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En setiembre de 2005, en ocasión de la Feria del Libro Córdoba, presentamos esta

revista. A nuestro pedido, H. Faas, entonces director del CIFFYH María Saleme de
Bournichón, abordó el tema de la filosofía y la ciencia en relación con la modernidad.

Los comienzos de la modernidad


Horacio Faas

Los intentos para entender qué es la modernidad han abundado y abundan. Algunos
de los términos que se asocian a ella son burocracia, desencanto del mundo,
racionalización, secularización, alienación, descontextualización, individualismo,
subjetivismo...; pero también objetivismo, universalismo, reduccionismo, caos,
sociedad de masas, sociedad industrial. . .

Como se advierte, algunas de las características son contradictorias entre sí. La


elucidación de su significado se vuelve esquiva, porque algunos piensan en lo que
sería el comienzo de nuestra era moderna, otros en lo que significa modernidad en
nuestra era contemporánea, a lo que se agrega la propia dificultad de datación de
tales eras. Yo me referiré sucintamente a los ideales que movilizaron cambios en los
enfoques filosófico y científico.

Frecuentemente se coincide en señalar a Descartes como el iniciador de la Filosofía


Moderna. En verdad, habría que situarlo como el comienzo de una de sus ramas, de
acuerdo con lo que plantearé inmediatamente. Hay una imagen muy didáctica de la
filosofía moderna que la representa mediante una gran X, una equis mayúscula de un
tamaño adecuado al pizarrón o al papel del cual uno se vale para exponer, en una de
cuyas terminaciones superiores se ubica el racionalismo, en la otra el empirismo; en
las inferiores, al pie de la recta oblicua que empieza en el racionalismo, se ubica el
idealismo y, en la otra pata, el positivismo. Los nombres que se asocian a esos lugares
de la X son bien conocidos: Descartes al racionalismo (junto a Leibniz y otros), Locke y
especialmente Hume (también Bacon) al empirismo, Hegel al idealismo (también junto
a otros) y Comte y sus seguidores -aunque sea parciales- al positivismo. Lo
impresionante de esta manera de presentar las cosas es que en el cruce de las dos
ramas de la X hay un solo nombre: Kant.
Ocurre que los albores de la filosofía moderna apuntaron a la manera en que los seres
humanos podían acceder al conocimiento como sujetos del mismo, independientes de
una verdad revelada. En ello participaban decididamente ideas innatas, para el
racionalismo, y sensaciones, para el empirismo: la mente (res cogitans) en Descartes,
la experiencia sensible en Locke y Hume. Es famosa la expresión de Kant que atribuye
a Hume haberlo despertado de su “sueño dogmático”, especialmente referida, creo yo,
al papel que Hume atribuye al sujeto en la formulación de la causalidad (post hoc, ergo
propter hoc) y que inspiró la consideración kantiana de la causalidad como una de la
categorías a priori del entendimiento (los conceptos). El recurrentemente usado dictum
kantiano: “conceptos sin intuiciones son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas”,
justifica el lugar central de Kant en la X; los conceptos organizan las intuiciones
sensibles. Es exagerado y erróneo afirmar que nuestro conocimiento se apoya
únicamente en nuestra mente, como lo es también sostener que basta con la
experiencia sensible. Si no interviniesen los conceptos habría un caos de sensaciones.
La posición empirista originaría después la psicología asociacionista, la kantiana
constituye un notable anticipo de lo que luego establecería, ya en las primeras
décadas del siglo XX, la llamada Psicología de la Forma (Gestalttheorie) en el sentido
de que nuestra percepción viene organizada por nuestra mente y no existe una
sensación pura percibida como tal.
El rescate del sujeto, el papel de la razón y el de la experiencia sensible son los rasgos
que quiero destacar en los inicios de la filosofía moderna, rasgos que significaron un
enfoque distinto al imperante hasta el momento. “Consultemos a la naturaleza” se oye
con frecuencia entre quienes se interrogan sistemáticamente para avanzar en el
conocimiento. El mismo Descartes declaró en su momento que salía a “consultar el
gran libro del mundo”, a diferencia de lo que hasta entonces había hecho la
escolástica. Razón y experiencia sensible juegan ambos su papel y se complementan.
Y así lo entendieron los primeros científicos del Renacimiento, algunos más
tímidamente, como Copérnico, otros más decididamente, como Galileo.
En 1543 aparecen dos publicaciones que cambiarían los rumbos de las
investigaciones en dos grandes áreas de conocimiento: De Humani Corporis Fabrica
(Sobre la estructura del cuerpo humano), de Andrés Vesalio, y De Revolutionibus
Orbium Coelestium (Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes), de Nicolás
Copérnico. Por esos años existía la convicción absolutamente dominante de que el ser
humano ocupaba la posición más importante que se pudiera imaginar en el universo.
La Tierra estaba en el centro, quieta, y todo lo demás giraba a su alrededor. El ser
humano había sido creado a imagen y semejanza de Dios y por eso se diferenciaba
absolutamente de los demás animales. Aún en el siglo siguiente el filósofo al que suele
citarse como iniciador del pensamiento de la modernidad, Descartes, sostenía que
éramos los únicos constituidos también por res cogitans, que los demás animales eran
meros autómatas y carecían de alma. Lo que la ciencia nos ha ido enseñando, por el
contrario, es que no somos especiales: nuestro lugar en el universo es tremendamente
modesto; en cuanto a tamaño relativo, somos insignificantes. Y ello comenzó
públicamente en aquel año, con la aparición del libro que Copérnico había preparado y
escrito mucho antes, y la aparición también del libro de Vesalio. El primero nos
ubicaba fuera del centro del universo, que era ahora ocupado por el Sol, y el segundo
mostró taxativamente, gracias a su empeño en la práctica de la disección, que también
en nuestro interior nos parecemos bastante a los demás animales.
Copérnico y Vesalio coincidieron también en un aspecto que es determinante de la
efervescencia intelectual del Renacimiento: en el primero, la reconsideración del
Almagesto de Tolomeo y, en el segundo, el rescate de la obra de Galeno. Es ya un
lugar común que el formidable impulso dado a las ciencias por los griegos y
continuado por algunos romanos se detuvo en lo que se ha llamado el período oscuro,
que duró hasta el Renacimiento. El rescate de la obra de los antiguos fue acompañado
de la pérdida de cierto complejo de inferioridad desatado por la observación de obras
arquitectónicas de la magnitud del Partenón o el Coliseo; los filósofos y los científicos
se animaron de a poco a pensar por sí mismos apoyándose en la observación de la
naturaleza. Se produjo un cambio de mentalidad. Y ese cambio de mentalidad se
esparció por doquier, excepto en algunos círculos de poder. Los gobiernos han temido
siempre a los pensadores y a los artistas -es decir, a los creadores-, salvo honrosas y
escasas excepciones de las cuales quizá una sea Pericles. Ese temor se manifestó de
manera trágica como intolerancia en sucesos por todos conocidos: el proceso a
Galileo es paradigmático. Precisamente Galileo propuso un cambio de mentalidad en
la física que abriría las puertas al gran sistema de la mecánica de Newton: contra
nuestras intuiciones más básicas, la situación natural de los cuerpos no es el reposo
sino el movimiento; se trata del novedoso concepto de inercia, que tiraba por tierra
ideas muy asentadas de Aristóteles. Todo cuerpo permanece en movimiento uniforme
(y, para Galileo, circular) si no hay una fuerza que obligue a algún cambio. Newton
agregaría luego una corrección al principio de inercia: el movimiento es uniforme, pero
rectilíneo.
Como se sabe, Galileo fue condenado por defender el sistema copernicano,
heliocéntrico, contra el tolemaico-aristotélico, geocéntrico. Para sostener su punto de
vista hacía falta el principio de inercia dado que, de otra manera, si la Tierra se mueve
¿por qué razón una piedra arrojada verticalmente al aire no cae desplazada en lugar
de hacerlo, como en realidad ocurre, en el mismo lugar desde el que se la arrojó?
Estas ideas nuevas iban acompañadas de un agudo espíritu de observación que
confirmaba o refutaba lo que se sostenía teóricamente. Y los nuevos enfoques
invadían todos los terrenos. Los físicos necesitaron nuevas teorías matemáticas y las
desarrollaron: el cálculo de fluxiones de Newton dio origen, junto a Leibniz, al cálculo
diferencial. Los dibujantes y pintores advirtieron que en las representaciones gráficas
no aparecía de manera destacada la sensación de profundidad y acudieron a los
matemáticos en busca de ayuda o elaboraron ellos mismos sus herramientas
matemáticas cuando estaban en condiciones de hacerlo. Hasta entonces, los pintores
medievales se habían contentado con expresarse en términos simbólicos;
representaban a las personas y a los objetos de una manera estilizada y sobre fondo
dorado para distinguirlos del mundo real. Un buen ejemplo de ello es La Anunciación,
de Simone Martini, donde aparece todo en el mismo plano. Si se lo compara, como
sugiere Morris Kline en su artículo sobre geometría proyectiva, con dos cuadros
renacentistas de Rafael se advierte la notable manifestación de la perspectiva. Se trata
de Los esponsales de la Virgen y La Escuela de Atenas; la comparación permite
apreciar cuánto de mayor realidad hay en Rafael que en Martini.
Para lograr esa aproximación a la representación de la realidad había que reducir las
tres dimensiones a dos: una tela es bidimensional y nuestro mundo es tridimensional.
Entonces los pintores y los matemáticos, y los pintores-matemáticos, procedieron a la
siguiente simplificación: si uno cierra un ojo y mira sólo con el otro, y supone que
desde cada objeto visto llegan rayos luminosos (rectilíneos) hasta el ojo, obtiene lo
que se llama una proyección. A pesar de que una baldosa es cuadrada, en los cuadros
de Rafael no se ve como un cuadrado. Los objetos distantes se ven más pequeños
que los próximos y las figuras a representar pueden ser tocadas en sus contornos con
líneas rectas que convergen a lo lejos. Se puede suponer un punto en el infinito donde
se cruzan todas esas rectas. Se había abonado el terreno para el surgimiento de una
nueva disciplina matemática que se mostraría como tremendamente fecunda y
novedosa: la geometría proyectiva. Quien elaboró sus cimientos en la primera mitad
del siglo XVII fue un ingeniero y arquitecto autodidacta, Gérard Desargues, cuyo móvil,
según se dice, fue ayudar a los artistas. Citando a Kline: “Buscó combinar los múltiples
teoremas de perspectiva, expresados de forma compacta, de modo que fueran útiles a
artistas, ingenieros y picapedreros. Inventó una terminología especial que pensó que
sería más comprensible que el lenguaje matemático, y diseminó sus descubrimientos
a través de conferencias y carteles”. Curiosamente, la obra de Desargues cayó en el
olvido y fue rescatada sólo doscientos años después. Pero lo que quiero destacar es
que la nueva mentalidad, la de adoptar nuevos enfoques y crear nuevas disciplinas, se
había instalado sometida la actividad concreta en tal sentido, al tribunal de la razón y
al de la experiencia sensible. La síntesis, el cruce, se produce en Kant.
Hoy sabemos que Descartes se equivocó en el dualismo mente-cuerpo, y que Kant se
equivocó en su apreciación de que la lógica ya no se desarrollaría más y que el
espacio y el tiempo son absolutos. Pero el impulso que dieron en filosofía a lo que se
llama modernidad es indiscutible y se correspondió con la actitud de los iniciadores de
lo que consideramos nuestra ciencia occidental. Lo que ahora conocemos comenzó a
forjarse entonces gracias al ya citado cambio de mentalidad que se esparció por
doquier y permitió, por ejemplo, que Darwin (y también Wallace) propusiese con su
teoría de la evolución de las especies lo que ha constituido la teoría básica de la
biología. Se sabe que su propuesta originó un debate con los que aún se aferraban a
viejas concepciones.
Pero las cosas no se han mantenido con el enfoque adecuado para el progreso del
conocimiento. Hoy, cuando ya se cumpliría el sesquicentenario de ese debate sobre
las ideas de Darwin y cuando podría esperarse que haya una mayoría en pro de la
ciencia, la controversia entre creacionistas y evolucionistas persiste (o ha resurgido)
en los países de mayor fanatismo religioso como los Estados Unidos (donde se calcula
el número de creyentes en alguna religión en cerca del 90%, aproximadamente lo
mismo que en países del Islam). Una encuesta de julio de 2005 publicada en el New
York Times reveló que el 42% de los norteamericanos cree en el “diseño inteligente”,
es decir, que la vida es demasiado compleja como para que haya surgido por
casualidad sin un ser consciente en su origen y que las especies son exactamente
iguales a como eran en el comienzo de los tiempos, o sea, casi la mitad de los
estadounidenses adhiere al fijismo de las especies. Y casi dos tercios de la ciudadanía
de ese país comparte con su presidente, George W. Bush, la idea de que
evolucionismo y creacionismo deben ser enseñados como teorías científicas
alternativas. Como contrapartida, la revista Nature publicó a principios de setiembre
que se ha terminado de decodificar el genoma del chimpancé, el pariente vivo más
cercano del ser humano, y la comparación de aquel genoma con el humano muestra
que la diferencia entre ambos es de menos de 1,5%. ¿Cómo se explica que el político
más poderoso del mundo ignore de tal manera la ciencia? Creo que para contrarrestar
ese peligro bárbaro habría que reforzar la confianza en la propuesta en pro del
conocimiento que se formulaba en la era moderna.
Por eso celebramos la aparición de esta revista electrónica y compartimos lo que se
dice en sus objetivos: “En síntesis: queremos indagar en profundidad la modernidad
como etapa histórica, como propuesta y, en definitiva, como concepto histórico clave
para la comprensión de nuestro presente.”

Horacio Faas es profesor e investigador en la Universidad Nacional de Córdoba.

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