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SOBRE LA GRANDEZA DEL BAUTISMO

El bautismo es un sacramento muy importante; tal vez después de la Eucaristía, el más importante. Es
necesario, por tanto, considerar su grandeza varias veces durante nuestra vida para que vivamos
acordes con la grandeza del sacramento que hemos recibido.

Primero explicaré qué es el bautismo, su naturaleza; después veremos sus efectos; y finalmente la
responsabilidad que tenemos de vivir acordes con nuestro bautismo.

PUNTO I: EL BAUTISMO

El bautismo es el primer sacramento que se recibe en la vida cristiana, sin él no se pueden recibir los
demás sacramentos, es el sacramento que nos abre las puertas a los demás sacramentos; sin embargo,
la grandeza del bautismo no radica en ello.

El bautismo es el sacramento que nos hace, nos convierte en HIJOS DE DIOS, y esa es su verdadera
grandeza. Nada, ni nadie nos puede dar esa dignidad salvo el bautismo. Esa dignidad es algo que no se
puede comprar ni conseguir con ningún esfuerzo humano, ni por la vida misma; es algo que ni siquiera
los ángeles pueden conseguir; esa condición de hijos de Dios no la recibimos a través de nuestros
padres con el nacimiento corporal; simplemente Dios nos hace hijos suyos a través del bautismo.

¿Cómo me convierto en hijo de Dios?, ¿cómo sucede eso?

Los sacramentos son signos visibles de hechos reales invisibles y espirituales que suceden al mismo
tiempo y que Dios asocia a la realización del mismo sacramento; por eso se les llama también
‘misterios’, es decir, realidades de las cuales algo se conoce –es patente a nuestros sentidos- y algo no.

Pues bien, en el caso del bautismo al signo visible del agua Dios asocia el nacimiento a la vida divina,
también llamada vida de la gracia pues la recibimos como un don gratuito del inmenso y puro amor de
Dios por nosotros (gracia del lat. gratia = gratis).

El agua es signo de limpieza, de purificación. Usamos el agua para lavar lo sucio, para sacar la mugre. El
agua también es signo de la vida; allí donde hay agua está verde, crecen las plantas y los animales
acuden a alimentarse, a apagar su sed y de paso se multiplican. Sin agua no hay vida. Estas dos cosas
simboliza el agua en el bautismo.

Cuando se rocía el agua sobre el que va a ser bautizado, instantáneamente Dios limpia, purifica de todo
pecado el alma del que se bautiza, tanto del pecado original como de los pecados propios. Al mismo
tiempo ocurre el efecto más maravilloso de este sacramento: Dios da la vida divina al que se bautiza.

En el universo creado se cumple esta ley: el hijo engendrado es de la misma naturaleza que su
progenitor. Por ejemplo, del caballo salen caballitos, de la oveja otras ovejas. Y a nadie se le ocurre
llamar a la oveja hija del caballo o viceversa por la sencilla razón de que son de distinta especie o de
distinta naturaleza. Y si a una perrita que está criando alguien le pusiese un gatito recién nacido para
que también lo crie, lo más probable es que se lo coma porque es de otra naturaleza que la suya (el
perro tiene naturaleza perruna y el gato felina). Es decir, todo padre reconoce a su hijo porque lo ha
engendrado en la misma especie; padre e hijo tienen la misma naturaleza.

Lo mismo ocurre con Dios y el hombre. Ahora bien, si el hombre es de naturaleza humana y Dios es de
naturaleza divina, entonces ¿cómo es posible que pretendamos decir que el hombre es hijo de Dios y
pueda llamar a Dios Padre suyo? Son de naturaleza distinta.

La respuesta es sencilla pero contundente. Justamente el bautismo le da al hombre la gracia


sobrenatural por la que es constituido hijo de Dios. Sobrenatural significa que la gracia es un don
añadido encima de la naturaleza humana. La Gracia es una participación de la naturaleza divina. Por
tanto, afirmamos que desde el bautismo el hombre ya no es solamente hombre, sino que ha sido
divinizado por poseer y participar la naturaleza divina. Es un hombre dios. Por eso dice el evangelio de
Juan 10, 34-36: Jesús les respondió: «¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois’? Si llama
dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios - y no puede fallar la Escritura - a aquel a quien
el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: “Yo soy Hijo
de Dios”?»

Al igual que Jesucristo, el bautizado es hijo de Dios. Jesucristo es hombre verdadero y Dios Verdadero.
La Santísima Trinidad, en la Segunda Persona, en el Hijo eterno de Dios, unió a su divinidad, a toda su
divinidad, un hombre para siempre, y ese hombre-Dios es Jesucristo. Esto ocurrió en el seno purísimo de
María Virgen, fue la Encarnación del Hijo de Dios. Por eso, en Cristo habita la plenitud de la divinidad. De
modo semejante, cuando somos bautizados Dios se une a nosotros, pero no a plenitud como en el caso
de Cristo -su Unigénito, el primogénito de muchos hermanos- sino que en nuestro caso nos participa,
por decirlo de alguna manera, ‘algo de su ser divino’. Es como que Dios prolonga su ser hacia nosotros y
nos participa de Él mismo, de su mismo Ser. Como todo padre a su hijo, Dios también nos transmite su
misma naturaleza.

El Bautismo, por tanto, perdona nuestros pecados, borra nuestros delitos, lava nuestros crímenes; pero
sobretodo, nos santifica con presencia del mismo Dios que viene habitar en nuestras almas por la gracia.
Y Dios, al ver su misma naturaleza en nosotros, nos reconoce como hijos suyos. Por eso bien exclama
San Pablo: El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y,
si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser
también con él glorificados (Rm 8, 16-17).

Ciertamente somos hijos adoptivos de Dios, sin embargo, la nuestra no es una adopción legal movida
por motivos afectivos u otro interés, en la que el padre a lo más da su apellido al hijo. No, no ocurre así
con el bautismo. Por él, Dios nos ha hechos sus hijos dándonos de su mismo ser, tenemos la misma
naturaleza suya, por lo cual podemos llamar verdaderamente a Dios: Padre nuestro (Rm 8, 15: Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos
adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!). Es una adopción maravillosa, impensada o
inimaginable por ninguna creatura en la tierra o en el cielo; una adopción en la gracia, ¡una adopción
digna de Dios!
Reflexionando sobre todo esto comprenderás no solamente cuán inmenso es el don que Dios nos ha
hecho con este sacramento; sino que debemos llegar a entender y agradecer la majestuosa e indecible
dignidad que Dios nos ha dado, de poder no sólo llamarlo Padre, sino que verdaderamente lo sea.
¡Somos hijos de Dios! Lo demás, ¿qué importa? Tengo vida divina fluyendo a través de mi alma, de mis
pensamientos y de mi capacidad de amar, de desear y de elegir. Todo lo que pueda proporcionarme
este mundo, incluso lo mejor (mis padres, hermanos, esposo, hijos) se queda corto ante esta dulce,
bellísima y majestuosa realidad. Lo único que cuanta ahora es hacer que esta nueva vida, LA VIDA
VERDADERA, LA VIDA ETERNA, se desarrolle y crezca en mí.

PUNTO II: EFECTOS DEL BAUTISMO

Por todo lo anteriormente dicho, se ve cuán grande es el Sacramento del Bautismo. Veamos ahora,
todavía más, cuanto se magnifica en los admirables efectos que produce en y para nosotros.

1º Perdona el pecado original y los pecados propios si se hubiesen cometido con tal que haya
arrepentimiento.
2º Da la gracia a nuestras almas, por la que participamos de la naturaleza divina; es decir, nos
diviniza, nos da la vida divina y todos los dones sobrenaturales que ello implica.
3º Produce la inhabitación trinitaria. O sea, el hecho de que Dios, la Santísima Trinidad, el Padre y
el Hijo y el Espíritu Santo, vienen a vivir en nosotros. Piensa, medita mucho en esto, y
comprenderás muchas cosas más.
4º La gracia me hace hijo de Dios, mi más grande dignidad, por la que vale perder la vida del cuerpo
antes que negarla. Puedo llamar a Dios verdaderamente ¡ABBA!, Padre mío, Padre nuestro.
5º Y si soy hijo, soy hermano de Jesucristo, y soy heredero de Dios. Coheredero de Cristo. Voy a
recibir en herencia todo lo que le pertenece a mi Padre Dios. Soy heredero del Reino de los
Cielos.
6º Significa, también, que voy a reinar con Cristo y con todos los demás santos del Paraíso.
7º Nos convierte en templos vivos de Dios, templos del Espíritu Santo, dirá san Pablo. Dios no
quiere habitar en templos de piedra o cemento, quiso habitar en nuestros corazones. Cuando
quiera buscarlo o hablar con Él, hacia allí debo dirigir mi oración.
8º El Bautismo, además, me introduce en la Iglesia, me hace pertenecer a la Iglesia, que es el
Cuerpo místico de Cristo. Desde entonces soy parte de la Iglesia, soy cristiano.
9º También me hace compartir la misión de Cristo, el Hijo de Dios, en la tierra. Cristo significa
‘ungido’. En el bautismo soy ungido por el Espíritu Santo como sacerdote, profeta y rey al igual
que Cristo. Como sacerdote para que pueda ofrecer mis propios sacrificios y oraciones a Dios
por mi salvación y la de los demás, como profeta pueda anunciar el Evangelio a mis hermanos
los hombres, y como rey pueda reinar cuando Cristo vuelva.

Estos son los efectos admirables del Bautismo; pueden agregarse algunos más. He mencionado éstos
para que comprendas la grandeza de este sacramento y todos los inestimables tesoros que Dios nos ha
dado y que llevamos en vasijas de barro, y, además, las copiosas promesas que nos han sido hechas si
vivimos como buenos hijos de Dios.

El Bautismo nos da verdaderamente la vida divina, pero esta vida divina que empieza aquí en la tierra
espera su plena realización después de esta vida mortal, cuando Cristo vuelva y los que se salven entren
en el gozo de su Señor.

PUNTO III: NUESTRA RESPONSABILIDAD COMO BAUTIZADOS

En nuestra vida experimentamos que muchas veces las cosas más caras y preciosas para nosotros,
incluso las espirituales (como una amistad), resultan ser las más frágiles; por ejemplo, una hermosa joya
o copa de cristal puro, una pieza de museo antiquísima como un jarrón de porcelana chino; también una
hermosa amistad se puede ver dañada por una torpeza de nuestra parte. Con la gracia, con la vida de la
gracia sucede algo así.

La gracia es un don más valioso que la vida del cuerpo y que todo el universo entero como hemos visto.
Sin embargo, se puede perder muy fácilmente. No porque la vida divina sea frágil o débil en sí, eso ni
pensarlo; sino por causa de la libertad del hombre. Dios es santo, tres veces santo lo llama la Escritura. Y
Él no puede habitar junto al pecado. Cuando el hombre peca introduce el mal en su corazón, y por eso
Dios que aborrece el mal, se va. Es como que si al Dulce Huésped del alma lo echáramos de nuestro
corazón para hacer entrar el mal dentro de nosotros. Esto sucede cuando el hombre peca gravemente,
pues los pecados leves Dios los tolera porque sabe que alguno siempre habremos de tener. Así, por el
pecado grave, perdemos la gracia, el amor y la amistad divina. En realidad perdemos todo por lo que
vale la pena vivir y dar la vida.

Nuestro deber, por tanto, es procurar conservar la gracia a toda costa. Los medios que Dios nos ha
dejado son la oración, la mortificación o penitencia, los sacramentos (especialmente la confesión y la
eucaristía), la lectura de la Palabra de Dios, otras lecturas espirituales, las obras de caridad o
misericordia. A ello se suma el apartarse de las ocasiones de pecado.

Y si por desgracia se pierde la gracia de Dios por el pecado grave, podemos recuperar la gracia, la vida
sobrenatural y la amistad divina pidiendo humildemente perdón a Dios por el sacramento de la
confesión.

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Pidámosle a Dios nos conceda valorar cada vez más los grandes beneficios que nos ha otorgado por la
muerte de su Hijo en la Cruz, de manera especial por el sacramento del Bautismo por el cual nos ha
hecho sus hijos; que siempre le vivamos agradecidos por ello, que nos esforcemos por nunca ofenderlo
perdiendo la vida divina, y que trabajemos arduamente por alcanzar las promesas que Él quiere otorgar
a sus hijos cuando Cristo vuelva.

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