You are on page 1of 32

1

NADIE QUIERE MORIR


(Una colección de relatos y poesía)

Por Miz Pedemonte


2

ÍNDICE

 Prólogo………………………………………………………………………………………………………………………Página 3

Relatos

 EL ladrón de pedacitos…………………………………………………………………………………………..….Página 5
 El hombre máquina………………………………………………………………………………..………………….Página 7
 Un albano en Londres………………………………………………………………………………………………..Página 8
 El embarazo de St Johns Avenue………………………………………………………..………………….. Página 11
 Una casa protegida………………………………………………………………………………………………… Página 13
 Un señor sin perspectiva………………………………………………………………………………………….Página 14
 Escupir al príncipe…………………………………………………………………………………………..……….Página 15
 La batalla perdida………………………………………………………………………………………..…………..Página 16
 Los tres chicos del lavadero……………………………………………………………………………….…….Página 18

Poesía/apuntes

 Seguidilla. Un sueño………………………………………………………………………………………………..Página 20
 Brent Cross. Lo imposible………………………………………………………………………………………..Página 21
 Morecambe…………………………………………………………………………………………………………….Página 22
 Respuestas. Olor a Génova…………………………………………………………………….………………..Página 23
 Slow-motion…….………………………………………………………………………………………………………Página 24
 Posesiones……………………………………………………………………………………………………………….Página 25
 La pareja perfecta………………………………………………………………………………..………………….Página 26
 Muerte a las horas…………………………………………………………………………………………………..Página 27
 Rebelión anti-intelectual………………………………………………………………………………………….Página 28
 Soledad voluntaria………………………………………………………………………………………..…………Página 29
 Impresiones de viaje. A veces me olvido……………………………………………………….…………Página 30
 Devaneos……………………………………………………………………………………………………..………….Página 31
 Espectáculo……………………………………………………………………………………………………………..Página 32
3

Prólogo

Una vez leí en un libro que las personas somos joyas. Cada uno de nosotros tiene muchas caras,
como las joyas y piedras preciosas, cada una de ellas es mágica y refleja un exterior que no es más
que lo que tenemos dentro, en el centro de esa joya. A veces esas joyas nos encandilan con su brillo
excesivo, otras nos devuelve nuestra imagen, multiplicada.

Para los que crecimos en las décadas de los ochenta y noventa las cosas de hoy en día nos son, a
medias, familiares. A medias por varias razones. Primero porque los niños de finales de los ochenta
vivimos los inicios del consumismo que se vive hoy: lo vimos nacer. Segundo porque la velocidad de
los tiempos actuales, a mi parecer, es vertiginosa. Íbamos más lento.

Cuando tenía diez años la televisión a color ya existía, pero en muchas casas todavía miraban blanco
y negro. Nacían las primeras agencias de publicidad. Era el comienzo de una carrera que llega hasta
hoy, eran tiempos de brote, de novedad, de sorpresa.

Cuando pienso en mi recorrido desde la infancia, los años ochenta, noventa, no encuentro casi
momentos aislados. Eran tiempos donde había que consumir, mostrarse, comprar, producir, trabajar
ocho horas diarias en una oficina, en una escuela, en una fábrica. Los ochenta y los noventa fueron
décadas de producción a gran escala.

En los noventa la gente estaba demasiado ocupada como para tratar temas espirituales, cosa que
hoy por hoy es bastante común. Paulo Coelho no existía, los libros de autoayuda eran para
potenciales suicidas y la profecía maya aparecía acaso en algún manual de Historia de primer año.

Cuando teníamos diez, doce años, nadie nos habló del universo infinito que se escondía detrás de las
cosas, nadie le dio nombre y se sentó con nosotros a conversar. Lo espiritual, la dimensión sin límites
de todo lo que vemos y sentimos, ese mundo detrás de las cosas, no importaba. Alternativamente,
nos pusieron un Dios delante nuestro, una lista de mandamientos y evangelios que cubría
precariamente nuestras necesidades e inquietudes más profundas.

En los ochenta y noventa reinaba el imperio de la mente. Había que trabajar para comprar, comprar
para mostrar a los demás quienes somos. Hoy, afortunadamente, ese paradigma está puesto
peligrosamente en duda. La gente cae. Y entra la duda a hacer estragos.

Los relatos y poemas de este libro fueron compuestos en el camino, en Londres, en Barcelona, en
Lancaster, en Rosario. Son relatos que me sirvieron para sobrevivir a la rudeza de desarraigo, a la
vulnerabilidad de un alma expuesta, a la incomprensión de situaciones, de circunstancias; me
salvaron de la nada.

También hay algunos relatos que son notas, pensamientos, comentarios entre líneas de citas o ideas
que escuchaba por ahí y que me hicieron reflexionar. Girando siempre en torno a la idea enorme
que me conducía a la reflexión, o más bien a una duda, de por qué los hombres tenemos tanto
miedo a perder las habilidades mentales, un miedo que nos impide sentir. Porque realmente nadie
quiere morir.

En cuanto a mí, publico este libro porque me interesa compartir las ideas que me han acompañado
durante la última década y media, y que posiblemente sean las de muchos. Ojalá, sinceramente,
4

sean de todos. Entonces el objetivo tal vez sea lúdico, encontrar cómplices ideológicos o quizás
simplemente me interese expresarme.

Dedico este libro a mis cinco sobrinos cuyos nombres son Jerónimo, Gregorio, Antonio, Adolfina y
Agustino. A mi madre, genes croatas de postguerra trasplantados en tierra de nadie. A mi padre, hijo
de un genovés humilde y humano quien con su tiempo y sus palabras amorosas cobijó mis
inquietudes infantiles, su amor infinito y mágico, un amor que me hizo buena gente, si es que eso
pudiera servir de algo. Dedico este libro a mi hermana, que es una loba gigante y hermosa. A mi
hermano y amigo Javi, compañero de juegos en la infancia cuando la Coca Cola y los juegos en el
patio lo eran todo. A todas esas personas que me quieren sin interés, y a los que yo llamo amigos.

Miz P
5

El ladrón de pedacitos

“No tiene ninguna fisonomía determinada, ni color de ojos, no habita en ningún lugar específico. Está
por todas partes”, me decía Reiner. Reiner era un novio inglés ocho años mayor que yo con el que
me había ido de viaje Dubai en el 2007. Nos conocimos en Barcelona, trabajando juntos en una
oficina de investigación de mercados, me dijo que me había visto un aura brillante, y yo le empecé a
hablar de mi amor por Londres. Ese fue el comienzo de la teoría del ladrón de pedacitos.

El ladrón de pedacitos era una especie de gnomo, aunque no es algo seguro. Reiner me lo dijo
cuando estábamos en el hall de un hotel en Barcelona, desayunando antes de uno de esos viajes de
negocios que hacíamos. Fui a buscar café y algunas medialunas, y él estaba sentado esperándome
con su teoría preparada.

Me miró fijamente, con esa transparencia franca que tienen los ingleses y que siempre admiré. Puso
las manos sobre la mesa moviéndolas un poco. Hizo un gesto mecánico, como si quisiera asegurarse
que nadie lo estuviera viendo. Me vuelve a mirar: “Hay personas que quieren sacarte pedacitos”,
movió las manos haciendo el gesto, “vienen y te quitan un pedazo”. Lo miraba, intentando medrar
con la teoría. Seguramente la había concebido hacía años, porque la contaba con mucha seguridad.
Eran como gnomos agazapados detrás de las personas. En definitiva, los ladrones de pedacitos eran
seres de un submundo silencioso y oscuro.

Más tarde me aseguró que la teoría del ladrón de pedacitos existe en todas partes, yo lo miraba con
sorpresa y fascinación. “En todos los países hay una”, me decía. En ese momento recordé que Reiner
había recorrido el mundo. En Sri Lanka aparecían en forma de elefantes bebés, aseguró, para
despistar a los turistas. En Sierra Leona estaban agazapados detrás de las miradas de los niños, en
Barcelona entraban por los circuitos de comunicación digital. Todos los países y regiones tenían su
propio ladrón de pedacitos. Como si mutaran en diferentes formas, siempre estaban, nada más
había que saber detectarlos. Y no todos sabían hacerlo bien.

Semanas después de ese encuentro con Reiner me senté a pensar en la conversación que habíamos
tenido. Ciertamente Reiner era un experto en detectar ladrones de pedacitos, tenía un sexto
sentido. Su olfato era de otro planeta, de hecho su nariz era bastante grande, las fosas nasales
amplias, así podían entrar los átomos correspondientes, los detectaba y evitaba que los ladrones de
pedacitos se llevaran alguna parte de él. Eran entidades de una dimensión paralela a la nuestra,
entrenados para engullir pedazos de personalidad.

Algunos años después hasta llegué a soñar con ellos. Se llevaban los pedazos a unos talleres oscuros
y llenos de polvo que tenían en alguna parte de la ciudad. Trabajaban a destajo, usaban bata blanca
y lentes recetados.

Reiner me decía que debía tener cuidado porque son implacables. Disimulados, astutos. Lo cierto era
que su teoría del ladrón de pedacitos había comenzado a trabajar. En ese momento lo miré con
6

extrañeza, le hice algunas preguntas, probablemente algún gesto de indiferencia, me tomé mi café.
Nos preparamos para viajar, teníamos un largo día por delante.
7

El hombre máquina

“Tenés que vivir más cosas”, me decía mientras se bajaba con un arnés del quinto piso de un edificio
de oficinas en Manhattan, “Eso es lo que ocurre con vos, viviste pocas cosas y por eso no sabés lo que
querés, porque no probaste”. Intrépido, era un hombre temerario. Justo cómo me gustaba.

Tenía cuarenta y dos años y había estado en la guerra de Cabo Frío persiguiendo a no sé qué político
africano. La muerte le había soplado la nuca más de una vez. Había estado en los rincones más
recónditos del mundo. Me decía que yo había probado poco, o nada. Yo agachaba la cabeza como
asintiendo. Como si una computadora interna almacenara y reprogramara la información, quizás en
otra vida me tire en paracaídas en una isla de Jamaica tratando de captar imágenes de algún
contrabandista ruso.

Cada vez que me decía que tenía que vivir más cosas yo me imaginaba tomando aviones a países de
los que nunca había oído, y a los que nunca viajaría si no lo hubiera conocido. Saliendo de
aeropuertos con poca seguridad y mucho servicio privado. Entrando en hoteles con pasaportes
prestados. “Tenés que vivir más cosas”, decía. Tenía dos hijas mujeres con las que debía saldar una
deuda de vida, y yo me imaginaba pariendo hijas, caminando por los verdes bosques del oeste de
Inglaterra donde los negros no podían entrar, con sendos bombos de ocho o nueve meses,
anhelando mi querida Argentina y manejando algún Mini Cooper azul de ruedas nuevas.

“Tu problema es que tenés que vivir más cosas”, me decía mientras preparaba su valija de diez kilos
para tomar un vuelo anónimo y desconocido. Era el hombre máquina, un hombre fascinante, de
esos que conocés una sola vez en la vida, de esos que no vas a olvidar nunca.
8

Un albano en Londres

Conocí al albano cuando llevaba viviendo en Londres unos cuantos meses. Yo tenía horarios
establecidos por mi trabajo lo cual me dejaba escaso tiempo para llevar adelante las tareas
domésticas de las más urgentes: comprar, cocinar, lavar ropa y ordenar mi cuarto.

Eran días bastante normales: tomar el bus afuera del centro comercial donde trabajaba, casi siempre
unos minutos más tarde de la hora establecida en mi contrato, embarcarme en esos cuarenta
minutos de viaje hasta llegar a casa; lo usual. Con la diferencia de que había conocido al albano.

Era pequeño, o así lo veía yo frente al británico Amauta, quien con su metro noventa y sus ojos
rasgados llamaba la atención de cualquiera. Iba con Amauta a todas partes. Rubio y fuerte. Cuando
lo conocí, corría hasta la cocina sin los pantalones y con los brazos estirados buscando el lavarropas.
Amauta lo cuidaba, le organizaba los horarios, le indicaba qué tenía que hacer: era su primer mes en
Londres y no entendía inglés.

La empresa constructora del primo del albano lo había empleado a los dos, sin embargo, Amauta era
el que mandaba. La razón era simple: a pesar de que lo encontraron en la calle, pidiendo,
abandonado por su familia, era británico y tenía la documentación en regla. El primo del albano lo
encontró una mañana fría de enero en la puerta de un Starbucks de Edgward Road. Era grande,
fuerte, sin nada y todo a la vez.

El día que conocí al albano me pareció bastante insignificante. Siempre bajo el ala del británico, sin
hablar, avergonzado de su condición de extranjero ilegal. Entonces me fui a hacer mis cosas sin
prestar demasiada atención a la escena. Al día siguiente cuando volví del trabajo estaba
esperándome. Enseguida comprendí que su mayor distracción, su mejor pasatiempo era sentarse
con alguien a practicar inglés, a hacer rodar en la atmósfera las pocas palabras que había aprendido
en esas últimas semanas. Eran, sobre todo, vacilantes.

Fue así cómo conocí la cultura albana. Una noche nos quedamos hablando mientras tomábamos
cerveza. Siempre listo para agarrar las llaves, salir por la puerta y cruzar la calle. Justo enfrente de la
casa victoriana donde vivíamos en el barrio de Harlesden había un negocio de unos turcos donde
vendían de todo. Entonces se calzaba su camperita de cuero un poco pequeña, con su corte de pelo
al estilo militar, sus manos tajeadas del frío, de esperar en Calais que llegara el auto que lo llevara
hasta la costa de Inglaterra y cruzaba la calle a lo del turco. A los cinco minutos llegaba, con sus latas
de cerveza y su esperanza de futuro.
9

Nos embarcábamos en charlas de horas. La primera noche me relató cómo era la vida en su país.
Habíamos terminado de cenar hacía un par de horas y los platos se agolpaban en la pileta de la
cocina. Cada palabra mal dicha mostraba un destello doloroso en la mirada, como si la hubiera
sacado de un lugar prohibido. Se levantó y se fue hasta la cocina, buscó con el cuerpo, con gestos
bruscos y hasta histriónicos el detergente, cuando lo halló se puso a fregar los platos. Se reía.

Amauta entró por la puerta con determinación, como si fuera algo decisivo en su vida. Eran las
nueve de la noche. Avisé que no me iba a quedar mucho tiempo más en la tertulia, me despertaba
temprano al día siguiente. Dejó sobre la mesa la billetera y miró al albano como si le debiera algo, le
hizo un guiño y le dio un pequeño paquete. Se puso contento, o al menos ilusionado. Fumamos un
poco de hierba y las risas aumentaron. Cada vez que miraba a la cocina y los platos relucientes le
entraba la risa, yo no podía hacer menos que acompañar la carcajada. Pensé en toda esa gente, en
Albania, pensé en cómo sería su familia, sus hermanos pequeños, su padre sin trabajo…

Amauta daba vueltas por la casa, con su metro noventa entraba y salía de la cocina, hacía llamados
telefónicos, movía las manos, se tocaba la cara. El albano y yo charlábamos animados, supe por sus
gestos que estaba contento con mi compañía, eso creaba en mí una mezcla de ansiedad y
satisfacción. Se hacía tarde y debía despedirme.

En Albania las mujeres no se quedan solteras. Antes de los treinta años ya están casadas, las bodas
son arregladas por las familias, en este sentido cuantas más ovejas, animales y tierra tenga el
candidato, mejor. Lavan, planchan y administran la casa, tal es el futuro concertado de las féminas.
En cuanto a mí, había pasado ya la treintena, la sangre eslava y una vida tranquila siempre me
habían hecho lucir más joven. Todo ese relato del albano me perturbaba, y le dije que era hora de
abandonar la velada.

Subí las escaleras despacio, un poco inquieta por la atmósfera de la casa. Fui al tocador a lavarme los
dientes, me puse mi pijama y me metí en la cama. Era septiembre en Londres, tenía la ventana un
poco abierta, entraba un aire tranquilo. Algunos murmullos lejanos llegaban hasta el lugar, algunas
risas apagadas, una tos. No me importaba casi nada salvo la miraba intensa del albano mientras me
hablaba en su inglés mínimo.

Me contaba de Albania, sobre todo de sus mujeres: bellas, altivas y orgullosas. Como esas aves que
atacan la presa con una belleza desafiante. Lo hacía con una mirada filosa que me dirigía de a ratos,
como si quisiera usarla de arma. Por mi parte, algunas imágenes poco claras y enigmáticas
merodearon mi mente. Con cada frase lanzaba alguna referencia a mí, que casi sin conocerme era
compañera de la velada.

La casa donde vivíamos era una residencia victoriana de cuatro dormitorios. Una cocina pequeña, no
conocíamos a la propietaria: un brasilero enriquecido y casado con una rusa de veinte años la
regenteaba, era joven, simpático. Me dio la llave de la pieza ni bien entré a la casa, y a partir de ahí
cerraba la puerta con seguridad cada noche. No la noche del albano.

Estaba en duermevela cuando escucho pasos en la escalera. Sin mucha noción del tiempo hubiera
podido decir que había pasado una media hora desde que me había despedido en la cocina. Los
pasos se sucedían, uno tras otro, hasta detenerse. Mi corazón se aquietó, pensé en el relato del
10

albano, en el puerto de Calais, donde durmió bajo la lluvia y a la intemperie. Pensé en las
privaciones, intentaba comprenderlas. No le había puesto llave a la puerta, no se oía nada.

Escuché golpes, unas palabras inaudibles. Por una fracción de segundos no supe qué hacer, la lluvia
de Calais que me había relatado el albano con el dolor en la mirada no me dejaba tranquila. Caían las
gotas una a una en mi cara, el frío me entraba por el costado. Le dije que se fuera, insistió, pensé:
¿acaso hubiera hecho falta echarle llave a la puerta?. Me contuve, un orgullo desconocido me
asaltó: Debían ser suficientes mi palabra y mi decisión. “Te veo mañana, tengo sueño” - le dije. Se
oyó una frase indescifrable, creí verlo con las manos en los bolsillos y un cigarro en la boca para
mitigar el frío, esperando un milagro en Calais. A los minutos oí pasos que se alejaron. Le eché llave a
la puerta y me fui a dormir. Esa noche soñé con el albano, ya no tenía miedo.
11

El embarazo de St Johns Avenue

Se levantó esa mañana del jueves y descubrió que estaba embarazada. Como hacía todos los días
desde que vivía en Saint Johns, se cubrió los hombros con el salto de cama y salió medio dormida
rumbo a la cocina. Puso el agua en el fuego. Miró por la ventana. Se inclinó para buscar la taza, su
favorita, la de lunares rojos. Levantó la vista y se restregó los ojos.

Había sido una semana larga, aunque productiva. Hasta se había hecho tiempo para ver a Os.
Estuvieron juntos algunas horas, después se fue, diciéndole que hasta la próxima, como hacía
siempre, aunque realmente ninguno de los dos supiera si eso era cierto.

Estaba embarazada. Después del desayuno colocó las cosas en su lugar de manera automática, la
taza en el estante, la cuchara en el secador, colgó el trapo de cocina, todo con un único gesto,
despreocupado, sabiendo que tendría que hacerse el test. Se fue de la cocina con cierta nostalgia y
subió las escaleras, en cada escalón se le iba un poco el aliento. Tomó la caja del test, una toalla y
bajó de nuevo.

Hacía bastante tiempo que no veía a Ca. Habían estado juntos un mes atrás, se encontraron en la
entrada del subte, se fueron a tomar unos tragos y a contarse las últimas noticias. La vida les
sonreía, se sentían afortunados. Esa noche después de mucho tiempo se sintieron libres, desnudos y
envueltos en ese aire de comienzos de otoño, un aire tibio e indeciso.

Estaba embarazada. A Fe lo había cruzado hacía un par de meses. Trabajaron juntos durante un
tiempo por lo que tenían una relación bastante cercana. A veces intensa, y eso hacía que verse fuera
una experiencia distinta. Se sentó en el inodoro y se quedó mirando fijamente a la pared que se
levantaba blanca e infinita delante suyo. Fe tenía una mirada irresistible y cuando hablaba las
palabras se le deslizaban por los labios como si fueran música suave, aunque era el tono lo que más
le gustaba. A veces incluso se quedaba pensando en eso segundos antes de quedarse dormida, por
la noche, después de un largo día de trabajo. Con Fe era especial, habían pasado ratos bellos,
charlando, hablaban de música.

Ahora ella descubría que estaba embarazada. Con Os era una deuda pendiente, sentía que debía
verlo, no podía evitar correr a buscarlo ni bien podía. Se entregaban como niños, jugaban envueltos
en su piel como criaturas de otro universo. La música los envolvía como luciérnagas enloquecidas y
12

las sombras danzaban en la pared con la fugacidad de la noche. Y a la mañana siguiente,


frecuentemente, la sonrisa se le dibujaba en su cara con una luz galáctica.

Ahora estaba embarazada.

El test había dado positivo.

Se levantó del inodoro. Se miró al espejo. No veía nada. Pensó en ellos, en todos ellos. Pensó en que
quizás ahora su vida debía tomar otro rumbo. Apoyó su mano sobre su barriga, la imaginó abultada,
ancha, grande. Miró sus caderas, sus pechos. Tragó saliva y saludó para siempre a la chica libre y
divertida que había sido hasta hoy.

Estaba embarazada.

Pañales, colegio, lápices, gritos, peleas, de repente sintió que iba a desmayarse. Sintió esa mañana
de jueves cómo se iba la chica desconsiderada, frágil y atractiva por horizontes inaccesibles. Se le
escapaba. Sentía incluso cómo entraba para siempre en la rueda cíclica de la máquina natural donde
los cuerpos conciben otros cuerpos. Allí estaba, con sus trajes de colores y su cabello desenfadado,
yéndose por otro camino, la chica que había sido antes del jueves.

Esa mañana de jueves descubrió que estaba embarazada para siempre.


13

Una casa protegida

Era las siete de la tarde y su bicicleta estaba en el rellano de la escalera. Como siempre, la luz de la
calle entraba por la ventana del baño, creando bastante penumbra. Lease esperaba sentada en uno
de los escalones.

La casa era grande. Roan ya había salido de su casa con el corazón alegre, tenía muchas ganas de ver
a Lease. Ella, sonriente, sentada en uno de los escalones con el teléfono en la mano. El aire de las
siete de la tarde se sentía dulce. Los ruidos eran familiares, los olores. Lo cierto era que Lease había
estado esperando durante dos semanas una llamada telefónica. Habían pasado los días uno a uno
como si fueran milagros enumerados. Caían sobre la cama como escopetas. Alec había decidido
dejar de verla. No importaba lo que ella dijera, sabía que era su decisión. No quería verla más.

Dio media vuelta y se fue hasta la cocina. Miro por la ventana, después de casi un mes empezaba a
sentir interés por los demás. Se sentía bien, como suave, liviana.

Eran las siete y media cuando sonó el teléfono. Salió por la puerta rápido, apurada. Camino hasta la
esquina de Harlesdeen Road y dobló a la derecha. Sintió el estómago hervir de impaciencia, pero se
sentía bien, porque era blando.

Roan tenía la mirada limpia y triste. Camino hacia ella con pasos lentos, la miró sin esperanzas y
caminaron juntos hasta la casa. Entraron de manera mecánica, las cerraduras no se resistieron. Se
oían sus voces mansas y dóciles. Le dijo que la había imaginado más alta, la siguió por la casa
mientras ella hablaba. Le preguntó si quería beber algo, no estaba seguro. Agua está bien.

Fueron diez minutos. Le coloco las luces a la bicicleta y se fue, eran las ocho. Lo que Roan sentía
hacia Lease era intriga, una intriga de sangre, una intriga buena. Hacía algunas semanas que Alec le
había contado historias de fábula y sentía unas cosquillas intensas en las tripas. Esas mismas
cosquillas que lo habían hecho tomar una ducha después de nueve horas de trabajo, calzar su
mochila y marchar hacia su casa, una casa protegida al otro lado de la ciudad.

Lease se sentó otra vez en uno de los escalones. Pensó en que estaba rodeada de hombres. Se sintió
protegida. Pensó de nuevo en Alec, en su pérdida de interés por verla, pensó en esos días grises en
que se sentía profundamente desamparada. Rodeó su cuerpo con los brazos, miro al suelo, cerró los
ojos, se mordió los labios. Pensó en todos los hombres que venían a su vida de manera constante,
sonrió con ternura. Después balbuceó algunas palabras en silencio mientras le ponía el candado a su
bicicleta.

Mañana sería un día largo. Y el universo estaría otra vez allí para ella. Como una bendición.
14

Un señor sin perspectiva

Cuánta fragilidad hay en la existencia, y cuánta inconsciencia. Había una vez un señor que trabajaba
con su puesto en la puerta de mi casa. No era enfermero ni doctor, simplemente medía la presión a
voluntad. Tenía una mesa de jardín, una silla y su equipo de trabajo.

Al lado de mi casa se levantaba un edificio de oficinas de un banco, no sabría decir cuántos


trabajadores había pero salían a fumar por las mañanas y había terminado por conocer a tres o
cuatro. Miraban, fumaban, pensaban en política, o en el partido del domingo. Yo salía apurada al
trabajo y siempre había alguien afuera, sin ocupación más que la de ser.

El hombre de la presión habrá tenido unos cuarenta y tantos, o al menos así lo creía él. Lo cierto es
que lo conocí un día en que el médico me solicitó como examen de rutina que me midiera la presión
durante algunos días. Bajé y me acerqué a él, a ese mismo señor que veía casi todos los días cuando
salía de casa corriendo a mis obligaciones. Estaba charlando con una señora e interrumpió la
conversación para mirarme. Me pidió que me sentara. “Qué te anda pasando”, me dijo. “Nada”,
respondo, “el médico me pide que me mida la presión, eso es todo”. La siguiente pregunta fue
cuántos años tenía.

Las personas tenemos teorías sobre las cosas que alguien nos contó y que por razones diversas y
desconocidas no ponemos en duda. Nos catalogan por edad, y nos asignan una batería de posibles
condiciones. El señor de la presión, ese que siempre veía sin saber quién era, resultó ser alguien
como todos, alguien que cree lo que le dicen.

A partir de ese día en que definió quién era, alguien que envejece a partir de los cuarenta, comencé
a verlo con desconfianza, o con esa sensación inexplicable que uno tiene cuando intuye el futuro.
Comencé a saludarlo con distancia, tragándome las ganas de decirle de la existencia de tantos
científicos que estudian cómo trabaja el cerebro. Me tragué todo, y seguí entrando y saliendo de mi
casa con la misma alegría y determinación de siempre.
15

Escupir al príncipe

Una vez conocí a una muchacha que me contó sobre sensaciones que habían marcado su vida. Se
llamaba Magdalena y vivía en un pueblo remoto de la provincia de Santa Fe. Cuando nos vimos,
estaba esperándola en la mesa de un bar, en la avenida principal. Llegó unos diez minutos tarde,
vestía un conjunto raído color cobre con un botón menos, probablemente una pieza vieja retocada.
Su actitud era esquiva, se sentó y pronunció un hola rápido e inseguro.

Escupir al príncipe estaba prohibido, decía. Una vez que lo hacías ya no podías mirar a los ojos sin
dolor, sin que un rasguño te toque el alma. Ahora hablaba pausado, como si hubiera dicho lo más
importante. Tenía ojos azules, profundos. Quizás treinta años o algo así, no quise preguntarle. “Si un
príncipe toca a tu puerta, debes ignorar la llamada”, decía… “Si le abres, nunca le escupas la cara,
invítalo a entrar, ponle una silla y sírvele una taza de té. Habla con él, escúchalo”.

Me contaba que muchas veces iba caminando por el costado del río a la noche y veía a alguna pareja
de novios sentados en el barranco mirando el espectáculo, ella soñaba con ser esos dos. Que esos
dos ahí, sentados mirando el río, hablando de nada, eran dueños del mundo; se habían adueñado
del príncipe. Tenían todo el poder de los corazones. Y si algún día dejaran de hacerlo, por el motivo
que sea; una herida se abriría al costado sus corazones. Escupir al príncipe cuando entra a tu casa a
tomar el té era como olvidar el momento compartido del río. Como si el corazón hubiera muerto un
poco.

Me miró con sorpresa cuando levanté la mano para alzar la taza de té. Dio media vuelta para
asegurarse que no había más interlocutores: “Nunca escupas al príncipe a la cara. No le abras la
puerta, si lo haces, sírvele té y escucha sus historias de guerra, de palacios y de victorias. Regálale tu
tiempo, acúnalo con tu alma, aliméntalo a fuerza de corazón: nunca le escupas la cara, podrás
quedarte sin reino”, dijo.
16

La batalla perdida

Berder era un país de unos millones de habitantes en la costa este de un continente inexistente, de
una galaxia inventada. Se sabe que desapareció hace más de mil años. Curiosamente, era un país de
mujeres. Féminas lideraban todo tipo de organizaciones, estaban en el gobierno, en la iglesia, en las
escuelas y en las calles.

El historiador canadiense Norman Weis, estudioso de Berder, descubrió registros ancestrales que le
llevaron a determinar cómo Berder evolucionó demográficamente. De hecho, hace unos quinientos
años, la población se distribuía por género en una relación de uno a uno, esto es, las mujeres
estaban destinadas al hogar, a cuidar y a educar a sus hijos. Los hombres salían a cazar, proveían los
alimentos.

Lo que cuenta el canadiense es que hubo un proceso que se inició en el momento en que una mujer,
por primera vez en la historia, se negó a contraer nupcias. Se llamaba Neder, era una pelirroja petisa
y atlética, probablemente la voz de muchas mujeres de Berder. Al cabo de un par de décadas, el país
tendría un millar de mujeres que habían elegido pensar diferente. Ciertamente las cosas estaban
cambiando. De ser un país donde la mujer y el hombre se complementaban y sacaban adelante el
trabajo humano en todo su esplendor, se estaba convirtiendo en algo así como un país de mujeres.

La pequeña Neder había disparado los relojes en todo el país, con su lazo azul en la cabeza, con sus
ojos brillantes aparecía en todas partes, como una gran plaga. Tal es así que (cuenta Weis) cien años
antes de la desaparición de Berder la relación era cien mujeres por cada hombre. Habían copado casi
todo: taxis, prensa, dirección de hoteles, estaciones de policía, conducción de aviones, etc.

En el año 245 surgió una ordenanza por la cual los hombres que aún quedaban en el país debían
producir esperma como medida para evitar la extinción de la especie. No obstante, cuenta Norman
Weis que la última década de existencia del país fue catastrófica: murieron por depresión y
aislamiento el centenar de hombres que quedaba, quienes, a pesar de los cuidados y atenciones
constantes que recibían por parte de las mujeres, no pudieron sobrevivir a la inconsistencia
biológica.

Era una batalla ganada para Neder y sus seguidoras. Cada vez más de ellas lideraban el país.
Registros periodísticos del último siglo de Berder muestran los intentos infructuosos del hombre por
retomar el poder e imponerse como género. Se sirvieron de terribles escaramuzas: el maltrato
primero, la violencia después; el asesinato. El resultado no fue una reducción de su número, sino
indignación y violencia de las féminas.

Los oscuros años que antecedieron a la desaparición quedaron en silencio. Hasta el propio Weis no
quiso manifestarse al respecto. Solo muestra registros de defunción en las principales ciudades del
país. La población masculina caía en picada. Muertes en las calles, cuerpos sin vida en los
ascensores. Los hospitales dejaron de emitir partes médicos claros. Salones de belleza, club de
17

señoritas. La última generación de berderanas, seguidoras de la pequeña Neder, fueron


protagonistas de tiempos únicos en la historia de las civilizaciones. Un paraíso asfixiante para
cualquier hombre.
18

Los tres chicos del lavadero

Eran las cuatro de la tarde y el auto estaba sucio.

Lo entregábamos en el aeropuerto sobre las seis. Teníamos que encontrar un lavadero por el
camino. Llevábamos sendas maletas, estábamos un poco cansados el uno del otro, entramos en la
cochera y hablamos con el empleado: “ ¿ Ya se van, chicos?”, exclamó. “Sí”, le dijimos… eran casi las
últimas fuerzas que nos quedaban. Dejamos los bolsos en el baúl del auto y arrancamos rumbo al
aeropuerto.

Cargamos nafta en una gasolinera. Le preguntamos al empleado dónde podíamos encontrar un


lavadero para el auto. Al final de la calle detrás de la tienda había uno… “Andá hasta el final, por esa
calle detrás del camión que ves ahí”, dijo el hombre después de haberse quejado del gobierno
actual, lo cual se practica como deporte nacional.

Llegamos al lavadero, todo improvisado, unas estructuras viejas y en desuso, oxidadas y


abandonadas, como esas que aparecen en las películas yanquees. Había tres chicos de unos
diecisiete o dieciocho años, quizás más. Llevaban bermudas y remeras de colores, zapatos cómodos,
de goma. Nos miraron con cierta alegría, y empezaron a trabajar.

Les pedimos que limpiaran solamente el exterior. Agua, manguera, jabón, estuvieron una hora en la
faena incansable de dejar el auto como sacado de fábrica. Los tres, al unísono y sin pausa. Cada
media hora levantaban la vista de su objeto y nos miraban, como si tuvieran que confirmar que
estábamos ahí.

Fue una hora larga, porque nadie más entró en el lavadero, eran ellos y nosotros, en ese espacio
olvidado del final de la calle, sucio, abandonado, con tres chicos deseosos de trabajar, con tantas
ganas de servicio. Después de esa hora le pedimos que sacaran un poco las migas de las butacas y así
lo hicieron.

Cuando acabaron, sin una gota de cansancio en sus rostros ahora felices, me dirigí a uno de ellos
para pagarles, “No, es en la oficina”, me dice. Miro y enfrente mío había una puerta, la toco, la abro,
“Permiso, venía a pagar por el servicio, los chicos limpiaron adentro y afuera del auto”. “Claro”, me
dice un hombre gordo que fumaba sentado en su escritorio. “Tiene buenos empleados”, le digo, a lo
que me responde con una media sonrisa: “No son mis empleados, son mis amigos”.

Esos tres individuos habían tocado mi corazón, mi día ya estaba hecho.


19

Rosario, enero de 2018


20

POESÍA

Seguidilla

Está bien si no puedes hacerlo.


Sigues mirando a los ojos, aun cuando te cuesta creer.
Está bien si no puedes hacerlo.
Levantas el corazón con los dos brazos, lo amarras entre las piernas y una voz desde adentro que
grita: “Está bien si no puedes hacerlo”

Lancaster, septiembre del 2012

Un sueño

Sueño con un mundo de hombres y mujeres sin edad, enamorados del sol y de la noche.

Hombres y mujeres libres de la memoria ancestral creada por la mente temerosa regidora de los
tiempos.

Mujeres y hombres de ojos nuevos, inocentes, compasivos, ingenuos, amorosos. Sueño con un
mundo de hombres y mujeres hermosos como el amanecer y tiernos como un tallo.

Sueño con un mundo donde los niños y los ancianos sean dioses venerados en altares magníficos.

Sueño con hombres y mujeres sin edad, siempre jóvenes; hermosos como una flor recién brotada
después de una lluvia furiosa.

Londres, marzo de 2011


21

Brent Cross

Si supieras que con llegar me dibujarías una sonrisa gigante en la boca, lo dejarías todo y saldrías
corriendo a buscarme.

Si supieras que estoy sentada, yo y mi humanidad en el bus camino a casa, con la esperanza de verte
llegar perdida en alguna parte del camino, darías un suspiro tan grande que llegarías hasta mí.

Si supieras cómo te siento, aun ausente. Quizás si lo supieras, vendrías un rato a amarme.

Pero no.

Londres, julio 2015

Lo imposible

Si no eres nadie... ¿cómo puedo amarte?


Si eres un pedazo de respiración temblando debajo de la sábana.

¿Cómo puedo decir que no eres lagarto?


¿o un ave dormida?...
Sería un atrevimiento absurdo.

No vuelvas a repetirlo... no podría amarte, no eres nadie.


(sin embargo - y esto es cierto - hoy me gustaría volver a enredarme contigo)

Lancaster, junio 2011


22

Morecambe

No pensaba en nada cuando me subí al colectivo. Pero estaba ahí. Con esa mirada triste y el
movimiento despreocupado en los hombros. Ahí estaba, ese día en que volvía a casa después de
pasar la tarde con Janes; me subí al colectivo sin pensar en nada y estaba ahí. Fue mirarlo a los ojos y
reconocerlo. Dulce agua de mis venas que danza despacio traté de disimular, convencerme de que
iba a ser un día normal, comprar algunas cosas, llegar a casa: pero ahí estaba. Por un momento
pensé que serían los treinta minutos más largos de mi vida pero agarré un libro de mi bolso e intenté
leer. Era tan grande, tan intenso e inmortal que no pude evitar girarme un par de veces, para ver qué
hacía. Armaba un cigarro, tan tierno, tan simple y sentí que me conocía igual que yo a él. Me miraba
curioso, sin que yo lo notara. Era como el agua tibia entrando por las grietas. Era mi universo cálido,
abierto y lo sabía. Ya no podía hacer nada. Lo miré por un momento, pretendiendo mirar al
vecindario que se desplegaba detrás de la ventanilla y me suspendí en el espacio sin nombre que lo
envolvía. Su parada, se puso de pie para bajarse. Ahora podía mirarlo sin que lo notara. Saludó al
chofer con un código cómplice. Tenía el cigarro detrás de la oreja. Caminó unos pasos en dirección al
parque, se dio la vuelta para mirarme. Lo mire.

Morecambe, marzo 2011


23

Respuestas

¿ Y si vivir se tratara de eso?

¿ Y si vivir se tratara de no negar la contingencia de morir? ¿ De no negar el vacío que se concentra


todo junto en la nuca, cayendo como un golpe frío sobre la espalda?

¿ Y si vivir se tratara de levantarse a la mañana con el peso de vos mismo todo en la cara, todo por
los brazos y las piernas? ¿ Y si fuera eso vivir? ¿ Qué pasaría si vivir, vivir, fuera eso?

Barcelona, agosto 2008

Olor a Génova

Mi abuelo era de Génova, ciudad portuaria y llena de tiendas regenteadas por chinos explotadores
de africanos-vendedores-ambulantes. Ellos les proveen de la mercadería que luego venden en las
calles de la ciudad, a turistas, por un poco más de su valor que, sin embargo no deja de ser bajo. La
proximidad al puerto quizás haga que estas tiendas proliferen tanto, detalle que no es menor dado
el elevado número de ellas. Y uno no puede dejar de mirar, aunque no de comprar. Pantalones
vaqueros por trece euros, pulóveres por catorce... Así y todo no me dejé llevar por la tentación, por
eso de que “lo chino sale caro”. Génova es una ciudad sucia, olvidada, descuidada, donde la gente
conduce mal y casi no respeta a los demás, claro que si se es turista y con dinero la cosa cambia; por
nuestra parte preferimos vivir una ciudad más real, y por eso nos fuimos como pudimos, casi con lo
justo.
24

La Génova de todos los tiempos (como adivino casi toda Italia) edifica sus casas con ese tipo de
ventanas que se abren desde abajo por una cuestión muy simple y picarescamente italiana: mirar sin
ser visto. Si por poner un ejemplo tenés una frutería y el vecino de al lado te debe dinero y le querés
seguir el rastro para ver si vale la pena romperle las piernas sin pudor entonces te asomás por la
ventana de tu casa sin ser visto, vos lo ves, él es muy probable que no. Así son todas las casas en
Génova y uno, viajero ingenuo y feliz, se queda atontado mirando para arriba. Lindo. Yo solo puedo
hablar de la Génova que vi aunque me atrevería a decir que ciertas miserias que conviven en la
ciudad trascienden los tiempos: la pobreza y el abandono se ven en las calles, en las esquinas, en
todas partes. Ratas huyendo velocísimas, papeles, olores, dejadez, suciedad, eso es Génova, eso,
creo, fue siempre Génova. Por primera vez vi la ciudad que dejaron mis abuelos, lo último que vieron
de Europa, movidos por un sueño mágico: América.

Y las prostitutas inundan el casco antiguo: africanas, centroamericanas, exhibiendo sus carnes afuera
de sus casas con luces rojas, los turistas andando, los lugareños, los niños, todos juntos paseando
por las mismas calles donde perversión e inmundicia conviven, olores a grasa, a pescado podrido, a
aire muerto, a Génova.

Árabes, chinos, latinoamericanos, españoles, africanos, gente de países muy diversos viviendo bajo
el cielo genovés, todos juntos, hablando diferentes idiomas, exudando una cultura diferente. Génova
está viva aunque por la noche muera un poco, o reviva, si se quiere, con otra cara: la cara de la
muerte y de la sombra.

Slow-Motion

Me regalas tus barcos, tus anclajes. Tus tesoros más grandes. Me regalas las llaves de tu casa y me
dejas entrar, me las entregas con las palmas de las manos abiertas como platos sin mirarme a la
cara. Me das sonrisas. Me das todo eso con la rapidez de un pájaro amigo. Entonces no sé si
sentirme afortunada o responsable de tu felicidad momentánea. Me cuentas todo, de tus rosas, de
tus penas.

Mi alegría nace justo ahí donde sale tu tristeza,


con una inocencia comparable a tu resignación.

¿Estoy aquí para salvarte?


Tengo la felicidad que mora en el extremo de tu llanto,
25

de ese llanto apagado y farragoso que llenaba tus tardes.


Me sale tan pura (igual de pura que tus lágrimas).

Justo en el extremo de tu dolor tengo toda la felicidad del mundo.


Es un punto donde estamos los dos: tu dolor es mi trampolín.
Tu quietud y tu letargo, mi voluntad inquebrantable.

Quizás esté aquí para encontrar a tus verdugos y gritarles a la cara que la alegría se pega a la vida
irremediablemente.

Londres, septiembre de 2013

Posesiones

Tengo caricias con las letras de tu nombre,


tengo todo un cielo de gritos mudos,
un abismo celeste,
suspiros,
risas.

Tengo tu sabor en mis labios,


tus manos,
tus pieles,
tengo tu timbre,
tu boca,
tu casa,
tu eco.

Tengo todo tu mundo naciendo en mí cada mañana,


tengo los minutos reproduciéndose en mi alma
(como si construyeran un mapa hasta ti, un atajo hasta ti, un silencio hasta ti).

Tengo la forma exacta de tus ojos brotando en mí


con sabores nuevos, con ritmos de armonías milenarias,
tengo todas tus texturas grabadas en mis sueños.
26

Tengo todos los colores posibles durmiendo en el sutil espacio que vive entre tu imaginación y la
mía, entre tu risa y la mía, entre tu fuego y el mío,
(como si de una flor inexistente se tratara, como si fuera una luz que arde y no quema,
que grita y no aturde,
que vibra y no quiebra,
que duele y no hiere,
que ama con el placer infinito de saberse inmortal)

Barcelona, julio de 2006

La pareja perfecta

Mi cajita de música y yo
éramos un universo paralelo,
un mundo independiente,
un eje transversal sobre el que giraba el mundo.

Mi cajita de música y yo
hacíamos la pareja perfecta,
ella me amaba,
yo la amaba
(sobre todo por su música que rompía
el silencio de las cuatro de la tarde).

Mi cajita de música y yo
éramos encantadoras,
ella se entregaba a los caprichos de mis dedos,
se me dormía entre las manos, la pobre,
se me dormía en las manos.
(las horas pasaban mientras el murmullo
de la gente caía despacio sobre nuestro idilio,
las horas pasaban mientras el sol nos amansaba
gratuitamente y se me caían de los poros
las palabras, todas juntas, desordenadas y tristes;
se me caían del pelo dorado y lleno de sol, las palabras...)
27

Mi cajita de música y yo éramos la pareja perfecta.

Barcelona, junio 2010

Muerte a las horas

Yo no soñé con esta vida


(soñé con otra, donde
leo el diario cada mañana
mientras levanto la taza humeante
de café con leche
y las noticias del mundo
me invaden y yo
las apruebo o las repruebo
con un gesto de cabeza)

Yo no soñé con este futuro


de auxiliar administrativa.
No soñé con este desfile
de horas invencibles.

Fuertes y firmes
(como estatuas)

Barcelona, febrero de 2008


28

Rebelión anti-intelectual

Fraccionando segundos en pequeñas partículas equidistantes entre el sol y la nada, mezclando


meses, distorsionando años.

Me encuentro señoreando con el tiempo a la venezolana,


me encuentro apaciguada,
nostálgico-melancólica del tiempo,
me encuentro diseccionando los días como bolitas de vidrios,
minutos como peras,
en mi mano hay:
meses, semestres y fines de semanas de diferentes sabores, y cada músculo los hace girar
en una dirección distinta.

Soy un primor.
Los meses me desconciertan y no leeré ningún libro que me recomiendes.

Barcelona, diciembre de 2006


29

Soledad voluntaria

Estoy en Green Park y hay algunas hamacas libres. Hay unos pájaros que están entre los cuervos y las
palomas y dan vueltas de acá para allá. La gente se divierte y yo estoy sola.

Estoy en Green Park y me traje algunos lápices de colores para entretenerme, la gente charla y se ríe
y yo estoy sola.

Estoy en Green Park apostada en un árbol, el aire se hace frío, la gente se entretiene y yo estoy sola.

Estoy en Green Park, gran pulmón verde y abierto. La gente habla por teléfono o juega con los niños
y yo estoy sola.

Para no desesperar en mi soledad voluntaria me he comprado unos lápices de colores y aquí estoy,
en Green Park, dibujando y pintando lo que veo, procurando dispersar mi mente con cada trazo,
intentando olvidarme a mí misma, huyendo de lo que debería ser si fuera yo, buscando ese lugar
donde no se piensa, donde realmente no se piensa.

Algunos compran lápices de colores, otros mienten a sus amigos, algunos se emborrachan y se
vuelven vulgares y otros se traicionan a sí mismos.

Yo, por mi parte, prefiero comprar lápices de colores, venir a Green Park y sentarme
deliberadamente en un árbol y ponerme a pintar.

Este verano quería ir a Ámsterdam o a Génova pero tengo que cuidar a los gatos. Nunca me
gustaron los gatos y ahora resulta que tengo tres: gran paradoja de la existencia. Y hay uno que se
echa en mi cama y no hay forma de sacarlo, ese se llama Roy.

Estoy en Green Park y prefiero pintar a decir una cosa por otra, callada, quieta, inmortal, pintando
un paisaje que no existe.

Londres, mayo 2009


30

Impresiones de viaje

Las escalinatas de Trafalgar Square son tan amplias que puedes perderte hasta pensar que no
existes. Y a veces es lindo no existir porque entonces puedes ver la inconsciencia de los demás... Y
ellos no se enteran de que estás ahí porque eres un triste punto en el mundo. Esta ciudad es tan
grande que hasta llegas a creer que no existes, y tu pretendida o real locura se diluye tanto entre la
multitud pretendida o realmente loca que comienzas a sentirte bien.

Hoy me preguntaron si extrañaba Sudamérica y yo no supe qué contestar. Es como preguntarme si


extraño mi cepillo de dientes.

Londres, mayo 2013

A veces me olvido que estoy en Londres

A veces me siento tan hermana,


tan libre,
tan mía toda yo,
que me olvido que estoy en Londres.
Y Londres se transforma entonces así en mía,
en mi cielo, en mi casa, en mis alas o en mi alma.

A veces,
a veces me olvido que estoy en Londres.

Londres, octubre de 2011


31

Devaneos
(Hornchurch cementery)

La iglesia-cementerio se me entregaba... y yo no hacía más que verla e imaginarme ahí, sentada en


uno de sus bancos, pensando en nada, mirando sin mirar, casi casi igual que ayer... la iglesia-
cementerio se me entregaba hoy a la mañana mientras caminaba hasta el centro de la ciudad, se me
entregaba, y nadie más que a mí se le entregaba de esa forma, gente esperando el autobús, gente
caminando, gente hablando, pero no gente mirando la iglesia-cementerio como yo lo hacía, de la
misma forma que yo lo estaba haciendo, silencio en todas partes, hasta dentro mío, silencio, y el
alma de la iglesia-cementerio metiéndose dentro de mí, llenándome pacífica, tiernamente, el alma
de esa hora, de ese día, de esa ciudad, de esa iglesia-cementerio estaba definitivamente dentro de
mí, y yo, caminando no hacía más que pensar en mi padre, sobre todo cuando veía que cada hombre
de más de cincuenta caminando ocupado con algún papel en la mano se parecía infinitamente a él, y
una sonrisa se me dibujaba, se me dibujaba porque pensaba que era él, y entonces trataba de
caminar recta y mostrar entereza... pero sentí que no me costaba mucho, sentí que tenía toda la
iglesia-cementerio dentro mío, con sus árboles y sus tumbas y entonces hubiera abrazado a ese
hombre y le hubiera dicho que mi padre se le parece... que mi padre, que mi padre se le parece, y
que mi padre, que mi padre, que mi padre también está siempre ocupado y entra y sale de casa con
papeles en la mano y usa unos pantalones como los de usted, señor, en verano, porque son frescos y
cómodos, señor… ¿ Usted también tiene hijos?

Londres, abril de 2006


32

Espectáculo

¿Y si te regalara todas mis dudas?


¿Y te las llevaras adonde se disipa el miedo y nace la esperanza?
¿Y si le pusiéramos un nombre a la luna que no le sonara a nadie?
¿Si fuéramos dos a veces y uno siempre?
¿Qué tal si hoy inventáramos un capítulo nuevo de la vida?
Si torciéramos a golpe de suerte inesperada el curso matemático del destino.
Tienes el poder de construir un futuro inventado.
Y te llenas de flores el alma.
Y nacen esponjas de tu espacio, y nubes blandas se escapan del cielo que se eleva ante ti.
Tienes el descaro de venir hacia mí y desmantelar mis huecos.
Y meterle aire de frutas, polvo de cebada.
¡Cuánto descaro llevas en el timbre de tu voz!.
Sobre todo (y ahí es donde dudo) tienes la osadía de creer en la mentira de mi esperanza.

Rosario, septiembre de 2017

You might also like