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El pensamiento práctico del profesor: implicaciones en la formación del

profesorado.

Angel Pérez Gómez

En la pequeña e intensa historia de nuestro ámbito de conocimiento es difícil


encontrar un momento como el actual, que se caracterice por la efervescencia
y generalización de la preocupación por la calidad de la enseñanza. Como
punto central y factor prioritario de la deseada calidad de la enseñanza aparece
hoy el profesor. Su actuación, en el más amplio sentido de la palabra, se
considera la clave que determina el flujo de los acontecimientos en el aula y en
la escuela y, como consecuencia, los procesos de aprendizaje y desarrollo de
las nuevas generaciones.

La sociedad occidental aparece preocupada, en la actualidad, por los


resultados insatisfactorios de largos y costosos procesos de escolarización. La
escuela en las sociedades industrializadas ha llegado a los rincones más
inaccesibles y a las capas sociales más deprimidas. No obstante, ni la
preparación científico-técnica, ni, en particular, la formación cultural y humana,
ni la esperada formación compensatoria han alcanzado, en parte alguna, el
nivel de satisfacción prometido.

Sin olvidar la influencia decisiva de otros factores (escolarización, organización


social de la escuela, recursos materiales, configuración del currículum...) que
determinan la política educativa de cada país, desde hace unos años y cada
día con mayor intensidad, se vuelve la mirada hacia el profesor, como
profesional responsable de la naturaleza y calidad del acontecer educativo en
el aula y en la escuela. La formación de este profesional es el eje de la
controversia actual. En la mayoría de los países occidentales se han formado
recientemente comisiones de alto nivel encargadas de redactar informes-
diagnóstico de la situación y elaborar propuestas de actuación y reforma de los
anacrónicos e insatisfactorios sistemas de formación del docente. (Entre los
más recientes cabe citar el Holmes Group Report, 1986; y el Carnegie Report,
1986; el RITEW Framework o CTE, Hoffman and Edwards, 1986). Del mismo
modo, es fácil comprobar la proliferación de seminarios, congresos,
conferencias y publicaciones en revistas especializadas sobre esta
controvertida y compleja temática.

La formación del profesorado no puede considerarse un ámbito autónomo de


conocimiento y decisión. Por el contrario, las orientaciones adoptadas a lo largo
de su historia se encuentran profundamente determinadas por los conceptos de
escuela, enseñanza y currículum que prevalecen en cada época. De este
modo, y a partir de la particular definición de estos conceptos se desarrollan
imágenes y metáforas que pretenden definir la función del docente como
profesional en la escuela y en el aula. Entre estas metáforas podemos
reconocer como familiares, las del profesor como modelo de comportamiento,
como transmisor de conocimientos, como técnico, como ejecutor de de rutinas,
como planificador, como agente que toma decisiones o resuelve problemas...
A cada una de estas imágenes o metáforas subyace una concepción de la
escuela y de la enseñanza, una teoría del conocimiento, su transmisión y
aprendizaje, un concepto de las relaciones entre la teoría y la práctica, la
investigación y la acción.

Quisiera detenerme en dos concepciones básicas, dos formas bien distintas de


aproximarse a los problemas que plantea la intervención educativa y, en
particular, la actividad del docente como profesional de la enseñanza: la que
considera al profesor como técnico-especialista que aplica con rigor las reglas
que se derivan del conocimiento científico, y aquella otra que concibe al
profesor como un práctico autónomo, un artista, que reflexiona, toma
decisiones y crea durante su propia intervención. Una panorámica más
completa de otras perspectivas puede encontrarse en Zeichner, 1983).

EL PROFESOR COMO TECNICO


La metáfora del profesor como técnico hunde sus raíces en la Concepción
tecnológica de toda actividad profesional, práctica, que pretenda ser eficaz y
rigurosa, en lo que Schon (1983) denomina la racionalidad técnica como
epistemología de la práctica. En realidad es ésta una concepción
epistemológica de la práctica, heredada del positivismo, que ha prevalecido a lo
largo de nuestro siglo, y en la cual hemos sido educados y socializados, y
siguen siéndolo, la mayoría de los profesionales en general y de los docentes
en particular.

Según el modelo de racionalidad técnica la actividad del profesional es más


bien una actividad instrumental, dirigida a la solución de problemas mediante la
aplicación rigurosa de teorías y técnicas científicas. Para ser eficaces, los
profesionales en ciencias sociales, como en otros ámbitos de la realidad, deben
de enfrentarse a los problemas concretos que encuentran en su práctica,
aplicando principios generales y conocimientos científicos derivados de la
investigación.
Desde esa perspectiva es necesario reconocer una jerarquía en los niveles de
conocimiento, así como un proceso lógico de derivación entre los mismos. En
este sentido Edgar Schein (1980) distingue tres componentes en el
conocimiento profesional:

“1. Un componente de ciencia básica o disciplina subyacente sobre el que


descansa la práctica o sobre el que ésta se desarrolla.
2. Un componente de ciencia aplicada o ingeniería del que se derivan los
procedimientos cotidianos de diagnóstico y solución de problemas.
3. Un componente de competencias y actitudes que se relacionan con su
intervención y actuación al servicio del cliente, utilizando el conocimiento
básico y aplicado subyacente.”

Es fácil comprender cómo el conocimiento técnico depende de las


especificaciones que generan las ciencias aplicadas y como éstas a su vez se
apoyan lógicamente en los principios más básicos, generales y potentes que
desarrollan las ciencias básicas. Al mismo tiempo conviene tener presente que
los diferentes niveles de jerarquía en los tipos de conocimiento suponen, en la
realidad, diferentes status académicos y sociales para las personas que los
producen. Tiene lugar así, en la práctica, una auténtica división del trabajo y un
funcionamiento relativamente autónomo de los profesionales en cada uno de
los diferentes niveles. La racionalidad técnica impone, pues, por la propia
naturaleza de la producción del conocimiento, una relación de subordinación de
los niveles más aplicados y cercanos a la práctica a los niveles más abstractos
de producción del conocimiento, a la vez que prepara las condiciones para el
aislamiento de los profesionales y su confrontación gremial.

Del mismo modo, en el modelo de racionalidad técnica, se produce


inevitablemente la separación personal e institucional entre la investigación y la
práctica. Aunque se establezcan cuidadosamente los contactos institucionales
entre ambas actividades, éstas se consideran realmente distintas en cuanto a
su naturaleza y por tanto en cuanto a su ubicación personal y profesional. Los
investigadores proporcionan el conocimiento básico y aplicado del que se
derivan las técnicas para el diagnóstico y resolución de problemas en la
práctica, y desde la práctica se plantean a los teóricos e investigadores los
problemas relevantes de cada situación.

Por otra parte, y siguiendo a Habermas (1971, 1979), la racionalidad


tecnológica reduce la actividad práctica a una mera actividad instrumental, el
análisis de los medios apropiados para determinados fines, olvidando el
carácter específico e insoslayable del problema moral y político de los fines en
toda actuación profesional que pretenda resolver problemas humanos. Al
reducir la racionalidad práctica a una mera racionalidad instrumental el
profesional en ciencias humanas debe aceptar las situaciones como dadas del
mismo modo que acepta la definición externa de las metas de su intervención.
Planteada así la racionalidad de la práctica como una racionalidad instrumental
o técnica, es fácil establecer en teoría los roles y competencias que debe
desarrollar el profesional y, en consecuencia, la naturaleza, contenido y
estructura de los programas educativos que deben conferirle la preparación
adecuada. Schein (1973) describe así los programas de formación de
profesionales conforme a los dictados de la racionalidad técnica:

“Generalmente el curriculum profesional comienza ron un cuerpo central de


ciencia común y básica seguido de los elementos que componen las ciencias
aplicadas. Los componentes de competencias y actitudes profesionales
generalmente se denominan prácticum o trabajo clínico y puede ser ofrecido
simultáneamente con los componentes de las ciencias aplicadas o incluso de
forma posterior”.

Schon (1983) reafirma este planteamiento al considerar que dentro de la


racionalidad tecnológica el desarrollo de competencias profesionales
lógicamente debe plantearse a posteríorí del conocimiento científico básico y
aplicado porque “en primer lugar, no pueden aprenderse competencias y
capacidades de aplicación hasta que no se ha aprendido el conocimiento
aplicable, y en segundo lugar, porque las competencias son un tipo de
conocimiento ambiguo y de segundo orden”.
Dentro de esta concepción epistemológica de la práctica como racionalidad
técnica o instrumental se ha desarrollado a lo largo de todo este siglo, y, en
particular en los últimos treinta años, la mayor parte de la investigación, la
práctica y la formación del profesional en el ámbito educativo. La concepción
de la enseñanza como intervención tecnológica, la investigación sobre la
enseñanza dentro del paradigma proceso-producto, la concepción del profesor
como técnico, y la formación del docente dentro del modelo' de entrenamiento
basado en las competencias son elocuentes indicadores de la amplitud
temporal y espacial del modelo de racionalidad técnica.

Las bases científicas de la intervención técnica del profesor se han buscado en


ámbitos más básicos del conocimiento, especialmente en las aportaciones de
la psicología. El ejemplo más típico y paradigmático de esta situación lo
constituye, como indica Yinger (1986), el surgimiento en los años cincuenta de
una tecnología educativa apoyada en la promesa de la psicología conductista
como instrumento de control del desarrollo y comportamiento del hombre.
Conforme a estas premisas se desarrolla la imagen del profesor como un
técnico especializado que aplica las reglas y rutinas que se derivan del
conocimiento científico, sistemático y estandarizado para gobernar los
procesos del aula y provocar el deseado y previsto aprendizaje de los alumnos.
Tanto el campo de la psicología de la instrucción como el del análisis de la
eficacia docente están sembrados de ejemplos característicos de esta
concepción.

Del mismo modo, la formación del profesorado, que hemos conocido a lo largo
de las últimas décadas está, por lo general, impregnada de esta concepción
lineal y simplista de los procesos de enseñanza. La racionalidad técnica e
instrumental preside la intervención práctica del docente y los programas de su
formación. A grandes rasgos, la formación del profesorado ha abarcado dos
componentes:
- un componente científico-cultural mediante el cual se pretende
asegurar el conocimiento del contenido a enseñar y,
- un componente psicopedagógico que ofrece la oportunidad de
aprender cómo actuar en el aula de modo eficaz.

En el componente psicopedagógico cabe distinguir dos fases principales. En la


primera fase se adquiere el conocimiento de los principios, leyes y teorías que
desde las ciencias básicas y aplicadas explican los procesos de enseñanza-
aprendizaje y ofrecen normas y reglas para su regulación racional. En la
segunda fase tiene lugar la aplicación en la práctica real o simulada de tales
normas y reglas de modo que el docente adquiera las competencias y
habilidades requeridas para una intervención eficaz.

Con mayor o menor énfasis en uno u otro componente, en una u otra fase,
dentro de este esquema pueden reconocerse la mayor parte de los programas
de formación del profesorado conocidos hasta la actualidad. En cualquier caso
siguen las pautas de formación del profesional dentro del modelo de
racionalidad técnica o instrumental.
LOS LIMITES DE LA RACIONALIDAD TECNICA
No es difícil reconocer el progreso que la racionalidad técnica ha supuesto
sobre el empirismo voluntarista y el oscurantismo teórico de las posiciones que
normalmente se han agrupado bajo el término «enfoque tradicionalista» (Kirk,
1986). Desde la perspectiva «tradicionalista» la formación del profesorado se
concibe fundamentalmente como un proceso de socialización e inducción
profesional en la práctica cotidiana de la escuela. Sin el apoyo conceptual y
teórico de la investigación científica el proceso de socialización del profesor y
de aprendizaje gremial fácilmente reproduce los vicios, prejuicios, mitos y
obstáculos epistemológicos acumulados en la práctica empírica.

El enfoque racionalista supone una crítica del ciego quehacer empírico, al


proponer la utilización del conocimiento y del método científico en el análisis de
la práctica y en la derivación de reglas que norman y regulan la intervención del
profesor. Además, los planteamientos más desarrollados y sofisticados dentro
del enfoque «racionalista-técnico» toman en cierta consideración la
problemática peculiar de la actividad en el ámbito de las ciencias sociales, y en
particular en el ámbito de la enseñanza. De este modo Gage (1978, 1986)
sugiere que las empresas prácticas, como la enseñanza, tienen dos
componentes característicos: el componente científico y el componente
artístico. La enseñanza, como la medicina o la ingeniería puede elaborar una
fundamentación científica, apoyándose en el conocimiento producido por la
investigación científica. Por ello Gage sugiere que si no se puede hablar en la
actualidad de una ciencia de la enseñanza debe proponerse como tarea
prioritaria la elaboración de las bases científicas para apoyar con rigor el arte
de la enseñanza.

El problema, no obstante, sería en primer lugar determinar cuál de las


diferentes aproximaciones teóricas podría suponer una «base científica» para
asentar el arte de la enseñanza. En segundo lugar, es fácil comprender que no
es demasiado acertada la analogía propuesta de la enseñanza con la medicina
y menos con la ingeniería, aunque ambos casos sean empresas prácticas. Los
fenómenos que monta el ingeniero y en gran parte el médico son inertes y por
tanto objetivables, en tanto que los profesores tratan con personas que
necesariamente actúan y reaccionan al aprender. Los procesos de enseñanza
y aprendizaje son procesos de interacción mental cuya riqueza reside
precisamente en la singularidad subjetiva que los caracteriza.

En tercer lugar, el componente artístico que caracteriza toda actividad práctica


es abiertamente abandonado dentro de la racionalidad técnica, incluso cuando
teóricamente ha sido identificado. En la concepción de la ciencia que subyace a
la epistemología positivista no existen ni esquemas ni métodos ni estrategias
que permitan aproximarse a la complejidad del componente artístico de la
actividad práctica.

Por último, cabe destacar que las derivaciones normativas de la racionalidad


técnica han configurado típicamente una propuesta estrecha para la formación
del profesorado: el desarrollo prioritario y a veces exclusivo de competencias y
habilidades técnicas.
De todos modos, los límites y lagunas de la racionalidad técnica como
concepción epistemológica de la práctica educativa tienen raíces más
profundas y significativas, como Schon (1983, 1987) ha puesto de manifiesto.
La realidad social se resiste a ser encasillada en esquemas preestablecidos de
tipo taxonómico o procedimental. A pesar del intento exhaustivo durante las
últimas décadas, la tecnología educativa no puede afrontar las cada día más
evidentes características de los fenómenos prácticos: complejidad,
incertidumbre, inestabilidad, singularidad y conflicto de valores. Tal incapacidad
reside en la propia naturaleza de su concepción epistemológica.

“Desde la perspectiva de la racionalidad técnica, la práctica profesional es un


proceso de solución de problemas... de selección de entre los medios
disponibles aquel o aquellos más adecuados para alcanzar la meta
establecida. Pero con el énfasis en la solución de problemas ignoramos la
identificación de los mismos. El proceso mediante el cual concretamos la
decisión que tomamos, la meta a alcanzar y los medios a utilizar. En el mundo
real de la práctica los problemas no se presentan al práctico como dados.
Deben ser constituidos desde los materiales de las situaciones problemáticas
que son complejas, inciertas y preocupantes. Para convertir una situación
problemática en un problema el práctico debe realizar un cieno tipo de trabajo.
Debe elaborar y construir el sentido de la situación” (Schon, 1983, p. 40).

Los problemas de la práctica social no pueden reducirse a problemas


meramente instrumentales, donde la tarea del profesional se concreta en la
acertada elección de medios y procedimientos y en la competente y rigurosa
aplicación de los mismos. Por lo general, no existen problemas sino situaciones
problemáticas generales. En este sentido, en la misma práctica profesional y
ante la conciencia del práctico aparece con cierta claridad que aunque la
identificación del problema es una condición necesaria para la solución técnica
del mismo, no es en sí un problema técnico. La identificación de problemas es
un proceso reflexivo mediante el cual «interactivamente nombramos las cosas
sobre las que nos vamos a detener y enmarcamos el escenario dentro del
que nos vamos a mover» (Schon, 1983, p. 40).

Además, las situaciones problemáticas de la práctica se presentan, con


frecuencia, como casos únicos, y como tales no se ajustan adecuadamente a la
categoría de problemas genéricos que aborda la técnica y la teoría existentes.
Por ello, el profesional práctico no puede tratarlos como meros problemas
instrumentales que puedan ser resueltos mediante la aplicación de reglas
almacenadas en su conocimiento científico-técnico.

Por otra parte, y de acuerdo con la distinción de Habermas entre racionalidad


práctica y racionalidad instrumental, puede decirse que sólo cuando hay
acuerdo en las metas, cuando éstas son claramente establecidas y fácilmente
identificables, la actividad práctica puede, entonces, presentarse como un
problema instrumental. Pero, cuando las metas son confusas o conflictivas o
meramente cuestionables y cuestionadas, ya no existe ningún “problema” a
resolver desde la racionalidad técnica o instrumental. «Los conflictos de
objetivos no pueden resolverse utilizando las técnicas derivadas de las ciencias
aplicadas» (Schon, 1983, p. 41). La definición de metas y objetivos es un
problema ético-político, nunca meramente técnico.

Así pues, por dos razones fundamentales, la racionalidad técnica o


instrumental no puede aplicarse en sí misma a la solución general de los
problemas educativos. En primer lugar, toda situación de enseñanza, ya sea en
el ámbito de la «estructura de tareas académicas» o en el ámbito de la
«estructura de participación social» (Doyle, 1980; Pérez, 1983; Erikson, 1982),
es incierta, única, cambiante, compleja y presenta conflicto de valores en la
definición de las metas y en la selección de los medios. En segundo lugar, no
existe una única y reconocida teoría científica sobre los procesos de
enseñanza-aprendizaje, que permita la derivación unívoca de medios, reglas y
técnicas a utilizar en la práctica cuando se ha identificado el problema y se han
clarificado las metas. Cuando la práctica educativa parece, aparentemente, en
la superficie, seguir los patrones, fases y ritmos de la lógica de la racionalidad
técnica es probablemente porque el profesor ignora consciente o
inconscientemente las peculiaridades conflictivas de la vida del aula y actúa
con la representación mental unívoca que falsamente se construye de la
realidad. En este caso el profesor no resuelve los problemas reales que el
intercambio de conocimientos y mensajes entre profesor y alumnos está
provocando, se limita a gobernar superficialmente el flujo de los
acontecimientos.

Las premisas anteriores no conducen a un rechazo generalizado y a priori de la


utilización de la racionalidad técnica en cualquier situación de la práctica
educativa. Es fácil identificar múltiples tareas concretas a las que pueden y
deben aplicarse lasteorías y las técnicas derivadas de la investigación básica y
aplicada como mejor y, a veces, única forma de intervención eficaz. Lo que
niegan los planteamientos previeses la posibilidad de considerar la actividad
profesional, práctica, del profesor, como una actividad exclusiva y
prioritariamente técnica. Habría que pensar más bien en una actividad reflexiva
y artística en la que tienen cabida ciertas aplicaciones concretas de carácter
técnico. Generalmente aquellos problemas bien definidos y con metas no
conflictivas y claramente determinadas, suelen ser el tipo de problemas menos
relevante en el conjunto de la práctica educativa.

«Las zonas indeterminadas de la práctica -incertidumbre, singularidad y


conflicto de valores- escapan los cánones de la racionalidad técnica. Cuando
una situación problemática es incierta la solución técnica del problema
depende de la construcción previa de un problema bien definido (lo que en sí
misma no es una tarea técnica). Cuando un práctico reconoce una situación
como única, no puede tratarla solamente mediante la aplicación de teorías y
técnicas derivadas de su conocimiento profesional. Y, en situaciones de
conflicto de valores, no hay ni claras ni consistentes metas que guíen la
selección técnica de los medios.
Son precisamente estas zonas indeterminadas de la práctica, sin embargo, las
que los profesionales prácticos y los observadores críticos de los profesionales
han comenzado a entender, con creciente claridad a lo largo de las últimas dos
décadas, como centrales en la práctica profesional» (Schon, 1987, pp. 6-7).
Así pues, detrás de los problemas arriba planteados, late una cuestión de
carácter epistemológico. En la tradición positivista, la primacía del contexto de
justificación sobre el contexto de descubrimiento ha forzado la investigación y
la intervención práctica de modo que se ajusten a los patrones que a priori
validan el conocimiento científico o sus aplicaciones tecnológicas. En el campo
de las ciencias sociales en general y en el de la educación en particular tal
estrategia conduce a la deformación de la realidad, a una lectura deformada de
la misma, al imponerse desde fuera como un corsé que constriñe sus
manifestaciones originales. Difícilmente la práctica profesional podrá resolver
los problemas que se plantean en una concreta situación, cuando sus
esquemas de análisis e interpretación y sus técnicas de intervención se
imponen sin consideración, ahogando las manifestaciones más peculiares y
genuinas de la compleja situación social que se afronta. El dilema
epistemológico sigue en pie: ¿es la naturaleza de la realidad la que determina
las características de los procedimientos, métodos y técnicas más apropiados
para comprender la complejidad peculiar de la misma e intervenir sobre ella, o
son los criterios de validación del conocimiento científico los que deben
prevalecer?, ¿puede considerarse la naturaleza de los problemas y situaciones
sociales como análoga a la de la realidad física y, por tanto igualmente
abordable desde aquellos métodos y técnicas?

La consideración unívoca de la ciencia, sus principios, métodos y técnicas tal


como se concibe en el enfoque positivista, tiene una muy limitada utilidad en el
ámbito de la práctica social, cuando el profesional tiene que enfrentarse a
problemas complejos que tiene que construir y definir dentro de una situación
cambiante, incierta, confusa y cargada de problemas de valor.
No es hora de seguir dando vueltas estériles a una noria de un pozo sin agua,
como plantea Schon (1983).

“Si el modelo de racionalidad técnica es incompleto, puesto que ignora las


competencias prácticas requeridas en situaciones ‘divergentes’, tanto peor
para dicho modelo. Busquemos, en cambio, una nueva epistemología de la
práctica implícita en los procesos intuitivos y artísticos que algunos
profesionales de hecho llevan a cabo en las situaciones de incertidumbre,
inestabilidad, singularidad y conflicto de valores”.

LA RACIONALIDAD PRACTICA: REFLEXION EN LA ACClON


Con la crítica generalizada a la racionalidad técnica, desde diversos frentes
teóricos y distintas comunidades académicas, aparecen metáforas alternativas
para representar el nuevo papel que debe jugar el profesor como profesional
enfrentado a situaciones complejas, cambiantes, inciertas y conflictivas. El
profesor como investigador en el aula (Stenhouse, 1975), la enseñanza como
arte (Eisner, 1980), la enseñanza como un arte moral (Tom, 1986), la
enseñanza como una profesión de diseño (Yinger, 1986), el profesor como
profesional clínico (Clark, 1983; Griffin, 1985), la enseñanza como proceso de
planificación y toma de decisiones (Clark y Peterson, 1986), la enseñanza
como proceso interactivo (Holmes Group Report, 1987), el profesor como
práctico reflexivo (Shon, 1983, 1987)... Aunque cada una de estas imágenes y
metáforas del profesor y de la enseñanza ofrece matices distintos y énfasis
diferentes, a todas ellas subyace el deseo de superar la relación lineal y
mecánica entre el conocimiento científico-técnico y la práctica en el aula. Más
bien parten de reconocer la necesidad de analizar lo que realmente hacen los
profesores cuando se enfrentan a problemas complejos de la vida del aula,
para comprender cómo utilizan el conocimiento científico y su capacidad
intelectual, cómo se enfrentan a situaciones inciertas y desconocidas, cómo
elaboran y modifican rutinas, experimentan hipótesis de trabajo, utilizan
técnicas, instrumentos y materiales conocidos, y cómo recrean estrategias, e
inventan procedimientos, tareas y recursos.

En realidad, el profesor interviene en un medio ecológico complejo, un


escenario psicosocial vivo y cambiante, definido por la interacción simultánea
de múltiples factores y condiciones. Dentro de ese ecosistema complejo y
cambiante el profesor se enfrenta a problemas de naturaleza prioritariamente
práctica, problemas de definición y evolución incierta y en gran parte
imprevisible, que no pueden resolverse mediante la aplicación de una regla,
técnica o procedimiento. Los problemas prácticos del aula, ya se refieran a
situaciones individuales de aprendizaje o a formas de comportamiento de
grupos reducidos o del aula en su conjunto, requieren un tratamiento singular,
porque en buena medida son problemas singulares, fuertemente condicionados
por las características situacionales del contexto, y por la propia historia del
aula como grupo social.

Como afirma Yinger (1986), «el éxito del práctico depende de su habilidad para
manejar la complejidad y resolver problemas prácticos. La habilidad requerida
es la integración inteligente y creadora del conocimiento y de la técnica» (p.
275). Esta habilidad o conocimiento práctico es analizada en profundidad por
Schon (1983, 1987) como un proceso de reflexión en la acción o como una
conversación reflexiva con la situación problemática concreta. No puede
comprenderse la actividad eficaz del profesor cuando se enfrenta a los
problemas singulares, complejos, inciertos y conflictivos del aula, si no se
entienden estos procesos de reflexión en la acción.

La vida cotidiana de cualquier profesional práctico depende del conocimiento


tácito que activa y elabora durante su propia intervención. El profesor, bajo la
presión de las múltiples y simultáneas demandas de la vida del aula, activa sus
recursos intelectuales en el más amplio sentido de la palabra (conceptos,
teorías, creencias, datos, procedimientos, técnicas) para elaborar un
diagnóstico rápido de la misma, valorar sus componentes, diseñar estrategias
alternativas y prever, en lo posible, el curso futuro de los acontecimientos. La
mayoría de estos recursos intelectuales que se activan en la acción son de
carácter tácito, implícito, y aunque pueden explicitarse y hacerse conscientes
mediante un ejercicio de metaanálisis, su eficacia consiste en su vinculación a
esquemas y procedimientos de carácter semíautomático, una vez consolidadas
en el pensamiento del profesor (Zeichner, 1987; Clandinin y Connely, 1986).

Antes de analizar las implicaciones que tiene para la formación del profesor
una nueva concepción de la práctica profesional como práctica reflexiva me
parece conveniente ofrecer una larga cita de Kemmis (1985) sobre la
naturaleza del proceso de reflexión.

“La reflexión es un proceso de transformación de determinado material


primitivo de nuestra experiencia (ofrecido desde la historia y la cultura y
mediado por las situaciones que vivimos) en determinados productos
(pensamientos comprensivos, compromisos, acciones), una transformación
afectada por nuestra concreta tarea (nuestro pensamiento sobre las relaciones
entre el pensamiento y la acción, y las relaciones entre el individuo y la
sociedad), utilizando determinados medios de producción (comunicación, toma
de decisiones y acción)...
Podríamos resumir la naturaleza de la reflexión de la siguiente forma:
1. La reflexión no está determinada biológica o psicológicamente, ni es
puro pensamiento, expresa una orientación hacia la acción y refiere a
las relaciones entre pensamiento y acción en las situaciones históricas
en las que nos encontramos.
2. La reflexión no es una forma individualista de trabajo mental, ya sea
mecánica o especulativa, sino que presupone y prefigura relaciones
sociales.
3. La reflexión no es ni independiente de los valores, ni neutral; expresa
y sirve a intereses humanos, políticos, culturales y sociales particulares.
4. La reflexión no es ni indiferente ni pasiva ante el orden social, ni
meramente propaga valores sociales consensuados; sino que
activamente reproduce o transforma las prácticas ideológicas que están
en la base del orden social.
5. La reflexión no es un proceso mecánico, ni es simplemente un
ejercicio creativo en la construcción de nuevas ideas; es una práctica
que expresa nuestro poder para reconstruir la vida social, al participar en
la comunicación, en la toma de decisiones y en la acción social”
(Kemmis, pp. 148-149).

Es importante plantear desde el principio que la reflexión no es meramente un


proceso psicológico individual, que puede ser estudiado desde esquemas
formales, independientes del contenido, el contexto y las interacciones. La
reflexión implica la inmersión consciente del hombre en el mundo de su
experiencia, un mundo cargado de connotaciones, valores, intercambios
simbólicos, correspondencias afectivas, intereses sociales y escenarios
políticos. La reflexión, a diferencia de otras formas de conocimiento, supone un
análisis y una propuesta totalizadora, que captura y orienta la acción. El
conocimiento académico, teórico, científico o técnico, sólo puede considerarse
instrumento de los procesos de reflexión cuando se ha integrado
significativamente, no en parcelas aisladas de la memoria semántica, sino en
los esquemas de pensamiento más genéricos que activa el individuo cuando
interpreta la realidad concreta en la que vive y sobre la que actúa, y cuando
organiza su propia experiencia. No es un conocimiento «puro», es un
conocimiento contaminado por las contingencias que rodean e impregnan la
propia experiencia vital.
PENSAMIENTO PRACTICO
Para comprender mejor este importante y complejo componente de la actividad
del profesional práctico es necesario distinguir de acuerdo con Schon (1983)
tres diferentes conceptos que se incluyen en el término más amplio de
pensamiento práctico:
- Conocimiento en la acción;
- Reflexión en la acción;
- Reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción

Conocimiento en la acción
Conocimiento en la acción, (conocimiento técnico, o solución de problemas
según Habermas), es el componente inteligente que orienta toda actividad
humana, se manifiesta en el saber hacer. Hay un tipo de conocimiento en toda
acción inteligente, aunque este conocimiento, fruto de la experiencia y de la
reflexión pasadas, se haya consolidado en esquemas semiautomáticos o
rutinas. Toda acción competente, incluso espontánea o improvisada, revela un
conocimiento normalmente superior a la verbalización que puede hacerse del
mismo, saber hacer, y saber explicar lo que uno hace y el conocimiento y las
capacidades que utiliza cuando actúa competentemente, son realmente dos
capacidades intelectuales distintas (Argyris, 1985). En el mismo sentido cabe
citar los planteamientos de Polanyi (1971) sobre el conocimiento tácito
que se activa en la acción, en la utilización de instrumentos o artefactos, en el
reconocimiento de personas, objetos, procedimientos..., así como otras
múltiples investigaciones en diseño, psicología, psicolingüística... que
manifiestan la existencia de un rico bagaje de conocimiento implícito que se
vincula a la percepción, a la acción, e incluso al juicio, en la espontaneidad de
la vida cotidiana.

Reflexión en la acción
Pero no sólo hay un conocimiento implícito en la actividad práctica. Es fácil
también reconocer cómo en la vida cotidiana frecuentemente pensamos sobre
lo que hacemos al mismo tiempo que actuamos. Schon denomina a este
componente del pensamiento práctico reflexión en y durante la acción,
(deliberación práctica para Habermas). Sobre el conocimiento de primer orden
que se aloja en y orienta toda actividad práctica se superpone un conocimiento
de segundo orden, un proceso de diálogo con la situación problemática y sobre
la interacción particular que supone la intervención en ella. Este conocimiento
de segundo orden o metaconocimiento en la acción, se encuentra constreñido
por las presiones espaciales, y temporales, y por las demandas psicológicas y
sociales del escenario donde se actúa. Es un proceso de reflexión sin la
parsimonia, sistematicidad y distanciamiento que requiere el análisis racional,
pero con la riqueza de la inmediatez, de la captación viva de las múltiples
variables intervinientes, y la grandeza de la improvisación y reacción al poder
responder de forma novedosa a las imperiosas demandas del medio. Por otra
parte, es fácil reconocer la imposibilidad de separar en el proceso de reflexión
en la acción, los componentes racionales de los componentes emotivos o
pasionales que condicionan la actuación y su reflexión. El profesional se
encuentra involucrado en la situación problemática que pretende en alguna
medida modificar, y, por lo mismo, es sensible, afectivamente sensible, a las
resistencias que la situación opone a las orientaciones de su intervención.
El proceso de reflexión en la acción es un proceso vivo de intercambios,
acciones y reacciones, gobernadas intelectualmente, en el fragor de
interacciones más complejas y totalizadoras. Con sus dificultades y limitaciones
es un proceso de extraordinaria riqueza en la formación del profesional
práctico. Puede considerarse el primer espacio de confrontación empírica de
los esquemas teóricos y creencias implícitas con los que el profesional se
enfrenta a la realidad problemática. En este contraste con la realidad se
confirman o refutan los planteamientos previos, y en cualquier caso se corrigen,
modelan y depuran sobre la marcha. Cuando el profesional se presenta flexible
y abierto en el escenario complejo de interacciones de la práctica, la reflexión
en la acción es el mejor instrumento de aprendizaje significativo. No sólo se
aprenden y construyen nuevas teorías, esquemas y conceptos, sino que, lo que
es más importante a mi entender, se aprende también el mismo proceso
dialéctico de aprendizaje en «conversación abierta con la situación práctica».
En este sentido cabe citar el planteamiento de Yinger (1986):
“El pensamiento en la acción no es una serie de decisiones puntuales que
configuran la acción rutinaria sino un permanente diálogo o conversación que
implica la construcción de la nueva teoría sobre el caso único, la búsqueda de
adecuadas especificaciones de la situación, la definición interactiva de medios
y fines y la reconstrucción y reevaluación de los propios procedimientos”.
(Yinger, p. 275).

Reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción


La reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción, (reflexión crítica
según Habermas) puede considerarse como el análisis que a posteriori realiza
el hombre sobre las características y procesos de su propia acción. Es la
utilización del conocimiento para describir, analizar y evaluar las huellas que en
la memoria corresponden a la intervención pasada. Más bien debería
denominarse reflexión sobre la representación o reconstrucción a posteriori de
la propia acción. En la reflexión sobre la acción, el práctico, liberado de las
constricciones y demandas de la propia situación práctica, puede aplicar de
forma reposada y sistemática sus instrumentos conceptuales y sus estrategias
de búsqueda y análisis a la comprensión y valoración de la reconstrucción de
su práctica. Consciente del carácter de reconstrucción de su propio recuerdo
puede utilizar métodos, procedimientos y técnicas de contraste intersubjetivo o
con la propia realidad para paliar los efectos distorsionadores de la actividad de
reconstrucción.

La reflexión sobre la acción es un componente esencial del proceso de


aprendizaje permanente que constituye la formación del profesional (Argyris,
1985). En dicho proceso se abren a consideración y cuestionamiento individual
o colectivo no sólo las características de la situación problemática sobre la que
actúa el práctico, sino los procedimientos utilizados en la fase de diagnóstico y
de definición del problema, la determinación de metas, la elección de medios y
la propia intervención que desarrolla aquellas decisiones; y, lo que en mi
opinión es más importante, los esquemas de pensamiento, las teorías
implícitas, creencias y formas de representar la realidad que utiliza el
profesional cuando se enfrenta a situaciones problemáticas, inciertas y
conflictivas. En definitiva, supone un conocimiento de tercer orden, que analiza
el conocimiento en la acción y la reflexión en la acción en relación con la
situación problemática y su contexto.

Estos tres procesos componen el pensamiento práctico del profesional que se


enfrenta a las situaciones «divergentes» de la práctica, en nuestro caso del
profesor. Ninguno de estos procesos por separado puede considerarse
independiente ni, por supuesto, suficiente para explicar una intervención eficaz.
Por el contrario, se exigen y complementan entre sí para garantizar una
intervención práctica racional.

Por ejemplo, cuando la práctica por la fuerza del tiempo se toma repetitiva y
rutinaria, y el conocimiento en la acción se hace cada vez más tácito,
inconsciente y mecánico, el profesional corre el riesgo de reproducir
automáticamente su aparente--competencia práctica y perder valiosas y
necesarias oportunidades de aprendizaje al reflexionar en y sobre la acción. De
esta forma se fosiliza y reifica su conocimiento práctico, aplicando
indiferentemente los mismos esquemas a situaciones cada vez menos
similares y más divergentes. Se incapacita para entablar el diálogo creador con
la compleja situación real. Se empobrece su pensamiento y se hace rígida su
intervención. Progresivamente se insensibiliza ante las peculiaridades de los
fenómenos que no encajan con las categorías de su empobrecido pensamiento
práctico y cometerá errores que no puede corregir por no poderlos ni siquiera
detectar.

Del mismo modo la reflexión en la acción, tampoco puede considerarse como


un proceso ni autónomo ni autosuficiente. La presión omnipresente de las
vitales situaciones de la práctica condiciona el marco de reflexión y la agilidad y
honestidad de los propios instrumentos intelectuales de análisis. Con la
distancia y serenidad que ofrece el pensamiento a posteriori, el profesional,
como afirma Schon (1983), deberá reflexionar sobre las normas, creencias y
apreciaciones tácitas que subyacen y minan los procesos de valoración y juicio,
sobre las estrategias y teorías implícitas que determinan una forma concreta de
comportamiento, sobre los sentimientos provocados por una situación y que
han condicionado la adopción de un determinado curso de acción, sobre la
manera en que se define y establece el problema y sobre el rol que él mismo
juega como profesional dentro del contexto institucional en que actúa.

Sobre estas premisas puede comprenderse mejor y en mayor profundidad el


significado de las imágenes .Y metáforas que empiezan a aflorar en el ámbito
educativo para representar los procesos de enseñanza-aprendizaje, y,
consecuentemente, el papel del profesor en el escenario cambiante, incierto y
conflictivo del aula. Cuando el profesor reflexiona en y sobre la acción se
convierte en un investigador en el aula. Muy lejos de la racionalidad
instrumental, el profesor no depende ni de las técnicas, reglas y recetas que se
derivan de las aportaciones externas de una teoría que ignora, ni de las
prescripciones curriculares impuestas desde fuera por la Administración o por
el diseño establecido en el libro de texto.

Al conocer la estructura de la disciplina o disciplinas que trabaja y al reflexionar


sobre el ecosistema peculiar del aula, no se limita a deliberar sobre los medios,
ni separa éstos de la definición del problema y de las metas deseables, sino
que construye una teoría adecuada a la singular situación de su escenario y
elabora en su interacción con la situación un diseño flexible de enfoque
progresivo que experimenta y reconduce de forma continua. En esta actuación
reflexiva se asientan las bases de su autodesarrollo profesional (Barrow, 1984).

El pensamiento práctico del profesor, con sus diferentes componentes de


reflexión, es de crítica importancia para entender los procesos de enseñanza-
aprendizaje, provocar un cambio radical en los programas de formación del
profesor y promover la calidad de la enseñanza en la escuela desde una
perspectiva innovadora. Tomar en consideración las características del
pensamiento práctico del profesor nos obliga a repensar desde la naturaleza
del conocimiento académico que se trabaja en la escuela y los principios y
métodos de investigación en y sobre la acción, hasta el rol del profesor como
profesional y los principios, contenidos y métodos de su formación.

LA FORMACION DEL PROFESOR COMO PROFESIONAL REFLEXIVO


La nueva epistemología de la práctica, anteriormente propuesta, conduce
necesariamente a una reconsideración radical de la función del profesor como
profesional en el aula, y, en consecuencia, a un cambio profundo tanto en la
conceptualización teórica de su formación como en el proceso de su desarrollo
práctico.

El modelo técnico de formación de profesores


La gran mayoría de las Escuelas de Formación del Profesorado, hasta nuestros
días, se apoyan de forma más o menos convincente y convencida, más o
menos rigurosa, en el modelo de racionalidad técnica.

“El curriculum normativo, adoptado en las primeras décadas del siglo XX


cuando las profesiones comenzaron a adquirir prestigio al integrarse las
escuelas de formación en la universidad, todavía abraza la idea de que la
práctica competente llega a ser práctica profesional cuando la solución de
problemas instrumentales se asienta en el conocimiento sistemático,
preferiblemente científico. Así, el curriculum profesional normativo presenta:
primero las ciencias básicas relevantes, después las ciencias aplicadas
relevantes, y finalmente la práctica en la que se supone que el alumno aprende
a aplicar el conocimiento basado en la investigación a los problemas de la vida
práctica (Schein, 1973)” (Schon, 1987, p. 8).

En principio, la formación del profesor apoyada en el modelo de racionalidad


técnica, que establece una clara jerarquía entre el conocimiento científico
básico y aplicado y las derivaciones técnicas de la práctica profesional, se
asienta en tres supuestos claramente cuestionados a lo largo de los últimos
años.

En primer lugar, la creencia, ampliamente extendida, de que la investigación


académica arroja conocimiento profesional útil. Cada día, sin embargo, es más
evidente que la distancia entre la investigación académica y la práctica
cotidiana se ensancha y se toma insalvable (Tom, 1985). Las ciencias que se
suponen básicas para la práctica profesional docente producen un
conocimiento por lo general molecular y sofisticado, de carácter cada vez más
fraccionado, escasamente significativo no sólo para regular u orientar la
práctica docente, sino ni siquiera, lo que es realmente más grave, para
describir y explicar la riqueza y complejidad de los fenómenos que ocurren en
el aula. El mundo de la investigación y el mundo de la práctica parecen formar
círculos independientes que rotan sobre sí mismos sin llegar por lo general a
encontrarse.

“Martín Rein y Shddon White (1980) han observado recientemente que la


investigación no sólo se ha distanciado de la práctica profesional, sino que
también ha sido crecientemente capturada por su propia agenda, divergente de
las necesidades e intereses de la práctica profesional” (Schon, 1987, p. 10).

No cabe afirmar, no obstante, que la investigación básica y especializada no


sea necesaria e imprescindible, incluso aunque se encuentre distanciada de las
preocupaciones del profesional práctico. Pero lo que sí se hace evidente día a
día, es que éste no encuentra en aquella el apoyo que se suponía debería
recibir. O lo que es lo mismo, que al Iado de una investigación de ese carácter
será necesario desarrollar otros programas de investigación que sí acometan
las exigencias y problemas de las situaciones divergentes de la práctica.

En segundo lugar, se asume con cierta frivolidad que el conocimiento


profesional que se enseña en las Escuelas de Formación del Profesorado
prepara al estudiante para los problemas y exigencias del mundo real del aula.
Pero si, por una parte, la distancia entre la investigación y el mundo de la
práctica es tan definida y amplia y, por otra, del conocimiento científico básico y
aplicado sólo pueden derivarse reglas de actuación para ambientes prototipo, y
aspectos comunes y convergentes de la vida del aula, deberemos concluir que
el conocimiento teórico profesional sólo puede, en el mejor de los casos,
orientar pequeños espacios de una práctica que se desarrolla en situaciones
divergentes, únicas, inciertas y conflictivas. Esta consideración es ampliamente
confirmada por la frustración y desconcierto de los profesores principiantes que
se enfrentan a los problemas del aula con un bagaje de conocimientos,
estrategias y técnicas que experimentan como estériles en los primeros días de
su actuación profesional.

En tercer lugar, el carácter jerárquico y lineal que se establece dentro del


modelo de racionalidad técnica entre el conocimiento científico básico y
aplicado y sus aplicaciones técnicas, tiende a reproducirse en el
convencimiento de la relación también lineal entre las tareas de enseñanza y
los procesos de aprendizaje. Independientemente de su mayor o menor
vinculación con los problemas de la práctica, se asume que el conocimiento
científico básico y aplicado debe transmitirse a los alumnos y que, por su propio
valor autónomo, es susceptible de ser asimilado significativamente por los
mismos. La realidad concreta cuestiona evidentemente este supuesto, pues la
comprensión de los principios y leyes de las ciencias básicas de la educación
requiere la referencia a las situaciones complejas y holísticas en que se
producen los comportamientos individuales o colectivos que aquellos principios
y leyes pretenden explicar. Por ello, el conocimiento científico que
supuestamente se transmite en las escuelas profesionales se convierte en
definitiva en un conocimiento académico, que se aprende para olvidar una vez
cumplida su función académica, y que, en todo caso, se aloja no en la memoria
semántica, significativa y productiva del alumno, sino en los satélites de la
memoria episódica, aislada y residual.

La práctica
En definitiva, aunque por el desarrollo actual de las ciencias sociales pueden
encontrarse profundas y significativas lagunas entre el conocimiento de las
ciencias básicas y el de las ciencias aplicadas o derivaciones tecnológicas, que
se reflejan claramente en los programas de formación del profesor, cuajados
así de lagunas y solapamientos, el fracaso más significativo y generalizado de
éstos reside en el abismo que separa la teoría y la práctica. «La práctica»,
concebida en teoría como la aplicación en el contexto del aula de las normas y
técnicas que se derivan del conocimiento científico, se considera el escenario
adecuado para la formación y desarrollo de las competencias, habilidades y
actitudes profesionales que requiere la aplicación de aquel conocimiento.
Siguiendo la secuencia lógica de la racionalidad técnica «la práctica» debe
situarse al final del currículum de formación, cuando los alumnos ya disponen
del conocimiento científico y sus derivaciones normativas. Si se concibe el
conocimiento profesional como un conjunto de hechos, principios, reglas y
procedimientos que se aplican directamente a problemas instrumentales, “la
práctica", lógicamente, debe considerarse como un proceso de entrenamiento
técnico, para comprender cómo funcionan las reglas y técnicas en el mundo
real del aula, y para desarrollar las competencias profesionales exigidas para
su aplicación eficaz.

Siguiendo el planteamiento de Schon (1987), desde la perspectiva de la


racionalidad técnica pueden distinguirse dos tipos de situaciones prácticas y
dos tipos de conocimiento apropiado para actuar eficazmente en aquellas.

1. El primer tipo lo constituyen las situaciones familiares en las que el


profesional puede resolver los problemas mediante la aplicación rutinaria
de los principios, reglas, procedimientos y técnicas que se derivan del
conocimiento profesional.
Para estas situaciones el componente práctico del curriculum de
formación sólo debe proporcionar la ocasión de reconocer los problemas
y seleccionar los medios adecuados a los mismos, podría considerarse
como un entrenamiento de procedimiento rutinario, que el profesional
experimentado realiza de forma automática.

2. El segundo tipo lo constituyen las situaciones no familiares en las que,


al principio, no aparece claramente definido el problema, y las
características de la situación no encajan perfectamente con las teorías
y técnicas disponibles. En este caso «la práctica» es la ocasión
apropiada para aplicar procedimientos de búsqueda aprendidos en la
teoría. Procedimientos de búsqueda gobernada por las reglas y fases
que definen el método de investigación científica: generalización,
elaboración de hipótesis, derivación lógica de proposiciones y definición
operativa de variables, recogida de datos, contraste de hipótesis,
inferencia. Procedimientos que van a permitir vincular con lógica y rigor
la situación desconocida con el conocimiento profesional adquirido con
anterioridad. «La práctica» se convierte aquí en un proceso de
entrenamiento para utilizar el método científico de investigación en la
resolución de nuevos problemas y, por tanto, en la ampliación del
conocimiento profesional.

Aunque en escasos programas de formación del profesorado encontramos esta


forma más sofisticada de desarrollo de «la práctica», en cualquier caso, es
compatible y derivable del modelo de: racionalidad técnica. Como veremos más
adelante, en el curriculum de formación del profesorado que se deriva de la
nueva epistemología de la práctica como un proceso artístico de reflexión y
experimentación, aparecen nuevas situaciones prácticas que requieren una
concepción diferente de la relación teoría. práctica, conocimiento-actuación.

Ello no implica, no obstante, el rechazo de las dos formas anteriores de adquirir


conocimiento práctico, solamente se resalta su validez limitada a un tipo de
problemas que no representan toda la práctica, ni suponen la parcela más
significativa de la misma.

El fracaso, ampliamente reconocido, de las Escuelas de Formación del


Profesorado, no es un fracaso de competencias personales, es más bien un
fracaso del modelo de racionalidad técnica que subyace a su concepción de la
práctica y de los programas de formación profesional.

Con la crisis del modelo de racionalidad instrumental, y el abandono


generalizado de la concepción de la enseñanza como un proceso de
intervención exclusivamente técnica, se vuelven las miradas hacia una
concepción más artística de la profesión docente, y se busca, en consecuencia,
un modelo de formación que prepare para ejercer ese arte en las situaciones
divergentes de la práctica.
EL MODELO REFLEXIVO Y ARTISTICO DE FORMACION DEL
PROFESORADO
En la vida profesional el profesor se encuentra con múltiples situaciones para
las que no encuentra rutinas y técnicas adecuadas y que tampoco son
susceptibles de ser analizadas por el procedimiento clásico de investigación
científica: «la búsqueda gobernada por reglas». En la práctica profesional,
dentro de contextos inciertos, únicos y conflictivos, el proceso de interacción y
diálogo con la situación no sólo descubre aspectos ocultos de la realidad
divergente, sino que crea nuevos marcos de referencia, nuevas formas y
perspectivas de percibir y reaccionar ante la realidad. En definitiva se crea y
construye nueva realidad, para lo que se requiere, frecuentemente, ir más allá
de las reglas, hechos, teorías y procedimientos conocidos y disponibles. «A
esta perspectiva que afirma el proceso de reflexión en la acción del práctico
subyace una concepción constructivista de la realidad con la que el práctico se
enfrenta» (Schon, 1987, p. 36).

No sólo existe una realidad objetiva que puede ser conocida, en el intercambio
psicosocial del aula, se crea y construye nueva realidad. Las percepciones,
apreciaciones, juicios y creencias del profesor son un factor decisivo en la
orientación de ese proceso de producción de significados que se intercambian
en el aula y que son el factor más importante en el proceso de construcción de
la realidad educativa.

«Cuando el práctico responde a las zonas indeterminadas de la práctica


manteniendo una conversación reflexiva con los materiales de tales
situaciones, rehace una parte de su mundo práctico y con ello revela el
habitualmente tácito proceso de construcción del mundo que subyace a toda
su práctica» (Sebon, 1987, p. 36).

Desde esta perspectiva se asume decididamente, que en las situaciones


divergentes de la práctica ni existe conocimiento profesional para cada caso
problema, ni cada problema tiene una solución correcta. El profesional
competente actúa reflexionando en la acción, creando nueva realidad,
experimentando, corrigiendo e inventando en el rico diálogo que establece con
la misma realidad. Por ello el conocimiento que debe adquirir el nuevo profesor
va más allá de las reglas, hechos, procedimientos y teorías establecidas por la
investigación científica. En el proceso de reflexión en la acción el estudiante
para profesor no sólo aplica las técnicas aprendidas o los métodos de
investigación consagrados, sino que debe de aprender a construir y a
contrastar nuevas estrategias de acción, nuevas fórmulas de búsqueda, nuevas
teorías y categorías de comprensión, nuevos modos de afrontar y definir los
problemas. En definitiva, el profesional reflexivo, al actuar y reflexionar en y
sobre la acción construye de forma idiosincrásica su propio conocimiento
profesional, que incorpora y trasciende el conocimiento rutinario y el
conocimiento reglado propios de la racionalidad' técnica.
La práctica
En el modelo de formación del profesor como artista reflexivo «la práctica»
adquiere el papel central y seminal a lo largo de todo el currículum. «La
práctica» se concibe como el espacio curricular especialmente diseñado para
aprender y construir el pensamiento práctico del profesor en todas sus
dimensiones. «La práctica» es un mundo virtual sólo relativamente libre de las
presiones y riesgos del mundo real al que se refiere, en el que el estudiante
aprende haciendo. «La práctica» se encuentra siempre en un equilibrio difícil e
inestable entre la realidad y la simulación. Por una parte, debe representar la
realidad del aula, con sus características de incertidumbre, singularidad,
complejidad y conflicto. Por otra parte, con objeto de que pueda ser
considerada un espacio de aprendizaje, debe evitar al estudiante las presiones
y riesgos del aula real, que exceden su capacidad de asimilación y reacción
racional. En definitiva debe ser un espacio real donde el estudiante observa,
analiza, actúa y reflexiona sin la entera responsabilidad del práctico sobre los
efectos generalmente irreversibles de sus acciones.

«La práctica» como eje del currículum de formación del profesor debe permitir y
provocar el desarrollo de las capacidades y competencias implícitas en el
conocimiento en la acción, propio de esta actividad profesional; de las
capacidades, conocimientos y actividades en que se asienta tanto la reflexión
en la acción, que analiza y modifica ti conocimiento en la acción, como la
reflexión sobre la acción y sobre el mismo proceso de reflexión en la acción.

Todas estas capacidades, conocimientos y actitudes no se derivan de la


asimilación más o menos significativa del conocimiento académico que se
transmite con diferente éxito en la Escuela de Formación. Suponen otro tipo de
conocimiento y un proceso diferente y prolongado de adquisición, contraste y
transformación en un diálogo permanente con la situación real.

Otros autores convergen en una concepción similar del proceso práctico de


formación del profesor, al que denominan práctica clínica (Clark, 1986;Jackson,
1986), práctica de diseño (Yinger, 1986), práctica reflexiva (Zeichner, 1986) o
aprendizaje basado en la reflexión práctica (Boud, Keogh y WaIker, 1985).
Suponen diferentes aproximaciones, con matices peculiares, dentro de un
mismo enfoque conceptual convergente. En su concepción de «la práctica»
como espacio de aprendizaje profesional y su ubicación en el currículum de
formación del profesor subyacen unos rasgos distintivos que pasamos a
considerar.
.
1. «La práctica» debe concebirse como el eje del currículum de la
formación del profesor. En contraposición a los planteamientos derivados
de la racionalidad técnica que sitúan «la práctica» al final del currículum
de formación como oportunidad para aplicar el conocimiento derivado de
las ciencias básicas y aplicadas que se adquiere en los primeros años;
en la perspectiva artística «la práctica» es el centro, el núcleo sobre el
que gira el resto del curriculum académico (Eisner, 1985).
2. Se rechaza la separación artificial de la teoría y la práctica en el
ámbito profesional, y la lógica división consiguiente de trabajos, tareas y
status entre el teórico y el práctico, el investigador y el técnico. En primer
lugar, sólo desde los problemas que aparecen en las situaciones
complejas, inciertas, únicas y conflictivas del aula, puede hacerse
significativo y útil para el alumno el conocimiento académico teórico. En
segundo lugar, el conocimiento que se activa para afrontar aquellas
situaciones divergentes de la práctica no es nunca el conocimiento de
las ciencias básicas, sino un conocimiento idiosincrásico, construido
lentamente por el profesional en su quehacer cotidiano y en su reflexión
en y sobre la acción. El conocimiento de las ciencias básicas tiene un
indudable e insustituible valor instrumental siempre que se integre, y
adquiera significación en aquel marco de referencia, de experimentación
y de creación, cuando llegue a formar parte del pensamiento práctico del
profesor.
3. «La práctica» y la reflexión sobre la misma no sólo debe ser el eje del
currículum de formación, sino también el punto de partida del mismo.
Yinger (1986) afirma que el estudio y análisis del acto de enseñanza, y
no el conocimiento proporcionado por las ciencias básicas, debe ser el
principio del proceso de formación del profesor. El conocimiento en los
programas de formación debe estar referido a la práctica, y por tanto
debe apoyarse, cuestionar y profundizar los interrogantes, esquemas
conceptuales, constelación de problemas e intuiciones que surgen en el
diálogo con las situaciones conflictivas del aula.
4. Apoyarse y partir de la práctica no puede significar en ningún caso
reproducir acríticamente los a priori, esquemas y rutinas que rigen una
practica empírica y se transmiten como incuestionables de generación
en generación. Por d contrario, el conocimiento en la acción, el saber
hacer, sólo puede ser competente ante una realidad incierta, conflictiva y
cambiante, cuando es flexible por asentarse en la reflexión en y sobre la
acción. Ello supone partir de la práctica para analizar las situaciones,
definir les problemas, elaborar procedimientos, cuestionar normas,
reglas y estrategias utilizados de forma habitual y automática, explicitar
los procedimientos de intervención y de reflexión durante la acción, y
repensar los esquemas más básicos, las creencias y teorías implícitas
que, en definitiva, determinan las percepciones, los juicios y las
decisiones que toma el profesor en las situaciones divergentes de la
enseñanza interactiva.
5. La «práctica» así concebida es un proceso de investigación más que
un procedimiento de aplicación. Un proceso de investigación en Úl
acción, mediante el cual el futuro profesor se sumerge en el mundo
complejo del aula para comprenderla de forma crítica y vital desde la
perspectiva de los que intervienen en ella, implicándose afectiva y
cognitivamente en los intercambios inciertos y conflictivos de la situación
real, analizando los mensajes y las redes de interacción, cuestionando
sus propias creencias y planteamientos, proponiendo y experimentando
alternativas, contrastando interpretaciones, y participando en la
reconstrucción permanente de la realidad escolar. Es evidente que la
práctica reflexiva exige un nuevo modelo de investigación, donde tenga
cabida la complejidad de la realidad natural.
6. El pensamiento práctico del profesor que incluye el conocimiento en la
acción y la reflexión en y sobre la acción es una compleja competencia
de carácter holístico. En palabras de Schon (1987), es un proceso de
diseño que debe afrontarse como un todo, pues si es verdad que en él
pueden distinguirse partes, como competencia global de intervención, en
la práctica es mucho más que la suma de las partes que pueden
diferenciarse analíticamente. No puede olvidarse que lo que se intenta
formar a través del currriculum profesional es la capacidad de intervenir
de manera competente en situaciones divergentes, y que esta capacidad
o pensamiento práctico, es un conjunto idiosincrásico, y, por tanto, en sí
mismo coherente, de carácter cognitivo y afectivo, explicativo y
normativo, de conocimientos, capacidades, teorías, creencias y
actitudes.
7. «La práctica», como proceso de diseño e intervención sobre la
realidad es una actividad creativa. Independientemente de que con
frecuencia se utilicen con éxito reglas, técnicas )" procedimientos de
intervención y de búsqueda, no puede considerarse exclusivamente, ni
prioritariamente una actividad técnica de aplicación de producciones
externas. En la conversación reflexiva que el profesor o aprendiz de
profesor mantiene con la realidad problemática, con sus componentes
materiales y personales, y con sus relaciones, se crea nueva realidad,
nuevos espacios de intercambio, nuevos marcos de referencia, nuevos
significados y nuevas redes de comunicación. Al crear una realidad «la
practica» abre nuevo espacio al conocimiento, y a la experiencia, al
descubrimiento, a la invención, a la reflexión y al contraste.
8. El pensamiento práctico del profesor, por su carácter holístico,
idiosincrásico y creador no puede enseñarse, pero puede aprenderse.
Se aprende haciendo y reflexionando en y sobre la acción, y a través de
«la práctica» y del curriculum académico en tomo a ella se' puede
entrenar y ayudar a desarrollar conscientemente el pensamiento
práctico. Este proceso de formación y entrenamiento a través de la
práctica debe adoptar la forma de una recíproca y conjunta riflexión en la
acción entre el profesor o supervisor de la Escuela Profesional y el
estudiante.
9. Si el pensamiento práctico, no puede enseñarse ni transmitirse,
especialmente en las aulas masificadas de la universidad española, la
figura del supervisor,cuidador, tutor universitario adquiere una vital
importancia. El supervisor o tutor responsable de la formación práctica y
teórica del futuro profesor debe por supuesto, ser capaz de actuar y
reflexionar en las situaciones divergentes del aula. y de reflexionar sobre
su propia actuación como tutor. Debe comprender que su intervención es
una práctica de segundo orden, un proceso de diálogo y conversación
reflexiva con el estudiante sobre las situaciones del aula, la
conceptualización de las tareas de enseñanza, la actuación y
pensamiento del futuro profesor y su propia actuación y pensamiento. La
figura del tutor de prácticas no puede relegarse a un papel marginal o
secundario en los programas de formación de profesores, o
encomendarse, como ocurre normalmente en nuestro país, a cualquier
profesor de disciplinas básicas o aplicadas de temática cultural o
profesional, como medio para completar artificialmente su dedicación
docente. En la nueva epistemología de la práctica, en la perspectiva de
una enseñanza reflexiva que se apoya en el pensamiento práctico del
profesor, «la práctica» y la figura del tutor de «la práctica»son la clave
del currículum de formación profesional del profesor.
10. Dentro de esta nueva perspectiva se propone con insistencia la
creación de Escuelas de Desarrollo Profesional. Escuelas públicas que
desarrollan proyectos educativos de carácter innovador o experimental y
que están dispuestas a colaborar con la universidad en la formación del
profesor. Son escuelas concebidas como escenarios de desarrollo
profesional, donde se promueve de forma continua el aprendizaje de la
enseñanza. Es difícil que estas escuelas lleguen a cumplir tal función a
menos que se establezca una relación flexible, de real cooperación e
intercambio entre ellas y la universidad. Para evitar el fracaso ocurrido
con las Escuelas Anejas en España es necesario definir con rigor su
cometido, las funciones que deben cumplir en un programa de formación
para una enseñanza reflexiva, y obviar mediante el control democrático
los vicios y deformaciones burocráticas tanto en la selección de su
profesorado como en el desarrollo de sus proyectos.
11. En relación con la propuesta precedente es necesario establecer la
presencia en los programas de formación de profesores de maestros
experimentados, que desarrollen en su aula una enseñanza reflexiva, y
que se preocupen por la innovación educativa y su propia autoformación
como profesionales. Profesores que se integren en los departamentos
universitarios, que desarrollen proyectos de investigación-acción, y que
se responsabilicen prioritariamente de atender como tutores el
aprendizaje de la reflexión en y sobre la acción, de los futuros
profesores.
12. Es necesario provocar en tomo a los complejos problemas de la
práctica la integración de los conocimientos derivados de las ciencias
básicas y de las ciencias aplicadas. A la vez se impone abrir espacio
para un nuevo tipo de investigación tan legítima como las anteriores y
probablemente más útil: la investigación sobre la vida compleja del aula,
y, en particular, sobre el pensamiento práctico del profesor, sobre su
conocimiento en la acción, sobre su saber hacer y sobre su reflexión en
la acción. Sólo una concepción rígida y monolítica de la ciencia desde
planteamientos del más rancio y trasnochado positivismo puede ignorar
o rechazar el estudio de las situaciones inciertas únicas y conflictivas del
aula, porque se escapan a la aplicación de sus métodos y
procedimientos de investigación. En el desarrollo del conocimiento el
hombre elabora, contrasta y acomoda los instrumentos conceptuales y
materiales de investigación a las características peculiares de la realidad
a conocer. Es indudable el valor que los métodos etnográficos y de
análisis cualitativo tienen para estudiar, las situaciones divergentes de la
práctica y la formación del pensamiento práctico del profesor. Sólo desde
esta nueva perspectiva y con estos nuevos instrumentos conceptuales
puede abolirse en la investigación, en la acción y en la formación de los
profesionales el falso pero influyente y distorsionador dilema del rigor o
la relevancia, que ha mantenido por décadas incomunicadas la
investigación, la práctica y la formación.

“El dilema del rigor o la relevancia debe disolverse si desarrollamos una


epistemología de la práctica que sitúa la solución de los problemas técnicos
dentro de un contexto más amplio de búsqueda reflexiva, si podemos mostrar
cómo la reflexión en y sobre la acción debe ser rigurosa en sus propios
términos, y si vinculamos el arte de la práctica en situaciones de incertidumbre
y singularidad con el arte de investigar del científico”, (Schon, 1983, p. 69).

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Angel I. PEREZ GOMEZ. Universidad de Málaga. Facultad de Filosofía y


Ciencias de la Educación. Departamento de Didáctica y Organización Escolar.
El Egido. 29013 Málaga (España).

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