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El hombre es un misterio para sí mismo, por ello nuestro saber sobre el ser humano es y
será siempre un misterio. Y es que el hombre no es un ser definido o limitado, la
complejidad de sus componentes que lo integran dificultan el pronunciar la última palabra
sobre su ser. Aún se complica más cuando lo consideramos en su relación con el
trascendente. El misterio del hombre evoca al misterio de Dios.
Dios llama a todo hombre y a todo el nombre a la comunión con él porque listo y en el
espíritu Santo. Pero tal llamada personal de comunión la puede rechazar el hombre en su
libertad. El hombre está diseñado desde lo íntimo de su estructura criatura al la comunión
con Dios. El hombre alcanza su plenitud sólo en aquello que lo trasciende. No se puede
pensar en un ser humano plenamente constituido, y que en un segundo momento sería
llamado por Dios a la comunión con él.
Más bien, el acto creador de Dios es esencialmente unido, la realidad ontológica del
hombre, su constitución psicosomática, coincide con el destino a la participación de vida
con Dios. La vocación divina del hombre determina su ser. Por ello, la plenitud humana en
la comunión con Cristo, aunque si es gracias, es la perfección intrínseca del hombre, la
única que lo realiza plenamente. El contrario, refutar la comunión con Dios, significa la
frustración radical del hombre, la contradicción consigo mismo.