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Meninas?
De Ricardo Rafael Paredes Santillán
Podemos decir muchas cosas sobre la pintura pero siempre tendrá la particularidad de ser
un espacio sobre el que se manifiesta algo. La pintura, al igual que las formas clásicas del
arte occidental, no ha abandonado nunca su cercanía política. Así podemos hacer una larga
lista de pintores occidentales que retrataron a reyes, burgueses, figuras religiosas o
personajes importantes a nivel político y económico. Otro aspecto que se puede resaltar de
ella es, sin caer en equívoco alguno, que lo que se manifiesta dentro es un espacio y tiempo
contenido. Una huella.
Del arte también se ha hablado mucho. Martin Heidegger, el gran filósofo alemán
del siglo XX y, además, teórico del arte, expresa sobre la obra de arte, en un asombroso
ensayo titulado El origen de la obra de arte (1935): “Cuando en la obra se produce una
apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la
verdad”1. En la obra de arte, en este caso la pintura, está obrando la verdad cuando sirve de
apertura a lo ente. Es decir, a la realidad, a lo que es. Cuando la pintura es el receptáculo de
la realidad, donde se expresa lo que es, en ella obra la verdad.
Velázquez es uno de los pintores del barroco Español más importantes para la
historia del arte. Su maestría y calidad como pintor son indiscutibles. Su destreza lo llevó a
1
Heidegger, Martin, Caminos de bosque, El origen de la obra de arte, Alianza editorial, España, p.25.
ser el pintor de la corte española en 1623. Sus dotes como pintor de retratos lo condujeron a
ser uno de los artistas más importantes de la corte y haber realizado –con increíble éxito-
varios retratos de personajes de la aristocracia.
¿Cuál sería el interés de los aristócratas españoles en que se les pintara? Por
supuesto la idea de huella nos da la clave. Ante todo, la pintura como huella, trasciende el
tiempo y manifiesta la imagen de un rey en tan delicada y sublime forma que impactara a
todo aquél que se postrara frente al retrato. Y en efecto lo hace incluso hoy en día. No deja
de sorprendernos la maestría con la que Velázquez pintó a Felipe IV (1628), expresando
para la posteridad todo su poder con Felipe IV con la armadura de gala (1623) o cómo
consigue expresar la valentía del rey en Felipe IV a caballo (1634-1635). Recordemos que
el arte como apertura sólo consigue la verdad si muestra lo que es y cómo es.
Así, podemos distinguir una cualidad de la huella, en tanto que pintura donde
acontece algo: es una cuestión de tiempo y espacio que acoge “algo” en su seno. La
intención de un rey de ser retratado es la de poder superar la limitación humana –por
excelencia- de nuestra finitud. La pintura como huella del pasado congela el
acontecimiento, el semblante y hasta el alma, del retratado, en un momento determinado del
hoy, para trascender estos dos últimos estadios y llegar al futuro. Al insondable mañana. De
esta forma lo que acontece en la pintura es la figura del poderoso rey. Por tanto de la
verdad. Es obvio el interés en ser pintados por parte de los aristócratas.
Esta podría considerarse una de las razones tácitas, de una densa profundidad
psicológica, que subyacen al interés de la aristocracia por la pintura (superar su finitud).
Otra es manifestar su poderío demostrando que poseen el capital –y el buen gusto cultural-
de pagarse un retrato u obra de determinado artista que, a su vez, va haciéndose más y más
famoso. En este sentido el arte, y propiamente la pintura, y precisamente Velázquez, no se
alejan del ámbito político. Otra razón psicológica sería el aparente narcisismo de
devolverse la mirada desde una dimensión de exquisita forma, como la pintura ofrece.
Mirada congelada que trascenderá el tiempo, como huella, y librará de la escalofriante
consecuencia del olvido, propio de la nada, de ser nada, que trae consigo la muerte.
El arte, de esta manera, certifica el poderío y, por tanto, consolida la verdad del rey
al manifestarlo en el espacio donde, al mostrarse lo que es y cómo es, acontece sólo la
verdad. En este sentido, la pintura se manifestaba con una lectura propositiva: es la mirada
del rey, de un individuo de la nobleza o hasta de un personaje ficticio, el que devuelve la
mirada. Propositiva en la medida en que eso que “acontece” en la obra es expulsado hacia
nosotros.
Aún ese espacio, que ha sido interpretado de manera muy lógica como el reflejo de
los dos reyes que están postrados frente a Velázquez para ser retratados, resulta mínimo
para ocupar la centralidad del cuadro. De forma brillante Velázquez se retrata. Un acto un
tanto osado pues que un artista se permitiera tan relevante papel en la pintura, puede que
hasta protagónico, que relevara a los reyes a un papel tan secundario resultaba peligroso.
Postrado tras su gran lienzo, se asoma por un lado y nos devuelve la mirada. Una mirada
serena, inquisitiva y de plena concentración. Una mirada que, además, demuestra la
experiencia y fluidez de su acto. De hecho, todos los personajes del cuadro nos devuelven
la mirada. Le devuelven la mirada al espectador. ¿Qué es, si no es el rey y a la reina, lo que
Velázquez está pintando? O, en otros términos, ¿Qué es lo que Velázquez está mirando con
tanta concentración? No sólo el pintor, sino todos los personajes del cuadro están mirando
hacia fuera. Están viendo algo que, en efecto, no aparece en el espacio y el tiempo
contenido en la pintura como huella.
¿Cuál sería entonces el cuadro? El momento que acontece “que es y cómo es”
dentro del espacio tiempo contenido en el lienzo o, por el contrario, ese espacio oculto,
insondable y misterioso, que Velázquez se encuentra construyendo a pinceladas sobre el
lienzo. En este sentido surge una pregunta más: ¿para quién es oculto y misterioso ese
espacio que Velázquez está pintando? Para el espectador. Para un “yo” que se sitúa en la
frontera del tiempo y el espacio que Velázquez delimitó con Las Meninas.
La pintura se mantenía en un diálogo cerrado entre el espectador y el retratado, o la
situación que acontecía en el cuadro. El espectador era consciente, lo somos, de que está
frente a una obra. Una pintura. Las meninas es un cuadro que, por el contrario, está
consciente de que está frente a un espectador. La lectura no es vertical: como la consigna
que supone el reconocimiento del retratado por parte del espectador como figura de poder o
autoridad –como sería en el retrato de reyes, burgueses o aristócratas-. Tampoco es la
representación de un momento ideal como el arte sacro pretendía. Es un momento cotidiano
el que se manifiesta en Las meninas.
Curiosamente, en la zona más iluminada hay una muchacha que nos devuelve la
mirada. Pero no precisamente a nosotros, como espectadores, sino al espacio oscuro. Al
espacio terrenal; un espacio de oscuridad. Es un juego de miradas y espacios que, muy
posiblemente, el pintor ya experimentaba en sus trabajos previos a la ejecución de Las
Meninas.
¿Qué espacio es, entonces, el que se conjuga en Las Meninas? Velázquez ya había
experimentado este juego. ¿Es quizá la puerta del fondo el pequeño lugar donde está el
espacio que buscaba conjugar? Tal vez este juego de espacios no se limitó, de ninguna
manera, a ser contenido en el lienzo. Porque el espacio no sólo se trataba de un juego de
luces –aunque es sumamente relevante en las obras Barrocas- sino a lugares concretos, de
cierta cohesión espacial. Velázquez pretendió expandir el terreno de juego, abrirlo más allá.
El diálogo de espacios en Las Meninas ya no está dentro del lienzo; es un juego de miradas
entre lo que acontece en el lienzo como huella y el espectador que, también, formando parte
de un espacio y de un tiempo, se constituye como huella.
2
En respuesta a la reforma protestante impulsada por Martín Lutero, la iglesia católica celebra un concilio de
veinticinco sesiones que duran desde 1545 – 1563, en el que se deciden normas y parámetros que las obras de
arte debían seguir para consolidar, con mayor eficacia, la fe en el feligrés y el poder político de la iglesia que,
con Lutero, se había sacudido y puesto en duda.
¿Qué ocupa pues el centro del cuadro sino el mañana? Sino la posibilidad más
remota del espectador que se vuelve centro él mismo al postrarse frente a tan bello cuadro.
La huella, con Las Meninas, se vuelve algo vital, infinito, algo inacabado; se vuelve un
acontecimiento que se revitaliza cada que un espectador ve al cuadro y cada que el cuadro
ve a un espectador. Y la experiencia le envuelve de forma horizontal. El terreno de juego de
espacios se abre; abarca un punto imaginado, aún, por el propio pintor. Un punto
insondable de espacio y tiempo. Se abre a esas miradas hacia la exterioridad del cuadro,
hacia el contingente futuro, invitan al espectador a ser parte de un momento único e
irrepetible que, no es el cuadro, sino él mismo.
Ahora surge la pregunta que quizá haya encontrado su respuesta hasta este punto.
¿Qué verdad acontece en Las Meninas? ¿La del autorretrato de Velázquez? ¿La infanta
Margarita? En la obra acontece algo que no termina. Velázquez nos devuelve la mirada sin
conocernos pero con la certeza de que estaremos ahí. Y él siempre va a pintar. Velázquez
permite, al retratar el mañana, que nosotros mismos demos cuenta de nuestra existencia
frente al lienzo. Esa inquisidora mirada sabe, ¡él lo sabe!, que estamos detrás del velo del
tiempo. Sabe que un “yo” como “él”, que será un “tú”, está frente a ese cuadro.
Las Meninas es un cuadro que no expulsa nada sino que recoge. Integra hacia dentro
lo otro que está fuera. Es una obra que permite un nicho, cálido, de recibimiento a un
individuo. La apertura de esta obra es atemporal. Todo aquél que se integre, que encaje en
ese espacio que Velázquez dejó, termina el cuadro. ¿Dónde, entonces, comienzan y
terminan Las Meninas?
En conclusión, Las Meninas es una obra importante para el arte moderno, pero no
sólo eso, sino hasta para el arte contemporáneo. Pensando éste último como un terreno en el
que el espectador parece desaparecer y fundirse en una dinámica, situación, -llámese
performance o happening- donde no sólo “recibe” sino que hace parte de la obra. Integra su
propia presencia, e incluso acción, a ser el punto final del engranaje que dispone la pieza
para desarrollarse.