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LAS GENERACIONES

EN LA HISTORIA
DEL MISMO AUTOR

Medicina e Historia, Editora Nacional. Madrid, 1941.


Estadios de Historia de la Medicina y de Antropología Médica, Editora
Nacional. Madrid, 1943.
Sobre la Cuitara Española, Editora Nacional. Madrid, 1943.
Menéndez Pelayo: Historia de sas problemas intelectuales, Instituto de
Estudios Políticos. Madrid, 1944.
PEDRO LAIN ENTRALGO

LAS
GENERACIONES
EN LA HISTORIA

¿ T - / A - <?r

INSTITUTO DE ESTUDIOS POLÍTICOS


MADRID • MCMXLV
ES PROPIEDAD
Queda hecho el depó-
sito que marca la ley.

DIANA. Artes Gráficas.—Larra, 6. Madrid.


ÍNDICE

Págs.

Carta a Xavier Zubiri 8

CAPITULO I.
EL APOYO DEL HOMBRE EN LA HISTORIA.—El hombre
como ser histórico.—Los problemas de la Historiología.—Mo-
dos de vivir la mudanza histórica.—La seglaridad completiva.
El optimismo del progreso.—El pesimismo de la regresión.—
La inseguridad crítica.—Regresión y crisis 17

CAPÍTULO I I .

LA INSEGURIDAD DEL HOMBRE.—Muerte, dolor y flnitud.


El hombre, "animal enfermo".—Finitud y angustia.—Seguri-
dad animal, inseguridad humana.—El hiato entre el hombre
y el mundo 41

CAPÍTULO III.

LA SALIDA DE SI MISMO.—La salida mística.—La salida


instintiva.—La salida agónica.—La aventura ideal.—La com-
pañía del hombre.—Fama y acción histórica.—La fama mun-
dana.—La fama trágica.—La fama trascendente 69

331
Págs.

CAPITULO IV.

LA CREACIÓN HISTÓRICA, EL HASTIO Y LA NOVEDAD.


Recapitulación.—La creación histórica.—Seguridad y posibili-
dad.—Esencia de las crisis históricas.—Psicología de la insa-
tisfacción histórica.—El hastío.—El afán de novedad.—Sinopsis. 101

CAPITULO V.
BIOLOGÍA E HISTORIA. EL INGRESO DEL JOVEN EN LA
VIDA HISTÓRICA.—Biología e Historia.—Edad e Historia.—-
La vida juvenil.—El adolescente y la vida histórica.—Lo im-
puesto al joven.—Lo depuesto por el joven.—Lo puesto por el
joven.—Lo propuesto por el joven.—El estilo juvenil 131

CAPÍTULO VI.

LA GENERACIÓN COMO CONCEPTO HISTORIOLOGICO.


HISTORIA DEL CONCEPTO.—I. Período precientífico del vo-
cablo.—II. Período científico del vocablo.—Ranke.—Dilthey.—
Ottokar Lorenz.—Ortega y Gasset.—Petersen.—Pinder.—
Wechssler.—Drerup.—Resumen: Mannheim y Petersen 207

CAPÍTULO VH.

LA GENERACIÓN COMO CONCEPTO HISTORIOLOGICO.


TEORÍA DE LA GENERACIÓN.—Discontinuísmo histórico y
vida personal.—La semejanza generacional.—Estructura de las
generaciones.—Curso de las generaciones.—Historiografía de
las generaciones 265

332
Pertenecemos a la misma genera*
ción los que percibimos el sentido
trágico de la época en que vivimos
y no sólo aceptamos, sino que reca~
bamos para nosotros la responsabi-
lidad del desenlace.

JOSÉ ANTONIO
CARTA A XAVIER ZUBIRI

Induamuv arma lucís.


(San Pablo, Rom. XIII, 12.)

S I nuestra inteligencia toma su pábulo de una fre-


cuente amistad con los hombres y las cosas-^de ti,
Xavier, he aprendido yo esta vieja lección helénica-^,
¿por qué los libros, obras de la inteligencia, no han de
mostrar la huella grabada en su figura por la total si-
tuación amistosa de que nacieron? Complacíanse en
ostentarla los autores antiguos, y todavía hoy es un
gozo descubrirla, bajo el solemne indumento de la anti-
gua retórica, en esas páginas iniciales de los infolios,
colmadas de ofrecimientos, dedicatorias, elogios, pro-
testas de amistad y hasta discretas ironías. Luego el
hombre puso más su orgullo en ser racional que en ser
amistoso, y así se ha hecho de árido, esquinado y pe-
dante el contorno de sus libros. Procedían los autores

9
como si su propia y personal minerva hubiese brotado
directamente del cerebro de Júpiter, más directamente
aún y más armada que la mismísima Palas Atenea.
No quiero yo incurrir en esa insipiente fatuidad.
Siendo más humilde, quiero tener el orgullo de ser más
verdadero. Sé muy bien que todas las obras de la inte-
ligencia nacen de una situación personal, aquella en que
ha vivido y vive su autor. Sé, también» que esa situa-
ción personal sólo llega a dar alguna experiencia útil
cuando la persona que en ella existe ha puesto amorosa
afección, afición, como dice nuestro pueblo, en la tarea
de percibirla y cultivarla. Sé, por fin, que la condición
de "bien nacido", la más honrosa ejecutoria de cuantas
reconoce la estimativa española, sólo es merecida por
quienes en todo momento declaran, con la palabra o con
la conducta, las personas, las acciones y los objetos a
que se aficionaron y de que obtuvieron granjeria.
Pues bien; dentro de la situación personal en que
este librillo ha tenido regazo — España es su nombre, tal
como puede y debe vivirla un español sediento de ver-
dadera concordia entre sus hombres y de cristiano
decoro en sus destinos—•, ha sido tu amistad, Xavier,
monte todo orégano, venero indeficiente y benéfico.
Porque es así, y sólo porque es así, permíteme decir en
alta voz lo que a tu amistad deben estas páginas.
Hay en ellas, por de contado, no pocas cosas malas:
errores, imprecisiones, omisiones, excesos, insistencias.
No me jacto de lo malo; mas tampoco me sonrojo dema-
siado, que aprendiz soy y ningún defecto me es ajeno.

10
No es lo malo del aprendiz errar, sino empecatarse en
el yerro. Creo, sin embargo, que no todo es malo en
estas páginas, y si no fuese así, no las daría a la estam-
pa. Sobre lo menos malo de este libro se proyecta la
huella de tu magisterio y tu amistad. La cual huella no
consiste tanto en el empleo de alguna de tus ideas, cuan-
to en la fidelidad o, por lo menos, en el propósito de
fidelidad del libro a dos actitudes fundamentales de la
mente. Ellas son las que ahora quiero comentar.
De ti he aprendido la lección más importante para
todo el que aspira a una vida intelectual medianamente
eficaz: que sólo es vivo y verdadero nuestro saber cuan-
do, sin poner en duda nuestra posibilidad de conocer
algo con firmeza, contemplamos como permanente pro-
blema aquello que sabemos o aprendemos. El haber de
nuestra mente está en gran parte edificado con guijarros
de aluvión, rutinariamente aceptados como evidentes de
suyo o impuestos al ánimo por la sugestiva influencia
de la novedad. Por eso, la ardua y constante discrimi-
nación entre la usualidad, el deslumbramiento y la evi-
dencia es una de las primeras reglas de la vida intelec-
tual, si no la primera. Así lo he entendido yo, viéndote
muchas veces indagar, con denodada resolución, los úl-
timos supuestos históricos y los últimos estratos esen-
ciales de una cuestión cualquiera, fuese vieja o reciente.
De ejercitar modesta y discentemente tal hábito ha
nacido este libro. Había de ser la primera parte de otro
mayor, dedicado a comprender con mente histórica y
alma española la llamada "generación del 98", Así

11
como mi estudio acerca de Menéndez Pelayo fué pre-
cedido de unas reflexiones sobre el problema de la bio"
grafía, juzgué conveniente meditar sobre el problema
historiológico de la generación antes de meterme a des-
cribir las vicisitudes y andanzas de una de ellas, aun-
que fuese tan reciente y aireada como esta del 98. Tenía
yo en mi espíritu o creía tener una idea de lo que es una
generación histórica: vestigios de esa idea quedan es-
parcidos en mis escritos, tantas veces volanderos o ur-
gidos por diversos apremios, y muy especialmente en
unos artículos que bajo el título "Tres generaciones y
su destino" publiqué durante el inolvidable estío de 1937.
Mas cuando me he hecho radical problema de aquella
idea mía, la he hallado harto insuficiente y más que me-
nesterosa de revisión. Entré en lecturas, acampé reite-
radamente en las zonas caliginosas del problema, es-
cribí, taché buena parte de lo escrito, volví con humil-
dad a la tarea, medró el volumen de mi engendro, y lo
que había de ser introducción metódica al estudio de
una generación, se ha convertido en libro hecho y dere-
cho sobre el tema de las generaciones. No pretendo con
él haber dejado exhausta la cuestión, ni le creo en fran-
quía de rectificaciones y pulimentos; aspiro, eso sí, a
situar este problema en su lugar natural y a tratarlo
conforme a su peculiar índole.
Otra lección tuya, Xavier, late en estas páginas: la
obediencia al imperativo del concepto. El saber humano
comienza por ser puro asombro y vaga intuición adivi-
natoria; no merece, empero, la preclara dignidad de su

12
nombre, mientras lü originaria intuición no se ha con-
vertido en concepto riguroso, bien articulado, completo,
transparente, escueto de aristas. No trato de negar el
enorme valor histórico de los intuitivos y metaforistas
geniales, como lo fueron, por ejemplo, Nietzsche, DiU
they y Bergson; pero su mérito intelectual y su eficacia
histórica no llegan a los de esos acuñadores de concep-
tos que saben aunar en sus obras la gracia de la fecun-
didad y el heroísmo de la ascesis: el mérito y la eficacia
de Aristóteles, Santo Tomás, Galileo, Descartes o Kant.
Casi me arrepiento, abrumado, de haber traído los
anteriores nombres al atrio de este librejo, y aún más
de haberlos escogido como modelos, "Vermis sum." Ni
siquiera me reconozco con derecho a cobijarme bajo la
fronda de árboles tan venerables, porque la personal
insuficiencia unas veces, la prisa otras, la pereza algu-
nas y'—'¿por qué no decirlo?—'Una invencible debilidad
de escritor por la digresión, el adjetivo y la metáfora,
me han vedado la severa observancia del mandamiento
que antes proclamé. Mas ni la parvedad de mi aliento
ni la blandura de mi ánimo, logran apartarme de reco-
nocer la excelencia de un mandato cuya grandeza, tú,
Xavier, me has hecho sentir con fuerza por mí no co-
nocida.
La inquietud problematizante—perdóname el voca-
blo, en gracia a su expresividad*—, la lectura de todo
cuanto sobre el tema ha venido a mis manos, cierta pre-
ocupación conceptual y la instante presión del tema mis-
mo, tan vivo y actual para todos los conmovidos por la

13
Historia, han hecho crecer y configurarse este pequeño
libro. ¿Merecerá alguna atención? ¿Se perderá su me-
nuda vo¿ entre el estruendo de las armas, éstas armas
de la destrucción y de la tiniebla? Muy vivamente lo
temo. Mas tampoco debemos cerrar el corazón a la es-
peranza. También es posible que algo quede del esfuer-
zo cumplido hoy por quienes, como tú, como yo, como
otros españoles, como muchos cristianos de este mundo
amenazado ~-dé jame compensar mi pequenez con la
valía y la muchedumbre de los otros—*, no tenemos otras
armas que ceñir sino aquellas que nuestro San Pablo
ofrecía a los romanos: las armas de la luz.

PEDRO LAÍN ENTRALGO.

Madrid, en el Segundo Domingo de Adviento de 1944.

14
N O T A S

I
Tal vez moleste a los puristas del len-
guaje ver escrita la palabra "generacio-
nal". Deben pensar que, usado él sus-
tantivo "generación" para expresar téc-
nicamente un concepto historiológico, el
adjetivo "generacional" era inevitable,
aunque no lo reconozca la Academia. Y,
por otra parte, cuando de excepción se
deriva "excepcional", de nación "nacio-
nal", de función "funcional" y de funda-
ción "fundacional", ¿por qué no decir
"generacional" para expresar lo relativo
á las generaciones?

II
Dificultades de orden tipográfico impi-
den que la transcripción de los vocablos
griegos a nuestra grafía sea enteramen-
te correcta. Por una parte, el signo de
cantidad sobre la e y la o cuando co-
rresponden a la eta y a la omega no es la
barra, sino el acento circunflejo. Por otra,
ha habido necesidad de prescindir de los
acentos sobre la e y la o cuando trans-
criben a la eta y a la omega.
CAPÍTULO I

EL APOYO DEL HOMBRE EN LA HISTORIA

EL HOMBRE COMO SER HISTÓRICO

V_y ON más o menos hondura, precisión y elegancia, to-


dos hemos pensado o escrito desde hace no pocos dece-
nios esta gastadísima verdad: "el hombre es un ser his-
tórico". Un zóion histotikón, como diría un heleno,
dicen los helenopedantes y decimos, que la sinceridad
nunca sobra, los helenoaprendices. Lo cual es decir
muy poco, si la frase queda en rótulo, o muy mucho, si
vale como definición acabada. Porque el hombre es,
ciertamente, un ser histórico, pero también es un ser
eterno. Más aún: su modo de ser un ente histórico, su
humana historicidad, es rigurosamente incomprensible e
inexplicable sin su condición de ente inmortal y eterno,
sin su humana inmortalidad y eternidad.
Quede ahí el sobrecogedor problema de las relacio-
nes entre la historicidad y la eternidad del hombre, y
miremos más cavilosamente el doble filo semántico de

17
2
la perogrullesca aserción citada: "el hombre es un ser
histórico". ¿En qué sentido es el hombre un ser his-
tórico?
Es histórico el hombre en cuanto hace la Historia.
Desde que se conserva memoria de sus vicisitudes, el
hombre ha sido y sigue siendo lo mismo: hombre. Pero
el modo de ser hombre, por obra del libre albedrío que
distingue a los/ humanos y de una rara necesidad que
les impele, ha ido cambiando con el tiempo. Esas mu-
danzas en el modo de ser hombres que los hombres, sin
dejar de ser tales, han ido experimentando, constitu-
yen lo que llamamos su "Historia". En cuanto el hom-
bre hace esa Historia suya, esto es, en cuanto es hombre
mudando libre y menesterosamente el modo de serlo, es
un ser histórico.
Es histórico el hombre, por otra parte, en tanto
cuenta historias: quiero decir, en cuanto escribe la His-
toria. Las mudanzas en el modo de ser hombre sólo se
hacen "Historia" —pasan a ser "históricas"—por el
hecho de que un hombre las cuente o relate. Según su
etimología, "historia" vale tanto como investigación o
exploración, mas también es el relato de lo que se ha
aprendido o investigado. Es precisamente el hombre,
entre todos los seres, el que tiene esta extraña tendencia
a contar lo que le va ocurriendo y lo que ocurrió a quie-
nes ya murieron; y esta condición de narrar las vicisi-
tudes propias y ajenas hace doble y más complejamente
verdadera la ya repetida frase: el hombre es un ser his-
tórico.

18
El hombre, en suma, es actor y relator de sí mismo.
Si bien se mira, la condición de hacer la Historia, tal
como la hace el hombre, y la de contar la Historia, tal
como el hombre la cuenta, revelan una y la misma cons-
titución del ser humano: su capacidad de despegarse
de lo que ocurre y tomar postura frente a ello. Para
que el hombre haga su historia queriendo y pudiendo
hacerla, es preciso que desde un escondido centro de
su ser, misteriosamente ajeno a su propio acontecer,
invente de antemano, sueñe o proyecte lo que quiere
hacer entre todo lo que en su opinión puede hacer. Para
que un hombre, sea historiador de oficio o mero conver-
sador, cuente su historia o la ajena, es necesario que en
él exista un secreto centro exterior a esa historia, en el
cual y desde el cual contemple las mudanzas que pre-
tende relatar. La Historia escrita no es otra cosa que
el relato de una serie de mudanzas históricas, tal como
éstas se reflejan en la conciencia de un hombre, el his-
toriador. Que esta conciencia, por el hecho mismo de
existir humanamente, se halle a su vez históricamente
situada, detenida en un punto de su propio mudar y
configurada por la ocasional singularidad "histórica" de
dicho punto temporal—creencias, supuestos estimativos,
modos estilísticos propios de; la época y del medio en
que se vive^—, no excluye esa su constitutiva exterio-
ridad al acontecer de que antes hablé 1. Las pinturas
1
Apenas es preciso indicar el carácter metafórico que cobran estas ex-
presiones espaciales—"exterioridad", por ejemplo—cuando se refieren a la
constitución ontológica del ser humano.

19
con que fué pintado un paisaje pueden estar hechas con
la tierra de ese paisaje mismo, pero no por ello dejará
de ser el cuadro constitutivamente exterior al trozo de
naturaleza que representa. A ese último centro de la
vida humana en el cual y desde el cual se proyectan y
se contemplan las mudanzas del propio vivir y del vivir
ajeno es a lo que suele llamarse espíritu.
Quiere todo ello decir que los hombres sienten, per-
ciben su propio mudar. De otro modo no podrían con-
tarlo y, probablemente, tampoco hacerlo. Pero el sen-
timiento de la propia mudanza*—o, cuando menos, el
modo expreso de ese sentimiento, la "cuenta" que el
hombre se da de él, como suele decirse—varía según
la índole personal y la situación histórica del sujeto que
la percibe. Me refiero, como es obvio, a las mudanzas
en el propiq existir que en virtud de su carácter más
genuinamente "histórico" son compartidas simultánea-
mente por varios hombres: una guerra, un cambio de
régimen, una crisis política cualquiera; y no a las in-
transferibles vicisitudes de la propia intimidad personal.
Siempre, frente a un suceso político cualquiera, unos
pensarán que "se armó la gorda" y otros dirán "aquí no
ha pasado nada".
Un ejemplo. Para los hombres atentos a la zona más
superficial de la Historia, los años que transcurren en-
tre 1868 y 1875 son marco cronológico de mudanzas
nada livianas en la vida histórica de los españoles. Mu-
chos pensaron que la revolucioncita de 1868 cortó el
hilo de la auténtica historia española, y por eso pudo

20
decirse luego que la Restauración vino a "reanudar la
Historia de España". Instalado en otra visión de la
Historia, piensa Unamuno, en cambio, que la vicisitud
histórica castizamente llamada "la Gloriosa" fué sólo
un accidente ajeno a la verdadera historia de España.
"No fué la restauración de 1875—dice—lo que reanudó
la historia de España; fueron los millones de hombres
que siguieron haciendo lo mismo que antes, aquellos
millones para los cuales fué el mismo el sol después que
el de antes del 29 de septiembre de 1868, las mismas
sus labores, los mismos los cantares con que siguieron
el surco de la arada. Y no reanudaron en realidad nada,
porque nada se había roto" 2.

LOS PROBLEMAS DE LA HISTORIOLOGIA

Hemos de pensar, por tanto, que en la total interro-


gación planteada a la mente por las mudanzas del hom-
bre que llamamos históricas^*las vicisitudes de una vida
humana compartidas por otros, merecedoras de que se
las relate y efectivamente narradas o relatadas—cabe
distinguir una triple estructura.
1. Está en primer término el problema de lo que
en sí misma sea esa mudanza^su índole y su alcance—
respecto al real y verdadero ser del hombre. A la onto-

2
"En torno al casticismo", Ensayos, ed. de Aguilar, I, 20.

21
logia y a la teología de la Historia toca debatirse en
torno a este problema cardinal.
2. Constituye un segundo problema la vivencia de
esa mudanza por parte del hombre que la promueve, la
padece o, más sencillamente, la experimenta. Muchos
españoles sintieron que su modo de existir cambió con
el tránsito del régimen monárquico a la República
de 1931. ¿Cómo vivieron aquellos españoles'—los agen-
tes y los pacientes^el cambio experimentado por su
vida? ¿Qué cuenta se dieron de él? ¿Qué alcance le con-
cedieron? ¿Cómo lo estimaron? Las memorias, las cró-
nicas, las cartas y, en general, todos los documentos
autobiográficos son las "fuentes" en que puede saciarse
la sed de saber que esas preguntas delatan. Construir
la teoría de la referida vivencia es tarea perteneciente
a la psicología del acontecer histórico.
3. El tercer problema que ofrece el mudar histó-
rico viene planteado por la vivencia refleja de esa mu~
danza en la conciencia del historiador. Puesto un his-
toriador actual ante la vicisitud de la historia de Es-
paña llamada "Restauración de Sagunto", ¿cómo la ve,
cómo la valora, cómo la describe desde su concreta si-
tuación de hombre y de historiador? Más aún: ¿cómo
debe verla, valorarla y describirla? La ciencia que nos
enseña a dar respuesta idónea y suficiente a estas pre-
guntas recibe el nombre de Historiografía o doctrina
sistemática del relato histórico. Y el conjunto de estas
cuatro disciplinas del saber^Teología de la Historia,
Ontología de la Historia, Psicología de la Historia, His-

22
toriografía—constituye la más general que Ortega, con
evidente acierto, propuso llamar Historiología o ciencia
general del acontecer histórico.

MODOS DE VIVIR LA MUDANZA HISTÓRICA

Esta visión panorámica, casi baedekeriana, de los


problemas que la mudanza histórica plantea, no sirve
aquí sino de soporte a otra meditación más próxima al
tema de mi libro. Me refiero al modo de sentir el hom-
bre esa peculiar mutación de su existencia que lla-
mamos acontecer histórico. Puesto que, como sabemos,
varía con la índole personal y con la situación histórica
de cada hombre su modo de percibir directa o refleja-
mente—como actor o como historiador—las mudanzas
en su modo de existir que constituyen el curso de la
Historia, ¿cabe distinguir en esa variedad modos gené-
ricamente distintos? ¿Puede ser reducida a unos cuan-
tos modos típicos la enorme variabilidad que forzosa-
mente presenta la percepción de las vicisitudes histó-
ricas propias o ajenas? ¿Cómo siente el hombre la in-
serción de su existencia en el tiempo histórico?
Tal vez consigamos una respuesta aceptablemente
ordenada y suficiente analizando la vivencia básica de
ese elemental sentimiento del existir humano: la viven-
cia del apoyo que el hombre tiene en su propia situación
histórica.

23
LA SEGURIDAD COMPLETIVA

Hay épocas históricas en las cuales se cree el hom-


bre más seguro de si mismo, más suficiente. Hay en ellas
un más denso y firme arraigo de los hombres en su pro-
pia situación. Sienten que su vida está seguramente apo-
yada en la Historia, y esta seguridad les hace ver en
su propia época una suerte de madurez, como si los
tiempos hubiesen alcanzado ya una altura casi defini-
tiva. El correr de los años no es entonces carrera con-
suntiva y apremiante, sino mansa y previsible andadura
del hombre sobre la planicie de su tiempo. No se tiene
prisa ni se conoce la provisionalidad, y los hombres ven
su misión histórica en continuar y completar la obra
de sus padres. Tiempos conservadores, gobernados por
hombres de senescente madurez: son las "épocas de
historia aburrida", que Montesquieu consideraba tan fe-
lices. La juventud no tiene entonces valor por sí misma:
es un modo deficiente de ser hombre, un "todavía no",
y el brote de las generaciones apenas alcanza relieve
histórico. Ortega habló de "épocas cumulativas". Tal
vez sea preferible llamarlas épocas completivas, si se
atiende a la conciencia que el hombre tiene de completar
o perfeccionar un modo de existir sentido como casi
suficiente.
No debió ser otra la conciencia del romano en la
época de Augusto. Virgilio, por ejemplo, tiene la segu-
ridad de habitar en un mundo histórico firmísimo, casi
definitivo. Las murallas de su ciudad son para él áltae

24
moenia Romae, bastiones seguros de una urbe que, para
dar hechura y consistencia históricas al mundo, se alza
entre todas

quantum lenta solent ínter viburna cupressi,


(Egl. I, 25.)

como el ciprés sobre el flexible mimbre. Todavía en


tiempo de Plinio el Joven, antes de que se advirtiesen
gérmenes de podredumbre en los cimientos mismos de
Roma, podía escribirse así: "Me deleita que, como la
cierta carrera de¡ los astros, así esté dispuesta la vida
de los hombres, los viejos sobre todo" {Ep. III, 1). El
curso temporal de la existencia humana se le ofrece
entonces al romano con una suerte de seguridad cósmi-
ca. La res publica tiene un orden casi tan firme como una
res coelestis, como un sistema sideral.
También cree estar a los alcances de una edad se-
mejante el español del siglo xvi, cuando parece ir lle-
gando a su siempre inacabado cénit nuestra empresa
imperial:

Ya se acerca, Señor, o ya es llegada


la edad gloriosa...,

escribirá el animoso Hernando de Acuña. Y otro tanto


puede decirse del francés a fines del siglo xvn. No es
un azar lingüístico que la palabra con que el francés
moderno ha expresado el sentimiento de sentirse seguro

25
{sécurité) en el seno de una seguridad objetiva (süreté),
naciese en el siglo xvil, el siglo de la previsibilidad na-
tural y del equilibrio europeo. Escribía en 1647 el gra-
mático Mr. de Vaugelas acerca de la palabra sécurité:
"Je prévois que ce mot sera un jout fort en usage, á
cause qu'il exprime bien cette confiance asseurée que
nous ne sgaurions exprimer en un mot que par celuylá."
El historiador ve entonces a la¡ Historia como una
ascensión hacia la levantada llanura en que como hom-
bre existe. Basta tomar en la mano, a guisa de único
ejemplo, el Discurso sobre la Historia Universal, de
Bossuet. Las doce épocas que Bossuet distingue en la
historia de los hombres son para él, además de "lugares
de reposo", en los que uno se detiene para considerar
lo que ha sucedido antes o después 3, otros tantos pel-
daños en el ascenso del hombre hacia el Grand Siécle.
Habla Bossuet de la Historia, y lo que con significativa
reiteración ve en ella es "orden" y "continuación";
tanto orden ve en ella, que para ilustrar claramente al
Delfín acerca de lo que va a ser su relato histórico, no
vacila en compararlo con una carta geográfica. El his-
toriador Bossuet contempla el acontecer histórico como
una procesión de sucesos firme, ordenada y bien condu-
cida por una "razonable" Providencia. Si la existencia
humana pudo ser comparada por Plinio el Joven con
la carrera de un astro, la Historia es para Bossuet un
armonioso y bien compuesto dibujo cartográfico.

3
Véase como prueba suficiente la dedicatoria del libro al Delfín.

26
EL OPTIMISMO DEL PROGRESO

No es este el único modo de sentir la mudanza de


nuestro existir que solemos llamar tiempo histórico.
Otras veces, en las épocas sentidas como progresivas,
y a merced de una más o menos explícita creencia de
su alma, pone el hombre esa venturosa "madurez de los
tiempos", hecha ya flagrante utopía, en una hora siem-
pre por venir. Vive entonces a la vez oprimido y espo-
leado por una rara conciencia de tránsito y provisiona-
lidad, como si cada época sólo adquiriese valor y fir-
meza por acercarse sucesivamente a esa futura, siempre
inasible plenitud; la cual, a diferencia de la plenitudo
temporis del Cristianismo, asienta en una remota y espe-
rada posibilidad de la existencia natural e histórica del
hombre, y no en un modo sobrenatural y gratuito del
humano existir. El hombre se apoya entonces en su si-
tuación histórica sólo fugaz y apresuradamente, para
saltar desde ella hacia otra ulterior, más próxima al de-
seado "estado final" en que se cree y se espera.
Así ha sucedido, por ejemplo, mientras dominó en
las almas el progresismo de los siglos xvm y xix, tanto
en la forma positiva de los comtianos y spencerianos,
como en la metafísica de Hegel y los suyos, o en la ma-
terialista del marxismo. Este desmedido optimismo pro-
gresista, esta fe quiliástica en el despliegue espontáneo
de la mera naturaleza humana a lo largo de la Historia
apuntan con el orto de los llamados "siglos modernos"
y se configuran con precisión en la primera mitad del

27
décimooctavo, por obra de Fontenelle, del Abate de
Saint-Pierre, de Turgot, de Voltaire. Léase el Esqaisse
de Condorcet y se advertirá con plena claridad el re-
flejo de esta actitud del hombre sobre la obra del histo-
riador. Las nueve épocas que Condorcet distingue en
la historia de la Humanidad, desde que les hommes sont
réunis en peuplades, hasta el momento en que escribe,
el de la Revolución Francesa, son por él consideradas,
más que desde el punto de vista de la situación histó-
rica en que realmente vive—-"republicano independien-
te" de 1793, perseguido por la propia República—',
desde el creído sueño en una edad dorada a que la
Humanidad se acerca. El tiempo histórico sería una con-
tinua carrera progresiva del hombre, de curso más o
menos regular, en derechura hacia una indefinida der-
niére époque de luz, libertad y virtud; en la cual, como
con pasmosa fe declara Condorcet, hasta "la duración
media de la vida debe crecer sin cesar". Unos lustros
más tarde, Víctor Hugo, embriagado ya por este vino
de la fugacidad de la Historia y por la fe en la próxima
bienaventuranza, cantará con inigualado entusiasmo el
viaje infinito de la nave del progreso:
splendide, elle introduit les peuples, marcheurs lourds,
dans la communion des aigles.

EL PESIMISMO DE LA REGRESIÓN

Rudo contraste hay entre la Historia vista desde la


optimista fe del progresista y la que se escribe desde

28
el pesimismo antropológico de la contrarrevolución ro-
mántica o desde cualquiera de las épocas sentidas como
regresivas. Apóyase entonces el hombre en su situación
histórica como en una superficie descendente y resba-
ladiza, al término de la cual amenaza la caída en una
catástrofe histórica. Donoso, por ejemplo, interpretando
con pesimista y casi protestante ligereza la idea cató-
lica sobre el origen del mal, no vacila en afirmar que
"el pecado corrompió en el primer hombre a la natu-
raleza humana" i. De ahí que vea en la vida histórica
del hombre una terrible urdimbre de mal y dolor. "El
hombre nace apenas—dice en otro lugar—, y no parece
sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un
conjuro maléfico, y cargado con el peso de una conde-
nación inexorable. Todas las cosas ponen sus manos
en él... Los pocos que por ventura resisten, comienzan
a andar el camino de su dolorosa pasión, y después de
guerras continuas y de varios sucesos van a parar a la

* Ensayo, II, 8 (ed. de Madrid, 1851, pág. 205). Tomada a la letra,


esta expresión está con la tesis luterana (natura hominis intrinsice corrupta
est) y contra la tomista y tridentina, según la cual no fué la secuela del
pecado original una corrupción de la naturaleza humana, sino spolatio in
gratuitis, vulneratio- in naturalibus (Summa, I, 2, q. 85, a 1). La corrup-
ción producida por el pecado original sería de los hábitos del hombre, no
de su naturaleza. Uno de los problemas cardinales de la antropología cató-
lica es explicar el alcance de esa vuíneratio de modo que no llegue a ser
corruptio naturae. Si el progresismo peca por pelagiano, la contrarrevolución
—tal vez sin saberlo, como le sucedía al ardiente y bienintencionado Do-
noso—peca por maniquea. La idea de una corrupción esencial de la natu-
raleza humana por obra del pecado original conduce lógicamente a una
especie de maniqueísmo.

29
última catástrofe..." °. No debe extrañar, por tanto, que
Donoso vea en el curso del acontecer histórico, y más
en el de su tiempo, la continua inminencia de una ca-
tástrofe, un doloroso despeñamiento del hombre desde
la felicidad anterior al corruptor pecado original. "Pre-
guntad al mundo por qué está lleno de terror y espanto,
por qué los aires están llenos de lúgubres y siniestros
rumores, por qué las sociedades están todas turbadas
y suspensas como quien sueña que le va a faltar el pie,
y que allí donde le va a faltar está un abismo." No cabe
una metáfora más clara y directa para expresar el sen-
timiento que el contrarrevolucionario romántico tiene de
su "apoyo" en su propia situación histórica.
5
Ensayo, III, 4. Está todavía por estudiar el carácter "contrarrevolu-
cionario" de la definición que Bichat dio de la vida ("el conjunto de fun-
ciones que resisten a la muerte"; el vitalismo de Bichat es un vitalismo
"pesimista", con una "fuerza vital" en retirada ante el avance de las "fuerzas
mecánicas"), así como su posible influencia sobre el pensamiento antropoló-
gico y político de los contrarrevolucionarios anteriores al 48. Habla Donoso
del hombre y dice: "la primera brisa que le toca y el primer rayo de luz
que le hiere, es la primera declaración de guerra de las cosas exteriores.
Todas sus fuerzas vitales se rebelan contra la presión dolorosa..." Hay en
esas palabras una versión oratoria y enfática de la definición de Bichat. Si
la actividad vital del hombre es para el progresista—Hegel, Comte, Darwin—
un perdurable y prometedor despliegue evolutivo, para el contrarrevolucio-
nario no pasa de ser dolorida resistencia a las fuerzas desatadas de la des-
trucción, del dolor y del mal.
6
En el caso más ortodoxo—aunque siempre con una visión excesiva-
mente pesimista de la culpa original—, ese "estado previo" es el Paraíso
perdido; en algunos, una inconcreta y arcádica Edad de Oro; otros, en fin,
concretan ese estado de pasada felicidad en una Grecia transfigurada por
el ensueño (A. Chénier, Hólderlin, Byron, Shelley), en la Edad Media (me-
dievalismo de los románticos cristianos) o, más modesta y políticamente, en
el Anden Régime.

30
Distinguen a la mentalidad contrarrevolucionaria
(Bonald, Lamennais, Donoso, Lasaulx) dos notas fun-
damentales: una antropológica, el pesimismo y la des-
confianza del hombre respecto a su actividad puramente
"natural"; otra histórica, la creencia implícita o decla-
rada en un más feliz estado anterior, desde el cual, por
obra del pecado, vendría dando la Humanidad dolo-
rosos tumbos 6. En la historiografía progresista, el cen-
tro de referencia desde el cual reciben su más hondo
sentido los sucesos históricos es siempre el esperado
"estado final", la derniére époque de Condorcet; en la
historiografía contrarrevolucionaria, un supuesto y año-
rado "estado anterior", desde el cual se habría despe-
ñado el hombre por obra de su falaz y corrompida li-
bertad. Léanse con cuidado las reflexiones polémicas de
Donoso en torno al origen de las ideas de libertad, igual-
dad, fraternidad y solidaridad, y se le verá interpre-
tarlas, bronco y nostálgico, como reminiscencias "de su-
cesos acaecidos en aquella época primitiva que precede
a todos los tiempos históricos".

LA INSEGURIDAD CRITICA

Junto a la vivencia completiva, progresiva y regre-


siva de las mudanzas históricas propias o ajenas cabe
distinguir, en fin, una vivencia crítica del mudar histó-
rico. Esto es: del propio mudar, en lo que tiene de his-
tórico. ¿Cuándo el propio mudar es sentido como crí-

31
tico, cuándo se hace crisis la continua mudanza? Ortega
contestaba hace poco: "hay crisis histórica cuando el
cambio de mundo que se produce (de una generación a
otra) consiste en que al mundo o sistema de conviccio-
nes de la generación anterior sucede un estado vital en
que el hombre se queda sin aquellas convicciones, esto
es, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer
porque vuelve a de verdad no saber qué pensar sobre
el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis
y tiene el carácter de catástrofe" 7. De otro modo: sién-
tese como crítica una mudanza histórica cuando, al tér-
mino de ella, no puede apoyarse la existencia en la pro-
pia situación. Los supuestos básicos con que uno se
orientaba en la situación anterior, las creencias y con-
vicciones históricas sobre que se apoyaba 8, son radi-
calmente insuficientes para dar cuenta de la situación
a que tras la "mudanza crítica" llega la propia exis-
tencia.
Aparece entonces ante los hombres con patencia y
dramatismo excepcionales la constitutiva imprevisibili-
dad de su destino. No importa que los soportes natu-

7
Esquema de las crisis, Madrid, 1942, pág. 38.
8
Subrayo con toda deliberación la palabra históricas, para indicar en
qué me aparto de la doctrina orteguiana. Creo que el hombre es capaz de
creencia en realidades trans o sobrehistóricas. En el tránsito de la Edad
Media a los tiempos modernos no falla la creencia en un Dios personal,
uno y trino, sino, a lo sumo, un modo histórico—el medieval, y sólo en lo
que tenía de medieval—de creer en la realidad sobrehistórica de un Dios
personal, uno y trino. La devotio moderna difiere de la devotio antiqua sólo
en ser forma histórica distinta de una misma devoción.

32
rales de ese destino—complexión y salud del cuerpo y
del alma, medio físico en que transcurre la vida, etcé-
tera—sean óptimos, ni que la voluntad se aplique con
tenaz energía a cumplir los propios planes de vida; ni
siquiera que la fe religiosa sea viva y operante, si esa
fe no llega a conceder una "santa indiferencia" abso-
luta. El hombre corriente y moliente no se apoya sólo
en su cuerpo (naturaleza viviente), en su suelo (natu-
raleza cósmica) y en su cielo (fe religiosa), mas también
en su tiempo, en su propia época; y cuando ésta se con-
mueve, su vida tórnase tan incierta como cuando tiem-
bla la tierra bajo el pie. Nadie podrá edificar su casa
sobre el seísmo, por inteligente que sea el plano y firme
la piedra de construcción, ni logrará dar coherente he-
chura a su vida durante una época estremecida y crí-
tica, por recias que sean su naturaleza y su voluntad.
Los años y los días son entonces desiguales e imprevis-
tos, yérguense las generaciones con acusado perfil y el
ser joven, a diferencia de lo que acontece en las épocas
que llamé completivas, se convierte en necesidad o en
consigna hasta para muchos sexagenarios. Domina a los
hombres, incluso a los que descansan sobre una tradi-
ción, una rara y dúplice conciencia de inseguridad y de
adanismo. Tanto vale esto como decir que esos hombres
son desgraciados y orgullosos: les da infelicidad el sa-
berse permanentemente amenazados por lo desconocido
y orgullo el sentirse cada día a la cabeza de un siglo
inédito. ¿Cómo no recordar el orgullo y la infelicidad
del revolucionario europeo en el tiempo incierto de 1790

33
3
a 1848, o el dolor esperanzado y combativo, dramático
y edificante, de tantos hombres de nuestra época?
Otras veces sobrecoge al hombre una entrañable
nostalgia o le espolea un exultante afán de aventura.
La desazón que forzosamente inocula en el alma la sú-
bita presencia del misterio del tiempo histórico es para
unos signo de tiniebla y para otros vislumbre de aurora.
No se entendería la obra de Quevedo sin tener en cuen-
ta la amarga y desengañada nostalgia del hombre que
ve cuartearse su vivienda histórica. La constancia del
tema de la muerte y aquel sentimiento suyo de insegu-
ridad existencial, tan patente a veces:
¿Quién, cuando con dudoso pie, y incierto
piso la soledad de aquesta arena
me puebla de cuidados el desierto?

sólo pueden entenderse viéndole instalado en una situa-


ción histórica capaz de inspirar el famoso
Miré los muros de la Patria mía.

Frente a esta nostálgica zozobra, póngase, por ejem-


plo, la esperanza confiada de Acuña en el "Ya se acer-
ca, Señor.,.", cuanto se erguía nuestro Imperio, o aque-
lla conciencia auroral con que el editor de Galileo enca-
bezaba en 1638 los Discorsi e dimostrazioni materna-
tiche intorno a due nuove scienze, del atlante pisano:
"Di queste due nuove scienze,..—la mecánica racional
y la resistencia de los cuerpos sólidos al desplazamien-
to— in quesío libro si aprono le prime porte." Mas cuan-

34
do para un hombre se abre una puerta, para otro se
cierra: esas puertas que abrían a la aventura del hom-
bre moderno un horizonte nuevo eran las mismas cuya
sombra poblaba de oscuros cuidados el mundo español
del español Quevedo 9.

REGRESIÓN Y CRISIS

Conviene hacer aquí un necesario distingo entre la


vivencia del mudar histórico que antes llamé regresiva,
basada sobre un formal pesimismo antropológico e his-
tórico, y la que ahora llamo crítica. El pesimista de las
épocas percibidas como regresivas—el romántico con-
trarrevolucionario, por ejemplo—-siente que su propia
existencia, puesta en aquella situación histórica, resbala
inexorablemente hacia la iniquidad y la destrucción:
recuérdense los textos de Donoso. El hombre que vive
como crítica su situación en la Historia nota con azora-
miento la radical desorientación de su existencia, pero

9
En su ya citado Esquema de las crisis hace Ortega una rápida, agu-
dísima y vivaz enumeración de las vivencias propias de las crisis históricas.
La vivencia fundamental es la de azoramiento o desorientación: Petrarca,
el madrugador Petrarca, habló, por ejemplo, de una perplexiías animorum.
Esta radical desorientación puede conducir, según los casos, al autoflngi-
mlento de soluciones, a la frialdad escéptica, a la angustia, a la desespe-
ración (un heroísmo a la desesperada, por ejemplo), al cinismo, a raptos de
furia y frenesí, a la amargura, a la resignación, a súbitas alegrías y entu-
siasmos orgiásticos.
10
En mi Menérídez Pelago he intentado mostrar la clara conciencia que
tuvo don Marcelino de vivir en una época de crisis.

35
se afana por salir de esa desorientación, mediante una
serie de ensayos a tientas, hacia un suelo histórico iné-
dito y más firme. El hombre en crisis es un desorien-
tado, no un pesimista. Basta leer a cualquiera de los
que en el último tercio del siglo xix perciben la honda
crisis histórica que por entonces apunta-—la crisis del
llamado "mundo moderno"—-para advertir con claridad
esta profunda y sutil diferencia entre crisis y regresión:
Dilthey y Brentano, Bergson y Unamuno, Nietzsche y
Menéndez Pelayo 10 sienten o interpretan sus mudan-
zas históricas de modo muy distinto que Donoso o Hól-
derlin. "Si uno se pregunta en la actualidad—decía Dil-
they— dónde tienen puesto su fin las acciones de una
persona individual o las de la Humanidad, pronto apa-
rece la profunda contradicción que encierra nuestra épo-
ca. Frente al gran enigma del origen de las cosas, del
valor de nuestra existencia y del último valor de nues-
tras acciones, no se halla esta época nuestra más orien-
tada que un griego en las colonias jónicas o itálicas o
un árabe en la época de Averroes" 11. No obstante, este
desorientado Dilthey expresará en otra ocasión su se-
gura confianza en "la continuidad de la fuerza creado-
ra" 12 y empeñará su vida en descubrir nuevos horizon-
tes al saber filosófico. No es muy distinta la actitud de
Brentano. Sabe muy bien que vive al término de una

11
Ges. Schr., VIII, 197.
12
Ges. Schr., VII, 291. En mi ulterior exposición de las ideas de Dilthey
acerca de la "generación", podrá verse con claridad el ánimo fimdacional
con que desde su juventud miró su obra filosófica.

38
época crítica, en la cual "se cree saberlo todo y no se
sabe nada"; pero junto a esas palabras, tan cargadas
de humildad y desorientación, no vacila en estampar
estas otras: "Nuestra época será celebrada por haberse
rejuvenecido en ella la filosofía" 13, El hombre en crisis
histórica siente la inconsistencia del suelo que pisa, mas
no sin intentar ipso [acto construirse otro más seguro 14.
Que este intento sea unas veces, a la postre, vana espe-
ranza o alcance otras a ser creación histórica perdura-
ble, no afecta a la actitud fundamental del hombre que
en torno a él se afana.
Cuatro son, en definitiva, los modos cardinales que
adopta en la Historia la vivencia del mudar con ella:
la seguridad completiva, la inseguridad crítica, el opti-
mismo progresista y el pesimismo de la regresión. Todos
ellos representan, casi huelga indicarlo, modos puros
y típicos de sentir cómo muda históricamente la propia
existencia. En la vivencia que cada hombre concreto
tiene de su propio m u d a r l o de su personal apoyo en

13
El porvenir de la filosofía, trad. esp. Madrid, 1935, págs. 23 y 24.
14
Esta distinción entre la vivencia crítica y la vivencia pesimista y
regresiva del mudar histórico no excluye que ambas aparezcan una junto a
otra en las épocas de crisis. La época abierta por la Revolución Francesa
fué vivida como crisis por unos y como regresión por otros. "Mi pensa-
miento más secreto es que la vieja Europa está en los comienzos de su fin",
decía Metternich, con la evidente conciencia de una destrucción regresiva,
mientras "los hijos del siglo", llenos de esperanza, iban ensayando al galope
formas de vida capaces de sustituir a las ya insuficientes del "Antiguo Ré-
gimen". La peculiaridad temperamental y biográfica de cada hombre deter-
minará que una crisis histórica sea vivida por unos como mera crisis y por
otros como amenazadora o caótica regresión.

37
la Historia, como quiera decirse—se dará uno de ellos
con mayor o menor pureza, o se implicará el temple de
ánimo peculiar de varias, tal vez de todas ellas. ¿Por
cuántos modos de vivir la Historia pasan, por ejemplo,
los que la hacen durante las épocas de crisis? ¿De cuán-
tos motivos aislados, poco congruentes a veces entre sí,
está entretejida la compleja vivencia de su propio acon-
tecer histórico?
Debo advertir también que estos cuatro modos de
vivir la propia mudanza histórica son; si se me permite
la expresión, "históricamente puros"; relativamente neu-
tros, por tanto, respecto al modo religioso de interpre-
tar el suceder humano. Dentro de ciertos límites, caben
una versión completiva de la visión cristiana de la His-
toria (testigos, San Buenaventura y Bossuet) y una ac-
titud regresista (la de Donoso y la del Menéndez Pelayo
polemista, para no ir más lejos), como son posibles un
optimismo y un pesimismo históricos más o menos acu-
sados. Sólo cuando la ilusión progresista o el temor
regresista pretenden ser a un tiempo históricos y abso-
lutos (así fué, por ejemplo, el optimismo de Hegel),
puede romperse la vinculación religiosa de la vivencia
histórica. Un cristiano puede ser más o menos pesimis-
ta u optimista, pero no absolutamente pesimista ni ab-
solutamente optimista 15.
15
Pueden leerse muy bellas cosas sobre la actitud del cristiano ante el
problema de la Historia en Der Christ una die Gesch:¡chte, de Th. Haecker,
Leipzig, 1935. Pero la verdad es que nos falta todavía, pese a la urgente
necesidad que de él tenemos, un libro fundamental y al día acerca de la
visión cristiana de la Historia.

38
No abandonemos todavía el tema de la mudanza
histórica. Situémonos otra vez frente a él y pregun-
témonos con insistencia: sea segura o insegura, optimis-
ta o pesimista la vivencia del mudar histórico, ¿cuál es
la causa de ese mudar? ¿Por qué el mudar histórico es
sentido unas veces como segura y prometedora perfec-
ción y otras como insegura crisis?

39
CAPÍTULO n

LA I N S E G U R I D A D DEL H O M B R E

MUERTE, DOLOR Y F1NITUD

S. i r OR qué el hombre vive en el constante drama de


mudar históricamente? ¿Por qué su existencia histórica
es un continuo ensayar formas de vida distintas? Varia
et multimoda encontraba San Agustín a su propia vida
y ubique inquieta, nusquam secura al alma humana. "Lo
que hace la mutabilidad del hombre en todo el tiempo
de su vida mortal, si es que debe llamársela vida, es que
se acabe por llegar la muerte", dice en otro lugar {de
Civ. Dei, XIII, 10). Si el hombre muda en la Tierra,
piensa San Agustín, es porque ha de morir, porque su
existencia terrenal es constitutivamente perecedera, por-
que su vivir es un ir muriendo.
Escribía Ortega hace pocos años: "La vida (huma-
na) es, por lo pronto, radical inseguridad, sentirse náu-
frago en un elemento misterioso, extranjero y frecuen-

41
temente hostil: se encuentra con esas cosas que .llama
enfermedades, hambre, dolor..., con el rayo y el fuego,
la sequía y la lluvia torrencial, con el temblor de tierra,
con el asta que otro hombre le hunde en el flanco; se
encuentra sobre todo con que a las personas queridas, a
los otros hombres, les pasa de pronto una cosa muy
extraña... Su cuerpo se queda inmóvil y rígido—-como
mineralizado. Me dirijo al prójimo que me acompañaba
y no me responde. Responderme es el acto típico y esen-
cial en que percibo que existo yo para el prójimo. Aho-
ra ya no me responde: he dejado de existir para él; por
tanto, ya no estoy en compañía con él. Y descubro con
un escalofrío, que con respecto a él me he quedado
solo" 1. Todos estos desazonadores enigmas y proble-
mas son los que obligan al hombre a ensayar frente a
ellos una reacción práctica y una actitud interpretativa;
una conducta y una ciencia. Esos problemas y enigmas
son, en suma, los que le fuerzan a irse haciendo su pro-
pia vida y, por tanto, a mudar, a ir cambiando indivi-
dual e históricamente.
Una y otra meditación sobre el mudadizo existir del
hombre, la del ardoroso creyente tagasteño y la del
templado espectador castellano, tienen sin duda una
raíz común. Uno y otro ven la causa del mudar humano
-—comprendido en él esa manera de mudar que llama-
mos "histórica"—en la elemental percepción que el
hombre hace de la muerte y del dolor. Ve morir a los

1
Esquema de las crisis, págs. 21 y 25.

42
demás y sabe que él va acercándose a su propia muerte;
ve sufrir y siente que sufre. No muda históricamente
por el hecho primario de morir y sufrir, porque también
el animal está sujeto a muerte y sufrimiento, sino por
el hecho secundario o reflejo de advertir la muerte y
el dolor propios y ajenos, por la inexorable necesidad
de tener que tomar postura activa e interpretativa ante
el espectáculo de esa muerte y ante el sentimiento de
ese dolor. Y como la muerte, el dolor y el advertimiento
de la muerte y el dolor son vicisitudes esencialmente
unidas a la naturaleza misma del hombre, éste va mu-
dando y mudando a lo largo de las generaciones y a lo
ancho de los pueblos, desde que como tal hombre existe
sobre la haz de la Tierra.
Tal vez se haga más patente la verdad de estas con-
sideraciones trasponiéndolas a su plano ontológico. La
nota ontológica a que apuntan las reflexiones de San
Agustín y de Ortega es la aparente fínitud del ser del
Hombre. Si hubiésemos de definir con una sola palabra
la índole común de todos los modos en que se nos mues-
tra el concreto existir del hombre, ninguna hallaríamos
más idónea que esta: finitud. La inexorabilidad de la
muerte hace a la vida humana temporalmente limitada,
finita en el tiempo; la ineludible necesidad que para "rea-
lizarse" tiene del cuerpo esa vida del hombre, la hace
localmente limitada, finita en el espacio. Hay un se-
gundo en que se acaba la vida, por muy hábiles que
sean nuestros recursos higiénicos y terapéuticos; hay
también una infinidad de puntos espaciales a los que no

43
puede llegar la mano del hombre, por eficaces que sean
las técnicas del desplazamiento local; hay, en fin, un
ingente haz de posibilidades de existencia que el hom-
bre puede imaginar, pero no asumir. Nadie me impide
conjeturar lo que pueden ser en sí mismas la existencia
real del caballo y del ángel, o la existencia fantástica
de la sirena y del centauro, o la existencia pasada de
un hombre de Neanderthal, o la existencia posible de
un español en el siglo xxv; pero, de hecho, me está ter-
minantemente negada la posibilidad de asumir cual-
quiera de esos múltiples modos de ser. La muerte, el
espacio y, sobre todo, el inexorable imperativo de mi
propia identidad—'la necesidad de no poder ser sino
aquello que soy—me convencen eficaz y despiadada-
mente de mi finitud. Finitud, grillete del hombre. La
enfermedad, el dolor y la amargura de renunciar nos
irán haciendo penosa y opresora la conciencia de esa
entitativa limitación.
Mas no basta la finitud para que el hombre mude
personal e históricamente. También el animal es un ente
vivo y finito, también está limitado por la muerte, por
el espacio, por la contingencia y por la identidad; y, sin
embargo, el animal no tiene historia, en el sentido actual
del vocablo 2. En la concreta existencia del hombre hay

2
Tienen "historia" el animal o la planta en el sentido helénico, etimo-
lógico de la palabra: el hombre puede "contar" cosas de uno y otra, y eso
es la "Historia Natural". Pueden tener también "historia"-—en el sentido ac-
tual del término—, pero sólo alcanzan a tenerla adjetivamente, en cuanto
llegan a formar parte del mundo en que el hombre hace su vida. Puede

44
algo más que su inexorable finitud: hay también la per-
cepción, el advertimiento de esa finitud. Dije antes que
esa finitud del hombre es aparente. Quise decir con ello,
por lo pronto, que al hombre se le aparece su finitud,
se le hace patente sin necesidad de razonamiento ni si-
logismo. El hombre tiene el sentimiento de su finitud:
sabe que es finito por el hecho de ser como es.
En cuanto un nacido de mujer piensa lúcidamente
en sí mismo—'mejor: en cuanto se queda solo consigo-—
advierte, con articulación intelectual más o menos per-
fecta, su propia finitud. Este advertimiento tiene un do-
ble rostro. Positivamente considerado, indica que el
hombre existe según ese modo de ser que llamamos
finitud. Pero tal positividad está circundada por un con-
torno negativo. Sólo puede el hombre percibir su pro-
pia finitud en cuanto es capaz de concebir modos de ser
no sujetos a la finitud. Si yo digo "esto es una silla",
quiero decir dos cosas: que el objeto a que me refiero
es positivamente y por sí mismo una silla; y, además,
que yo soy capaz de concebir objetos que no son sillas
o, por lo menos, algo que no sea silla. Lo que una cosa
es se recorta y aisla entre todo lo que no es: una mujer
es hermosa en cuanto hay mujeres que no son hermo-
sas. Del mismo modo, si yo advierto mi finitud, es por-

escribirse, por ejemplo, una "Historia del caballo" contando lo que ha ido
siendo del caballo en la vida "histórica" del hombre.
E n un sentido analógico, "Historia Natural" es también el estudio de las
modificaciones que con el tiempo va sufriendo la Naturaleza: los dinosaurios
no existen hoy, la corteza terrestre cambia, etc.

45
que al mismo tiempo advierto, con claridad mayor o
menor, que cabe existir sin ñnitud. Ese "vaciado" de
infinitud posible en que ontológicamente descansa mi
finita existencia puede ser también concebido real y po~
sitivamente: es, mirado desde la menguada mente del
hombre, el singular "sobreser" que llamamos Dios. La
revelación nos dirá luego que el "sobreser" infinito de
Dios es el creador ex nihilo de todos los seres finitos.
Hay, por tanto, en la existencia lúcida del hombre
una sutilísima y entrañable tensión entre el sentimiento
de la propia finitud y la posibilidad de concebir modos
de ser—el modo de ser de ese "sobreser" que llamamos
Dios—no sujetos a la finitud que nos encadena. ¿Qué
nombre dar a esta tensión ontológica? Los hombres han
elegido vocablos cuyo significado dentro del lenguaje
vulgar y cotidiano fuese capaz de expresar o sugerir
la limitación a que se ve forzado un ser capaz de con-
cebir modos de ser ontológicamente trascendentes del
suyo. Unos, como San Agustín y Unamuno, han ha-
blado de enfermedad; otros, como Kierkegaard y Hei~
degger, de angustia; quiénes, como Donoso, de conde-
nación 3.

3
Cuando Hegel dijo: "El que está condenado por Dios a ser filósofo...",
no se refería, en el fondo, a cosa distinta de esa "tensión" ontológica entre
la finitud sentida y la infinitud concebida como posible. Es filósofo aquel a
quien se hace claro el problema de su propia finitud.

46
EL HOMBRE, "ANIMAL ENFERMO"

En cuanto San Agustín se enfrenta con su propia


vida, esto es, con la vida del hombre en este mundo,
pronto descubre en ella una nota fundamental: la "in-
quietud", Inquietum est cor tneum, escribe en el primer
capítulo de sus Confesiones y repite con largueza en
otras partes. Esta "inquietud", ingénita en la natura-
leza humana tras la culpa original, se expresa psicoló-
gica y éticamente como una continua lucha del hombre
consigo mismo. Con singular energía lo expresa San
Agustín: Exsutgit, opprimo; renititut, refreno; repag-
nat, expugno...: quis in me seminavit hoc bellum? (Con-
tra JuL, V, 7, 26). Por el pecado se apartó voluntaria-
mente el hombre del lugar ontológico que en el orden
total de la creación le estaba asignado. Por eso su vida
será inquietud permanente e interna lucha mientras la
gracia no le devuelva, redimido y renovado, al puesto
que perdió. La instancia promotora de esa constante
lucha que es la vida terrena se llama "concupiscencia",
y el estado del hombre a ella sometido es aegritudo,
"enfermedad". "Nacer aquí en cuerpo mortal, es co-
menzar a estar enfermo", exclama San Agustín (En. in
Ps„ CII, 6); y en otro lugar insiste: "No te juzgues
sano... pues larga enfermedad es esta vida" (Serm.,
LXXXVII, 4 ) .
El pecado original es la causa de esta esencial
aegritudo, piensa San Agustín, y la inquietud su sínto-
ma permanente. Pero el daño fundamental de la enfer-

47
medad del hombre, ese daño del cual la inquietud es
síntoma, consiste en la mortalidad de su condición. La
muerte de los hombres, entendida como una privación
de la inmortalidad original, es la primera consecuencia
del primer pecado: Dios creó a los hombres "de tal
condición que... siendo desobedientes, incurriesen en la
pena de morir" (de Civ. Dei, XIII, 1). Esta pérdida de
la primitiva inmortalidad angustia vivamente a San
Agustín: siente que es "un hombre que lleva en derre-
dor de sí el andrajo de la mortalidad", y así se define
cuando, penetrado por una hondísima sed de sinceri-
dad, se acerca a Dios en sus Confesiones (Conf., 1,1).
Por eso la "salud" hacia que natural y sobrenatural-
mente tiende la aegritudo humana, término último de
nuestra "inquietud", es una inmortalidad restaurada por
la gracia. Sanitas inmovtalitas erit, dice a seguida de
proclamar la condición morbosa de la vida humana
(Setm., LXXXVII, 4); y en otro lugar lo confirma con
mayor decisión: "Pues sólo hay una verdadera salud
(sanitas) y ésta es la inmortalidad" (En. in Ps.,
X X X V I I ) . No quiere San Agustín la inmortalidad es-
piritada de un alma separada del cuerpo, sino la vida
inextinguible del hombre entero. "Quiero que todo yo
sea sano—-dice expresamente—, porque todo soy yo.
No quiero que mi carne sea eternamente separada de
mí, como cosa extraña a mí mismo, sino que toda ella
sea sanada conmigo" (Serm., X X X , 3). El ansia de ín-
tegra e interminable vida pasa como una ardiente vena
a través de toda la obra de San Agustín: "No quere-

48
naos despojarnos del cuerpo, sino llegar con él a la in-
mortalidad", afirma resueltamente en otro lugar (de Civ.
Dei, XIV, 3 ) . Ahora vemos que la "enfermedad" im-
puesta a la naturaleza por la culpa original—'vulnetatio,
"herida", la llamará Santo Tomás—-consiste muy inme-
diatamente en una entrañable y angustiosa tensión: la
tensión entre la seguridad del dolor y de la muerte y
el ansia de una feliz inmortalidad perdida y recobrable.
De esta tensión nace la peculiar mutabilidad del hom-
bre y, por lo tanto, su historia.
En el ámbito de estas ideas y de estos sentimientos
quiere también moverse nuestro Unamuno. También él
llama al hombre "un pobre animal enfermo, que hasta
almacena sus muertos" 4. Esta constitutiva "enferme-
dad" del hombre tiene para Unamuno un nombre: el de
"conciencia". Sus palabras son terminantes: "el hom-
bre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, res-
pecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La
conciencia es una enfermedad" 5. La cual enfermedad
es tanto más grave, debe añadirse, cuanto que lleva por
naturaleza aparejado el apetito de su constante ejer-
cicio. Aristóteles lo dijo con gozosa serenidad en el co-
mienzo mismo de su Metafísica y Unamuno lo repite
con herido estremecimiento: "es una verdadera enfer-
medad, y trágica, la que nos da él apetito de conocer
por gusto del conocimiento mismo, por el deleite de pro-

4
Sentimiento trágico, II (Ensayos, edición de Aguilar, II, 672).
5
S. t, I (Ensayos, II, 668).

49
4
bar de la fruta del árbol del bien y del mal" 6. ¿Qué
consecuencia inmediata tiene para el hombre esa radical
"enfermedad" de su ser? Por lo pronto, la Historia:
"acaso la enfermedad misma sea la condición esencial
de lo que llamamos progreso, y el progreso mismo una
enfermedad" 7, dice expresamente Unamuno, El hom-
bre muda y progresa en la Historia porque conoce o,
mejor, porque conoce que conoce. El "conocer del co-
nocer mismo" es, en efecto, lo que distingue a la con-
ciencia humana.
Pero ¿qué es en su raíz eso que llamamos conciencia
y por qué Unamuno puede llamarla "enfermedad"?
Mediante la conciencia advierte el hombre las situacio-
nes en que su existencia va encontrándose a lo largo
de su permanente mudar: tener conciencia es advertir
la propia vida, saber algo de ella, comenzando, desde
luego, por el hecho elemental de que esa vida se va
hacia la muerte. El sentimiento de que vivir es ir mu-
riendo es, piensa Unamuno, la entraña misma de esa
peculiaridad de la existencia humana que llamamos con-
ciencia. He aquí sus propias palabras: "el pensamiento
de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá
después, es el latir mismo de mi conciencia" 8. En cuan-
to la conciencia consiste en un saber de mi vida, es tam-
bién eo ipso un saber de mi muerte.

8
S. t, II (Ensayos, II, 673).
7
S. t, II (Ensayos, II, 671).
8
S. t, III (Ensayos, II, 691).

50
Mas no es esto sólo la conciencia. Tiénela el hom-
bre en cuanto es titular de un modo de ser llamado es-
pirita, una de cuyas notas esenciales consiste en la trans-
mundanidad, en ser distinto del mundo y poder enca-
rarse con él. Y desde el momento en que el hombre
se siente distinto del mundo, ¿no aspirará a ser y a
vivir según un modo de ser y vivir distinto del que en
el mundo ve? Por lo menos, así lo piensa Unamuno;
"así que un espíritu animal, desplacentándose del mun-
do, se ve frente a éste, y como distinto de él se conoce,
ha de querer otra vida que no la del mundo mismo" 9.
Ahora vemos claramente, más claramente quizá que
su propio autor, el sentido de las palabras de Unamuno*
La conciencia puede ser llamada "enfermedad" porque
mediante ella advierte dolorosamente el hombre la ten^
sión que en su ser existe entre el sentimiento de ir mu-
riendo y un ansia de vivir más allá del mundo, de exis-
tir plena e inacabablemente. "El hambre de Dios, de
sobrevivir, nos ahogará siempre ese pobre goce de la
vida que pasa y no queda" 10. La enfermedad del hom-
bre es tener hambre de Dios: de ahí que ella sea tam-
bién el aguijón que le incita hacia un nuevo y más vigo-
roso modo de salud. "¿Enfermedad?—pregunta Una-
muno —. Tal vez; pero quien no se cuida de la enfer-
medad descuida la salud, y el hombre es un animal esen-
cial y sustancialmente enfermo. ¿Enfermedad? Tal vez

9
S. t. III (Ensayos. II, 692).
10
S. t, III (Ensayos, II, 694).

51
lo sea, como la vida misma a que va presa, y la única
salud posible, la muerte; pero esa enfermedad es el ma-
nantial de toda salud poderosa" n . Esta tan agusti-
niana interpretación de la "enfermedad" antropológica
es lo que permite a Unamuno ver en la existencia his-
tórica del hombre•—la "enfermedad del progreso", le
hemos oído llamarla—"el camino de Dios, de llegar a
El, de ser en El" 12.
Coinciden San Agustín y Unamuno en ver al hom-
bre como un "animal enfermo". Coincide también su
modo de interpretar esa "enfermedad". Los griegos lla-
maron al hombre "animal locuaz" o dotado de logos, y
los latinos, traduciendo a su modo el dicho helénico,
"animal racional", que vale tanto como decir animal
calculador. Más tarde le dirán "animal sapiente" y "ani-
mal instrumentífico" o hacedor de instrumentos. San
Agustín y Unamuno, el africano padre de Europa y el
vasco europeizado y africanizante, prefieren bucear en
la profundidad y atienden más al modo de hablar y
saber que al hecho mismo de que el hombre hable y
sepa. Si el hombre habla según su modo de hablar y
sabe según su modo de saber, es porque en los senos

11
S. (., III (Ensayos, II, 692).
12
S. t., II (Ensayos, II, 671). Mídase en estas últimas palabras la dis-
tancia inmensa que hay entre la consideración religiosa y, a la postre, opti-
mista que Unamuno hace de la "enfermedad humana", y el pesimismo radical
de la tesis de Klages. La perturbación que el "espíritu" produce en la vida
del "alma" no tiene ningún sentido dentro del pensamiento de Klages, y
mucho menos ese sentido salvador que vemos en los textos de Unamuno.

52
de su naturaleza hay un radical desequilibrio, un mor-
boso desconcierto agónico entre la seguridad de vivir
con dolor hacia la muerte y el ansia de vivir inacaba-
ble y plenamente, sin la muerte a la vista y siendo él
mismo todo lo que ve y sueña que se puede ser. A esta
plenitud del ser hombre es a lo que Unamuno llama
"llegar a Dios y ser en Dios" 13, y no otra cosa es la
sanitas que apetece San Agustín. El existir terreno del
hombre es la inestable tensión entre la ñnitud que se
siente y la infinitud que se espera 14. Hay hombres que
esperan esa infinitud creyendo en ella: tales, San Agus-
tín o Santa Teresa, la del "vivo sin vivir en mí". Otros,
menos afortunados, la esperan queriendo agónicamente
creer en ella: es el caso de Unamuno. Espérenla, sin
embargo, de un modo o de otro, esa recóndita tensión
del ser humano es el supuesto ontológico de su muta-
bilidad histórica. Muda el hombre biológicamente, desde
su nacimiento hasta su muerte, por su condición de ser
vivo; muda históricamente por obra de ese íntimo des-
equilibrio de su ser.

13
Dice Unamuno: "quiero ser yo y, sin dejar de serlo, ser además los
otros, adentrarme la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme
a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no
serlo todo y por siempre, es como si no fuera; y por lo menos ser todo yo,
y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo
o nada!" S, í., III (Ensayos, II, 689-90). N o cabe una expresión más abierta
y elocuente del ansia de infinitud que distingue a la naturaleza humana,
hasta cuando se halla máximamente adocenada.
14
Santo Tomás dijo que la existencia del hombre es "una suerte de
horizonte entre el tiempo y la eternidad".

53
FINITUD Y ANGUSTIA

La desequilibrada tensión de nuestra existencia en-


tre la finitud sentida y la infinitud supuesta es también
lo que Kierkegaard y Heidegger llaman angustia. Mí-
rase Kierkegaard a sí mismo y se ve como "una criatu-
ra creada de finitud e infinitud y siempre, por tanto, en
un estado de tensión" 15. Es este un pensamiento insis-
tentemente repetido por aquel a quien Unamuno llama-
ba "el hermano Kierkegaard". Esa tensión entre finitud
e infinitud es precisamente la que existe entre la tem-
poralidad y la eternidad del hombre: "El sujeto exis-
tente—dice en otra ocasión el danés—es eterno, pero
en tanto que existente es temporal" 16. ¿Cómo se le ma-
nifiesta al hombre esa su entitativa tensión entre finitud
e infinitud, entre temporalidad y eternidad? Después del
pecado original, piensa Kierkegaard, esa tensión se re-
vela como angustia 17. "En lo más íntimo del hombre ha-
bita siempre la angustia ante la idea de pasar inadver-
tido a Dios... El sentirse junto a muchos, unido a ellos

15
Abschliessende unwissenschaftliche Nachschvitt, trad. alemana de
Gottsched, pág. 179.
™ Ibid., pág. 169.
17
Kierkegaard admite que también en la inocencia de Adán había una
cierta angustia. "Soñando proyecta el espíritu de antemano su propia reali-
dad, pero esta realidad es nada; y la inocencia ve continuamente delante
de sí esa nada" (El concepto de la angustia, trad. esp., pág. 65). Situarse
ante la propia nihilidad sería el supuesto ontológico de la angustia. "El
efecto del pecado original—añade Kierkegaard—o la existencia del mismo en
el individuo es una angustia que sólo se diferencia cuantitativamente de la
de Adán" (ibíd., pág. 81).

54
con vínculo de sexo o amistad, disimula tal vez esta
angustia. Pero, a pesar de todo, la angustia continúa,
y uno apenas es capaz de ponerse a pensar lo que le
ocurriría si se quedara solo" 18. Más claramente que en
otros textos aparece en éste la raíz ontológica de lo que
la angustia es para Kierkegaard. Angustia al hombre
el temor de pasar inadvertido ante Dios y, por tanto,
quedar reducido a la nada de su origen, no ser eterno.
Con otras palabras: la angustia es el temor de que la
muerte sea para la propia existencia, además de muerte,
aniquilación, reducción a la nada. Esta esencial rela-
ción entre la angustia y lo que "puede acontecer"—con
el futuro, en último extremo—la convierte, según ve-
remos, en el motor humano de la Historia. Si la angus-
tia es el temor del hombre a que Dios no le vea, la
acción histórica viene a ser el recurso del hombre para
que Dios le vea.
La "enfermedad" de la existencia humana es la an-
gustia de su propia finitud. El hombre se angustia ante
el riesgo de ser totalmente perecedero sabiendo que,
cuando menos, puede y quiere no serlo. Estas dos fra-
ses resumen cuanto Kierkegaard y Unamuno nos dicen
acerca de la "enfermedad" o de la "angustia" que el
ser del hombre padece. Su sentido ¿será también el sen-
tido de la angustia heideggeriana?
La angustia, viene a decirnos Heidegger 19, es él

Die Tagebücher, trad. alemana de Haecker, I, pág. 249.


Sein und Zeit, págs, 180, sqq.

55
fundamental temple de la existencia humana, el modo
de hallarse a sí misma cuando se sitúa ante la unidad y
la totalidad de su propio ser. La existencia del hom-
bre tiene la curiosa condición de "encontrarse o hallarse
a sí misma": encuéntrase, a sí misma triste o alegre,
exaltada o deprimida, dispuesta o perezosa. Pero todos
estos modos de encontrarse a sí misma los advierte
o infiere nuestra existencia cuando va haciéndose a tra-
vés del mundo y sus cosas. En ellos se encuentra a sí
misma la existencia en función de lo que hace. ¿Cómo
se encuentra, cuál es el temple de su ser cuando se
sitúa ante sí misma, no en función de sus quehaceres
en el mundo, sino por lo que ella misma es; cuándo se
coloca ante la unidad y la totalidad de su ser? Vese
entonces la existencia del hombre como un continuo ir
haciéndose distendido temporalmente entre dos cabos:
el cabo inicial del nacimiento y el cabo final de la muer-
te. Existir humanamente es, por lo pronto, salir de la
nada con el nacimiento e ir acercándose a la muerte, ir
temporalmente muriendo. Y cuando la existencia se ve
así, instalada fugitivamente en su propia temporalidad,
rodeada por la nada de que salió y amenazada por la
nada hacia que va, su modo de encontrarse a sí misma
es la angustia.
La "angustia" heideggeriana es el supuesto ontoló-
gico de las consideraciones psicológicas de Kierkegaard
sobre la angustia del hombre y el modo de ser corres-
pondiente a la idea unamuniana del hombre como "ani-
mal enfermo". Hay, no obstante, una mínima, pero de-

56
cisiva distancia desde la "angustia" de ICierkegaard y
la "agonía" de Unamuno hasta la "angustia" de Hei-
degger. La "agonía" de Unamuno cuando se queda a
solas con su existencia de hombre nace de la tensión
entre la finitud temporal que en su vida ve y una inmor-
talidad en la cual quiere creer y de la que no acaba de
dudar. Es una angustia ante la finitud temida, después
de advertir que uno, sin dejar de ser hombre, puede ser
infinito. La "angustia" de Heidegger es el modo de ha-
llarse a sí misma la existencia cuando advierte que sólo
puede hacerse ontológicamente inteligible desde su pro-
pia finitud, desde su radical atenimiento a la nada: "el
concepto de la finitud es la base de los problemas fun-
damentales de la metafísica", dice textualmente Hei-
degger 20. Si la "agonía" de Unamuno es una angustia
ante la nada que se teme, la "angustia" de Heidegger
es el modo de encontrarse el hombre ante la nada que
sabe. Pero ¿por qué se revela como angustia, precisa-
mente como angustia, ese modo de encontrarse la exis-
tencia del hombre cuando, mirándose a sí misma, se
descubre en el horizonte de la nada? ¿Por qué es pre-
cisamente angustioso el asentimiento de la existencia
humana a su finitud? ¿No será porque el advertimiento
de la propia finitud pone a nuestra existencia, teorética
y existencialmente, ante el problema de la infinitud y
le hace ver de otro modo esa finitud aparente de su ser?
En cuanto somos entes—dice la filosofía existencial—

20
Kant und das Problem der Metaphysik, pág. 220.

57
arrancamos el ser a la nada, entreissen wir dem Nichts
gleichsam das Sein. ¿Con qué fuerza lo arrancaremos,
si el único ámbito ontológico en que apoya nuestra exis-
tencia es, también, la nada? ¿O es que no somos nos-
otros los que verdaderamente arrancamos nuestro ser a
la nada? ¿Qué fuerza es, entonces, la que nos hace
ser? 2 1 .
Sea cualquiera la respuesta a tales preguntas, me
importa subrayar la íntima relación entre la "angustia",
entendida según el concepto ontológico que Heidegger
propone, y la "historicidad" de la existencia humana.
Se angustia nuestra existencia ante la finitud de su tem-
poralidad y sale o intenta salir de esa angustia suya
resolviéndose a ser según una de las distintas posibi-
lidades de ser que le están ofrecidas. Existir humana-
mente es, por lo pronto, resolverse precursoramente, de-
cidir de antemano ser algo de lo que en el futuro puede
uno ser 22. ¿Y cuándo la posibilidad elegida será en ver-
dad atañedera al destino más propio de la propia exis-
tencia; cuándo la existencia se verá exenta de todo ado-
cenamiento nivelador y cotidiano? La respuesta es ob-
21
Quien se interese por la ardua y grave cuestión ontológica que las
anteriores interrogaciones plantean—"el tácito fondo religioso del existen-
cialismo", como dice R. Heiss en su artículo La ¡üosoíía existencial—hará
bien leyendo el trabajo de X. Zubiri En torno al problema de Dios, reco-
gido en su libro Naturaleza, Historia, Dios.
22
Uno puede ser: 1. Algo que otros fueron antes que él, en cuanto ese
"algo" está conservado en una "tradición". 2. Algo de lo que "se es" en
el medio humano en que uno vive. 3. Algo rigurosamente propio y creador.
Repetición, imitación y creación son los tres fundamentales modos de ser
históricamente.

58
via, después de lo expuesto: cuando la existencia se
comprenda a sí misma, relativamente a ese su poder ser,
teniendo a su vista la muerte: "con la muerte bajo los
ojos", dice gráfica y vigorosamente Heidegger 23;
sin que la muerte al ojo estorbo sea,

dijo, desde la pura acción, nuestro capitán Francisco de


Aldana. Finitud, temporalidad, muerte, historicidad e
Historia son conceptos reciamente trabados entre sí
dentro del agudísimo y coherente pensamiento de Hei-
degger. "La historia, en tanto modo de ser de la humana
existencia, tiene sus raíces tan esencialmente ahincadas
en el futuro, que la muerte, como posibilidad la más ca-
racterizada de ese existir, revierte a la existencia pre-
cursora a su condición facticia de estar arrojada (a ser
en el mundo), y de ese modo presta al pasado su pecu-
liar jerarquía en el dominio de lo histórico. El auténtico
ser a muerte, esto es, la finitud de la temporalidad, es
el oculto fundamento de la historicidad de la existen-
cia humana" 24.

SEGURIDAD ANIMAL, INSEGURIDAD HUMANA

Tal vez sea ya posible reducir a clara y ordenada


sinopsis los apuntes de nuestro recorrido. El animal
nace, muda y muerte; pero su mudanza biológica, regida
23
Sein und Zeit, 382.
24
Sein und Zeit, 386.

59
por el seguro timón del instinto, no constituye una "his-
toria". También el hombre nace, vive biológicamente y
muere; también la vida humana es una mudanza bio-
lógica. Pero la existencia concreta del hombre nos
muestra un nuevo modo de mudar superpuesto al bioló-
gico o finamente imbricado con él: es el mudar "histó-
rico", a través del cual van ensayando los hombres di-
versos modos de serlo.
¿En virtud de qué muda el hombre históricamente?
La raíz más honda y común de todas las respuestas dice
así: muda el hombre históricamente porque en el fondo
de su ser hay una peculiar "tensión" ontológica, cuya
raíz es el advertimiento de que su vida es un ir mu-
riendo. Esa tensión ha sido bautizada en la historia con
distintos nombres, según la situación personal e histó-
rica del ocasional bautista: inquietudo, "agonía", inse-
curitas, "angustia" son tal vez los más caracterizados.
¿Cómo se expresa de hecho esa desacordada ten-
sión ontológica? ¿Cuál es su traducción óntica? Mire-
mos de cerca la acción del animal y comparemos con
ella la acción humana. La nota más característica de
la existencia animal es tal vez la "seguridad". Hállase
el animal en permanente e inmediata conexión funcio-
nal con el conjunto de estímulos específicos que le ro-
dean y constituyen "su" ambiente; y llega a hacer algo,
rompe a moverse animalmente cuando, directamente
incitada por una cierta constelación de estímulos am-
bientales, la potencia vital de uno de sus instintos—ham-
bre, sueño, apetito sexual, tendencia al movimiento, et-

60
cétera— alcanza un cierto nivel, que puede ser llamado
"de efectuación". Pues bien: contemplando desde fuera
la conducta de un animal, advertiremos sin esfuerzo que
para él, en el momento de hacer algo, no hay sino aque-
llo que hace. Si ponemos a un perro hambriento ante
su pitanza, acude a ella prendido, absorto por el estí-
mulo en que el alimento consiste. Condúcese aquel perro
como si entonces no existiese para él cosa distinta de
la presa que le atrae: nada se interpone, por tanto, entre
el estímulo y el apetito, y esta inmediatez entre el animal
y su ambiente—representado en cada momento por la
parcela cuyo estímulo desencadena la reacción instinti-
va: presa, hembra, látigo, etc.'—es,lo que permite hablar
de su "seguridad". El ambiente en que el animal se
mueve le impedirá a veces satisfacer su instinto, hará
incómoda otras esta satisfacción e incluso podrá ser
para él causa de muerte. Pero hasta cuando se mueve
hacia la muerte va "seguro" el animal, porque entonces
no existe para él otro camino sino aquel a cuyo término
ha de morir. Basta tal vez haber contemplado la so-
berbia seguridad con que el toro, ciegamente atraído por
el engaño del matador'—esto es: no viendo entonces
sino ese engaño—, se adelanta amenazador hacia el
hierro que ha de matarle.
Miremos ahora una acción humana. Hay ocasiones
en que la acción del hombre se acerca bastante a la pura
instintividad de la acción animal: el orgasmo sexual o
el acto de beber un sediento pueden servir como ejem-
plo. Hállase el hombre entonces casi inmediatamente

61
fundido con la parcela de su mundo que estimula su
movimiento instintivo; pero, desde luego, sólo casi. En
todas las acciones auténticamente humanas—y esto las
separa toto coelo de las acciones meramente instinti-
vas—hay siempre una "distancia" medianera entre el
hombre y la parcela de su mundo que constituye la ma-
teria de su acción, y hasta entre el hombre y su acción
misma. He dicho una "distancia", no un "vacío". Ese
hiato está "lleno". ¿De qué? Voy a decirlo con una frase
poética, que inmediatamente trataré de reducir a con-
ceptos: ese hiato entre el hombre y lo que hace está
lleno de ensueños; o, mejor aún, de ensueños y de cadá-
veres de ensueños.
Cuando el hombre hace algo por su propia volun-
tad—describir una carta, montar una máquina o disparar
un arma—, hace ese "algo" porque es lo que entonces
quiere hacer. Quiere hacer aquello, puede hacerlo y lo
hace. Bien. Pero ¿quiere hacer el hombre, en el momento
de hacer algo, sólo ese "algo" que en aquel momento
hace? Basta tal vez preguntarlo para advertir que la
respuesta ha de ser forzosamente negativa. Tácita o
expresamente, con turbia imprecisión o con articulada
lucidez, todo hombre querría hacer, en el momento de
hacer algo, muchas más cosas de las que entonces hace.
Sea más precisa la expresión: querría hacer una infini-
dad de cosas y, por imperativo de su propia tempora-
lidad—la vida temporal del hombre consiste en un ro-
sario de acciones anudadas una a una—, sólo una le es
hacedera. Entre el hombre y aquello que hace se inter-

62
pone á modo de impalpable y perturbadora argamasa
todo cuanto quisiera y no puede hacer.
¿Cómo está constituida esa masa de ensueños—va-
gos o precisos, urgentes o livianos—que el hombre qui-
siera y no puede actualizar? Las respuestas individuales
serían extremadamente diversas. Mas también cabe
tomar la pregunta con radicalidad y rigor intelectual.
Quien así se disponga ante ella, distinguirá en la res-
puesta dos ámbitos estrictamente distintos entre sí.
Veámoslos.
1. El hombre quisiera hacer, en principio, todo lo
que piensa o sueña que se puede hacer. O, transpor-
tando la idea al dominio ontológico: el hombre quisiera
ser todo lo que piensa o sueña que se puede ser. Re-
cordemos aquello de Unamuno: "quiero ser yo y, sin
dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme la to-
talidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a
lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable
del tiempo..." Muchos siglos antes había dicho Solón
que cuando el hombre posee lo más que puede poseer,
extiende su mano para alcanzar el doble. Y cuando al
comienzo de la Historia hubieron de ser tentados los
hombres, no les prometió la serpiente el goce de tal o
cual bien concreto, sino la posesión de todos los posi-
bles: "Seréis como dioses", les dijo. De otro modo: el
hombre, en principio, anhela su propia infinitud. Quiere
ser, en expresión de San Pedro, "participante de la na-
turaleza divina" {II Petr., I, 4 ) , aunque muchas veces
no sepa decirlo con estas palabras.

63
2. En otro ámbito más reducido, quisiera el hom-
bre hacer gran parte de lo que en el momento de hacer
algo podría él mismo hacer, si no se viese forzado a
elegir una sola cosa, el singular "algo" que en aquel
momento hace. La biografía de un hombre—dotes na-
tivas, educación, mundo histórico-social en que vive—•
otórgale en cada momento la posibilidad de hacer mu-
chas cosas o, por lo menos, la de elegir entre algunas.
Ahora mismo, sin salir de la habitación en que estoy,
puedo seguir escribiendo estas superfluidaes en que
ahora me ocupo, leer un libro agradable o descansar có-
modamente, soñando mil y mil personales utopías. Todo
esto y algo más me es enteramente apetecible y hace-
dero. Y, sin embargo, por ser mi existencia humana
como es, por tener que hacer una cosa tras otra, he de
resignarme a ejecutar un único programa, en este caso
el duro programa de seguir escribiendo. El hombre hace
lo que hace y es lo que es eligiendo entre otros igual-
mente posibles un modo de ser y una acción personal.
Cada modo de ser y cada acción que elijo llevan en
torno, a modo de invisible e inquietante orla, los cadá-
veres virginales de todas las acciones y de todos los
modos de ser en aquella sazón apetecidos y no usados.
Esta irrenunciable condición de ver como posibles
y soñar como imposibles muchas cosas antes de hacer
y ser una sola, crea la antes mentada "distancia" entre
el hombre y su acción. Entre el animal y la parcela de
su ambiente que le estimula no hay distancia. Entre el
hombre y su mundo se interpone siempre una zona me-

64
dianera extraordinariamente compleja. La fracción de
esa zona medianera más próxima al mundo presente
—desde un punto de vista ontológico, ya se entiende'—
está constituida por la idea de lo que se ve y el pro-
yecto de lo que se hace. Nada vemos sin interpretarlo
teóricamente y nada hacemos como hombres sin pro-
yectarlo precursoramente, aunque la interpretación sea
a veces rudísima o errónea y el proyecto vago o torpe.
La necesidad ineludible de interpretar lo que ve con-
ducirá al hombre a una teoría del mundo y de sí mismo;
el imperativo de proyectar lo que hace imprime necesa-
riamente a lo hecho un cierto artificio y da lugar, cuan-
do los artificios están sistemáticamente ordenados, a
esos repertorios de proyectos de acción que llamamos
técnicas.
Entre todos los ingredientes que "rellenan" el hiato
interpuesto entre el hombre y su mundo, la teoría y el
artificio son los dos ontológicamente más próximos a la
realidad: en el mejor de los casos pueden ser hasta una
adaequatio intellectus et rei, como diría un escolástico.
No son, sin embargo, los únicos, aunque sean los más
vivos y operantes. Junto a los ingredientes que el hom-
bre inventa y actualiza — teoría y artificio—están los que
crea y se ve obligado a matar: proyectos de existencia
posibles y no actualizados, proyectos de existencia im-
posibles y soñados. Una tupida e impalpable mixtura
de teorías, artificios, posibilidades muertas y ensueños
imposibles se interpone siempre entre el hombre y su
mundo, hasta en aquellos momentos en que más vital-

65
mente se funde con él. Esta movediza zona intermedia
da una radical e ineludible "inseguridad" al contacto
del hombre con su mundo. El animal vive "seguramen-
te", aun en medio de la amenaza, porque en el momento
de hacer algo no hay para él sino aquello que hace. El
hombre vive "inseguramente", aun en medio de la bo-
nanza, porque, haciendo su vida, siente con más o me-
nos claridad que podría y querría hacer al mismo tiem-
po una infinidad de vidas distintas de la que hace. Vivir
humanamente es siempre decidirse y resignarse a ser
un hombre, el hombre concreto y perecedero que uno
es, pudiendo uno ser mucho más y queriendo ser infi-
nitamente más de lo que es. Por eso puede decir Peter
W u s t que el hombre es un animal insecurum 25, y por
eso Unamuno, siguiendo a San Agustín, puede llamarle
"animal enfermo". La "inseguridad" del hombre, como
su original y originaria "enfermedad", proceden de la
misma raíz: la ya descrita tensión discordante entre la
finitud sentida y la infinitud creída o soñada.
La relación del hombre con su mundo lleva siempre
la huella de la inseguridad. ¿Y la relación del hombre
consigo mismo? Está el hombre inseguro porque, ha-
ciendo algo, podría y querría hacer cosas que no hace.
Pero ¿por qué no puede hacerlas? La respuesta es inme-
diata. No puede hacerlas porque, siendo hombre, vese
forzado por imperativo de su identidad a no poder dejar
de ser hombre: si yo sé algo del águila, no es hacién-

Ungewissheit uncí Wagnis, Salzburgo, 1937.

66
dome águila, porque entonces dejaría de ser hombre,
sino viendo águilas y teorizando en mi mente acerca del
águila 2e. No puede, además, porque el espacio y el
tiempo de su cuerpo tienen un límite: ni sus manos lle-
gan a todas partes, ni puede dejar de morir 27. La inse-
guridad frente al mundo revela la angustia de la pro-
pia fínitud que el hombre siente cuando se queda solo
consigo mismo. Si uno se halla a sí mismo "inseguro"
cuando se enfrenta con el mundo, hállase "angustiado"
cuando se encara con su propia existencia. Y se angus-
tia, se siente "angosto", porque su humana existencia
advierte con claridad mayor o menor la angostura de
tener que vivir finitamente en el mundo queriendo vivir
infinitamente y, como decía San Pedro, "participar de
la naturaleza divina".
El hombre solo consigo mismo se angustia, se siente
angosto. Dice Valéry que un hombre solo está siempre
en mala compañía. Si esa "soledad" se interpreta con
radicalidad metafísica, tiene razón el poeta, porque uno
26
Dijo Platón que para que el ojo pueda ver al Sol es preciso que él
mismo sea helioidés, semejante al Sol. Goethe parafraseó la idea platónica
en sus dos conocidos versos:

Wár' nichí das Auge sonnenhaft,


Die Sonne kónní es nie erblicken.

Para que yo sepa del Sol o del águila es preciso que yo, en alguna medida,
pueda ser "helioideo" y "aquíleo". Pero ¿me satisfacen, por ventura, los
saberes que acerca del Sol y del águila me da esta lejanísima imitación
mental que yo hago del ser del Sol y del ser del águila?
27
Los "cuerpos gloriosos" de los que se salvan serán plenamente sa-
tisfactorios por BU inmortalidad (ilimitación temporal) y por su agilidad
(ilimitación espacial).

67
está entonces con la angustia, y la angustia no es com-
pañía buena. "No es bueno que el hombre esté solo",
dijo Yahvé (Gen., II, 18) viendo la soledad de Adán,
y hasta antes de que éste hubiese pecado. Por eso el
hombre no se queda radicalmente solo consigo mismo,
ni siquiera cuando más solo parece estar. Espoleado por
la angustia de su soledad, impelido por esa discordante
tensión de su ser entre la finitud sentida y la soñada
infinitud, el hombre sale de sí mismo. Saliendo de sí,
hace el hombre su vida, se hace a sí mismo; y, a la vez,
busca compañía sosegadora y suficiente a su soledad.

68
CAPÍTULO III

LA SALIDA D E SI MISMO

¿c ÓMO sale el hombre de sí? ¿Qué compañía busca


y encuentra? Es fácil encontrar una respuesta genérica
a la primera de estas dos interrogaciones: el hombre
sale de sí mismo mediante la acción. La acción humana
es el movimiento desde un modo de ser hombre y uno
mismo a otro modo de ser hombre y uno mismo. La
acción de leer un libro, por ejemplo, no me impide seguir
siendo hombre y yo mismo, pero mi modo de serlo es
distinto después de la lectura.
Pero decir que el hombre sale de sí mismo mediante
la acción no es decir mucho, porque la oración y el pen-
samiento son acciones, tanto como pueden serlo pintar
un cuadro o comer una naranja. Habremos de pregun-
tarnos, en consecuencia, por los modos típicos de que
el hombre dispone para salir de sí mismo. Cinco son
estos, según mi cuenta.

69
1. LA SALIDA MÍSTICA

Mueve al hombre a salir de sí mismo la discordante


tensión que en los senos de su ser existe entre la fíni-
tud sentida y la infinitud querida y soñada. Pues bien:
además de querer la propia infinitud, puede uno creer en
ella. Por la revelación sabe el hombre que está hecho
"a imagen y semejanza de Dios"; y así, para todos
aquellos que verdaderamente creen en la verdad reve-
lada, la infinitud no es sólo un concepto o una mera
posibilidad, sino un ser real, el ser realísimo de Dios.
El ser infinito de Dios ha creado de la nada el ser finito
del hombre; pero, haciéndole a su imagen y semejanza,
le dota de una cierta infinitud que podríamos llamar "de
segunda mano". Más aún: la creación es también per-
manente sustentación. Existe el hombre y sigue exis-
tiendo en cuanto su existencia, en su más recóndito hon-
dón ontológico, descansa permanentemente en la reali-
dad infinita de Dios. El ser de las criaturas, y por modo
eminente el del hombre, echa sus últimas raíces en el
ser creador de Dios. "He aquí que Vos estabais dentro
de mí", dice a Dios San Agustín (Conf,, X, 27).
Cuando un hombre sabe creyentemente que en el
fondo mismo de su persona está la realidad personal e
infinita de Dios, dando a su ser última sustentación on-
tológica—esto es, haciendo que sea^—, puede muy bien
enderezar su vida hacia la conquista de esa divina infi-
nitud desde lo que de infinito hay en su espíritu humano
y creado. El tipo más puro de estos conquistadores de

70
Dios es el místico. El místico sale de sí mismo a través
de sí. A fuerza de ensimismarse vive sin vivir en sí,
porque ha llegado a advertir sobrenaturalmente el des-
canso natural de su persona en Aquel que la hace ser.
Ascendat (homo) per semetipsum supra semetipsum,
per cognitionem sui ad cognitionem Dei, decía Ricardo
de San Víctor, y repiten con él todos los místicos. "He
aquí que yo—había escrito San Agustín—, subiendo
por mi alma a Vos, que permanecéis muy por encima
de ella, traspasaré esta potencia mía que se llama me-
moria en mi anhelo de llegar a Vos por el lado por
donde sois accesible..." (Conf,, X, 17). Asciende el mís-
tico a través de sí mismo para salir de su soledad y ha-
llar la más plenaria de las compañías. Métese en sí mis-
mo y a fuerza de ensimismarse, negando todo lo que es
adjetivo en su ser, llega a encontrar la realidad divina en
que ese ser suyo descansa y hace de ella su compañía.
Apenas es necesario decir que la acción mística,
considerada en sí misma, está situada allende la His-
toria. Los arrobos místicos de San Juan de la Cruz, por
ejemplo, son acciones personales formalmente ajenas a
la trama de sucesos convividos que llamamos históricos;
tan ajenos, que si San Juan de la Cruz no los hubiese
contado-—y los contó en tanto era místico escritor, no
por el simple hecho de ser místico-—no habrían tenido
influencia alguna sobre el curso de la Historia Univer-
sal 1. Sólo cuando el místico sale de su trance y vierte

El paso de Rubicón por César figura en nuestras "Historias Univer-

71
su persona hacia los demás—escribiendo, fundando Or-
denes religiosas, aconsejando a gobernantes, etc.—exis-
te como verdadero actor de la Historia. Cuando el hom-
bre busca la infinitud dentro de sí mismo, se pone por
encima del acontecer histórico, se extrahistorinca por
sublimación.

2. LA SALIDA INSTINTIVA

Si el hombre puede salir de sí mismo por la vía es-


condida de su intimidad, también puede salir de sí y
derramar su existencia por las calientes acequias de su
vida instintiva. El místico sale de sí mismo hacia den-
tro; el hombre instintivo sale de sí mismo hacia fuera.
Quien habitualmente se entrega a la satisfacción de su
instinto, intenta anular la angustia de su soledad con-
fundiéndose con las parcelas de su mundo que ocasio-
nalmente sirven de estímulo a su vida instintiva: la com-
pañía se trueca en confusión. Ahora ya no existe en el
alma aquella discordante tensión entre la sentida fini-
tud del vivir terreno y la anhelada infinitud de un vivir
plenario y eterno 2; pero así como el místico anula la

sales" porque alguien lo contó. Pero, aunque nadie lo hubiese relatado, la


Historia Universal no sería la que ha sido sin esa acción de César. La his-
toria del Oriente Antiguo está llena de sucesos muy importantes para el
curso de la Historia Universal, de los cuales apenas tenemos noticia.
2
La eternidad, según Boecio, es a la vez una "vida interminable" y una
"posesión entera y perfecta" de esa vida.

72
angustia de esa tensión a fuerza de buscar en sí mismo
la infinitud en que cree, el hombre instintivo intenta ma-
tarla sepultándose en la pura finitud de la vida somá-
tica 3.
En rigor, el movimiento instintivo puro—en cuanto
el hombre es capaz de deshombrecerse, como decía Que-
vedo, y cumplir actos instintivos puros—está al margen
de la Historia. Buscar el placer de un plato sabroso,
desvivirse por gozar "fembras placenteras" y compla-
cerse en dominar a los otros hombres o al mundo pue-
den no ser acciones históricas, sobre todo si el hombre
que las cumple busca exclusivamente el placer instin-
tivo que el puro hecho de cumplirlas lleva consigo. Mas
como la vida del hombre, por imperativo de la propia
naturaleza humana—-esto es, por el hecho de ser el hom-
bre una persona actualizada a través de un cuerpo—,
está organizada social e históricamente, los actos ins-
tintivos humanos tienen casi siempre una proyección ge-
nuinamente histórica. La economía, la familia, la polí-
tica, etc., son los cauces por los cuales llegan a la His-
toria los actos instintivos del hombre, hasta cuando éste
quiere limitar a la mera instintividad su salida de sí
mismo 4.
3
Los panteístas de la Vida ("eterno retorno", freudismo metafísico, et-
cétera) no vacilarán en afirmar que también saliendo de uno mismo por la
vía del instinto se llega, por "confusión", a una cierta infinitud,
4
Quiero eliminar de quien me lea un posible error interpretativo. N o
se me oculta que todo hombre, por el hecho de serlo, sea místico o sibarita,
cumple acciones instintivas y, por lo tanto, "sale de sí" por la vía de la
instintividad. La diferencia está en que el hombre religioso cumple la acción

73
3. LA SALIDA AGÓNICA

El místico, dije, sale de sí a fuerza de quedarse con-


sigo mismo. Busca a través de sí mismo la sosegadora
e infinita compañía de Dios, persigúela creyentemente
y la encuentra. Pero ¿y el hombre que anhela la infini-
tud sin acabar de creer en ella? Quiere creer en Dios,
busca tal vez un descanso en El y no encuentra fuerza
propia ni ajena para creer en algo más que en sí mismo.
Son estos hombres místicos en extravío, angustiada y

instintiva con intención de salvación—así el santo en cuanto tal—, el polí-


tico de veras poniéndola al servicio de su intención histórica y el hombre
instintivo con intención puramente instintiva, de puro placer. Pero el hom-
bre, por muy instintivo que quiera ser, es siempre una persona y nunca
puede reducirse a un manojo de instintos biológicos.
Pocos problemas antropológicos están peor planteados que el del ins-
tinto. La tendencia a interpretar biológicamente la vida humana y convertir
la biografía en biología—tan tentadora cuando se trata de estudiar la acti-
vidad del instinto—, ha llevado a ver los instintos del hombre como si fuesen
zoología pura; como si no hubiese instintos privativamente humanos, no
zoológicos, en la vida personal del hombre. Si un instinto es, en su raíz, la
tendencia natural y espontánea de un ser viviente a su operación, el ser
viviente llamado "hombre" es titular de "instintos" diferentes del hambre, el
sexo y el ansia de poderío; y, por otra parte, ejercita de modo esencialmente
distinto del zoológico su natural tendencia a satisfacer sus apetitos nutricio,
sexual y de poderío.
Para una discusión fundamental de la instintividad humana podría servir
como base la enumeración que hace Aristóteles de los bienes exteriores o
móviles externos del apetito humano. Distingue cinco: la riqueza f'pZoti-
tos), el honor (timé), el placer (hedoné), el poder (politiké dynamis) y la
gloria o fama (dóxa) (Ethic. Nic, I, 3, 8 et passim). Sobre el apetito de
gloria véase lo que luego se dice.
Para no complicar mi exposición con una digresión demasiado amplia e
importante, en toda ella uso la palabra "instinto" en el sentido hoy habitual.

74
agónicamente instalados en la tensión de saberse finitos
y querer creer en la propia infinitud. ¿No es ésta la idea
que acerca del hombre Unamuno se obtiene leyendo su
obra literaria, y la interpretación que él mismo da acer-
ca de Pascal, de Kierkegaard o de Senancour? Si se
sabe entender la expresión conceptual y no estimativa-
mente, podría decirse que estos hombres son "ensimis-
mados intrascendentes". Viven consigo mismos, mas no
logran pasar de sí mismos; y de este quedarse en vilo,
apoyados en la radical insuficiencia ontológica de su
propio ser humano, nace su permanente congoja. Decía
Platón que la filosofía es un secreto diálogo de un
hombre consigo mismo. Entonces ¿serán los filósofos
puros—-esto es, aquellos que no tienen algo de místi-
cos—hombres ensimismados que no saben trascenderse
a sí mismos? No otra es, si bien se mira, la última raíz
de aquel pensamiento de Ortega y Gasset, según el cual
la Filosofía habría nacido de la "desesperación" 5.

4. LA AVENTURA IDEAL

También pueden salir los hombres de sí mismos ha-


cia el mundo del ensueño. La condición libre y espiri-
tual de la naturaleza humana le permite al hombre ma-

5
Vide el prólogo a la trad. castellana de la Historia de la Filosofía, de
Bréhier. La afirmación de Ortega debe ser entendida, claro está, cum grano
salís.

75
nejar, aparte las cosas reales de su entorno, más o
menos modificadas por el artificio técnico, también las
imágenes de las cosas, las ideas de las cosas y las arbi-
trarias modificaciones que su interna libertad introduce
en las imágenes y las ideas de esas cosas reales. Ade-
más de manejar su mundo real con las manos de su
cuerpo y su capacidad de artificio, maneja el hombre,
merced a las invisibles manos de su espíritu, un tras-
mundo o mundo ideal compuesto de imágenes, imagi-
naciones, fantasías, intuiciones de la inteligencia, con-
ceptos e imaginaciones o ensoñaciones conceptuales. Es
el mundo en que viven el poeta y el intelectual en el
momento de su creación y el mundo a que se sienten
conducidos quienes, por obra de lectura o audición, pe-
netran de verdad en los senos de una obra poética e
intelectual ajena.
Ved a ese hombre que, sentado en un sillón, se en-
trega, absorto, a la lectura de un libro imaginativo.
¿Dónde está verdaderamente ese hombre, dónde vive
su alma en el momento de la lectura? Los observadores
superficiales dirán: está ensimismado. No aciertan. Ese
hombre no está en sí mismo, sino fuera de sí. Mas no
como el frenético o el orgiasta, que están "fuera de sí"
en el mundo exteror. El lector absorto está "fuera de
sí" en su mundo interior. Vive en un mundo imaginario,
utópico, y durante la fugaz estancia de su alma en el
fingido reino de su ensueño siente calmarse la congoja
de tener que vivir en este mundo real, finito y esencial-
mente insatisfactorio. El hombre ha salido de sí, bus-

76
cando la compañía de sus propios sueños. Pronto debe
volver, sin embargo, a la áspera realidad de que se
evadió 6.

5. LA COMPAÑÍA DEL HOMBRE

Puede el hombre, en fin, salir de sí mismo buscando


la compañía de otros hombres. Es cierto que muchos
de nuestros actos instintivos tienen en otros hombres el
término natural de su acción. Pero, en tal caso, el hom-
bre exterior a nosotros no actúa como persona, sino

6
Todo hombre dispone de un mundo utópico, hacia el cual se evade
de cuando en cuando. Unos lo encuentran leyendo novelas, otros haciendo
matemáticas o lingüística, otros ideando mundos política y socialmente más
felices. Todos ellos—el lector de novelas, el teórico de la ciencia y el soñador
político—salen de sí para vivir ocasionalmente en un mundo soñado más
o menos próximo a la realidad..
Esta salida de uno mismo hacia un mundo ideal es la raíz común de las
acciones humanas más específicamente creadoras, poéticas, como diría un
griego. La creación o poiesis puede adoptar tres modos fundamentales:
1. El modo evasivo, propio de las creaciones imaginativas (literarias,
plásticas, etc.). El poeta stricto sensu, el pintor, el músico creador, etc., se
evaden siempre desde el mundo real hacia el mundo de su utopía. ¿Qué bus-
can? Sépanlo o no lo sepan, buscan a Dios. En el peor de los casos, el "Dios
desconocido" de que San Pablo habló a los atenienses.
2. El modo teorético: creaciones intelectuales propiamente dichas. El
filósofo y el hombre de ciencia se evaden también del mundo real, pero lo
hacen a otro que, en la intención de su creador, al menos, está unívocamente
relacionado con la realidad. La mecánica atómica o las categorías kantianas
son creaciones que tratan de expresar lo que en la realidad "es" o "sucede".
3. El modo técnico: creación de instrumentos al servicio inmediato de
los fines vitales. Con su acción creadora, no intenta ahora el hombre eva-
dirse del mundo real, sino modificarlo con arreglo a sus fines.

77
como mero estímulo de nuestra instintividad. Cuando
un acto sexual, por ejemplo, es puramente instintivo—lo
cual sólo acontece en la medida en que un hombre
puede hacerse puro instinto—, la mujer no es tal "mu-
jer", sino "hembra"; no es una persona femenilmente
sexuada, sino un cuerpo vivo sexualmente apetecible.
Mas no es éste el modo de buscar y hallar a los otros
hombres a que ahora me refiero.
Sólo halla el hombre compañía propiamente dicha
cuando trata con realidades personales, con "personas":
la realidad personal de Dios o la realidad personal de
los otros hombres. El trato con la realidad personal
de Dios es dado al hombre cuando sabe vivir religiosa-
mente, y por modo eminente al místico. Alcanzamos
trato con la realidad personal de los otros hombres a
merced de nuestra convivencia con ellos. Pero aquí se
nos adelantan con urgencia un problema ineludible y
una distinción necesaria.
¿Cómo convivimos con los otros hombres, en tanto
personas? La respuesta es por demás evidente: convi-
vimos con los otros hombres haciendo una vida común
con ellos, o haciéndoles participar en nuestra vida pro-
pia, o participando de alguna manera en la suya. Con-
vivo, por ejemplo, con todos los que oyen un concierto
al mismo tiempo que yo, o con aquellos de mis alum-
nos que verdaderamente participan de mi pensamiento
cuando me oyen una lección, o con el amigo cuya des-
gracia verdaderamente me apena. Mas la pregunta an-
terior subsiste íntegra: ¿cómo convivimos con los otros

78
hombres, cómo llega a ser efectiva esa "participación"
en la vida ajena? En otro lugar 7 he intentado demos-
trar que la única respuesta suficiente dice así: el hom-
bre convive como persona con otras personas humanas
coejecutando los mismos actos espirituales. Hallaré,
pues, verdadera compañía humana, cuando la persona
que está conmigo ejecute los mismos actos espirituales
que yo. Más precisamente: cuando yo crea que los eje-
cuta; cuando, por el hecho de hallarse apoyadas nues-
tras personas en el suelo de una misma creencia—his-
tórica o trascendente, poco importa a este respecto—,
sentimos los dos una comunidad en nuestro destino ca-
paz de hacernos creer que es verdadera esa coejecución
de nuestros actos espirituales. Toda convivencia, para
ser verdadera, ha de apoyarse en una confidencia y en
una confianza; esto es, en una comunidad de fe y de
esperanza entre las personas que conviven.
Las vías a través de las cuales se convive con otras
personas son tan varias como las acciones del hombre.
La acción vital, cuando no es puramente instintiva; la
palabra hablada o escrita; la obra de arte, en tanto se
halla intencionalmente enderezada a la contemplación
de los demás; la caricia y la agresión material; la ex-
presión mímica, son otros tantos cauces por los cuales
puede el hombre buscar y hallar la compañía de otros
hombres.
Impónese aquí, sin embargo, la distinción de que

7
Medicina e Historia, Madrid, 1941, cap. III.

79
antes hablé. Porque la convivencia con otras personas
adopta dos modos fundamentalmente distintos: puede
ser privada; puede ser también pública o histórica.
El hombre que departe con sus hijos o sus amigos
en una sobremesa familiar y el que conversa con la
mujer amada acerca de temas sólo a ellos dos concer-
nientes, ejercitan un modo de convivencia estrictamen-
te privado. Ni hay en ellos voluntad de "hacer Histo-
ria", ni de hecho la hacen. La convivencia se agota en
la mera coejecución de actos espirituales: ninguno de
los que así conviven trata de proyectar su personal ac-
ción a ese ámbito de acciones humanas colectivas que
llamamos Historia 8. En tales casos, el hombre que con-
vive ha salido de sí buscando la nuda y simple compa-
ñía de los demás.
Mas la convivencia puede ser también pública o
histórica. El político que habla a sus fieles, el general
que da una orden de ataque y el pintor que muestra
sus cuadros conviven pública o históricamente con sus
secuaces, sus soldados y sus admiradores. La acción
coejecutada está intencionalmente dirigida a la publi-

8
N o quiere esto decir que el modo privado de la convivencia humana
sea enteramente ajeno a la Historia. Los que conviven privadamente existen
y coexisten en una determinada situación histórica: hablan un cierto idioma,
hállanse instalados sobre ciertas creencias, etc. Lo que falta a la convivencia
privada es la intención de "hacer Historia".
Aristóteles (Ethic. Nic, I, 3, 1095 b) distingue tres modos fundamentales
de vivir: la vida hedonística o biológica, la vida política y la vida teorética.
El bios politikós de Aristóteles es el modo de hacer la propia vida que ha
llamado convivencial, y singularmente su variedad pública o histórica.

80
cidad, y en sus senos late el ánimo de modificar poco
o mucho el destino histórico de los demás hombres.
Cuantas veces haga publicar sus versos el poeta, y sus
especulaciones el filósofo; cuantas veces exponga el pin-
tor, enseñe el docente, venda el industrial y hable el
político, ellos y los que con ellos participan en su mis-
mo empeño-— leyendo, viendo, oyendo, comprando, et-
cétera—cumplen una acción genuinamente histórica. La
convivencia no se agota ahora en la simple coejecución
de actos espirituales: quienes así conviven quieren, con
voluntad más o menos expresa y alertada, que esa co-
ejecución tenga importancia suficiente para influir en el
curso de la Historia. Y este influjo no depende prima-
riamente de la índole del acto coejecutado, sino de su
pública trascendencia: una comida, un discurso, una
batalla—cualquier acción humana, en suma—pueden
ser ejecutados con intención de hacer Historia y alcan-
zar importancia histórica verdadera.

FAMA Y ACCIÓN HISTÓRICA

El hombre "hace Historia" saliendo de sí: haciendo


Historia, intenta eludir la angustia de su propia sole-
dad mediante una acción convivida pública o histórica-
mente por otras personas. Esta acción puede consistir,
como ya dije, en repetir algo que otros hicieron ante-
riormente, en imitar algo que otros están haciendo en
aquel momento o en crear algo que los demás coejecu-

81
6
ten luego por comprensión admirativa, repetición o imi-
tación. Pero, sea cualquiera el modo típico y la singu-
lar peculiaridad de esa acción, ¿qué busca el hombre
con ella? ¿Busca la compañía de otras personas, como
acontece en el modo de convivir que he llamado pri-
vado? La respuesta tiene que ser negativa, por poco
que se la medite. En la acción y en la convivencia his-
tórica no busca el hombre la compañía de las personas
que con él conviven. Estas no pasan de ser pretextos
necesarios para el logro de otro propósito más empe-
ñado y secreto. Dichas las cosas en corto y por dere-
cho: con sus acciones intencionalmente históricas no
busca el hombre sino la compañía actual o posible de su
propia "[ama". Al hombre que hace algo con intención
genuinamente "histórica" sólo le importa la compañía
de los demás en cuanto, por el hecho de coejecutar con
él ese "algo", se convierten en portavoces de su nombre
y coautores de su destino; esto es, en cuanto contribu-
yen activa o pasivamente a su prestigio en el presente
y a su inmortalidad en el futuro. Claro es que tan escan-
daloso aserto necesita ser inmediatamente aclarado.
No pretendo afirmar, quede esto claro, que sólo por
buscar fama ejecute el hombre acciones efectivamente
históricas. La vida del hombre está inserta en un mundo
histórico-social, y ello determina que casi todos sus ac-
tos, por muy privado que su ámbito sea o muy instin-
tiva su intención, tengan o puedan tener una proyección
eficaz en la pública escena de la Historia. Cuando Car-
los V engendró a Don Juan de Austria no parece que

82
buscara en Bárbara de Blomberg-una voceadora de su
fama, ni Esaú vendió a Jacob su primogenitura para que
luego se contase. Muchas veces, es cierto, llega el hom-
bre a la Historia a contrapelo de su propia intención;
mas la frecuencia de este hecho no merma la validez
de la tesis antes propuesta. No niego con ella que mu-
chas acciones intencionalmente instintivas o dirigidas
hacia una convivencia personal rigurosamente privada,
tengan o puedan tener efectiva consecuencia histórica;
me limito a sostener que la intención específicamente
histórica de las acciones humanas es el apetito de fama
e inmortalidad. Un hombre puede "hacer Historia"
cuando en realidad no intenta otra cosa que satisfacer
su sed; mas cuando "hace Historia" con voluntad tá-
cita o expresa de hacerla, su intención—tácita o expre-
sa, también—es el logro de una cierta fama y, por con-
siguiente, de una módica o tonante inmortalidad 9. Pero
esa "fama" y esta "inmortalidad", por usar la expre-

8
Un alfarero que se limita a hacer sus vasos por ganar el personal
sustento está movido por un impulso fundamentalmente instintivo, el nutricio.
Pero en cuanto piense que uno de sus vasos puede ser admirado al cabo
de cientos de años, si llega a ser descubierto en alguna excavación, pone en
la fabricación la intención "histórica" de ser mínimamente famoso, de que
"se le nombre".
Viceversa: muchas de las acciones genuinamente históricas cumplidas por
los protagonistas de la Historia fueron engendradas por un impulso no his-
tórico, sino instintivo o privado. En la motivación de la Historia—en la
Historia visible y contada por los historiadores o en la desconocida por falta
de "fuentes"—se imbrican siempre los impulsos instintivos (hambre, sexo,
poderío, etc.) y la intención propiamente histórica: el anhelo de fama e
inmortalidad.

83
sión de Aristóteles, pueden decirse de muchos modos.
La tesis no es precisamente nueva. En su discurso
del Banquete, refiere Sócrates su diálogo inmortal con
Diótima, la forastera de Mantinea. Habla Diótima del
impulso amoroso, cuenta a Sócrates el mito del naci-
miento del Amor (Evos), defínele como una tendencia
natural hacia la inmortalidad y añade: "¿piensas, por
ventura, que Alcestes habría muerto por Admeto, y
Aquiles por la muerte de Patroclo, y vuestro Codro por
la futura realeza de sus hijos, si no hubiesen creído que
perduraría una imperecedera memoria de su virtud, ésta
que de ellos tenemos?" (Symp., 208 c). Hay en todos
los hombres, dice Platón por boca de Diótima, "un po-
tente impulso de hacerse famosos y alcanzar un nombre
inmortal por los siglos de los siglos". La acción histó-
rica sería para Platón fruto de una suerte de fecundi-
dad del alma. Cuanto más excelentes son los hombres,
más aman y anhelan la inmortalidad; y son estos hom-
bres excelentes los que, en virtud de la singular fecun-
didad de su alma, engendran las virtudes ejemplares:
la justicia, la serenidad del ánimo, la sabiduría, el valor
prudente y lúcido 10.
La tesis platónica es bien clara. Los hombres, situa-
dos entre la sabiduría perfecta y la ignorancia total,

10
Según Platón, todos los poetas—esto es, los hombres "creadores"-—
tienen esta fecundidad del alma: poetas en el sentido actual de la palabra,
pensadores originales, inventores, etc. Pero quienes por modo más excelente
la poseen son los políticos que saben regir justa y hábilmente la ciudad.

84
sienten su propia manquedad y tratan de salir de ella
saliendo de sí mismos. El impulso o arrebato en cuya
virtud salen de sí mismos es el amor (érós). El érós cor-
poral mueve al hombre a la procreación y, por lo tanto,
a la inmortalidad, porque los hijos perpetúan al padre.
El érós de las almas es una fecunda tendencia ascen-
dente hacia la verdad, la belleza y el bien. Movidos los
hombres por este impulso erótico, engendran acciones
virtuosas y ejemplares, y así pueden elevarse a la in-
mortalidad (athanasía) que la fama [dóxa) de sus he-
chos les procura. Por eso ha podido decir Diótima a
Sócrates que el érós es un fecundo anhelo de inmorta-
lidad.
Las ideas que antes expuse en torno a la acción his-
tórica vendrían a ser una versión "moderna" de las que
con mente específicamente "griega" enseña Platón en
el Banquete. Mejor dicho: pueden ser una versión mo-
derna del pensamiento platónico si se tiene en cuenta
el profundo cambio que los textos revelados y la His-
toria europea han introducido eñ el modo de entender
la gloria de los hombres (dóxa) y su inmortalidad. A
la historia de tales cambios semánticos me refería cuan-
do, con palabras de Aristóteles, advertí que la "fama'
y la "inmortalidad" pueden decirse de muchos modos.
Tres son, en mi entender, los fundamentales y típicos
de entender la fama: el modo humano, el modo trágico
y el modo trascendente.

85
LA FAMA MUNDANA

Llamo mundano a un modo de entender la fama


que la reduce a ser negocio puramente terrenal. El
hombre que así la entiende, aspira con sus acciones in-
tencionalmente históricas a que se hable de él en el
mundo, a "dar que hablar" en las conversaciones o en
las crónicas de su tiempo y en las Historias de los tiem-
pos futuros u . Quiere vivir y pervivir de tejas abajo, y
con satisfacer los apetitos de su vida instintiva, hallar
compañía en las personas de su entorno y que se hable
de él en vida y después de muerto, tiene más que bas-
tante para ser feliz. El ámbito de la fama buscada no
trasciende, en suma, del mundo histórico-social presen-
te y futuro; aunque, según el decir de Virgilio, llegue
a meter su cabeza entre las nubes:

Fama
parva metu primo, mox sese aítollií in auras
ingrediturque soto et caput ínter nubila condit.
(Aen., IV, 174 sqq.)

"Me debo a mi gloria—decía Napoleón a Mole,


en 1814—. De ella proceden todos mis derechos..."
Apenas cabe dar una expresión más contundente al
11
Aspira a ello con sus acciones intencionalmente históricas. Y lo logra,
tanto con ellas como con las consecuencias históricas de sus acciones inten-
cionalmente instintivas y de las enderezadas al modo de convivencia que llamé
privado. En tal caso, estas acciones son electivamente históricas, aunque no
sea histórica su intención original. N o creo necesaria mayor insistencia.

86
modo mundano de entender la fama. Desde que comien-
za a secularizarse el mundo, allá en la baja Edad Me-
dia, menudea en la Historia esta actitud mundana del
hombre ante la fama de su propia hazaña. Más diré:
apenas falta del ánimo de los hombres, incluidos los más
honda y sinceramente religiosos. El honrado Bernal
Díaz del Castillo ha ido al Nuevo Mundo—él nos lo
dice, sin salirse una línea de su maravillosa naturali-
dad—con el propósito de "ganar esta nueva España,
sirviendo a Dios, al rey y a toda la Cristiandad". Esa
religiosa intención no le impide, sin embargo, escribir
sus propias hazañas "para que digan en los tiempos ve-
nideros: Esto hizo Bernal Díaz del Castillo para que
sus descendientes gocen las loas de sus heroicos he-
chos". En Bernal el anhelo de fama se une todavía a
una voluntad de salvación eterna. Mas cuando la secu-
larización de la vida sea total, la dóxa del hombre que-
dará en ser pura nombradla: es la gloria mundi o vana
gloria de la ascética cristiana 12. Tal es el sentido de la
fama en el mundo histórico habitualmente llamado "mo-
derno" 13.
12
Cuando se consagra a un nuevo Pontífice, se quema sobre su cabeza
un velloncito de estopa, a la vez que se pronuncian las tan repetidas pala-
bras: Sic íransic gloría mundi! El Papa va a ser mundanamente famoso y se
le previene acerca del verdadero valor de esa fama mundana que le aguarda.
13
Esta idea de la Historia como ámbito de una lama puramente mun-
dana es la que crispaba los nervios de Unamuno y le hacía vituperar la obra
de "los que meten bulla en la Historia". "La Historia, la condenada Historia
—decía, aludiendo a este modo mundano de entenderla—nos oprime y ahoga,
impidiendo que nos bañemos en las aguas viva»' de la humanidad eterna"
(Ensayos, I, 269). "El enredar a los hombres en la vida histórica de la

87
LA FAMA TRÁGICA

Más sutil y profundo es el modo de entender la


fama que antes he llamado trágica. En el modo mun-
dano de entenderla, el ámbito de la fama es el mundo
histórico-social, esto es, el mundo exterior. En el modo
que ahora llamo trágico, ese ámbito es el mundo interior
del que ejecuta la acción histórica. Mas no debe pen-
sarse que esa "fama" existente en el mundo interior del
protagonista es tan sólo una complacida o disgustada
reacción personal a la noticia de su fama externa. La
"fama", si se me permite usar esta palabra en una acep-
ción bien distinta de la usual, consiste ahora en la par-
ticipación expresa de la existencia humana en su pro-
pia hazaña. Me explicaré.
¿Qué es la "fama", en el sentido habitual del vo-
cablo? Algo nos dice para la respuesta la etimología:
"fama" viene de pHémé, "lo que ha sido revelado o ma-
nifestado por la palabra". ¿Qué será, entonces, la
"fama" de una hazaña o de un hombre? El Diccionario
de la Academia responde: "Opinión que el común tiene
de la excelencia de un sujeto en su profesión o arte."

nación—escribió otra vez—¿no les distrae y aparta de luchar por su propia


vida eterna?" (Ensayos, I, 216). Luego comentaré más detenidamente estas
ideas de Unamuno.
La conexión de senticlo que para el hombre "moderno" existe entre ¡ama
e inmortalidad aparece con impresionante claridad en un pasaje de Sha-
kespeare. Cuando Casio advierte que su embriaguez ha sido públicamente
conocida, dice a lago: "¡He perdido mi reputación!... ¡He perdido la parte
inmortal de mi ser, y lo que me resta es bestial!..." (Ótelo, acto II, escena III.)

88
La definición es harto restrictiva, porque no sólo a través
de su profesión o arte conquistan los hombres su fama,
ni ésta se refiere sólo a su "excelencia" ~ h a y también
"mala fama", como la que Cervantes dio al pintor Or-
baneja—, ni las cosas y las obras, como el Vesubio o
"las Meninas", dejan de tener su fama. Digamos, pues,
corrigiendo a la Academia, que "fama", en este sen-
tido, es la "opinión que el hombre tiene de una persona,
una obra o una cosa". Y como esa opinión lo es en
tanto ha sido expresada, diremos, en fin, que la fama
de un hombre, de una obra humana o de una cosa na-
tural es lo que el mundo dice acerca del hombre, la obra
o la cosa.
La etimología nos plantea, sin embargo, un proble-
ma semántico bastante más fino. Fama es lo que ha sido
manifestado por la palabra, y en este caso por la pa-
labra de las gentes, del "mundo". ¿Qué es, entonces, lo
que nos revelan las palabras con que el mundo expresa
su opinión acerca de una persona, una obra o una cosa?
Creo que la respuesta es obvia: nos revelan el sentido y
la importancia que para el mundo tienen. Mejor aún:
el sentido y la importancia que van teniendo, puesto que
las opiniones del mundo cambian en el curso de la His-
toria. La fama del Quijote será, por tanto, la historia
del sentido y la importancia que el Quijote ha ido te-
niendo para las generaciones transcurridas desde su
publicación. En suma: la ocasional fama de una hazaña
pasada nos dice cómo los hombres entienden en aquel
momento la influencia que tal remota hazaña tiene sobre

89
el contenido y la figura de su actual existencia histó-
rica. Lo que el Greco supone en la configuración de la
existencia histórica de los hombres de hoy—o, al me-
nos, del común de los hombres cultos—'nos lo revelan
el volumen y la índole de la fama actual del Greco.
Esta raíz semántica de la fama nos pone sobre la
pista de otra posible acepción del término. La hazaña
de un hombre no sólo tiene sentido e importancia para
el mundo que la conoce, mas también para el propio
hombre que la cumple. Pues bien: el modo de entender
la fama que antes llamé trágico se refiere a esa proyec-
ción de lo hecho sobre la existencia del hombre que lo
hace. El ámbito de la fama es ahora el mundo interior
del protagonista, y la "fama" el advertimiento que su
existencia hace dentro de sí misma del sentido y de la
importancia que para ella tiene su propia acción.
V a haciendo el hombre su vida a través de una su-
cesión discontinua de episodios que llamamos "sus ac-
ciones". Todas estas acciones van siendo singularmen-
te planeadas y decididas dentro del proyecto o plan
general de vida que cada hombre tiene. Mas por virtud
de una constitutiva insuficiencia del hombre frente a su
propia vida, la situación en que nuestra existencia se
halla después de ejecutada la acción no corresponde
exactamente a las "previsiones" que respecto a tal ac-
ción nos hicimos antes de emprenderla. La discrepancia
podrá ser máxima o mínima, pero nunca dejará de exis-
tir. Un cuento muy sabido nos habla de cierto mal pin-
tor que contestaba así a quienes le preguntaban por el

90
tema de su cuadro: "Si sale con barbas, San Antón; si
no, la Purísima Concepción." Más o menos, todos ne-
cesitamos acabar nuestras acciones, hasta las más livia-
nas y acostumbradas, para saber si nuestra vida ha ve-
nido a ser tras ellas un hirsuto San Antón o una lam-
piña Inmaculada.
Esta invencible condición de la vida humana exige
que, consumada una acción, se repliegue el hombre en
sí mismo y trate de entender el estado en que quedó su
existencia como resultado de la acción cumplida. Mira
el hombre a su pasado, tiende su vista hacia el incierto
futuro, en tanto éste se halla precursoramente configu-
rado en su proyecto de existencia, e inquiere el sentido
y la importancia que la acción acabada tiene dentro de
esa distensión temporal de sí mismo. Con otras pala-
bras: pregúntase el hombre por la significación que lo
hecho tiene en orden a su propio destino.
Sin una respuesta medianamente satisfactoria a tan
urgente pregunta, nadie podría continuar haciendo su
vida. Cuando uno "no sabe qué pensar" acerca de su
propia situación, el resultado es un estancamiento de
la existencia en la perplejidad. No cabe entonces sino
sentarse, adelantar una rodilla, apoyar el codo sobre
ella, descansar el mentón sobre la palma de la mano,
entornar los ojos y, como el Penseur de Rodin, pensar
y pensar antes de erguirse de nuevo y desgranar en
nuevos pasos la vida propia.
Mas ¿cómo es posible advertir con lucidez suficien-
te el sentido y la importancia que la acción cumplida

91
tiene respecto al destino de la propia existencia? Con-
cede al hombre tal posibilidad una maravillosa condi-
ción de su naturaleza: la de hacerse expresa a sí mis-
ma. La existencia humana tiene la necesidad y la vir-
tud de interpretarse, y lo consigue en cuanto el temple
que primariamente traduce el modo de encontrarse a
sí misma se ordena y articula—se expresa—en un
coherente sistema de noticias. En el mejor de los casos,
de palabras. Entiende el hombre la situación en que se
halla su propia existencia cuando es capaz de "darse
cuenta" de ella, de "contársela" a sí mismo en forma
bien clara y articulada.
He aquí una nueva pheme, un insospechado modo
de la "fama". Es ahora la opinión que el hombre tiene
de sus propias acciones, lo que "se dice" a sí mismo
acerca de lo que hace. Si la fama de una hazaña en el
mundo exterior revela el sentido y la importancia que
esa hazaña va teniendo para el mundo, esta "fama"
íntima revela con expresa claridad el sentido y la im-
portancia que la hazaña cumplida tiene—mejor: va te-
niendo—para la existencia temporal del hombre que la
cumplió u.
Todavía no está suficientemente contestada mi an-
terior pregunta. ¿Cómo advierte el hombre el sentido y
la importancia de su acción respecto al destino de su

14
Los teólogos llaman a la buena fama clara noíitia cum laude. La fama
a secas es, pues, clara noíitia. Y en cuanto esa "clara noticia" de lo que
significa lo que se hace la adquiere uno en sí y por sí mismo, la "fama" de
la propia acción es ésta que llamo trágica.

92
existencia? Antes dije: colocándola mentalmente en la
línea que forman la vida ya hecha y la incierta vida
por hacer, el recuerdo del propio pasado y lo que uno
estima hacedero de sus esperanzas acerca de sí mismo.
El sentido de la acción cumplida transparecerá, por
tanto, si examinamos la situación en que tal acción nos
deja respecto a la totalidad temporal de nuestra pro-
pia existencia; esto es, si miramos esa situación nues-
tra desde el punto de vista de dicha totalidad. Pero la
totalidad de la propia existencia sólo puede ser abar-
cada considerando la propia muerte; tanto más, cuanto
que la muerte es el único suceso de-nuestro futuro sobre
cuya seguridad no podemos dudar. Todo auténtico co-
nocimiento de sí mismo viene a ser una verdadera prae-
meditatio mortis.
En resumen: el sentido provisional que una acción
tiene respecto a la propia existencia sólo puede ser per-
cibido poniendo mentalmente ante la propia muerte la
situación a que tal acción nos condujo 15. La "fama" de
nuestras propias acciones en nuestro mundo interior nos
revela el sentido que tienen frente a la muerte, a nues-
tra propia muerte. Por eso he querido llamar trágico a
este segundo modo de entender la fama. ¿No alcanza

15
Uno sabe que ha de morir, mas no cómo ha de morir. Por eso, la
operación mental de poner ante la propia muerte una situación nuestra sólo
puede ser ejecutada "de hecho" prefigurando imaginativamente uno de los
modos de morir posibles y probables dentro del propio destino, en cuanto
ese destino está a su vez prefigurado en un proyecto de existencia. Esos
diversos modos de morir—unos más que otros, desde luego—constituyen lo
que Rilke llamaba dec eigene Tod, la muerte idónea.

93
a serlo verdaderamente cuando el hombre ve en la
muerte el término absoluto de su propia existencia? La
angustia de pensar que. el ser de nuestra existencia es
un "ser a muerte" hace radicalmente trágica la fama
que ante uno mismo tienen sus propias acciones. Ser
"famoso" es en tal caso una auténtica tragedia: la tra-
gedia del hombre a quien no satisface pensar que sólo
puede ser inmortalizado por la granjeria y la fama mun-
dana de sus obras 16.

LA FAMA TRASCENDENTE

He llamado trascendente al tercer modo de enten-


der la fama. Cuando el hombre tiene certidumbre de
que su vida personal no acaba con su muerte, descubre
eo ipso la existencia de un tercer ámbito para su "fama";
un ámbito que puede ser llamado trascendente. En la
interpretación mundana de la fama, el ámbito de su
propagación era el mundo exterior: es la Pheme que
como diosa inmortal, nuncio de Zeus y pregonera de
la victoria, veneraron los atenienses y luego, bien ar-

16
N o es otro el subsuelo antropológico del género literario llamado "tra-
gedia". ¿Por qué, por ejemplo, es una verdadera "tragedia" la vida de
Macbeth? H e expuesto algunas ideas ajenas y propias acerca del tema en mi
análisis de la "catarsis ex auditu" (en Estudies de Historia de la Medicina
y de Antropología médica, Madrid, 1943, pág. 200 sqq.).
Claramente percibió San Pedro el sentido trágico de la fama puramente
terrena. Omnis caro—escribió—ut {oenam, et omnis gloria eius tanquam [los
foeni: exaruit [oenum, et líos eius decidit (I Peí., I, 24).

94
mada de trompeta, han reproducido los escultores mi-
tologizantes y los fabricantes de tanagras en serie 17.
En la interpretación trágica, el ámbito de la fama es
el mundo interior y aún íntimo del protagonista de una
acción. La fama es ahora una secreta voz, que en los
senos de nuestro ser nos ilustra acerca del sentido que
nuestras acciones van teniendo para nuestra vida. ¿Cuál
es el ámbito de la fama cuando se la entiende de modo
trascendente? Lo diré con muy pocas palabras: el ám-
bito de la mirada de Dios 1S.
Si el ser del hombre ha sido sacado de la nada por
un acto creador de Dios y si su existencia personal no
acaba con la muerte, ésta será, desde luego, término
inexorable de sus acciones terrenales, mas no punto de
referencia para determinar el último sentido y la ver-
dadera importancia de esas acciones. Su sentido defi-
nitivo sólo podrá ser establecido desde el punto de vista
de esa vida perdurable que tras la muerte comienza.

17
Hesiodo cita como diosa a Phéme, "poderosa e inmortal"; pero, según
Wilamowitz, parece entenderla como la maledicencia pública de que el hom-
bre debe sonrojarse. En Baquílides es la pregonera divina, anunciadora de
la victoria. Sófocles, en el Edipo Rey, la llama Phama, y por boca de los
ancianos de Tebas la declara inmortal. La Phama, "la buena mensajera",
como la llama una inscripción de Tusculum, es considerada hija de la espe-
ranza en la victoria.
18
Es el ámbito de la fama en que pensaba San Pablo cuando decía a
los tesalonicenses: loquimur non quasi hominibus placentes, sed Deo, qui
probat corda nostra... nec quaerentes ab hominibus gloriam, ñeque a vobis,
ñeque ab alus (I Thess., II, 4-6). Quiere San Pablo obrar, no para que los
hombres hablen de él con alabanza, sino para que le vea y apruebe Dios,
"que sondea nuestros corazones".

95
¿Quién definirá ese sentido y aquella importancia? No
el hombre, limitado a ver parcial y turbiamente su pro-
pia vida desde dentro de ella misma, sino quien sea
capaz de verla, íntegra y acabada, desde dentro y desde
fuera de ella: Dios, un Dios personal, eterno, creador
y omnividente. El sentido último, definitivo, y la impor-
tancia verdadera de cada una de las acciones huma-
nas son los que éstas adquieren a los ojos de Dios cuan-
do la muerte ha quitado al hombre toda posibilidad de
emprender otras acciones nuevas y de revisar con su
conducta las antiguas. La formulación expresa de ese
sentido y esa importancia, el "juicio" acerca de entram-
bos es justamente lo que los teólogos llaman juicio par-
ticular: el que Dios pronuncia acerca de cada hombre
inmediatamente después de su muerte 19.
¿Qué podrá ser la "fama" para el creyente en una
vida perdurable y en un Dios personal y judicativo, un
Dios que ha querido expresar a los hombres algo de
su verdad y de su ley mediante la Encarnación, la Re-
velación y la ley naturalmente "escrita en el corazón

19
Los juicios del hombre—como tal hombre—sobre el sentido que sus
acciones tienen respecto a su propia existencia son siempre provisionales y
turbios. Son provisionales, porque necesariamente ha de hacerlos antes de su
propia muerte y, por lo tanto, sin contar con una fracción de su vida—su
futuro—capaz de modificar el sentido definitivo de todas las acciones prece-
dentes: el incrédulo puede hacerse creyente, el adepto a una religión puede
convertirse a otra, etc., etc. Son turbios, además, porque la existencia del
hombre puede hacérsele "expresiva", mas no "transparente". Para la mente
humana, el propio ser y hasta su misma expresión en la "conciencia" tienen
siempre un fondo radicalmente misterioso. Nos non possumus capere nos,
decía San Agustín (de an„ IV, 6, 8).

96
de los hombres", como decía San Pablo? Apenas puede
dudarse en la respuesta. Para ese hombre, la fama ver-
dadera estará en el relieve que sus acciones obtengan P
los ojos de Dios: su "buena fama" será la proclama-
ción del mérito de esas acciones suyas respecto a la
vida eterna, su "mala fama" el pregón de su demérito.
La dóxa, que en su interpretación mundana pudo ser
entendida como pura nombradia~\a gloria mundi de la
ascética cristiana—•, hácese ahora para el hombre gloria
aeterna o gloria apud Deum, como dicen los teólogos 20.
Mostré antes el tipo de hombre que sale de sí a tra-
vés de sí mismo para buscar la suprema compañía de
Dios: es el místico, el homo religiosus de la intimidad.
Estos otros hombres buscan también a Dios saliendo de
sí; pero su salida es ahora "hacia fuera", hacia el mun-
do. Buscan a Dios a través del mundo en que viven:
son los homines religiosi de la acción exterior privada
y pública 21. El místico, santo de la acción interior, busca

20
El sano y crudo realismo de los ascetas españoles les llevaba a des-
preciar la fama mundana tanto por su insignificancia respecto a la vida eterna
como por ser totalmente inane respecto a la realidad de la propia vida per-
sonal. Decía Fray Luis de Granada: "aunque después de la vida permanezca
todavía la gloria (refiérese Fray Luis, ya se entiende, a la fama mundana),
¿qué aprovecha esa gloria al que nada siente de ella? ¿Qué provecho le viene
a Homero de que le alabes tú agora mucho sus Iliadas?" (Libro de la ora-
ción y meditación, I, 3.)
21
Esta distinción no supone una diferencia estimativa. Uno y otro, el
místico y el activo hacia fuera, pueden ser santos magníficos. El gusto de
cada cual inclinará su piedad hacia San Juan de la Cruz y Santa Teresa
o hacia Santo Domingo de Guzmán y San Francisco de Sales. Sobre el
mérito verdadero de unos y otros, sólo Dios puede decir la última palabra.

97
7
a Dios atravesando lo que de natural y de histórico
hay en su alma: potencias y facultades, hábitos adqui-
ridos, etc. El santo de la acción exterior busca a Dios
a través de la Naturaleza y de la Historia que le rodea:
cosmos físico y viviente, personas con las que convive,
situación histórica en que se halla. La Historia aparece
entonces como el universal conjunto de las acciones con
que los hombres justifican ante Dios su existencia tem-
poral; la existencia histórica es, en consecuencia, una
antropodicea, una justificación del hombre.
El hombre se angustia, oímos decir a Kierkegaard.
"ante la idea de pasar inadvertido a Dios". Esa angus-
tia ontológica ante la posibilidad de dejar de ser es el
motor más radical de la acción humana, el aguijón que
impele al hombre a salir de sí haciendo algo en el tiem-
po y, por lo tanto, señalándose como ser histórico. ¿Para
qué hace el hombre lo que con deliberada voluntad de
Historia hace? "Para que hablen de mí", contesta el
mundano. "Para cumplir el destino que he querido dar-
me", responde el hombre trágico, fija su mirada en la
propia muerte. "Para que Dios me vea", dice todo hom-
bre que adivina o ve el último sentido de su acción ex-
terior. Cada acción humana es entonces un verso del
poema con que el hombre, cada hombre, expresa y jus-
tifica su razón de haber llegado a ser algo distinto de
la nada. ¿Ante quién expresa y justifica esa razón de
ser? En parte, ante sí mismo, porque por sí mismo de-
cide y conoce parcialmente su vida. En última instan-
cia, ante el "Ser" creador que le hizo ser el hombre que

98
es y le da fuerza para seguir siéndolo: ante Dios. La
vida temporal del hombre es, vista en su más honda
realidad, un hacerse a sí mismo buscando a Dios:
siempre buscando a Dios entre la niebla,

dijo un hondo poeta que quería creer; buscándole entre


las criaturas que "proclaman la gloria de Dios", cantó
otro que creía 22.

22
La historia semántica de la "fama" en el mundo moderno es entera-
mente paralela a la historia de la secularización de la vida del hombre. En
una primera etapa, se escinde la fama en dos ámbitos apenas relacionados
entre sí por vínculo distinto del precepto moral: el "siglo", ámbito de la
fama mundana—"este mundo", como suele decir nuestro pueblo—y un mundo
trascendente en que se cree. El progreso de la secularización puede correr
luego dos caminos distintos. Es uno el de oponer dilemáticamente esos dos
mundos y quedarse sólo con el visible, linde si anima est inmovtalis—escri-
bía bien tempranamente Pomponazzi—tercena despicienda sunt, et aetecna
prosequenda; ai si moríalis existat, contrarius modus prosequendus est. Mas
también cabe que el hombre intente asumir en su existencia histórica la
realidad del mundo trascendente y se vea a sí mismo como "Dios hecho His-
toria". N o otra cosa representa la Historiología del idealismo absoluto hege-
liano. Hegel no ve en la Historia una antropodicea, sino una verdadera
Teodicea: la Historia Universal es, dice, "la justificación de Dios, la ver-
dadera Teodicea, la obra que Dios hace de sí mismo". La fama mundana
que los hombres llegan a alcanzar sería el brillo de su propia justificación.
Así debió considerar Hegel, por ejemplo, la gloria histórica de Napoleón;
"el espíritu del mundo a caballo", como él le llamó.

99
CAPITULO IV

LA C R E A C I Ó N HISTÓRICA, EL H A S T I O Y
LA N O V E D A D

RECAPITULACIÓN

V^ONVIENE tal vez, antes de dar otro paso, ordenar


compendiosamente los resultados del capítulo anterior.
Lo haré en una serie de concisas proposiciones.
1. El hombre, por obra de la tensión que en el
seno de su ser existe entre la finitud que siente y la
infinitud que anhela, no puede permanecer quiescente
en sí mismo y sale de sí a través de la acción personal;
aquella que ejecuta como persona, y no como cuerpo
físico o como mero ser viviente.
2. Con cada una de sus acciones personales pro-
pónese el hombre alcanzar una situación personal menos
insatisfactoria que aquella en que tales acciones fueron
emprendidas. Lo cual no equivale a decir que dicho
empeño sea siempre logrado, porque el hombre puede
errar en sus decisiones acerca de sí mismo.
3. Esta salida de sí mismo que es la acción per-

101
sonal del hombre puede acontecer a través de cuatro
vías diferentes y en busca de distintas metas. Puede
el hombre salir de sí: a) A través de su propia intimi-
dad y en busca de Dios: acción mística, si el hombre
encuentra verdaderamente a Dios; acción agónica, si le
persigue y no le encuentra, b) Por la vía de sus res-
puestas instintivas a los estímulos de su ambiente bioló-
gico y en busca de una "confusión" vital con el mundo:
acción instintiva o vital en sentido estricto, c) Hacia un
mundo ideal creado por su propio espíritu: acción crea-
dora propiamente dicha. La acción creadora puede ser
evasiva (creaciones imaginativas: literarias, plásticas,
etcétera), teórica (creaciones intelectuales en sentido
estricto) y técnica (creación de instrumentos al servicio
de los fines vitales), d) Hacia las personas que le ro-
dean: acción convivencial privada y pública. En la ac-
ción convivencial que suele llamarse privada busca el
hombre la "compañía" de las personas de su contorno.
En la acción convivencial pública persigue el eco de
su propia fama.
4. Todas las acciones exteriores del hombre 1 están
históricamente configuradas y pueden tener, aunque el
que las cumple no se lo proponga, una consecuencia ge-
nuinamente histórica 2. Hay, sin embargo, un tipo de

1
Es decir, todas las que no quedan en la pura intimidad.
2
lina acción personal se hace efectivamente histórica—háyalo inten-
tado o no el hombre que la ejecuta—cuando el ámbito de su influencia pú-
blica, por la calidad de la persona ejecutora o por la importancia facticia
de la misma acción, llega a ser suficientemente dilatado.

102
acciones cuya intención está específicamente endere-
zada a "hacer Historia": son las acciones convivencia-
Íes que antes he llamado públicas.
5. Quiere ello decir que el motivo más específico
de la acción histórica es el apetito de prestigio y fama.
Con otras palabras: el ansia de la inmortalidad pre-
caria o verdadera que la fama procura. Si no existe
este anhelo de fama, la acción exterior del hombre puede
llegar a ser histórica "de hecho", pero no lo es "de in-
tento". Lo cual no excluye, naturalmente, que en casi
todas las acciones intencionalmente históricas se sumen
al anhelo de fama otros estímulos de la acción humana
(satisfacción instintiva del mando, incentivos sexuales y
familiares, móviles religiosos, etc.).
6. La "fama" que el hombre persigue en sus ac-
ciones intencionalmente históricas puede ser entendida
de tres modos distintos, correspondientes a otros tantos
ámbitos posibles de esa fama: a) El modo mundano.
El ámbito de la fama que se busca es ahora el mundo
histórico-social. b) El modo trágico. Quien así entien-
de la fama, búscala—como expresión del sentido de la
propia hazaña para la existencia del que la ejecuta—en
los senos más personales de su mundo interior, c) El
modo trascendente. La fama es entonces el relieve per-
sonal que el propio nombre alcanza, por obra de las
personales acciones, ante los ojos de Dios.
Todas estas proposiciones contestan, siquiera sea de
modo aproximado, a mi pregunta por las causas de ese
mudar humano que llamamos histórico". Sigamos pre-

103
guntándonos: ¿por qué la mudanza histórica es perci-
bida unas veces como segura y prometedora perfección
y otras como insegura crisis? ¿Cómo se manifiesta en
la conciencia del hombre, antes de llegar a hacerse ex-
preso apetito de fama, esa angustiosa tensión entre la
finitud de su situación facticia'—existencia en una cir-
cunstancia natural y en una situación histórica, dispo-
nibilidad de ciertas facultades naturales—y la infinitud
a que por su propia naturaleza tiende?

LA CREACIÓN HISTÓRICA

Dije antes que el cumplimiento de la acción histó-


rica puede adoptar tres modos típicos distintos: la repe-
tición de lo que otros hicieron en tiempos pasados (exis-
tencia histórica tradicional); la imitación de lo que al-
guien hace en el medio histórico-social en que se vive
(existencia histórica adocenada); la creación, menuda
o grandiosa, de modos de existencia nuevos (existencia
original o creadora). Todo hombre, por muy adocena-
do o muy genial que sea, repite, imita y crea algo con
sus acciones personales. Detengámonos un momento a
considerar el modo "creador" de hacer Historia, el más
pertinente a nuestro empeño: sólo creando algo verda-
deramente nuevo y verdaderamente eficaz sobre el des-
tino de los otros hombres 3 es, en efecto, como va cum-
3
Como ya dije, la condición histórica de una acción humana depende
del ámbito que adquiere esa eficacia sobre el destino de los otros hombres.

104
pliendo el hombre ese modo de mudar que llamamos
"histórico".
Las "creaciones" del hombre pueden tener la más
dispar importancia, desde la mínima y fugaz de un
cuento periodístico—por recurrir al ejemplo de la crea-
ción literaria—a la inmensa y perdurable de la litada.
¿De qué depende esa "importancia"? Sin abordar de
lleno este tema de la importancia de las acciones y de
las creaciones históricas, creo que puede hacerse un
fundamental distingo cualitativo entre dos órdenes de
la creación humana 4 : la creación de "modos de exis-
tir" (modos de ver las cosas, modos de hacerlas, modos
de pensar o de expresarse, etc.) y la creación de "re-
sultados".
Consideremos, por ejemplo, esa creación histórica
que los matemáticos llaman "serie de Taylor". ¿Qué
hizo con ella Taylor? Simplemente, hallar una receta
elegante para resolver el problema matemático plan-
teado por el desarrollo en serie de una función. Taylor
llegó a un "resultado", y como tal se conserva su crea-
ción: acabada, imperfectible, disponible siempre para
todo el que quiera usarla. La serie de Taylor "está ahí",
casi como un objeto físico.
Muy otro es el caso de la creación de "modos de
existir". Valga como ejemplo la obra de Galileo. Ga-
lileo creó, desde luego, no pocos "resultados", mas no

4
¿Hasta qué punto puede ser un hombre "creador" y debe ser llamada
"creación" una obra humana? Me limito aquí a dejai planteada la cuestión.

105
se limitó a ello su obra creadora. Dio Galileo además
expresión acabada y precisa a un nuevo "modo de ver"
los movimientos de la Naturaleza, consistente en atri-
buirles una rigurosa y exacta determinabilidad matemá-
tica. Esta hazaña de Galileo será fundamento y pábulo
de toda la Física moderna, y en ello consiste la pecu-
liar índole de su grandeza. La obra creada no se limita
ahora a "estar ahí", acabada y siempre disponible, como
acontece con los "resultados", por muy originales que
éstos sean: por razón de su índole, el genial invento
de Galileo será durante tres siglos el suelo fecundante
de una casi invariable situación intelectual. Cuantas
veces, desde el siglo xvn hasta los primeros años del XX,
se ha planteado un físico tal o cual problema de su dis-
ciplina, descansaba su mente sobre la idea de que el
libro del Universo é scritto in lingua matemática, como
el pisano dijo 5.
No es difícil advertir que la creación de un "resul-
tado" reposa siempre sobre la creación anterior del
"modo de existir" en que ese resultado está inserto. El
resultado intelectual que solemos llamar "leyes de Van
t'Hoff" se apoya en el modo galileano de interpretar
la naturaleza, como el resultado literario titulado Sona-
ta de estío descansa, sin mengua de su originalidad, so-
bre el modo "modernista" de entender la creación lite-

5
En el tercer decenio del siglo X X comenzará, por obra de Heisenberg,
Schródinger, de Broglie y Dirac, un nuevo modo de entender la "ley" de
los movimientos físicos. Ellos han iniciado—no está conclusa aún—una nueva
situación histórica del pensamiento físico.

106
raria. Cada hombre va haciendo su vida adocenada o
creadora, inmerso y apoyado en la "situación" histó-
rica que determinan unos cuantos modos de existir pre-
viamente inventados. Sólo a los grandes creadores de
la Historia está reservada la invención de modos de
existir dilatadamente válidos. Viviendo sobre esos mo-
dos de existir, labrarán luego los hombres mediocres
la modesta originalidad de sus personales resultados y
repetirán sus adocenadas imitaciones y copias los hom-
bres vulgares 6.

SEGURIDAD Y POSIBILIDAD

Va implícita en lo dicho la idea de que las situacio-


nes históricas pueden ser nuevas y viejas, vivaces y ca-

6
El orgullo del hombre y la fe en su propia suficiencia pueden llevarle
a ver como "resultados" definitivos creaciones que no son sino transitorios
"modos de existir". Recuérdese, como ejemplo máximo, el escalofriante i?e-
sultat con que Hegel cierra su Historia de la Filosofía. N o hay ahí un re-
sultado, sino un "modo de interpretar" la Historia.
H a y resultados humanamente válidos: consigúelos el hombre por el mero
hecho de serlo, y se mantendrán en vigencia mientras haya hombres. Ejem-
plo, el binomio de Newton. Otros resultados lo son de una situación histó-
rica y su vigencia, si llegan a alcanzarla, dura sólo lo que la situación en
que se hallan insertos. De este tipo es el pretendido Resultat de Hegel, sólo
vigente para los hombres instalados sobre el modo de pensar hegeliano.
Cada situación histórica del hombre, con sus aciertos y sus errores, es
un intento del hombre para alcanzar, desde este mundo y en este mundo, la
verdad y el bien a que como hombre puede aspirar. Y, en última instancia,
un modo de interpretar a Dios.

107
ducas. La "vejez" de una situación histórica llega con
el transcurso del tiempo; mas, como la vejez de las per-
sonas, no depende primariamente de su "edad" crono-
lógica, sino del caudal de sus "posibilidades" de vida:
vida biológica y personal en el caso de un hombre, vida
histórica en el de una situación 7. Ofrécese joven y pro-
metedora una situación histórica cuando brinda a los
hombres que en ella existen un gran caudal de posibi-
lidades de acción; es vieja y opresora cuando sólo pre-
senta escasos recursos a la necesidad y al gusto que el
hombre tiene de hacer inéditamente su vida.
Reconstruyamos mentalmente, por vía de ejemplo,
la situación histórica del intelectual europeo en el co-
razón del siglo xvn. Acaban de existir Galileo y Des-
cartes; existen creadoramente Newton y Leibniz, Huy-
gens y Locke, Harvey y Spinoza. ¿Cómo vivirá ese
hombre su propia situación espiritual? Un nuevo y muy
vigoroso modo de existir históricamente acaba de ser
estrenado por el hombre europeo. Inicióse el aliento de
esa nueva vida en la baja Edad Media, balbuceó sus
primeras palabras en el siglo XV, dio sus primeros pasos
en el xvi y llega a briosa y completa juventud en la pri-
mera mitad del xvn. Trátase de un ambicioso modo
nuevo de situarse el hombre ante su propio existir y

7
Sobre la fecunda idea de la "posibilidad" en el acontecer histórico y
sobre su fundamento ontológico, véase el trabajo de X. Zubiri "Grecia y la
pervivencia del pasado filosófico", recogido en su libro Naturaleza, Histo-
ria, Dios.

108
frente a los problemas que ese existir le plantea. Los
europeos de entonces van a intentar la magna empresa
de hacer y entender su vida terrenal, histórica, sin otro
recurso que el atenimiento a sus propias fuerzas huma-
nas. Antaño ayudaba al hombre a hacerse su vida la
fe en un Dios razonable y comunicativo; tan razonable
y comunicativo, que se había dignado "hablar" a su
criatura predilecta de modo que ésta le entendiera. La
razón del hombre venía a ser un espejillo, infinitesimal-
mente reducido, de la absoluta Razón divina. Hogaño
sigue el hombre creyendo en Dios; mas le ha puesto
tan alto, tan lejos de sí, que ya no se cree capaz de
entender su palabra expresa o piensa que es impropio
de Dios hacerse locuaz y "razonable". Dios sería puro
arbitrio, pura voluntad omnipotente y libérrima, y la
razón cosa exclusivamente humana. De esta "razón" se
siente el hombre titular: humildemente, porque es tan
poca cosa la razón que Dios no se digna tenerla; orgu-
llosamente, también, porque sólo él la posee.
Equipados con esta desligada razón y movidos por
su propia voluntad, empéñanse los hombres en hacerse
a radice una vida históricamente nueva. Viven enton-
ces como descubridores que acabaran de arribar a una
tierra inexplorada y fecunda. Para ellos todo el monte
es orégano, según suele decirse. Basta a los hombres
vivir a la altura de su tiempo para que su existencia con-
temple ante sí un espléndido abanico de sendas prome-
tedoras. Pénese la razón humana ante el cosmos físico,
y crea la Astronomía y la Física "modernas". Medita

IOS
sobre su noción de cantidad, racionaliza mediante la
idea de infinitésimo la variación continua, y construye
la espléndida Matemática "moderna". Reflexiona en
torno a su modo de saber y acerca de su propio cono-
cimiento, y pone en marcha la Filosofía "moderna". Es-
fuérzase en ordenar con precisión y seguridad racio-
nales el mudadizo y azaroso curso de la vida histórica
—la fortuna, como decían los renacentistas—•, y edifica
el Estado "moderno". Es entonces la aurora de los si-
glos que por antonomasia llamamos "modernos", y el
europeo un rey Midas de la acción histórica: donde-
quiera que pone sus manos, nace una novedad por-
tentosa.
Viven esos hombres, en consecuencia, con la íntima
sensación de holgura del que puede hacer muchas cosas
y casi todas con un éxito inmediato y fabuloso. ¿Cómo
puede ser percibida la fracción propiamente histórica
del mudar humano, sino como un despliegue cómodo,
seguro y completivo de la situación en que su existencia
echa raíces? Será suficiente un pequeño avance en el
proceso de secularización del vivir para que el europeo,
seguro de sí mismo y de que el sentido de la vida hu-
mana se agota en la Historia, sueñe optimistamente con
un progreso indefinido hacia el "estado final" de su pe-
tulante autosuficiencia: los progresismos hegeliano, po-
sitivista, marxista, proudhoniano, etc., son otras tantas
versiones concretas de esta estupenda fe de los hom-
bres en su propia fuerza.
En suma: la abundancia de posibilidades de exis-

110
tir viables y prometedoras, propia de las situaciones his-
tóricas jóvenes, es el suelo sobre que crecen la seguri-
dad completiva y la vivencia progresista del propio mu-
dar. Razones biológicas y biográficas (temperamento in-
dividual, familia, educación, etc.) matizarán hasta el
infinito—excitando, inhibiendo, coloreando diversamen-
te—estos modos de vivir la Historia que de manera tan
inmediata proceden de la situación en que uno existe y
de la "edad" de esa situación.

ESENCIA DE LAS CRISIS HISTÓRICAS

Examinemos ahora, por contraste, la situación histó-


rica del europeo entre 1900 y 1930. Continúa viviendo,
no hay duda, según el modo de existir que inventaron
sus abuelos en el alba de los tiempos "modernos". Como
ellos, quiere hacerse su vida sin más recurso que el de
sus propias fuerzas humanas. Mucho ha conseguido
desde entonces en su servicio a tal empeño: su ciencia
y su técnica son estupendas; la perfección de sus orga-
nizaciones políticas, pasmosa. ¿Puede moverse, en cam-
bio, con la misma holgura que los hombres de 1650
o 1700?
En modo alguno. Siéntese oprimido por sus propias
creaciones y, lo que es más grave, amenazado por mil
diferentes peligros. Hállase oprimido porque ha hecho
ya tantas y tan maravillosas cosas con su razón, que
muchas veces ya no sabe cómo emplearla: el caudal de

111
sus posibilidades históricas está considerablemente
amenguado respecto al opulento del siglo xvn 8. Vive,
además, inseguro y amenazado, porque los caminos que
emprende le conducen muchas veces al dolor, al fracasó
o a la ruina. El libre y espontáneo empleo de la razón
humana en orden a los problemas económicos, tan fe-
cundo otrora, trae en esta sazón la lucha de clases y
los cracks financieros. La consideración mensurativa del
cosmos, antaño cifra y compendio de la razonabilidad
humana y de la exacta determinabilidad de la Natura-
leza, conduce ahora al principio de indeterminación, de
Heisenberg, y a la humilde noción del "observable", de
Dirac. El intento de ordenar racional y razonablemente
la convivencia histórica de los hombres termina en las
guerras mundiales y totales. Y la fe optimista en la ra-
zón viene a dar en el irracionalismo de la vida o de la
existencia. Si la vida espiritual—-cuidado: no quiero de-
cir la vida religiosa^ tuvo tan holgada comodidad para
el europeo en el siglo XVII, ahora, no obstante ser tan
rica y sutil, muéstrasele angosta e insegura. Vive in-
quieto, azorado, incierto, y siente muchas veces que al
dar un nuevo paso falla el suelo bajo su planta. La si-
tuación histórica que tres siglos antes ofrecía tan pro-
metedoras perspectivas, aparece ahora tan vieja y gas-

8
Me refiero, como es obvio, a las posibilidades de creación histórica
que entre 1900 y 1930 ofrece al hombre la situación histórica llamada "mundo
moderno". Las posibilidades de repetición son, en cambio, infinitamente más
numerosas, porque todo lo hecho en el pasado puede ser repetido en el pre-
sente. El problema está en si el mero repetir satisface o hastía.

112
tada como la capa de la copla: "que sólo porque se
va—puede decirse que es capa".
¿Cómo será entonces vivida la propia mudanza his-
tórica? Por lo pronto, de un modo crítico. Un modo de
existir se va, se agota. Los hombres—'primero unos po-
cos, los vigías del destino histórico luego, todos o casi
todos—advierten que ha entrado en crisis el soporte
histórico de su existencia. Mientras no inventen un
modo de existir fundamentalmente nuevo, haciendo de
corazón cabeza, sus vidas se agitarán sobre un congo-
joso vacío. Algunos, más animosos, se aprestarán a la
necesidad de inventar ese nuevo modo de existir, y en
la empresa quemarán su vida. Otros, más cobardes o
menos capaces, se dejarán ganar por la sensación de
abismo que les invade el alma y pensarán que la His-
toria es o va a ser una regresión hacia la catástrofe.
La acción histórica del hombre es percibida en el pri-
mer caso como un auroral arranque creador, y en el se-
gundo como un penoso esfuerzo permanente para de-
tener o aplazar la catástrofe que se teme. La índole del
temperamento individual, las dotes nativas del espíritu
y la singularidad biográfica de cada hombre le llevarán
hacia una actitud creadora o hacia una postura regre-
sista cuando se halle en una situación crítica; esto es,
en una situación dentro de la cual apenas ve para su
existencia posibilidades históricas viables 9.
9
La vivencia crítica puede a veces depender exclusivamente de motivos
singulares y biográficos. En cualquier situación histórica, hasta en las más
seguras y prometedoras para el resto de los mortales, puede un hombre caer

113
8
El modo de vivir la propia situación histórica de-
pende, en suma, del caudal de posibilidades de exis-
tencia que nos brinda y de la índole de esas posibili-
dades. • Pero, sea cualquiera la situación en que la His-
toria coloque al hombre, éste siempre tendrá ante sí dos
permanentes recursos: el de recluirse en su intimidad
y contemplar desde ella él acontecer histórico como cosa
ajena a sí mismo—así hacen el místico y el estoico, por
no citar sino los ejemplos más demostrativos—y el de
afrontar heroica y creadoramente, inventando caminos
nuevos o prosiguiendo los antiguos, la situación despe-
jada o angosta en que a uno le ha tocado existir.
Una mudanza histórica, acabamos de verlo, es vi-
vida completiva o críticamente en función de las posi-
bilidades que la situación a que tal mudanza pertenece
ofrece a la acción del hombre. Con ello han aparecido
ante nuestros ojos los dos cabos extremos de la acción
histórica. A un lado, la tensión ontológica que fuerza
al hombre a hacerse a sí mismo saliendo de sí. Al otro,
la figura visible de la acción misma: repetición, imita-
ción, creación de resultados o de modos de existir. Per-
tenece también a este último cabo la vivencia singular
y la vivencia típica o genérica de la propia acción. El
contenido de la acción—escribir, pintar, mandar polí-
ticamente, etc.—y su relación con la biografía del que

por razones personales muy diversas en crítica confusión. Un converso, por


ejemplo, ha pasado por un momento en que no sabía qué hacer con su vida;
su existencia singular carecía de "salidas" satisfactorias, vivía en crisis.

114
la ejecuta determinan lo que de singular tiene el modo
de vivirla. Genérica o típicamente considerado, el cam-
bio que la acción histórica supone para la existencia del
que la ejecuta es vivido de modo completivo o crítico y
como progresión optimista o como pesimista regresión.

PSICOLOGÍA DE LA INSATISFACCIÓN HISTÓRICA

Queda por estudiar un eslabón intermedio, acaso el


más importante desde el punto de vista de mi actual
empeño. ¿Cómo se manifiesta psicológicamente la tan
mencionada tensión ontológica del ser humano entre la
sentida finitud de su existencia natural e histórica y la
infinitud a que naturalmente aspira? Con otras pala-
bras: en la acción histórica propiamente dicha ¿qué im-
pulsos psicológicos hacen posible la proyección activa
y creadora del apetito de fama e inmortalidad?
La más inmediata traducción psicológica de la insu-
ficiencia ontológica del hombre es el inesquivable senti-
miento de insatisfacción que toda situación, cualquiera
que sea la comodidad y la abundancia de sus posibili-
dades, suscita en el alma del que la vive. "Nadie está
contento con su suerte", suele decir nuestro pueblo. Y
acierta; porque lo insatisfactorio de una situación no
depende de la objetividad de su contenido, sino del
simple hecho de ser lo que es: la situación de un hom-
bre en "su historia" y en "la Historia". No es una si-
tuación marco de la existencia humana que en ella vive,

115
sino forma de esa vida suya: mi condición de europeo
del siglo xx, español, profesor universitario, etc., no es,
vetbi gratia, un ropaje de mi vida personal—a lo más lo
será de mi espíritu, pensando paulina y agustinianamen-
te—, sino la madera de que esa vida mía está hecha.
Y si todas las diversísimas formas históricas que va
adoptando el ser del hombre son siempre insatisfacto-
rias para él, ¿no deberá buscarse la causa de tal insa-
tisfacción, más que en el contenido de esas diversas
situaciones, en el hecho de ser hombre quien las vive?
Ser hombre en la Tierra puede ser, en efecto, motivo
de orgullo, pero no manantial de satisfacción plenaria
y duradera. Nuestro problema es ver cómo esa radical
insatisfacción se expresa en la conciencia y en la con-
ducta humanas.
El modo de expresarse la permanente y esencial
insatisfacción del hombre se halla originariamente in-
formado por la condición temporal y sucesiva de la
existencia humana. Si uno está insatisfecho porque no
es cuanto quiere ser, ni siquiera cuanto piensa que pue-
de ser; y si el no ser cuanto se quiere ser depende muy
esencialmente de que la vida pasa, entonces ese inevi-
table pasar, esa constitutiva sucesividad de la existen-
cia humana informarán, antes que todo otro momento
configurador, la insatisfacción de ser hombre en la Tie-
rra. Por eso, la fracción genuinamente histórica de la
insatisfacción humana—el no sentirse satisfecho con lo
que uno recibe de su medio histórico, por el hecho de
hacer su vida en él—adopta dos modos de expresión

116
fundamentales, tenuemente distintos entre sí: el hastío
de lo pasado, sólo por ser pasado, y el anhelo de
novedad.

EL HASTIO

Todo cuanto se hace pasado-—obras, vivencias, et-


cétera—hastía 10 tan pronto como comienza a serlo.
Hastíase el hombre, en efecto, cuando se ve obligado
a permanecer en una situación cualquiera y, pasado el
deslumbramiento inicial en que su novedad pudo po-
nerle, advierte la radical insatisfactoriedad de esa si-
tuación en que se halla. Sólo el trato con realidades ca-
paces de crear permanentemente situaciones nuevas
—tal es el secreto de las personas y de las obras que
se hacen amar—está exento de hastío. Dicho de otro
modo: esas personas y esas obras no llegan a hastiar
porque la permanente novedad que ofrecen a los hom-
bres que con ellas tratan las exime de hacerse pasadas
y, por lo tanto, de convertirse en objetos muertos u .

10
Nuestro pueblo, con un hondo y certero sentido, emplea la palabra
aburrirse, de ab y horrere, apartarse con horror de una cosa. ¿Por qué aburre
lo pasado, por qué el hombre se aparta con horror de ello? La respuesta es
simple y honda: porque lo pasado es lo muerto. El aburrimiento es, en su
raíz, el horrorizado advertimiento de que la vida del hombre en la tierra es
un ir muriendo.
11
La Iliada o el Quijote no son obras "pasadas", porque desde que
fueron escritas conservan la virtud de ofrecer estímulos nuevos, siempre
nuevos, a los hombres que las van leyendo. Por eso puede tener una "his-

117
La producción de hastío es el inexorable destino de
todas las obras humanas o, mejor, de todas las viven-
cias que se hacen insistentemente invariables, pasadas,
muertas. Uno podría vestir, comer, solazarse como se
hacía en 1900. ¿Nos impide una imposibilidad abso-
luta, por ventura, usar siempre trajes del mismo corte
o leer novelas del mismo género? Indudablemente, no.
Mas nos lo impide el hastío, temprano revelador de que
toda situación histórica es radicalmente insatis factoría
para el hombre que la vive. El hastío ante lo que ya ha
sucedido es el más trivial y sensible síntoma de la an-
gustia humana frente a la finitud y a la propia morta-
lidad; una angustia latente siempre, por debajo de las
más diversas apariencias del alma, en el fondo mismo
del ser humano.

toria" la interpretación que los hombres hacen de las obras que "no pasan".
Un Quijote—o su contenido espiritual al menos—no es un objeto, sino una
inagotable fuente de posibles estímulos espirituales.
Valga otro tanto, y por más eminente manera, para las realidades per-
sonales. Una persona amada no hastía, porque nuestro amor nos hace convi-
vir con ella, coejecutándolos, todos o gran parte de los actos personales con
que su persona y la nuestra se van actualizando en el tiempo. La constitu-
tiva "novedad" de los actos coejecutados—todo acto personal, aunque sea
Imitativo, es constitutivamente inédito—es la que impide el hastío junto a
la persona amada. Tan pronto como el amor desaparece, cesa la coejecución
de actos personales, rómpese la convivencia propiamente personal y esa per-
sona a la que habíamos amado se convierte en un simple objeto animado,
en un ser viviente y locuaz, más o menos agradable o disciplente. Un hom-
bre sin amor a los otros hombres va haciendo su vida entre animales par-
lantes, cuando no entre piedras más o menos utilizables.

118
EL AFÁN DE NOVEDAD

El anverso del hastío ante lo pasado es el anhelo


de lo nuevo. Entrambos estados de ánimo son, en efec-
to, las dos caras de una jánica situación personal 12: el
hastío es el rostro negativo de la insatisfacción de ir
pasando, el afán de novedad su faz positiva; el rostro
del hastío mira hacia el pretérito de la propia existen-
cia, la faz del afán de novedad hacia su futuro. ¿Qué
delata este permanente afán de novedad, esta consti-
tutiva novelería de la vida humana?
El citado carácter anversivo del afán de novedad
nos pone también sobre la pista de la respuesta. Inme-
diatamente, el afán de novedad expresa de un modo
positivo la radical insatisfactoriedad de todas las posi-
bles situaciones temporales del hombre. Si uno desea,
por ejemplo, comprar un sombrero nuevo, no sólo puede
hacerlo cuando su sombrero anterior está roto-—esto es,
cuando ha dejado de tener un sombrero—, sino cuando
le hastía, le aburre ese sombrero anterior. Con otras pa-
labras: cuando la situación de usar el sombrero viejo
le resulta penosamente insatisfactoria.
Pero el afán de novedad tiene también un sentido
último, además de tener esa significación inmediata.
Desde el punto de vista de la ultimidad de su sentido,
el afán de novedad es un signo revelador de nuestro

12
Todas las situaciones del hombre son necesariamente jánicas. Asi lo
exige la sucesividad de su existencia terrena.

119
entrañable anhelo de vida eterna. Si el hombre se afana
por "lo nuevo", es porque desde el fondo mismo de
su ser anhela una situación de su existencia que no delu-
de ser nueva, que no pase. "No pasar", no sentir que
se gasta la propia existencia ha sido nota constante y
esencial en la idea que los hombres tuvieron siempre
de la suma felicidad.
Los griegos, por ejemplo, vieron en la insenescencia
o condición de no envejecer (agératos), la virtud prin-
cipal que conseguiría el hombre si lograra aproximarse
a la condición de los dioses. Cuenta Calipso a Hermes,
mensajero de Zeus, la lisonjera acogida que dispensó
al zarandeado Ulises, y pondera su divina solicitud de
ninfa con estas significativas palabras:

Le acogí amistosamente, cuidé de él y le prometí


la inmortalidad y una juventud nunca senescente.
(Od., V, 135-136.)

Pretende la solitaria ninfa hacer su esposo al hombre,


y para lograr tal propósito le promete una vida seme-
jante a la de los dioces. Eran éstas, sin duda, las pala-
bras que más seductoramente debían sonar en el oído
de un griego.
Los textos sagrados del Cristianismo llaman a la
suma beatitud "vida eterna" (Mtt„ XIX, 29; loan., III,
15, 16, 36; etc., etc.), "herencia incorruptible e inmar-
cesible" (/ Peí., I, 3-4), "tesoro indeficiente" (Luc, XII,
33 y XVIII, 22)..., palabras todas que expresan, en
una acepción nueva y sobrenatural, la idea helénica de

120
la insenescencia que alcanza el hombre deificado 13.
"Posesión entera y acabada de una vida interminable",
dice Boecio que es la eternidad u. La vida eterna del
hombre será, en consecuencia, un vivir interminable, en
el cual tendrá acabada y totalmente en su mano, pues-
tas en acto y sin corrupción ni deficiencia, todas las po-
sibilidades de actividad de su propia vida. No morir y
no pasar son, a la vez que promesas divinas, anhelos
permanentes de la naturaleza humana desde que existe
condenada a la muerte, al dolor y al tránsito.
¿De qué modo compensa la novedad querida, si-
quiera sea huidiza tal compensación, esa radical insa-
tisfacción humana que sirve de pábulo y espuela al de-
seo de lo nuevo? El hastío, dije, delata nuestro horror
por lo muerto: lo que en rigor nos hastía es advertir
con opresora sorpresa que a nuestra espalda hay un
cadáver nuestro, el cadáver de una situación pasada
incapaz de renovación y renacimiento. Si esa situación
pasa a la zona de nuestro ser que San Agustín llamaba
abditum mentís—a la condición de recuerdo meramen-
te potencial, no actualizado ~ n o perturba nuestra vida
con su pertinaz cadáver; si persiste en nuestra con-
ciencia psicológica—el conspectus mentís de San Agus-
tín—engendra ineludiblemente el hastío. Lo que no nos

13
Véase una exhaustiva colección de nombres y conceptos profanos y
cristianos acerca de la suma beatitud en J. M. Ramírez, O. P., De hominia
beaíitudine, T. II, p. 3 sqq. Matriti, 1943.
14
De consol, phil, lib. V, prossa VI. Iníenninabilis vitae tota simul er
perfecta possessio, dice el texto de Boecio.

121
recrea, lo que no nos hace, por re-creación, inéditos, nos
hastía. Pues bien; la satisfacción producida en nosotros
por la vivencia de lo nuevo deseado—aun cuando lue-
go, pasada su fugaz novedad, nos defraude o nos hie-
ra—consiste en revelarnos que nuestro ser personal
vive creadoramente 15 y, por lo tanto, tiene una puerta
abierta a la esperanza de seguir viviendo. La vivencia
de la novedad viene a ser un adelanto de la vida eter-
na que el hombre anhela y una prenda de la viabilidad
de nuestra esperanza en ella 16.
Esta secreta entraña de la novedad determina la ín-
dole de la satisfacción que su vivencia produce 17. ¿Cómo
y hasta cuándo nos satisface, en la medida que sea, la
novedad de una cosa? Las dos preguntas tienen una

16
La vida de toda persona es siempre una actividad "creadora": ver-
daderamente creadora en el caso de las personas divinas, analógicamente
creadora en el caso de la persona humana.
16
Dice San Juan de la Cruz con gran insistencia (Subida del Monte
Carmelo, III, 7, 2; III, 9, 1; III, 15, 1, eí passim) que el alma se ha de unir
con Dios, según la memoria, en esperanza. Para ello la memoria ha de ser
purgada de su contenido—los cadáveres de nuestra vida pasada, si se me
permite esta expresión—, y así queda expedita para recibir la gran novedad
de la visión de Dios.
Es nuevo para nosotros, según la psicología de San Juan de la Cruz,
aquello que no recordamos haber visto o vivido; lo que no está en nuestra
memoria y, por tanto, podría estar en nuestra esperanza. La novedad de las
cosas es como un espejo de la infinita y absoluta novedad de Dios, y su
vivencia prenda mínima, pero prometedora, de nuestra esperanza en El.
17
La novedad satisface cuando ha sido buscada o cuando nos sorprende
agradablemente. De modo más general, cabe decir que la novedad interesa:
interesa satisfactoriamente cuando agrada el contenido de lo que como nuevo
se nos ofrece; interesa displicentemente (horrorizando, asqueando, etc.) cuando
ese contenido es hostil a la vida personal del que vive la novedad.

122
respuesta común. Nos satisface la novedad de una cosa
deslumhrándonos, poniéndonos en sorprendente y sú-
bito contacto con el pequeño misterio que tal novedad
supone; y esa parva satisfacción dura mientras la cosa
que estimamos nueva sigue ofreciéndonos un rostro pro-
blemático y misterioso. Cada situación nueva es para
el hombre ya hecho lo que un juguete para el niño:
interesa—por la vía del encantamiento o por la del des-
agrado—hasta que uno rompe su incitadora superficie
y reduce a conocimiento el misterio albergado en su
entraña.
La vivencia de novedad es, en efecto, un tenue y
fugaz contacto del alma humana con el misterio. Es
nuevo para nosotros todo lo que excede de nuestra exis-
tencia, tal como ésta se halla actualizada en el mo-
mento de percibir esa novedad. Yo soy lo que soy en
mi presente; y soy ahora lo que he sido en tanto mi
pasado es susceptible de recordación memorativa o ha-
bitual en ese presente. No es nuevo el libro que tengo
ante mí, porque cuando le veo recuerdo memorativa-
mente haberlo visto alguna otra vez en mi pasado; mi
acción de ir escribiendo las letras de nuestro alfabeto
no es nueva para mí, porque, trazándolas sobre el papel,
actualizo el hábito adquirido que llamamos "saber es-
cribir". Todo lo que rebasa la actualidad de mi pre-
sente es para mí nuevo, y se me ofrece, por lo pronto,
como problemático o misterioso. Mínimo o grandioso,
toda novedad es un deslumbramiento.
¿Qué hace el hombre frente a la novedad? Si es un

123
sibarita de la novelería, tal vez se demore un poco pa-
ladeando el inicial deslumbramiento, al menos cuando
la novedad es agradable. Mas, con demora o sin ella,
pronto se empeña en que la novedad deje de serlo. Afá-
nase por comprender esa situación suya y trata de re-
ducirla a noticias claras, bien sabidas y bien articuladas.
Quiere, en suma, que todo lo nuevo se le convierta en
"habas contadas".
Es justamente ahora cuando se puede definir con
cierta precisión la satisfacción que la novedad deseada
produce en nosotros: esa satisfacción no consiste en la
simple vivencia de un deslumbramiento ante lo nuevo,
sino en la vivencia de un deslumbramiento que uno es-
tima comprensible. Cabe distinguir, en efecto, entre la
novedad de una situación vivida como absolutamente
incomprensible y la de aquellas otras que uno espera
poder comprender en todo o en parte.
Si el deslumbramiento espiritual producido por la
situación nueva es invencible por la mente del hombre
que la vive—y, en el caso extremo, absolutamente in-
vencible por la mente de cualquier hombre—, la reac-
ción a la novedad no es ni puede ser nunca la satis-
facción, sino el espanto: en el orden sobrenatural, es el
espanto de los tres Apóstoles testigos de la Transfigu-
ración 18; en el puramente natural, el espanto del rús-
18
En la Transfiguración—como, por otra parte, en la experiencia mís-
tica verdadera—el deslumbramiento es absoluto. "Los discípulos—dice San
Lucas—fueron sobrecogidos por el terror mientras entraban en la sombra
de la nube" (Luc, IX, 34). Textos análogos no son infrecuentes en la Es-
critura.

124
tico o del primitivo ante la aparición de un cometa. La
total incomprensibilidad de una situación, aterra.
Muy otras son las cosas cuando se estima vencible
el deslumbramiento que la novedad produce. Más aún,
cuando esa novedad es querida y creada por uno mis-
mo, como acontece en el caso de las mudanzas genui-
namente históricas. La novedad de la propia situación
deslumhra; y si el contenido no es formalmente desagra-
dable, ese deslumbramiento satisface por serlo y porque
nos consideramos capaces de vencerle con las armas de
nuestra comprensión 19. En el ejercicio de ordenar y
comprender nuestro deslumbramiento es precisamente
en lo que consiste la satisfacción engendrada por la no-
vedad. Trátase, en fin de cuentas, de una autointer-
pretación, porque, hasta en el caso del deslumbramiento
producido por un objeto exterior—la aparición de un
cometa, por ejemplo-—, no es la realidad exterior lo
que comprendemos o interpretamos, sino la situación
personal en que el hecho de experimentarla nos ha
sumido.
El ejercicio de esta autointerpretativa comprensión
de la novedad 20 puede conducir a dos metas distintas.

18
Hay, sin embargo, ocasiones—en las situaciones históricas críticas,
sobre todo—en que una novedad querida y planeada como agradable con-
duce a la ruina o al dolor del que la busca. Es el momento en que el hombre
"no puede contar con su mundo", por la crisis en que a la sazón se encuen-
tra la fracción histórica de ese "mundo".
20
En otro lugar (Estudios de Historia de la Medicina y de Antropología
Médica, Madrid, 1943, págs. 173 y sigs.) he tratado con alguna amplitud
este tema de la interpretación psicológica dé las situaciones vividas como

125
Es una la vivencia de haber comprendido totalmente la
novedad que nos deslumhró. Lo que fué deslumhrado
asombro, se ha trocado en un articulado y claro ensam-
blaje de noticias expresas. Es el momento en que, fren-
te a un problema cualquiera, dice el hombre: "ya está".
La dinámica vivacidad de nuestra alma en el momento
de la sorpresa se convierte en el ordenado estatismo de
"lo que ya está". Es entonces, precisamente entonces,
cuando la situación que fué nueva comienza a ser muer-
ta y "pasada": la novedad ha "pasado", y la satisfac-
ción que pudo suscitar en nosotros aquel vivir produc-
tivo a que nos llevó deja su puesto al hastío de tratar
con una porción cadavérica de nuestra propia vida. El
alma, situada sobre el suelo de un pasado ya estéril,
incapaz de recrearnos e imposible de ser recreado, sen-
tirá otra vez el anhelo de una deslumbradora novedad
ulterior, capaz de convencerla de que aún vive y puede
seguir viviendo.
Puede ocurrir también que el hombre, después de
haber agotado su capacidad de comprender, descubra
que en la entraña misma de su situación hay un inven-
cible resto de misterio. Este hombre no conocerá el has-
tío. El espectáculo del mundo y el de sí mismo ofre-
cerán permanentemente problemas a su espíritu, y con-

nuevas. Cuatro coordenadas ordenan y gobiernan esta interpretación: el objeto


o estímulo específico de la situación, el total contenido de la conciencia, el
sistema de fines o proyecto personal y la idea que de sí misma tiene la per-
sona en cuestión. Esta idea de sí mismo va inserta en una visión del mundo
más o menos articulada y verdadera: la del bosquimano o la del sabio eu-
ropeo, la del cristiano o la del marxista.

126
sumirá su vida en la inacabable tarea de intentar re-
solverlos—así el filósofo "puro", "fáustico", como le
llamaría Spengler—-, o en un devoto y humilde reco-
nocimiento de ese quid ignotum que constituye el fondo
misterioso de toda posible situación—así el hombre sen-
cillo y piadoso—, o, como el filósofo creyente, en el
arduo empeño de acordar esas dos actitudes del espí-
ritu humano 21. En cualquiera de los tres casos, la situa-
ción en que se vive nunca deja de ser nueva: no muere,
no se estatiza jamás.

SINOPSIS

Hagamos aquí una breve estación y tratemos de


reducir a escueta sinopsis la estructura esencial de la
acción histórica. Punto de partida de esta acción, como
de todas las humanas, es la inestable tensión ontológica
del hombre entre la finitud que siente y la infinitud a
que aspira. Tal tensión ontológica se expresa psicoló-
gicamente en la vivencia de la propia situación, y adop-
ta dos formas cardinales, conexas íntimamente entre sí:

21
Este vivo y vivificante contacto del espíritu con el misterio en que
cree—el misterio por excelencia, el de la Divinidad—es el que permite al
cristiano verdadero cantar y seguir cantando el himno litúrgico:

Recedant vecera, nova sint omnia;


corda, voces et opera.
Por obra de la Redención, el mundo es para el cristiano siempre capaz de
incitante "novedad". El cristiano, en cuanto tal, no debe conocer el hastío.

127
el hastío de lo pasado y el afán de novedad. Movido el
hombre por ese hastío y este afán, sale de sí mediante
una acción personal. La acción personal del hombre
puede adoptar diversas formas, por razón de su con-
tenido y según la vía que la persona elija para salir de
sí. Todas las acciones del hombre proyectadas hacia
fuera pueden tener una consecuencia histórica, cuando
su pública eficacia sobre las personas presentes o futu-
ras adquiere ámbito suficiente. Pero, entre todas, un
tipo merece singularmente el nombre de "acción his-
tórica".
La acción intencionalmente histórica va enderezada
a un fin remoto a través de un fin próximo: el fin pró-
ximo es una eficacia pública sobre el destino temporal
o eterno de las personas con que se convive o de las
que han de vivir en el futuro; el fin remoto o último es
la obtención de gloria o fama. Ya sabemos que esta
gloria o fama puede ser entendida según tres acepcio-
nes fundamentalmente distintas. La esperanza de la glo-
ria o fama producida por su acción histórica otorga a
la persona que la cumple la prenda de una cierta in-
mortalidad y compensa más o menos—según sea la glo-
ria vera o vana, como dicen los teólogos'—la angustia
que engendra el hecho de vivir la propia finitud.
Las acciones históricas son ejecutadas según tres
modos típicos diferentes: pueden ser repetición, imita-
ción y creación de resultados o de modos de existir.
Sólo la acción creadora—'evasiva, teórica o técnica--'
merece verdaderamente el nombre de "acción históri-

128
ca". No obstante, la singularidad personal y temporal
que distingue a los actos humanos imprime un seilo de
rigurosa ineditez hasta a las más adocenadas acciones
de repetición e imitación. Todo acto humano es, en ma-
yor o menor medida, una verdadera e inédita creación
personal.
La índole consciente y autointerpretativa de la hu-
mana existencia permite, en fin, que los hombres con-
templen desde su propio espíritu la mudanza objetiva
cumplida en la propia vida y en el ámbito del aconte-
cer histórico por obra de sus acciones intencionalmente
históricas y como resultado de sus acciones efectiva^
mente históricas; aquellas que, sin pretenderlo origina-
riamente, influyen de hecho sobre el curso de ese acon-
tecer. Esta mudanza puede ser vivida de cuatro modos
típicamente distintos entre sí: la seguridad completiva,
la inseguridad crítica, el optimismo progresista y el pe-
simismo de la regresión. La ocasional coyuntura de la
situación histórica en que uno existe y la peculiaridad
nativa y biográfica de cada hombre determinarán el
modo de vivir subjetivamente la mudanza objetiva y
dinámica que las acciones personales esculpen sobre el
movedizo cuerpo de la Historia.

129
9
CAPÍTULO V

BIOLOGÍA E HISTORIA. EL I N G R E S O DEL


J O V E N E N LA V I D A H I S T Ó R I C A

Xlv L esquema de la acción histórica que da remate al


capítulo anterior no pasa de ser eso, un esquema*. La
estructura de la acción histórica en él diseñada está to-
davía excesiva y artificiosamente abstraída de la varia,
compleja y coloreada realidad. Muéstranos al hombre
actuando históricamente. Bien. Pero ese hombre ¿es
varón o hembra, rico o pobre, culto o salvaje, viejo o
joven? Nada de esto se nos dice. Y aunque todos los
hombres, varones o hembras, ricos o pobres, cultos o
selváticos, viejos o mozos, cumplan sus acciones his-
tóricas de modo genéricamente idéntico ¿no cabe pen-
sar que influirá en ese modo de cumplirlas, diversifi-
cándolo, la diversidad de condiciones humanas que los
precedentes adjetivos expresan?
A tres grandes vectores puede referirse, en mi en-

131
tender, la variadísima influencia que la diversa condi-
ción humana ejerce sobre el modo de hacer la Histo-
ria: el vector social, el biológico y el religioso. Una mis-
ma acción histórica tendrá diferente rostro según la con-
dición social (clase, profesión, etc.), la peculiaridad bio-
lógica (sexo, edad, temperamento, etc.) y las creencias
religiosas del hombre que la cumple. Dejaré a un lado
el problema de cómo se implican la Sociología, la Re-
ligión y la Historia, y consideraré con alguna atención
el de las relaciones entre la condición biológica y el
suceder histórico.
Muda el hombre en su vida por ser un zóion his~
torikón,. mas también simplemente por ser zóion, ser
viviente. ¿Cómo interfieren y se articulan en la vida
del hombre estos dos órdenes de su mudar: el biológico
y el histórico?

BIOLOGÍA B HISTORIA

Para resolver el grave problema que esta interroga-


ción plantea, debe comenzarse por distinguir y precisar
las grandes categorías de la existencia biológica. Cinco
cabe señalar en un primer examen: la especie o cons-
titución específica, el sexo, la edad, la constitución in-
dividual y la higidez x. Un ser viviente adquiere su

1
Con la palabra "higidez" pretendo nombrar la raíz biológica de lo que
se llama habitualmente "estado de salud", una de cuyas posibilidades es,

132
existencia concreta y actualizada en cuanto pertenece
a tal especie, posee tal sexo, vive en tal edad, está in-
dividualmente constituido de tal modo y goza salud o
sufre enfermedad. Estas cinco variables determinan el
status estático y dinámico del ser viviente en cada mo-
mento de su vida 2. Pero, entre todos los seres vivien-
tes, una especie, el hombre, se señala por una singular
condición de su existencia: la de vivir históricamente.
Esto supuesto, ¿cómo las restantes categorías de la vida
biológica influyen sobre la historicidad del existir hu-
mano? Tal es el problema o, mejor, el venero de pro-
blemas que aquella interrogación suscita.
¿Cómo se manifiesta el sexo en la acción histórica
del hombre? ¿Qué pone en la fracción propiamente his-
tórica del destino de una persona el hecho de ser esa
persona varón o hembra? ¿Influye el sexo sobre el con-

por supuesto, la enfermedad. E n este sentido, es la "higidez" la ocasional


disposición de los hábitos operativos animales relativamente a su ejercicio,
y depende de una ecuación entre la ocasional peculiaridad del ambiente y
el estado en que, relativamente a él, se encuentra la totalidad fisiológica del
ser viviente.
2
El estado del animal es un concepto analógicamente equivalente a la
situación de la persona humana. Con otras palabras: la situación es el
estado correspondiente a un animal personal e histórico, esto es, al hombre.
Estado y situación pueden también ser considerados como secciones trans-
versales de la vida temporal del animal y del hombre. Los médicos, exclu-
siva y, por lo tanto, abusivamente atenidos a una visión biológica, zoológica,
de sus enfermos, llaman, por ejemplo, status praesens a la sección transver-
sal de la vida biológica de sus enfermos en el momento de explorarlos. Mucho
se ganaría si, en lugar de status praesens, dijesen situs praesens y descri-
biesen, no sólo el "estado" biológico del enfermo, mas también su "situación"
personal. Debe decirse, sin embargo, que algo se va haciendo en este sentido.

133
tenido de la acción humana? ¿Hay acciones históricas,
aparte las directamente dependientes de la vida sexual,
privativas de uno u otro sexo? ¿O se limita la influen-
cia del sexo al modo, a la forma exterior o estilo de
hacer la Historia? ¿Virilízase la mujer por el hecho de
intervenir directamente en la Historia o hay un modo
femenino de hacer lo que masculinamente hace el va-
rón? He aquí una serie de incitantes preguntas para
una ciencia de la Historia que de veras quiera hacer
honor a su nombre.
Análogas cuestiones pueden plantearse en orden a
las influencias de la constitución individual y del estado
de salud o enfermedad sobre la acción y la obra his-
tórica del hombre. ¿Cómo influye el tipo constitucional
de un hombre sobre su obra histórica? ¿En qué se dis-
tinguen las diferentes razas y los distintos tipos cons-
titucionales—el pícnico y el leptosomático, por ejem-
plo—relativamente al modo de "hacer la Historia" los
hombres que a unas y otros pertenecen? ¿Qué influen-
cia tuvo, por ejemplo, el hábito corporal y el tempera-
mento nativo de Napoleón sobre el contenido y sobre
la forma de su hazaña histórica? ¿Qué relaciones exis-
ten, en fin, entre la salud y la enfermedad de los actores
de la Historia y la obra histórica por ellos cumplida?
Confesemos que apenas se ha iniciado la tarea de
responder con alguna suficiencia a todas estas pregun-
tas, no obstante ser todas ellas rigurosamente ineludi-
bles para una doctrina sistemática del acontecer his-
tórico. Por mi parte, me limito a proponerlas, luego de

134
haberlas situado en su lugar natural. Harto haré si con-
sigo explanar con cierta claridad una parte del pro-
blema que ahora me interesa: el de las relaciones entre
la edad biológica y la acción histórica.

EDAD E HISTORIA

Desde que los hombres han hecho de su propia exis-


tencia un objeto de conocimiento—lo cual vale tanto
como decir: desde que existen los hombres—, han visto
partido en "edades" biológicamente distintas el curso
continuo de su vida entre el nacimiento y la muerte:
puericia o infancia, adolescencia o pubertad, juven-
tud, madurez y senectud o vejez son los períodos más
frecuentemente señalados como característicos 3. ¿Cómo
influyen estas diversas edades en la obra histórica de
un hombre? Si todas las cosas que un hombre va ha-
ciendo a lo largo de su vida tienen el sello caracterís-
tico y permanente que les da el haber sido hechas por
uno y el mismo hombre, ¿qué diferencias hay entre las
obras que ese hombre cieó en su juventud y las de su
madurez o su senectud? ¿En qué se parecen las obras

3
En el artículo de Ortega Los tres "hoy" diferentes de cada "hoy". El
concepto de generación. La edad como modo de vivir (publicado en La
Nación, de Buenos Aires, 10-IX-1933) expone su autor, junto a sus pro-
pias ideas sobre el tema, una excelente selección de opiniones antiguas y
modernas en torno a la ordenación de la vida humana en edades biológi-
camente diversas.

135
y las acciones históricas de todos los jóvenes, por razón
de serlo, y en qué se distinguen de las obras y de las
acciones históricas propias de los hombres maduros y
de los viejos? 4.
La consideración de la edad infantil debe ser de an-
temano excluida cuando se trata de la relación psico-
lógica entre la edad y la acción histórica, porque el
niño no es sujeto de acciones propiamente históricas.
No vive el niño fuera de la Historia; pero su relación
con ella no es de acción, sino de pasión, de pasividad:
el infante no pasa de aceptar, traduciéndolos a su men-
talidad infantil, algunos de los componentes del mundo
histórico-social en que hace su vida. ¿Qué componentes
del mundo histórico del adulto son los que selectiva-
mente capta la vida del niño? ¿Cómo los transforma y
los adapta a la pecularidad de su vivir infantil? ¿Cómo,

4
La psicología diferencial de las edades ha sido tratada con un doble
error inicial. Por una parte, se ha hecho una psicología analítica del niño
o del adulto (estudio aislado de la percepción, de la memoria, de la inteli-
gencia, etc., etc.), olvidando que el todo del alma infantil o del alma adulta
no puede ser reducido a un mosaico de funciones psíquicas aisladas. Por otra
parte, se ha visto en la sucesión de las edades una suerte de progresiva
maduración biológica, como si en el adulto llegasen a madurar gérmenes
de vida biológica y personal ya contenidos en el alma del niño. La visión
maturativa y biológica del crecimiento del hombre debe ser sustituida por
una visión creativa y personal. En la vida del hombre hay una maduración,
mas también una sucesiva creación de modos personales de vida. Algo ha
hecho Spranger por romper la limitación biológista de los antiguos esquemas
conceptuales, pero no lo suficiente. Basta sin duda advertir la frecuencia
con que apela a las metáforas biológicas: adolescencia como floración, des-
cubrimiento del yo como apertura del cáliz, etc.

136
en fin, influyen sobre la vida ulterior del niño esos com-
ponentes del mundo histórico que penetraron en el suyo
propio? Tales son las preguntas a que han de respon-
dernos los psicólogos de la infancia.
La participación activa del hombre en la Historia
comienza cuando descubre la realidad del mundo his-
tórico en que vive—el niño, como acabo de decir, co-
noce sólo una imagen puerilmente falseada de esa rea-
lidad—y cuando, a la vez, despierta a vida autónoma
su propia persona. Ambos decisivos sucesos tienen su
orto en la adolescencia o primera juventud. Es, pues,
entonces cuando el niño comienza o, mejor, puede co-
menzar a ser sujeto activo de la vida histórica.
No constituye precisamente un azar que también
sea entonces cuando el hombre adquiere—súbitamen-
te, muchas veces—la noción de la finitud de su exis-
tencia. Para el niño no existe una idea del tránsito de
la vida hacia la muerte. Oye hablar y habla de la muer-
te, sabe que alguien ha perecido, mas no refiere esa no-
ción a su propio existir, ni al de las personas vivas que
integran su mundo. Un día, cuando su infancia va de-
jando de serlo, descubre súbitamente que la vida "pasa"
y corre hacia la muerte. Con gran nitidez lo expresó
Adolfo Stahr en un pasaje de sus Lebenserinnerungen:
"Por raro que parezca, la idea de que también nuestros
padres pueden morir no se me había ocurrido nunca.
Entonces, de golpe, surgió como realidad en mi con-
ciencia, y con ella el sentimiento de la finitud de todas

137
las cosas" 5. Tan pronto como el niño descubre que vi-
vir'—su propio vivir y el de las personas de su entorno—
es un ir muriendo, puede comenzar a ser persona his-
tórica, agonista de la Historia, porque su entera vida
personal, sépalo él o no lo sepa, va a ser edificada sobre
su modo de reaccionar a ese elemental y hondísimo sen-
timiento de su propia finitud 6.
Cualquiera que sea, sin embargo, la índole de la
mutua relación, parece claro que es en la adolescencia,
o en el tránsito desde la infancia hacia ella, cuando se
inician y cumplen estos tres magnos sucesos de la vida
del hombre: el hallazgo y la creación de la propia per-
sonalidad, el descubrimiento de la continuidad y de la
fugacidad de la vida, la capacidad de intervenir per-

5
Cit. por Spranger, Psychologie des Jugendalters, 7. a ed„ Leipzig, 1926,
página 35. La idea de la fugacidad de la vida puede surgir de muchos modos,
y a veces muy precozmente. En el curso de una conversación familiar nada
grave, se me ocurrió decir a una hija mia de ocho años la tan repetida frase
tópica: "Creces mucho, hija. ¡Cómo me vas haciendo viejo!" Súbitamente
apareció en la conciencia de la niña la idea del envejecimiento, asociado tal
vez al leve sentimiento de culpabilidad que la frase sugiere. Estaba alegre
hasta entonces; mas, de repente, su cara comenzó a ensombrecerse y rompió
a llorar con gran desconsuelo. En el curso de los meses subsiguientes, este
tema de la edad paterna suscita en ella una sonriente gravedad, que con-
trasta de modo muy vivo con su indiferencia en la época anterior al suceso
referido.
6
Con toda claridad expresa Spranger esta llegada del adolescente a la
vida histórica activa: "Sólo con la adolescencia llega a ser posible una
colaboración activa en la cultura... Aunque no sea sino un granito lo que
añade el joven al acervo de la cultura preexistente, es también entonces
cuando comienza su capacidad de procrear en sentido espiritual" (op. cit., pá-
gina 50). Sobre los supuestos de esta posibilidad, véase lo que ahora he
apuntado y lo que luego diré.

138
sonal y creadoramente en el curso de la Historia. ¿En
qué forma tiene lugar aquella iniciación y este cumpli-
miento? He aquí el problema.

LA VIDA JUVENIL

Nadie, que yo sepa, ha descrito el alma del joven


con tanta profundidad, sutileza y precisión como Spran-
ger. Cuantas veces se encuentre uno frente a tal o cual
problema psicológico de la edad juvenil—si se entiende
por psicología la descripción y la comprensión cientí-
fica de la vida del alma—hará bien volviendo al precioso
libro del profesor tudesco. Y para predicar con el ejem-
plo, no pasaré adelante sin tomar de él algunas ideas
pertinentes a mi actual propósito.
El enorme y delicado tránsito desde la infancia has-
ta la primera madurez—no otra cosa es la adolescen-
cia, vista con criterio biográfico—se expresa, según
Spranger, en tres decisivos procesos psicológicos: el
descubrimiento de la propia personalidad, la formación
paulatina de un plan de vida y la creciente penetración
en los distintos dominios de la vida. Al cabo de la
adolescencia, el alma del joven ha ganado, a través de
las tormentas del tránsito, un modo de ser hombre esen-
cialmente distinto del infantil y caracterizado por una
doble vertiente, interna y externa. La vertiente interna
consiste en ser y en saber que se es una persona sin-
gular; la externa, en la capacidad de intervenir crea-

139
doramente, conforme a esa personal singularidad, en la
vida del mundo circundante. Ser en acto una persona 7,
saber que se es y mostrarlo con acciones y obras pro-
pias: tal es el término del proceso biográfico que lla-
mamos adolescencia.
Consideremos más atentamente la vertiente interna
del proceso 8. Consiste ésta, acabo de decirlo, en des-
cubrir la personal singularidad de la propia existencia.
Acaba la infancia propiamente dicha cuando el niño, a
través de muy diversas vivencias, comienza a descubrir
la elemental noción metafísica de que es "él mismo";
o, si se quiere decir con otras palabras, cuando empieza
a asombrarse ante el espectáculo de sí mismo. Posee
el niño muchas cosas, nativas unas, aprendidas otras,
y hace su vida ejercitando ese derecho de propiedad
sobre lo que su naturaleza y su educación le otorgaron.
Pero este ejercicio de sus "propiedades" es para el niño
un don absolutamente natural e incuestionable. Entré-
gase a él, en consecuencia, plena e ingenuamente, y
jamás piensa que podría carecer de lo que posee: es el
egoísmo impecable e inocente de los años infantiles.
Muy otras son las cosas en la adolescencia. No es
preciso que el haber vital del adolescente sea superior

7
El niño es también una persona singular; pero lo es sólo en esbozo y,
por otra parte, apenas siente que lo es.
8
Advertiré aquí que mi exposición de las ideas cardinales de Spranger
es deliberadamente libre, y ello en doble sentido: esas ideas están ordenadas
y expuestas según mis propios puntos de vista y entre ellas van, inevita-
blemente, algunas de mi modesta minerva.

140
al del niño. Un niño inteligente, por ejemplo, puede sa-
ber infinitamente más y mejor que un adolescente mal
dotado o mal educado. La diferencia está en el modo
de poseer lo que se tiene y se sabe. El adolescente co-
mienza a serlo cuando advierte, con más o menos lu-
cidez, que "es" algo que podría "no ser". Entre la oscu-
ra conciencia de ser quien es y la percepción de ser lo
que concretamente se ve obligado a ser—por tener lo
que tiene, hacer lo que hace y saber lo que sabe—, se
abre una delgada, pero abismal fisura. ¿Cómo se ex-
presa psicológicamente esta íntima situación de la vida
personal? Hay, ante todo, un cambio de orientación en
la mirada. La mirada del alma, fija e inmersa hasta en-
tonces en lo que se tiene, se hace o se sabe, va a expe-
rimentar un giro radical: desde entonces, además de
contemplar sus haberes biológicos y psíquicos, va a
iniciarse en el extraño ejercicio de preguntarse, temblo-
rosa y problemáticamente, por el íntimo centro desde
el cual sabe uno lo que sabe, hace lo que hace y tiene
lo que tiene. El lenguaje familiar expresa este decisivo
paso con una frase sencilla y significativa: el niño, suele
decirse, comienza a ser reflexivo.
¿Qué ve dentro de sí el niño cuando, por haber co-
menzado a mirar hacia el centro de su alma, deja de serlo
y se convierte en adolescente? Ve tan sólo un vacío. V e
no más que su necesidad de ver en sí mismo algo pro-
pio. No ve, en suma, sino el problema de llegar a ser
hombre con personal autonomía. Este inicial sentimien-
to de la propia personalidad como vacío, necesidad y

141
problema supone un rompimiento del adolescente con
lo que antes era—luego volveré a este tema del rom-
pimiento con su vida anterior y con el mundo—y de-
termina dos de sus vivencias fundamentales: la soledad
y la inseguridad.
El adolescente comienza a serlo cuando empieza a
sentirse solo, radical e irremediablemente solo. Vive su
propia existencia—dice Spranger—"como un mundo
por sí, para siempre separado, como una isla, de todos
los demás seres—cosas, hombres—que componen el
mundo exterior" 9. Penetra en el adolescente "la con-
ciencia de que se ha abierto una honda sima entre su
yo y todo lo demás: no sólo todas las cosas, mas tam-
bién todos los hombres están infinitamente lejanos y son
infinitamente extraños, y, en lo más hondo de sí, está
solo consigo mismo" 10. ¿De qué depende, en qué con-
siste este raro y penetrante sentimiento de soledad?
Spranger no nos lo dice. Por mi parte, creo que puede
ser verdaderamente comprendido si se piensa en la ex-
periencia del joven cuando por vez primera vuelve la
mirada hacia su propio ser. ¿Qué ve el joven? Antes lo
dije: un vacío, una necesidad de ver algo propio. ¿Y

0
Op. cií., pág. 38. El niño no se siente "solo". Cuando no advierte
en su entorno la presencia de ninguna otra persona, su reacción es el
miedo, no el sentimiento de soledad. Siente miedo; y no ante el vacío per-
sonal, sino ante la proyección imaginada de sus propias vivencias o ante
la deformación catatímica del medio: es la conversión del árbol en fantasma
durante la noche. La vida del niño es, pues, rigurosamente "excéntrica": el
infante vive "fuera de sí".
10
Op. cií., págs. 40-41.

142
no brota el sentimiento de soledad cuando el hombre
vive dentro de un mundo material y personal en que
no ha puesto nada propio o en el cual se ha hecho "pa-
sado"—muerto, incapaz de recreación—lo que en otro
tiempo pudo poner? El adolescente se siente solo por-
que ni en sí mismo ni en el mundo descubre nada suyo n .
Al sentimiento de soledad se asocia la inseguridad
en el empeño de conocerse a sí mismo y de manejar la
propia vida. Si siempre es problemática la realidad de
la propia vida personal, en cuanto se halla distendida
hacia un incierto futuro, en modo superlativo habrá de
serlo cuando el joven no ha empezado a existir perso-
nalmente por cuenta propia. La "anarchie des tendan-
ces", de que habla Mendousse, y las "oscilaciones en el
estado de ánimo" del joven, descritas por Stanley Hall,
son otras tantas expresiones vivenciales de esa super-

11
Recuerdo ahora un verso escrito por su autor en un momento "crí-
tico" de su vida:

¿Quién seré yo? ¿Qué puedo llamar mío?,

decía. Este sentimiento de no poder llamar suyo a nada—o, por lo menos,


el de tener que preguntarse a sí mismo si puede llamarlo a algo—es la raíz
antropológica del sentimiento de soledad.
Tampoco resisto a la tentación de anotar la curiosa coincidencia que
existe entre los rasgos psicológicos de la adolescencia, tales como, por ejem-
plo, les describe Spranger, y la caracterización de la conducta de los hom-
bres durante los períodos de crisis histórica, tal como la expone Ortega
en su Esquema de las crisis. Lo anteriormente dicho permite comprender la
analogía. Podría decirse que las crisis históricas convierten en adolescentes
a los hombres que en verdad las viven. Por eso es tan amplio el margen
de la "coetaneidad" en las generaciones históricas de las épocas críticas: en
ellas todos pueden ser jóvenes y muchos vuelven a serlo de hecho.

143
lativa inseguridad ontológica del hombre joven. Siente
el adolescente que puede serlo todo, y el hervor de tan
innumerables posibilidades de existir le llena de con-
fusa y anhelante inseguridad. "Cuanto más se embra-
vecen las tormentas de la pubertad—escribe Spran-
ger—, tanto más surge en el alma la impresión de que
en ella hay material para todo". El joven no se com-
prende a sí mismo, y de ahí su punzante ansiedad de
"ser comprendido" por quienes le rodean. No sabe
quién es, ni acierta a elegir, a querer algo entre todo lo
que puede ser. Todavía no sabe querer ser. Por eso los
primeros actos verdaderamente personales de su volun-
tad—unamente lo observó Carlota Bühler—no están
enderezados a la consecución de fines concretos, sino al
ejercicio de contrastar "personalmente" la nueva, re-
cién estrenada facultad de afirmarse a sí mismo. Como
los atletas en el estadio, el adolescente, antes de co-
menzar su personal "carrera" en la vida, ejercita la vir-
tud de sus nacientes e intactas "facultades".
Este descubrimiento de sí mismo como vacía sole-
dad e inseguridad hirviente y problemática determina,
hombre adentro, las tres actitudes del alma que Spran-
ger considera cardinales en el orto de la vida adoles-
cente: la autor reflexión, la hipersensibilidad y la ten-
dencia a la autonomía.
El adolescente ha empezado a mirarse a sí mismo.
Quiere encontrar su propio ser personal y, según la na-
tiva finura de su espíritu y la educación recibida, se
pregunta con mayor o menor explicitud: ¿por qué exis-

144
to yo?, ¿en qué consiste mi propio ser y mi propio va-
ler? Búscase a sí mismo, lleno de extrañeza y anhelo, y
a la vez trata de huir de sí, proyectándose hacia un
mundo irreal, fantástico. Mejor dicho: trata de llenar
de ensueño y fantasía el vacío que siente en lo más
íntimo de su incipiente vida personal. No otra cosa hay,
a la postre, en la tan conocida tendencia de los adoles-
centes vivaces a huir desde su medio habitual hacia lo
desconocido: son los Wanderjahre, los años de inquie-
ta peregrinación del esquema biográfico goethiano.
Esta anhelante vivencia del propio vacío, nacida
junto a la impresión o la creencia de poder serlo todo
y esencialmente enlazada con ellas, engendra la enor-
me, casi enfermiza sensibilidad del adolescente. Bas-
tará que las personas adultas del contorno vulneren sin
delicadeza o menosprecien esa hipersensibilidad para
que el joven intente "vivir su propia vida", en hostili-
dad más o menos expresa con la vida ya "hecha" que
le rodea. Tal es la raíz más profunda de los movimien-
tos juveniles de secesión, desde las pandillas de jóve-
nes aventureros hasta las organizaciones de mayor ca-
lado, como la Jugendbewegung, aquel significativo
"Movimiento de la Juventud" en la Alemania de
Weimar.
Unida a la autorreflexión y a la hipersensibilidad
del adolescente descúbrese, en ñn, su tendencia a la au-
tonomía personal. Pronto advierte el joven que sólo
podrá ser "alguien" si se propone y cumple determi-
nados fines personales, aunque éstos queden en ser el

145
10
modestísimo de coleccionar sellos o el de leer más nove-
las de aventuras que los amigos. Lo importante es, como
dice Spranger, "poseer algo propio, disponer de un do-
minio en el que ningún otro tenga voz ni voto". La vi-
vencia del mundo en torno, que en el niño dependía
fundamentalmente del "modelo" impuesto por los pa-
dres y las personas ejemplares del medio más inme-
diato vt, hácese ahora estrictamente personal. El ado-
lescente vive "a su modo" sus relaciones familiares y
siente por sí mismo su contacto con la naturaleza y el
comercio humano con la sociedad que le rodea. V e las
cosas a través de ventanas propias, y esta personal sin-
gularidad de su visión es justamente la que le permite
descubrir la "verdad" y la "realidad" objetivas del
mundo.
El descubrimiento de la propia personalidad, cum-
plido a merced de la naciente autorreflexión y testifi-
cado por la hipersensibilidad del adolescente y por su
tendencia a la autonomía personal, exige imperativa-
mente del joven llenar el menesteroso vacío que siente
ser en su más secreta intimidad. Necesita hacer algo
que en verdad pueda llamar "suyo", y se propone ha-
cerlo. La autoproposición de fines personales y la pre-
sión creciente del mundo exterior conducen, en conse-
12
En tesis general, el niño sólo tiene "gustos" individuales en lo tocante
a los estímulos de la vida instintiva: gusto por tal o cual comida, inclinación
espontánea hacia tal o cual tipo de juego, etc. En su relación con el mundo
histórico-social—mejor dicho: con los componentes del mundo histórico-
social que penetran en el suyo infantil—el niño "piensa" y "estima" como
sus padres y maestros. Vive "excéntricamente", como antes dije.

146
cuencia, a la paulatina elaboración de un plan de vida.
El mero hecho de que, más o menos lúcidamente, se
presente en el alma del joven la idea de ordenar en un
proyecto su vida futura, supone un descubrimiento de
capital importancia, conexo con el de la propia perso-
nalidad: descubre el joven que el transcurso de la vida
personal posee una constitutiva continuidad. Además
de advertir con sorpresa que es "él mismo", percibe que
seguirá siendo "él mismo" y que sólo distendiendo pro-
yectivamente su existencia hacia el futuro'—no impor-
ta a este respecto que el proyecto de vida sea fantás-
tico o desmesurado—puede ser en verdad algo estric-
tamente personal. Se llega a ser "alguien", tal es la
conclusión, haciendo "algo" valioso y original, aunque
la originalidad y el valor de lo que se hace no monten
mucho.
Siente confusa y hervorosamente el joven—-antes lo
apunté—que en su alma hay material para todo. Pues
bien: poco a poco, bajo la constante incitación del me-
dio—familia, maestros, figuras ejemplares del entorno
personal—ese material informe y multivalente se con-
creta en un vago plan de vida, que el muchacho pro-
clama en su alma con exaltado entusiasmo o aquiescen-
te secuacidad: "quiero ser esto", tal es la fórmula ritual
de ese trance. En el alma del adolescente, y sin que su
conciencia tenga forzosamente que percibirlo con cla-
ridad, "ha sido ensalzado el yo rey—escribe Spran-
ger—entre los muchos yos posibles que uno tiene en-
tonces dentro de sí". La persona ha elegido o inven-

147
tado el camino para su propio e íntimo afán de singu-
laridad y de valimiento.
Es entonces, en fin, cuando el joven puede ingresar
creadoramente en los diversos dominios de la vida en
torno: la economía, el saber intelectual, la vida políti-
ca, la creación estética. El problema que plantea al ado-
lescente el inicial vacío de su propia personalidad y el
descubrimiento de que la vida "se hace" y "pasa" con-
tinuamente, son los supuestos de esta creciente penetra-
ción del joven en cada una de las provincias de la vida
histórica y social. Una vida rigurosamente original va
a comenzar para él. Aunque esa originalidad haya de
quedar muchas veces reducida a un modesto mínimo:
el invento de un modo personal de vivir y hacer lo que
las gentes de su alrededor repiten o imitan adocena-
damente.

EL ADOLESCENTE Y LA VIDA HISTÓRICA

Este apretado escorzo del despertar juvenil a la


vida personal nos permite abordar con decorosa sufi-
ciencia el tema de la relación entre la adolescencia y la
Historia. El niño, dije, no es ni puede ser sujeto activo
de la Historia. El adolescente lo es en tanto ha descu-
bierto el problema que le plantea la existencia tempo-
ral de su propia personalidad. Percibe que sólo puede
existir constituyéndose en gerente de su propia vida, y
en virtud de su activa y ejecutiva gerencia es capaz de
desgranar esa vida suya en una serie sucesiva de res

148
gestae, de hazañas privadas e históricas. El adolescen-
te, por el simple hecho de serlo, puede hacer Historia
y, en parva o magna medida, la hace. Esto supuesto,
¿cómo se hace patente esa activa participación del joven
en la vida histórica? Con otras palabras: ¿cómo se con-
figura la fracción histórica de la persona a lo largo de
la edad juvenil, durante los años en que la persona en-
tera va tomando su propia y definitiva figura espiritual?
La lectura de las páginas anteriores hace obvia la
siguiente aserción fundamental: cualquiera que sea el
camino definitivo que el hombre siga en su acción his-
tórica, ésta ha comenzado siendo una continuación de
la vida histórica con que en su adolescencia se encon-
tró y, al mismo tiempo, un rompimiento con ella. Dicho
de otro modo: el joven es lo que es prosiguiendo la
obra de sus padres y rompiendo a la vez con ella. La
índole de la época en que el joven existe y la de sus
condiciones nativas y habituales—temperamento y edu-
cación—determinará un ocasional predominio de la ac-
titud prosecutiva o una preponderancia de la postura
polémica.
Ha de haber, desde luego, continuación. El joven
tiene que comenzar necesariamente su vida histórica
operando sobre los componentes de la que encuentra
hecha: la creación de que el hombre es capaz, por muy
genial que su condición sea, no puede ser una creatio
ex nihílo.
Ha de haber, por otra parte, rompimiento, porque
el joven no puede llegar a ser "alguien"—esto es, una

149
persona singular más o menos original y valiosa-—si no
hace, piensa y siente algo distinto de lo que hacen,
piensan y sienten los hombres con quienes se encontró
al salir de la infancia. Ha de ser, en suma, lo que en
torno suyo no se es; y, para conseguirlo, debe empezar
forzosamente no siendo, no queriendo ser lo que en
torno suyo se es. No es otro, en mi entender, el tras-
fondo ontológico del instinto psicológico que suele lla-
marse de valimiento y poderío.
En ese no querer ser lo que los otros son—los otros:
esto es, los adultos, los "mayores" —consiste, vistas las
cosas por su faz activa y positiva, el tácito o expreso
rompimiento generacional del joven con su mundo, la
disolvente negación de "lo otro" que necesariamente ha
de preceder a la edificante afirmación de "uno mismo".
Consideremos con más insistente atención este tema de
la ruptura del joven con su mundo.
Hácese patente la ruptura en dos frentes distintos,
correspondientes a los dos grandes ámbitos en que se
parte el mundo personal: el privado y el público.
En el orden privado, manifiéstase la ruptura bajo la
forma de un cambio fundamental en la relación del hijo
con sus padres. Las relaciones entre el niño y sus pa-
dres son, salvo anormalidad, la obediencia, la secuaci-
dad y la imitación: el padre suele ser para el niño el
modelo ideal de sus actos 13. Mas, cuando llega la ado-
13
Un niño puede ser terco y desobediente; pero en la terquedad y la
desobediencia infantiles ha de verse un modo de ser fundamentalmente dis-
tinto de la Incipiente autonomía personal del adolescente. Asientan mucho

150
lescencia, cambia fundamentalmente el modo de esa re-
lación. No es necesario, ni siquiera frecuente, que el
adolescente llegue al desamor o a la aversión por sus
padres. Muchas veces—sobre todo en medios sociales y
en épocas de vida cómoda—, seguirá amándoles y obe-
deciéndoles, y hasta más entrañable y delicadamente
que durante su puericia. Otras, singularmente cuando
en el muchacho apunta una vigorosa personalidad y
cuando la vida pública, la privada o las dos van mal,
aparecerán una discordia o una reserva más o menos
acres entre el padre y el hijo u. Sea, empero, pacífico
o polémico el rostro visible del cambio en la relación
paternofilial, lo importante es la verdadera esencia del
cambio mismo. Quiero decir: la aparición de una dis~
tancia personal entre el hijo y el padre 15. El hijo, que
vivía hasta entonces inmediatamente vinculado a la
existencia del padre, comenzará a mirarle desde el re-

más en la estructura temperamental e instintiva de la vida humana que en


su condición propiamente personal. Un niño terco no es una persona tenaz-
mente fija a sus propios fines, sino, como dicen los alemanes, una trotzige
Natur, una naturaleza renuente.
14
"Donde no hay harina, todo es mohína", dice la experiencia de nues-
tro pueblo. Especialmente visible se hace la verdad del refrán con motivo de
la crisis de la adolescencia. Ni siquiera es preciso interpretar esa "harina"
de un modo exclusivamente económico.
15
He aquí un significativo pasaje autobiográfico de Goethe: "Llegó por
fin San Miguel, la fecha tan impacientemente esperada. Abandoné entonces
y dejé tras de mí con la más absoluta indiferencia la respetable ciudad que
me había engendrado y educado... H a y cierta época en la cual los hijos se
apartan de sus padres, los servidores de sus dueños, los favorecidos de sus
bienhechores; y este movimiento de independencia, este intento de vivir una
vida propia está siempre, triunfe o no, en los planes de la Naturaleza."

151
cien descubierto y todavía inédito centro de su adoles-
cente persona. Las condiciones nativas del adolescente,
su educación, la peculiaridad de la vida familiar y la
ocasional coyuntura de su mundo hisíórico-social, de-
terminarán que esa mirada suya sea más o menos amo-
rosa u hostil. Entre las aludidas condiciones nativas del
joven hállase en primer término la sexual; bien sabido
es que el sexo matiza muy ostensiblemente el modo de
establecerse la distancia personal entre el hijo y los
padres 16.

16
Cuatro tipos fundamentales deben estudiarse, desde el punto de vista
del sexo, en la relación paterno-filial: hijo-padre, hijo-madre, hija-padre e
hija-madre. Como es sabido, pertenece al psicoanálisis el mérito de haber
propuesto científicamente este problema de las relaciones entre padres e hijos,
mas también le corresponde el demérito de haber falseado, por unilateralidad
fanática, los términos de su planteo y las vías para su tratamiento. Los
freudianos ortodoxos nos hablarán de "complejos de Edipo" y "de Electra",
los adlerianos de "protestas viriles", etc. Las cosas son a un tiempo más
sencillas y más complejas. Trátase, sencillamente, de la íntima tendencia del
adolescente a constituir de manera autónoma su propia vida personal. Esta
tendencia se configurará luego psicológicamente según las figuras más di-
versas y bajo la acción conjunta de los momentos causales antes apuntados:
condiciones nativas del adolescente, educación anterior, índole de la vida
familiar, situación histórica en que se vive. N o excluyo, pues, la posibilidad
d e que en algunos casos sea vivida como un "complejo de Edipo" más o
menos vivo y articulado la "distancia personal" entre el adolescente y sus
padres. Mas también existe la posibilidad de que esa "distancia personal",
originariamente vivida de modo, por así decirlo, "neutro" o "puro", sea
luego sexualizada en su interpretación por la acción sugestiva del medio
(médicos psicoanalistas, audición de conferencias, lecturas, etc.). En mi tra-
bajo "La obra de Segismundo Freud" (en Estudios de Historia de la Me-
dicina y Antropología Médica, Madrid, 1943) he tratado con amplitud esta
posibilidad de sexualizar interpretativa y sugestivamente vivencias que en
su origen eran "neutras" desde el punto de vista de la sexualidad.

152
La ruptura del adolescente con el mundo de su in-
fancia—el mundo con que se encuentra cuando em-
pieza a ver las cosas desde su recién descubierta per-
sonalidad'—acontece también en el ámbito público o
histórico de ese mundo. Con la adolescencia, nos dijo
Spranger, se inicia una creciente penetración personal
del joven en cada uno de los dominios de la vida. No
importa a este respecto que tal penetración sea míni-
mamente original y creadora. Es cierto que el adoles-
cente puede dar sus primeros pasos rígidamente orien-
tado por la autoridad o la seducción de las personas
adultas que le rodean; mas aunque se limite a obedecer
órdenes o a imitar servilmente modos genéricos de vi-
vir, siempre habrá algo inédito en su incipiente vida
personal: por el lado de su intimidad, un modo no
usado de vivir sus propias acciones; por el lado de su
conducta visible, una "variante personal" en la ejecu-
ción de todo lo que hace. Junto a las menudas diferen-
cias que singularizan la vida de cada uno de los apren-
dices de un mismo oficio mecánico, pongamos la inmen-
sa distancia existente entre la originalidad de cualquier
muchacho vulgar y la de un adolescente verdaderamen-
te genial y creador, un Pascal o un Mozart, por ejem-
plo. Pues bien; pese al abismal contraste, entrambas
desemejanzas son dos expresiones cuantitativa y cuali-
tativamente diversas de una misma condición genérica-
mente humana: la exquisita singularidad que, por razón
de su propio ser, posee siempre la vida personal de todos
los hombres. El hecho de no parecerse entre sí los dis-

153
tintos individuos que le componen figura también—'en
cuanto cada hombre es una persona—-entre las notas
constitutivas del género humano 17.
Sea grande o chica, sin embargo, la incipiente ori-
ginalidad histórica de cada joven, el simple hecho de
su existencia denota una previa ruptura del adolescente
con el mundo histórico y social que halló frente a sí
y dentro de sí al despertar a la vida personal. Tampo-
co ahora debe ser necesariamente interpretada esa rup-
tura como una pura negación nihilista de los valores,
los hábitos y las obras visibles que integran el mundo
histórico con que el adolescente se encuentra: la rup-
tura no ha de ser por necesidad un rompimiento total,
aunque siempre lo sea parcial. Como acontecía en el
ámbito privado de la convivencia personal, la raíz del
suceso es, inicialmente, la distancia, el apartamiento'-'el
"paso atrás", diría un aficionado a los toros—que se
establece entre la recién despierta persona del adoles-
cente y todo "lo otro". Hasta los hábitos más sólida-
mente esculpidos por la educación en el alma infantil
tórnanse extraños a uno mismo, siquiera sea fugazmen-
te, cuando se les contempla desde el inédito y acu-

17
Los "géneros" de las realidades naturales se definen sólo por las
notas en que se parecen todos los individuos que los componen. El "género
humano", en cuanto está constituido por personas singulares, realizadas a
través de cuerpos vivientes individuales, se define también por el hecho de
que todos los individuos que lo componen tienen que ser personalmente sin-
gulares. Nada se opone a que dos caballos gemelos univitelinos sean igua-
les; en cambio, dos gemelos univitelinos humanos tienen que ser personal-
mente distintos, por mucho que se parezcan sus caracteres somáticos.

154
ciante vacío que es para el adolescente su tierna per-
sonalidad. Como dice Goethe, hay en la vida del niño
un momento en el cual "comienzan a hacerse sospecho-
sas todas las cosas que hasta entonces veneraba".
El problema cardinal del hombre joven es ir lle-
nando de cosas suyas, personal e intransferiblemente
suyas, ese inicial "vacío" en que, por lo pronto, consiste
su persona. Desde el punto de vista de su vida perso-
nal, el haber del adolescente no consiste sino en la pun-
zante necesidad de tenerlo, y cuanto personalmente
hace desde su despertar está enderezado al logro de
ese haber propio. La delicada trama de vivencias y ac-
ciones verdaderamente personales que integran la vida
propia del joven—pensamientos, estimaciones, senti-
mientos, hábitos nuevos, proyectos, obras visibles—-
llena poco a poco el turbador vacío de su intimidad y
constituye la sustancia de su naciente persona 18. La ín-
dole y el volumen de esas creaciones personales irán
haciendo del joven una "persona de mucha sustancia"
o un "hombre insustancial".
La fracción histórica de la personalidad juvenil sólo
puede ser científicamente comprendida partiendo de
aquel hiato personal entre el adolescente y el mundo
histórico con que se encuentra. Así lo advierte el joven,
aunque tal advertimiento de su propia situación sea a
veces sobremanera turbio e indirecto; y, en efecto, por-

18
La "sustancia" propia de una persona está constituida por su reper-
torio y su capacidad creadora de "originalidades".

155
que así se ve, cuidará de ir llenando con su vida ulterior
el íntimo vacío de su alma que ese hiato denuncia: "la
interior bodega", diría San Juan de la Cruz. ¿Cómo y
de qué lo llena?
No es difícil la respuesta: aceptando parte de los
elementos que componen el mundo histórico "viejo";
rechazando definitivamente otros; creando obras nue-
vas y modos de existir inéditos; proyectando y soñando
futuras obras, acciones y situaciones personales. La
aceptación de lo ya hecho permite que en la Historia
haya "continuidad" y "tradición"; el arrumbamiento de
lo viejo e inservible hace posible la existencia de un
"pasado histórico"; la creación de resultados y de mo-
dos de existir originales determina la "novedad" del
acontecer, el "cambio" de la existencia humana en el
sentido del progreso, de la regresión o, sencillamente,
de la mera alteración; los proyectos y ensueños ponen,
en fin, algún "orden" en el incierto futuro de la exis-
tencia personal y engendran la "utopía" histórica. El
presente de la vida personal es una permanente y crea-
dora línea divisoria entre las dos vertientes temporales
del acontecer: a un lado, la existencia pretérita, que
aporta al presente la actualidad de lo que "se conti-
núa" y el recuerdo de lo que "pasó"; a otro, la exis-
tencia futura, prefigurada por un "proyecto de vida",
ordenador del presunto porvenir, e incitada por una
"utopía" más o menos histórica. El hombre que hace
su vida tiene siempre a su espalda un camino ya andado
y un "Paraíso perdido", y frente a sí—-salvo en los

156
casos de pesimismo absoluto'—un camino por andar y
un "Paraíso esperado" 19.
En suma: el adolescente acepta algo que el medio
le impone o le ofrece, rechaza o depone lo que no con-
viene a su vida y no se ve obligado a aceptar, pone en
su vida y en el mundo circunstante el resultado de su
vivaz presencia y de sus acciones creadoras y se pro-
pone planes de vida futura y ensueños utópicos o eva-
sivos. Lo impuesto por el medio al joven, lo depuesto
de su vida y del medio por él, lo puesto por él en el
medio y en su vida y lo propuesto por él a sí mismo y
a los demás son, pues, los cuatro elementos sistemáti-
cos de la autoconfiguración del joven como persona his-
tórica 20. Veamos con más atención cada uno de ellos.

LO IMPUESTO AL JOVEN

Llega el niño a su adolescencia y comienza a hacerse


problema de sí mismo y de cuanto le rodea. Sin saber
que se lo dice, dícese lo que, ya adulto y sabiéndolo,
19
Las diferencias comenzarán cuando se trate de precisar el "lugar"
de esos "Paraísos": unos, como el progresista o el reaccionario, lo pondrán
en la Historia; otros en una existencia escatológica. Recuérdese lo dicho
en el primer capítulo.
20
El orden de esta enumeración no debe ser considerado como un
orden cronológico. Aun cuando esos cuatro elementos se hallan finamente
imbricados entre sí, tal vez deba darse cierta prioridad cronológica a la
autoproposición del joven. Tan pronto como el adolescente percibe el vació
de su vida personal, se propone—clara o turbiamente—algo con que llenarlo.
Luego volveré a tratar este tema.

157
se decía a sí mismo San Agustín: "No es cosa de tanta
maravilla que esté lejos de mí todo lo que no soy yo"
(Con/., X, 16). Sitúase el adolescente en la intacta y
vacía atalaya de su propio espíritu y mira desde ella
—anhelante, menesteroso, confundido—todo lo que
hasta entonces ha constituido su existencia. ¿Qué des-
cubre su mirada? Descubre, por lo pronto, tres campos
distintos en que mirar: su naturaleza biológica, el haber
psicológico que el medio le ha ido dando y el mundo
exterior en que vive 21.
Su naturaleza biológica le impone un sexo, una de-
terminada constitución individual, un temperamento
conexo con ella y un habitual estado de salud o de en-
fermedad 22. Se ve varón o hembra, alto o bajo, rubio o
moreno, vivaz o calmoso, fuerte o enfermizo. La natu-
raleza biológica, sólo muy escasamente modincable por
obra de la voluntad y del ejercicio, proporciona al ado-
lescente el instrumento somático con que necesariamen-
te ha de ir haciendo su vida personal. Son muy diver-
sos los modos de sentir la posesión de ese instrumento:

21
Apenas es necesario advertir que las cosas no aparecen de modo
tan claro y ordenado en la conciencia del adolescente. En muchos casos no
habrá en ella sino un vago sentimiento de lo que expongo como expresa y
bien recortada noticia. Describo ahora sistemáticamente el contenido del
alma del adolescente cuando éste empieza a mirar desde sí mismo; luego
intentaré precisar la forma que adopta ese contenido. O, con otras palabras,
el estilo del alma adolescente.
22
Es decir: una vida biológica constituida por ciertos hábitos corpo-
rales sanos o morbosos. Son, como diría un escolástico, los hábitos de la
primera naturaleza: funciones fisiológicas, canalizaciones instintivas de la
vida, etc.

158
vivencias, actitudes y reacciones determinadas por el
sexo, sentimientos de suficiencia o inferioridad, etc. Mas
no es este un tema pertinente a mi actual propósito, y
debe quedar sólo enunciado 23.
El segundo de los campos que en su propia vida
descubre la mirada del adolescente es el haber psicoló-
gico que el medio, operando sobre sus condiciones na-
tivas, ha puesto en sus manos. Este haber psicológico,
obsérvese, es suyo en cuanto puede manejarlo, mas no
por lo que atañe a la originaria peculiaridad de su con-
tenido. El niño se ha limitado a recibir todo lo que su
medio ha ido esculpiendo o incrustando en su vida a
partir del punto y hora en que salió del vientre de su
madre. Nada ha hecho por su cuenta personal para que
los elementos de ese haber psicológico y el conjunto
en que se ordenan sean lo que son y como son, y por
esto, llegado a la adolescencia, puede mirarlos con ra-
dical extrañeza: son suyos por donación, no por crea-
ción. Como antes dije, el haber verdaderamente per-
sonal del adolescente no consiste sino en la necesidad
de tenerlo.
Este acervo psicológico que el adolescente halla en
su propia vida está constituido por tres órdenes de ele-
mentos: creencias, noticias y hábitos espirituales. Las
creencias, que pueden ser estrictamente históricas y re-
ligiosas o seudorreligiosas, formarán, si son aceptadas,
23
El momento más importante para la determinación de ese modo de
sentir la "imposición" es la relación entre la vivencia del propio cuerpo y
los fines que el adolescente se propone cumplir en su vida.

159
el soporte de la vida personal 2i. Las noticias son la
huella que en forma de "especies", como diría un aris-
totélico, ha dejado de su "paso" toda la pasada expe-
riencia infantil; y los hábitos psicológicos—habilidades
prácticas, hábitos intelectuales, verbales, estimativos y
sentimentales—la huella de ese pasado en orden a la
operación del alma. El adolescente tiene en su haber,
por ejemplo, la noticia de que la tierra es redonda, por-
que así lo aprendió de niño, y el hábito de hablar cas-
tellano o de saludar a sus mayores.
Encuéntrase el joven, en fin, con su mando, com-
puesto por una fracción cósmica (mundo físico stricto
sensu), otra biológica (mundos vegetal y animal) y otra
humana (mundo personal, personas del entorno). Ya
sabemos que el mundo personal posee un ámbito pri-
vado y otro público. Antes expuse someramente la reac-
ción del adolescente al "descubrimiento" de los padres,
la más importante de todas cuantas suscita el encuen-
tro con su mundo personal privado. Queda por consi-
derar su visión del mundo personal público que le rodea:
el mundo histórico y social.
La situación histórica a que el adolescente abre sus
ojos personales le muestra un conjunto más o menos
2
* Creer en un Dios personal o en la realidad de la gracia sacramental
son, evidentemente, creencias religiosas. Creer en el destino patrio o en la
fatalidad del progreso humano son creencias históricas. Como se sabe, la
secularización moderna ha historificado las creencias religiosas y ha divini-
zado las creencias históricas. Nunca se entenderá a Hegel, por ejemplo, si
no se ve en su obra un titánico esfuerzo por divinizar e historiflcar a la
naturaleza humana.

160
ordenado de creencias vigentes, formas de vida, há-
bitos históricos usuales y trillados, instituciones histó-
rico-sociales y obras o productos de la acción humana.
Las creencias vigentes en el medio histórico no han de
coincidir por necesidad con las que la educación infan-
til imprimió en el alma del joven. ¿Cuántos son los mu-
chachos que, educados, por ejemplo, en un fervoroso
catolicismo, deben vivir luego en un medio escasa o nu-
lamente católico? Valga otro tanto para las formas de
vida (modos ocasionales de la religiosidad, de la vida
social, política y económica, del pensamiento filosófico
y científico, etc.) y para los hábitos históricos (modas,
costumbres cotidianas) en que se expresa y actualiza
la situación histórica y social.
Tal es, apretadísimamente dibujada, la estructura
sistemática del paisaje que desde su inédita personali-
dad descubre la interrogante mirada del joven. ¿Cuál
puede ser, vista también con esta esquemática genera-
lidad, su personal reacción ante él? Comenzaré a res-
ponder haciendo observar que cada uno de los tres
mencionados campos se presenta en la vida del adoles-
cente de modo específicamente distinto; con un dife-
rente grado de "adherencia", si se me permite esta plás-
tica expresión.
La naturaleza biológica le está rigurosamente im-
puesta: ha de hacer su vida con ella, quiera o no, y ape-
nas es dado a su arbitrio la posibilidad de modificarla.
Frente a la naturaleza biológica que, como suele decirse,
le ha tocado a uno en suerte, el problema está, sobre

161
ii
todo, en el modo de reaccionar a la forzosidad de su
imposición.
El haber psicológico hállase impreso en su vida. Las
creencias, las noticias y los hábitos que la educación le
dio están esculpidos con profundidad diversa en la cor-
teza o en la albura de su alma, a la cual, como suele
decirse, "imprimen su carácter". La crisis puberal trae
inevitablemente consigo una cierta "extrañeza" del jo-
ven ante los hábitos y creencias de su edad infantil: si
unos y otros fueron impresos con arraigo y hondura
en el muchacho por la educación de los primeros años
y, por otra parte, no contrarían de modo muy osten-
sible los vigentes en el medio histórico, no es infre-
cuente que perduren hasta la madurez; si la impresión
fué laxa y pugnan por su índole con los usuales en el
mundo circunstante, caerán muchas veces como una cor-
teza seca cuando el adolescente se apreste a hacer por
sí mismo su vida. Entra también en juego el vigor pro-
pio de la personalidad que apunta. Por ejemplo: sólo
los jóvenes de personalidad muy vigorosa son capaces
de arrancar de su alma hábitos operativos y creencias
firmemente enraizados en ella. En cualquier caso, la per-
sonal revisión que el joven hace de su vida anterior
—aunque, en tantas ocasiones, sin conciencia clara del
proceso revisivo—altera inexorablemente el contenido y
la figura de su haber psicológico.
Si la naturaleza biológica está "impuesta" al ado-
lescente y a su haber psicológico lo encuentra "impreso"
en su alma, el mundo exterior a que abre sus ojos y, en

162
máxima medida, la fracción histórico-social de ese
mundo, se hallan ofrecidos a su contemplación y a su
acción personales. Claro que la índole de este "ofre-
cimiento" puede ser muy diversa. Cuando el medio fa-
miliar, social o político es rudamente coactivo, el ofreci-
miento puede hacerse imposición o exigencia difícil-
mente eludibles, y en tal caso el adolescente se ve obli-
gado a aceptar en su ulterior existencia los hábitos o las
formas de vida que se le imponen o se le exigen. Otras
veces, en cambio, puede el adolescente tomar o dejar a
su antojo cada uno de los elementos que integran su
mundo histórico y social. Supuesta tal libertad~y siem-
pre existe en alguna medida, al menos por lo tocante
a la "intimidad" de la aceptación y del apropiamiento—¡
¿qué elementos del mundo histórico son los que el ado-
lescente selectivamente acepta? ¿Por qué y cómo los
acepta y se los apropia?
Apenas es necesario ponderar la inmensa diversi-
dad de los casos individual y típicamente posibles. En
lo que atañe a la intensidad del afecto por lo aceptado,
la divergencia puede ir desde una recepción "obvia y
sin gratitud alguna", como dice Spranger, hasta el en-
tusiasmo más caluroso y explosivo; y por lo que toca
a la peculiar condición de los elementos que se aceptan
o se buscan, la caprichosidad individual dará realidad
a cuantas variantes pueda imaginar el hombre más ima-
ginativo, no contando los casos rigurosamente inima-
ginables. Creo, no obstante, que, sin mengua de esta
casi infinita diversidad, es posible señalar una línea ge-

163
neral al "qué", al "por qué" y al "cómo" de las prefe-
rencias del adolescente ante su medio histórico.
Hablando en términos muy generales, el joven acep-
tará sin violencia o con entusiasmo todos aquellos ele-
mentos en que vea una prometedora posibilidad para
su vida presente y futura. Cada uno de los elementos
aislados que componen nuestro mundo histórico se dis-
tingue de los restantes, así por la peculiaridad de su
contenido objetivo como por el caudal de las "posibili-
dades" que ofrece a nuestra vida personal. Para un
chamarilero, por ejemplo, un cuadro de Zurbarán no
ofrece sino las posibilidades económicas que le presta
su condición de objeto vendible: puesto ese chamari-
lero en un medio humano donde sea imposible la venta
del cuadro—porque no interese Zurbarán, porque no
haya dinero, etc.—, éste será para él un objeto vacío
de posibilidades. Un aficionado a la pintura, en cam-
bio, las hallará en el mismo cuadro a cualquier hora y
en cualquier lugar. Pues bien: el adolescente aceptará
selectivamente de su mundo las creencias, las formas
de vida y los hábitos históricos que desde su juvenil
punto de vista estime vivos, prometedores, llenos de po-
sibilidades para su vida actual y para su entrevista vida
por venir.
Claro que esto es decir muy poco, a fuerza de decir
muy mucho. El problema de señalar líneas generales en
la inmensa diversidad no está todavía resuelto: cada
adolescente elegirá o aceptará los elementos que ofrez-
can más posibilidades a sus fines personales, y éstos

164
pueden ser diversísimos. Tampoco se trata ahora de
señalar tipológicamente los elementos históricos que me-
jor convienen a los distintos "tipos" de los fines per-
sonales humanos—religiosos, políticos, profesionales,
estéticos, intelectuales, etc.—, sino de precisar en al-
guna medida la índole de aquellos que de hecho son
aceptados con más frecuencia y entusiasmo por el joven
en cuanto tal. ¿En qué ingredientes del mundo histó-
rico ve el joven, en tanto joven, más prometedoras po-
sibilidades para su existencia presente y futura? Tal es
nuestro tema.
Doble respuesta tiene, en mi entender, esa pregun-
ta. La primera dice así: serán preferentemente acepta-
dos por el joven los elementos de su mundo histórico-
social que objetivamente 2o, por el hecho de su singular
peculiaridad o de su pertenencia a una situación his-
tórica joven y vivaz, ofrezcan más abundantes o más
seductoras posibilidades a la vida personal e histórica.
Una misma disciplina intelectual es mejor aceptada por
los jóvenes cuando se la enseñan maestros de alma fér-
vida y entusiasta. Una situación histórica reciente y
germinal, como, por ejemplo, lo fueron el mundo mo-
derno en el siglo xvi y el Romanticismo en lSSO—re-
cuérdese lo antes dicho—, ofrecerá muchos más ele-
mentos al anhelo de los jóvenes que otra fosilizada y
bizantina a fuerza de acabamiento. De ahí el inexora-

25
En cuanto quepa hablar de la "objetividad" de un componente del
acontecer histórico: una forma de vida, un hábito, una creencia.

165
ble auge de los jóvenes en las situaciones históricas ver-
dadera y ostensiblemente críticas.
Mas también interviene en la selección el alma del
joven, y por eso puede darse a la precedente interro-
gación una segunda respuesta. Cualquiera que sea la
índole o la edad de la situación histórica a que despier-
ta, el adolescente aceptará de ella y aun buscará entre
sus elementos: aquellos en que la vida interna y la
fuerza prevalezcan sobre la forma y la perfección ex-
presiva; los que ofrezcan a su actividad una participa-
ción por relación directa de persona a persona, y no a
través de fórmulas técnicas intermediarias; y, en fin,
aquellos otros cuya aceptación suponga para él una
"distinción" visible y aún chillona dentro del mundo en
que vive.
Un político que, como Prim, ofrezca con voz tonante
y entusiasta "destruir en medio del estruendo los obs-
táculos", tendrá siempre más adeptos juveniles que quie-
nes, a la manera de Metternich, se propongan triunfar
por la perfección y la sutileza de sus acciones 26. No
es otro el fundamento de la seducción que la vida he-
20
A veces predomina la influencia de otros momentos selectivos. Puede
ocurrir muy bien que, después de una época Stucm und Dtang, el afán de
distinguirse prevalezca en muchos jóvenes sobre el gusto por lo tempes-
tuoso e impulsivo. Aparecen entonces grupos o subgrupos generacionales
de jóvenes "superfinos", que tratan de señalarse personalmente mediante la
exquisitez. En no pocas ocasiones creen alcanzar la buscada finura imitando
los modos de vivir y los gustos de sus abuelos: tratan de afirmar su juven-
tud, en consecuencia, senilizándose artificiosamente. ¿No hubo mucho de esto
en la vida parisiense tras el Terror, durante el Directorio y el Consulado?
¿No hemos visto algo parecido en España, durante los últimos años?

168
roica y aventurera—o, cuando menos, sus trasuntos li-
terarios—ejercen sobre las almas adolescentes. La aven-
tura difícil y esforzada es un modo de vivir que, por
definición, no puede configurarse en fórmulas hechas:
de ahí su aire tan esencialmente "prometedor" y el en-
canto que ofrece a la vida vacía y anhelante del joven.
Esa tierna y palpitante desnudez del alma juvenil es
también lo que determina su preferencia por las accio-
nes y por las formas de vida históricas en que domine
la relación personal directa y cálida sobre la indirecta
y formularia. El hombre soporta la fórmula como me-
dio de relación cuando es él quien la ha creado o, por
lo menos, cuando ha puesto algo personal en ella: cuan-
do la crea o cuando la re-crea. Sólo esa creída presen-
cia de una porciúncula de su vida personal en la fórmu-
la "hecha" y convenida permite al hombre admitir sin
reserva la real eficacia comunicativa de los artificios
convencionales. ¿Cómo puede aceptarlos, entonces, un
alma inédita, virginal, cuyo único patrimonio personal
es el de no haber hecho nada con su persona? Sólo un
contacto directo y caliente con la desnuda realidad de
otras personas 27 satisface el ansia de compañía y com-
prensión que hierve en el alma del joven, apenas ha
descubierto su radical e inerme soledad. El grito: "¡Ca-
maradería: abajo las convenciones!" fué, y no por azar,

27
Antes dije en qué consiste el "contacto" de una persona con otra
"realidad personal" exterior a ella: es, como se recordará, la creencia en que
"el otro" coejecuta los actos personales propios, y uno mismo los del otro.

167
la consigna más central del movimiento juvenil alemán
tras el hundimiento del Segundo Imperio.
Acepta el joven con avidez, por fin, los elementos
de su mundo histórico y social que le garanticen una
cierta "distinción". Quiero decir: que le hagan distinto
de los demás, que le señalen personalmente dentro del
medio en que vive. Distinguiéndose, siendo "distinto",
tiene el joven la certidumbre de poseer una persona-
lidad y ser "él mismo". La peculiaridad de la situación
histórica, las condiciones nativas del muchacho y la ín-
dole de su educación anterior decidirán en cada caso
qué elementos históricos del medio son elegidos por
esta ansia juvenil de distinción y valimiento personales.
A veces intentará distinguirse el adolescente condu-
ciéndose de modo convencionalmente caballeresco; otras
adoptando un aire chillonamente desembarazado y de-
portivo, o cultivando con llamativo artificio sus nacien-
tes recursos capilares; algunas jactándose ostensible-
mente de "estar de vuelta de todo" y no creer en nada.
La diversidad, ya se ve, puede ser casi infinita.
Resumiré sinópticamente. Puesto el joven ante el
medio histórico en que se hizo y pasó su infancia, co-
mienza su vida propiamente personal "extrañándose"
de él, mirándolo como cosa más o menos ajena a su
inédita persona. A este inicial extrañamiento siguen un
movimiento de aceptación y otro de repulsa. Salvada
la frecuente posibilidad de la excepción, el joven acepta
de preferencia los siguientes elementos de su mundo his-
tórico: 1.° Los que por razón de su singular peculiari-

168
dad o por su pertenencia a una situación histórica "jo-
ven" ofrezcan objetivamente un gran caudal de posi-
bilidades a la vida personal de cualquier hombre.
2.° Aquellos en que la fuerza interna predomina sobre
la perfección formal. 3.° Los que le garantizan una re-
lación directa y viva con las otras personas. 4.° Los que
le permiten distinguirse o "causar sensación" dentro del
medio en que vive.
Todos los jóvenes, por el hecho de serlo, abrevan
la sed de su naciente vida personal en estos cuatro ve-
neros. Las condiciones nativas de cada uno, su educa-
ción anterior, la índole de los ñnes que autónomamente
o por sugestión ajena haya propuesto a su vida y la
peculiaridad de la situación histórica y social en que
habita, decidirán luego cuál es el filón preferido por
cada muchacho, la singularidad de los elementos his-
tóricos que irá incorporando a su ulterior existencia per-
sonal y el modo o estilo de esta incorporación.
Veamos ahora lo que el adolescente, por el hecho
de ser joven, rechaza o depone de su propia vida y del
mundo histórico circundante.

LO DEPUESTO POR EL JOVEN

La relativa explicitud con que he descrito el movi-


miento de aceptación del joven ante su mundo histó-
rico, me permite tratar con mayor concisión su movi-
miento de repulsa. Acepta el joven con entusiasmo,

169
resistencia o pasividad tales elementos de su mundo
histórico, deja de percibir otros 28 y rechaza abierta-
mente los restantes. ¿Qué elementos entre los vigentes
en su medio no acepta el joven en su vida? ¿Por qué los
rechaza, por qué, irremisiblemente, los convierte en "pa-
sados"?
Puede contestarse a la primera de estas dos inte-
rrogaciones leyendo por su envés las antes mencionadas
razones de la aceptación juvenil. Rechazará el joven,
por lo tanto: 1.° Los elementos de su mundo que, por
hallarse históricamente muy "gastados", apenas ofrez-
can posibilidades a una vida deseosa de cierta origina-
lidad personal. Abundan tales elementos en las situa-
ciones históricas viejas y bizantinamente conservadas,
y de ahí la rebelión juvenil contra ellas cuando esa "ve-
jez" llega a hacerse perceptible. 2." Aquellos en que el
acabamiento de la forma expresiva prepondera sobre
la interna y todavía informe tendencia a la acción y
a la expresión. 3.° Cuantos supongan una relación in-
directa y artificiosa entre persona y persona. 4.° Los ya
vulgarizados, a fuerza de uso y de difusión, dentro del
medio histórico o social en que vive el joven 29.

28
He aquí un problema importante, que sólo puedo enunciar de pa-
sada: ¿a qué elementos de su mundo histórico-social es ciego el joven, por
razón de su juventud?
29
Algunos usos pueden ser a la vez vulgarísimos en un medio social y
"distinguidos"—en sentido genérico, no meliorativo—en otro. Baste citar
como ejemplo suficiente el voluntario aplebeyamiento de la aristocracia espa-
ñola a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX: casticismo de la manóla
y el chispero, etc.

170
Todos los jóvenes, por el simple hecho de serlo,
ejercitan según estos cuatro cauces genéricos su juvenil
impulso a la negación del mundo histórico con que se
encuentran. Las condiciones nativas de su humana
existencia (sexo, temperamento, higidez), la índole de
la educación recibida durante la infancia, la peculiari-
dad de los fines personales que espontánea o induci-
damente cada uno se proponga y, en fin, la ocasional
singularidad de la situación histórica y social en que el
adolescente vive, irán decidiendo de consuno el cauce
preferido por la rebeldía de cada joven, la naturaleza
de los elementos que repele y el estilo—suave o agrio,
manso o violento, tenaz o inconstante—'de la juvenil
repulsa 30.
Para hacer su vida propia, vese el joven en la dura
y gozosa necesidad de rechazar algún elemento del
mundo histórico y del haber psicológico con que se en-
cuentra. Estos cadavéricos despojos del acontecer son
30
En su conocido ensayo sobre los deberes de las edades, y entre no
pocos aciertos, confundió Marañón—seducido tal vez por aquella coyun-
tura histórica—la natural existencia de un impulso juvenil a la rebeldía
con el deber de rebeldía del joven. Había bajo las páginas de Marañón la
optimista hipótesis de una "natural" coincidencia entre la espontaneidad psi-
cológica y la norma ética. Las cosas no son tan sencillas y cómodas. Existe
para todo hombre el deber de rebelarse contra lo injusto y lo falso, y para
el joven, reduplicativamente, el de orientar contra la injusticia y la falsedad
su "natural" tendencia hacia la rebeldía; lo cual no quiere decir que a toda
rebeldía juvenil, por el hecho de ser juvenil, haya que considerarla justa
y debida. Sólo si se profesa una ingenua y optimista fe progresista—para
el progresista extremado todo cambio histórico es naturalmente bueno y pro-
gresivo—puede afirmarse que el impulso a la rebeldía es por sí mismo un
deber.

171
los que constituyen el "pasado". Si existe un "pasado
histórico" en continuo crecimiento es, en efecto, porque
siempre hay unos cuantos hombres jóvenes coetáneos
que, para afirmarse a sí mismos, necesitan relegar a la
condición de "pasados" tales y tales componentes del
mundo en que viven. Conocemos ya las líneas gene-
rales de ese movimiento de repulsa. Sigamos preguntán-
donos: ¿por qué el joven rechaza de su vida y de su
mundo esos, precisamente esos elementos?
Apenas puede darse una respuesta unívoca a tal
interrogación. Muchos jóvenes adoptan una actitud
renuente frente a su mundo histórico movidos por una
servil tendencia a la imitación, algunos por resentimien-
to, otros por congénita indocilidad, no pocos sin saber
por qué. Hay, sin embargo, casos que bien pueden ser
llamados "históricamente puros". Son aquellos en los
cuales la repulsa está condicionada por motivos predo-
minantemente históricos: pasan a segundo plano las
instancias dependientes de la personal biografía del
joven y deciden las dimanadas de la situación histó-
rica en que ese joven existe.
¿Cuál es, entonces, la negativa instancia común de
todos los elementos históricos que por razón de su his-
tórica peculiaridad, y sólo por ella, son selectivamente
depuestos de la vida y del mundo juveniles? En el ca-
pítulo precedente quedó apuntada la respuesta. El joven
rechazará preferentemente de su propio haber psicoló-
gico y de su mundo los elementos que producen en él
una de las dos fundamentales vivencias del acontecer

172
histórico: la vivencia del hastío. Incorpora el joven a
su vida los ingredientes del mundo presente capaces de
prometedora e incitante novedad; depone de él y de su
infantil acervo psicológico aquellos que ofrecen a su
alma menesterosa, por todo estímulo, la insoportable
experiencia del hastío.
Conocemos también la raíz psicológica y el trasíon-
do ontológico del hastío. Hastían al hombre aquellos
elementos de su mundo público o privado que, incor-
porados a su existencia personal, ponen a ésta en una
situación en la cual no descubre posibilidades de vida
original y satisfactoria. Son esas situaciones de la vida
personal en que uno, como suele decir el vulgo, no halla
"perspectivas" o "salidas". Una costumbre, una acción
o un espectáculo dejan de "recrearnos"—y, por lo tan-
to, nos hastían—cuando ya no nos sentimos capaces de
"recrearlos"; esto es, cuando ya no sabemos hacer de
ellos algo que pueda ser otra vez vivido como nuevo.
La acción o el espectáculo nos parecen agotados, muer-
tos, y esa subjetiva impresión del agotamiento de un
elemento histórico es la que le hace hastioso, aburrido
y, en último extremo, "pasado".
Obsérvese que lo decisivo para la repulsa de un
elemento histórico es la vivencia de su agotamiento. Una
costumbre histórica—por ejemplo: la moda masculina
de llevar barba crecida o la femenina de usar falda
corta, para atenernos a lo más menudo y trivial—estará
realmente agotada cuando no quepa modificarla nove-
dosamente y sólo ofrezca al hombre la posibilidad de

173
repetir en forma monótona y rutinaria alguna de sus
ocasionales variantes. ¿Puede decirse, sin embargo, que
una costumbre histórica se encuentra real y verdade-
ramente agotada? ¿No cabrá siempre ejecutarla o mi-
rarla según un ángulo de acción o de visión distinto e
inédito? El agotamiento histórico de un hábito o de una
forma de vida consiste menos en su objetiva incapaci-
dad de renovación o recreación que en nuestra perso-
nal incapacidad para renovarlo o recrearlo 31. Si un
físico de 1920 percibía la insuficiencia de la Física tra-
dicional y se veía impotente para- recrearla o renovarla,
en su impotencia había, más que una "imposibilidad"
por razón del objeto, una "insipiencia", una insuficien-
cia suya para salir de su perplejidad intelectual.
Rechaza el joven, en suma, aquellos elementos de
su mundo histórico que no sabe recrear personalmente
y aquellos otros que, por una peculiar razón biográfica,
no quiere incorporar a su personal existencia. Las va-
riantes de este "no querer" son prácticamente ilimita-
das. Los modos del "no saber" juvenil pueden orde-
narse, en cambio, en tres grupos típicamente diversos.
Refiérese el primero a los hábitos y formas de vida
cuyo agotamiento histórico sea prácticamente real: no
"sabe" el hombre recrear la ejecución o la vivencia de
esos hábitos porque apenas "se puede" hacerlo. El há-
bito es entonces una suerte de fósil operativo, frente al

31
A veces no será lo decisivo nuestra incapacidad, sino nuestra falta
de "ganas" de renovarlo. Véase lo que luego se añade.

174
cual apenas cabe otra cosa que aceptarlo como es o re-
chazarlo definitivamente. Constituyen un ejemplo ex-
tremado las costumbres rituales. La esencia del rito
exige que su ejecución formal sea siempre la repetición
invariable de unas y las mismas acciones. Mientras las
personas que practican un rito están vivamente adhe-
ridas a lo que el rito representa, cada repetición es siem-
pre vivida de modo inédito y, si vale hablar así, recrea-
dor. ¿Qué sucederá, en cambio, si esa adhesión se hace
rutinaria o forzada? La respuesta es obvia: al cabo de
un lapso temporal variable, el rito será hastiosamente
vivido y, a la postre, resueltamente abandonado. La fo-
silización del hábito histórico es en tal caso real y ver-
dadera, porque un rito apenas admite renovación. Toda
nueva promoción de jóvenes es nueva, entre otras co-
sas, porque se siente alejada de muchas formas de con-
vivencia humana a las que sus padres se hallaron cor-
dialmente adheridos; y, por obra de esta íntima lejanía,
esos jóvenes arrumban, alegres e inmisericordes, los
ritos sociales con que fueron expresados aquellos preté-
ritos modos de convivir. Cualquiera puede hallar en su
propia existencia un buen manojo de ejemplos con-
cretos.
Manifiéstase el segundo modo típico del "no saber"
juvenil, frente a ciertos elementos del mundo histórico-
social (hábitos operativos, formas de vida) cuya incor-
poración es casi inaccesible para la naciente vida per-
sonal del joven. Tales elementos ofrecen no pocas
"perspectivas" originales a la vida personal del hom-

175
bre. Son todavía, si quiere repetirse la expresión antes
usada, muy susceptibles de recreación; pero esas posi-
bilidades no aparecen ante los ojos juveniles, y por eso
los jóvenes suelen dejarlos de lado y, en ocasiones,
hasta rechazarlos definitivamente de su vida. Valga
como ejemplo el hábito de comprender "históricamente"
ciertos elementos del mundo histórico circunstante.
Quien sepa comprender un concepto usual o una cos-
tumbre según la historia de ese concepto o de esta cos-
tumbre, lleva mucho adelantado para incorporarlos a su
vida con personal originalidad 32. Tal hábito compren-
sivo es, empero, muy ajeno a las normales posibilidades
del alma juvenil. "Propende la juventud—dice con ra-
zón Spranger—a edificar su existencia sobre los menos
supuestos posibles." Todo joven se siente un poco
Adán. Más aún: lo es verdaderamente. Y si este ada-
nismo le permite hacer inéditamente muchas cosas, im-
pídele también hallar el filón de originalidad que el co-
nocimiento histórico de los problemas brinda a la vo-
luntad creadora del hombre maduro.
Queda por mencionar el tercer tipo de la insipiencia
juvenil. Muchas veces rechazan los jóvenes un elemen-
to de su mundo histórico-social por error respecto a las
32
Un ejemplo concreto: la innegable originalidad creadora de Brentano
débese en buena medida a su intimidad con la verdadera historia del pen»
Sarniento europeo. Su profundo conocimiento de Aristóteles, por ejemplo, le
permitió ser un pensador original, o al menos contribuyó a permitírselo. Si
la originalidad de un hombre es hija, por una parte, de la nativa condición
creadora de su genio, débese, por otra, a su intimidad con la historia de
aquello que pretende hacer: filosofía, matemática, pintura o arte culinario.

176
posibilidades de originalidad que ese elemento ofrece.
Este elemento queda entonces preterido; pasa al "pa-
sado", si se me permite la redundancia. Mas como no
se halla definitivamente exhausto, permanece en el pa-
sado como en reserva, hasta que, con el tiempo, un
hombre o una generación descubren sus todavía inédi-
tas posibilidades históricas y lo incorporan a renovada
y fecunda actualidad. Todas las actitudes "neo"'—neo-
platonismo, neohipocratismo, neokantismo, neotomis-
m o - s o n posibles por la insipiencia de ciertas genera-
ciones pretéritas respecto a las posibilidades históricas
que Platón, el hipocratismo, Kant o Santo Tomás se-
guían ofreciendo a la mente humana durante la prete-
rición subsiguiente al primer auge de su prestigio 33.
Quien de veras redescubre y reactualiza a Platón, reco-
bra posibilidades de Platón desconocidas o preteridas
por sus inmediatos seguidores; y, en verdad, no cabe
ser eficazmente fiel a una tradición si no es recobrando
de continuo posibilidades históricas latentes en el pa-
sado. "Lo que no es tradición, es plagio", dice un agudo
aforismo de Eugenio d'Ors; "lo que no es original, no
es verdaderamente tradicional", podría estamparse en
el reverso esa aforística verdad.
La actitud negativa o repelente del joven no atañe

33
Este redescubrimiento de las posibilidades históricas contenidas en
actitudes humanas pasadas es muchas veces suscitado por situaciones ulte^
riores al olvido de dichas actitudes. En ese caso, no es imputable el olvido,
sin más, a las generaciones que subsiguieron a la invención de lo más tarde
xedescubierto.

177
12
tan sólo a los elementos integrantes del mundo histó-
rico con que se encuentra al iniciar su vida personal.
Refiérese también—antes he procurado consignarlo—a
ciertos componentes del haber psicológico que le dio su
educación infantil. Creencias, noticias y hábitos infan-
tiles son implacablemente sometidos al inquieto cedazo
selectivo que es la vida personal del joven. Cuanto he
dicho acerca de la repulsa del joven frente a su mundo
histórico y social, puede ser repetido, mutatis mutandis,
respecto de los ingredientes del haber psicológico que
el medio le dio 34.

LO PUESTO POR EL JOVEN

No se queda el adolescente en aceptar con más o


menos entusiasmo ciertos elementos de su mundo y de
su haber psicológico y en rechazar otros con más o
menos violencia y definitividad. Su incipiente vida per-
sonal exige más. La mera aceptación original de algu-
nos elementos del medio histórico y del acervo infantil
no logra colmar el inquietante vacío que el joven des-
cubrió en sí mismo al despertar a la vida personal. Al

34
Una consecuencia práctica: si se quiere que el adolescente no aban-
done una enseñanza infantil—hállese ésta enderezada a conseguir una creen-
cia, una noticia o un hábito operativo—cuídese de que aparezca del modo
menos cerrado, menos formulizado o, como diría Unamuno, menos "nota-
riesco" posible. ¡Cuánto me hace pensar en esta prescripción el problema
que plantea la enseñanza de la Religión a los jóvenes!

178
llegar a la adolescencia, el niño pasa de ser una per-
sona en potencia—-o en posibilidad—a ser una persona
en acto. Mas ya dije que este paso no consiste tanto
en saber que se es algo, cuanto en advertir que uno po-
dría no ser aquello que hasta entonces es—salvo en lo
que atañe a la naturaleza biológica—y ser algo o mucho
de lo que entonces no es. Una vida intelectual propia-
mente dicha comienza cuando el hombre es capaz de
discernir lúcidamente lo que las cosas son de lo que no
son. Del mismo modo, y por razones más hondas, ini-
ciase la verdadera vida personal cuando el adolescente
alcanza a percibir con claridad lo que "él mismo" no
es. La noción del "no ser", diáfana o turbiamente per-
cibida, permite que se recorte y defina la humana noción
del "ser" e indica a la vez la llegada del hombre a su
vida propia 35.
Esta punzante percepción del "poder ser" lo que "no
se es" impide hallar una satisfacción plenaria aceptando
o rechazando lo ya hecho. En el íntimo y exigente vacío
que es la vida personal del adolescente, esos elementos
gustosa o pasivamente aceptados no pasan de ser, como
diría un humanista, rati nantes in gutgite vasto; y no
precisamente por su insuficiencia cuantitativa, que siem-
pre otros hombres fueron e hicieron más de lo que uno
tiene tiempo, posibilidad y deseo de hacer, sino porque

86
Esta originaria condición de la vida personal del hombre—percibir
lo que "él no es"—constituye el supuesto de su vida intelectual—percibir lo
que "no es"-—. La actividad intelectual de un hombre no es sino la proyec-
ción de su vida personal hacia el dominio del saber.

179
la edificación de una vida personal exige de suyo ma-
teriales cuya novedad no quede en un modo personal
de aceptar y vivir lo que otros anteriormente hicieron.
En el alma del joven, apunta de pasada Spranger, "des-
plázase el acento de la vivencia hacia aquello de que
se carece, hacia las zonas que perduran vacías en el
interior y en el mundo comunal. Lo no creado reclama
su derecho a existir" 38. Sólo una serie de acciones y
obras estrictamente personales—-mínimas o grandiosas,
no importa al caso—puede llenar un vacío subjetivo
cuya esencia consiste en percibir que uno no ha hecho
todavía nada verdaderamente original y propio. El jo-
ven no puede limitarse a incorporar y rechazar: con ne-
cesidad de ser o no ser, necesita poner algo en su
vida y en el mundo. Necesita, en suma, ser "creador"
de algo.
¿Qué ponen los jóvenes en su vida y en el mundo?
Dos cosas, en mi entender: su propia presencia y sus
obras; el estímulo que supone la existencia de hombres
jóvenes para quienes ya no lo son y, por otro lado, las
acciones y las obras que visiblemente atestiguan su ope-
ración creadora. Examinemos sumaria y sucesivamente
los dos problemas.
Por innegable que sea la capacidad creadora de las
almas jóvenes—'no me refiero, como es obvio, al caso
excepcional de los jóvenes precozmente geniales—, debe
juzgarse con cautelosa reserva la importancia verda-

Op. cit„ pág. 153.

180
dera, el "rendimiento" efectivo de esa juvenil capaci-
dad de creación. La acción creadora de un iiombre sólo
alcanza verdadera importancia entre sus treinta y sus
sesenta años. Antes de los treinta, la capacidad de crea-
ción se halla habitualmente en estado de posibilidad
apenas actualizada. Tiene el alma del joven turbios y
vagos presentimientos de lo que en la vida puede ha-
cer; mas, a la postre, esa impresión adolescente no suele
quedar confirmada por el volumen y la calidad de la
obra futura. En principio, todo joven "va a comerse el
mundo", como suele decirse; luego, apenas es necesa-
rio advertirlo, queda en muchísimo menos el bulto de
lo realmente ingerido. Harto más infrecuente es el caso
contrario: que el joven no sospeche la importancia de
ía obra creadora de su futura madurez 37.
La operación creadora de los jóvenes se manifiesta
en forma de acciones personales y de obras o produc-
tos visibles. En el caso más afortunado, las acciones
originales perduran como hábitos históricos y las obras
como perenne hontanar de enseñanza e incitación. Al-
guien—tal vez un hombre joven, descontento con las
fórmulas pretéritas—inventó un día la acción de estre-
char la mano a modo de salutación, y su invento ha
perdurado como hábito en todos los pueblos europeos y
europeizados. Otro tanto puede decirse de las obras
cuya excelencia ensalza a la condición de "clásicas":

87
Así sucedió, por no citar sino un solo ejemplo, en el caso de don
Santiago Ramón y Cajal.

181
las obras "clásicas" lo son, en efecto, por la perennidad
de su magisterio y de su capacidad sugestiva. En el
caso más infortunado, la vigencia de la acción y de la
obra originales perece al tiempo mismo de su creación.
Cada día nacen y mueren o se olvidan para siempre
infinidad de acciones y de obras personales, rigurosa-
mente originales y nuevas; mas nunca han muerto sin
llenar de modo inédito e insustituible un íntimo vacío en
la existencia personal del hombre que las creó.
Sean, empero, perdurables o fugitivas, las creacio-
nes del joven conciernen a todas las provincias de la
actividad humana: el arte, la ciencia, la economía, la
política, la vida religiosa. ¿Cómo se expresa la juven-
tud del autor en la creación artística, en el trabajo cien-
tífico, en la acción política, en el modo de vivir la re-
ligiosidad? ¿En qué se distingue de la originalidad crea-
dora adulta y provecta la originalidad creadora del jo-
ven? No puedo detenerme a contestar con mínima sufi-
ciencia documental cada uno de estos seductores proble-
mas 38. Describiré, en cambio, los tipos que a mi juicio
pueden distinguirse en la operación creadora.
3S
En cuanto alcanza mi información, tengo por seguro que todavía hay
mucho por decir a este respecto. Sobre la influencia de la edad en el estilo
de la producción artística, puede verse el libro Spáíwevke gvosser Meisíer,
de A. E. Brinckmann. Acerca del modo juvenil en las creaciones de Ja fan-
tasía, en la acción política, en la vida profesional, en el saber científico y
en la religiosidad, dan una primera información y muchas sugestiones los
capítulos correspondientes del ya citado libro de Spranger. La bibliografía
sobre las relaciones entre el estilo literario y la edad del autor está recogida
en el libro de J. Petersen, Die Wissenschaft von der D'chíung, Berlín, 1938,
página 486. También se leerá con gran fruto el libro de Carlota Bühler Der

182
Si uno atiende a la relación existente entre la acción
o la obra originales y el pasado inmediatamente ante-
rior a su creación, cabe distinguir en ésta dos modos
distintos: la creación continuadora y la creación origi-
nante. Me apresuro a reconocer que toda creación hu-
mana está siempre en continuidad completiva o polémi-
ca con su pasado inmediato; pero los lazos en que se
manifiesta esa continuidad pueden tener visibilidad e
importancia muy variables. Cuando la creación perso-
nal pertenece al tipo de las1 que he llamado continua-
doras, su autor se ha limitado, en general, a proseguir
completiva o adversativamente la elaboración de un
elemento histórico preexistente. Toda obra humana, por
muy conclusa y exhaustiva que parezca, deja, en efecto,
cabos sueltos, vías abiertas a una continuación creadora
—o recreadora—de su contenido: lo que hay de crea-
ción en la dialéctica marxista es una continuación pro-
secutiva y unilateral de la dialéctica hegeliana; Valle-
Inclán es un original creador continuando a D'Annunzio
y a Barbey d'Aurevilly; Adler, negando polémicamente
a Freud, continúa el camino por Freud iniciado.
Más pura es la creación cuando apenas son percep-
tibles los lazos que unen a la obra original con sus pre-
cedentes inmediatos. La crítica minuciosa descubrirá
raíces venecianas en la pintura del Greco y anteceden-

menschliche Lebenslaul ais psychologisches Problem (trad. esp. en Espasa-


Calpe Argentina, Buenos Aires, 1943), en el cual se aborda con intención
científica, creo que por vez primera, el problema de estudiar empírica e
idóneamente el curso de la vida humana.

183
tes del kantismo en Hume (o en Luis Vives, como pre-
tendió Menéndez Pelayo). Todo ello es o puede ser
cierto; pero, aun siéndolo, no impide que la obra de
Doménico Theotocópuli y la de Manuel Kant alcen
abrupta e insospechadamente en la Historia su genial
originalidad creadora. Todos los actos humanos ver-
daderamente personales son siempre, cuando menos,
mínimamente creadores, y por tanto mínimamente ge-
niales. Mas cuando la genialidad es de veras patente,
y mejor cuando alcanza a ser ostentosa, la originalidad
creadora del hombre crece, y sin salvar, como es obvio,
la infinita distancia, se asemeja pasmosamente a la
creatio ex nihilo de Dios. El genio lo es, entre otras co-
sas, por convertir en casi evidente la misteriosa verdad
de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de
Dios. "Donde quiera que se encuentre el sello de lo
genial y creador—escribió Menéndez Pelayo-—, allí
está el soplo y aliento de Dios, que es el creador por
excelencia..." Vale esto tanto para las obras del genio
maduro y esplendente como para las incipientes crea-
ciones del genio juvenil. Los jóvenes geniales son, pues,
quienes en verdad cumplen la más honda y entrañable
de todas las ansias juveniles: destacarse con origina-
lidad absoluta o casi absoluta del medio en que exis-
ten y hacen su vida. Ser de veras joven equivale, en
el fondo, a querer ser genial.
Cabe distinguir en la operación creadora del joven
otros dos modos típicos, atendiendo a la determinación
genética de aquello que se crea. Me explicaré. ¿De qué

184
depende la índole propia, el peculiar contenido de una
obra original? Una breve meditación acerca de este
problema permite responder aislando dos típicas posi-
bilidades. Según la primera, el contenido de la crea-
ción está equívoca o multívocamente determinado por la
negatividad de la ruptura juvenil con el mundo histó-
rico circunstante. La voluntad y aun la necesidad ju-
venil de acciones originales tienen como supuesto ese
inicial y provisional "¡no!" que el joven ha dicho a su
mundo al comenzar su existencia personal. Hállase el
joven bajo el imperativo de hacer algo que en verdad
pueda llamar "suyo"; mas, para cumplirlo, su primera
norma es puramente negativa: "no hacer lo que se
hace", no ser lo que se es en torno a su naciente vida
personal. Muchos hombres no aciertan a salir de esta
equívoca situación y desgranan de por vida su origi-
nalidad personal en acciones poco o nada coherentes,
determinadas no más que por la negativa disposición
de su autor frente al mundo. Son, en suma, personas
sin "conducta". Mas no es preciso recurrir a casos tan
extremados para advertir esta multívoca y negativa
determinación de la operación creadora. ¿Cuántas ve-
ces buscaron los hombres una improvisada originalidad
personal mostrando con obras que "no eran" o, cuando
menos, que "no querían ser" románticos, católicos, hu-
gonotes o comunistas?
La determinación de las acciones originales no es
siempre negativa y multívoca; puede ser también posi-
tiva y unívoca. La norma de la operación creadora deja

185
entonces de sei4 un vago "no hacer lo que se hace" y
se convierte en un exigente y preciso "hacer lo que uno
quiere". Galileo hizo y dijo no pocas cosas para mos-
trar que no era aristotélico 39; pero las creaciones de
Galileo verdaderamente importantes y decisivas no
fueron determinadas por esa negativa razón, sino por
una creyente adhesión positiva de su mente a la fecun-
da concepción matemática de los movimientos natura-
les. Una adhesión personal turbiamente presentida en
su primera juventud, cuando oyó a un Christian W u r s -
teisen hablar de las novedades copernicanas; clara y
lúcidamente cultivada más tarde, cuando veía el libro
del Universo escrito en triángulos, círculos ed altre
figure geometriche senza i quali mezzi é impossibile
intenderne umanamente parole.
La orientación positiva y unívoca de las acciones
originales tiene su nervio más íntimo en la libre capaci-
dad del hombre para inventar, elegir y decidir. Cuan-
do los hombres viven intensamente la verdad o la jus-
ticia de algo, se adhieren con una cierta forzosidad a
eso que tan de veras creen verdadero o justo. Galileo,
por ejemplo, nos cuenta haber dejado a Ptolomeo por
Copérnico mosso, per non dir forzato, da ragioni piú
efficaci. Mas por grande que sea el impulso natural del
alma hacia tales o cuales acciones personales, la causa
eficiente de éstas será siempre una libre decisión, un
"porque así lo quiero" de su autor.

89
Aunque lo fuese más de lo que él creía.

186
Claro que esa humana libertad dista de ser arbitra-
riedad pura. La orientación de las acciones originales y
creadoras con que el joven llena el vacío de su intimi-
dad y comienza su vida propia se halla predispuesta
y hasta regida por un sistema de instancias coordena-
das. Son éstas, según mi cuenta: 1. Las condiciones
naturales y nativas del hombre, su "primera naturale-
za": sexo, raza, constitución y temperamento indivi-
duales, estado habitual de su salud. 2. La educación
recibida hasta la adolescencia: familia, enseñanza, re-
laciones sociales, etc. 3. El vago proyecto inicial con
que el joven prefigura su vida ulterior. 4. La situación
histórica y social que el joven descubre en torno a sí,
recortando el vacío de sí mismo, cuando inicia su exis-
tencia personal. La singular originalidad de Galileo y
el contenido de su obra'—por no abandonar el iniciado
ejemplo—'fueron en algún modo determinadas por ser
él varón, por su individual temperamento nativo, por-
que su padre le permitió dejar los estudios médicos y
dedicarse exclusivamente a la Matemática y a la Físi-
ca, por haber vivido en la Italia del xvi, por estar ya
históricamente "madura" la disolución nominalista del
aristotelismo escolástico, etc., etc. Si las acciones per-
sonales lo son por nacer de una libre intimidad, no lo
son menos por esta constitutiva coacción que el mundo

40
Es el hombre "persona" tanto por la condición racional y libre de
su intimidad como por coexistir y "coactuar" con otras personas igualmente
racionales y libres. La coexistencia es una constitutiva dimensión de la per-
sona humana.

187
social e histórico ejerce en la génesis de su figura vi-
sible y acabada 40, La "circunstancia", diría Ortega,
entra en la constitución misma del "yo" que yo soy.
Pone el joven en su vida y en el mundo acciones
creadoras y estímulos. He descrito sumariamente la es-
tructura de la creación juvenil, dentro de una idea ge-
neral acerca de la creación humana. Veamos ahora en
qué consiste y cómo opera el estímulo que el joven es.
Hállase el mundo histórico y social constituido por
los niños, jóvenes, adultos y viejos contemporáneos. No
contando el ingrediente infantil, inactivo desde el punto
de vista histórico, viven los jóvenes entre los adultos y
los viejos contemporáneos con ellos. Mejor: conviven
con ellos, coparticipan con ellos en la tarea de hacer la
Historia. ¿En qué consiste esta activa participación de
los jóvenes? Por una parte, ya lo sabemos, en lo que los
jóvenes hacen por sí mismos. No es preciso insistir
acerca del tema. Por otra, en lo que hacen los adultos
y los viejos respondiendo al estímulo que para ellos
supone la activa, operante y, en ocasiones, urgente pre-
sencia de los jóvenes contemporáneos.
Librémonos, ante todo, de creer que la importancia
de tal estímulo es igual en todas las épocas históricas.
Hay algunas-—son las épocas que antes llamé comple-
tivas-—en que la juventud no existe con entidad pro-
pia. Vese entonces en el joven, más que lo que él, como
joven, es, lo que como hombre todavía no es: un "no
adulto", un aprendiz en camino de ser hombre grave
y maduro. La ontología helénica expresaría esa situa-

188
ción diciendo que el joven es un me ón, algo que "no
es" por no haber completado todavía el paso de su
estado potencial a su estado actual. No es otra la si-
tuación de los jóvenes en los pueblos tradicionalmente
gobernados por ancianos, como algunos de la Antigüe-
dad clásica. El joven Telémaco es, sin duda, el tipo lite-
rario más representativo de estos jóvenes que sólo ejer-
citan su juventud aprendiendo a continuar la obra de
sus padres y abuelos:

ningún otro ha usurpado tu dignidad; mas en paz


sigue cultivando Telémaco la herencia del rey,
(Od. XI, 184-5.)

dice a Ulises Penélope, la "honrada madre" del apren-


diz de adulto.
Esto no acontece siempre. Hay situaciones históri-
cas'—son singularmente, las que solemos llamar críti-
cas—en las cuales posee la juventud consistencia pro-
pia. Más que un "aprendiz de adulto", el joven es en-
tonces un "hombre joven", positivamente caracterizado
por la peculiaridad de su juvenil contribución a la His-
toria. La juventud existe como tal y reclama petulante y
hasta agresiva su derecho a la operación histórica. ¿Qué
pueden hacer los adultos y los viejos cuando tan de
continuo les urgen las promociones juveniles? Difícil-
mente se llegará en tales casos a una cooperación ar-
mónica entre jóvenes, adultos y viejos. Mucho más pro-
bable será que se establezca entre los jóvenes y los no

189
jóvenes una sorda y prolongada colisión, con uno de
los dos posibles y contrarios resultados finales: la vic-
toria de los no jóvenes, el triunfo real o aparente de los
jóvenes 41.
Cuando es efectiva la victoria de los adultos, siguen
éstos detentando el poder de decisión e imponiendo a
la Vida histórica y social el estilo por ellos alcanzado
a lo largo de su ya pasada juventud. No quedan enton-
ces al joven, vistas esquemáticamente las cosas, sino dos
salidas: o una entrega resignada al efectivo mando de
los adultos, esto es, su automática conversión en "apren-
diz" de adulto (del modo de ser adulto que encarnan
sus vencedores); o retirarse a sus propios cuarteles,
quiero decir, recluirse artificiosamente en un modo de
vivir juvenil, ajeno, todo cuanto sea posible, a las for-
mas de vida dominantes en torno a él. No es otra la
génesis de los movimientos juveniles de secesión: el
movimiento Sturm und Drang en la Alemania de 1775,
los conventículos de los jóvenes románticos en la Fran-
cia reaccionaria de 1825 a 1830, la Jugendbewegung en
la Alemania de Weimar, la Falange originaria en la
España de 1933 a 1936. A veces dominará en la orien-
tación del movimiento secesivo juvenil una ambición po-
lítica, otras un propósito de renovación intelectual o de
41
Cuando se produce esa escisión entre jóvenes y no jóvenes, no debe
pensarse que está libre de excepciones el imperativo de la edad. Siempre
habrá jóvenes por la edad alistados como aprendices en las ñlas de los adultos,
y adultos o viejos de "alma joven", voluntaria y fervorosamente adscritos
al movimiento juvenil. Todos recordarán algún patente ejemplo procedente
de su personal experiencia.

190
revolución estética. El diverso contenido ocasional de
los fines a que los jóvenes tienden, no excluye, sin em-
bargo, la formal coincidencia genética de todos los mo-
vimientos de juventud: todos están constituidos por una
legión de hijos resueltos a no vivir como a la sazón
viven sus padres y a imponer, si pueden, su inédito y
reprimido estilo. En el seno mismo de todos los mo-
vimientos secesivos juveniles late siempre la rebelde vo-
luntad de imponer—"cuando llegue nuestra hora",
dicen los jóvenes como consigna—el inédito estilo de
vida que puso en reclusión la decisiva y pírrica victoria
de los adultos.
Sólo muy excepcionalmente tendrá lugar el caso in-
verso: un triunfo total de los jóvenes sobre los adultos
y los viejos. La edad de mandar—en política, en la vida
intelectual, en el arte, en la economía—es la madurez;
y si por un extraordinario azar histórico fallan a favor
de los jóvenes los supuestos en que los adultos y los
viejos apoyaban su existencia y su efectivo mandato,
nunca será duradero ese ineludible ascenso de los jó-
venes a los puestos de dirección: fracasará la "gestión
de los jóvenes, aunque parezca haber triunfado el "es-
píritu" juvenil, y pronto surgirán nuevos hombres adul-
tos al frente de la triunfante y seudotriunfante juven-
tud. Usemos una expresiva metáfora militar: los jóve-
nes son muy capaces de "romper el frente", pero no
saben—mejor, no pueden saber—"explotar la ruptura".
Las victorias de los jóvenes sobre los adultos, su-
puesta la colisión entre ellos, apenas pueden ser victo-

191
rias "totales" e inmediatas. Serán totales a la larga,
cuando los victoriosos jóvenes vayan dejando de serlo.
De aquí que el signo de estas victorias juveniles no sea
la ascensión de los jóvenes triunfantes a los puestos de
dirección, sino un curioso apetito de "juvenilización"
—valga el vocablo 42—-extendido, como incontenible
onda, a través de las filas de los adultos y ancianos. Los
no jóvenes imitan y tratan de hacer suyo el nuevo estilo
de vivir; unas veces con entusiasmada convicción, otras
por táctica, algunas, en fin, por inadvertido contagio. El
éxito final del esfuerzo imitativo puede ser, naturalmen-
te, harto variable 43. ¿Será necesario citar ejemplos de
este curioso mimetismo, tan frecuente en todas las lati-
tudes desde que ha comenzado la crisis contemporánea
de la Historia Universal?

LO PROPUESTO POR EL JOVEN

En la obra de configurar su propia persona no limita


el joven su juvenil actividad a la empresa de tomar

* 2 Prefiero decir "juvenilización" a "rejuvenecimiento". El adulto no


pretende "rejuvenecerse", volver a ser el joven que fué, sino vivir como los
jóvenes que le rodean: ser, en la apariencia, al menos, un joven distinto del
que fué.
i3
E s obvio que, llegado el trance de esta cuasi imperativa "juveniliza-
ción", triunfarán de preferencia los adultos congénita o educativamente do-
tados de "jugosidad" y de soltura juveniles. Por ejemplo: cuando la vida
exige movilidad, capacidad de improvisación y osadía para decidirse "a
todo"-—cualidades juveniles, virtudes de hombre "poco hecho"-—, preva-
lecerá el adulto tipo Hitler o Churchill sobre el adulto tipo Brünning o
Chamberlain.

192
algunos elementos de su mundo y de su vida anterior,
rechazar otros y poner en su vida y en el mundo los
resultados de su operación creadora y de su condición
de estímulo para los demás. Empléase, por otra parte,
en proponerse algo para su propio futuro y, a veces, en
proponer algo para el futuro de sus prójimos.
La existencia del hombre, y más aún la del hom-
bre joven, es esencialmente "propositiva". Para que su
vida no sea una azarosa sucesión de inconexos "palos
de ciego", necesita el hombre poner ante sí, proponerse
lo que esa vida suya puede ser. Conjúganse en lo pro-
puesto tres instancias: la ambición de ser algo, la idea
que el hombre tiene de sí mismo y del mundo en que
vive y, en fin, una cierta previsión acerca de lo que en
el futuro le irán permitiendo hacer sus propios instru-
mentos vitales y las sucesivas situaciones de su mundo.
Con todos estos elementos a la vista, propónese el hom-
bre in mente lo que posible o probablemente llegará a
ser su vida venidera. No siempre será lúcida y bien ar-
ticulada la autoproposición de fines, ni siempre se en-
samblarán armónicamente la ambición, la previsión y
la idea de sí mismo; pero, clara o turbia, coherente o
disparatada, nunca falta en la vida del hombre esa ima-
ginativa prefiguración de su existencia por venir.
Detengámonos un momento a considerar el posible
contenido de lo que el hombre se propone. Dos diversos
componentes forman, en mi entender, la urdimbre de
toda humana autoproposición; tan íntimamente traba-
dos, que muchas veces no es factible la empresa de dis-

193
13
criminarlos. Llamaré proyecto u al primero de esos dos
aludidos componentes: es la parcela de la autopropo-
sición cuya futura actualización puede conjeturarse pro-
bable o, cuando menos, posible. Mas los hombres no
se conforman con poner ante sí proyectos de vida más
o menos actualizables en el futuro. El hombre es un ser
utópico; y, por serlo, propónese también, secreta u os-
tensiblemente, modos de existencia imposibles o de
ardua y remotísima probabilidad. Nadie, y mucho me-
nos los jóvenes, se conforma con proponerse los ñnes
que por sus condiciones personales y por las del medio
en que vive aparecen más llanos y hacederos: ser mé-
dico, ingeniero, militar o comerciante. Además de pro-
ponerse uno de tales proyectos, cada hombre querrá ser
conquistador de ínsulas remotas y pingües, poeta o mú-
sico excelso, Napoleón o Don Juan, y hasta asumirá
imaginativamente modos de ser jamás usados por hom-
bre alguno. En suma: junto al proyecto de existencia,
fundido en ocasiones con él, hay en toda autoproposi-
ción humana un nuevo ingrediente, el ensueño, consti-
tuido por los imposibles que uno quisiera ser. En todo
ideal humano se traban con indiscernible sutileza las
razonables hebras de un proyecto viable y las vedijas
inasibles de un imposible ensueño.
Deciden acerca de la posibilidad del p r o y e c t ó l o de
su probabilidad, en el caso más favorable^la particu-
44
Detrás de esta palabra castellana está, como todo buen entendedor
sabe, el Entwutí de la analítica existencial. No trato, pues, de plagiar este
concepto, sino de apropiarme de él.

194
lar verdad y la mutua adecuación de las varias instan-
cias que en él se conjugan: el fin a que se aspira, la
idea acerca de uno mismo y la personal visión del mundo
propio. La imposibilidad del ensueño puede depender,
en cambio, de dos causas esencialmente distintas. Veá-
moslas por separado.
Hay ensueños personales cuya imposibilidad es sólo
una cuestión "de hecho": el ensueño es entonces un im-
posible físico o histórico, no un imposible metafísico.
Tal acontece, por ejemplo, cuando un hombre de inte-
ligencia mediana sueña despierto con eclipsar a Leibniz,
o cuando un atribulado por el dolor y la inseguridad
se extasía con el ensueño de una futura y utópica edad
dorada. Las diversas utopías que de siglo en siglo van
encendiendo la ilusión en el alma de los hombres son
casi siempre ensueños histórica o físicamente imposibles.
Otras veces, en cambio, la imposibilidad del ensue-
ño es rigurosamente ontológica; no dimana de ser uno
quien es y de vivir en el mundo histórico y social que
le ha tocado en suerte, sino de ser él un hombre y de
ser el hombre lo que es. Si uno sueña con poseer en
la Tierra las propiedades que la mente humana atri-
buye a los ángeles o a los cuerpos gloriosos, aspira a
un imposible ontológico. La utopía determinante de la
caída original—el evitis sicut dii de la serpiente—es el
máximo ejemplo imaginable de estos ensueños ontoló-
gicamente imposibles.
La imposibilidad de los ensueños puede ser, en fin,
bien percibida por el hombre soñador o totalmente inad-

195
vertida por él. Hay ocasiones en que los hombres se
empeñan ahincadamente en hacer realidad sus perso-
nales ensueños. El contenido de la autoproposición es
en absoluto imposible, pero el sujeto que la concibe no
advierte tal imposibilidad: trátase, por tanto, de una
utopía o, si se quiere, de un seudoproyecto. Las utopías
son ensueños vividos como proyectos—muy noblemen-
te, a veces—por el alma creadora de su inventor o por
las almas imitadoras de sus secuaces. La baldía activi-
dad de los alquimistas a la caza de la piedra filosofal
y el noble esfuerzo de quienes elaboran planes de paz
universal y perdurable, ejemplifican diáfanamente esta
bella e ingenua condición humana de tomar los ensue-
ños por proyectos 45. Mas no siempre se engaña el
hombre respecto a la real imposibilidad de los ensueños
que se propone; muchas veces la percibe, y entonces
se trata de ensueños puros. El soñador conoce casi siem-
pre la radical inviabilidad de sus sueños; ello, sin em-
bargo, no es óbice para que el soñador—el hombre, en
último extremo—se entregue con siempre inédita frui-
ción al indecible consuelo de soñar imposibles. En la
vida de todos los hombres, por muy realistas que sean,
hay un momento al menos en que se dicen a sí mismos,
con plena convicción, aquellas significativas palabras de
Azorín: "la realidad no importa; lo que importa es el
ensueño".
45
H a y dos contrapuestos tipos humanos: los hombres "realistas", que
propenden a tomar los proyectos por ensueños, y los "idealistas" o "soña-
dores , que tienden a considerar los ensueños como viables proyectos.

196
No es difícil advertir que este ejercicio de la auto-
proposición—con sus dos dimensiones, la proyectiva y
la ensoñadora—es, sin duda, el primario en la vida per-
sonal del hombre. El niño, pese a lo que tantas veces
ha dicho una chirle y seudorromántica literatura, no
sueña despierto ni proyecta. Los llamados ensueños in-
fantiles son, dichas las cosas técnicamente, proyeccio-
nes catatímicas, actualizaciones imaginativas de sus de-
seos: el niño "soñador" vive sin reservas, frontal e in-
genuamente, el contenido de sus "ensueños", y jamás
ve en ellos creaciones autopropuestas, meramente po-
sibles o imposibles del todo. Tampoco proyecta, porque
no se dan en él los supuestos que el proyecto personal
exige. El curso temporal de su existencia no se le apa-
rece como una continua sucesión de situaciones perso-
nales, distendida hacia un futuro posible, sino "como
una serie de momentos primitivamente desligados entre
sí e infinitos en sí mismos; de los cuales es gozado cada
uno tan intensamente, que falta casi por completo la
conciencia del flujo y de lo irreparable" (Spranger). No
hay en la existencia del niño un proyecto stricto sensu,
sino, a lo sumo, el momentáneo deseo de una situación
futura: así "proyectan" los niños la recepción de los
juguetes de Reyes o la delicia incitante de un futuro
veraneo.
El adolescente, en cambio, comienza a serlo cuando,
con mayor o menor explicitud, se dice para su coleto:
"soy algo que yo, en el presente y en el futuro, podría
no ser, y no soy algo que yo, en el futuro, podría ser";

197
es decir, cuando concibe un proyecto o un ensueño li-
gados con su presente de modo continuo y sucesivo, y
vividos, no obstante, como invención personal meramen-
te posible 4?. La creación de un proyecto personal más
o menos viable, más o menos orlado de ensueños es,
por lo tanto, la primera de todas las creaciones perso-
nales con que el joven procura llenar el inicial vacío de
su propia intimidad. Uno comienza a ser persona so-
ñando y creyendo en los propios sueños: el hombre, en
cuanto persona terrenal, está hecho—Shakespeare lo
adivinó'—de la estofa de los sueños, y sus acciones per-
sonales no son sino esfuerzos por dar viviente y vivida
actualidad real a los ensueños y proyectos que en su
personal intimidad va concibiendo. Somnia Dei per
hispanos, ensueños de Dios por medio de los españoles,
llamó Línamuno a la Historia de España; un ensueño
de Dios y del hombre, por cada hombre cumplido, ven-
dría a ser, en último extremo, el curso temporal de cada
existencia humana.
Si los proyectos y ensueños de cada adolescente
constituyen la primera de sus creaciones personales,
podrá decirse de ellos, mutatis mutandis, cuanto acerca

46
La percepción de la nuda posibilidad del proyecto tiene como fun-
damento ontológico la vivencia de la fugacidad y de la mortalidad del hu-
mano existir. La adhesión del hombre a sus ensueños, no obstante la bien
advertida imposibilidad de éstos, tiene como último supuesto una implícita
fe—o, cuando menos, una implícita "voluntad de fe"—en la inmortalidad
de la propia persona: es una indirecta expresión del non omnis moriav!
cristiano.

198
de la operación creadora del adolescente dije en el apar-
tado anterior. Se dirá que un proyecto es continuador
cuando, por la índole de su contenido, prosiga comple-
tiva o adversativamente la línea de otros proyectos per-
sonales antes inventados. Predominará en un proyecto,
por contraste, su carácter originante, cuando la capa-
cidad inventiva del joven reduzca al mínimo las ata-
duras de ese proyecto con todos los proyectos perso-
nales del pasado. El joven Augusto se propuso vivir
continuando la obra política de César; Paracelso, en
cambio, decía de sí mismo, con jactancia renacentista:
"estoy solo, soy nuevo". Augusto quería crear una obra
política continuando; Paracelso pretendía crear una
ciencia médica originando, innovando.
Puede repetirse también a propósito de los proyec-
tos juveniles cuanto antes expuse sobre la determina-
ción de las creaciones del adolescente. El contenido de
un proyecto juvenil está, en ocasiones, negativa y muU
tívocamente determinado por la ruptura del adolescente
con su mundo y su vida anterior: el joven pretende,
simplemente, llegar a ser y soñar lo que en su mundo
no se es ni se sueña. Otras veces será la determinación
positiva y unívoca: afina entonces el joven la puntería
de su elección y se propone ser y soñar lo que él, afir-
mativamente, quiere soñar y ser. La distinción personal
no radica ahora en la vanidad de ser lo que "no se
estila", sino en el orgullo de ser y querer ser lo que "uno
mismo es".
Apenas será necesario recordar las instancias que

199
gobiernan y orientan la radical libertad personal para
proyectar y soñar. Uno proyecta y sueña para su vida
lo que libremente quiere. Los caminos de ese libérrimo
albedrío para el proyecto y el ensueño hállanse, sin em-
bargo, limitados y orientados por tres coordenadas: las
condiciones nativas del joven 47, la influencia educa-
tiva del medio en que se formó, la peculiaridad de la
situación histórica y social a que despierta. Si Paracelso
dijo de sí mismo "soy nuevo", no poco influyó sobre
la pretensa novedad de su proyecto personal el hecho
de haber vivido él en la primera mitad del siglo xvi; es
decir, durante el fastigio de la petulancia renacentista.
No sería difícil encontrar multitud de ejemplos a cada
una de las tres mencionadas influencias orientadoras.
Con este análisis de los proyectos y ensueños que
el adolescente se propone, termina mi sinóptica exposi-
ción del procesó espiritual según el cual van configu-
rando los jóvenes la incipiente vida de su persona.
Acepta el joven con variable entusiasmo lo que su me-
dio le impone y una parte de lo que le ofrece, rechaza
con blandura o violencia la parte restante, estimula a
los que con él conviven y va creando personalmente,
en su misma vida y en su mundo, proyectos, acciones,
hábitos, obras visibles y ensueños. La existencia perso-
nal del joven, vacía cuando se descubre como autor de

47
Todos conocen, por ejemplo, las sugestivas investigaciones de
Kretschmer sobre la relación entre las creaciones del hombre de genio y su
iipo constitucional.

200
sí mismo, va poblándose de inédito contenido, y el anhe-
lante e inseguro adolescente se trueca, como suele de-
cirse, en hombre "hecho y derecho".

EL ESTILO JUVENIL

Alguien podrá objetar que el esquema precedente no


es privativo de la edad juvenil. En todas sus edades,
pasado el decisivo trance de la adolescencia, hace el
hombre su vida personal aceptando, rechazando y
creando proyectos y acciones personales. La objeción
es indudablemente certera. La peculiaridad de la edad
juvenil, en lo que atañe a la configuración de la vida
personal, no consiste tanto en la estructura del proceso
configurador cuanto en el modo formal, en el estilo con
que ese proceso es cumplido por los jóvenes. Enton-
ces, ¿qué notas esenciales definen el estilo del joven en
la tarea de edificar la vida personal?
Intentaré contestar a esta pregunta distinguiendo
cuatro modos de considerar las posibles diferencias en
el cumplimiento del proceso configurador.
1. Según el "tempo" con que dicho proceso es
cumplido. En un plazo de cinco, de diez, de veinte años
a lo sumo, el joven, partiendo del tantas veces men-
cionado vacío inicial, debe dar remate a una figura de
su persona relativamente invariable. Los hombres siguen
enriqueciendo su vida personal pasados los treinta o los
treinta y cinco años, mas no es frecuente que, traspuesto

201
ese cabo, cambien de un modo fundamental el rostro de
su alma. Quiere ello decir que, de ordinario, durante los
quince o los veinte años subsiguientes a la adolescen-
cia entra a formar la "sustancia" de la vida personal
mayor copia de materiales que en todo el resto de la
vida 48. El tempo de la aceptación, de la repulsa y de
la creación juveniles habrá de ser, en consecuencia, con-
siderablemente más vivo que en cualquier otra edad:
la juventud biológica de un hombre es una espuela para
el movimiento histórico de su existencia.
2. Según la importancia relativa de los diversos
componentes del proceso. Durante la juventud queda
en un segundo plano la creación de obras y acciones
verdaderamente originales. Predominan, en cambio, la
aceptación más o menos recreadora de lo que el medio
ofrece, la repulsa de lo que hastía y desplace y la auto-
proposición de proyectos y ensueños. El alma juvenil
es, por necesidad, un constante manantial de ensoña-
ciones y esperanzas.
3. Según el modo de cumplir cada una de las ac-
ciones que integran los componentes del proceso. Un
joven y un adulto pueden aceptar, rechazar y crear los
mismos elementos históricos y psicológicos: una moda
indumentaria, por ejemplo, puede ser simultáneamente
aceptada por miembros de todas las edades. ¿Será igual
el modo de aceptarla unos y otros? Evidentemente, no.
48
Sobre la cronología de las edades y su diferencia psicológica, véase
el articulo de Ortega El pasado, entraña de lo actual. Las cinco edades del
hombre (publicado en La Nación, de Buenos Aires, 24-IX-1933).

202
Supuesta, entonces, tal diferencia, ¿cómo acepta, cómo
rechaza, cómo crea el joven lo que personalmente quiere
y puede aceptar, rechazar y crear?
Dos notas creo posible distinguir en el modus fa~
ciendi juvenil; la inseguridad y la radicalidad. La vida
del joven transcurre, en el plano de la existencia per-
sonal, según el esquema que en el plano de la existen-
cia biológica llaman los biólogos conductistas "ensayo
y error". Apenas sabe el joven hacer su vida personal;
sus actos son meros ensayos en la obra de ser el hom-
bre que quiere ser—'dramáticos ensayos unas veces,
lúdicos otras—y, como tales, muy expuestos al error.
"Los jóvenes tienen derecho a equivocarse", oí decir a
un agudo conversador. Esta condición de la vida juve-
nil, ayudada por el gusto deportivo de "probar de todas
las cosas", como escribió el Arcipreste, da una vivaz y
movible inseguridad al "modo de hacer" de los jóve-
nes. En todo momento puede un joven dejar de hacer
lo que personalmente hace, y hasta emprender un acto
de sentido contrario al que abandona.
Extrañamente unida a esta inseguridad operativa
hállase otra nota del modo de hacer juvenil: la radica*
lidad de las acciones personales del joven. Cuando un
joven actúa como tal 49, se entrega a sus acciones per-
sonales poniéndolo todo, como suele decirse, a la carta
de lo que hace. La juventud apenas discierne matices y
49
No siempre sucede así. Ya sabemos que en ocasiones los jóvenes se
ven constreñidos a imitar a los viejos, y hasta lo estiman distinguido
en otras.

203
términos medios. Una fanática y excluyente radicalidad,
un esquematismo rígido y simple suelen regir la inter-
vención de los jóvenes en los distintos dominios de la
vida: la acción política, la creación artística, la produc-
ción o la secuacidad intelectuales. Como las fibras
musculares del corazón, el alma de los jóvenes se pone
en ejercicio según la más extrema de las leyes: el "todo
o nada". Todo joven, puesto a hacer algo que perso-
nalmente siente, podría tal vez decir respecto a su per-
sonal empresa lo que en orden a la acción política escri-
bió en 1840, a los catorce años, el estudiante Fernando
Lassalle: "No, no quiero convertirme en un lisonjero
sonriente y cobarde, aun cuando tuviera talento para
ello. Quiero anunciar la libertad a los pueblos, aunque
haya de morir en el empeño. ¡Lo juro por el Dios que
gobierna a las estrellas, y sea yo maldito si soy infiel a
mi juramento!" 50.
4. Según el contenido de las acciones personales
integrantes del proceso configurados Antes expuse al-
guna de las notas que definen el contenido de las ac-
ciones personales preferidas por el joven. No creo
necesario insistir sobre ello. Mas no quiero abandonar
este tema sin aludir a una nota que caracteriza mucho
el contenido de las acciones juveniles: la confusión.
Es la acción juvenil, no obstante la esquemática ra-
dicalidad con que su autor la cumple, constitutivamente
incierta y confusa. Dijo una vez Ortega que el am-

Tomo estas frases de Spranger, op. cit., pág. 217.

204
biente de las aulas infantiles "debe mantenerse peren-
nemente antiguo, primitivo, siempre entre luces y ru-
mores de aurora". El alma del adolescente vive tam-
bién—'mucho más, tal vez, que la del niño—en incierta
confusión auroral. Si todas las acciones del joven son,
en cuanto al modo de hacerlas, radicales y esquemá-
ticas, son también, por razón de su contenido, germi-
nales e imprecisas. La enorme riqueza de posibilidades
que encierra la vida de cada joven hace que en la es-
quemática simplicidad de sus acciones se agolpen con-
fusamente atisbos y esbozos de todo cuanto él, movido
por su juvenil ambición y servido por su educación y
sus talentos nativos, podría llegar a ser. Por eso el vivir
juvenil es constitutivamente incierto y confuso, además
de ser inseguro y radical. La paulatina madurez de su
persona irá despojando de sus acciones tanto adventi-
cio esbozo y dará, por fin, ordenada nitidez a la figura
exterior e interior de lo hecho 51.
Así va tomando cuerpo sustantivo y forme la exis-
tencia personal de cada joven. Mas con él y junto a él
viven cientos y cientos de jóvenes coetáneos. Son aque-

51
El curioso lector podrá ilustrar con ejemplos todas estas notas defi-
nitorias del estilo juvenil. Deberá asimismo tener bien presente que esta
exposición mía de las relaciones entre la edad y la Historia es deliberada-
mente abstractiva, aunque en todo momento me haya esforzado por destacar,
junto a la edad y con la edad, los restantes momentos que intervienen en la
configuración de las acciones históricas: los biológicos (sexo,, constitución
individual, higidez) y los sociológicos. En la realidad se implican inextri-
cablemente todos estos momentos configuradores, y con ellos el componente
psicológico de la actitud religiosa.

205
líos con quienes ha compartido la educación, el jue-
go, las vicisitudes históricas del pueblo a que todos ellos
pertenecen. ¿No se parecerán en algo, por razón de esta
convivida coetaneidad, las vidas definitivas de todos
esos jóvenes? ¿No se distinguirán todos del mismo
modo, frente a las promociones que les precedieron en
la tarea de hacerse la vida y hacer, con ello, la His-
toria en curso? He aquí, emergente en su lugar natural,
el tema de la generación. Mirémoslo ahora más de
cerca.

206
CAPITULO VI

LA G E N E R A C I Ó N C O M O C O N C E P T O HIS-
T O R I O L O G Í C O . HISTORIA DEL C O N C E P T O

iQ UÉ es una generación? ¿En qué consiste? Deje-


mos previamente de lado un significado de la palabra
que pudiéramos llamar tradicional: "generación" en el
sentido de "génesis" física u ontológica. Atendiendo
sólo a la acepción estrictamente historiológica del vo-
cablo, hay que distinguir dos etapas fundamentales en
la historia de su empleo: una precientífica, científica otra.

I. PERIODO PRECIENTIFICO DEL VOCABLO

Tomemos, a guisa de ejemplo, textos de un par de


escritores recientes, ilustres los dos por su manejo del
castellano y nada sospechosos de pedantería científica:
Bécquer y Zorrilla. En las primeras páginas de la His-
toria de los Templos de España, dice el aéreo poeta
sevillano: "cuando nos hayan revelado sus secretos las
artes, cuando descifremos el Apocalipsis de granito que
escribió el sacerdote en el santuario y aparezcan a núes-

207
tros ojos esas generaciones gigantes que duermen bajo
las losas de los sepulcros..." Oigamos ahora el parla-
mento del locuaz escultor en la Segunda Parte de Don
Juan Tenorio:
y al mirar de este panteón
las enormes proporciones,
tendrán las generaciones
la nuestra en veneración.

En los dos casos es usada la palabra "generación"


con un propósito claramente alusivo al curso histórico
de la sociedad y, por lo tanto, de la vida humana. Béc-
quer y Zorrilla entienden por "generaciones" las su-
cesivas "hornadas" de hombres—si se me permite ese
expresivo vocablo familiar—que vivieron antaño o que
contemplarán en el futuro la pasmosa obra del artífice.
En el texto de Zorrilla hay todavía más: las "genera-
ciones" futuras podrán ver en el panteón, aparte una
creación de su autor, también una obra de la "genera-
ción" a que el escultor pertenece. Pero en uno y otro
caso carece el término de toda intención técnicamente
acuñada. Su significado es, sin más, el cuarto de los que
consigna el Diccionario de la Real Academia: "Con-
junto de todos los vivientes coetáneos" 1.
Este sentido vagamente histórico de la palabra "ge-
neración" ofrece por sí mismo un pequeño problema a
la mente del historiador y aun a la del simple curioso.

1
La Academia no entiende por "coetáneos" a los hombres que tienen
una misma edad (todos los jóvenes, todos los viejos, etc.), sino a los que

208
¿Por qué, en una determinada sazón de los tiempos,
cobra significado específicamente humano e histórico
una palabra genéricamente referida antes a la génesis
de todos los seres naturales, tratárase de individuos o
de especies?
El vocablo latino generatio hereda los significados
del griego genea, como el genus latino traduce al genos
helénico. La palabra genea fué muchas veces empleada
por los clásicos griegos con una intención más concreta
que la genéricamente natural y muy estrictamente refe-
rida al curso de la vida humana y al conjunto de todos
los seres humanos de todos los tiempos, al "género hu-
mano" 2. Homero, por ejemplo, suele usar el vocablo
con una evidente acepción de unidad de medida para
el curso temporal de la vida humana individual y del
conjunto de los hombres:
Este había visto fenecer a dos generaciones (geneai) de mortales,
(11, I, 250.)

dice Néstor en la Iliada, Y en la Odisea se lee:


También de Mises supe allí. Di jome Feidon...
que su estirpe sería atendida hasta la décima generación (geneén),
(Od„ XIV, 321-25.)

"viven o coinciden en una misma edad o tiempo". Según la Academia,


en 1900 son "coetáneos" Ortega, con sus diecisiete años, y Valera, que
entonces cumple sus setenta y seis. Ortega deslindará luego más precisa-
mente la "coetaneidad" (condición de tener la misma edad) y la "contem-
poraneidad" (condición de vivir en el mismo tiempo). En 1900, Ortega y
Valera serían contemporáneos, mas no coetáneos.
2
Basta recurrir al socorrido y benemérito Bailly.

209
14
Herodoto, por su parte, contrapone la "generación o
género de los hombres" {gema anthrópéíe) —en el sen-
tido de "la edad de los hombres" o "del género huma-
no"'—a las edades heroicas o míticas 3. La acepción
métrica de la genea se repite en Platón (Tim., 23 c), y
Dionisio de Halicarnaso restringe a su propio tiempo,
a la edad o "generación" a que su vida pertenece (epi
tés hémetéras geneás, "de nuestra generación", escri-
be), el uso del vocablo.
Todas estas acepciones de la palabra griega pasan
a la generatio latina; y así, cuando se traduce al latín
el texto griego de los Evangelios, el término genea,
usado en este sentido de unidad de medida y de época
histórica, se dirá generatio. Non praeteribit generatio
haec~genea, en el original helénico—-doñee omnia haec
fiant, dice Cristo en el Evangelio de San Mateo (Mtt.,
XXIV, 34) 4. El vocablo generatio viene a ser una di-
namización, una procesalización del genus; más que el
"género" es el "proceso de engendrar", y en ese matiz
procesal va incoada su futura significación histórica.
El Cristianismo sobrenaturaliza el modo de enten-

3
Cuenta asimismo Herodoto (II, 141) cómo los sacerdotes egipcios le
revelaron el secreto de que la duración de tres "generaciones" constituye un
siglo. Mas no debe pensarse que los antiguos estuvieran acordes acerca de
lo que dura cada "generación". Sobre este problema, véase a Ed. Meyer,
Forschungen zar alien Geschichfe I, 1892, págs. 169 y sigs., así como el
libro de Drerup que luego menciono (págs. 9-10).
4
La misma traducción de genea por generatio se lee en San Lucas
(Luc, XXI, 32).

210
der la acepción antropológica de la genea griega y la
generatio latina. La "naturalidad" de la "generación"
humana va a ser sobrenaturalmente vista, sin mengua
de su arraigo en una génesis natural y biológica. Den-
tro del pensamiento cristiano, llámase generatio al con-
junto de todos los descendientes de Adán, unidos entre
sí por comunidad natural genética, y más todavía por
haber sido todos creados a imagen de Dios y sobrena-
turalmente redimidos por la sangre de Cristo. Con este
significado parece usar San Jerónimo, por ejemplo, la
palabra generatio, y ese es el sentido del genus huma-
num en los comentaristas cristianos de la Historia, San
Agustín y Orosio primero, San Buenaventura más
tarde. En La Ciudad de Dios usa San Agustín el tér-
mino generatio con el sentido de unidad de medida del
acontecer histórico, y evalúa su duración en treinta
años (de civ. Dei, XV, 20 y 21; XVI, 3). Y puesto que
San Agustín y San Buenaventura ven la historia de la
Humanidad como la vida temporal de un solo hombre
—sicut in uno homine assignantur aetates diversae ita
et in mundo, dice San Buenaventura—, vendrá a ser la
generatio la unidad elemental para contar las "edades"
de esa Humanidad, creciente siempre, como un solo
hombre, hacia su fin sobrenatural 5. El "tiempo histó-
rico", según la metáfora agustiniana, es la distensión
temporal de esa universal biografía.

5
San Agustín: de vera relig., X X V I I , 50; de civ. Dei, X, 14. San Bue-
naventura: In IV Sent., 40, dub. 3.

211
Más tarde—en los siglos modernos, sobre todo—se
irá secularizando la visión del "género humano", hasta
llegar a la idea puramente natural de la "Humanidad":
el cuerpo o conjunto de todos los individuos pertene-
cientes al género natural homo sapiens. La idea cris-
tiana de una unidad natural y sobrenatural del "género
humano" perdura, enteramente secularizada ya, en esa
concepción unitaria y natural de la "Humanidad". Pero
esa hipotética "Humanidad" tiene una historia, hipoté-
ticamente unitaria también: la "Historia de la Huma-
nidad" o Historia Universal. La filosofía y la ciencia
histórica del Romanticismo percibirán con toda agudeza
esta secularizada historicidad del "género humano" 6.
¿Podría ser ajena a este proceso de secularización e
historificación del "género humano" la idea que en el
siglo xix late bajo el vocablo "generación"? La respues-
ta negativa es obvia. La "generación" del "género hu-
mano" se irá viendo partida en "generaciones" tempo-
ral e históricamente separadas: cada "generación", se-
gún este nuevo significado de la palabra, es el "conjun-
to de todos los vivientes coetáneos", como nos dice la
Real Academia. Debajo de tal concepto se adivina la
metáfora biológica de una "Humanidad" unitaria; la
cual, como una madre fecunda y gigantesca, iría dando
a la vida, en partos sucesivos, "hornadas" de mellizos
históricos. Estas "hornadas" se hallarían infinitesimal-

6
La historiología del Romanticismo seculariza biológica o dialéctica-
mente la ya mencionada metáfora de San Agustín y Orosio.

212
mente próximas entre sí, y cierto número de ellas com-
pondrían el conjunto de todos los hombres que convi-
ven en un momento dado; esto es, la "generación" co-
rrespondiente a tal momento 7. Bécquer y Zorrilla son
inconscientes testigos de esta acepción secularizada e
historificada de la vieja generatio.
No queda ahí, sin embargo, este parcelamiento tem-
poral de la "generación". Renace la vieja acepción men-
surativa de la genea griega y la generatio latina, y el
"conjunto de todos los vivientes coetáneos" será más
rigurosamente partido en grupos homogéneos por la
edad, en "generaciones" contemporáneas entre sí. Coin-
cidirían siempre, en consecuencia, una generación de
viejos, otra de hombres maduros y otra de jóvenes. No
sé quien habrá sido entre nosotros el adelantado en la
tarea de distinguir y, por lo tanto, de contraponer ex-
presamente—aun sin intención propiamente científica—
las distintas generaciones en cualquier momento coexis-
tentes. Por mi parte, he encontrado en los textos del
Menéndez Pelayo joven y polemista evidentes mues-
tras de esta más concreta acepción del término. Hasta
tres veces habla en La Ciencia Española de "nuestra
generación", refiriéndose a la suya y contraponiéndola
a la de los hombres—adultos cuando él escribe—que
hicieron la República española de 1870.

7
Claramente se advierte que los hombres del siglo XIX—unos más
lúcidamente que otros, claro está—veían en la Historia una consecuencia
espontánea de la Naturaleza. Luego intentaré deshacer este error.

213
II. PERIODO CIENTÍFICO DEL VOCABLO

Todas estas vicisitudes del vocablo y otras muchas


que se me escapan constituyen la historia de su período
precientífico 8. Tras él viene otro en el cual se intentará
convertir en concepto científico y riguroso esta vaga
idea de la generación como "unidad" de la mudanza
histórica.

RANKE

El primero en sospechar que la idea de "genera-


ción" podría convertirse en un concepto historiográfico
precisa y técnicamente definido fué, según lo que yo
alcanzo a saber, el historiador Leopoldo von Ranke. En
el apéndice a la edición definitiva de su Historia de los
pueblos románico^germánicos léese este inequívoco pro-
grama de trabajo: "Sería tal vez una tarea historiográ-
fica presentar la serie de las generaciones, en cuanto
fuese posible, tal y como se ensamblan y se singularizan
en la escena de la Historia Universal. Se debería hacer
plena justicia a cada una de ellas; podría describirse una
serie de figuras preclaras, las que en cada generación
tienen más estrechas relaciones entre sí, y mediante cu-
yos antagonismos sigue progresando la evolución del

8
Me refiero, tal vez no sea ocioso repetirlo, a la acepción intencional
mente historiológica, no sr la que he llamado tradicional o genética.

214
mundo: los sucesos corresponden a su naturaleza" 9.
Ottokar Lorenz cuenta haber oído decir a Ranke, en
el curso de un diálogo, que el término "generación" po-
dría servir para expresar "ciertas ideas activas durante
el lapso temporal medio de una vida humana".

D1LTHBY

La idea de Ranke debía estar muy en la atmósfera


espiritual siglo xix, como suele decirse, cuando, con en-
tera independencia del gran historiador, vamos a verla
conceptual y prácticamente propugnada por un joven
ambicioso y sediento de creadora novedad: el filósofo
Guillermo Dilthey 10. En 1867 pronunció en Basilea su
9
Sámíliche Wevke, 33, pág. 323. Conozco tres exposiciones de con-
junto, alemanas las tres, acerca de la historia de la "generación" como
concepto historiográflco. Es una la de J. Petersen, y se halla en Die litera*
rischen Generationen, contribución suya al libro Die Philosophie dev Lite*
raturwissenschaft, dirigido por Ermatinger (Berlín, 1930, págs. 130-184).
Otra es la de K. Mannheim, en los Kólner Viertelja,hrshefte füv Soziologie,
VIL Es la tercera la de E . Drerup, al comienzo de su monografía Das Ge*
neraíionspvoblem in der griechischen und griechisch-rómischen Kultur, Pa-
derborn, 1933. Las tres toman como punto de partida el programa de Ranke,
tal como él lo expuso en el lugar citado y como lo comentó luego su discí-
pulo Ottokar Lorenz, y los cálculos biológico-demográficos de Rümelin,
en 1875.
10
En 1861, el francés Justin Dromel publicó un libro titulado La loi des
révolutkms, en el cual, apoyado en la idea de la generación, pretendió
establecer un sistema "científico" para la predicción del futuro. Basábase
Dromel en consideraciones biológico-político-electorales, y pretendía que cada
unos quince años acaece un importante suceso político generacionalmente
determinado: así interpreta Dromel la presentación de eventos revolucionarios
en los años 1789, 1800, 1815, 1830 y 1848.

215
lección inaugural acerca de El movimiento poético y
filosófico en la Alemania de 1770 a 1800 n. "Movido
por una serie de condiciones históricas constantes—de-
cía Dilthey, resumiendo su pensamiento—brotó en Ale-
mania, durante el último tercio del siglo XVIII, un movi-
miento espiritual cuyo curso, cerrado y continuo, se ex-
tiende como un todo desde Lessing hasta la muerte de
Schleiermacher y Hegel. Y la fuerza propulsora, per-
manentemente activa en todo el transcurso de este mo-
vimiento, consistió en el empeño, históricamente funda-
do, de poner los cimientos a una visión de mundo y de
la vida en la cual encontrase su satisfacción el espíritu
alemán." Dilthey ve cumplido ese movimiento hacia un
nuevo "ideal de la vida"'—tales son sus propias pala-
bras—en tres etapas históricamente discernibles, co-
rrespondientes a otras tantas generaciones de alema-
nes: la de Klopstock y Lessing, la de Goethe y Schiller,
y una tercera constituida por dos grupos, el berlinés
(Gentz, Tieck, Bernhardi, Schleiermacher) y el que
centran Schelling y Hegel, Con este ensayo historiográ-
fico inicia Dilthey, que por entonces cumple sus treinta
y cuatro años, lo que explícitamente llama "la tarea de
nuestra generación": "fundar una ciencia empírica de
los fenómenos espirituales".
Este leve apunte basta sin duda para atisbar las dos
ideas cardinales del ensayo. Una de ellas puede for-
mularse así: la obra filosófica y literaria de un hombre

11
Gesammelte Schriften, V, 12-27.

216
está parcialmente determinada, en su contenido y en su
estilo, por la generación a que ese hombre pertenece.
La segunda dice: sólo pueden ser comprendidas la obra
de un hombre y la de la generación a que pertenece si
se las sitúa en conexión con el acontecer histórico gene-
ral. Las mencionadas generaciones de literatos y pen-
sadores son generaciones de literatos y pensadores ale-
manes, y el esfuerzo individual y colectivo de todos
ellos estaba enderezado a conseguir, por el camino de
la producción espiritual, la máxima felicidad humana a
que entonces, por su situación histórica de alemanes,
podrían aspirar 12. Un anhelo de mayor felicidad es lo
que lleva a los hombres, piensa Dilthey, a configurar
sucesivamente su mundo exterior y su mundo interior;
esto es, a hacer la Historia.
El concepto de "generación" que emplea Dilthey
para construir la mencionada lección inaugural había
sido apuntado por él en su trabajo acerca de Schleier-
macher (1860). Seis años después lo explanó algo más
precisa y articuladamente en un ensayo biográfico sobre
Novalis, recogido en su libro Das Erlebnis und die
Dichtung 13. Examinemos las nociones metodológicas
que preceden al retrato literario de Novalis.
12
En uno de los párrafos del ensayo (loe. cií., pág. 15) apunta Dilthey
las razones por las cuales se orientó principalmente hacia la actividad crea-
dora del espíritu—-literaria, filosófica, musical-—ese esfuerzo de los alemanes
de entonces por conseguir la felicidad históricamente posible.
18
El trabajo sobre Novalis apareció el año 1866 en los Preuss. ]ahr~
bücher, pág. 596 y sigs. Yo citaré su reproducción en Das Erlebnis und die
Dichtung, 8.a ed., Leipzig y Berlín, 1922, págs. 268 y sigs.

217
Comienza Dilthey aislando dos tipos de creadores
literarios: el de los que ven el mundo tal como éste es
(Homero, Shakespeare, Cervantes) y el de aquellos
que, como Novalis, lo contemplan a través del cristal
de su ánimo. Estos nos conceden la posibilidad de en-
tablar con su alma una relación personal, amistosa u
hostil; aquéllos-—los grandes poetas de la objetividad—
no, porque, "como los reyes, no tienen amigos". La acu-
sada "subjetividad" de los poetas como Novalis—pien-
sa tácitamente Dilthey—no depende tan sólo de su per-
sonal singularidad, mas también de una mayor impreg-
nación de su espíritu por los supuestos estrictamente
históricos del mundo en que viven. Esa mayor histori-
cidad de su obra y de su alma exige para su estudio,
de modo más perentorio que en otros casos, el empleo
de métodos y conceptos históricos propiamente dichos;
y entre ellos, muy en primer término, el de "genera-
ción".
¿Qué es para Dilthey una "generación"? Es un
compromiso entre "la arbitrariedad de la naturaleza
creadora"—quiere decir: la libertad personal de cada
individuo—y las condiciones históricas que presiden la
formación espiritual de los hombres. Estas condiciones
exteriores pueden ser desdobladas en dos factores: "el
haber intelectual de la época" y, por otra parte, "la vida
ambiente, las relaciones de la vida real, las concretas
situaciones sociales, políticas y de toda índole". "Sólo
bajo estas condiciones—piensa Dilthey—se cumple la
formación de la serie de individuos que otorgan su ca-

218
rácter a la cultura espiritual de una época." Cada uno,
evidentemente, a su modo, según su individual libertad.
Entonces, ¿vese reducido a perseguir arbitrarieda-
des individuales el historiador que pretenda describir la
cultura de esa época? ¿Habrá de rendirse—se pregunta
Dilthey, mostrando con evidencia cómo el significado
histórico de la "generación" tiene siempre detrás la me-
táfora biológica de una Humanidad unitaria y mater-
nal— "a la arbitrariedad de la naturaleza creadora, de
cuyo misterioso regazo se alzan los individuos según un
cierto orden y una determinada selección"? ¿O se halla
de algún modo determinado el libre empleo que cada
individuo hace de esas condiciones exteriores? Dilthey
contesta afirmativamente: existe esa determinación, mas
no por modo positivo, sino negativo; no como orden eje-
cutiva, sino como cauce limitante. Uno de tales límites
o cauces es la "generación" a que el individuo pertene-
ce: el conjunto de los hombres "que se formaron bajo
la actividad de las mismas condiciones".
La obra creadora de cada individuo se ordena e in-
tegra en la del conjunto generacional a que pertenece.
En cuanto es un miembro operante de ese conjunto,
cada individuo contribuye libremente a "crear" con su
acción histórica la obra de su propia generación; mas, al
propio tiempo, su libertad de creación se halla en algún
modo determinada a operar dentro del límite, solo rela-
tivamente variable, que la real existencia de ese con-
junto le impone. La generación, entendida como con-
cepto histórico, sería a la vez obra de los hombres y

219
límite de su albedrío histórico, producto y tope de su
libre acción.
Esta idea de la generación como obra y como límite
preside el método historiográfico propuesto por Dilthey
para la descripción de los conjuntos generacionales. "La
marcha de nuestra investigación histórica y de nuestro
conocimiento riguroso es muy análoga—dice—a la que
Hippel promete emplear en una futura novela: propó-
nese Hippel caminar hacia atrás, metiéndose cada vez
más profundamente en el pasado, desde la muerte ha-
cia el nacimiento, desde los efectos hacia las causas."
En consecuencia, una generación sólo podrá ser des-
crita mediante una "alternante consideración de los in-
dividuos y sus condiciones, por una parte, y del com-
plejo de las condiciones exteriores presentes a esos in-
dividuos, por otra". Entre el manojo de todas las bio-
grafías coetáneas y la descripción de las condiciones
históricas exteriores a ellas aparecerá, como límite y
producto de todas las hazañas históricas individuales, el
concepto de generación y la ocasional peculiaridad de
aquella que se estudia. Por eso piensa Dilthey que su
ensayo biográfico sobre Novalis será útil para aprehen-
der el espíritu de la prodigiosa generación histórica a
que Novalis pertenece: la integrada por él y por
Schleiermacher, Alejandro de Humboldt, Hegel, Nova-
lis, los Schlegel, Hólderlin, Wackenroder, Tieck, Fries
y Schelling.
Todavía vuelve Dilthey a enfrentarse con el con-
cepto de generación. Es en 1875, fecha de un opúsculo

220
Sobre el estadio de la historia de las ciencias del hom-
bre, de la sociedad y del Estado u. Veamos con algún
detalle las precisiones que añade al pensamiento de diez
años antes.
Parte ahora nuestro pensador de considerar la His-
toria como un movimiento continuo 15. Este movimiento
tiene un curso visible: es el acontecer histórico. Pues
bien, se pregunta Dilthey, con una evidente contami-
nación naturalista de su naciente historicismo, ¿no ne-
cesitaremos una unidad de medida para estudiar el cur-
so de ese movimiento de la "Humanidad"? Contempla-
do ese movimiento "desde fuera", parece transcurrir
según las unidades de medida del tiempo físico: horas,
meses, años, decenios, siglos. Pero la unidad idónea
para estudiar el curso del movimiento histórico "debe
radicar en él mismo", es decir, en la vida del hombre,
tomada según su duración media y la sucesión de sus
edades 16. Lo que las horas y los minutos del reloj son
respecto al tiempo vivido o psicológico, son, respecto a
las curvas vitales de los hombres, los decenios y los si-
glos del calendario de la Historia. La duración media de
la vida del hombre debe ser, pues, la unidad de medida

14
Ges, Schr., V, 36 y sigs.
15
Luego veremos el error de principio que hay en este concepto, vigente
desde el Romanticismo y "logiflcado" por Hegel.
16
N o es un azar que fuesen dos físicos—primero Priestley en su
Chati of biography, luego Poggendorf en sus Lebenslinien—quienes propu-
sieron hacer de la duración media de la vida humana la unidad de medida
del tiempo histórico. La idea historiológica de la "generación" nace de una
visión todavía naturalista de la Historia.

221
del tiempo histórico. Mas como el hombre convive para
vivir, y más para vivir históricamente, esa unidad de
medida cobra forma histórica ordenándose en un nuevo
concepto: el de "generación".
Dos son, entonces, las acepciones historiológicas de
este vocablo. Es, por una parte, un lapso temporal que
puede servir como interna unidad de medida para or-
denar el curso del acontecer histórico, lapso subordi-
nado a la idea de la vida temporal del hombre. "Este
lapso temporal—prosigue Dilthey—extiéndese desde el
nacimiento hasta aquella edad a la cual se añade, por
lo común, un nuevo anillo de crecimiento al árbol de la
generación 17, y abarca alrededor de treinta años. La
historia intelectual de Europa, desde Tales... compren-
de no más de 84 generaciones."
Al lado de esta acepción cronológica hay otra más
pertinente al contenido de la Historia: es la que hemos
visto definida en el ensayo sobre Novalis. Según ella,
es la generación "una relación de simultaneidad entre
individuos, aquellos que en cierto modo crecieron jun-
tos... Nace de ello una más profunda relación entre tales
personas. Quienes durante los años receptivos experi-
mentaron las mismas influencias directrices, constituyen
juntos una generación. Así entendida, una generación
17
Obsérvese la pertinacia de las metáforas naturalistas, botánicas en
este caso. La Humanidad es vista como un árbol, y su Historia como la
sucesiva adición de anillos de crecimiento al tronco de ese árbol. Así como
podemos calcular la edad de un árbol contando esos anillos en una sección
transversal de su tronco, podremos medir la Historia de la Humanidad por
las generaciones en que va transcurriendo.

222
es un estrecho círculo de individuos que por su común
dependencia de los mismos grandes sucesos y de las
mismas mudanzas'—los sucesos y mudanzas acaecidos
durante su máxima receptividad'—, y a pesar de la dis-
paridad de otros factores adventicios, se hallan unidos
en un todo homogéneo". A continuación repite textual-
mente Dilthey las ideas que ya había expuesto en su
biografía de Novalis.
Cuidará nuestro autor de subrayar que esta discon-
tinuidad impuesta al curso histórico por la realidad de
las generaciones es una discontinuidad ficticia, sólo apa-
rente. "La serie de las generaciones que han creado la
ciencia europea forma, dentro de ciertos límites, un
todo continuamente ligado." La continuidad histórica
ofrecerá distinto rostro según el dominio histórico de
que se trate—'la ciencia o la moralidad, por ejemplo'—,
pero sin mengua de su ineludible vigencia. Las gene-
raciones, diría Dilthey, son "frases" sucesivas de una
misma y continua melodía. La idea de la Historia como
"movimiento" exige, consecuentemente, una rigurosa
"continuidad" de su curso 18.
Estos germinales pensamientos de Ranke, Dromel y
Dilthey en torno a la idea de generación, entendida ya
como un concepto historiográfico más o menos riguro-
18
H a y en todo ello una subrepticia "biologización"—naturalización—
de la vida personal y, por tanto, del acontecer histórico. La idea de que
el curso histórico es un todo continuo es hija del natura, non ¡acit saltas
leibniziano. Luego intentaré corregir el error de principio contenido en estas
aserciones. El curso de la Historia, contra lo que afirmaba Dilthey, tiene una
estructura rigurosamente discontinua.

223
sámente definido, han sido elaborados luego, con un
apoyo expreso en los textos originales o con indepen-
dencia absoluta de ellos, por una serie de pensadores:
Ottokar Lorenz y Ortega y Gasset han atacado el pro-
blema de la generación desde la historiología general;
K. Mannheim, desde la sociología; Kummer, Petersen,
Hans von Müller, Wechssler y Jechske han aplicado
el concepto a la historia de la Literatura; Pinder, Al. Lo-
renz y otros, a la historia del Arte; Drerup, a la historia
de la Antigüedad clásica. La palabra "generación",
usada con una intención política o como arma de com-
bate, se ha hecho luego expresión tópica, latiguillo de
moda. Algunos han llegado hasta a inventar su propia
generación antes de comenzar a vivir. Dejemos de lado
tan pintorescas manifestaciones de esta vivísima, casi
opresora conciencia histórica del hombre actual, e inda-
guemos de cerca el pensamiento de los más caracteri-
zados tratadistas del concepto: Ottokar Lorenz, Ortega
y Gasset, Petersen, Wechssler, Pinder, Drerup y
Mannheim.

OTTOKAR LORENZ

Ottokar Lorenz 19 se propuso muy temáticamente


conciliar la Biología y la Historia mediante la idea de
la generación. La unidad objetiva o física del tiempo
histórico—el siglo—hállase en relación con la vida hu-
19
Die Geschichíswissenschaft in Hauptrichtungen und Auígaben, Ber-
lín, 1886 y 1891. Lorenz se apoyaba de modo muy taxativo en el programa

224
mana por el hecho de constituir la duración media de
tres generaciones sucesivas, entendiendo por genera-
ción, cronológicamente, el lapso a que se extiende la
actividad vital de una vida humana media. Cada tres
generaciones ~ tres unidades historiométricas—forma-
rían una unidad superior, el siglo; tres siglos juntos da-
rían origen a otra más amplia unidad del curso histó-
rico~una época~; y pasados tres veces tres siglos,
veintisiete generaciones en total, se cumpliría un pe-
tíodo de la Historia Universal. Lorenz pretendió con-
firmar su tesis con las elucubraciones aritmético-histó-
rico-literarias de W . Scherer. No merecen más larga
mención todas estas arbitrarias construcciones, indignas
del valioso libro a que pertenecen. "Pura cabala", dice
de ellas, a modo de epitafio, E. Troeltsch.

ORTEGA Y GASSET

Mejor será examinar otros ensayos más serios acer-


ca del tema, y en primer término el reiterado de nuestro
Ortega y Gasset. Si se prescinde de ciertos atisbos muy
madrugadores, en 1914, la primera formulación bien
explícita que Ortega da a sus ideas sobre el tema de
la generación acontece en 1921 y es impresa en El tema

de su maestro Ranke; pero, evidentemente, va mucho más lejos de lo que


éste quería, sobre todo eti lo tocante a la sistematización aritmética de las
generaciones.

225
15
de nuestro tiempo, el año 1923 20. Distínguense los hom-
bres entre sí, comienza diciendo Ortega, por la situa-
ción histórica de su espíritu, y lo más primario y ele-
mental en esa diferencia es el modo, históricamente va-
riable, de un componente de la existencia humana que
Ortega llama "sensibilidad vital": es la "sensación ra-
dical ante la vida", el modo de "sentir la existencia en
su integridad indiferenciada", el "fenómeno primario
de la Historia". La primera tarea, cuando se intenta
comprender una época, debe ser, por tanto, la defini-
ción de su sensibilidad vital.
Si la variación en la sensibilidad vital afectase a
un solo individuo, el suceso no tendría trascendencia
histórica; las variaciones de sensibilidad vital decisivas
en la Historia adoptan la forma de la generación 21.
"Una generación—precisa Ortega—no es un puñado
de hombres egregios, ni simplemente una masa: es como
un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta
y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ám-
bito de la existencia con una trayectoria vital determi-
nada. La generación, compromiso dinámico entre masa
e individuo, es el concepto más importante de la His-
toria, y, por decirlo así, el gozne sobre que ésta ejecuta
sus movimientos." Ya se ve que Ortega no se conforma
20
Obras, 2. a ed. Madrid, 1936, II, págs. 832 y sigs.
21
E n 1933 reiterará este pensamiento: "Si se tratase de uno o pocos
jóvenes nuevos que reaccionan al mundo de los hombres maduros, las modi-
ficaciones a que su meditación les lleve serán escasas; tal vez importantes
en algún punto, pero, en fin de cuentas, parciales. No podría decirse que su
actuación cambia el mundo,"

226
con hacer de la generación un mero concepto historio-
gráfico. Radicalizando, ontologizando el programa de
Ranke, pretende convertir a la generación en una ca-
tegoría fundamental de la existencia histórica.
Adviértese sin esfuerzo el excesivo biologismo del
pensamiento historiológico de Ortega. La historia es
una entre "todas las demás disciplinas biológicas", dice
textualmente. "Una generación—añade, a poco—es
una variedad humana, en el sentido riguroso que dan
a este término los naturalistas. Los miembros de ella
vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos..."
Las metáforas que emplea Ortega son, también, deli-
beradamente biológicas: cada generación es "un latido
impermutable en la serie de pulso..., un proyectil bioló-
gico lanzado al espacio en un instante preciso, con una
violencia y una dirección determinadas".
He aquí, sinópticamente, las notas fundamentales de
este primer contacto de nuestro pensador con el pro-
blema de la generación: 1. La generación es la unidad
primaria y fundamental del acontecer histórico. Debe
ser, en consecuencia, el concepto historiográfico más ele-
mental y básico. 2. Toda generación se define por el
peculiar modo de su sensibilidad vital, y debe ser con-
siderada como una variedad humana, una suerte de
mutación biológica de la especie. 3. En toda generación
hay una masa y "una escasa minoría de corazones en
vanguardia". La minoría es la que otea las metas de
la acción común y acierta a expresar con lucidez la

227
sensibilidad vital de la generación 22. 4. Dentro de una
generación, sin mengua de la profunda unidad vital de
todos los miembros que la componen, pueden existir di-
vergencias y hasta antagonismos. 5. El vivir de cada
generación "es una faena de dos dimensiones, una de
las cuales consiste en recibir lo vivido—ideas, valora-
ciones, instituciones, etc.—- por la precedente; la otra, en
dejar fluir la propia espontaneidad". El espíritu de la
generación "depende de la ecuación que esos dos in-
gredientes formen". 6. Cada generación percibe frente
al mundo su peculiar verdad, y representa una ventana
histórica abierta a la verdad común a todos los hom-
bres. "Cada individuo, cada generación, cada época
aparecen como un aparato de conocimiento insustitui-
ble..., son puntos de vista esenciales. Yuxtaponiendo las
verdades parciales de todos se lograría tejer la verdad
omnímoda y absoluta."
Ortega, como Dilthey, vuelve en la madurez sobre
el tema de la mocedad. En 1933 dio un curso de lec-
ciones, bajo el título En torno a Galileo (1550-1650).
Ideas sobre las generaciones decisivas en la evolución
del pensamiento europeo. La primera de estas lecciones
estuvo dedicada a la idea de generación y no ha sido
recogida en Esquema de las crisis, libro en el cual apa-

22
Obsérvese una clara diferencia entre la idea que Ortega tiene de la
generación y la de Dilthey. Para Dilthey, una generación es un puñado de
hombres egregios, un "estrecho círculo de individuos": los que "otorgan su
carácter a la cultura espiritual de una época". Dilthey restringe la idea de
generación a la "minoría" de que habla Ortega.

228
recen impresas todas las restantes 23. En cambio, ese
mismo año publicó Ortega en La Nación, de Buenos
Aires, una serie de artículos consagrados al tema de la
generación. Esos artículos transcriben, indudablemente,
la mencionada primera lección del curso en torno a Ga-
lileo 2i. Veamos cómo nuestro filósofo elabora a los cin-
cuenta años un pensamiento barruntado a los treinta y
expresamente formulado a los cuarenta.
¿Qué es, para el Ortega de 1933, una generación?
Una variación en la sensibilidad vital de los hombres,
había dicho en 1921; "el órgano visual con que se ve
en su efectiva y vibrante autenticidad la realidad his-
tórica", precisa en 1933. "La generación—'prosigue, re-
sumiendo su pensamiento—-es una y la misma cosa con
la estructura de la vida humana en cada momento. No
se puede intentar saber lo que de verdad pasó en tal
o cual fecha, si no se averigua antes a qué generación

2t
Esquema de las crisis y otros ensayos, Madrid, 1942.
24
Creo que no ha sido todavía publicado en España el pensamiento de
Ortega acerca de la generación. Si se prescinde de reseñas fragmentarias
en El Sol y de alusiones en algún libro de Julián Marías (en sus notas a
la antología de textos de Dilthey Teoría de las concepciones del mundo,
Madrid, 1944), sólo conozco el atinado compendio de María Luisa Caturla
en su libro Arte de épocas inciertas (Madrid, 1944, págs. 151 y sigs.). En
Esquema de las crisis se refiere alguna vez el propio Ortega al texto apa-
recido en La Nación. De los artículos publicados por Ortega en este diario,
los más importantes en orden al problema de la generación son: El método
de las generaciones. El hombre, creador de universos, y la Historial (27-VIII-
1933); Los tres "hoy" diferentes de cada "hoy". El concepto de generación.
La edad como modo de vivir (10-IX-1933); El pasado, entraña de lo actual.
Las cinco edades del hombre (24-IX-1933); El cometido de la nueva ciencia
histórica (8-X-1933).

229
le pasó, esto es, dentro de qué figura de existencia hu-
mana aconteció. Un mismo hecho acontecido a dos ge-
neraciones diferentes es una realidad vital y, por tanto,
histórica completamente distinta... Un hecho aislado, así
sea el de más enorme calibre, no explica ninguna rea-
lidad histórica; es preciso antes integrarlo en la figura
total de un tipo de vida humana" 25.
Existe constitutivamente el hombre, ha dicho siem-
pre Ortega, en una determinada circunstancia. Esta se
halla primariamente compuesta "de puros y desazona-
dores enigmas, que obligan al hombre a reaccionar bus-
cándoles una interpretación; en suma: le obligan a pen-
sar, a hacerse ideas, los instrumentos por excelencia,
con que vive. El conjunto de esas ideas forman nuestro
horizonte vital o mundo" 26. Ese "mundo" del hombre
cambia, porque cambia su modo de reaccionar ante los
"enigmas" que constantemente le propone su "circuns-
tancia", y a ese cambio del mundo humano es a lo que
llamamos "Historia". Pues bien; para Ortega hay "dos
formas de cambio vital histórico:
1.a Cuando cambia algo en nuestro mundo.
2.a Cuando cambia el mundo.
Esto último—'concluye nuestro pensador—acontece
normalmente en cada generación" 27. La generación se-
ría, por tanto, el cambio histórico elemental del mundo.
O bien, vistas las cosas desde el punto de vista de la
25
Esquema de las crisis, págs. 13-14.
26
Ibíd., pág. 26.
27
Ibíd., pág. 37.

230
permanencia y no desde el punto de vista del cambio:
una generación es un "presente histórico" elemental. "El
presente del destino humano es el que es, dice Ortega,
porque sobre él gravitan todos los otros presentes, to-
das las otras generaciones" 28. El curso del acontecer
histórico sería, esquemáticamente, una sucesión discon-
tinua de cambios súbitos elementales en "el cariz total
del mundo", separados por períodos relativamente cons-
tantes, aquellos en que la generación nueva e innova-
dora explana y da vigencia histórica al cambio de que
es protagonista. Esos activos remansos del acontecer
serían los "presentes históricos" elementales. La idea
que Ortega tiene acerca de la mudanza histórica queda
muy plásticamente expresada por una metáfora suya,
aquella en que compara el curso del acontecer histórico
con el de las representaciones escénicas de los teatros
por horas. "Un automático mecanismo trae irremisible-
mente consigo—escribe—que en una cierta unidad de
tiempo la figura del drama vital cambia, como en esos
teatros de obras breves, en que cada hora se da un
drama o comedia diferentes" 29. Cada generación es la
protagonista de un cambio súbito elemental y dura un
"presente elemental", el lapso durante el cual despliega
en acciones creadoras la inédita peculiaridad de su sen-
sibilidad y la impone al mundo precedente.
Trataré de exponer con precisión el pensamiento
de Ortega. Su punto de partida es un análisis de la
28
Art. El pasado, entraña de lo actual.
29
Art. Los tees "hoy" diferentes de cada "hoy!".

231
estructura histórica del "hoy" y una idea de la edad
como situación vital. "Todo hoy—'dice gráficamente Or-
tega, explanando su pensamiento de 1921 y recogiendo
el de Pinder—envuelve tres hoy diferentes": el "hoy"
de los que ese día son muchachos, el de los hombres
maduros y el de los viejos. Esta trina estructura vital
del "hoy" impone una rigurosa distinción entre "con-
temporaneidad" y "coetaneidad". Los jóvenes, los hom-
bres maduros y los ancianos que viven en un mismo
"hoy" cronológico son contemporáneos entre sí, mas no
coetáneos. El término "coetaneidad" debe reservarse
para expresar la relación temporal entre los hombres
contemporáneos de la misma edad vital y, por lo tanto,
de la misma generación. Ya se ve que la edad es para
Ortega la nota más definitoria de la historicidad del
hombre; es, dice textualmente, "la razón y el período
de los cambios históricos". Pero ¿qué es la edad, den-
tro del pensamiento de Ortega? ¿Cómo se relaciona con
la Historia?
"La edad es estar el hombre en un cierto trozo de
su escaso tiempo—es ser comienzo del tiempo vital, ser
ascensión hacia su mitad, ser centro de él, ser hacia su
término—o, como suele decirse, ser niño, joven, maduro
o anciano." No es lo importante, desde el punto de vista
de la edad, tener tantos años, sino ser niño, joven, ma-
duro o viejo. "El concepto de edad no es de sustancia
matemática, sino vital. La edad, originariamente, no es
una fecha"; es, añade en otro artículo, "una etapa en
la trayectoria vital del hombre".

232
Cinco edades, cinco etapas cabe aislar, según Or-
tega, en la trayectoria vital del hombre: niñez, juven-
tud, iniciación, predominio y vejez. Durante la niñez
y toda la porción de juventud corporal que corre hasta
los treinta años "se entera el hombre del mundo en que
ha caído, en que tiene que vivir". El niño no interviene
en la historia; el joven, hasta los treinta años, apenas,
aunque "juegue a preocuparse de lo colectivo". El joven
vive para sí; su vida actuante es personal, no histórica,
y la juventud "la etapa formidablemente egoísta de la
vida". Cambian las cosas a los treinta años. "A esa
edad el hombre comienza a reaccionar por cuenta pro-
pia frente al mundo que ha hallado; inventa nuevas
ideas sobre los problemas de ese mundo: ciencia, téc-
nica, religión, política, industria, arte, modos sociales.
El mismo u otros hacen propaganda de toda esa inno-
vación e integran sus creaciones con las de otros coetá-
neos obligados a reaccionar como ellos ante el mundo
que encontraron. Y así, un buen día, se encuentra con
que su mundo innovado, el que es obra suya, queda
convertido en mundo vigente. Es lo que se acepta. Lo
que rige en ciencia, política, arte, etc. En ese momento
empieza una nueva etapa de la vida: el hombre sostiene
el mundo que ha producido, lo dirige, lo gobierna, lo
defiende. Lo defiende porque unos nuevos hombres de
treinta años comienzan, por su parte, a reaccionar ante
ese nuevo mundo vigente."
Vale esto tanto como decir que la madurez se parte
en dos períodos de quince años: uno, desde los treinta

233
a los cuarenta y cinco años, de iniciación y polémica;
otro, desde los cuarenta y cinco años a los sesenta, de
predominio y mando. Pasados los sesenta, comienza la
vejez, la jubilación de la actividad histórica. El hom-
bre de más de sesenta años sería "superviviente de una
vida que murió". No vive en esta vida, está fuera de
hecho, vive ajeno a las luchas y pasiones. "De aquí que
los hombres de treinta, que están en lucha con la vida
impuesta por los de cuarenta y cinco, busquen con fre-
cuencia a los ancianos para que les ayuden a combatir
contra los hombres dominantes."
La edad, piensa Ortega, determina el mudar de la
historia, es "la razón y el período de los cambios his-
tóricos". Mas para que la edad determine el "período"
de los cambios históricos'—dando como cierta y demos-
trada la existencia de esos "períodos" elementales^, la
coetaneidad no debe ser cosa matemática o cronológica,
sino vital. "La edad no es una fecha, sino una zona de
[echas, y tienen la misma edad, vital e históricamente,
no sólo los que nacen en un mismo año, sino los que
nacen dentro de una zona de fechas." Pertenecen a la
misma generación, por tanto, los nacidos dentro de la
misma zona de fechas 30. Mas ¿cuál es la anchura de
esta zona? Las reflexiones de Ortega sobre las edades
del hombre le conducen a fijar para la "zona de fechas"

30
Ya se ve que la "zona de fechas" es el expediente de que se vale
Ortega para convertir a la edad—modo de existir biológico y personal to-
cante a la vida del individuo—en el fundamento del acontecer histórico, en
"la razón y el período de los cambios históricos".

234
una duración de quince años. Por tanto, en un mismo
"hoy" coincidirían: una generación infantil, histórica-
mente inactiva; otra juvenil, en período de aprendizaje;
dos históricamente activas, aspirante la una y dominante
la otra; y, por fin, la generación senil, compuesta por
los mayores de sesenta años.
Insiste mucho Ortega en que las generaciones no se
sustituyen ni se suceden, como los antiguos pensaban,
sino que se solapan o ensamblan. "Siempre hay dos
generaciones actuando al mismo tiempo, con plenitud
de actuación, sobre los mismos temas y en torno a las
mismas cosas, pero con distinto índice de edad y, por
ello, con distinto sentido."
La agrupación de los hombres en conjuntos vital e
históricamente homogéneos haría de la edad el "perío-
do" de los cambios históricos; la constante polémica
de estos conjuntos humanos entre sí convertiría a la
edad en la "razón" de los cambios históricos. "Si todos
los contemporáneos fuésemos coetáneos'—dice Orte-
ga-—, la historia se detendría anquilosada, petrefacta,
en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación ra-
dical alguna" 31.

31
Esta frase nos muestra con singular nitidez cómo Ortega superlativiza
•—inadmisiblemente, en mi entender—la importancia histórica de la edad. La
causa más radical del suceder histórico no consiste en la mutua y sucesiva
polémica de las generaciones contemporáneas, sino en la insatisfacción que
toda situación histórica produce en el hombre que la vive, hasta en aquellos
que más directamente la crearon. Remito a lo dicho en los capítulos II y III.
La sucesión de las edades no es el "motor" del acontecer histórico; es
tan sólo uno de los momentos determinantes de la "figura" adoptada en con-

235
¿Qué es, entonces, una generación? Mirada en sí
misma, es "el conjunto de los coetáneos en un círculo de
actual convivencia. El concepto de generación no im-
plica, pues, primariamente, más que estas dos notas:
tener la misma edad (vital, no matemática) y tener algún
contacto vital". Pero desde el punto de vista del acon-
tecer histórico, una generación sería mucho más: "cada
generación representa un trozo esencial, intransferible
e irreparable del tiempo histórico". Con otras palabras,
un cambio y un presente elementales del acontecer his-
tórico. El año 1911, en una conferencia acerca del pen-
samiento matemático, anunciaba Ortega que frente al
continuismo, al evolucionismo y al inñnitismo, dominan-
tes a la sazón en todas las disciplinas científicas, surgi-

creto por la operación histórica del hombre, junto a otros momentos bioló-
gicos (sexo, constitución individual, higidez), a los sociológicos (clase social,
profesión, agrupación humana a que se pertenece, etc.) y a los dependientes
de las creencias religiosas que se profesan. Aunque Ortega extrema la inter-
pretación biográfica de las edades, es la edad el portillo por el cual se le
mete la Biologia en la Historia, hasta constituirse en su "razón" y determi-
narla imperativamente. N o en vano ve en el rítmico juego de las generaciones
"un automático mecanismo".
Lo primario en el pensamiento historiológico de Ortega, como en el de
todos los que hacen de la generación el concepto fundamental y elemental
del acontecer histórico, es su radical vitalismo. Pero la Historia es resultado
de acciones "personales", aunque esas acciones hayan de ser ejecutadas por
cuerpos vivientes. Por eso la idea de una "zona de fechas" no es un hallazgo
empírico, sino una construcción al servicio de un a prior/; el a pn'ori de la
coetaneidad "vital", de la generación y, en último extremo, de la concepción
biológica de la Historia. Si Ortega no hubiese pensado que "la Historia es
una más entre las restantes disciplinas biológicas", como nos dice en El tema
de nuestro tiempo, seguramente no hubiese llegado a esta idea de la gene-
ración.

236
rían pronto un fínitismo y un discontinuísmo. La idea
de generación vendría a mostrar el triunfo del discon-
tinuísmo sobre el continuismo en el dominio del pensa-
miento historiológico.
Falta, no obstante, lo más inexcusable para hacer
de la generación "un riguroso método de investigación
histórica". Falta "precisar de qué fecha cronológica o
cuál otra fecha se extiende una generación". ¿Cómo dis-
tribuiremos concretamente en grupos de quince años los
años del tiempo histórico? Supongamos que un joven
cumple los treinta años en 1945. "Como la generación
no es una fecha—-dice Ortega—, sino una zona de le-
chas que hemos fijado en quince años, ese joven no pue-
de saber si su fecha actual de treinta años pertenece
a los quince años hacia atrás o a los quince años hacia
adelante, o bien si se está en medio de la zona de su
generación, teniendo a ambos lados dos series de siete
años." Desde la perspectiva individual, el hombre no
puede estar seguro de si en su fecha de edad comienza
una generación o si acaba, o bien si es ella el centro
de la generación.
¿Cómo puede resolverse el problema? La estima-
ción de la edad del hombre como "razón y período de
los cambios históricos" conduce a Ortega a dos rotundos
asertos: primero, el curso de la Historia está realmente
ordenado por generaciones; segundo, el período de cada
generación es exactamente, con un "automatismo ma-
temático", el quinquenio. Cada generación está polémi-
camente situada entre otras dos. Por tanto, "la gene-

237
ración implica ineludiblemente la serie toda de las ge-
neraciones. De ahí—concluye Ortega—que determinar
la zona de fechas cronológicas que a una generación
corresponden sólo puede hacerse determinando la tota-
lidad de la serie".
He aquí el modus operandi. Deslícese la mirada a
lo largo de un gran ámbito histórico. Hay un momento
en que el hombre vive tranquilamente instalado en su
mundo. Por ejemplo, en 1650. Esa tranquilidad con-
trasta con la indecisión en que vivía uno o dos siglos
antes. Pues bien, piensa Ortega, esa tranquilidad
de 1650 ha comenzado en una fecha determinada, la
fecha en que fueron definidos los principios sobre los
cuales se funda la vida histórica de 1650. "Esta fecha
es la decisiva en la serie de las fechas que integran la
Edad Moderna. En ella vive una generación que por
vez primera piensa los nuevos pensamientos con plena
claridad y completa posesión de su sentido: una ge-
neración, pues, que ni es todavía precursora ni es ya
continuadora. A esa generación—concluye nuestro filó-
sofo—llamo generación decisiva."
¿Cómo señalarla con precisión? Búsquese, se nos
dice, "la figura que con mayor evidencia representa los
caracteres sustantivos del período. En nuestro caso, no
parece discutible que ese hombre es Descartes... Con
esto tenemos el epónimo de la generación decisiva, lo-
grado lo cual, el resto es obra del automatismo mate-
mático". Anotará el historiador la fecha en que dicho
epónimo cumplió sus treinta años, y esa será la fecha

238
cronológica de la generación decisiva. Lo demás es cosa
bien sencilla. Puesto que la sucesión de las generacio-
nes tiene un ritmo quindenial, bastará ir añadiendo o
restando períodos de quince años a la fecha decisiva
—el año 1626, en este caso—- para obtener las fechas
cronológicas a que corresponden las sucesivas genera-
ciones europeas.
En resumen: los cambios históricos están primaria-
mente determinados por el hecho de que los hombres
vayan creciendo en edad y convivan con otros de edad
vital distinta; el curso del mudar histórico es discon-
tinuo; la unidad elemental de ese mudar es la genera-
ción; la duración de cada cambio generacional es el
quindenio. Es la generación el trasunto histórico de la
edad vital, y puede serlo mediante el expediente de la
"zona de fechas". Sólo gracias a la hipótesis de una
"zona de fechas" quindenial puede definirse el tan im-
preciso concepto de la coetaneidad; sólo así puede ad-
quirir duración o sucesividad históricas un concepto ori-
ginariamente biológico-cronológico 32.
La edad vital y la generación vendrían a ser, en con-
secuencia, las categorías fundamentales de la "reali-
dad" histórica y del conocimiento de esa realidad. Debe
hacerse de la generación, por tanto, el concepto funda-
mental de la Historiogafía.
Creo que la ulterior exposición de mis propios pun-
32
La idea de la "zona de fechas", precontenida en el a priori de una
estructura generacional y rítmica del acontecer histórico, permite llenar de
duración histórica un lapso temporal tocante a la duración biológica.

239
tos de vista me eximirá de añadir a cada particular
concepción una crítica pormenorizada. Prefiero, en con-
secuencia, seguir mostrando con alguna precisión las
sucesivas vicisitudes de este tan favorecido concepto
historiológico. Y, muy en primer término, las que ha
experimentado en las diestras manos de J. Petersen 33.

PETERSEN

Tres veces distintas se emplea Petersen en definir


el concepto de generación y en aplicarlo a la historia de
la Literatura. La primera en el libro Determinación de
la esencia del Romanticismo; por tanto, frente al mismo
tema histórico que Dilthey en su biografía sobre Nova-
lis 34. La segunda en su contribución a la Filosofía de la
33
En 1909 había publicado Kummer una "Historia de la literatura ale-
mana del siglo XIX, expuesta por generaciones" (Deutsche Liíevaturgeschichte
des neunzehnten ]ahrhu.nderts, dargestellt nach Genecationen, Dresde, 1909).
Dice Kummer apoyarse en Ranke, Rümelin y O. Lorenz. Mas, sin nombrar
a Dilthey, da una definición de las generaciones parecida a la de éste: "Una
generación, dice Kummer, comprende todos los hombres vivos aproximada-
mente coetáneos, nacidos de las mismas situaciones económicas, políticas y
sociales, y, por tanto, equipados con una visión del mundo, una formación,
una moral y una sensibilidad artística semejantes." La diferencia funda-
mental consiste en la amplitud atribuida al grupo generacional: Dilthey piensa
en un "estrecho círculo de individuos", Kummer habla de "todos los hom-
bres vivos aproximadamente coetáneos". Kummer atiende más a la fecha de
aparición del hombre en la Historia que a la de su nacimiento, y se pierde
en una artificiosa y compleja tipología de los miembros de cada generación:
precursores, exploradores o "pioneros", talentos conductores, talentos inde-
pendientes, talentos dependientes, talentos "industriales", etc., etc.
34
Die Wesensbestimmung der deutschen Romantik, Leipzig, 1926, ca-

240
ciencia literaria, de Ermatinger 35. La tercera, muy com-
pendiosamente, en el primer tomo de su manual La cien-
cia de la literatura 36. Petersen, ya lo he dicho, se mueve
exclusivamente dentro del ámbito de la historia de la
literatura. Veamos sumariamente su punto de vista y
las precisiones a que llega.
Elige Petersen como punto de arranque el pensa-
miento de Dilthey. Quiere manejar un concepto de ge-
neración adecuado a la historia del espíritu humano y
distinto, en consecuencia, del concepto biológico que
suele emplearse para hacer la historia de las familias.
Trátase-—dice'—de una unidad histórica complementa-
ria de la idea de "sociedad"; "apoyada, ciertamente, en
las propiedades hereditarias del hombre, y hasta emer-
gente de ellas, pero afecta y dirigida con intensidad
mucho mayor por el espíritu de la época y antagónica-
mente movida contra las actitudes históricas preceden-
tes; de todo lo cual surgen mudanzas y despliegues
regulares y periódicos". Si la vida humana se compara,
según costumbre trivial, a un barco movido por el vien-
to, será la sociedad quien orienta el timón y la gene-
ración la vela que recibe el viento propulsor de la na-
vegación histórica. "El tipo generacional y el tipo so-
ciológico se cruzan—añade Petersen—y de su acción

pitulo VI, págs. 132-170. También Petersen dice haber apuntado un concepto
historiológico de la generación en su lección inaugural, pronunciada en Ba-
silea, el año 1913, acerca del tema Literaturgeschichte ais Wissenschalt.
85
"Die literarischen Generationen", en la Philosophie der Literaturwis-.
senschalí, dirigida por Ermatinger, Berlín, 1930, págs. 130-187.
36
Die Wissenschalt von der Dichíung, Bd. I, Berlín, 1939, pág. 202.

241
16
recíproca nace el tipo histórico propiamente dicho. Para
conocerle, debe completarse la investigación de los tipos
sociológicos con la investigación de los tipos generacio-
nales."
Las ideas que acerca de la generación expone Pe-
tersen en su inicial trabajo sobre el Romanticismo pue-
den ordenarse en tres epígrafes: consistencia, estructu-
ra y curso del suceso generacional 37.
¿En qué consiste la generación? Acepta Petersen,
sin mayor precisión científica, la idea de una disposición
hereditaria (Anlage), especificadora, en cierta medida,
de la actividad espiritual de los hombres. Sobre esta
nativa disposición actúan las influencias formativas
(Bildung) del medio histórico; y así, la nuda potencia
del genotipo humano logra su actualidad fenotípica por
la acción incitadora y configuradora de la Historia. Pa-
semos por alto ciertas ligerezas conceptuales de Peter-
sen—'por ejemplo: no puede aceptarse sin grave reserva
la idea de una "disposición genotípica romántica"
(romantische Anlage) -—y atengámonos a la línea gene-
ral de su pensamiento.
Provistos de su correspondiente disposición heredi-
taria, meramente potencial todavía, todos los niños
coetáneos entran en contacto con la Historia por obra
de la educación. Todos ellos son sometidos a condi-
ciones educativas semejantes. ¿Cómo se hará visible y

87
No creo ilícito exponer el pensamiento de Petersen dándole, sin alte-
rarlo en nada, un orden de que carece en la exposición original.

242
operante aquella disposición hereditaria de los mucha-
chos? Según su especificidad, responde Petersen. Cuan-
do la especificidad genética del joven case bien con la
índole de la educación recibida y, por lo tanto, con el
espíritu de la época a la sazón reinante, ese joven con-
tinuará prosecutivamente la obra histórica de los pa-
dres. Si, por el contrario, existe un antagonismo entre
la potencial "tendencia" de la disposición genética in-
fantil y el tipo de la educación recibida, surgirá una opo-
sición, más o menos grave y manifiesta, entre esa na-
ciente vida y el medio en que se forma. Esto acontece
siempre. Mas la definitiva consecuencia histórica será
distinta según el vigor, la frescura y la capacidad de
encantamiento de la situación histórica en que el joven
es educado.
Dos casos extremos pueden imaginarse. Cuando es
grande el vigor de la situación histórica—esto es, cuan-
do los padres viven con fructífero entusiasmo su pro-
pia situación'—, la leva infantil se parte en tres frac-
ciones: una, la de disposición hereditaria más idónea,
ve potenciada esa disposición suya y prosigue con ardo-
roso y aún redoblado empeño la obra paterna; otra,
medianamente dotada para aquella particular coyuntu-
ra histórica, se adapta más o menos pasivamente a la
acción de los bien dispuestos; una tercera, en fin, mal
equipada genotípicamente frente a tal quehacer—con
otras palabras: bien dotada para triunfar en una situa-
ción histórica distinta—, soporta a contracorriente, ha-
ciendo lo que puede, la victoriosa actividad de los fa-

243
vorecidos. Truécase el resultado cuando la situación
histórica es vieja y fosilizada, como hacia 1785 sucedía
con la situación histórica que llamamos "Ilustración";
entonces triunfan como rebeldes los inadecuados, sú-
manse a ellos los adaptables y prosiguen los idóneos,
convertidos ahora en vencidos y caducos epígonos, la
obra ya agotada de sus desfallecientes educadores 38.
Dicho de otro modo: nace a la vida histórica una nueva
generación.
Este modo de nacer las generaciones condiciona su
interna estructura. Hay, en efecto, tres tipos humanos
distintos en cada generación: el tipo generacional de
los conductores, el de los dirigidos y el de los oprimi-
dos. Lo antes dicho evita ulteriores explicaciones y
ejemplos 39.
El curso del suceso generacional—o, mejor, la vi-
sión que de él tiene Petersen—depende igualmente de
ese modo de nacer a la vida histórica los grupos ge-
neracionales. Aparece en primer término la vanguardia
de los más dotados para la rebeldía histórica; viene

38
Los mal dotados para la situación en que viven son, pues, epígonos
o precursores, según se les mire desde la generación anterior o desde la
siguiente a esa situación.
39
Petersen aplica esta trina ordenación tipológica al conjunto de hom-
bres que forman la generación romántica alemana. Fr. Schlegel, Novalis,
Werner, Wackenroder y Brentano habrían sido conductores; A. W. Schlegel
y Tieck, dirigidos. A ellos se une una cohorte de seudorrománticos, que sigue
la moda del tiempo, y entre ellos viven, oprimidos, los antirrománticos por
temperamento, acechando la hora de su triunfo. Este habría comenzado ha-
cia 1830, año terminal del ya gastado Romanticismo.

244
luego una nueva onda, acaso de más brillante rendi-
miento histórico, integrada por aquellos que por su si-
tuación temporal y por la índole de su disposición he-
reditaria pueden beneficiarse ampliamente de la previa
rotura del frente; sigue, en fin, un período de venci-
miento y rutina, y tras él fenece históricamente la gene-
ración. El mecanismo de esa muerte quedó suficiente-
mente declarado. Ese mecanismo nada nos dice, empe-
ro, respecto a la verdadera causa del agotamiento gene-
racional. ¿Por qué se agota la vigencia de una genera-
ción? No por fatiga, piensa Petersen, porque una gene-
ración es siempre una minoría selecta, y en la espuma de
la sociedad hay siempre "hambre de nuevas excitacio-
nes". Las generaciones morirían por dos causas distin-
tas: o por la vulgarización y el embotamiento de la nove-
dad que trajeron, tan selecta y aguda al tiempo de nacer,
o por el definitivo incumplimiento de los ensueños y
promesas que los miembros de la decadente generación
amasaron durante su oprimida rebeldía y proclamaron,
con petulancia mal contenida, en la primera hora de su
triunfo.
Petersen no vacila en aplicar al presunto curso ge-
neracional de la Historia el esquema dialéctico de la
tesis, la antítesis y la síntesis, aunque no sin admitir
la posibilidad y hasta la frecuencia de graves excep-
ciones. A una actitud histórica puede seguir otra ge-
neracionalmente antitética y a ésta una que intente con-
ciliar sintéticamente las posturas de sus padres y ábue-

245
los 40. Las últimas promociones de la Ilustración, por
ejemplo, son antitéticamente combatidas en Alemania
por el irracionalismo del grupo Sturm und Drang, y
tras éste viene la tendencia armónica del clasicismo ale-
man. Mas ¿qué podrá intentar la generación subsiguien-
te a la síntesis? Apenas otra cosa que adherirse vehe-
mentemente a una de las dos actitudes armonizadas y
extremarla, desorbitarla: es, por ejemplo, la "exalta-
ción" (Steigerung) que el Romanticismo hizo de la ten-
dencia Sturm und Drang. Otras veces no llega la sínte-
sis, y las generaciones se suceden en permanentes an-
títesis con la que las precede: realismo e idealismo, na-
turalismo y neorromanticismo, impresionismo y expre-
sionismo, se contraponen generacional y sucesivamente
en el siglo xix, desde el ocaso del período romántico.
Tal es, en esquema, el pensamiento que Petersen
expone en su libro sobre la esencia del Romanticismo

40
Algo parecido a esto habría apuntado Eugenio d'Ors en su trabajo
de 1910 sobre La fórmula biológica de la lógica, y esto me venía a decir
en una sabrosa carta de 1937, comentando el ritmo de las más recientes ge-
neraciones de españoles. Spranger escribe, por su parte, en la Psychologie
des ]ugendalters: "Nace siempre la juventud con la totalidad de las fuerzas
humanas, llena del anhelo de obrar y gozar. Cuando esa totalidad desborda
a las formas de vida preexistentes, impónese con especial intensidad el im-
pulso vital. Por eso se hacen oficiales los hijos de los pastores y pastores
los hijos de los militares. Por eso sigue al racionalismo el romanticismo (con
el Sturm und Drang como preludio), y a las épocas orientadas por la His-
toria la hostilidad contra la Historia. El principio hegeliano de la evolución
no es un movimiento de conceptos, sino un movimiento de la vida mis-
ma (op. cit., pág. 153). Recuérdese, en fin, el esbozo de hipótesis biológica
con que Menéndez Pelayo pretende explicar el ritmo dialéctico del acontecer
histórico. (Cf. mi Menéndez Pelayo, págs. 265 y sigs.)

246
alemán. En su ulterior trabajo sistemático acerca de las
generaciones literarias recoge y amplía nuestro autor
las ideas que sirvieron de esqueleto a su comprensión
generacional del grupo romántico. Luego de discutir
ampliamente la duración cronológica de las generacio-
nes históricas, concluye: "la generación no puede ser
considerada como una medida regular del tiempo, dada
en la duración media de la actividad individual, ni es
una semejanza determinada por el nacimiento, sino una
unidad producida por comunidad de destino, que en-
cierra en sí una igualdad de experiencias y de fines...
La serie de las generaciones significa la cadencia del
destino, y mediante ella son compelidas a un mismo
ritmo en el trabajo innumerables existencias individua-
les". El acento fundamental del concepto que Petersen
propone no recae, pues, sobre la biología del suceso
generacional, sino sobre su fracción más propiamente
histórica.
Ocúpase muy especialmente Petersen en precisar
los momentos constitutivos de toda generación literaria
propiamente dicha. Ocho son los que distingue: 1. He-
rencia, Los ejemplos que ahora aduce no añaden nada
a las ideas expuestas en su libro sobre la generación
romántica. 2. Nacimiento. El año en que nacen los
miembros de un equipo generacional influye, evidente-
mente, en la ulterior configuración de éste. No es indi-
ferente el hecho de que fuese ochó años la máxima dife-
rencia de edad entre los jóvenes de la generación ro-
mántica alemana. 3. Elementos formativos de la vida

247
personal. "Los tipos históricos de la educación^dice
Petersen—deben ser comprendidos como tipos genera-
cionales." Todos los miembros de una generación reci-
bieron en sus almas los mismos o parecidos elementos
formativos. Y, por otra parte, sólo surge a la Historia
una generación cuando tales elementos, gastados ya,
habían perdido "la forma y la norma". 4. Comunidad
personal, trato directo entre los miembros del conjunto.
Resume Petersen en este concepto los tres momentos
estructurales aislados por K. Mannheim, desde un punto
de vista sociológico, en el suceso generacional: la sede
geográfica generacional {Lagerung) o ámbito espacial
común de toda la generación; la conexión generacional
o comunidad de destino entre los individuos residentes
en el mismo ámbito; y las unidades generacionales, gru-
pos concretos (literarios, políticos, etc.) que elaboran a
su manera las experiencias comunes a toda la genera-
ción. La convivencia universitaria, las relaciones amis-
tosas y epistolares, la colaboración en las mismas re-
vistas, etc., son las formas concretas de esta comuni-
dad personal. 5. Experiencias generacionales comunes.
Refiérese Petersen a los grandes sucesos por todos con-
vividos, y distingue entre experiencias formativas, de
acción lenta y paulatina, y experiencias catastrofales,
tormentosa y súbitamente activas sobre la figura histó-
rica de la generación. 6. Caudillaje o influjo de una
personalidad poderosa o de un tipo humano sugestivo
sobre el conjunto generacional: como organizador del
grupo unas veces (A. W . Schlegel, por ejemplo), como

248
mentor otras (Herder), como héroe venerado algunas
(Stefan George, Ricardo W a g n e r ) . Esta acción suges-
tiva o conductora puede ser ejercida después de muerto
el "conductor"; así en los casos del maestro Eckhart,
de Nietzsche, de Dilthey. 7. Lenguaje generacional.
Toda generación literaria se define por una innovación
en el lenguaje (neologismos, peculiaridades estilísticas,
etcétera). 8. Fosilización de la generación anterior. El
triunfo del grupo juvenil exige, ya lo sabemos, la inefi-
cacia histórica de sus padres y abuelos.
La coincidencia de todos estos factores engendra y
constituye una generación histórica. Debe pensarse, sin
embargo, que, aun siendo tantas las condiciones simul-
táneas, nunca es un cuerpo cerrado y rígido el conjun-
to generacional. En la generación debe verse "una ca-
dencia, no una melodía—advierte Petersen—; y así,
partiendo del principio de ordenación que ella repre-
senta, es imposible concluir forzosamente el color y la
luminosidad de las aportaciones individuales. Es sólo
un esquema lineal del cuadro, una disposición de su
figura total y un plano de su real estructura. Pero nunca
podrá ser agotadoramente explicada la obra de un in-
dividuo por la de su generación". Tanto menos podrá
explicarse, cuanto que, aun no contando con la libre
personalidad de la operación creadora, la realidad mis-
ma de la generación es harto movediza y lábil.
Tres razones se concitan para hacer imprecisa la
figura de una generación. Es una la existencia de uni-
dades subordinadas (literarias, políticas, artísticas, etcé-

249
tera), no siempre fáciles de deslindar entre sí, dentro
de cada conjunto generacional. Otra consiste en la in-
determinabilidad del ámbito espacial y de la profun-
didad social a que se extiende cada generación. Es la
tercera la incalculabilidad del lapso temporal que sepa-
ra a cada generación de la que le precede y de la que
le sigue. La unidad interna, la demarcación geográfica,
la figura social y la situación cronológica de la gene-
ración son siempre inciertas. ¿Podrá esperarse que sea
escueto y firme el contorno del grupo humano por todos
esos caracteres definido? Eppur si muove. No obstante
tales reservas y restricciones, la idea de generación es
hoy ineludible en todo intento historiográfico serio y de-
licado.

P1NDER

Hasta aquí, Petersen, tal como yo lo veo. El mismo


año en que Petersen dio a la luz su libro sobre la esen-
cia del Romanticismo alemán, publicó W . Pinder, den-
tro de un volumen en honor de J. Volkelt, un trabajo
titulado Historia del Arte por generaciones 41. Este en-
sayo se convirtió pronto en un libro famoso: El proble*
ma de la generación en la Historia del Arte europeo 42.
41
Kunstgeschichte nach Geneeaíionen, en el libro Zwischen Phitosophie
und Kunst, dedicado a Joh. Volkelt con motivo del centesimo semestre de
su docencia, Leipzig, 1926.
42
Das Problem der Generation in der Kunstgeschichte Europas. Yo he
manejado la 3.a edición, Leipzig, s. a. Alfred Lorenz, hijo de Ottokar, aplicó
en 1928 a la Historia de la Música (Musikgeschichte in Rhyíhmus der Ge-

250
Tratábase, como el título claramente indica, de exponer
la historia del Arte europeo según una personal idea
de la generación. He aquí, muy concisamente, lo fun-
damental del pensamiento de Pinder.
Propónese Pinder, frente a la moda de las Histo-
rias del Arte "sin autores"—nómbrase en ellas la obra
y su época, no al autor—, volver a la Historia "por au-
tores"; pretende hacerlo, sin embargo, según un nuevo
punto de vista, mejor fundado que el antes habitual,
tan pura e ingenuamente biográfico. Su punto de par-
tida es la ya conocida distinción entre "contemporanei-
dad" (Gleichzeitigkeit) y "coetaneidad" (Gleichalírig-
keit): "la incontemporaneidad de los contemporáneos"
es el título y el motivo constante del capítulo funda-
mental. Cada uno de los mal llamados "puntos tempo-
rales" es en verdad, históricamente considerado, una

neraíionen) las cabalísticas ideas de su padre. También en 1928 publicó Hans


von Müller, ampliando un trabajito suyo de 1917 (Die namhalteren deuíschen
Dichíer und Denker seií Reimarus and Günther, in Altersgrappen geordnet.
Ein Voischlag zitr Ordnung von Privatbibliotheken), un ensayo de ordena-
ción de la literatura alemana por generaciones (Zehn Generaiionen deatscher
Dichíer and Denker, Berlín, 1928). El ensayo de H. v. Müller es un correlato
literario del de Pinder para la Historia del Arte. Su principio de ordenación
es el año del nacimiento. Este ensayo tiene "el involuntario mérito—comenta
irónicamente Petersen—de reducir al absurdo, a fuerza de consecuencia en
su empleo, el principio de que las tendencias comunes proceden únicamente
del imperativo de la fecha natal, y el de ordenarlas, según un sistema de
tipo linneano, por paquetes de años". Pinder acepta el ensayo de H. v. Müller
•—con algunas reservas, sin embargo—como "una confirmación experimen-
tal". Las inoperantes fantasías biológicas con que W . Scheidfc criticó los
ensayos de H. v. Müller y Pinder (Lebensgesetze der Kulíur. Biologische
Betrachtungen zam Problem der Generaíion in der Geisíesgeschichte, Ber-
lín, 1928) apenas si merecen cosa distinta de una simple mención.

251
"línea vertical", una suerte de sonda del tiempo. Esta
sonda marca niveles cualitativa y coetáneamente distin-
tos, y cada uno de esos niveles es una generación dife-
rente. Usemos el símil musical a que con tanta frecuen-
cia y tan significativa fruición recurre Pinder. Cada
"punto temporal" viene a ser un acorde aparente y ver-
tical de varios sonidos; los cuales, horizontalmente en-
lazados con sus homólogos de los acordes verticales an-
teriores y posteriores, componen un sistema de notas
sucesivas ordenadas en fuga. La comprensión histórica
sería en muy buena parte el arte de percibir esta acor-
dada o discordante polifonía, que, contra las primeras
apariencias, no llega a ser unidad, mas tampoco es un
caos.
He aquí una diáfana representación gráfica del pen-
samiento de Pinder, basada, para recurrir a lo más pró-
ximo, en una consideración de María Luisa Caturla.
En los años 1920 y 1930 conviven en el arte español,
dando aparente unidad, con su diversidad polifónica, a
cada uno de esos dos "puntos temporales", varias ge-
neraciones de pintores: la de Moreno Carbonero, la de
Zuloaga, la de Picasso. Hacia 1930 se añade al acorde
—o a la disonancia—vertical de esas generaciones una
generación pictórica nueva, la sobrerrealista, que pode-
mos personificar en Dalí. He aquí la versión gráfica de
esa realidad. Los puntos A, B, C y A', B', C D son
los sonidos aislados que, juntándose, componen las dos
aparentes unidades polifónicas llamadas "pintura espa-
ñola de 1920" y "pintura española de 1930"; y las lí-

252
neas A A ' , B B ' , C C ' y D D ' son otros tantos siste-
mas horizontales, ordenados en fuga, representativos
del curso temporal de las distintas generaciones.

1920 1930

La idea de generación sería, en consecuencia, el eje


de toda Historia del Arte verdaderamente "científica".
Así lo postula Pinder, y en el año del nacimiento del
artista ve a la vez el criterio discriminativo de su gene-
ración y el momento determinante de su peculiaridad
creadora. He aquí, textualmente, sus dos asertos fun-
damentales: "I. La fecha del nacimiento de un artista
condiciona el despliegue de su esencia, y en parte hasta
su esencia misma. La esencia del artista depende, por
tanto, de cuándo ha nacido. Sus problemas nacen con
él, hállanse determinados por el destino. II. Los artis-
tas no son puestos en aislamiento por virtud de este

253
hecho, sino agrupados. Hay, en efecto, generaciones,
y en el carácter de los problemas de éstas domina nor-
malmente la unidad. La generación no es todavía un
estilo, pero sí un valor estilístico." El ritmo interno de
las "épocas" estaría determinado por el ritmo y por la
polifonía de las generaciones.
Esta suerte de predestinación histórica del artista
—misteriosa, como el destino mismo—es entendida por
Pinder con una mente crasamente vitalista. Es muy sig-
nificativo el hecho de que en el prólogo a la primera
edición de su libro vea en él Pinder una contribución a
"la unidad biológica de la nueva Europa". Cree ade-
más que el destino de su generación—'Klages, Spengler,
Dacqué, Nadler, él mismo—consiste en superar vitalis-
tamente el antagonismo o, mejor, la antinomia entre las
ciencias naturales y las ciencias del espíritu. La elec-
ción del año del nacimiento como criterio supremo para
el deslinde de las sucesivas generaciones afirma tam-
bién la tendencia biologista de su pensamiento, y no
es ajena a ella la inequívoca complacencia con que en
el prólogo a la segunda edición recoge y subraya los
párrafos más medularmente biológicos del pensamien-
to de Ortega acerca de la generación 43. "Espera el au-
tor—léese, en fin, a modo de programa, en la página
segunda del libro de Pinder—'hacer perceptible un su-
ceso biológico, una regularidad viviente; misteriosa,
i3
Subraya, por ejemplo, aquello de que "los miembros de una gene-
ración vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos". Cita Pinder
la traducción alemana de El tema de nuestro tiempo, publicada en 1928.

254
pero eficaz." Las generaciones serían, en suma, "uni-
dades biológicas" 4A,
Tan decisiva es para Pinder esta supuesta primacía
del nacimiento sobre la experiencia, que según él, en la
configuración de la personalidad artística de un pintor
apenas contarían las influencias educativas: "El filósofo
de una generación de pintores—'afirma, escorzando un
poco la expresión—no es aquel que esa generación lee
y en el que tal vez cree, sino el que ha nacido con ella
y del que tal vez nada sabe." Quiere decir: la filosofía
de un pintor es la que él vive, aunque no la sepa, y no
la que lee, aunque la sepa. Por innegable que sea la
presencia de cierta dosis de verdad en el meollo del
precedente aforismo—-Eugenio d'Ors ha mostrado cómo
sucedía esto en Cézanne y en Juan Gris—-, esa verdad
no es toda la verdad. Y, por otra parte, lo que de ver-
dadero tiene el dicho mentado no es susceptible de tan
simple explicación cronobiológica: si un pintor tiene,
implícitamente, la filosofía del filósofo coetáneo, no debe
verse en la mera coetaneidad la causa del parecido, sino
en la coeducación y en la convivencia que tal coetanei-
dad determina. Decididamente, nada hay tan propicio

44
Tampoco es un azar que Pinder tenga a las generaciones por "ente-
lequias", en un sentido entre aristotélico y driescheano del vocablo. Acerca
del sistema de "entelequias" que, según él, determinan la singularidad his-
tórica de un artista (género del arte, expresión hablada, estilo, generación,
individualidad, nacionalidad), no puedo entrar aquí. Todo ello me parece,
contra lo que Pinder anuncia, muy necesitado de claridad conceptual y ver-
dadero orden. Quien tenga interés por el tema vea el "Resumen" que del
libro hace su autor en las páginas 145 a 156.

255
al olvido o tan vocado al menosprecio como las eviden-
cias más elementales e inmediatas.
Opera con máxima eficacia sobre el pensamiento de
Pinder la metáfora de una Humanidad unitaria y ma-
ternal. Por razones estrictamente misteriosas—piensa
Pinder—, manifestaríase según un cierto ritmo la po-
tencia genitriz de la Humanidad. Hay ocasiones en que
su fertilidad se hace pródiga, y en el lapso de poquí-
simos años—dos, cuatro, seis—pone en el mundo un
manojo o una apretada serie de generaciones de gran-
des maestros: las fechas natales de Miguel Ángel
(1475), Giorgione (1478), Tiziano (1477) y Rafael
(1483) patentizan uno de tales momentos. Otras veces,
como si la naturaleza se hallase fatigada, pasan largos
años horros de artistas geniales o poblados, a lo sumo,
por alguna figura aislada: son los "maestros intercala-
res" (Zwischenmeister), monolíticamente solitarios,
como Piero di Cosimo, epigonalmente tardíos, como
Burne, o madrugadoramente precursores, como Manet.
Una generación de artistas sería, dentro del pensamien-
to de Pinder, un parto múltiple de la "Humanidad"—de
la "Naturaleza", en última instancia—, especialmente
afortunado. Perdóneseme la deliberada tosquedad de la
imagen, en gracia a la fidelidad con que desenmascara
los últimos supuestos de la concepción vitalista de la
Historia.

256
WECHSSLER

Con lo dicho, todo buen entendedor entenderá sin


duda lo que piensa Pinder sobre el problema de la ge-
neración 45. Quedan todavía por exponer, si he de cum-
plir el programa de esta ya dilatada retrospección, las
ideas del romanista Eduardo Wechssler 46. El pensa-
miento de Wechssler se apoya en Ranke y Dilthey.
"Surgen con intervalos desiguales'—escribía en 1923'—
nuevos grupos de levas juveniles o, por mejor decir,
portavoces y conductores de una nueva juventud. Todos
ellos están enlazados entre sí: interiormente, por la se-
45
El contenido del libro de Pinder es, evidentemente, mucho más rico.
Por ejemplo: en un "Excurso" aplica esa consideración "polifónica" de la
Historia al problema de la "no coetaneidad" de las distintas Artes. La "edad"
histórica de cada una de ellas sería diferente, según la serie decreciente
arquitectura-escultura-pintura-música absoluta. Una sinfonía de Beethoven
es a la Listoria de la Música lo que una catedral gótica a la historia de la
Arquitectura; mas como la música es un arte mucho más joven que la Ar-
quitectura, la sinfonía se presenta históricamente quinientos años después.
Desde el punto de vista artístico, la Arquitectura, reducida a imitar o a
cumplir funciones de pura utilidad, sería hoy un arte agotado.
46
En un artículo de 1923 ("Die Auseinandersetzung des deutschen
Geistes mit der franzosischen Aufklarung", Deutsche Vieríeljahrschriit für
Liíeraturwiss. u. Geistesgesch., I, 615) declara Wechssler haber construido
durante veinte años sus lecciones sobre historia de la Literatura mediante el
concepto de generación, según la visión diltheyana de ésta. Cuatro años más
tarde expuso su propio pensamiento acerca de la generación en su artículo
Die Generation ais Jugendgemeinschaít (en el volumen de homenaje a
Breysig Geist un Gesellschaft, 1927, I, págs. 66-102). En 1929 volvió
Wechssler a enfrentarse con el tema en "Das Problem der Generationen in
der Geistesgeschichte", Davoser Revue, IV, 8. Léese una exposición del
pensamiento de Wechssler en Die literarischen Generationen, de Petersen,
y otra, más bien polémica, en el prólogo de Pinder a la segunda edición de
su libro.

257
17
mejanza de los supuestos que a todos impuso la común
situación histórica, y exteriormente por la ocurrencia
de su nacimiento en un breve lapso temporal." Más
tarde añadirá un par de importantes precisiones a su
idea de la generación: la noción de "punto de emergen-
cia" (Quellpunkt) y la de "comunidad juvenil" (/«-
gengdgemeinschafí).
No es la fecha en que un hombre nació el momento
verdaderamente decisivo para decidir su pertenencia a
un grupo generacional, piensa Wechssler, sino el mo-
mento de su emergencia, la oportunidad (kairós) de su
aparición en la escena histórica. Mucho más que un
equipo de coetáneos, una generación sería un grupo de
hombres nacidos simultáneamente a la vida histórica. Y
como es en la juventud cuando se nace a la Historia,
una generación será siempre—sálvense las ineludibles
excepciones individuales—una "comunidad juvenil".
He aquí cómo es definida esa comunidad humana
en que la generación consiste: es "la suma de aquellas
promociones juveniles de una estirpe, de un pueblo o
del mundo que, por el imperativo externo de la proxi-
midad de su nacimiento y por la exigencia interna de
las comunes impresiones, experiencias y hazañas de su
infancia y de su adolescencia, crecieron con análogo
temple de su vida, en actitud espiritual parecida y con
un repertorio de problemas semejante; en los cuales fue-
ron luego confirmadas, hasta el momento de su primera
madurez y de su aparición en la Historia, tanto por el
trato diario y por el mutuo aliento, como también, no

258
raramente, por la resistencia que el mundo les opone".
Una generación nueva expresaría siempre una colisión
entre el "espíritu juvenil" y el "espíritu de la época"
{Zeitgeist).
Aparece una nueva generación, concluye Wechssler,
cuando está ya agotada la obra histórica de la ante-
rior, y halla su primer camino en llenar las lagunas que
descubre en esa ya periclitada obra de sus predecesores.
De ello se desprende que los intervalos entre las dis-
tintas generaciones sean, para nuestro autor, muy irre-
gulares y absolutamente incalculables. Cada genera-
ción es un asalto renovador contra la vida histórica
precedente; y en cada uno de esos asaltos se revela,
dice Wechssler, "la fuerza misteriosa de todas las cosas
divinas" 47.

DRERUP

En su libro antes mencionado intenta el filólogo


E. Drerup aplicar a la historia de la Antigüedad clá-
sica el concepto de la generación como período funda-
mental y elemental del acontecer histórico. Apóyase en
un somero comento de las diversas actitudes ante el pro-
blema y, sin mucha discriminación personal, adopta una
vaga idea de la generación en la que se mezcla y con-
47
Me limito aquí a transcribir las ideas cardinales más aprovechables
de la construcción de Wechssler. Acerca de otros pormenores más arbi-
trarios (por ejemplo: la distinción de los cuatro modos del pensamiento
entre los cuales han de elegir las sucesivas comunidades juveniles) he pre-
ferido no decir nada.

259
funde la influencia de Ortega—el Ortega de El tema
de nuestro tiempo-*, Pinder y Petersen. Es cierto—dice
Drerup—que cada año y aun cada día nace una nueva
generación y que, en consecuencia, el cambio histórico
debe cumplirse por pasos mínimos, sin un relieve espi-
ritual de este o el otro grupo generacional; también es
cierto que la aparición de personalidades geniales o de
sucesos exteriores revolucionarios es capaz de producir
cambios históricos al margen del ritmo de las genera-
ciones. Mas, a pesar de ello, "una simple y superficial
observación de ciertas series evolutivas de la cultura
humana debe conducir al descubrimiento de un cambio
periódico, cuya sucesión se cumple con sorprendente re-
gularidad y justamente en correspondencia con la serie
de las generaciones".
El curso de la Historia sería, por lo tanto, un rítmi-
co latido de cambios históricos de primer orden, los
propiamente generacionales, integrados por minúsculos
cambios históricos de segundo orden, los anuales y co-
tidianos. Este ritmo constituiría el cañamazo fundamen-
tal del acontecer histórico, y se hallaría ocasionalmente
alterado por la imprevisible aparición de personalidades
geniales o por la súbita emergencia de eventos incalcu-
lables. No se atreve a decidir Drerup si el carácter típi-
co de cada generación está biológicamente determinado
o se adquiere en el curso de la vida; si es genotípico o
fenotípico, como él dice, con un erróneo entendimiento
de los conceptos de Johansen. Admite, en cambio, que
el período del ritmo generacional puede ser fijado en

260
treinta años y afirma, como preparándose una vía de
escape, la posibilidad de una discordancia temporal en-
tre las generaciones políticas, las intelectuales y las ar-
tísticas.
Armado de estas sumarísimas ideas y de pocas más,
bebidas en Petersen, lánzase valientemente Drerup a
ordenar por generaciones periódicas la historia de la
Antigüedad clásica. A los filólogos e historiadores dejo
la revisión y la crítica del ensayo de Drerup. Yo lo
encuentro sumamente artificioso, no contando la ende-
blez de los conceptos en que lo basa. Para Drerup, como
para todos los que hacen de la generación el período
fundamental del acontecer histórico, no es la genera-
ción un hallazgo empírico, sino un molde conceptual
forjado a pvioti y proyectado sobre el curso de ese acon-
tecer.
Si se prescinde de otras aportaciones mucho menos
importantes y novedosas (las de R. Alewyn y Jechske,
por ejemplo), las páginas anteriores dan, creo yo, una
idea bastante aproximada de la situación en que actual-
mente se encuentra este asendereado problema de la
generación. Los nombres de Ranke, Dilthey, Ortega,
Petersen, Pinder, Wechssler y Mannheim señalan, in-
dudablemente, los hitos fundamentales de su historia 48.
¿Cabe, por ventura, distinguir en esa historia algunas
líneas generales?
48
No debo cerrar esta exposición histórica sin aludir a dos tentativas
españolas para hacer de la generación un mito y un concepto políticos: la
de Ledesma Ramos y la de José Antonio Primo de Rivera. Ledesma Ramos

261
RESUMEN: MANNHEIM Y PETERSEN

Aisla Mannheim dos tendencias dominantes en el


modo de tratar el problema: la positivista o biológica
y la romántica e historista. El positivismo halla en la
generación un medio cómodo para cuantificar el curso
del acontecer histórico. Para un historiador positivista
de mentalidad biológica, la generación es la unidad de
medida del tiempo histórico y, a la vez, el ascenso de
un escalón en el movimiento inexorable del progreso 49.

llamó "mesianismo de las juventudes" a la conciencia generacional de los


jóvenes en los momentos revolucionarios y críticos de la Historia. "Advierte
entonces la conciencia de las juventudes—escribe—que su mera presencia,
su sola aparición significa ya una posibilidad de salvación y de grandeza,
una aurora para el mundo."
José Antonio empleó taxativamente la palabra "generación". Tenía de la
generación un concepto genuinamente histórico y misional, definido proyec-
tiva y no biológicamente. Definiría a una generación, según él, la común
voluntad histórica frente a un problema comúnmente sentido, y no la edad
ni otra nota biológica cualquiera. "Cuando hablo de nuestra generación
—decía—ya entendéis que no aludo a ningún valor cronológico: esto sería
demasiado superficial. La generación es un valor histórico y moral: perte-
necemos a la misma generación los que percibimos el sentido trágico de la
época en que vivimos y no sólo aceptamos, sino que recabamos para nos-
otros la responsabilidad del desenlace. Los octogenarios que se incorporen
a esta tarea de responsabilidad y de esfuerzo, pertenecen a nuestra genera-
ción..." José Antonio admite, como Ortega, la posibilidad de graves discre-
pancias en el seno de una misma generación, sin menoscabo de cierta unidad
de afán y de estilo en todos los miembros que la componen: "esta conciencia
de la generación está en todos nosotros—añade, dirigiéndose a todos los
españoles—. Y, sin embargo, andamos ahora partidos en dos bandos..."
49
El positivista de mentalidad biológica sustituye al "siglo" por la
"generación" y respira satisfecho, creyendo haber hallado la unidad de
medida rigurosamente adecuada al acontecer histórico. Mas aunque su cri-
terio mensurativo haya pasado del giro de los astros al ciclo generativo de

262
El histerismo romántico atiende, más que a la duración
externa, al contenido histórico de la generación, y ve
en ella un expediente para sustraer el curso de la His-
toria al molde exterior de los años y los siglos. Cada
generación es entonces un elemento cualitativamente
distinto del acontecer histórico, y en ella no importa
tanto su extensión temporal, siempre irregular e inde-
terminable, como la índole de su contenido espiritual.
La duración del suceso generacional no dependería en
tal caso del ritmo genealógico,, sino de la fuerza histó-
rica que la pone en movimiento contra lo viejo y hacia
lo inédito.
No dista mucho de esta sinopsis de Mannheim la
que hace Petersen en su trabajo sistemático sobre las
generaciones literarias. ¿Nace la generación o se hace?
Esta y no otra es, dice Petersen, la cuestión fundamen-
tal. Dos actitudes contrapuestas pueden distinguirse en
la respuesta: 1. La generación nace. En tal caso, lo im-
portante es la fecha del nacimiento. La elaboración con-
secuente de este principio conduciría a una suerte de
astrología histórica. 2. La generación se hace. Lo deci-
sivo es la aparición de una simultánea y común voluntad
de operación histórica, y el peligro está ahora en una

las estirpes humanas aisladas, no por ello es menos flagrante su truco inte-
lectual. La Historia no es una expansión temporal de la Biología, sino la
obra de un gran número de vidas personales simultáneas y sucesivas. El
bios del acontecer histórico no es el bios de la bio-logía, sino el de la
bio-grafía; la vida histórica no es vida biológica, sino vida personal. He
aquí una perogrullada olvidadísima durante los últimos decenios.

263
especie de mistagogía de la Historia. A estas dos acti-
tudes puede añadirse una tercera; para la cual, háganse
las generaciones o nazcan ya hechas, lo importante del
suceso generacional es la posibilidad de utilizarle como
medida elemental para la ordenación de la Historia en
épocas y períodos. La generación se convierte enton-
ces en instrumento o pretexto de ese quiliasmo secula-
rizado que es, a la postre, la periodización sistemática
del curso histórico.
No vacilo yo en aceptar como buenos los tipos que
deslindan Mannheim y Petersen. Mas a pesar de la
diametral distancia que parece existir entre una actitud
y su contraria—positivismo e histerismo en el caso de
Mannheim; nativismo y creacionismo en el de Peter-
sen—', me atrevo a sugerir que todas ellas reposan sobre
supuestos comunes: la secularización y la naturaliza-
ción, más o menos biológica, del pensamiento historio-
lógico. Las ideas vigentes acerca de las generaciones
históricas tienen en su fondo, de modo más o menos
perceptible y bajo especie más o menos biológica o dia-
léctica, una visión secularizada y naturalizada del acon-
tecer histórico. No es lo fundamental preguntarse si las
generaciones nacen o se hacen, como piensa Petersen,
sino inquirir, mucho más ingenua y radicalmente, si
existen o no; y, en el caso de que existan, indagar en
qué consiste y cómo debe ser entendida su realidad. A
ello se endereza el siguiente capítulo.

264
CAPÍTULO VII

LA GENERACIÓN COMO CONCEPTO HISTO-


RIOLOGICO. TEORÍA DE LA GENERACIÓN

y^, OMENCÉ la primera parte de este capítulo pregun-


tando con ignorante y curiosa honradez: ¿qué es una
generación? Comienzo ahora la segunda repitiendo la
misma pregunta; tal vez con menos ignorancia, pero,
indudablemente, con más perplejidad. Las diversas me-
ditaciones sobre el tema difieren entre sí tan desconso-
ladoramente, que si uno viese la verdad en la concor-
dancia, al modo de Stuart Mili, se quedaría al fin con
este paupérrimo resultado entre sus manos: una gene-
ración es un conjunto de hombres más o menos coetá-
neos, cuya vida histórica se parece entre sí. En todo lo
demás—-anchura del grupo humano, rigor de la coeta-
neidad, índole y causa del parecido, etc., etc.—'discre-
pan ampliamente las opiniones.
Esta hondísima discrepancia en cuanto al sentido y

265
al contenido del concepto es en sí misma harto sospe-
chosa. Tanto, que uno llega a preguntarse con cierta
escama si la idea de generación, entendida en su acep-
ción historiológica, no pasará de ser un fantasma, un
embeleco, un ente de razón procedente de aplicar lige-
ramente al curso de los sucesos históricos un concepto
nacido de los hechos biológicos. Esta impresión se ro-
bustece cuando se examinan con atenta ingenuidad las
fuentes primeras de la nueva acepción, y muy especial-
mente los textos de Ranke y de Dilthey. Sin hacerse
cuestión de la licitud de su proceder, e incurriendo en
una metábasis eis alio genos, creen uno y otro—-más
Ranke que Dilthey, sin embargo—- que un concepto bio-
lógico, vulgarmente usado desde la Antigüedad en re-
lación con el curso biológico de la vida humana, puede
ser convertido en concepto historiológico—focante, por
lo tanto, a la coexistencia sucesiva y personal de los
hombres-—con sólo "inyectar" contenido histórico den-
tro de su nuda y vacía formalidad. Sólo analógicamente
puede darse una acepción histórica al concepto de "ge-
neración", como sólo analógicamente puede usarse la
misma palabra—'"naturaleza", por ejemplo-— para de-
signar la "naturaleza" de la piedra y la "naturaleza
humana". El problema está en precisar el modo y los
límites de esa analogía. Intentaré lograrlo en lo tocante
al concepto historiológico de la generación.
1
Recuerdo un Discurso de Apertura de mi maestro de Química,
A. Ipiéns, hace ahora veinte años, acerca de La discontinuidad, estructura
fundamental del Universo.

266
DISCONTINUÍSIMO HISTÓRICO Y VIDA PERSONAL

Recordé antes una predicción histórica de Ortega.


Barruntaba nuestro pensador, allá por los días de 1911,
que, tras el avasallador imperio del continuismo, del
evolucionismo y del inñnitismo sobre el pensamiento
científico, iba entrando este pensamiento en una época
de discontinuísmo y finitismo. La historia de la ciencia
contemporánea parece confirmar esta temprana intui-
ción 1, y no ha sido la ciencia histórica ajena a tan ge-
neral y decisivo cambio en la actitud del pensamiento
humano.
Durante todo el siglo xix, bajo el peso de la histo-
riología del Romanticismo y de la vivencia romántica
de la Historia, vióse el acontecer humano como un con-
tinuo despliegue, en el que se irían actualizando suce-
sivamente las potencias de la naturaleza humana. Poco
importa que la interpretación teórica de ese despliegue
fuese lógica y dialéctica, como la de Hegel, o biológica,
como la de los naturalistas y antropólogos del evolu-
cionismo y la de los organicistas de la "escuela histó-
rica". "La Naturaleza no da saltos", había dicho Leib-
niz; la Historia, despliegue sucesivo de la "naturaleza
humana", tampoco los dará, piensan todos los historió-
logos del siglo pasado y no pocos de éste.
El resultado fué la visión del acontecer histórico
como una evolución continua, en la cual, partiendo de
una indiferenciación siempre potencial, irían tomando
forma sucesiva los conceptos, las instituciones, las for^

267
mas de vida, los saberes del hombre. Desde Winckel-
mann, que por vez primera escribe una "Historia del
Arte antiguo", en lugar de una historia de los artistas,
coma hasta entonces era habitual 2, hasta Dilthey, de
cuyos alegatos en pro de la continuidad de la ciencia
europea he dado breve cuenta—pasando, naturalmen-
te, por Hegel y Augusto Comíe—, apenas hay excep-
ción, ni siquiera entre los que creen que las generacio-
nes representan "cortes" naturales en el curso de la
Historia 3. Cada vez serán más abundantes y se cree-
2
Paradigma, el Vasari.
3
Hemos oído decir a Dilthey que la serie de las generaciones "forma,
dentro de ciertos límites, un todo continuamente ligado". Lo mismo puede
decirse de Cournot, otro de los primeros en hacer de la generación una
unidad de medida histórica. Cree Cournot (Considerations sur la marche des
idees eí des événements dans les íemps modernes, París, 1872, I, 8) que el
"siglo", entendido en el sentido no estrictamente cronológico en que lo
usaron los romanos—el mismo con que se dice: el siglo de Pericles, el de
Augusto, el de Luis XIV—, es una unidad que "se presta sin violencia a las
exigencias de una cronología artificial y al fondo real de la historia". Esta
conexión con "el fondo real de la historia" dependería de que el siglo es la
duración aproximada de tres generaciones viriles sucesivas. N o obstante este
carácter de coupure que la generación tiene, según literal expresión de
Cournot, el curso del acontecer histórico sería rigurosamente continuo. "En
la sociedad—dice—todas las edades se mezclan, todas las transiciones son
continuas y las generaciones no están dispuestas cabo con cabo, como sobre
un cuadro genealógico. Sólo la observación de los hechos históricos nos
puede enseñar exactamente cómo la renovación gradual de las ideas resulta
de la insensible sustitución de unas generaciones por otras y qué tiempo es
necesario para que el cambio se haga sensible, hasta el punto de permitirnos
distinguir una época de otra. N o tengo la pretensión de probar teóricamente
que sea necesario un siglo para esto; nos basta con demostrar que, si el
cambio nos parece especialmente sensible de un siglo a otro, esto podría
depender de alguna razón más arraigada en la naturaleza de las cosas que
en los hábitos de nuestra cronología usual."

268
rán más justificadas las Historias de la Pintura, de la
Literatura o del Derecho. Los conceptos abstractos de
la Pintura, la Literatura y el Derecho, vistos en cons-
tante y continua evolución histórica, se irán tragando
a los concretos pintores, literatos y juristas que con su
personal esfuerzo creador fueron haciendo la historia
de sus correspondientes disciplinas. Aquellas Historias
del Arte "sin nombres", contra las que hemos visto re-
belarse a W . Pinder, representan el término del pro-
ceso. La Historia, esa imponente, casi temible obra del
siglo xix, ha deglutido a su autor, al hombre.
Frente a esta concepción continuísta y evolucionista
de la Historia ha ido levantándose la discontinuísta.
Mas la discontinuidad del acontecer histórico no debe
ser vista en un fraccionamiento de su curso por gene-
raciones, como tan categóricamente pretenden Dilthey,
Ortega y Pinder—- por elegir los más caracterizados par-
tidarios de la regularidad histórica del suceso genera-
cional—, sino en algo mucho más inmediato y radical.
Quiero decir: en el hecho de que la Historia sea "hecha"
por hombres, por personas corpóreas individuales. La
realidad histórica está constituida por los hombres sin-
gulares que con su operante coexistencia, haciéndose
su vida, hacen la Historia; no por otra cosa. La mente
del historiador podrá fingir una historia de la Arqui-
tectura, y escribirla como un proceso continuo y evo-
lutivo de ese ente de razón así llamado; mas la "reali-
dad" correspondiente a esa historia estará constituida
por una serie de edificaciones arquitectónicas singulares

269
y por las singulares vidas personales de los arquitectos
que las crearon. La historia de la Arquitectura es, "en
realidad", una historia de los arquitectos en cuanto
tales y, por lo tanto, una historia rigurosamente discon-
tinua 4.
Doble fundamento tiene esta radical discontinuidad
del acontecer histórico. Uno, el más radical, es la ya
mencionada constitución de la realidad histórica por
personas rigurosamente singulares: en este sentido es la
Historia una discontinua conexión de biografías. No se
agota ahí, sin embargo, la estructura de la discontinui-
dad histórica. Cada biografía es la distensión temporal
de un ser personal, y esto da al curso de la Historia
—conexión simultánea y sucesiva de un conjunto de
biografías—su constitutiva discontinuidad real; pero, a
su vez, esa distensión temporal en que la biografía con-
siste acontece en forma de una sucesión discontinua de
acciones personales. La singular intimidad de una vida
personal, constituida por la trabadísima articulación de
un proyecto de existencia, una vocación y una idea de
sí mismo, se actualiza temporalmente en una serie de ac-
ciones personales sucesivas. Estas acciones personales
hállanse ligadas entre sí en cuanto se integran en un
proyecto pre o intemporal; pero su sucesión es discon-
tinua, porque cada una de ellas supone un previo replie-

4
Lo cual no impide que, en virtud del parecido que tienen entre sí las
obras de los arquitectos, pueda construirse una Historia de la Arquitectura.
Véase lo que luego se dice acerca del parecido entre las vidas de los
hombres.

270
gue de la persona a su intimidad, y es cada vez inven-
tada, decidida y ejecutada por la individual persona que
con ella actualiza sus posibilidades. El curso de la His-
toria viene a ser, pues, una conexión sucesiva y discon-
tinua de actividades personales discontinuamente suce-
sivas. La conexión histórica más elemental de acciones
personales es el suceso o evento; el evento es la unidad
—una unidad sucesiva y operativa, no métrica—del
cambio histórico 5.
Mas no debe verse en esta afirmación una vuelta al
atomismo asociacionista del positivismo sociológico. De
nada están más lejos los anteriores asertos que de un
retorno a Taine y Ribot. Basta pensar que a la estruc-
tura ontológica de la persona humana pertenece la co-
existencia con otras personas. El hombre existe libre e
individualmente; pero en la constitución misma de esa
individualidad y en su viviente actualización entra de
modo primario—no como una consecuencia secundaria

5
Toda reflexión sobre el curso efectivo de la Historia debe partir de
dos nociones elementales: la noción de la totalidad del acontecer humano
(la Historia es la totalidad de las acciones personales de cuantos en ella
simultánea y sucesivamente participan) y la noción del evento, la unidad
operativa de que está integrada esa totalidad. Un fino espíritu, ajeno a la
profesionalidad y a la técnica de la historiología, denunciaba hace poco esta
ruda y culposa indiferencia de los historiadores respecto a la esencia del
"suceso" o "evento". "Sin duda—escribe P. Valéry, que él es a quien
aludo—la crítica histórica ha hecho grandes progresos; pero su papel se
limita en general a discutir los hechos y a establecer su probabilidad; no se
inquieta por su cualidad... La noción de evento (événement), que es fun-
damental, no parece haber sido recogida y repensada como convendría"
(Regarás sur le monde actuel, París, 1936, págs. 26-27).

271
y más o menos azarosa de su actividad, según afirma
el individualismo positivista—'la existencia de los de-
más. Para ese individualismo, la convivencia humana es
un choque armónico o inarmónico de átomos vivientes
y pensantes; para el discontinuísmo personalista de que
hablo, la convivencia es una mutua y personal instan-
cia, un mutuo estar en la persona con que se convive.
En este sentido debe entenderse la relación perso-
nal de los hombres. Pero los hombres, haciendo su vida
temporal y espacialmente, actualizándose a lo largo de
su proyecto de existencia y a través de su cuerpo y de
su mundo, no sólo se relacionan; también se parecen.
Detengámonos un momento a considerar este problema
del parecido entre los hombres.
Cada hombre posee una singular e intransferible in-
timidad personal y una peculiaridad somática que le
hacen aparecer, visto desde fuera, como individuo. Pero
la estricta singularidad de los individuos humanos no
impide que todos se relacionen y se parezcan más o
menos entre sí, y justamente en virtud de esa relación
y de este parecido puede existir una ciencia del hom-
bre, una Antropología. ¿En qué se parecen los hombres?
¿Cabe ordenar sistemáticamente su parecido?
Una somera meditación sobre el tema de esas dos
interrogaciones nos enseña que los hombres pueden pa-
recerse entre sí según tres distintos modos de semejan-
za, correspondientes a los tres modos que el hombre
tiene de ser "individuo".
El primer modo del parecido es el biológico. Cada

272
hombre es un individuo biológico; pero, a la vez, se pa-
rece biológicamente a los demás hombres. Este pare-
cido puede ser genérico, y por eso son posibles una
Anatomía, una Fisiología y una Psicología genérica-
mente humanas. Puede ser también típico: el sexo, la
raza, la edad, el tipo constitucional y temperamental y
el estado de salud o de enfermedad son los más impor-
tantes criterios para ordenar sistemáticamente las seme-
janzas y las diferencias biológicas de los hombres. Un
hombre puede parecerse a otros y distinguirse de los
demás, en lo tocante a su biología, por ser varón, indo-
europeo, joven, asténico y ulceroso del estómago. Ape-
nas es necesario advertir que el parecido biológico se
refiere tanto a la figura estática del individuo como a
su figura dinámica, a la índole y al curso de sus fun-
ciones vitales.
El segundo modo fundamental del parecido es el
social. Siendo un hombre individuo social, puede pare-
cerse a otros por su situación y su actividad dentro del
sistema de relaciones sociales en que se diversifica y
concreta la coexistencia humana. La situación familiar
(tipo de familia, lugar que se ocupa dentro de ella),
la clase social, la forma de vida (en el sentido de Spran-
ger), la profesión y las agrupaciones institucionales
(Estado, ciudad, grupo confesional, instituciones diver-
sas) son otras tantas unidades sistemáticas del pare-
cido social. Parécense entre sí los hombres, además de
por altos o rubios, por ser solteros o padres de familia,
ricos o pobres, médicos o ingenieros, comerciantes o

273
18
filósofos, ciudadanos de tal o cual tipo de Estado, ve-
cinos de una gran ciudad o granjeros, socios de una
entidad deportiva o de una asociación benéfica.
Tercer modo de parecerse los hombres es, en fin,
el histórico. Dos hombres pueden ser entre sí semejantes
por pertenecer a la misma época o por seguir la misma
moda; esto es, por configurar de modo análogo la frac-
ción histórica de su vida personal. Las edades, las épo-
cas, los "pueblos" (en el sentido histórico del vocablo:
el "pueblo" griego, el "pueblo" de Israel), los "siglos"
(en una acepción más o menos astronómica: el siglo xvn
o el "siglo de Luis XIV", el siglo xvi o el "siglo de
O r o " ) , las generaciones y los años son las unidades
más frecuentemente empleadas para ordenar el posible
parecido entre las situaciones históricas del hombre.
Desde un punto de vista histórico, pueden asemejarse
los hombres por ser griegos de la Grecia antigua, hom-
bres del Renacimiento o del siglo xm, o por ser miem-
bros de la generación romántica, o, más precisamente
aún, por haber convivido las vicisitudes del año 1848
o de la Noche Triste.
Todos estos modos de parecerse los hombres a há-
llanse en la realidad de su vida muy trabados entre sí.
La Biología, la Sociología y la Historia interfieren y se
6
Para el cristiano hay todavía otro orden de semejanzas y diferencias
entre los hombres, determinado por la situación personal de éstos respecto
a la vida sobrenatural. El hombre fiel, el infiel, el hereje y el apóstata, por
un lado, y el hombre sárcico, el psíquico y el neumático, siguiendo la ter-
minología paulina, por otro, son otros tantos modos típicos de ser hombre
según el punto de vista de la sobreñaturalidad cristiana.

274
influyen mutuamente en todo momento y en forma no
bien discernióle siempre 7. Dejemos, sin embargo, ese
problema y atendamos al que nos plantea la ordena-
ción sistemática de cada uno de esos tres modos de pa-
recerse.
La ordenación sistemática del parecido biológico es
relativamente fácil y segura; y, por otra parte, las notas
típicas en que se apoya son constitutivamente biológi-
cas. Dicho con menos palabras: la ordenación del pa-
recido biológico es en sí misma biológica. Más dificul-
tades ofrece la ordenación sistemática del parecido so-
cial; a pesar de ello, y no obstante encontrarnos muy
lejos de una Sociología mínimamente satisfactoria, tam-
bién la ordenación del parecido social es en sí misma
sociológica. La mente humana puede, en consecuencia,
construir un sistema científico válido de los parecidos
biológico y social. ¿Es posible decir lo mismo respecto
a la ordenación del parecido histórico entre los hom-
bres? ¿Cabe ordenar sistemáticamente, mediante crite-
rios ordenadores tomados del acontecer histórico mis-
mo, este posible e incuestionable parecido en la activi-
dad histórica de los hombres? ¿Puede construirse un

7
En el capítulo IV estudié, por ejemplo, las relaciones entre un ca-
rácter biológico, la edad, y la vida histórica de la persona. Una historiología
que de veras pretenda ser científica, deberá describir con claridad y precisión
las figuras resultantes de la mutua implicación de estos tres modos de pare-
cerse los hombres. Uno de ellos es la generación, entendida como el "suceso"
de una semejanza histórica. En ella confluyen la edad (aunque no decisiva-
mente), ciertas condiciones sociológicas (luego aludiré a ellas), la situación
histórica y la libre y común voluntad de operación.

275
sistema genuinamente histórico y verdaderamente cien-
tífico del suceder histórico de los hombres?
Mi respuesta reza así: toda ordenación del suceder
histórico basada en el contenido de la Historia, no puede
ser absolutamente válida, ha de pecar de indefinida y
de arbitraria; toda ordenación absolutamente válida
del acontecer histórico, no puede ser histórica, ha de
venirle a la Historia desde una realidad sobrenatural en
que se cree, o desde las fracciones cósmica o biológica
del mundo humano.
La Historia, dije, es la conexión discontinuamente
sucesiva de la libre y singular actividad biográfica de
todos los hombres. Esas dos notas de la operación his-
tórica personal, la libertad y la singularidad, hacen
esencialmente indefinida a toda agrupación humana ba-
sada en la semejanza^ histórica de sus miembros. Pen-
semos, por ejemplo, en la unidad del acontecer histó-
rico que llamamos "Renacimiento". ¿Cabe definir rigu-
rosamente, científicamente, el modo 'renacentista" de
parecerse los hombres? ¿Dónde están y cuáles son los
límites conceptuales y reales del período histórico de
ese nombre? La unidad histórica llamada Renacimiento
está indudablemente construida con sustancia histórica;
pero, no menos indudablemente, tiene un contorno harto
indefinido. ¿Qué la eleva, entonces, a ser tal unidad
del acontecer histórico? Dos cosas: de una parte, la
semejanza histórica—si indefinida, innegable—'de los
hombres que llamamos "renacentistas"; y, por otra, la
importancia que ciertos historiadores han concedido a

276
ese modo histórico de parecerse algunos hombres entre
sí y de distinguirse de todos los restantes. Pero esa im-
portancia, ese relieve de una tan indefinida semejanza,
¿no dependerá, en buena parte, del punto de vista desde
el cual la mira el historiador? ¿No ha nacido de ciertos
supuestos históricos e historiográficos el concepto mis-
mo del Renacimiento? Sin duda; y esto que aquí digo
del Renacimiento, aplícase con igual razón a cualquiera
otra de las "épocas" históricas históricamente singula-
rizadas.
En resumen: la situación personal y el arbitrio del
historiador son parte en la ordenación histórica del
acontecer humano. Los conceptos históricos con que
habitualmente se ordena el curso de la Historia—Re-
nacimiento, Romanticismo, Ilustración, etc.-—no son
puro arbitrio, pero son arbitrarios; en consecuencia, la
ordenación histórica de la Historia ha de pecar forzo-
samente de indefinida y de arbitraria. Con otras pala-
bras: por innegable que sea la existencia de semejan-
zas y de conexiones históricas entre los hombres, los
únicos componentes elementales del acontecer humano
son las acciones históricas singulares con que cada
hombre va haciendo su vida; y éstas, por razón de su
estricta singularidad, no pueden ser convertidas en
unidades de ordenación. Toda ordenación del suceder
histórico [andada en el contenido mismo de la Historia
—esto es, en el parecido histórico de los hombres--'sólo
tiene, en última instancia, el valor de una convención
historiográfica.

277
Entonces, ¿qué puede hacer el hombre frente a su
apremiante necesidad intelectual de ordenar la sucesión
de los eventos históricos? Dos caminos se le ofrecen.
Puede resignarse a fraccionar el curso histórico de su
coexistencia mediante una sistematización más o menos
arbitraria y convencional de los parecidos históricos
sucesivos: Renacimiento, Barroco, Ilustración, Revolu-
ción, Romanticismo, etc., etc. Lo que acabo de decir
hace bien patente el carácter resignatorio de este pro-
ceder. Puede también recurrir a un expediente distinto:
el de referir sus vicisitudes históricas sucesivas a cier-
tos hitos singulares o seriados, extraídos de zonas de
la realidad ajenas a la Historia. Este es el método que
bien puede llamarse tradicional. Un suceso histórico
sobrenaturalmente determinado, el nacimiento de Jesu-
cristo, sirve a los cristianos para ordenar en dos frac-
ciones sucesivas el curso de la Historia 8. Unos jalo-
nes temporales, extraídos del tiempo cósmico y total-
mente exteriores, por tanto, a las mudanzas históricas
—los días, los años y los siglos—úsanse como puntos
de referencia para ordenar los sucesos de la Historia.
8
La validez ordenadora de este punto de referencia depende de la creen-
cia en su origen extrahistórico, sobrenatural. Cuando el hombre deja de creer
en esa sobrenaturalidad y cifra su orgullo en ser consecuente con sus creen-
cias y sus descreencias, aparece el enjambre de las "eras" nuevas, histó-
ricamente inventadas y, por lo tanto, rigurosamente arbitrarias, convencio-
nales y fugaces: años I, II, etc., de la Revolución Francesa, de la Revolu-
ción Soviética, etc. En lo que atañe a la ordenación del acontecer histórico
—la periodización de la Historia, como suele decirse—, ha de atenerse el
historiador, en última instancia, a un terminante dilema: o Naturaleza y
Sobrenaturaleza, o arbitrariedad y convención.

278
El siglo, concepto astronómico, es convertido en con-
cepto histórico vaciándole de su contenido sideral e in-
yectando sustancia histórica en su vacía y abstracta
formalidad.
Todo esto es muy obvio, y a nadie se le oculta que
dividir en siglos el curso de la Historia es una pura
convención. A ningún historiador, por muy positivista
que sea, le pasará por las mientes la ingente osadía de
identificar con el movimiento cósmico el presunto "mo-
vimiento" de la Historia. Pero ¿y cuando se trata del
movimiento biológico? La probabilidad del desliz inte-
lectual será entonces, indudablemente, mucho más gra-
ve. Tanto, que casi toda la historiología del siglo xix
ha confundido el curso discontinuo de la Historia con
un movimiento continuo biológico, más o menos ontoló-
gicamente visto y dialécticamente logificado. Hiciéronse
visibles las consecuencias de este error de principio
cuando los filósofos e historiadores de los últimos cien
años, deliberada o inconscientemente apoyados en tal
supuesto historiológico, pretendieron ordenar "científi-
ca e históricamente" el curso del acontecer humano. Sin
discernir entre la vida biológica del hombre y su vida
personal 9, tomaron una unidad cíclica procedente de la
primera, vaciáronla de su contenido biológico, la colma-
ron de sustancia histórica y afirmaron, archiconvenci-

9
Por muy imbricados que ambos modos de vivir estén en la realidad
de la vida humana, es evidente que pueden deslindarse. Todo el mundo sabe
que hay en la vida del hombre procesos biológicos cuyo cumplimiento es
ajeno al modo de vivir propiamente llamado "personal".

279
dos: "he aquí la unidad verdaderamente histórica del
suceder histórico del hombre". Esa unidad fué la "ge-
neración". La generación, un período de la vida bioló-
gica del hombre, fué proclamada la unidad más ele-
mental e idónea, y hasta el concepto fundamental de la
vida histórica 10.
Con tanto derecho como el lapso temporal de la
generación pudieron aspirar el período biológico del
ritmo alimenticio o el del ciclo vigilia-sueño a esta doble
dignidad de metro y categoría fundamental del suceder
histórico. Nada se violenta la realidad de las cosas con
pensarlo así. ¿Por qué, entonces, se pensó en la gene-
ración como "unidad" y "categoría" del mudar histó-
rico? Sólo por las tres siguientes razones, relativamen-
te accesorias las tres: 1. La relativa duración del pe-
ríodo generacional da más volumen al cambio histórico
que en él se cumple y le hace, por tanto, más fácil-
mente visible; 2. El proceso generacional, sin dejar de
ser genuinamente biológico, es mucho más "conviven-
cial", valga la expresión, que las restantes actividades
vitales del hombre n ; y 3. El ritmo temporal de las ge-
neraciones en una estirpe humana aislada permite es-
quematizar cómodamente—artificiosamente, también—

10
Mediante el expediente de la generación, se proyecta sobre el curso
de los sucesos históricos la idea del "ritmo", inadecuada a ellos y atañente
al curso de los procesos biológicos. La idea del ritmo procede de la realidad
biológica, no de la realidad personal e histórica.
11
La vida familiar, las relaciones paternofiliales, etc., se hallan natu-
ralmente implicadas en el ritmo biológico de las generaciones.

280
la contemporaneidad de niños, jóvenes, adultos y an-
cianos.
No obstante estas salvedades, el truco intelectual
subsiste. Quien toma a la generación como unidad ele-
mental de la mudanza histórica y como categoría fun-
damental del acontecer, da, sépalo o no lo sepa, gato
biológico por liebre histórica y personal; y si es equí-
voco hablar de "el siglo de Luis XIV"—implicando,
como hizo Voltaire, la Historia con la Astronomía—•,
tan equívoco es interpretar el Romanticismo como la vi-
cisitud de una "generación romántica", como han hecho
Dilthey y Petersen, y no ver que con ello se inventa
un centauro conceptual, empalmando en aparente y fa-
laz unidad la Biología y la Historia 12.
¿Qué debe hacerse, según eso, con el concepto de
generación? ¿Habrá que raerlo de la historiografía? En
modo alguno. Mi solución, menos despiadada, consiste
en no entender la generación como una categoría his-
toviológica, sino como un suceso histórico de contorno
más o menos convencional. Sólo analógicamente puede
llamarse "generación" a una gavilla parva o numerosa
de personas históricamente parecidas y activas. Sigúese
de ahí un imperativo historiográfico. Puesto que la ge-
neración, así entendida, es un suceso histórico, habrá
que describirla con mente muy ajena a cualquier inter-

12
Lo cual, como es obvio, no equivale a decir que el suceder histórico
sea independiente de la biología del hombre. Se halla conexo con la biología
humana, pero no determinado por ella. Lo anteriormente expuesto hace inne-
cesaria la insistencia en torno a este esencial distingo.

281
pretación biológica o sociológica de la Historia. En
estos sucesos históricos que llamamos generaciones se
cruzan, ciertamente, lo biológico, lo social y lo histó-
rico. Mas no es la Biología quien configura a la Histo-
ria, dando al misterioso curso del acontecer la estruc-
tura cíclica, el "ritmo" propio de los procesos vitales;
al contrario, es la Historia quien da singular y ocasio-
nal figura al hecho biológico de la edad o, por mejor
decir, de la coetaneidad. ¿Cómo se cruzan la Biología
y la Historia en el suceso histórico de cada genera-
ción? ¿Cómo deberá describirse una generación histó-
rica, sin recurrir en un falaz biologismo? He aquí el
problema.

LA SEMEJANZA GENERACIONAL

Para entender con rectitud y precisión el significado


analógico que cobra la palabra "generación" cuando se
la refiere a una de las llamadas "generaciones históri-
cas"—generación del 98, generación romántica, gene-
ración de Miguel Ángel, etc.—, desembaracémonos por
un momento de toda lectura y situémonos mentalmen-
te ante la puerta de una Universidad cualquiera. Cada
año, con la tierna verdura de las acacias, sale de ella
una nueva promoción de jóvenes. Todos ellos son dis-
tintos entre sí. Distínguense unos de otros por la forma
de sus cuerpos y por el metal de sus almas: uno es alto
y grave, otro breve y jocundo, éste locuaz, aquél silen-

282
te; distínguense también por la Facultad de que proce-
den; distínguense, sobre todo, por la singular intimi-
dad de su vida personal.
Mas también se parecen: tienen una edad semejan-
te, han oído a los mismos maestros, han conversado en-
tre sí, han descubierto juntos el amor, la ambición y
el ensueño, han vivido las mismas vicisitudes históricas
de su país y del mundo. Hay entre todos, aparte otros
posibles parecidos, una innegable semejanza histórica.
Alguno se asemejará más, tal vez, a quienes salieron
el curso anterior o a los que saldrán el curso próximo;
pero, en principio, cada uno de esos recientísimos li-
cenciados tendrá mayor parecido histórico con sus com-
pañeros y amigos de curso que con los graduados inme-
diatamente anteriores o posteriores.
Miremos ahora esa misma realidad por su reverso.
Quiero decir: desde el punto de vista del contraste, no
desde el punto de vista de la semejanza. Si existe ese
mayor parecido histórico entre los amigos y compañe-
ros de un mismo curso, tanto vale decir que existirá
una leve diferencia histórica entre los miembros de una
promoción universitaria y los de la siguiente. La dife-
rencia es, sin duda, minúscula, pero incuestionable. En-
tre una promoción y otra se ha cumplido una menudí-
sima mudanza histórica. Sabemos que esa mudanza no
es la mínima y elemental, porque los verdaderos ele-
mentos del cambio histórico son los eventos en que se
implican y conectan las acciones históricas singulares y
sucesivas de unos cuantos hombres. Mas también sa-

283
bemos que si comparamos dos promociones tres años
distantes entre sí, la diferencia histórica será mayor, y
mayor todavía si la distancia entre ambas es de cinco
años o de siete. Cada una de las sucesivas promocio-
nes universitarias aporta creadoramente un leve cam-
bio, infinitesimal, si se quiere, al curso discontinuo de
la Historia; o, por lo menos, testifica imitativamente su
ya producida existencia.
Es el curso de la Historia una conexión sucesiva y
discontinua de actividades personales discontinuamente
sucesivas. Bien. Pero esas singulares e irreductibles
discontinuidades se ordenan estructural y sucesivamen-
te en los conjuntos humanos titulares de cierto pare-
cido histórico: una promoción universitaria, la genera-
ción romántica, el conjunto de todos los "ilustrados".
Año tras año van mudando históricamente los hom-
bres. ¿Y por qué no día tras día? De un día a otro
puede inventarse una nueva palabra, ser lanzada una
moda, publicarse un libro sensacional, promoverse una
guerra o una revolución; y cuando esto acaece, el cam-
bio histórico que en el curso de un par de semanas su-
fre la vida de los hombres agentes o pacientes de tales
sucesos puede ser mayor que el experimentado por
otros hombres, los actores de edades pacíficas, durante
el transcurso de años y años. Los cambios históricos
que los hombres libremente suscitan o aceptan en sus
vidas pueden ser lentísimos o fulminantes: la diferen-
cia entre el francés de 1740 y el de 1770 es relativa-
mente escasa; el contraste entre la vida histórica de un

284
mismo francés en 1788 y en 1793, casi increíble. Cosas
son éstas olvidadas de puro sabidas. Hay que caer, no
obstante, en el fastidio de repetirlas si uno quiere en-
tender recta y precisamente lo que en verdad se dice
cuando se habla de una "generación histórica".
Volvamos para ello al espectáculo de las sucesivas
promociones universitarias. Cuando el curso de la His-
toria es tranquilo—pensemos, por vía de ejemplo, en
la vida histórica de Francia, Alemania e Inglaterra en-
tre 1880 y 1900—•, la mudanza histórica de un año a
otro será, en principio, casi imperceptible. En 1878
muere Claudio Bernard a los sesenta y cinco años;
en 1880 cumple Jules Tannery treinta y dos años; Henri
Poincaré, veintiséis, y Pierre Duhem, diecinueve. Pues
bien, esa gran diferencia de edades no impide que la
actitud intelectual de Cl. Bernard en su última madurez
—hoy lo sabemos bien, a la vista de sus papeles pos-
tumos—y la de los otros tres "críticos de la ciencia" sea
históricamente análoga, tenga el mismo "nivel" histó-
rico 13. Otras son las cosas cuando el curso del acon-
tecer histórico es tormentoso. Atengámonos a un lapso
temporal de diez años. Si la distancia histórica entre la
mentalidad del licenciado en 1890 y la del promovido
en 1880 es relativamente escasa, ¿podrá decirse lo mis-
mo de la existente entre los de 1915 y 1925? El con-
traste es ahora, sin duda alguna, mucho más patente.
En el curso de esos diez años han acontecido cuatro
15
El ejemplo es válido, porque tanto Duhem como Poincaré y Tannery
viven creadoramente y al día.

285
enormes sucesos históricos: la primera Guerra Mun-
dial, el nacimiento del Estado Soviético y del Estado
Fascista, la decisiva aparición de los Estados Unidos
en la vida política y cotidiana de Europa. Todos estos
sucesos y algunos más moldean las almas entonces ju-
veniles y determinan esa honda diferencia que existe
entre los europeos formados antes y después de 1918,
De intento he recurrido al ejemplo de dos lapsos
temporales relativamente cortos y muy próximos a nos-
otros. Si la diferencia entre uno y otro cambio es per-
ceptible, no obstante la brevedad y la cercanía de en-
trambos plazos, mucho más lo será cuando la duración
de los dos lapsos temporales sea mayor y su distancia
más holgada. ¿Qué diferencia histórica hay, por ejem-
plo, entre la Física de 1720 y la de 1770? Muy escasa.
¿Cuál es la existente entre la Física de 1600 y la
de 1650, o entre la de 1880 y 1930? Indudablemente,
enorme.
A la vista de esta empírica e incuestionable realidad,
tratemos de ordenar por generaciones el irregular curso
de la mudanza histórica. Tres distintas posibilidades
pueden presentarse, y a ellas corresponden otros tantos
tipos, historiográficamente distintos, de la agrupación
generacional: las generaciones convencionales, las ge-
neraciones sobrevenidas y las generaciones planeadas.
Intentaré exponer con claridad lo que quiero decir con
estas tres expresiones.
Cuando el curso del suceder histórico es llano y
sosegado—el de las épocas que antes he llamado com-

286
pletivas—, sólo mediante un doble artificio podrá ais-
larse un grupo de hombres coetáneos parecidos entre sí
y relativamente distintos de quienes les preceden y les
siguen u: el artificio de establecer un parecido unitario
y el de destacar cronológicamente el grupo generacio-
nal de los hombres que de modo inmediato les antece-
den y les siguen. Es, tnutatis mutandis, lo que se hace
para aislar un "tipo" de azul—el "azul marino", el "azul
celeste" o el "azul cobalto", por ejemplo—en una serie
discontinua y cuantiosa de azules muy próximos entre
sí. La "contaminación" históriconatural de tal proceder
historiográfico—una tipificación generacional del acon-
tecer humano—es por demás evidente. A las genera-
ciones históricas así delimitadas cuadrará bien la de-
nominación de generaciones convencionales. Tales se-
rían, por no citar sino un ejemplo, las cinco "generacio-
nes" aisladas por Wechssler en el curso de la historia
intelectual y literaria francesa inmediatamente anterior
a la Enciclopedia 15.
14
Parecidos y distintos desde un punto de vista histórico, ya se en-
tiende. El curso llano y sosegado del acontecer histórico no excluye la apa-
rición de personalidades geniales y la constitución de generaciones "sobre-
venidas", consecutivas a la obra del hombre genial. Lo cual, por otra parte,
no equivale a decir que las creaciones del hombre de genio sean ajenas a
su tiempo.
15
Esas cinco generaciones estarían constituidas por los siguientes nom-
bres: 1." Richelieu, Descartes, Gassendi, marquesa de Rambouillet, Balzac,
Voiture. 2." Corneille, Magdalena de Scudéry, Conrart. 3." A. Arnauld, La
Rochefoucauld, Cyrano de Bergerac, St. Evremond, Scarron. 4.a Bossuet,
Pascal, Moliere, La Fontaine, Racine, Malebranche, Boileau. 5." P. Bayle,
Fontenelle, Fenélon, B. de Saint Pierre. Wechssler ha aislado otras cinco
generaciones intelectuales entre los alemanes nacidos desde 1708 a 1777.

287
No siempre es mansa y suave la andadura de la
Historia: recuérdese cuanto al comienzo dije acerca de
las épocas críticas. Cuando tal ocurre, el nervioso y mu-
dadizo curso del acontecer permite que determinados
grupos humanos se singularicen con relativa limpieza
de quienes en el tiempo histórico les anteceden y les
suceden. Estos equipos históricos sucesivos mostrarán,
además, cierta coetaneidad, condicionada por la estruc-
tura social de la vida moderna 16. Todo se concita para
sugerir al historiador la idea fácil y equívoca de una
"generación histórica". Mas llámese al grupo "genera-
ción" o como se quiera, lo importante es que existe y
se dibuja con una relativa singularidad en el curso del
acontecer histórico. A tales generaciones, por oposición
a las que antes adjetivé de convencionales, puede muy
bien llamárselas generaciones históricas reales o ver-
daderas.
El origen concreto de cada uno de estos grupos ge-
neracionales verdaderos permite distinguir en su total
diversidad dos tipos muy diferentes. El primero es el
de las generaciones sobrevenidas. En cuanto la genera-
ción es un suceso histórico, hállase constituida por las
acciones históricas, libres o semilibres, de las personas
que la integran. Ello no es óbice, sin embargo, para
16 Pertenece a tal estructura el hecho de que los hombres coetáneos se
traten entre sí con especial frecuencia: jóvenes con jóvenes, adultos con
adultos, viejos con viejos; mas no es forzoso que siempre haya ocurrido y
siga ocurriendo así. Es perfectamente imaginable una sociedad humana en
que los jóvenes traten más frecuentemente con los adultos y los viejos que
entre sí, y acaso se haya dado realmente.

288
que el conjunto de todas esas acciones personales pueda
ser suscitado por un suceso estrictamente ajeno a la vo-
luntad de cuantos componen el grupo generacional y,
por lo tanto, más o menos azarosamente sobrevenido en
la vida individual y colectiva de todos ellos: una rápi-
da catástrofe histórica, una revolución o la aparición
de un hombre genial y seductor. La llamada "genera-
ción del 98" está muy esencialmente determinada por
un suceso histórico 17; la "generación romántica" alema-
na está parcialmente promovida—Petersen lo demues-
tra—por la resonancia de la Revolución Francesa en
el ámbito alemán; al magisterio de Bergson sigue una
pléyade de jóvenes bergsonianos, y hasta una "gene-
ración bergsoniana" de la vida francesa, como tras la
sugestiva aparición de Stefan George viene en Alema-
nia un George-Kreis 18.
Estas generaciones que llamo sobrevenidas, tan fre-
cuentes en las coyunturas críticas, deben su origen a la
radical y misteriosa azarosidad—o al orden providen-
cial, como quiera decirse—del acontecer histórico. Sería

17
Este suceso histórico no es tanto la catástrofe de 1898 como la si-
tuación histórica a que esa catástrofe da tan detonante patencia: la rápida y
justificada consunción de las esperanzas que había suscitado en los corazones
españoles la Restauración de Sagunto.
18
No deberá confundir el lector el movimiento que llamo "generación
bergsoniana" con la generación, más o menos convencional, a que el propio
Bergson pertenece; ni tampoco el George-Kreis con la generación de Stefan
George. La hipotética generación de St, George estaría compuesta, según
Pinder—el cual la construye polemizando con Wechssler—, por el propio
St. George y por Claudel, Maeterlinck, A. Gide, Paul Ernst, Busoni, Minne.
Llámala Pinder "la generación del 60".

289
19
inútil buscar una regularidad cíclica en su presentación;
y si uno cree encontrarla, deberá preguntarse cauta y
reflexivamente si no ha proyectado con demasiada ener-
gía en la interpretación del material histórico sus pro-
pios supuestos interpretativos 19. En el origen de todas
ellas hay una vigorosa y operante experiencia común
que yo me atrevería a llamar, siempre con mente ana-
lógica, "centro de cristalización" generacional. Muchas
de las "generaciones" hasta ahora descritas'—literarias,
intelectuales, pictóricas, etc.'—han cristalizado en torno
a uno de tales azarosos centros: un suceso histórico,
la sugestiva operación de una persona o la acción con-
junta de entrambas instancias 20.
La común voluntad de operación que el suceso ge-
neracional testifica tiene como supuesto esa extrema
agudización de la conciencia histórica que desde hace
siglo y medio padece el hombre europeo. He aquí la
razón por la cual son desde entonces más frecuentes y
19
Lo que llama Heidegger die Votstruktuv det Auslegung o "preestruc-
tura de la interpretación". En el curso de la Historia, contra lo que el hom-
bre a veces imagina, no hay fisuras periódicas, ni ciclos, ni cambios rítmicos.
20
Como vimos, Petersen hace del "caudillaje" (Fühvevtwn) una de las
notas constitutivas de la generación literaria. No puede negarse que hay
siempre una jerarquía—intelectual, organizadora, etc.—entre los miembros
componentes de todo conjunto generacional. Mas también cabe pensar que
ese "caudillaje" sea en ocasiones, más que una nota constitutiva de la gene-
ración, el motivo de su origen. Así ocurre, en las "generaciones" suscitadas
por la influencia de una personalidad poderosa, cuando la edad de esa per-
sona-centro no es muy superior a la de sus secuaces. ¿No ha ocurrido esto
en España con una parte de la "generación" a que Ortega pertenece, el
grupo de los que más se le aproximan en edad entre todos los españoles
orientados por su influencia?

290
más fácilmente aislables los conjuntos generacionales.
¿Será extraño verles erguirse con especial frecuencia y
definición cuando a esa exaltada vivacidad de la con-
ciencia histórica se une un sentimiento de inseguridad
y crisis? Las generaciones históricas más fácilmente de-
limitables—'la romántica en Alemania y en Francia, la
del 98 en España—, lo son por la prieta intimidad con
que en el alma de sus miembros se entraman la concien-
cia histórica y el sentimiento de crisis. El sentimiento
de crisis dice a cada uno: "lo que te dieron, no te sirve";
la conciencia histórica añade: "debes hacer lo que tu
tiempo te exige"; la convivencia con los jóvenes coetá-
neos dará al "he de hacer" la figura del "hemos de
hacer", trocará el "yo" en un "nosotros". He ahí, for-
mada y operante, una generación histórica.
No es sólo una mayor frecuencia de las generacio-
nes históricas lo que engendra esta coyunda entre el
sentimiento de crisis y la agudización de la conciencia
histórica. En las líneas anteriores se dibujó como posi-
bilidad la deliberada congregación de un grupo de hom-
bres más o menos coetáneos en torno a una empresa
histórica comúnmente sentida: una revolución política,
un nuevo modo del sentimiento o de la expresión, una
nueva actitud intelectual. El "centro de cristalización"
de tales grupos generacionales puede muy bien no ser
un evento azarosamente sobrevenido; bastará en muchos
casos que se levante la voz del más adelantado en per-
cibir y expresar la honda y latente exigencia común.
Son éstas las generaciones planeadas.

291
En 1914 habla a los españoles un hombre "en el
medio del camino de su vida". ¿De qué les habla? El nos
lo dirá: "de ideas, de sentimientos, de energías, de re-
soluciones comunes, por fuerza, a todos los que hemos
vivido sometidos a un mismo régimen de amarguras his-
tóricas; de toda una ideología y de toda una sensibili-
dad yacente, de seguro, en el alma colectiva de una
generación... Una generación que, al escuchar la pala-
bra España, no recuerda a Calderón ni a Lepante..,
sino que meramente siente, y esto que se siente es do-
lor" 21. Propónese Ortega, que éste es el español de
quien hablo, congregar a unos cuantos hombres, más o
menos coetáneos, en nombre de una ideología y de una
sensibilidad "yacentes" en el fondo de sus almas. In-
tenta Ortega, en suma, promover deliberadamente un
movimiento generacional.
En 1935 suena en España otra voz, la voz de José
Antonio Primo de Rivera. "Pertenecemos a la misma
generación—dice a todos los corazones españoles'—los
que percibimos el sentido trágico de la época en que
vivimos y no sólo aceptamos, sino que recabamos para
nosotros la responsabilidad del desenlace. Los octoge-
narios que se incorporen a esta tarea de responsabili-
dad y de esfuerzo, pertenecen a nuestra generación."
También José Antonio proclama un movimiento gene-
racional, cuya nota definitoria consiste en la libre de-
cisión de asumir cierta responsabilidad histórica. ¿Dón-
21
Ortega y Gasset, "Vieja y nueva política", Obras, I, 85-86. La ex-
presión alma colectiva" debe entenderse, claro está, metafóricamente.
de queda lo biológico, dentro de tal idea de la gene-
ración, si es la libertad lo que la constituye y si hasta
los octogenarios pueden formar parte de ella?
En uno y otro caso se trata de generaciones pla-
neadas, y en lasados se descubre el mismo proceso ge-
nético. En los dos momentos de España es tan hondo
el sentimiento de vivir en crisis y tan viva la concien-
cia histórica individual, que, sin necesidad de un "cen-
tro de cristalización" azarosamente sobrevenido, con
sólo la voz rectora y admonitoria del primero en expre-
sar sugestivamente la común exigencia, surge de la
mera posibilidad a la operante actualidad de la Histo-
ria un incuestionable grupo generacional 22.
Las generaciones históricas surgidas en época de
crisis, pertenezcan al tipo de las que llamé sobreveni-
das o sean de estas otras que ahora llamo planeadas,
suelen ofrecer al historiador un contorno histórico rela-
tivamente escueto. Con ellas se ha cumplido una honda
y rapidísima mudanza en el curso de la Historia, en
virtud de la cual es muy vigoroso el contraste entre
todos sus miembros y los hombres del tiempo inmedia-
tamente anterior. Mas por muy acusado y fulminante
que sea el contraste, la condición histórica del agrupa-
miento—esto es, su última dependencia de acciones per-
sonales biográficas, libres o semilibres—impone una ra-

22
No pretendo decir que hayan sido iguales en su contenido y en su
estilo los grupos generacionales promovidos por Ortega y por José Antonio.
Afirmo tan sólo, sin entrar en un espinoso problema de parecidos y dife-
rencias, que los dos casos coinciden en ser generaciones planeadas.

293
dical indefinición al conjunto generacional y le impide
ser "una variedad de la especie, dotada de caracteres
típicos", como pretendió Ortega en El tema de nuestro
tiempo. Contra los historiólogos del evolucionismo con-
tinuísta, habremos de proclamar, junto a Ortega y Pin-
der: Historia facit saltus; pero los "saltos" en que con-
siste la discontinuidad del curso histórico no son las
"generaciones", sino cada una de las acciones persona-
les y creadoras de cada uno de los hombres que "hacen
la Historia 23.
Esta infinitesimal estructura de la discontinuidad
histórica M da a la figura de todo grupo generacional,
por muy delimitado que parezca, una compleja indefi-
nición. He aquí las cinco vertientes por las que se inde-

23
El parecido histórico de los hombres no debe ser entendido como un
"alma colectiva" de los grupos históricamente semejantes, ni como un estado
ocasional del "espíritu objetivo" en su evolución, sino como un hábito
personal" común a todos los hombres que históricamente se parecen, produ-
cido por repetición o imitación y referible, en último término, al hecho dt
que todos ellos tienen que hacerse la vida dentro de una situación, histórica
y social en algún modo semejante.
24 N e w t o n y L e i b n i z a n a l i z a r o n la v a r i a c i ó n idealmente continua de las
c u r v a s g e o m é t r i c a s y d e las funciones a l g e b r a i c a s m e d i a n t e l a ficción del infi-
nitésimo, e s t o es, m e d i a n t e la idea d e u n a v a r i a c i ó n d i s c o n t i n u a p o r saltos
infinitamente p e q u e ñ o s . E l h i s t o r i a d o r de h o y , c o n m u c h a m á s r a z ó n , debe
a n a l i z a r la v a r i a c i ó n realmente discontinua d e ese fingido "movimiento de
la Historia, reduciéndolo a las variaciones elementales que son los actos
históricamente creadores de los hombres. La acción personal históricamente
creadora—o, mejor dicho, la conexión elemental de acciones personales de-
terminada por cada acción creadora, el evento—es, si se me permite la ex-
presión, el infinitésimo real de la Historia. Estos infinitésimos son los que
constituyen las figuras aparentemente unitarias del acontecer histórico: la
generación romántica, el Renacimiento, la Ilustración, etc.

294
finen esos conjuntos humanos que llamamos generacio-
nes históricas.
1. Indefinición geográfica.~HL\ ámbito geográfico
de una generación es siempre radicalmente indefinido.
Puesto que la generación consiste en un parecido his-
tórico ¿no podrán perseguirse matices de ese parecido
hasta en los últimos parajes a donde llega la Historia
Universal? Llamamos "generación del 98" en sentido
estricto a un grupo de españoles históricamente pare-
cidos, integrado por Unamuno, Azovín, Machado, Ba-
roja, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Benavente. Claro
que esto es una pura convención historiográfica y espa-
ñola. Trátase de una rotulación cómoda y, si se quiere,
útil; pero, en último término, convencional. Si uno quie-
re afinar su mirada, ¿no descubrirá un sutil parecido
entre estos hombres y otros muchos españoles? Más
aún: ¿no se parecen a muchos de los europeos post-
nietzscheanos, postdannunzianos, postmaeterlinckianos,
aunque Unamuno deteste a D'Annunzio e interprete a
Nietzsche según su real arbitrio? El ámbito geográfico
real de una generación histórica es indefinido; sólo con-
vencionalmente pueden trazarse las lindes del contorno.
El intento de definir geográficamente una generación es
el de poner puertas al campo.

2. Indefinición social. —'Dilthey entendía a la ge-


neración como "un estrecho círculo de individuos", los
protagonistas de la vida histórica. Ortega ve en la ge-
neración "un nuevo cuerpo social íntegro, con su mi*

295
noria selecta y su muchedumbre". ¿Quién tiene razón?
Indudablemente, Ortega. Los grupos históricos restric-
tamente llamados "generaciones" son la expresión, el
rostro visible y gesticulante de una tácita muchedumbre
humana. La actitud histórica que expresaron los hom-
bres del 98 era mudamente compartida por una masa
de españoles; todos los que en el pensamiento y en el
estilo de esos hombres hallaron la voz que oscuramen-
te les pedía una inquietud de sus almas. El ámbito so-
cial de una generación histórica es, como el geográfico,
realmente indefinido; mas como la descripción histórica
de las generaciones exige un límite, el historiador se ve
obligado a trazarlo convencionalmente, y sólo en este
sentido puede admitirse la restricción conceptual que
Dilthey propone.

3. Indefinición cronológica.—Por la misma razón,


sólo mediante un arbitrio convencional puede deslin-
darse en el tiempo una generación histórica. Por rápida
que sea la mudanza que imprimen al curso de la Histo-
ria los hombres de una generación, por fulgurante que
parezca su tránsito, siempre tendrán "precursores" y
"epígonos" o "continuadores" difícilmente separables
del grupo cardinal. Clarín, Ganivet, la Pardo Bazán,
M. Reina y M. B. Cossío preludian, por ejemplo, el lla-
mado "espíritu del 98" 25. La "zona de fechas" de que
habla Ortega es rigurosamente indefinida, y sólo con-
25
En .mi Menéndez Peíayo he señalado rasgos "noventayochistas"—cas-
ticismo, interiorismo, etc.—en Cajal y en Menéndez Pelayo.

296
vencionalmente puede ser reducida a quince años. El
propio Ortega, tan distinto en muchas cosas de los hom-
bres del 98, expresaba en 1914, al comienzo de Vieja
y nueva política, un sentimiento de España estricta-
mente noventayochista. Si el intento de definir geográ-
ficamente una generación histórica es poner puertas al
campo, limitar cronológicamente su ámbito y, en conse-
cuencia, el grado de la coetaneidad de sus miembros,
equivale a poner puertas al tiempo.

4. Indefinición temática. — ¿Pueden considerarse


privativos de una generación ciertos temas o determi-
nados modos estilísticos de tratarlos? Evidentemente,
no, y por dos razones. Siempre habrá concordancias te-
máticas y estilísticas entre los miembros de una gene-
ración y otros hombres ajenos a ella. Por otra parte,
siempre existirán diferencias temáticas y estilísticas en
el seno del equipo generacional, por muy estrictamente
que se le delimite. Por ejemplo: ni todos los críticos de
la "España oficial" de 1900 y todos los modernistas
pertenecen a la llamada "generación del 98", ni todos
los hombres habitualmente incluidos en el grupo del 98
son críticos de aquella "España oficial" y modernistas.
Valle-Inclán y Benavente apenas hacen crítica del pa-
triotismo oficial; Baroja y Unamuno no son nada mo-
dernistas 26. Las generaciones históricas están siempre
compuestas por subgrupos generacionales que difieren
26
Escribía Unamuno: "Rubén Darío dice de mis versos que son dema-
siado sólidos; prefiero esto a que sean demasiado gaseosos, a la america-

297
entre sí por los temas y el estilo de su operación histó-
rica, sin mengua de la general comunidad.

5. Indefinición de la convivencia,—'Petersen exige,


para hablar de una generación literaria, una "comuni-
dad personal", un trato directo y amistoso entre los
miembros que la componen. Ortega, en cambio, escribe:
"Dentro de ese marco de identidad (el de la genera-
ción) pueden ser los individuos del más diverso tem-
ple, hasta el punto de que, habiendo de vivir los unos
junto a los otros, a fuer de contemporáneos, se sienten
a veces como antagonistas." También aquí acierta Or-
tega. El parecido histórico del grupo generacional no
excluye un antagonismo entre las personas que lo com-
ponen y hasta entre los temas por ellas cultivados. El
comunismo y el fascismo son sucesos políticos que pue-
den darse y de hecho se han dado en una misma ge-
neración, partiéndola en bandos implacablemente hos-
tiles. Ni siquiera es necesario recurrir a tan amplias
perspectivas. Los hombres de la "generación del 98"
y los chismosos exteriores o posteriores al grupo—hoy
tan frecuentes—contarán discrepancias y enemistades
entre ellos hasta colmar las medidas del más aficionado
a entrambas.

na..." En otra ocasión, criticando a Valle-Inclán y aludiendo, evidentemente,


a su modernismo, habla "del veneno que les han vertido—a las inteligencias
juveniles—espíritus como el de Valle-Inclán..." (Ensayos, II, págs. XVII
y XXI), Sobre el deslinde de dos grupos en la llamada "generación del 98",
el de los "modernistas" y el de los "intelectuales", véase Vida y literatura
de Valle-Inclán, el excelente libro de Melchor Fernández Almagro.

298
Esta múltiple imprecisión de los grupos humanos
que llamamos "generaciones históricas" nos debe hacer
sumamente cautos frente al empeño de darles definid
ción conceptual. Yo me conformaría con decir que una
generación histórica es un grupo de hombres más o me-
nos coetáneos entre sí y más o menos parecidos en los
temas y en el estilo de su operación histórica. La deli-
mitación del grupo ha de ser siempre, forzosamente,
algo convencional, hasta en aquellos más escuetamente
diferenciados temporal, social, geográfica, temática y
estilísticamente. La presentación histórica de los gru-
pos generacionales es rigurosamente imprevisible. Tan
sólo puede decirse que se halla favorecida por la fre-
cuencia del trato entre coetáneos, lo cual acaece muy
visiblemente en la sociedad "moderna". Los grupos ge-
neracionales son especialmente próximos entre sí cuan-
do domina en las almas un hondo sentimiento de crisis
y es muy viva y aguda la conciencia histórica indivi-
dual. No sé si esto es decir mucho. Temo que sea decir
muy poco. Pero creo honradamente que apenas es po-
sible decir más si uno se propone con cierta seriedad
eludir la arbitrariedad y la ligereza.

ESTRUCTURA DE LAS GENERACIONES

Aun con todas las anteriores restricciones y caute-


las, el historiador hallará en la generación un concepto
muy útil y eficaz para dar figura descriptiva al inmenso

299
y delicado curso de la Historia. Necesitará, sin embar-
go, la imprescindible adehala de unas cuantas preci-
siones. ¿En qué consiste real y verdaderamente el pa-
recido entre los miembros de una generación? ¿Tiene
ese parecido alguna estructura? ¿Cómo transcurren en
el tiempo esos sucesos históricos que llamamos gene-
raciones, si es que puede señalarse a su transcurso al-
guna línea general?
Veamos primero el problema del parecido y su es-
tructura sistemática. ¿En qué consiste realmente el pa-
recido de los miembros de una generación entre sí? Sa-
bemos que este parecido es histórico, no biológico ni
social. Tratemos ahora de precisar esa historicidad de
la semejanza.
Dos distintos elementos pueden integrar el pareci-
do: los temas y el estilo de la operación histórica. No
todas las generaciones se señalan por inventar temas
nuevos o campos inéditos para la existencia histórica
de los hombres. Ni siquiera son frecuentes esos inven-
tos colectivos, porque las grandes creaciones históricas
del hombre suelen ser obra de personalidades geniales
aisladas. Sólo con un violento artificio se podrá incluir
en un cuadro generacional la obra de Descartes o la
de Kant. Descartes, por ejemplo, logró dar una res-
puesta personal e históricamente oportuna—su éxito
inmediato es el mejor signo de esa histórica oportuni-
dad—a determinados problemas intelectuales de su
época, demasiado larga e inconcretamente sentidos para
ser tan lindamente colgados de una espetera genera-

300
cional; y si puede hablarse de una "generación carte-
siana"—muy mal delimitada geográfica y cronológica-
mente, desde luego—, no es aludiendo a la "genera-
ción de Descartes", sino a la de aquellos que tempra-
namente se congregan en torno a él: desde el holandés
De Roy, que nace en 1598, a los franceses A. Arnauld
(1612), Clerselier (1614) y }. Poisson, nacido ya
en 1637 27.
Más frecuente es que las generaciones históricas
se distingan por un peculiar estilo colectivo en el modo
de vivir temas previamente inventados. La operación
27
Después de escrito este párrafo me ha sido dado leer los artículos de
Ortega El cometido de la nueva ciencia histórica, ya reseñado antes, y Del
humanismo y de la generación cartesiana.. En los dos habla Ortega de una
"generación cartesiana". "Esta generación cartesiana—dice—es la primera
que se siente mayor de edad, que se da de alta y toma sobre sí misma la
plena responsabilidad de su pensamiento..." Ya se ve que a lo que Ortega
llama "generación cartesiana" es, sencillamente, a la persona individual de
Descartes. "Descartes—añade luego—, con un formidable gesto de Robinsón,
hace en torno de sí la plena soledad cultural, convierte un mundo cubierto
de complicaciones eruditas en la virginidad de una isla desierta." Muy
cierto y maravillosamente dicho. Pero ¿dónde están los restantes Robinsones
de la "generación cartesiana"? En otro artículo (El método de las genera-
ciones) dice Ortega: "Las ideas del tiempo, las convicciones ambientes son
tenidas por un sujeto anónimo, que no es nadie en particular, que es la
sociedad." Esa sociedad—traducción sociológica del das Man heideggeriano—
no puede ser sino el conjunto de todas las personas individuales titulares de
las "ideas del tiempo". Entonces ¿eran Robinsones espirituales, como lo fué
Descartes, todos sus coetáneos y sólo ellos? Y si quiere llamarse "Robin-
sones" a todos los hombres "modernos"—lo cual no carece de fundamento—,
es tan artificioso reservar el mote a los coetáneos de Descartes como pensar
que la cartesiana madurez de la "robinsonidad" fué compartida por esos
coetáneos del gran filósofo. Si quiere hablarse de una "generación carte-
siana", debe referirse la expresión, en mi entender, a la de los inmediatos
discípulos y seguidores de Descartes.

301
creadora—existente siempre en toda vida personal, por
mínimo que sea el alcance de las creaciones originales"-'
se expresa bajo la forma de un estilo común en la tarea
de hacer personal y singularmente la vida. La obra de
las generaciones históricas no suele consistir en la co-
laboración armónica de sus miembros al servicio de una
gran creación unitaria—un sistema filosófico, una ins-
titución política, etc.—, sino en un modo de expresar,
a través de acciones personalmente creadoras, una ac-
titud histórica por muchos compartida. La creación es
casi siempre negocio muy personal; y la generación
consiste, más que en la mutua articulación de las dis-
tintas creaciones personales, en el parecido estilístico o
"aire" común que todas ellas poseen por haber sido lo-
gradas frente a la misma situación histórica y al servi-
cio de proyectos personales análogos entre sí. En suma:
no se distinguen las generaciones por la índole de su
quehacer, sino por el modo de hacer lo que hacen. In-
venían estilos y actitudes históricas, no quehaceres.
Apenas es necesario advertir que el estilo o pare-
cido generacional puede adoptar los más diversos modos
expresivos: literarios, intelectuales, políticos, religiosos,
éticos, sociales, etc. Tal diferencia en el modo del pa-
recido no merma en nada la identidad de su consisten-
cia psicológica. Parécense entre sí los miembros de una
generación en cuanto sus vidas personales—distintas
todas por la individualidad biológica, social y vocacio-
nal de cada uno<—van adquiriendo un repertorio de há-
bitos operativos semejantes. El hecho de que todos ac-

302
tualicen en un mismo medio histórico y social sus res-
pectivos proyectos personales de existencia—con otras
palabras: el hecho de que todos hayan de resolver sus
problemas biográficos en el mismo mundo histórico-
social-— hace que sus almas adquieran hábitos psicoló-
gicos parecidos entre sí. Estos hábitos podrán ser inte-
lectuales, expresivos, estimativos, prácticos. Una mira-
da fina y atenta descubrirá siempre en todos ellos una
secreta unidad de sentido, y a tal unidad aludirán luego
los hombres, siempre dispuestos a aumentar sin nece-
sidad el número de los entes, cuando hablan de un
"alma colectiva", de un "espíritu de generación" o de
un Volksgeist. Y si el parecido en los hábitos adqui-
ridos coincide con una semejanza o una analogía en
los proyectos personales, todavía será más enérgica y
visible la comunidad en el estilo generacional. Azoún,
Baroja y A. Machado se parecen entre sí por ser hom-
bres del 98, mas también por ser literatos.
El estilo de una generación debe ser visto como
una semejanza de los hábitos personales de sus miem-
bros. Consecuentemente, la estructura sistemática del
estilo generacional deberá ser reducida a la de los há-
bitos que le integran. Mas ¿cuándo y de qué modo ad-
quiere un hombre los hábitos que le definen como per-
sona histórica? En uno de los capítulos anteriores pro-
curé dar cumplida respuesta a esta interrogación. Fór-
mase el hombre como persona histórica durante su ado-
lescencia y su juventud. Lo hace libre o semilibremente,
situando frente al mundo y a su vida anterior la des-

303
nuda y vacía problematicidad de su recién descubierta
persona. Puesto en ese mundo y ante esa vida, va el
joven edificando su existencia personal, y para ello
acepta de mejor o peor grado parte de lo que uno y
otro le imponen o le ofrecen, rechaza lo restante, pone
algo en su vida y en su mundo mediante su operación
creadora, sueña y proyecta para sí y para los demás.
Este esquema descriptivo nos permite captar con
cierta suficiencia la estructura psicológica de un estilo
generacional. Frente a una generación histórica—de
modo más preciso: frente a un grupo de hombres pro-
visionalmente concebido como una generación históri-
ca'—iremos preguntándonos: ¿en qué se parece lo que
cada uno acepta de su mundo y de su vida infantil?,
¿en qué coincide lo que cada uno rechaza?, ¿qué hay
de común en lo que cada uno crea?, ¿qué tienen de se-
mejante los proyectos personales y los ensueños de to-
dos? Y tras haber respondido a cada una de tales pre-
guntas, nos haremos esta otra: ¿qué parecido existe en-
tre todos los modos individuales de aceptar, rechazar,
crear, proyectar y soñar? Cuando hayamos cumplido
este esquemático programa, podremos decir que cono-
cemos el "espíritu de la generación". Si no hemos lo-
grado obtener un manojo de respuestas medianamente
satisfactorias, se nos planteará con urgencia un termi-
nante dilema: o aquel grupo de hombres no constituye
una verdadera generación histórica, no obstante su apa-
riencia generacional, o uno carece por completo de
mente historiográfica. El esquema de Petersen, modi-

304
ficado por las salvedades que antes consigno, puede
servir como primera orientación para circunscribir la
"minoría" de una generación; el plan descriptivo que
ahora propongo puede ser útil para definir con cierta
precisión el estilo característico de cada conjunto ge-
neracional.
Aparte la estructura sistemática del estilo común,
tienen las generaciones una estructura real. Aludo con
estas dos palabras a la mutua conexión de los hombres
que constituyen el conjunto. Las diversas concreciones
singulares de tal conexión son, indudablemente, nume-
rosísimas; mas no es imposible describir elementos cons-
tantes y ordenaciones típicas en la mencionada estruc-
tura real de las generaciones. Para determinar unos y
otros, cortemos imaginativamente el conjunto según dos
planos de sección, vertical uno y transversal otro.
Miradas en profundidad, según ese corte vertical,
todas las generaciones tienen una "masa" y una "mi-
noría". La minoría expresa creadoramente, de palabra
y de obra, el estilo común; la masa, copartícipe en la
actitud histórica de la minoría e incapaz de manifes-
tarla con obras y expresiones inéditas, imita adocena-
damente las inventadas por sus conductores 28. Cuanto
antes he dicho acerca de este tema me exime de entre-
tenerme en una descripción pormenorizada. Me limito

28
A la relación entre la minoría y la masa de una generación puede
referirse aquella distinción de Petersen entre los miembros "conductores" y
los "dirigidos" del grupo generacional. La interpretación de Petersen era,
como se recordará, abusivamente biológica.

305
20
a añadir que la minoría de una generación puede si-
tuarse frente a la masa subyacente con dos ademanes
conductores diversos: el pedagógico y el revelador.
"Para nosotros—decía Ortega en 1914, con muy ex-
presa intención pedagógica—es lo primero fomentar la
organización de una minoría encargada de la educación
política de las masas." Fichte, en cambio, aspiraba a
"declarar lo que es", y creía revelar con sus palabras
algo existente de modo confuso e inarticulado en las
almas de sus oyentes 29.
Una sección transversal en la minoría de la gene-
ración permitirá aislar la serie de subgrupos generacio-
nales que la componen. Difieren estos subgrupos entre
sí por el tema en que empeñan su vida personal los hom-
bres que los integran. Habrá, en consecuencia, subgru-
pos literarios, políticos, intelectuales, etc. La llamada
"generación del 98" es, en rigor, el subgrupo intelectual
y literario—más literario que intelectual—de una gene-
ración española. Bonilla y San Martín, Menéndez Pidal
y Asín Palacios, cada uno a su manera, representan
otro subgrupo de la misma generación, más intelectual
que literario; y aun sería posible señalar, si no subgru-
pos bien definidos, al menos tendencias políticas "no-

29
Apenas es preciso advertir que las dos actitudes tienen algo de co-
mún entre sí y que pueden darse juntas en la misma persona o en la misma
minoría. También Ortega creía expresar "toda una sensibilidad y toda una
ideología yacentes en el alma colectiva". El problema consiste en decidir si
educar es "revelar lo potencial" o "innovar"; si ser hombre es "llegar a ser
Jo que uno es", según aquello de Werde, ivas da bist!, o "renovarse", con-
forme al Rinovarsi o moriré!

306
ventayochistas" representadas por personas nada lite-
rarias.
La sección transversal de la minoría nos hará ver
también las relaciones "funcionales" que dentro del con-
junto generacional pueden existir entre sus miembros:
quiénes inventan o dirigen, quiénes organizan, quiénes
defienden polémicamente la actitud del grupo. Sólo en
muy contados casos—aquellos en que sea muy continua
y trabada la relación personal entre los miembros del
conjunto—será posible, sin embargo, hallar en una ge-
neración esta trama de relaciones funcionales. La ya
mencionada tipología "funcional" de Kummer no pasa
de ser una construcción arbitraria y artificiosa.

CURSO DE LAS GENERACIONES

Puesto que la generación es un suceso histórico, ten-


drá necesariamente un curso temporal. La delineación
de este curso sólo podrá hacerse a merced de cierta
convencionalidad, la misma de que echamos mano para
definir el grupo. Pero, supuesta la necesaria e inicial
convención, es posible reducir a un esquema general,
relativamente válido, el ritmo temporal, la melodía del
suceso 30.
30
El uso de metáforas musicales para describir el curso de la vida
humana o de la Historia-—la metáfora de la melodía, sobre todo—supone una
mentalidad continuísta: vida e Historia como "movimiento" continuo. Sólo
en la mente abstractiva del historiador puede aparecer como "melodía" el
curso realmente azaroso y discontinuo del acontecer.
Otras son las cosas si se admite un orden providencial en la Historia:

307
La indefinición cronológica de la generación impo-
ne necesariamente la existencia de "precursores". Por
muy súbita e insospechada que sea una mudanza histó-
rica, siempre irá precedida de avisos y anticipaciones
en el alma de algún madrugador vigía:'todo Renaci-
miento tendrá siempre su Petrarca y todo Romanticis-
mo su Sterne y su Rousseau. Creo un error de Petersen
ver en estos precursores los "oprimidos" de la gene-
ración anterior, porque el curso de la Historia no está
sistemáticamente ordenado por generaciones ni por
ciclos téticos y antitéticos. Lo propio de los precursores
no es tanto la condición vivir oprimidos, como la rara
sensibilidad con que sienten el agotamiento de las for-
mas de vida a la sazón imperantes y presienten o ven-
tean la futura novedad. Eso fueron Sterne, Rousseau
y Hamann para la generación romántica, y eso preten-
dieron ver en Larra los hombres de nuestro 98.
Pasada la indecisa aurora de los precursores, acaece
el nacimiento de la generación. Será éste muy bien de-
terminable cuando la generación cristaliza súbitamente
en torno a una persona o tras la huella de un suceso
conmovedor. Podrá decirse entonces, a lo sumo, que el
"espíritu generacional" se hallaba latente con anterio-
ridad al suceso determinante o a la sugestión de la voz
entonces es el curso de la Historia una ordenada melodía real y Dios, como
decía San Agustín, su ineffabilis modulaíor. Pero el orden de la "melodía"
es en tal caso rigurosamente inaprensible e inefable por parte del hombre.
Tampoco debe olvidarse que una melodía, no obstante la impresión de
continuidad que su audición produce, es una serie sucesiva y discontinua
de "notas" distintas. También la Música "da saltos".

308
convocadora; pero la aparición del grupo tendrá la ce-
leridad necesaria para poderle situar historiográfica-
mente dentro de un breve lapso temporal. Otras veces,
en cambio, será enteramente convencional el señala-
miento de una fecha.
Surge a la vida histórica un grupo generacional
cuando comienza a ser creadora la existencia personal
de cada uno de sus miembros. Es.en el tránsito desde
la mocedad a la primera madurez cuando todos y cada
uno de ellos sienten más agudamente la insuficiencia
de la situación histórica en que existen. No les basta
para vivir personalmente el pábulo histórico que les
ofrece su mundo, y se aprestan a modificarlo o, cuando
menos, a modificarse en el sentido de su urgente e insa-
tisfecha exigencia. Hieren y hastían las formas de ex-
presión y de operación definidoras de la situación his-
tórica precedente, y se levanta en la entraña de las
almas un acuciante afán de novedad. "Hacer lo que
no se hace y como no se hace", consigna de todas las
vidas verdaderamente juveniles, truécase en agudísima
y permanente espuela para todos los miembros de la
naciente generación. La vida histórica se ha hecho en
el alma de todos ellos un problema urgente e irresuelto,
ante el cual se enciende su ambición reciente y se hace
más aguda esa inédita sed de proyectos y de ensueños
en que consiste la existencia juvenil. "Hay en toda ge-
neración joven—escribe Spranger—una nueva espiri-
tualidad. Las formas de vida ya configuradas y esta-
blecidas (la vida que uno encuentra, dice Ranke) son

309
aceptadas en su parte esencial como comprensibles de
suyo y sin gratitud alguna. Pero el acento de las vi-
vencias se desplaza hacia aquello de que se carece, ha-
cia las zonas que perduran vacías en el mundo interior
y en el mundo comunal. Lo no creado reclama su de-
recho a existir. Y así, el movimiento de las generacio-
nes hacia su propia definición procede de un impulso
hacia la vida no vivida" 3i . Todas las promociones ju-
veniles, hasta las que crecen en las épocas más tran-
quilas, atraviesan por esa experiencia. Hay momentos,
sin embargo, en que reciben en sus vidas casi todo lo
que el medio les ofrece. Mas cuando una difusa legión
de jóvenes apenas halla en su mundo algo que merezca
ser aceptado, el paso impaciente de una nueva gene-
ración está franqueando los umbrales de la Historia.
Un suceso histórico más importante que los cotidianos,
una voz adelantada e incitadora, un leve incremento de
la insatisfacción o del hastío, y pronto se alzará sobre
la vida preexistente la acción innovadora de una mi-
noría generacional.
Esa minoría estará habitualmente integrada por
hombres coetáneos, mas la coetaneidad rigurosa no pue-
de ser un carácter esencial. El "punto de emergencia"
de la generación, según la expresión de Wechssler, no
está cronológica y biológicamente determinado por la
fecha del nacimiento, sino por la sensibilidad y la ca-
pacidad de reacción de las almas ante una situación

31
Op. cií., pág. 153,

310
histórica vivida como insuficiente, hastiosa o vacía de
posibilidades. Ganivet, por ejemplo, tiene la sensibili-
dad y las reacciones típicas del 98, no obstante la dis-
tancia geográfica y los trece años que le separan de
Maeztu y A. Machado, los dos más jóvenes del grupo,
Al brote de la generación sigue su crecimiento y su
acmé. El incremento de la operación creadora de cada
uno de sus miembros traza el curso ascendente del su-
ceso generacional. No debe pensarse, sin embargo, que
el acmé de la generación trae necesariamente consigo
su victoria sobre el mundo caduco que la rodea. Hay
generaciones históricas que cumplen todo su curso opri-
midas, iba a decir sepultadas por el medio humano en
que viven. Cuando el grupo generacional, aun inclu-
yendo en él masa y minoría, no afecta sino a una escasa
parcela del mundo humano de que brota, entonces está
irremisiblemente condenado a cumplir todo su curso
—'nacimiento, acmé y extinción—vencido y soterrado
por la situación histórica contra la cual se alzó. Sus
hombres habrán cumplido su obra, mas no sin recalar,
al término de su derrota, en la amargura, en el resen-
timiento o en el ensueño.
Tras el acmé, el descenso y la extinción. ¿Por qué
muere, vista como suceso histórico, una generación? Pe-
tersen distingue dos distintos modos de morir: el em-
botamiento y el incumplimiento. Trataré de explicar a
mi modo estas dos atinadas ideas de Petersen.
Hay un momento en que la aguda novedad apor-
tada por una generación a la vida histórica de los hom-

311
bres pierde vigor y encantamiento, hácese obtusa, vul-
gar e improductiva. Cuando el lenguaje del sentimen-
talismo romántico ha pasado de los poemas de Novalis,
de Lamartine o de Bécquer a la prosa amatoria de los
jóvenes menestrales o medioburgueses, bien puede de-
cirse que el Romanticismo ha fenecido. Podrá ser, a
lo sumo, un "resultado" susceptible de repetición por
figuras mediocres y epigonales, y será con certeza un
ingrediente tópico de la vida indiferenciada del vulgo;
una reliquia terminal, en ambos casos, de lo que años
antes fué licor novísimo e incitante.
El suceso de la generación puede morir también por
incumplimiento de sus promesas. No olvidemos que el
"espíritu" de una generación se anuncia como proble-
mática inquietud, hácese luego ambición inconcreta y
toma inicial figura como proyecto de existencia en el
alma de todos cuantos componen su minoría más sen-
sible y adelantada. Problematicidad, ambición y pro-
yecto son las tres instancias inaugurales de todo suceso
generacional. Pero un proyecto es al mismo tiempo una
promesa. La pro-yección de la existencia hacia el in-
cierto futuro es también una pro-misión para esa exis-
tencia y para todas las que con ella coexisten y copar-
ticipan, aunque sólo sea en pura y remota posibilidad,
en el contenido de la proyección, en el proyecto. El
hombre, decía Nietzsche, es el único ser que puede
prometer.
¿Puede cumplir siempre sus proyectos y promesas
la proyectiva y promisiva existencia del hombre? Esta

312
dolorida nostalgia de todos los hombres ante lo que
pudo ser y no fué se adelanta a dar la respuesta. Mien-
tras el hombre viva sobre la Tierra, siempre estará fra-
casando, aun en el momento de sus mayores y mejores
logros. Hay ocasiones, empero, en que el fracaso es la
regla, y no son las generaciones históricas ajenas a esta
posibilidad.
Toda generación, como todo hombre, va tejiendo
su vida con las hebras del logro y con las hebras del
fracaso; con las dos vive y por las dos muere históri-
camente. La muerte de los logros se llama vulgariza-
ción; la muerte por fracaso, desvío y olvido. En uno y
otro evento, por debajo de tan aparente diferencia, trá-
tase, sin embargo, de un mismo proceso; en la entraña
de los dos hay una terminal incapacidad de la actitud
generacional para suscitar en los hombres situaciones
personales susceptibles de ser vividas como nuevas. El
incumplimiento de una promesa convierte a lo prome-
tido en un oneroso e inmutable quiste de la vida espi-
ritual; la vulgarización de un hallazgo operativo o ex-
presivo—una costumbre social, un hábito intelectual, un
estilo literario, un neologismo o la encantadora revivis-
cencia de una palabra preterida—hace de él un estri-
billo fastidioso e ineludible; un "disco", como suele de-
cir ahora nuestro pueblo. Hace veinticinco años era
pluscuamdistinguido usar la palabra "envergadura" y
adjetivar de "interesante" a lo valioso. ¿Quién, entre
los que estiman la distinción de su lenguaje, se atre-
vería hoy a usar sin cierta reticencia esas dos palabras?

313
La ingenua contemplación empírica del acontecer
demostrará que la vida histórica de las generaciones se
extingue muchas veces según alguno de estos dos mo-
dos. No debe pensarse, sin embargo, que el curso real
de un suceso histórico—y no otra cosa es la operación
de un grupo generacional'—quede agotadoramente apri-
sionado en un par de moldes típicos. Una generación
histórica puede también fenecer aplastada por el mundo
contra que intenta levantarse, desleída por dispersión
de su minoría rectora o mixtificada por la intervención
de un ingrediente histórico ajeno al proyecto de sus
miembros y al mundo en que todos existen. Cuanto más
fina y penetrantemente se escrute la vida histórica de
un conjunto generacional, más y más se advertirá la
estricta singularidad de su curso. La obra de los grupos
humanos, como la de los hombres que los constituyen,
es siempre rigurosamente inédita e irrepetible.
Por rápido y terminante que parezca ser el agota-
miento histórico de una generación, siempre dejará ésta
tras de sí una estela de continuadores y epígonos. Hasta
hace no muchos años era posible seguir en las letras
españolas el rezagado vestigio del naturalismo y del mo-
dernismo. En el seno de un mundo nuevo, dotado ya
de los recursos expresivos y operativos que su inédita
peculiaridad necesita, se esfuerzan tenaz y estérilmente
los epígonos por sostener en pie soluciones y actitudes
antaño lozanas. Toda moda deja siempre como secuela
el reguero de los "pasados de moda".
Tal es, muy en esquema, el curso típico del suceso

314
generacional. Inmediatamente después de trazarlo, una
objeción fundamental se levanta. ¿Curso típico? ¿Es que
puede ser descrito un "curso típico" de los sucesos his-
tóricos sin proyectar sobre ellos un "molde" figurativo
tomado de la realidad natural? Lo que antes dije res-
pecto a los modos "típicos" de extinguirse las gene-
raciones puede ser repetido aquí. Más diré. La des-
cripción "típica" que del curso histórico de una gene-
ración he dado lleva como molde éste, tan ineludible,
de la vida temporal de un ser viviente cualquiera. Todo
lo que empieza y acaba-—el movimiento físico de una
piedra cadente, el curso visible de una acción perso-
nal, los procesos biológicos de los animales y las plan-
tas—- suscita automáticamente en nosotros, puestos ante
el empeño de describirlo, la imagen del nacimiento, la
vida y la muerte de un ser vivo; todo se ve "nacer" de
la potencia a la actualidad, "crecer" en energía, pasar
por un acmé y, finalmente, "morir", dejar de ser. ¿De
dónde nos viene este tan arraigado hábito intelectual?
¿Lo tendremos por ser herederos de los griegos? Yo
pienso qud sí 32. Aun cuando, venga a nuestra mente
de donde viniere, lo más importante ahora es que el
hábito existe. Trátase de un expediente útil y cómodo,
indudablemente, y en este caso sirve muy bien para
dar figura genérica a una serie de procesos históricos
estrictamente singulares. Pero la utilidad que como re-
curso descriptivo ofrece este esquema intelectual no
32
Basta tal vez considerar despacio la famosa definición aristotélica
del movimiento (Phys., 201 a 9).

315
debe hacernos olvidar el carácter personal del discon-
tinuo y presunto "movimiento" histórico, ni la condición
creadora de las acciones que constituyen el curso de la
Historia, ni, en fin, la singularidad rigurosa de cada una
de ellas.

HISTORIOGRAFÍA DE LAS GENERACIONES

La descripción historiográfica de un suceso genera-


cional no puede ser sometida a una regla metódica fija,
como la descripción fitográfica de una flor o de una
hoja. Mas como no puede haber ciencia humana sin
universalización, aunque ésta sea un poco fingida, for-
zoso será fingir, siquiera sea levemente, un método des-
criptivo generalmente válido.
¿En qué consiste una generación histórica? Ya lo sa-
bemos: en una fuerte semejanza histórica de varios
hombres coetáneos. ¿Cómo habrá que describir, por
tanto, una generación histórica? La respuesta es inme-
diata: contando buena y verdaderamente la historia de
esa semejanza y de su proyección sobre el mundo de
que nace y en que actúa. Describir el suceso histórico
de una generación es, si se me permite usar analógi-
camente esta palabra, hacer la biografía de un pare-
cido, seguir paso a paso las vicisitudes que la seme-
janza histórica de un grupo de hombres va sufriendo en
el tiempo, desde que se revela a los ojos del historiador
hasta que acaba el vivir de esos hombres; o, mejor aún,

316
hasta que se extingue la vigencia de esa semejanza en
el mundo histórico-social sometido a su influjo.
El esquema que acabo de trazar acerca del curso
histórico de una generación puede servir también como
pauta historiográfica. Ya se ve cuál es en este caso la
ficción descriptiva. Sobre un fondo pintado en claro-
oscuro—el mundo viejo, vacío de posibilidades histó-
ricas capaces de seducir a los jóvenes nuevos—se irá
viendo dibujarse, como en un film, la figura luminosa
de la generación. Poco a poco se la verá configurarse y
alumbrar al medio en que nace. Por fin, cumplido su
acmé, declinará hasta desaparecer, no sin haber dejado
una huella permanente, más o menos intensa, en el me-
dio contra el cual nació y sobre el que derramó la luz
inédita de su obra.
He aquí el modus operandi. Se comenzará descri-
biendo el medio histórico inmediatamente anterior al na-
cimiento de la generación, y sobre ese fondo se irán
estudiando sucesivamente las biografías de todos y cada
uno de los componentes del grupo que mejor define al
suceso generacional. El historiador ha de apoyar su
obra resurrectora—-escribir Historia es "un entusiasta
ensayo de resurrección", dice espléndidamente Orte-
ga—sobre vestigios expresivos, y los de una generación
están constituidos por la obra visible de su minoría.
Sobre el fondo del mundo caduco aparecerán los ago-
nistas de la nueva generación, como emergen las figu-
ras de Rembrandt de la semioscuridad que las circunda
y define.

317
Ya sabemos que toda biografía nos conducirá siem-
pre a la singularísima intimidad personal del biografia-
do. Vale esto tanto como decir que las figuras de nues-
tros agonistas se distinguirán inconfundiblemente entre
sí. Pero no es la singularidad biográfica lo que en este
caso perseguimos, sino el parecido histórico de esos
hombres. ¿Cómo lograremos determinarlo y describirlo?
Remito a mis reflexiones sobre el método biográfi-
co 33. En toda biografía, luego de recogido y ordenado
el material de trabajo, ha de emprender la mente del
historiador dos aventuradas excursiones hermenéuticas:
una desde los testimonios biográficos al mundo histó-
rico-social del biografiado, otra hacia su intimidad per-
sonal. La primera de estas dos excursiones pondrá ante
nuestros ojos lo que he llamado "significado histórico"
de los testimonios biográficos; la segunda nos mostrará
el "significado personal" de esos mismos testimonios.
En la biografía de un hombre aislado, sin menoscabo
del significado histórico de su obra, habrá que poner
el acento descriptivo sobre lo que de original e inédito
tiene la vida de ese hombre, esto es, sobre el "signifi-
cado personal" de los testimonios que nos la revelan.
No será éste el proceder del historiador cuando haga
una descripción biográfica desde el punto de vista de
la generación histórica a que el biografiado pertenece
o pudo pertenecer. En tal caso, sin desconocer ni me-

Hállanse en la Parte Primera de mi Menéndez Pelayo.

318
nospreciar la decisiva importancia de la singularidad
personal, atenderá preferentemente al significado his-
tórico de los testimonios biográficos, es decir, a su sis-
temática conexión con el mundo histórico-social en que
esos testimonios fueron creados por su autor.
Enunciaré una a una la serie de cuestiones a que
metódicamente ha de responder el historiador:
1. ¿Qué podía hacer un hombre en el mundo his-
tórico del cual y contra el cual brotó la generación que
se estudia? Más precisamente: ¿qué podían hacer en él
todos y cada uno de los hombres concretos integrantes
de su minoría adelantada y definidora? La respuesta a
la primera interrogación nos dará el cuadro de las po-*
sibilidades históricas que ofrecía el mundo en que nació
la generación estudiada; o, cuando menos, la imagen
que como historiadores conseguimos acerca de ellas.
El esclarecimiento del segundo problema nos mostrará
el repertorio de las posibilidades biográficas accesibles
a cada uno de nuestros hombres 34.
2. ¿Qué hizo cada uno de los agonistas de la mi-
noría generacional entre todo lo que entonces pudo ha-
cer? La respuesta estará constituida por el manojo de
las distintas y singulares biografías de todos ellos. Mas
para obtener una respuesta suficiente, la interrogación
anterior deberá ser desglosada en una serie de cuestio-
nes más concretas. A riesgo de cosechar el fastidio y

34
Por sus talentos nativos, por su temperamento, por su educación an-
terior, por su salud, etc.

319
la cólera del lector, las repetiré de nuevo: ¿qué acepta
de su mundo y de su vida precedente cada uno de nues-
tros hombres?; ¿qué rechaza?; ¿qué va poniendo creado-
ramente en su vida y en su mundo?; ¿qué proyecta y
sueña para sí y para los demás?
3. Todavía deberá contestar el historiador—o in-
tentarlo, al menos—a otra pregunta fundamental. ¿Por
qué, para qué y cómo hizo cada uno lo que realmente
hizo—aceptando, rechazando, respondiendo, creando,
proyectando, soñando—•, y no cualquiera otra de las
cosas que en aquel momento pudo hacer?
La respuesta a todas estas interrogaciones pondrá
a nuestra vista, paralelamente ordenadas, las singula-
res biografías de cuantos componen la minoría rectora
del grupo generacional. Estas biografías se hallarán
anudadas entre sí por una serie de relaciones conviven-
cíales: amistad, colaboración, intercambio epistolar, di-
sidencias, etc. No es esto, sin embargo, lo que en ver-
dad constituye el suceso generacional, sino el posible
parecido histórico entre todas las curvas biográficas in-
dividuales. El momento verdaderamente decisivo en la
historiografía de una generación consiste en indagar
minuciosa y metódicamente en qué se asemejan las res-
puestas dadas por el historiador a cada una de las an-
teriores preguntas respecto a cada uno de los miem-
bros que componen la minoría del grupo generacional.
El cuadro historio gráfico de una generación debe
estar constituido, visto en profundidad, por tres planos
distintos: un fondo, un cuerpo y un tenue primer plano

320
o, tal vez mejor, sobreplano. Será el fondo del cuerpo
una sobria y suficiente pintura del mundo histérico-
social de que la generación emerge; la descripción del
parecido histórico entre las biografías de los protago-
nistas ocupará el cuerpo de la composición; y sobre ella,
como un fino y transparente dosel de figuras aisladas,
se dibujará la personal e intransferible singularidad de
todos los que integran el grupo. Me atrevería a compa-
rar este esquema descriptivo con la composición pictó-
rica del San Mauricio y la legión tebana, del Greco.
Vese en el fondo del cuadro el mundo histórico sobre
que se alza y destaca la hazaña de San Mauricio y
sus jóvenes; las figuras del santo y sus secuaces, vigo^
rosas, adelantadas, compactamente trabadas entre sí,
forman y colman con su heroica y comunal humanidad
el cuerpo del cuadro; y en lo alto, recibiendo el sentido
de la acción conjunta, un cielo hacia el que se levantan,
como llamas de cirio, obras e intenciones, y en que se
discierne el mérito singularísimo de cada uno de los vo-
luntarios del sacrificio.
La descripción del parecido no puede quedar limi-
tada a la determinación de su estructura, según el sis-
tema de interrogaciones historiográficas que anterior-
mente expongo. La semejanza generacional no es un
hecho, como el parecido anatómico entre dos rostros,
ni un proceso, como el parecido entre dos modos de
andar o de gesticular, sino un suceso histórico. Más que
parecerse entre sí, los hombres integrantes de una ge-
neración se van pareciendo por obra de sus sucesivas

321
21
acciones personales, libre o semilibremente cumplidas,
y pueden dejar de parecerse en cualquier momento de
su vida. Por eso dije que la historiografía de una ge-
neración debe ser vista como la biografía de una seme-
janza o, si se me permite este expresivo neologismo,
como una cobiografía. La tarea del historiador de una
generación consiste en aprehender y describir cómo
nacen, se configuran y se proyectan sobre el medio los
hábitos históricos comunes a todos los miembros del con-
junto, tal y como se expresan en la vida de los que
componen su minoría definidora.
Expuse antes como típico un curso posible y aún
frecuente del suceso generacional. Haría mal, no obs-
tante, quien, metido a describir la vida histórica de una
generación, se dejase llevar por ese o por cualquier otro
esquema típico. La descripción del suceso se habrá de
atener a la estricta singularidad de su curso real, y el
historiador deberá limitarse a seguir con su método las
vicisitudes que de hecho haya experimentado la seme-
janza del grupo.
¿Cuándo y cómo ha podido nacer esa semejanza?
Apenas puede decirse nada de antemano. Unas veces
será temprana y brotará de la relación directa entre ado-
lescentes, otras tardía y nacida sin trato inmediato en-
tre los que se asemejan. Es en estos casos cuando más
inequívocamente se muestra la raíz del parecido gene-
racional: si dos hombres que no se tratan y apenas se
conocen se parecen históricamente entre sí, su parecido
depende necesariamente de una común actitud funda-

322
mental ante su situación histórica. Esta actitud se des-
granará temporalmente en las acciones personales más
diversas. Cualquiera que sea, sin embargo, el modo de
expresarla, la peculiar constitución de la vida humana
permitirá siempre distinguir en ella tres momentos di-
versos más o menos separables y distantes entre sí: la
inquietud, la autoproposición y la operación.
Empleo la palabra inquietud en el mismo sentido
con que se la usaba hace años diciendo, que una per-
sona "tenía inquietudes". Quería decirse que aquella
persona no se hallaba satisfecha con su situación espi-
ritual, y se inquietaba por buscar acá y allá, dispersa
y desorientadamente, un modo de vivir más acorde con
su inexpresa ambición 35. Esta inquietud es, en último
término, el equivalente histórico de la religiosa inquie-
tudo agustiniana— inquietum est cor meum..J~-'y en
modo alguno incompatible con ella: toda inquietud his-
tórica es en su más entrañada raicilla un anhelo de re-
posar en Dios, aunque el inquieto no lo sospeche. Dios
nos libre del hombre que no tiene "inquietudes"; tanto,
por lo menos, como del que no sabe tener reposo.
La inquietud es el temple psicológico en que se ex-
presa la radical problematicidad de la vida personal
cuando, sedienta ésta de propia y auténtica consistencia,

35
La inquietud humana es al proyecto de existencia lo que el autosen-
timiento a la clara idea de sí mismo. Pueden leerse algunas ideas acerca de
este problema en mis Estudios de Historia de la Medicina y de Antropo-
logía médica, Madrid, 1943, págs. 151 y sigs.

323
se encuentra a sí misma distante de todo lo que ha
recibido, vacía y menesterosa a un tiempo. Por eso es
la tarea de indagarla la primera entre todas las que
debe cumplir el historiador de una generación. La bus-
cará con delicadeza en el alma de cuantos componen la
minoría, estudiará con ahinco sus relaciones con la si-
tuación histórica en que todos viven y, por fin, cuidará
de aprehender la posible semejanza existente entre to-
das esas individuales inquietudes. Nada más difícil que
percibir un parecido entre lo que, como esta inquietud
precursora, no tiene todavía "figura". En el tierno y
vago estremecimiento inicial de las almas de una gene-
ración apenas podrá describirse otra cosa que la seme-
janza de su "sentido". Toda generación histórica co-
mienza, en efecto, por una semejanza en el "sentido",
todavía inexpreso, que unos cuantos jóvenes coetáneos
quieren dar a sus incipientes vidas individuales.
Nadie puede vivir en inquietud permanente, ni si-
quiera los inquietos. La ambición personal que la inquie-
tud revela—"ambición", de amb~ire, ir de un sitio a
otro, dar vueltas en torno a una cosa, buscar inquieta-
mente una "salida" o un "reposo"—acaba por concre-
tarse en una autopvoposición más o menos firme y sa-
tisfactoria. Sobre la dúplice estructura de toda auto-
proposición humana (el proyecto y el ensueño, la pro-
babilidad y la utopía), dije antes lo suficiente para no
insistir ahora. El historiador de una generación histó-
rica, después de haber precisado la semejanza en la in-
quietud, se esforzará por aprehender el posible, suce-

324
sivo y siempre inseguro parecido entre las autopropo-
siciones personales de quienes integran su minoría. To-
das ellas serán, por supuesto, rigurosamente distintas
entre sí; pero si el conjunto generacional es algo más
que una ficción del historiador, todas ellas mostrarán
una innegable semejanza estilística. Las personales in-
quietudes de los miembros de una generación se pare-
cen en su "sentido"; las personales autoproposiciones
de todos ellos, más configuradas ya, se asemejan en
su "estilo" 36.
Muchas veces no será claramente perceptible en la
vida de un hombre la formulación preoperativa de sus
proyectos y sus ensueños. De su inquietud y su auto-
proposición no veremos sino las acciones personales que
sucesivamente las actualizan. Cada acción personal, una
cuenta individua dentro de ese rosario de acciones en
que se distiende el proyecto de existencia, comienza
por un repliegue del hombre a su personal intimidad y

36
En la base de todo "proyecto personal"—la fracción posible de la
autoproposición—se articulan en forma más o menos identificable los siguien-
tes supuestos suyos: 1. La idea que el hombre tiene de sí mismo, inserta a
su. vez en una idea—científica, vulgar, religiosa, supersticiosa, etc.—de la
existencia humana, en una tácita antropología. 2. La idea que del mundo y
de su posible curso temporal tiene ese hombre: una Física, una Biología,
una Sociología y una Historia rudimentarias o elaboradas. 3. La adscripción
personal, el amor del hombre a su vida futura y posible; la intensidad de la
"vocación" con que se siente "llamado" a hacer lo que proyecta. Estos tres
supuestos del proyecto personal descansan a su vez sobre un último plinto
de creencias—religiosas o seudorreligiosas—constitutivamente necesarias para
que la existencia humana no pare en el suicidio o en la desesperación ab-
soluta.

325
se halla integrada por varios elementos descriptivamen-
te distintos entre sí: el propósito o sentido intencional
de la acción, lo que su autor quiere hacer con ella; la
decisión selectiva y operativa, acto por el cual prescin-
de el hombre de lo que no hace, se queda con lo que va
a hacer y pone en marcha la intención definitivamente
adoptada, la figura expresiva y operativa, rostro visible
de la acción personal; y, por fin, el sentido impletivo, el
significado y la importancia que la acción, una vez cum-
plida, tiene para su autor y para los que de ella reciben
noticia 37.
El historiador de una generación describirá la serie
de acciones personales con que cada uno de sus perso-
najes va distendiendo su autoproposición, procurará
aprehender la figura que todas ellas forman y estudia-
rá con cauteloso desvelo el posible parecido que las ac-
ciones singulares y sus totales figuras tengan entre sí.
El "estilo" común que apuntaba en el parecido de las
autoproposiciones queda ahora perfectamente configu-
rado y definido; siempre, claro es, que el grupo descri-
to constituya una verdadera generación histórica. Las
preguntas concretas que nuestro historiador deberá ir
haciéndose y contestándose, enunciadas quedaron en las
páginas anteriores.

3T
El inicial repliegue del hombre a su intimidad constituye una cierta
"suspensión" de la vida personal. Cada acción deliberada y libre es, en
cierto modo, un "empezar a vivir"—a vivir personalmente, claro es—, y
por esto es radicalmente discontinuo el curso de la existencia humana. Sólo
a saltos vive el hombre en cuanto tal.

326
He dicho repetidamente que el curso histórico con-
creto del parecido generacional puede ser extremada-
mente diverso. Mas, cualquiera que sea la línea tempo-
ral del parecido, y aunque se aparte mucho de todos los
posibles modos típicos antes reseñados, siempre se ha-
llará integrada por los tres momentos sucesivos que aca-
bo de exponer: semejanza en la inquietud inicial, seme-
janza en las autoproposiciones personales, semejanza de
las figuras dibujadas por las acciones que dan temporal
actualidad al proyecto. Si a la descripción de esta suce-
siva semejanza se añade la de su huella histórica, des-
de que comenzó a influir sobre el mundo en torno hasta
el momento en que el historiador escribe, estará comple-
to el cuadro historiográfico de una generación.
El acabamiento de la descripción no supone, sin em-
bargo, la terminación definitiva del empeño. Tiene el
historiador a su vista el despliegue o, mejor aún, la edi-
ficación de un parecido histórico. ¿Puede ser reducida
esa curva a la unidad de un centro intencional? ¿Existe
un centro desde cuya unidad pueda ser comprendida la
diversidad sucesiva de la semejanza? ¿Cuál es—por
usar palabras más comunes, aunque menos precisas-—el
"espíritu" de la generación descrita?
Sólo puede alcanzarse respuesta a tales preguntas
paseando una y otra vez la mirada—una mirada sensi-
ble, amorosa e instante—sobre la superficie en que se
distiende temporalmente el parecido generacional. Múl-
tiple puede ser el resultado de la pesquisa. Habrá oca-

327
siones en que el parecido nazca de una sola intención y
ésta sea fácilmente conjeturable. Otras veces habrá ne-
cesidad de referir la semejanza a un complejo de inten-
ciones más o menos discernibles, pero constantes desde
su nebulosidad inicial hasta su ñnal desgranamiento en
acciones concretas. Algunas mostrará el parecido eta-
pas cualitativamente distiritas entre sí, equivalentes a las
"unidades sucesivas" de que hablé en mis reflexiones so-
bre el problema de la biografía. Todo ello no contan-
do la posible ordenación descriptiva del parecido gene-
ral en "unidades sistemáticas"—literarias, intelectuales,
políticas, etc.'—, coincidentes o no con los subgrupos
humanos en que, como sabemos, se diversifica a veces
el conjunto generacional.
En tratándose del parecido generacional surge por
todas partes la misma diversidad volandera y tornadiza.
Las quiebras, las transiciones y las hendiduras de la se-
mejanza histórica entre los hombres no alcanzan, cier-
tamente, a negar la posible aparición de tal semejanza
en el curso real de la Historia. Demuestran, en cambio,
y muy eficazmente, que la descripción aislada de un con-
junto generacional es siempre una convención historio-
gráfica más o menos acusada. Conviviendo con otros
hombres hacen los hombres su vida. Esta convivencia
puede consistir en una relación personal y en un pare-
cido biológico, histórico o social. A veces, de modo muy
poco previsible, coinciden entre sí la relación y el pare-
cido histórico, y surgen, entre otros, los grupos huma-

328
nos que llamamos generaciones. ¿Quién podrá negar
que la generación, así entendida, es una realidad del
acontecer humano y un precioso concepto para enten-
der y describir adecuadamente la vida histórica? Lo cual,
evidentemente, dista mucho de afirmar que sean las ge-
neraciones las unidades fundamentales de la mudanza
histórica 38.
Dos unidades elementales, que no métricas, tiene el
curso discontinuo de la Historia. Una es real: la exis-
tencia personal de cada uno de los hombres que, hacien-
do su vida, hacen la Historia. Otra es sucesiva: la uni-
dad de cada una de las acciones históricas con que los
hombres van cumpliendo como pueden sus proyectos y
sus ensueños. De la conexión de estas acciones nacen

38
E n sus prescripciones historiográflcas de El cometido de¡ la nueva
ciencia histórica, parte Ortega de un a priori: la real ordenación del acon-
tecer histórico en el ritmo polémico de las generaciones. La serie quindenial
de las generaciones es la retícula con que el historiador debe contemplar
el curso de la Historia. El problema del historiador se reduce, por tanto,
a conseguir que su retícula coincida sin error de paralaje con la presunta
estructura generacional de la Historia. Pero esa realidad de un ritmo quin-
denial en el acontecer histórico ¿no será muchas veces la sombra de la
retícula interpretativa que el historiador maneja? ¿No habrá en lo interpre-
tado una proyección demasiado vigorosa de lo que Heidegger llama "pre-
estructura de la interpretación"?
Creo muy preferible que el historiador edifique su descripción del curso
de la Historia sobre el fundamento de la biografía. Con tal proceder, las
"unidades" de la semejanza histórica—y, entre ellas, las generaciones—son
más bien "problemas" y "hallazgos" que construcciones previas. Sé muy
bien que no puede escribirse la Historia sin supuestos, ni interpretar sin
una "preestructura de la interpretación"; el wie eigenílich gewesen de Ranke
puede ser una aspiración, mas no un método. Ello, sin embargo, no excluye
la ascética exigencia de reducir al mínimo los supuestos interpretativos.

329
los eventos, elementos operativos del acontecer históri-
co. La unidad real que es cada existencia humana va
edificándose, piedra sobre piedra, mediante una serie so-
segada o anhelante de acciones personales. Un hombre,
un hombre que con ojos luminosos o con ojos ciegos
'—"vestido de Cristo" o "a tientas", decía San P a b l o -
va buscando a través de la Tierra su reposo en Dios.

330
ÍNDICE

Págs.

Carta a Xavier Zubiri 8

CAPITULO I.
EL APOYO DEL HOMBRE EN LA HISTORIA.—El hombre
como ser histórico.—Los problemas de la Historiología.—Mo-
dos de vivir la mudanza histórica.—La seglaridad completiva.
El optimismo del progreso.—El pesimismo de la regresión.—
La inseguridad crítica.—Regresión y crisis 17

CAPÍTULO I I .

LA INSEGURIDAD DEL HOMBRE.—Muerte, dolor y flnitud.


El hombre, "animal enfermo".—Finitud y angustia.—Seguri-
dad animal, inseguridad humana.—El hiato entre el hombre
y el mundo 41

CAPÍTULO III.

LA SALIDA DE SI MISMO.—La salida mística.—La salida


instintiva.—La salida agónica.—La aventura ideal.—La com-
pañía del hombre.—Fama y acción histórica.—La fama mun-
dana.—La fama trágica.—La fama trascendente 69

331
Págs.

CAPITULO IV.

LA CREACIÓN HISTÓRICA, EL HASTIO Y LA NOVEDAD.


Recapitulación.—La creación histórica.—Seguridad y posibili-
dad.—Esencia de las crisis históricas.—Psicología de la insa-
tisfacción histórica.—El hastío.—El afán de novedad.—Sinopsis. 101

CAPITULO V.
BIOLOGÍA E HISTORIA. EL INGRESO DEL JOVEN EN LA
VIDA HISTÓRICA.—Biología e Historia.—Edad e Historia.—-
La vida juvenil.—El adolescente y la vida histórica.—Lo im-
puesto al joven.—Lo depuesto por el joven.—Lo puesto por el
joven.—Lo propuesto por el joven.—El estilo juvenil 131

CAPÍTULO VI.

LA GENERACIÓN COMO CONCEPTO HISTORIOLOGICO.


HISTORIA DEL CONCEPTO.—I. Período precientífico del vo-
cablo.—II. Período científico del vocablo.—Ranke.—Dilthey.—
Ottokar Lorenz.—Ortega y Gasset.—Petersen.—Pinder.—
Wechssler.—Drerup.—Resumen: Mannheim y Petersen 207

CAPÍTULO VH.

LA GENERACIÓN COMO CONCEPTO HISTORIOLOGICO.


TEORÍA DE LA GENERACIÓN.—Discontinuísmo histórico y
vida personal.—La semejanza generacional.—Estructura de las
generaciones.—Curso de las generaciones.—Historiografía de
las generaciones 265

332
ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LOS
TALLERES TIPOGRATICOS DE LA IM-
PRENTA "DIANA", LARRA, 6, MA-
DRID, EL DÍA VIII DE ENERO
DEL AÑO DE GRACIA DE
MCMXLV DE LA ERA
CRISTIANA

LAVS DEO

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