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EL ÁRBOL DE LA VIDA

Sábado final de la tarde, Parque Lincoln. Cuatro novias cumplen su periplo fotográfico
que comienza con una sesión bajo las frondosas ramas del llamado “Árbol de la vida”.
Me sorprendo. Uno de los ritos más antiguos de la humanidad cuyo origen se pierde en
las brumas del paleolítico, actualizado en una sesión kitsch de este villorio
cochabambino del siglo XXI. Parece una paradoja que justo aquí, donde los árboles
están en continuo peligro de mutilación y muerte, se abra un espacio mágico que recree
la antiquísima relación de los hombres, pero particularmente de las mujeres, con los
árboles. Relación marcada por una espiritualidad que celebra la existencia en su
totalidad plena lo cual significa sostener la indisoluble continuidad entre el nacimiento,
la muerte y la regeneración. Sé que el ritual no es el mismo, pero sé que existe un hilo
conductor entre estas novias mestizas, cholas, birlochas, como yo misma, y aquellas
lejanas y misteriosas mujeres que honraban hace ya miles de años al árbol sagrado. Sé
que muchas de ellas bailan en la fiesta de Urkupiña, festejan el día de los muertos, k’oan
el primer viernes y challan en carnaval, sé por eso también que para ellas la muerte no
es el final de todo.

Muchos de nosotros esta noche también, y sin saberlo, festejaremos la vida alrededor de
un árbol: del Árbol de Navidad, que no es sino una variación cristianizada de aquel
sagrado árbol ancestral. Se dice que fue San Bonifacio, evangelizador de Alemania,
quien reemplazó el árbol que representaba al Dios Odín por un pino para honrar al dios
cristiano. Pero dicha costumbre tiene orígenes más aracaicos, podríamos así en una
suerte de mínima genealogía referirnos a los Celtas de Europa Central que usaban
árboles para representar a sus Dioses y para celebrar el nacimiento del Dios del Sol y
la Fertilidad en las mismas fechas de la Navidad cristina. Y más atrás aun, aludir a su
representación en el templo neolítico de Hagar Quim donde existe un altar con la
representación del “árbol de de la vida” en sus cuatro lados. O ya también, el más
popular de todos ellos, el que aparece en la tradición judea cristiana; aquel que alojaba
los frutos prohibidos del conocimiento del bien y del mal, y en cuyas ramas se posaba la
tentadora serpiente. O el arbol de la civilización minoica, pueblo que nos transmitió en
su arte su entusiasmo por la belleza y abundancia de la naturaleza y a su gran Diosa de
la vida, la muerte y la regeneración representada junto a su símbolo por excelencia.

Como no mencionar en este recorrido al Árbol de Persea egipcio, símbolo antiquísimo


que trastocaba sus hojas en lenguas y sus frutos en corazones, imágenes de la palabra y
el pensamiento creador. Y finalmente, al más antiguo en el orden civilizatorio, el legado
por la civilización sumeria, aquel adornado e iluminado que guardaba bajo sí los regalos
de la familia. Más de cuatro mil años unen nuestras costumbres a aquellas ancestrales.
Como no escarbar entonces en nuestra memoria colectiva el verdadero significado de
esta relación que debiera ser inquebrantable. Los druidas estaban convencidos que cada
hombre y mujer llevaba en su interior un árbol y por medio de este podría crecer en
sabiduría y conocimiento, rindamos entonces pues homenaje a la fuerza de la vida, a la
sabiduría intrínseca en ella y a la regeneración. Esta noche y todas las noches, y todos
los días y en todo lugar honremos al arbol sagrado de la vida.

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