vencido al mundo” (Jn 16, 33), Tomando la mano de Santa María de Guadalupe seremos capaces de celebrar como
Iglesia nuestra fe en el Maestro divino, que nos da la fuerza para mirar con confianza y esperanza el futuro, y exclamar con
gratitud:

"Dichoso el que tú eliges y


acercas para que viva en tus atrios.
¡Qué nos saciemos de los bienes de tu Casa,
de los dones sagrados de tu Templo!" (Sal 65, 5-6).

+ Víctor Sánchez Espinosa


Arzobispo de Puebla

NOTAS

1 Cfr. BENEDICTO XVI carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del dies natalis del santo cura
de ars, 2009, www.vatican.va.
2 NODET Bernard, “Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur”, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98.
3 BENEDICTO XVI, “Gesù di Nazaret”, Ed. Rizzoli, Italy, 2007, p. 67.
4 SAN LEÓN MAGNO, “Tractatus 63” (“De passione Domini” 12). 6: CCL 138/A, 386.
5 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1068-1069.
6 Cfr. Mt 18,20; Concilio Vaticano II, Constitución “Sacrosanctum Concilium, n. 7; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1088.
7 CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral “Gaudium et spes”, 22
8 JUAN PABLO I, Audiencia General, miércoles 27 de septiembre de 1978, www.vatican.va.
9 Cfr. Mt 18,20; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1088.
10 JUAN PABLO II, Enc. “Ecclesia de Eucharistia”, n. 57.
11 Ídem.
12 NODET Bernard, “Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur”, p. 97.
13 Ibíd., pp. 98-100.
14 Cfr. Lc 22, 19; 2 Tm 1,6; Catecismo de la Iglesia Católica nn. 1546-1547; Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, n. 335.
15 BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal… Op. Cit.
16 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Seis sermones sobre el sacerdocio”, Libro III.
17 Ibíd., Libro III, “La responsabilidad de la gracia sacerdotal, y Vigilancia y virtud”.
18 JUAN PABLO II, Exh. Ap. “Pastores dabo vobis”, nn. 25 y 26.
19 Congregación para el Clero, “La Eucaristía y el sacerdote: unidos inseparablemente por el amor de Dios”, El sacerdote, responsable
de la Eucaristía. Grito de fe.
20 NODET Bernard, “Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur”, Op. Cit., p. 105.
21 Ídem.
22 RATZINGER Cardenal Joseph, “Un canto nuevo para el Señor”, Ed. Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 7 y 59.
23 BENEDICTO XVI, Respuestas a las preguntas de los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31 de agosto de 2006, www.zenit.org.
24 MONNIN A., “Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney”, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. II, pp. 430 ss,
25 “El Sacerdote ante el Tercer Milenio”, Cap. III, n. 2.
26 JUAN PABLO II, Enc. “Ecclesia de Eucharistia”, n. 20.
27 Cfr. Congregación para el clero, “El Sacerdote ante el Tercer Milenio”, Cap. III, n. 1.
28 Decr. “Presbyterorum ordinis”, n. 18; Congregación para el Clero, “Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros”. Tota
Ecclesia, n. 53.
29 JUAN PABLO II, Exhort. Ap. “Reconciliatio et paenitentia”, n. 31
30 BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal, Op. Cit.
31 NODET Bernard, “Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur”, Op. Cit., p. 130.
32 Congregación para el clero, “El Sacerdote ante el Tercer Milenio”, Cap. III, n. 1.
33 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Seis sermones sobre el sacerdocio”, Libro III.
34 BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal, Op. Cit.
35 V CELAM, “Aparecida”, n. 199.
36 BENEDICTO XVI, Carta para la convocación de un año sacerdotal, Op. Cit.

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