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Territorio indio

Algo realmente extraordinario está sucediendo en los territorios indios de Estados Unidos: tribus
que en el pasado fueron despojadas de sus tierras son hoy un ejemplo de recuperación del medio
ambiente.

Entre Los Álamos, la ciudad de Nuevo México que vio nacer la bomba atómica, y un valle del Río
Grande hoy jalonado de casinos indios, algo nuevo está surgiendo bajo el sol: las cosas tal como eran.
Allí, en el cañón de Santa Clara, una tribu de nativos americanos está restaurando su tierra ancestral.
En un risco volcánico a 60 metros de altura sobre el río Santa Clara se encuentran las casas del
acantilado de Puye (las Puye Cliff Dwellings), cientos de habitáculos construidos con bloques de piedra
y otras 700 viviendas talladas más abajo en la toba blanda de la propia pared rocosa del acantilado.
Están abandonadas desde hace cinco siglos. El asentamiento debió de surgir en una época de buenas
lluvias; después, hacia 1580, la sequía lo dejó desierto. Los descendientes de sus antiguos habitantes
viven actualmente en Santa Clara Pueblo, una reserva india situada 13 kilómetros río abajo, a orillas
del Río Grande. La tribu está intentando devolver toda la cuenca del Santa Clara a su estado original.
Cuando lo consiga, miles de hectáreas volverán a poblarse de plantas autóctonas, castores y truchas.

Entre las 564 tribus reconocidas por la Oficina de Asuntos Indios (BIA), son cada vez más las que
intentan recuperar una tierra arruinada por generaciones de uso humano. Las reservas indias ocupan
22 millones de hectáreas (para hacernos una idea de lo que esta cifra supone, el Servicio de Parques
Nacionales administra 34 millones de hectáreas), aunque la mayor parte de ese territorio no se
gestiona como espacio natural protegido ni como reserva de vida salvaje. Aun así, algo extraordinario
está sucediendo en territorio indio. Aquellos a quienes les fue arrebatada la tierra, los mismos que
antaño sufrieron la dominación a menudo brutal del Gobierno de Estados Unidos, están dando ejemplo
de buena gestión del medio ambiente.
La Confederación de Tribus Salish y Kootenai, de Montana, fue la primera del país en declarar como
espacio natural protegido una parte de las tierras tribales: 37.000 hectáreas de montañas y prados de
la Reserva Flathead. Sucedió en 1979, y desde entonces los nez percé han adquirido 6.590 hectáreas
de su territorio ancestral en el nordeste de Oregón para dedicarlas únicamente a la protección de la
pesca y la vida salvaje. Las tribus assiniboine y siux del nordeste de Montana intentan reintroducir el
bisonte en la Reserva Fort Peck. En Minnesota, los chippewa, también llamados ojibwa, han
recuperado la población de percas de ojos dorados en el lago Red. Y en la Reserva Fort Apache, en
Arizona, la amenazada trucha apache ha encontrado un nuevo hogar, y el bosque ya no se gestiona
pensando sólo en la madera, sino también en la ecología.
El programa de conservación de Santa Clara Pueblo tuvo un comienzo bastante inverosímil. Una
noche de mayo del año 2000, una quema programada para eliminar la maleza en el cercano
Monumento Nacional Bandelier se descontroló. El que sería conocido como incendio del Cerro Grande
devoró 235 viviendas en las localidades de Los Álamos y White Rock, y devastó más de 19.000
hectáreas, incluido el tramo superior del cañón de Santa Clara. El incendio llegó a afectar el
Laboratorio Nacional de Los Álamos, aunque no se informó de ninguna fuga de radiactividad de las
instalaciones nucleares. Cuando el humo se disipó, el consejo tribal de Santa Clara Pueblo cerró el
cañón, que durante mucho tiempo había sido una atracción turística, y anunció que relevaría a la BIA
en la gestión de su territorio.
Hoy el aroma a pino y enebro impregna el aire matutino bajo un cielo despejado. El valle despliega una
verde lengua arbolada que acaba en un angosto y aserrado cañón, que marca el camino hacia Valles
Caldera. La tribu ha limpiado 263 hectáreas a orillas del Río Grande de especies invasoras (el exótico
tamarisco, el olmo de Siberia y el árbol del paraíso) y ha recuperado 30 hectáreas de humedales. En la
zona quemada por encima del cañón, han plantado 1,7 millones de árboles de especies autóctonas,
entre ellas pino ponderosa, abeto de Douglas, pícea azul, pícea de Engelmann y abeto de Colorado.
Donde el Turkey Creek se une a la corriente principal, los signos de los uapitíes están por doquier (la
corteza de los álamos derribados por el viento mordisqueada, excrementos sobre la nieve), y los viejos
diques de los castores se desmoronan bajo la vegetación joven. Hace 15 años que no se ven castores
en el cañón. Ahora la tribu espera que la recuperación de la vegetación de ribera vuelva a atraerlos, y
empiece un nuevo ciclo de diques, estanques y, con el tiempo, prados, siguiendo un ritmo tan antiguo
como las montañas.
Stanley Tafoya, director de actividades de ocio de la reserva, dice simplemente: «Lo que intentamos es
recuperar nuestros recursos. Los mayores quieren que sus nietos disfruten del cañón tal como ellos lo
conocieron».
Muchos de los esfuerzos de conservación con resultados positivos están siendo financiados por
casinos y otras empresas. Los indios pueblo de Santa Clara, por ejemplo, son propietarios y gerentes
de un hotel con casino, un club de golf (el Black Mesa Golf Club) y un cine (el Dreamcatcher Cinema)
en la cercana localidad de Española. Por supuesto, algunos nativos americanos tienen tan poca
relación con la tierra como el típico urbanita estadounidense. Conducen camionetas gigantescas y
matan el tiempo viendo películas en DVD. Sin embargo, la suya es una cultura que ha vivido durante
siglos en contacto con la tierra, y sus mayores cuentan historias de un tiempo que la civilización
industrial ni siquiera puede imaginar. Los indios norteamericanos aún conservan la esperanza de
redescubrir la tierra donde sus antepasados sabían hablar con los dioses.
En un brumoso tramo de costa, 320 kilómetros al norte de San Francisco, menos del 2 % de los
bosques primarios de secuoyas de la costa sobrevivió a la tala de hace unas décadas. Pero los
árboles salieron mejor parados que la población humana, perseguida y masacrada durante el frenesí
que siguió a la fiebre del oro en el siglo XIX. Con el tiempo su tierra cayó en manos de las compañías
madereras. Ahora las tribus han formado un consorcio para proteger la tierra, y trabajan juntas para
gestionar y recuperar 1.578 hectáreas del espacio natural de Sinkyone, junto a la Costa Perdida, así
llamada porque el terreno accidentado obliga a la Autopista 1 a apartarse del litoral. Sinkyone ha
sentado un precedente. Es un espacio natural intertribal donde los árboles nunca volverán a explotarse
comercialmente.
El suelo es un mar de hojas secas. Los árboles son enormes y todo está en penumbra. Durante mucho
tiempo la Costa Perdida estuvo realmente «perdida» para los europeos. Las tormentas cerraron el
paso a los primeros exploradores españoles, incapaces de encontrar un puerto seguro. Antes de que
llegaran los colonos, los indios sinkyone poblaban los valles, a lo largo de los cuales construyeron sus
aldeas; vaciaban los troncos de las secuoyas para fabricar canoas, que adornaban con corazones y
pulmones tallados en la madera, y se hacían a la mar para capturar leones marinos y otros animales.
Para ellos, los árboles gigantes eran miembros de la comunidad, y el cóndor, un mensajero de las
alturas. Todos los años celebran una serie de ceremonias para «arreglar el mundo». Según una de sus
leyendas, el ser supremo creó el mundo y lo dejó en orden, pero «unos hombres malos e insatisfechos
lo destrozaron todo: la orilla del mar, los árboles y las montañas». Desde entonces todos los años los
sinkyone tienen que cantar y danzar para que todo vuelva a estar en orden.
Sally Bell tenía diez años cuando una mañana de hace 150 años unos hombres blancos llegaron a su
casa, cerca de Needle Rock. Después de matar a su familia, le arrancaron el corazón a su hermana
pequeña y lo arrojaron a los matorrales donde Sally estaba escondida. «No sabía qué hacer. Estaba
tan asustada, que me quedé quieta mucho rato con el corazón de mi hermanita en las manos.»
Cuando sus palabras quedaron registradas para la posteridad a finales de los años veinte, el
antropólogo que la entrevistó la describió así: «ciega y aquejada de demencia senil; ve espíritus».
El nombre de Sally Bell se convirtió en consigna en la década de 1980, cuando la compañía maderera
Georgia-Pacific intentó talar algunas de las secuoyas de la costa más antiguas que se conservaban en
un bosquecillo de 36 hectáreas que hoy rinde homenaje a la memoria de la superviviente. Los
ecologistas se encadenaron a los árboles, la tala se detuvo, y entonces algo cambió en la Costa
Perdida. En 1985 una sentencia judicial puso fin a la corta a tala rasa en 2.875 hectáreas de territorio
maderero, la mitad del cual fue anexado al Parque Estatal de Vida Salvaje de Sinkyone. Indígenas,
madereros y ecologistas se reunieron luego para decidir qué hacer con la otra mitad. El acuerdo inicial
establecía que algunas áreas fueran reservas y que el resto pudiera explotarse después de unos
decenios de reposo. Pero las tribus tenían otro plan.
Priscilla Hunter, una de las fundadoras del Consejo Intertribal del Espacio Natural de Sinkyone, no dio
su brazo a torcer e insistió en que los bosques no volvieran a explotarse, una postura que a punto
estuvo de impedir el acuerdo y generó mucho malestar. Tras años de reuniones y con una buena dosis
de obstinación, el consejo se puso al frente de los esfuerzos de varios parques estatales y
asociaciones sin ánimo de lucro para proteger ciertas áreas con el fin de promover la recuperación de
los bosques históricos.
En 1997, después de más de un siglo de expolio, el consejo adquirió 1.578 hectáreas de territorio
sinkyone y las convirtió en el primer espacio natural intertribal del país. «Ya era hora de que nuestro
pueblo recuperara la tierra para poder protegerla –dice Hunter–. La costa y los bosques de secuoyas
son sagrados para las tribus, pues proporcionan alimentos y medicinas a nuestra gente. Las montañas
son un lugar ceremonial donde sentimos el poder de la Madre Tierra. Las viejas secuoyas tienen un
gran poder espiritual para nosotros.»
En colaboración con los Parques Estatales de California, el consejo está recuperando un arroyo
conocido como Wolf Creek, que atraviesa la aldea maderera abandonada de Wheeler. Su esperanza
es que vuelvan los salmones. Las viejas sendas madereras han sido eliminadas y la tierra está
empezando a sanar. En una cadena de montes bajos las secuoyas se contorsionan, con sus ramas
modeladas por el viento marino, como un coro de madera cuyas canciones lentamente se fueran
haciendo audibles para los humanos modernos.
Al otro lado del continente, en el sur de Florida, otra tribu que estuvo al borde del exterminio intenta
algo similar. Durante el siglo XX, más o menos la mitad del humedal de Big Cypress y de los cercanos
Everglades desapareció ante el avance de las ciudades y las granjas. Árboles invasores como el niaulí
(Melaleuca quinquenervia) y el pimentero de Brasil amenazan lo que aún queda. Un plan federal y
estatal aprobado como ley en 2000 prometía un vasto esfuerzo por devolver la vida a los humedales
mediante la recuperación de más flujos naturales de agua; pero hasta hace poco el plan estaba parado
por falta de fondos. Así pues, los seminola pusieron en marcha su propia iniciativa para los
Everglades, a la que han dedicado 850 hectáreas de tierras de la Reserva Big Cypress. Allí han
erradicado las especies invasoras, han inundado los terrenos más o menos hasta el nivel original y han
recuperado parte del espacio natural.
Para los miembros de la tribu, el humedal de Big Cypress y los Everglades son valiosas reliquias de la
tierra que una vez los salvó del genocidio. Cuando en 1513 los españoles llegaron a la Florida durante
la expedición de Ponce de León, en la península habitaban 250.000 nativos, a los que los recién
llegados llamaron cimarrones. En el siglo XVIII ya eran conocidos como seminola, y su presencia era
un obstáculo para los intereses de los colonos. En 1819 Estados Unidos compró a España la
península de Florida por cinco millones de dólares, y luego se gastó otros 30 en las guerras seminola.
Cuando acabó la matanza, unos 4.000 indios fueron desterrados a la actual Oklahoma y otros 300 se
escondieron en el humedal. Durante la mayor parte del siglo XX sus descendientes se ganaron la vida
como atracciones turísticas en los alrededores de Miami o en los Everglades.
El punto de inflexión se produjo en 1988, cuando se permitió a los indios dirigir casinos. Actualmente
todo hombre, mujer y niño de la tribu (unos 3.500 miembros) recibe un sustancioso porcentaje de los
beneficios que deja el juego. En diciembre de 2006 la tribu cerró un acuerdo de 965 millones de
dólares por el cual adquirió casi toda la cadena mundial de restaurantes y casinos del Hard Rock Café.
Esa prosperidad les está permitiendo salvar un fragmento del Big Cypress que nunca se explotó
porque no era apto para la agricultura. El resto de la reserva está ocupado por bosques de cítricos,
fincas ganaderas y campos de hortalizas. «Ahora podemos traer más animales y devolver a la tierra su
aspecto original –dice Brian Zepeda, director del departamento de turismo seminola–. Antes los
cipreses eran tan grandes y numerosos que formaban un fortín natural.»
Zepeda abre la marcha a través del humedal, con un machete para despejar el camino. Palmetos
comunes, fresnos de Carolina y sauces comparten el espacio con los cipreses. Acaba de comenzar la
estación seca, y el suelo bajo nuestros pies está firme, aunque sentimos que cede en los lugares más
bajos y húmedos. Unos ciervos pasan corriendo por la linde del bosque, y una pequeña población del
amenazado puma de Florida (quizás unos 20 ejemplares de un total de 100 en todo el estado) resiste
en la Reserva Big Cypress.
Zepeda cuenta que él solía luchar con caimanes. «Pero envejecí y los caimanes siguieron siendo
jóvenes», dice.
Ésa es la canción de Big Cypress y de los Everglades: el país ha envejecido, pero la tierra, que ahora
resurge en torno a la aldea abandonada, evoca el mundo cuando era más joven.
El proyecto abarca poco más de 800 hectáreas, muy pocas en comparación con el millón y medio de
extensión de los Everglades. Y no son los seminola quienes retiran las especies exóticas, sino que han
contratado a trabajadores inmigrantes para que lo hagan. (Lo mismo sucede en Santa Clara Pueblo.)
Sería fácil restar importancia a su esfuerzo diciendo que se trata sólo de un pequeño gesto. Pero no es
pequeño para el caimán o el ciprés que vive gracias a su iniciativa.
En un canal que serpentea alrededor del área en recuperación, un caimán salta del agua iluminada por
el sol y atrapa un pez. El canal forma parte de las obras de drenaje que destruyeron gran parte de los
Everglades y es poco más que un desagüe industrial. Pero allí vive el caimán, un ejemplo de vida
salvaje y palpitante en un mundo cada vez más lleno de hormigón, urbanizaciones y carreteras.

Bowden, Charles. Territorio Indio. National Geographic España. [en línea]. Agosto de 2010. [fecha de
consulta: 10 de mayo 2011]. Disponible en:
<http://www.nationalgeographic.com.es/2010/07/29/territorio_indio.html >

Texto recuperado para alumnos de Geografía Humana por Francisco Miranda P

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