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¿Dónde empiezan y terminan las

Meninas?
De Ricardo Rafael Paredes Santillán

Podemos decir muchas cosas sobre la pintura pero siempre tendrá la particularidad de ser
un espacio sobre el que se manifiesta algo. La pintura, al igual que las formas clásicas del
arte occidental, no ha abandonado nunca su cercanía política. Así podemos hacer una larga
lista de pintores occidentales que retrataron a reyes, burgueses, figuras religiosas o
personajes importantes a nivel político y económico. Otro aspecto que se puede resaltar de
ella es, sin caer en equívoco alguno, que lo que se manifiesta dentro es un espacio y tiempo
contenido. Una huella.

Huella como rastro, como acontecimiento congelado. O más sencillamente –y


menos idónea expresión a mi gusto- como registro. Pero conservemos la idea de una huella.
¿Qué es una huella? Podríamos pensarla como la deformación sobre los componentes
estáticos de la realidad. Una huella es la marca, el vestigio del acontecer de un “algo” que
ha modificado los elementos de la realidad, de una forma contingente –si pensamos en una
huella, por ejemplo, de zapato generada por un desinteresado andar- pero de forma
consciente si la relacionamos al concepto de arte como algo producido por un Ser humano.

Del arte también se ha hablado mucho. Martin Heidegger, el gran filósofo alemán
del siglo XX y, además, teórico del arte, expresa sobre la obra de arte, en un asombroso
ensayo titulado El origen de la obra de arte (1935): “Cuando en la obra se produce una
apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la
verdad”1. En la obra de arte, en este caso la pintura, está obrando la verdad cuando sirve de
apertura a lo ente. Es decir, a la realidad, a lo que es. Cuando la pintura es el receptáculo de
la realidad, donde se expresa lo que es, en ella obra la verdad.

Cuando el pintor dispone de las formas, del pigmento, en el lienzo a razón de


configurarlos para plasmar cierta imagen a través de la profundidad de contraste que el
color genera, ¿Está pintando la verdad? Si la obra de arte es, en definitiva, un espacio
donde se da apertura a la verdad, a lo ente, a lo que es, a la existencia; ¿qué clase de verdad
se manifiesta, por ejemplo, en las meninas (1656-1657) de Diego Velázquez?

Velázquez es uno de los pintores del barroco Español más importantes para la
historia del arte. Su maestría y calidad como pintor son indiscutibles. Su destreza lo llevó a

1
Heidegger, Martin, Caminos de bosque, El origen de la obra de arte, Alianza editorial, España, p.25.
ser el pintor de la corte española en 1623. Sus dotes como pintor de retratos lo condujeron a
ser uno de los artistas más importantes de la corte y haber realizado –con increíble éxito-
varios retratos de personajes de la aristocracia.

¿Cuál sería el interés de los aristócratas españoles en que se les pintara? Por
supuesto la idea de huella nos da la clave. Ante todo, la pintura como huella, trasciende el
tiempo y manifiesta la imagen de un rey en tan delicada y sublime forma que impactara a
todo aquél que se postrara frente al retrato. Y en efecto lo hace incluso hoy en día. No deja
de sorprendernos la maestría con la que Velázquez pintó a Felipe IV (1628), expresando
para la posteridad todo su poder con Felipe IV con la armadura de gala (1623) o cómo
consigue expresar la valentía del rey en Felipe IV a caballo (1634-1635). Recordemos que
el arte como apertura sólo consigue la verdad si muestra lo que es y cómo es.

Así, podemos distinguir una cualidad de la huella, en tanto que pintura donde
acontece algo: es una cuestión de tiempo y espacio que acoge “algo” en su seno. La
intención de un rey de ser retratado es la de poder superar la limitación humana –por
excelencia- de nuestra finitud. La pintura como huella del pasado congela el
acontecimiento, el semblante y hasta el alma, del retratado, en un momento determinado del
hoy, para trascender estos dos últimos estadios y llegar al futuro. Al insondable mañana. De
esta forma lo que acontece en la pintura es la figura del poderoso rey. Por tanto de la
verdad. Es obvio el interés en ser pintados por parte de los aristócratas.

Esta podría considerarse una de las razones tácitas, de una densa profundidad
psicológica, que subyacen al interés de la aristocracia por la pintura (superar su finitud).
Otra es manifestar su poderío demostrando que poseen el capital –y el buen gusto cultural-
de pagarse un retrato u obra de determinado artista que, a su vez, va haciéndose más y más
famoso. En este sentido el arte, y propiamente la pintura, y precisamente Velázquez, no se
alejan del ámbito político. Otra razón psicológica sería el aparente narcisismo de
devolverse la mirada desde una dimensión de exquisita forma, como la pintura ofrece.
Mirada congelada que trascenderá el tiempo, como huella, y librará de la escalofriante
consecuencia del olvido, propio de la nada, de ser nada, que trae consigo la muerte.

El arte, de esta manera, certifica el poderío y, por tanto, consolida la verdad del rey
al manifestarlo en el espacio donde, al mostrarse lo que es y cómo es, acontece sólo la
verdad. En este sentido, la pintura se manifestaba con una lectura propositiva: es la mirada
del rey, de un individuo de la nobleza o hasta de un personaje ficticio, el que devuelve la
mirada. Propositiva en la medida en que eso que “acontece” en la obra es expulsado hacia
nosotros.

Los pintores, desde el Renacimiento, comienzan también a inmortalizarse en el


lienzo. Así, Rembrandt y Goya tendrán en su largo historial de pinturas muchísimos
autorretratos. En el marco de todo lo planteado hasta ahora: ¿Qué importancia, pues, tienen
las meninas? Las meninas es una obra polifacética. Puede ser leída como un autorretrato –
pues Velázquez mismo se manifiesta –como es y lo que es- en el humilde lienzo de 318 x
276cm. Puede ser leído como una pintura de grupo –tan recurrentes en el Barroco Europeo-
. Pero hay que rescatar una característica fundamental de las meninas: ninguna figura
parece ocupar el centro.

Lo característico de un autorretrato es que el retratado ocupe el centro del cuadro.


Es decir, sea, esencialmente, la totalidad de lo que el cuadro muestra. La verdad única de lo
que es y cómo es. La meninas –más cercana a una pintura de grupo- manifiesta a múltiples
personajes. Todos los personajes mantienen un tamaño ligeramente regular; ninguno se
encuentra en un primer plano tan dramático y preciso como en un autorretrato de alguien en
particular. Al fondo, en un pequeño espacio rectangular se vislumbra tenuemente, casi
espectral, dos figuras que, sin mucho esfuerzo, se identifican como el Rey y la Reina.

Aún ese espacio, que ha sido interpretado de manera muy lógica como el reflejo de
los dos reyes que están postrados frente a Velázquez para ser retratados, resulta mínimo
para ocupar la centralidad del cuadro. De forma brillante Velázquez se retrata. Un acto un
tanto osado pues que un artista se permitiera tan relevante papel en la pintura, puede que
hasta protagónico, que relevara a los reyes a un papel tan secundario resultaba peligroso.
Postrado tras su gran lienzo, se asoma por un lado y nos devuelve la mirada. Una mirada
serena, inquisitiva y de plena concentración. Una mirada que, además, demuestra la
experiencia y fluidez de su acto. De hecho, todos los personajes del cuadro nos devuelven
la mirada. Le devuelven la mirada al espectador. ¿Qué es, si no es el rey y a la reina, lo que
Velázquez está pintando? O, en otros términos, ¿Qué es lo que Velázquez está mirando con
tanta concentración? No sólo el pintor, sino todos los personajes del cuadro están mirando
hacia fuera. Están viendo algo que, en efecto, no aparece en el espacio y el tiempo
contenido en la pintura como huella.

Las meninas retratan, no a un individuo o a la familia del rey, sino un momento.


Suspende en el tiempo un momento. Hace del momento una huella. La clave es que
Velázquez aparezca en un cuadro pintando un cuadro y que además devuelva la mirada.
Que todos devuelvan la mirada. El momento que dejó como huella en ese cuadro no es, en
realidad, el momento que el cuadro expresa como tal, sino eso otro oculto que Velázquez
discretamente está pintando en su lienzo.

¿Cuál sería entonces el cuadro? El momento que acontece “que es y cómo es”
dentro del espacio tiempo contenido en el lienzo o, por el contrario, ese espacio oculto,
insondable y misterioso, que Velázquez se encuentra construyendo a pinceladas sobre el
lienzo. En este sentido surge una pregunta más: ¿para quién es oculto y misterioso ese
espacio que Velázquez está pintando? Para el espectador. Para un “yo” que se sitúa en la
frontera del tiempo y el espacio que Velázquez delimitó con Las Meninas.
La pintura se mantenía en un diálogo cerrado entre el espectador y el retratado, o la
situación que acontecía en el cuadro. El espectador era consciente, lo somos, de que está
frente a una obra. Una pintura. Las meninas es un cuadro que, por el contrario, está
consciente de que está frente a un espectador. La lectura no es vertical: como la consigna
que supone el reconocimiento del retratado por parte del espectador como figura de poder o
autoridad –como sería en el retrato de reyes, burgueses o aristócratas-. Tampoco es la
representación de un momento ideal como el arte sacro pretendía. Es un momento cotidiano
el que se manifiesta en Las meninas.

El momento cotidiano –una aparente sesión de pintura en la lujosa recámara real- se


expresa por toda una situación que concierne a muchos personajes. Las figuras no son
centrales. Las figuras de los reyes reflejadas en el espejo se sitúan ligeramente a la
izquierda. El centro del cuadro parece nulo. ¿Qué hay pues en el centro del cuadro? Por
más que nos acercáramos, en el centro –preciso- del cuadro no hay nada. Parece un punto
muerto. Claro que si se analiza la obra desde valores compositivos relacionados al color –
como debería ser en el caso de una pintura- puede situarse como protagonista a la infanta
margarita pero, ¿Por qué, entonces, Velázquez no pintaría de forma convencional a la
infanta? ¿Qué hay detrás del modo en el que Velázquez dispuso de los elementos formales,
a pinceladas y matizando colores, en la composición de dicho cuadro? ¿Qué es lo que el
artista quería mostrar, en tanto que la pintura como apertura de lo ente, con semejante
manera de componer un cuadro, como verdad?

Velázquez parece haber querido situar al espectador, no frente al rey o la reina ni


mucho menos frente a la infanta margarita, frente a una escena. A una situación. A la
situación del acto de pintar. Velázquez pinta un cuadro dentro del cuadro. Se muestra a él
mismo en su actividad, al nivel de la aristocracia. Como si ya formara parte de ella. Como
si la pintura mereciera un lugar en la escala social más alta de la época. Sin embargo, uno
frente al cuadro –que es bastante grande- puede no pensar eso. Para nada. El espectador se
enfrenta a una escena donde todos los del tiempo y espacio al interior del lienzo le
devuelven la mirada. Y entonces repara en el pintor, que escruta un punto invisible para el
espectador, y parece pintar lo que hay ahí.

La huella que suponen Las Meninas no es una que pretenda ir al futuro. No es el


pasado, o la huella de una presencia la que pretende llegarnos, sino que esta obra recibe el
futuro abriéndose a recibirlo. Prepara el espacio, nicho, para recibir lo inesperado del
tiempo venidero. El espectador frente a la pieza completa una especie de juego de miradas,
de conjugación de espacios. El espacio-tiempo contenido, como huella, de la pintura y el
espacio-tiempo que es él mismo. Velázquez oculta el lienzo dentro del lienzo; su obra es un
secreto que no puede el espectador sino detectar y suponer. De nuevo, ¿Qué está pintando
Velázquez en ese cuadro dentro del cuadro?
Velázquez, como muchos otros pintores del Barroco Europeo, juagaba con los
espacios dentro de la pintura. La obra de Las hilanderas (1644-1648) es un juego de este
tipo. En el cuadro se ven dos planos; el primer plano se encuentra ocupado por tonos más
oscuros; juegos de luces más discretos y personajes mucho más cercanos al espectador.
Justo en el centro de la pieza se ubica una sala posterior que, a diferencia de la primera, se
encuentra iluminada. Los personajes, envueltos por una luz que los ilumina desde la
izquierda, parecen habitar un mundo idílico. Este juego de espacios supone una tendencia
platónica de idealismo y materialismo. De cuerpo y alma; el dualismo religioso por
excelencia. Una tradición en la pintura que se consolida gracias a las intenciones del
Concilio de Trento2 que, para seguir sosteniéndose como figura de autoridad y poder
político de la época, da paso a situar el idealismo religioso en la carne, el cuerpo,
descendiéndolo hasta ámbitos más cotidianos.

Curiosamente, en la zona más iluminada hay una muchacha que nos devuelve la
mirada. Pero no precisamente a nosotros, como espectadores, sino al espacio oscuro. Al
espacio terrenal; un espacio de oscuridad. Es un juego de miradas y espacios que, muy
posiblemente, el pintor ya experimentaba en sus trabajos previos a la ejecución de Las
Meninas.

En la obra Cristo en casa de marta (1618) se aprecia, quizá de forma más


contundente, esta división de espacios. El primer plano, bastante denso y cercano en
volumen al espectador, muestra a una muchacha que está cocinando y detrás hay una vieja
como llamándole la atención con cierto ademán que resulta ambiguo. En la esquina
superior derecha, hay un espacio cuadrado, donde, en una zona con más iluminación,
parece estar un hombre –Cristo- con dos mujeres. El tema sacro desciende a aspectos más
terrenales. De nuevo el juego de espacios: ideal y material.

¿Qué espacio es, entonces, el que se conjuga en Las Meninas? Velázquez ya había
experimentado este juego. ¿Es quizá la puerta del fondo el pequeño lugar donde está el
espacio que buscaba conjugar? Tal vez este juego de espacios no se limitó, de ninguna
manera, a ser contenido en el lienzo. Porque el espacio no sólo se trataba de un juego de
luces –aunque es sumamente relevante en las obras Barrocas- sino a lugares concretos, de
cierta cohesión espacial. Velázquez pretendió expandir el terreno de juego, abrirlo más allá.
El diálogo de espacios en Las Meninas ya no está dentro del lienzo; es un juego de miradas
entre lo que acontece en el lienzo como huella y el espectador que, también, formando parte
de un espacio y de un tiempo, se constituye como huella.

2
En respuesta a la reforma protestante impulsada por Martín Lutero, la iglesia católica celebra un concilio de
veinticinco sesiones que duran desde 1545 – 1563, en el que se deciden normas y parámetros que las obras de
arte debían seguir para consolidar, con mayor eficacia, la fe en el feligrés y el poder político de la iglesia que,
con Lutero, se había sacudido y puesto en duda.
¿Qué ocupa pues el centro del cuadro sino el mañana? Sino la posibilidad más
remota del espectador que se vuelve centro él mismo al postrarse frente a tan bello cuadro.
La huella, con Las Meninas, se vuelve algo vital, infinito, algo inacabado; se vuelve un
acontecimiento que se revitaliza cada que un espectador ve al cuadro y cada que el cuadro
ve a un espectador. Y la experiencia le envuelve de forma horizontal. El terreno de juego de
espacios se abre; abarca un punto imaginado, aún, por el propio pintor. Un punto
insondable de espacio y tiempo. Se abre a esas miradas hacia la exterioridad del cuadro,
hacia el contingente futuro, invitan al espectador a ser parte de un momento único e
irrepetible que, no es el cuadro, sino él mismo.

Ahora surge la pregunta que quizá haya encontrado su respuesta hasta este punto.
¿Qué verdad acontece en Las Meninas? ¿La del autorretrato de Velázquez? ¿La infanta
Margarita? En la obra acontece algo que no termina. Velázquez nos devuelve la mirada sin
conocernos pero con la certeza de que estaremos ahí. Y él siempre va a pintar. Velázquez
permite, al retratar el mañana, que nosotros mismos demos cuenta de nuestra existencia
frente al lienzo. Esa inquisidora mirada sabe, ¡él lo sabe!, que estamos detrás del velo del
tiempo. Sabe que un “yo” como “él”, que será un “tú”, está frente a ese cuadro.

Las Meninas es un cuadro que no expulsa nada sino que recoge. Integra hacia dentro
lo otro que está fuera. Es una obra que permite un nicho, cálido, de recibimiento a un
individuo. La apertura de esta obra es atemporal. Todo aquél que se integre, que encaje en
ese espacio que Velázquez dejó, termina el cuadro. ¿Dónde, entonces, comienzan y
terminan Las Meninas?

La obra clásica, tanto esculturas como retratos, se relacionaban con el espectador de


una manera propositiva. Era una especie de expulsión hacia fuera que, el que contempla,
debe consumir. Debe él recibir la verdad, lo que es y cómo es, de algún pintor, escultor o
dibujante concreto. Las meninas es una obra misteriosa y, en definitiva, obstinadamente
atemporal: No parece ser una expulsión hacia fuera. Esta obra parece abrir los brazos y
recibir a todo aquél que se posee frente a ella y, de forma cálida por la disposición de los
elementos en el cuadro –que no resultan de una jerarquía centrada, a nivel de disposición en
las formas- invita a un ser humano, anónimo, habitante de otros tiempos, a volverse el
punto final de la pieza. Aquél que, por decirlo de una manera, pone la cereza sobre el
pastel.

En conclusión, Las Meninas es una obra importante para el arte moderno, pero no
sólo eso, sino hasta para el arte contemporáneo. Pensando éste último como un terreno en el
que el espectador parece desaparecer y fundirse en una dinámica, situación, -llámese
performance o happening- donde no sólo “recibe” sino que hace parte de la obra. Integra su
propia presencia, e incluso acción, a ser el punto final del engranaje que dispone la pieza
para desarrollarse.

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