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(expuesta con ocasión de la presentación de la 3ª edición del Tratado de Derecho
Municipal dirigido por S. Muñoz Machado).
Luciano Parejo Alfonso
Catedrático de Derecho Administrativo
Universidad Carlos III de Madrid
La presentación formal de la tercera edición del Tratado de Derecho Municipal
dirigido por Santiago Muñoz Machado, de suyo buena noticia, proporciona ocasión
para alguna reflexión.
La historia de esta obra, que arranca de 1988 y cuya extensión se ha duplicado,
acredita no solo la persistencia de la atención doctrinal por esta pieza singular del
Derecho administrativo (en el Derecho alemán forma parte, por ello, de la
convencionalmente denominada parte especial), sino la maduración de su análisis
y tratamiento a pesar de –y en contraste con‐ la relativa pérdida de peso en la vida
política real del Estado en su conjunto de esta pieza basal, y por ello capital, de la
arquitectura de este último. Pérdida ésta, que salta a la vista a poco que se adopte
la necesaria perspectiva y considere la importancia de lo local en el S. XIX y
cuando menos el primer tercio del S. XX. La actualización de una obra como ésta
era, pues, más que oportuna, necesaria. Lo que no solo no minora, sino que
acrecienta el mérito de su realización, cuya dificultad deriva de la complejidad de
su objeto y la pluralidad de autores que la han hecho posible; tarea, que dice, una
vez más, de la capacidad personal y de convocatoria y organización del Director.
Sin perjuicio de las matizaciones que impone desde luego el actual estadio social
del Estado, la separación de éste y la sociedad es esencial para el Derecho público:
sólo la segunda puede ser y es, en efecto, el ámbito de la libertad, valor que –
estando referido como está a la persona en sociedad‐ no es cualidad propia del
Estado sino sólo fin de éste en su doble dimensión de organización‐poder y
ordenamiento jurídico. Justamente en la frontera difusa entre ambos –sociedad y
Estado‐ se sitúa, articulándolos, el Municipio, lo que hace justamente su
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singularidad. Pues éste no es sólo que, por ser directamente representativo, tenga
legitimación directa, sino que su gestión de los asuntos de la colectividad que
institucionaliza no es otra cosa que autoadministración. Dicho de paso: ésta
característica de lo municipal debería haber conducido hace tiempo ya a su
tratamiento singular en el seno del régimen electoral general, lo que en modo
alguno debe entenderse como su extracción de él. Lo que constituye para el que lo
quiera ver síntoma claro de que la apuntada singularidad dista de ser una realidad
entre nosotros.
No es sorprendente, así, que en plano jurídico‐positivo y práctico del régimen local
se haya pasado –contando desde la primera regulación en 1985 de la autonomía
local, es decir, considerando el período analizado por las sucesivas ediciones de la
obra presentada‐ de la creatividad inherente a la instancia local, capaz de nutrir un
proceso (de abajo hacia arriba) de decantación de técnicas e instituciones
administrativas susceptibles de generalización, a la inversión de tal proceso vía
imposición desde arriba de instituciones y técnicas con independencia de su
idoneidad local (la Ley 57/2003 de “modernización” [sic] del gobierno local es bien
significativa al respecto). La espléndida arcada de la planta baja del edificio estatal
corre peligro de transmutarse, así y por cegamiento de sus ojos, de puente eficaz
entre la sociedad y el Estado en dique de contención que agrava las deficiencias de
legitimación que aquel edificio padece y que la crisis en la que estamos instalados
ha venido a poner de manifiesto.
Quizás sean éstas las razones (aunque –de estar errado en mi diagnóstico‐ puedan
serlo otras de signo contrario, pero de igual efecto: miedo a tocar una pieza
importante y sensible de la estructura estatal; lo que sería preferible) las que
puedan explicar:
1º. El destino que ha sido deparado al serio intento por la Ley 7/1985 de
instalar en nuestra cultura político‐administrativa la lógica específica de la
instancia municipal: el fracaso por incapacidad de quebrar la coraza y la
inercia de nuestro sistema, el cual solo se siente seguro reduciendo lo local
a lo “administrativo” en sentido tradicional y estricto y fiando la garantía de
su “integración” en la estructura y el funcionamiento del Estado en su
conjunto a las técnicas ensayadas y conocidas.
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2º. La frustración en origen del paralelo intento de reconsideración –en la
misma línea de las reformas operadas décadas antes en países del norte y
centro de Europa‐ del ya entonces insostenible “mapa” municipal.
El balance al día de hoy presenta sin duda aspectos enormemente positivos, pues
la Ley de 1985 ha presidido una potenciación y un robustecimiento espectaculares
de la vida local y, por ello, en algo ha debido contribuir a ellos. Pero no ha podido
impedir:
b) La ruptura “por arriba” (el estrato superior de la instancia municipal: los
llamados “grandes Municipios (o poblaciones)”, manifestada en forma de
“huida” del régimen común y productora –vía verdadera mutación (en
sentido jurídico estricto) del surgimiento de una institución híbrida en la
que el rasgo predominante no es ya la “autoadministración” sino el
gobierno representativo director de un apartado administrativo
profesionalizado (característico de las instancias territoriales superiores).
Lo menos importante (con serlo también) de esta última ruptura de la economía
unitaria de la institución (a no confundir con su régimen uniforme) es la cuestión
de su constitucionalidad (posibilidad de su “absorción” por la constitucionalidad
positivada en calidad de “normalidad constitucional”). De mayor trascendencia son
las restantes preguntas que se agolpan y entre las que destacan dos: ¿Existe, tras la
Ley de 2003, uno o dos desarrollos básicos de la garantía de la autonomía local,
uno o dos regímenes básicos locales? ¿Son verdaderos entes locales los llamados
grandes Municipios; las, en su caso y acercándose a las Ciudades Autónomas,
llamadas “Ciudades”?
La gran paradoja de la actual situación salta a la vista si se considera el relevante
papel adquirido por la instancia municipal en la radical transformación de las
condiciones de vida en España y la vida diaria actual de los ciudadanos. Esta última
resulta hoy inimaginable, en efecto, sin la presencia y actuación de los entes
locales. Y ello aún poniendo en la balanza la odiosa corrupción que ha atacado y
corroído su organización y funcionamiento, pues tal fenómeno no deja de ser
(aparte otras muchas otras cosas) el lamentable reverso de la importancia
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adquirida. Sin que pueda dejar de mencionarse la corresponsabilidad que en la
afirmación y extensión de esta lacra debe atribuirse fundamentalmente a la
instancia autonómica. La apetencia de esta última por la interiorización completa
de la Administración local, con nuevo forzamiento –se quiera reconocer o no‐ del
orden constitucional (la lógica peculiar de la organización de nuestro Estado de las
autonomías) prueba la posición y el papel que hoy corresponde a la
Administración local, por más que aquella apetencia pueda ser reconducida
también (y quizás sobre todo) al afán de consecución de una paralela “ruptura” del
marco constitucional hacia arriba, es decir, hacia la “estatalidad”, esta vez por las
Comunidades Autónomas.
La más que seria crisis económica en la que estamos instalados reclama
ciertamente sacrificios, pero también reflexión y decisión en tanto que ocasión
para abordar y ejecutar reformas que, en otras circunstancias, serían bastante más
dificultosas. Y es lógico que en el debate público se hayan planteado cuestiones
ligadas a la Administración local, primero a propósito de sus competencias en la
mórbida materia del urbanismo y, más recientemente, de su desdoblamiento
interno en dos instancias (municipal y supramunicipal/provincial). Se trata sin
duda de cuestiones más que pertinentes, pero cuyo tratamiento y solución
adecuados –a juzgar por los términos en que se vienen formulando las opiniones
en el expresado debate‐ corren más que el riesgo el inminente peligro de ser
nuevamente víctimas del arraigado vicio del arbitrismo radical y pendular. Se
impone un análisis mas sosegado y ponderado, que se inspire en los análisis y
propuestas que se han ido formulando desde hace tiempo (y que han encontrado
oídos sordos) y opte por soluciones factibles.
La competencia municipal en urbanismo es, por la misma naturaleza de las cosas,
insoslayable, por lo que no ha de buscarse tanto su traslación hacia arriba (opción
en si misma cuestionable, dado el palmarés de la política territorial y urbanística
autonómica), como la resolución adecuada de la tensión entre los factores
“distancia” (capital en materia de ubicación de las competencias) y
“autoadministración” (esencial en los asuntos de la convivencia ciudadana diaria,
como lo son los “urbanísticos”). Obvia es la trascendencia de la “entidad” y, por
tanto, capacidad de los entes municipales, lo que quiere decir: de la reforma del
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mapa municipal, para el hallazgo de la fórmula óptima para compatibilizar ambos
polos de tensión. Pues la reforma de la estructura de la Administración local,
cualquiera que sea la fórmula escogida, ha de producir un incremento de la
distancia de la instancia gestora.
Y en punto a esta última reforma ninguna duda existe de que la alternativa mejor
es la de fijación de un umbral mínimo de población (el considerado indispensable,
desde el punto de vista de la capacidad gestora y financiera, nunca inferior a los
5.000 habitantes) para la realización de un proceso, a escala autonómica, de
reordenación de términos municipales, con simultánea reconducción de las
agrupaciones municipales obligatorias (en particular las provinciales e insulares) a
instancias de cobertura de las insuficiencias de capacidad de los Municipios de
menor población. Pero, de persistir la ausencia de condiciones políticas suficientes
para tal opción, al menos podría acometerse la reconversión de las agrupaciones
obligatorias supramunicipales (especialmente provinciales e insulares) en
verdaderas instancias de suplencia de las insuficiencias de los pequeños
Municipios (con posibilidad de asunción de los servicios municipales
correspondientes en caso de imposibilidad o dificultad de prestación), dejando al
margen de aquéllas los Municipios con entidad suficiente. Como se ve, las
Diputaciones (y, en su caso, las corporaciones supramunicipales sustitutivas), los
Cabildos y Consejos insulares serían, en el actual estado de cosas y mientras no
haya posibilidad y voluntad para una reforma más decidida, no tanto el problema,
cuanto la solución
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