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Lev Federal de Derechos de A u to r, Título VI De las Limitaciones del Derecho de A u to r y de los


Derechos Conexos, C apítulo II De la Limitación a los Derechos Patrim oniales, A rtícu lo 148
A p a r t a d o V:

Reproducción de p artes de la obra, p a ra la crítica e investigación científica, lite ra ria o artística.


A N T O N IO M A N U E L H E S P A N H A

CULTURA JURIDICA
EUROPEA
SÍNTESIS DE UN MILENIO

E d ic ió n al cu id ad o de
A N T O N IO S E R R A N O G O N Z Á L E Z

T radu cción de
IS A B E L SO L E R y C O N C E P C IÓ N V A L E R A

tecnos
BIBLIOTECA LUIS GONZALEZ
EL COLEGIO DE MICHOACÀN
CAPÍTULO 1

LA HISTORIA DEL DERECHO EN LA FORMACIÓN


DE LOS JURISTAS

Se ha escrito mucho sobre la importancia de la historia del derecho en la for­


mación de los juristas. Se ha dicho que sirve para la interpretación del derecho
actual; que permite la identificación de valores jurídicos que perduran en el tiem­
po (o incluso, valores jurídicos de siempre, naturales); que desarrolla la sensibi­
lidad jurídica; que ensancha los horizontes culturales de los juristas. Asimismo,
la vida diaria nos enseña que los ejemplos históricos dan un cierto brillo a la ar­
gumentación de los juristas y, en ese sentido, pueden aumentar su poder de per­
suasión, sobre todo ante una audiencia forense...
Con frecuencia, toda esta discusión sobre el interés pedagógico de la historia
jurídica se limita a la simple afirmación de que es una disciplina formativa para
los futuros juristas. Pero en contadas ocasiones se dice exactamente por qué.
En este curso concebimos la historia del derecho como un saber, de hecho,
formativo, pero de naturaleza distinta a la de la mayoría de las disciplinas dog­
máticas que se imparten en los planes de estudios jurídicos.
Estas últimas disciplinas tratan de implantar certezas en el derecho vigente,
mientras que la misión de la historia del derecho es, por el contrario, la de pro-
blematizar el presupuesto implícito y acrítico de las disciplinas dogmáticas, o
sea, el de que el derecho de nuestros días es el racional, el necesario, el defini­
tivo. La historia del derecho realiza esta misión subrayando que el derecho sólo
es posible (situado, localizado) «en sociedad» y que, independientemente del
modelo usado para describir sus relaciones con los contextos sociales (simbóli­
cos, políticos, económicos, etc.), las soluciones jurídicas son siempre contin­
gentes en relación a determinado entorno (o ambiente). Siempre son, en este sen­
tido, locales.
En el ámbito de la formación de los juristas, seguramente esta función crítica
puede ser asumida por otras disciplinas. La sociología o la antropología jurídi­
cas, cierta teoría del derecho o incluso la semiótica o la informática jurídicas po­
drían desempeñarla. Sin embargo, el conservadurismo de la mayor parte de las
Facultades de Derecho ofrece una fuerte resistencia — que también puede ser ex­
plicada sociológicamente (cf. Bourdieu, 1986)— a la inclusión de estas disci­
plinas, dado que arriesgarían esa naturaleza implícitamente apologética que los
estudios jurídicos aún tienen. Además, según los juristas más convencionales, la
inclusión de estas disciplinas provocaría que el estudio de las normas — que de­
bería ser la ocupación exclusiva del jurista— quedase difuminado en el estudio
[ 15 ]
16 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

de los hechos sociales, los cuales constituyen la base de los saberes sociales em­
píricos, como la sociología y la antropología. Como la idea de rigurosa separa­
ción ( Trennungsdenken) entre los hechos (Sein) y las normas (Sollen), proce­
dente de la teoría jurídica del siglo pasado (cf. 8.3), continúa siendo el núcleo
ideológico de los juristas (Bourdieu, 1986), esta intromisión del conocimiento
social empírico en el mundo de los valores jurídicos sigue siendo de largo ina­
ceptable.
Por esto, y desde un punto de vista táctico, la historia del derecho, al ser una
disciplina tradicional en los curricula jurídicos, puede representar—tal vez con
algunas ventajas adicionales— el papel que aquellas disciplinas no deseadas iban
a desempeñar.
Naturalmente, para desempeñar este papel, la historia del derecho no puede
presentarse de cualquier manera. A pesar de no haber ajustado adecuadamente
su metodología, la historia jurídica puede mantener — y ha mantenido— dife­
rentes discursos sobre el derecho.

1.1. LA HISTORIA DEL DERECHO COMO DISCURSO LEGITIMADOR

Realmente, la historia del derecho puede desempeñar un papel opuesto a aquel


que se ha descrito, o sea, puede contribuir a legitimar el derecho establecido.
El derecho, en sí mismo, es ya un sistema de legitimación, es decir, un siste­
ma que crea un efecto de obediencia consentida por aquellos cuya libertad va a
ser limitada por las normas. En realidad, el derecho forma parte de un amplio
abanico de mecanismos que buscan el consenso social. En consecuencia, el pro­
pio derecho necesita ser legitimado, o sea, necesita que se cree un consenso so­
cial que fundamente su obligatoriedad a partir de la necesaria obediencia. Como
es sabido, desde Max Weber la legitimación de los poderes políticos, es decir,
la respuesta a la pregunta «¿por qué el poder es legítimo?», se puede obtener a
partir de una serie de principios («estructuras de legitimación») organizados en
torno a valores como la tradición, el carisma, la racionalización (Weber, 1956):
«porque está establecido desde hace mucho», «porque lo inspira Dios», «por­
que es racional o eficiente». En el ámbito del mundo jurídico, algunos de estos
procesos de legitimación — sobre todo el «tradicional»— dependen en gran me­
dida de argumentos de carácter histórico.
La historia del derecho desempeñó este papel legitimador durante un largo
período de la historia jurídica europea, como se podrá comprobar en este libro.
En el Antiguo Régimen, prevalecía un modelo cultural tradicionalista según el
cual «lo antiguo era bueno». En este contexto, el derecho justo era identificado
con el derecho establecido y continuamente practicado a lo largo del tiempo,
como, por ejemplo, las costumbres establecidas («prescritas»), la opinión co­
múnmente aceptada por los especialistas (opinio communis doctoriim), las prác­
ticas judiciales cotidianas (styli curiae, usos forenses), el derecho romano reci­
bido o los derechos adquiridos (iura radicata). Entonces la historia del derecho
(el «argumento histórico») desempeñaba un papel decisivo en la legitimación
LA HISTO RIA DE L D E R E C H O EN LA F O R M A C IÓ N DE LO S JUR ISTAS 17

de las soluciones jurídicas, puesto que la durabilidad de las normas podía ser
comprobada mediante la historia. Pero también ayudaba en la identificación de
las normas tradicionales y, después, legítimas, pues era la historia la que per­
mitía determinar su antigüedad. Lo mismo se puede decir en relación a los de­
rechos que debían considerarse como adquiridos, cualidad que sólo el tiempo
—y, luego, la historia— podía certificar. Los primeros estudios de historia del
derecho —-como los de Hermann Conring, De origine iuris germanici, 1643—
tenían como objetivo resolver cuestiones dogmáticas como la de determinar la
vigencia de ciertas normas jurídicas, la de establecer jerarquías entre ellas, la de
determinar la existencia de ciertos derechos particulares, etc.
Incluso hoy podemos encontrar propuestas similares en relación al interés de
la historia jurídica. En especial, cuando se dice que puede ayudar a definir la
identidad (o el «espíritu») jurídica o política de una nación. El núcleo de la fi­
losofía jurídica de la Escuela histórica alemana, a inicios del siglo XIX (cf. 8.3.2),
se apoyaba en la idea de que el derecho surge del propio espíritu de la Nación
( Volksgeist), depositado en sus tradiciones culturales y jurídicas. Por eso, la his­
toria jurídica debía desempeñar un papel dogmático fundamental, tanto al reve­
lar el derecho tradicional, como al proteger el derecho contemporáneo contra las
innovaciones (generalmente, legislativas) arbitrarias («antinaturales», «antina­
cionales»). En los años treinta y cuarenta del siglo X X , estos tópicos volverán a
ser recuperados por el pensamiento jurídico conservador al reaccionar contra los
principios liberales en nombre de valores nacionales imperecederos o de con­
ceptos también nacionales de justicia y de bienestar (cf. 8.6.1).
En nuestros días, debido a la importancia de la idea de «progreso», la tradi­
ción ha dejado de ser la estructura principal de legitimación y, por eso, la histo­
ria del derecho ha perdido una buena parte de su crédito como oráculo del espí­
ritu nacional. Así ha sucedido en Occidente; por el contrario, en Oriente — desde
Irán hasta Singapur o China— la búsqueda de una teoría del derecho, libre de
categorías occidentales culturalmente extrañas, tiende a atribuir a la historia un
importante papel en la revelación de aquello que se considera específicamente
nacional.
Afrontar la historia como una vía para la revelación del «espíritu nacional»
(si es que tal cosa de hecho existiese') generaría problemas metodológicos muy
serios. Realmente, la metodología actual es muy consciente de que la historia,
más que describir, crea. O sea, aquello que el historiador cree descubrir como
«alma de un pueblo» es, en realidad, la interpretación que él hace influido por
sus creencias y preconceptos. La reflexión a partir de la historia — en particu­
lar, sobre entidades tan evanescentes como el espíritu nacional o la cultura jurí-
dico-política nacional— constituye una elaboración intelectual que, por tanto,
informa más sobre sus historiadores, sus autores, que sobre las creencias y las
culturas del pasado que se supone que están siendo descritas.

1 Sobre la difícil sustentabilidad de la idea de «espíritu nacional» cuando opera un pluralismo


evidente de valores en las sociedades, especialmente en las actuales, v. 8.6.4.
18 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

A pesar de todo, el argumento histórico no ha abandonado totalmente los te­


rrenos del raciocinio jurídico, ya que puede ser insertado en otras estrategias dis­
cursivas de los juristas.
Por un lado, la historia ha sido utilizada para probar que ciertas categorías del
discurso jurídico — como, por ejemplo, «Estado», «derecho público y privado»,
«persona jurídica»— o algunas soluciones jurídicas — como la protección legal
del feto o el principio de que los contratos deben ser rigurosamente cumplidos—
pertenecen a la «naturaleza de las cosas» o proceden de categorías eternas de la
justicia o de la razón jurídica. En este caso, la historia puede servir para mos­
trar, por ejemplo, que ya los juristas romanos o los grandes doctores medieva­
les habían sido conscientes de estas categorías y les habrían dado una cierta for­
mulación.
Aunque gran parte de los conceptos o principios jurídicos sean mucho más
modernos de lo que generalmente se supone, es verdad que hay otros que pare­
cen existir, con un mismo valor facial (es decir, con la misma expresión en pala­
bras o fórmulas), desde hace mucho tiempo. Realmente, términos como perso­
na, familia, propiedad, obligación, contrato, robo, homicidio, son conocidos como
conceptos jurídicos desde los inicios de la historia del derecho europeo. Con todo,
si avanzamos un poco en su interpretación, pronto veremos que, bajo una apa­
riencia de continuidad terminológica, existen rupturas decisivas en su significa­
do semántico. El valor de la misma palabra, en sus sucesivas apariciones a lo lar­
go de la historia, está íntimamente ligado a los diferentes contextos, sociales o
textuales, en los que aparece. O sea, es eminentemente relacional o local. Los
conceptos interactúan en campos semánticos con estructuras diferentes, reciben
influencias y connotaciones de otros niveles del lenguaje (del lenguaje religioso,
del lenguaje corriente, etc.), son objeto de variada apropiación según las coyun­
turas sociales o los debates ideológicos2. Tras la aparente igualdad de las pala­
bras se esconde una divergencia radical en la profundidad del sentido. Y esta dis­
continuidad semántica frustra por completo la pretensión de una validez intemporal
de los conceptos que las palabras expresan aunque éstas permanezcan.
Así, esa supuesta continuidad de las categorías jurídicas actuales — que pa­
recía poder ser demostrable por la historia— acaba no pudiendo ser comproba­
da. Y, rota esta idea de continuidad, se quiebra también aquello que pretendía

A lg u n o s ejem p los de esta falsa continuidad: el concep to de fa m ilia , aunque se utilice el


m ism o término desde el derecho romano {fam ilia), englobaba, no sólo relaciones de parentesco
mucho más amplias, sino también individuos sin relaciones sanguíneas [com o los criados o los
esclavos] e incluso los «bienes de la casa». El concepto de ob ligación c om o «vínculo jurídico»
aparece con el derecho romano; pero era entendido en un sentido material, com o una vinculación
del cuerpo del deudor con la deuda, lo que explicaba que, en caso de incumplimiento, las conse­
cuencias recayesen sobre el cuerpo del deudor o sobre su libertad (prisión por deudas). La palabra
«Estado» (status) se utilizaba en relación a los detentores del poder (status rei rom anae, status
reg n i), pero no contenía las características conceptuales del Estado (exclusivismo, soberanía plena)
tal com o nosotros lo entendemos. La p ro p ie d a d ya fue definida por los romanos com o una facul­
tad de «usar y abusar de las cosas»; pero la idea de «abuso» conlleva la de que existe un uso nor­
mal y debido de las cosas, que se impone al propietario, lo que excluye la plena libertad de dispo­
sición que caracterizó, más tarde, a la propiedad capitalista.
L A H I S T O R I A DF.L D E R E C H O EN L A F O R M A C I Ó N D E L O S J U R I S T A S 19

probar: el carácter natural de esas categorías. Al final, lo que se llevaba a cabo


era la habitual operación intelectual de considerar como natural aquello que era
fam iliar (naturalización de la cultura).
Pero la historia jurídica se puede integrar en una estrategia de legitimación li­
geramente diferente. De hecho, hay quien considera que es posible utilizar la his­
toria para probar la linealidad del progreso (en este caso, del progreso jurídico):
Partamos de un modelo histórico evolucionista. O sea, de un modelo que con­
ciba la historia como una acumulación progresiva de conocimiento, de sabidu­
ría, de sensibilidad. En esta perspectiva, también el derecho habría pasado por
una ruda fase juvenil. Con todo, el progreso de la sabiduría humana o los des­
cubrimientos de generaciones sucesivas de grandes juristas habrían empujado
el derecho, progresivamente, hacia el estado en que hoy se encuentra; estado
que, desde esa óptica histórica, representaría un apogeo. En esta historia pro­
gresiva, el elemento legitimador es el contraste entre el derecho histórico, rudo
e imperfecto, y el derecho de nuestros días, producto de un inmenso trabajo de
perfeccionamiento, llevado a cabo por una sucesión de juristas memorables.
Con frecuencia, esta teoría del progreso lineal es resultado de la lectura que el
observador hace del pasado desde la perspectiva de aquello que acabó por suce­
der. Desde este punto de vista, siempre es fácil encontrar avisos y anticipaciones
en relación con aquello que se va a verificar. Pero, normalmente, esto implica
perder de vista tanto las otras posibilidades de desarrollo como las pérdidas ori­
ginadas por esa evolución que se desea verificar. Por ejemplo, la perspectiva de
evolución tecnológica y de sentido individualista propia de las sociedades con­
temporáneas occidentales tiende a valorar la historia del progreso científico-téc­
nico de la cultura europea, así como conquistas político-sociales encaminadas a
la liberación del individuo. Desde este punto de vista, la evolución de la cultura
europea se deja leer como una epopeya de progreso, y su historia sería la de su
conmemoración. Pero lo que se pierde es la noción de todo aquello que, debido
justamente a este progreso, no tuvo la posibilidad de evolucionar. Como, por ejem­
plo, el equilibrio del medio ambiente o los sentimientos de solidaridad social.
En fin, la historia progresista promueve una sacralización del presente, glo­
rificado como meta, como el único horizonte posible de la evolución humana,
y ha inspirado la llamada «teoría de la modernización», que propone una polí­
tica del derecho basada en un patrón universal de evolución. En dicho patrón el
modelo de organización política y jurídica de las sociedades de Occidente (de­
recho legislado, codificación, justicia estatal, democracia representativa, etc.)
es propuesto como un objetivo universal de evolución sociopolítica, paralelo a
la apertura del mercado en el plano de las políticas económicas (Wehler, 1975;
cf., también, 8.6.4).
Estas dos últimas estrategias — la «naturalizadora» y la «progresista»— de
sacralización del derecho actual por medio de la utilización de la historia se apo­
yan en una cierta forma de contarla. De hecho, las materias históricas relevan­
tes son identificadas a partir de conceptos y problemas contemporáneos. Esto
lleva a una perspectiva deformada de la historia, en la que los objetos y las cues­
tiones son interpretados según el modo de ver y de concebir el derecho en núes-
2 0 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

tros días. De este modo, el presente se impone al pasado; pero, además, el pa­
sado se torna prisionero de categorías, problemas e inquietudes del presente, per­
diendo su propia espesura y especificidad, su manera de imaginar la sociedad,
de ordenar los temas, de plantear las cuestiones y de resolverlas.
Esta ignorancia de la autonomía del pasado genera perplejidades bien conoci­
das en la investigación histórica: debido a la forma actual de interrogación de las
fuentes, es muy posible que éstas no puedan responder a nuestras «anacrónicas»
preguntas. Por ejemplo, para aquellos que no sean conscientes de que una buena
parte de la teoría constitucional del Antiguo Régimen tiene su origen en la teoría
de la justicia y de la jurisdicción, las fuentes jurídicas doctrinales de las épocas
medieval y moderna les pueden parecer mudas en relación al problema del poder
político supremo. Lo mismo se puede decir de la teoría de la administración, que
no podrá ser encontrada en esas fuentes doctrinales a no ser que se acuda a la teo­
ría del iudicium (es decir, a la teoría de la organización judicial), o a la teoría (mo­
ral) del gobierno doméstico (oeconomia, cf. Cardim, 2000). Es también en los tra­
tados morales sobre las virtudes (como la beneficentia, la gratitudo o la misericordia)
donde pueden encontrarse los fundamentos de la teoría de las obligaciones, de la
usura o, incluso, del derecho bancario (cf., por ejemplo, Clavero, 1991).
Pero la vinculación del pasado al imaginario contemporáneo puede traer con­
secuencias aún más serias. Posiblemente, a una total incomprensión del derecho
histórico, siempre que su propia lógica sea subvertida por la mirada del histo­
riador. Por ejemplo, esto sucede cuando se leen los diplomas reales que en la
Edad Media protegían la inviolabilidad del domicilio (en cuanto expresión te­
rritorial del poder doméstico) como si fueran anticipaciones de las modernas
garantías constitucionales de protección de la esfera individual privada. En rea­
lidad, entonces estaba enjuego la autonomía de la esfera doméstica frente a la
esfera política de la respublica, en el ámbito de una constitución política plura­
lista dentro de la cual los poderes periféricos competían con el poder central. Por
el contrario, nada estaba más fuera de lugar que la idea de proteger derechos in­
dividuales, reducidos a la nada dentro del orden doméstico. Otra ilustración del
mismo error sería una lectura «representativa» (en el sentido actual) de las an­
tiguas instituciones parlamentarias. O someter la sistematización contemporá­
nea del derecho civil (parte general, obligaciones, derechos reales, familia y su­
cesiones) a las concepciones del derecho antiguo. Finalmente, y en un plano aún
más fundamental, sería completamente absurdo proyectar sobre el pasado las
actuales fronteras disciplinares entre derecho, moral, teología y filosofía, pro­
curando, por ejemplo, aislar el derecho de los restantes conjuntos normativos3.

3 Desde el siglo x x se viene ya discutiendo sobre la sumisión de la narrativa del historiador a los
conceptos y representaciones del presente. Hay quien, con razón, considera que esta situación es ine­
vitable, pues el historiador nunca logra liberarse de imágenes y preconceptos (precomprensiones)
del presente. Y hay también quien — especialmente en el ámbito de la historia del derecho— consi­
dera que la lectura «actualizadora» (present m ind approach) de la historia es la condición para que
los hechos históricos nos digan algo, sean inteligibles, permitan obtener conclusiones (cf. G r o s s i ,
1998, p. 274, refiriéndose a una obra clásica de Emilio B e t t i , 1991). La primera posición apunta a
la imposibilidad radical de un conocimiento histórico objetivo, la cual subyace también, y de un modo
L A H I S T O R I A D L L D E R E C H O EN L A F O R M A C I Ó N D E L O S J U R I S T A S

Una última estrategia legitimadora en los usos de la historia del derecho si­
gue un camino diferente. En ella ya no está enjuego la legitimación directa del
derecho, sino la del estamento de los juristas, sobre todo de los juristas acadé­
micos. En realidad, los juristas intervienen diariamente en la adjudicación so­
cial de facultades o de bienes. Esto les confiere un papel central en la política
cotidiana, con el inherente precio de una exposición permanente a la crítica so­
cial. Una adecuada estrategia de defensa de este grupo es desdramatizar («eu-
femizar», Bourdieu, 1986) la naturaleza política de cada decisión jurídica y, con­
secuentemente, su carácter aleatorio. Una forma de hacerlo consiste en presental­
la decisión jurídica como una opción puramente técnica o científica distancia­
da de los conflictos sociales subyacentes. Esta operación de neutralización po­
lítica de la decisión jurídica es más fácil si se elabora una imagen de los juris­
tas como letrados distantes y neutrales, cuyas preocupaciones son meramente
teóricas, abstractas y eruditas. Una historia jurídica formalista, docta, ajena a
cuestiones sociales, políticas e ideológicas y casi tan sólo preocupada por los
tiempos más remotos promueve seguramente una imagen de las Facultades de
Derecho como templos de la ciencia, donde serían formadas criaturas incorpó­
reas. La ola de medievalismo que dominó la historiografía continental hasta los
años sesenta, contemporánea de la propuesta de Hans Kelsen de «purificar» la
ciencia jurídica de ingredientes políticos (cf. 8.4.6), tuvo precisamente ese efecto
de legitimación por la ciencia, justamente en una época de intensos conflictos
político-ideológicos en los que los juristas tuvieron que desempeñar una im­
portante función «arbitral».

1.2. LA HISTORIA CRÍTICA DEL DERECHO

Ya hemos evocado los objetivos generales de una historia crítica del derecho.
Continúa abierta la cuestión de las estrategias científicas y de las vías metodo­
lógicas más convenientes (Scholz, 1985; Hespanha, 1986a, 1986b).
La primera estrategia debe ser la de instigar una fuerte conciencia metodo­
lógica en los historiadores del derecho, problematizando la ingenua idea de que
la narrativa histórica es un relato, fluido y sin conflictos, de aquello que «real­
mente sucedió». Y es que, de hecho, los acontecimientos históricos no están
ahí, independientes de la mirada del historiador y disponibles para ser descri­
tos. Por el contrario, los crea el investigador que, al seleccionar una perspecti­
va, construye objetos que no tienen una existencia empírica (como «curvas de
natalidad», «universos textuales», etc.) o elabora esquemas mentales para or­

ciertamente sensible, en esta introducción metodológica. La segunda cuestión, sin embargo, susci­
ta todas las objeciones referidas en el texto, que pueden resumirse en la siguiente: que el denomi­
nado «diálogo histórico» que se obtiene con una perspectiva «actualista» o «presentista» no es, de
hecho, sino un m onólogo entre el historiador y los muñecos de ventrílocuo en que aquél transforma
a los personajes históricos cuando les da la voz, pignorando palabras e imponiendo pensamientos
(trad. ASG).
2 2 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

ganizar los acontecimientos (como «causalidad», «influencia», «retorno»). Los


historiadores deben ser conscientes de estos artificios de la «realidad» históri­
ca, del carácter «poiético» (creador) de su actividad intelectual y de las raíces
social y culturalmente impregnadas de este proceso de creación. Esta estrate­
gia lleva, naturalmente, a una crisis de ideales como el de la «verdad históri­
ca», hasta el punto de que algunos autores no han vacilado en clasificar la his­
toria como un género literario, dotado, como todos los otros géneros, de una
organización discursiva específica (White, 1978, 1987; Hespanha, 1990a). Esto
no significa que el discurso histórico carezca de reglas o que nade en la arbi­
trariedad; al contrario, más bien significa que el rigor histórico reside en la co­
herencia interna del discurso (en la observación de «reglas de arte» conven­
cionales) y no tanto en una adecuación a la realidad externa. Al final, esta
propuesta representa la aplicación a la historia jurídica del mismo método
— separar las raíces sociales y culturales de las prácticas discursivas— que ella
pretende aplicar al discurso jurídico.
La segunda estrategia radica en la elección del derecho en sociedad como ob­
jeto de la historia jurídica.
Esta línea de evolución, que domina la historiografía contemporánea a partir
de la École des Armales, lleva a una historia del derecho íntimamente ligada a la
de los diversos contextos (cultura, tradiciones literarias, estructuras sociales, con­
vicciones religiosas) con los cuales (y en los cuales) el derecho funciona. Este
proyecto puede descomponerse en una serie de líneas de orientación.

1 .2 .1 . A n t ie s t a t a l is m o y a u t o o r g a n iz a c ió n

Las normas jurídicas apenas pueden ser entendidas si no las integramos en


los conjuntos normativos que organizan la vida social. En este sentido, el de­
recho tiene un sentido meramente relacional (o contextual). La regulación ju ­
rídica no depende de las características intrínsecas de las normas jurídicas, sino
del papel que se le asigna a través de otros sistemas normativos que forman su
contexto. Estos sistemas son innumerables: desde la moral hasta la rutina, des­
de la disciplina doméstica hasta la organización del trabajo, desde los esque­
mas de clasificación y de jerarquización hasta las artes de seducción. El modo
de combinarse a la hora de fabricar la disciplina social también es infinitamente
variable.
Algunas de las más importantes corrientes de la reflexión política contempo­
ránea se ocupan justamente de estas formas — persuasivas, invisibles, «sutiles»—
de disciplinar (Foucault, 1978, 1980; Bourdieu, 1979; Santos, 1980b, 1989,1995;
Hespanha, 1983; Boltanski, 1991; Thévenot, 1992; Serrano González, 1987a;
Cardim, 2000). Muchas de estas formas no pertenecen a los estratos políticos
más altos sino al nivel más bajo (au ras du sol, Jacques Revel) de las relaciones
cotidianas (familia, círculos de amigos, rutinas del día a día, intimidad, usos lin­
güísticos). En ese sentido, estos mecanismos de normalización pueden ser vis­
tos como un derecho de lo cotidiano (cf. 8.6.4; Sarat, 1993). Con todo, mani­
L A H I S T O R I A D E L D E R E C H O EN L A F O R M A C I Ó N D E L O S J U R I S T A S 23

fiestan una resistencia de la que carece la mayoría de las normas e instituciones


del derecho oficial.
Esta imagen de la sociedad como autoorganizada en un esquema plural de ór­
denes jurídicos no es nueva. Nació (si nos limitamos tan sólo a la edad con­
temporánea), en el siglo xix, ya que fue entonces cuando apareció la idea de que
la sociabilidad humana estaba organizada objetivamente en instituciones inma­
nentes y necesarias frente a las cuales el orden del Estado resultaba casi impo­
tente (cf. 8.2.2 y 8.4.4). Estos puntos de vista habían sido antes pergeñados por
el pensamiento reaccionario del siglo X IX, continuador de las teorías políticas
del Antiguo Régimen (cf. 4.2). En el siglo XX tanto las corrientes antiliberales
y antidemocráticas (É. Lousse; C. Schmitt; J. Evola) como las corrientes libera­
les dejaron también su huella sobre este pensamiento político antiestatalista.
Aunque bebe de otras fuentes, la teoría política más reciente dirige sus pasos
hacia este imaginario pluralista del orden político y en consecuencia tiende a des­
nivelar el derecho oficial dentro de los mecanismos de disciplina, subrayando, en
contrapartida, la aparente humildad y discreción de los engranajes normativos de
la vida cotidiana. La «teoría crítica» cuestionó la idea de neutralidad política e
insistió en que cualquier actividad humana tiene un ingrediente político y dis­
ciplinante, especialmente en el plano cultural y simbólico. En esta línea, M. Fou-
cault se refirió al carácter «molecular» del poder, a su omnipresencia en la so­
ciedad («pan-politización») y a la necesidad de formular una teoría política capaz
de captar el poder en toda su extensión: la «microfísica» del poder (Foucault,
1978). Desde la antropología jurídica se llegó también a una idea de «pluralis­
mo», de coexistencia de diferentes órdenes jurídicos, legales o consuetudinarios
dentro del mismo espacio social (Hooker, 1975; Geertz, 1963, 1983; Chiba, 1985;
cf. 8.6.4). Finalmente, el posmodernismo ha aportado una nueva sensibilidad res­
pecto de las formas implícitas, informales y cotidianas de poder (Toffler, 1990;
Hespanha, 1992a; Santos, 1994, 1995; Sarat, 1993; Bauman, 1993; cf 8.6.4), la
cual le lleva a alertar sobre las formas a través de las cuales el Estado — esa gran
creación de la «modernidad»— ha procurado desarticular o, al menos, esconder
esa dimensión microfísica de la política. Por todo esto se puede afirmar que la
historiografía jurídica de nuestros días se apoya tanto en temas procedentes de la
más académica reflexión teórica como en una precomprensión del mundo enrai­
zada en la más reciente cultura contemporánea.
De aquí deriva una sensible tendencia actual de los historiadores del derecho
hacia el estudio de las formas más evanescentes y difusas del orden, preferen­
temente en la sociedad y en la política del Antiguo Régimen, tales como el de­
recho informal, el derecho de las comunidades rústicas y campesinas, el amor y
la amistad (Clanchy, 1993; Hespanha, 1983, 1993b; Clavero, 1993), la organi­
zación del saber (Avellini, 1990; Petit, 1992), la organización del discurso (Gros-
si, 1992; Costa, 1969, 1986), la disciplina doméstica (Frigo, 1985a), la caridad
y la asistencia (Serrano González, 1992)4.

4 D e B e n e d i c t i s , 1990; S c h a u b , 1995.
2 4 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

1 .2 .2 . El d e r e c h o c o m o u n p r o d u c t o s o c ia l

A pesar de todo, el derecho en sociedad no consiste sólo en considerar el pa­


pel del derecho en los procesos sociales (como el de la instauración de la disci­
plina social), sino también en considerar la producción del derecho (de los va­
lores jurídicos, de los textos jurídicos) como un proceso social en sí mismo.
Este tópico lleva a otra iniciativa teórica, la de explicar el derecho a partir de su
propio proceso de producción. Remarcamos «propio» para destacar nuestro rechazo
de modelos de explicación muy globales, los que relacionan cualquier fenómeno
social con un único centro o plano de causalidad social (v. g ., la estructura econó­
mica o el subconsciente individual) (cf. Bourdieu, 1984). En realidad, creemos que
son mucho más productivos los modelos de explicación sociológica de corto al­
cance, que relacionan los efectos (culturales, discursivos) con la dinámica especí­
fica del particular espacio social en que se producen. En este caso, se trata de rela­
cionar el derecho con los espacios sociales («campos», por usar la terminología de
Bourdieu, «prácticas discursivas» o «dispositivos», por utilizar la de M. Foucault)
teniendo en cuenta los efectos jurídicos producidos. Por eso, la historia del derecho
será la historia del «campo jurídico», de las «prácticas discursivas de los juristas»,
de los «dispositivos del derecho», pues todas estas expresiones son algo equiva­
lentes. La primera subraya las luchas entre los agentes para lograr la hegemonía en
un determinado campo; la segunda y tercera enfatizan la fuerza estructurante de
entidades objetivas, como el discurso o la organización de las prácticas. Sea como
fuere, la idea común a cualquiera de ellas es la de la autonomía del derecho en re­
lación a los momentos no jurídicos de las relaciones sociales. O, incluso, la con­
tundente idea de que el imaginario jurídico — fruto de las condiciones específicas
de los discursos y rituales del derecho— puede generar imaginarios sociales más
amplios, como las prácticas sociales que de ellos se deriven.
Siempre que consideremos el contexto (tanto «externo» como «interno») de
las normas y valores jurídicos, debemos tener en cuenta que estos últimos per­
duran en el tiempo. Se producen una vez, pero son continuamente (re)leídos (o
recibidos). De acuerdo con la «teoría de la recepción» (Holub, 1989), recibir un
texto (tomada la palabra en su sentido más amplio) es (re)producirlo, dándole
un nuevo significado, de acuerdo con su integración en el universo intelectual
(y emocional) del lector.
Como los textos jurídicos participan de esta apertura a nuevos contextos, la his­
toria del derecho tiene que evitar la objetivación del significado de los valores, ca­
tegorías o conceptos, ya que éstos —al no depender tanto de las intenciones de sus
autores como de las expectativas de sus lectores— sufren permanentes modifica­
ciones de su sentido (contextual). Sin olvidar que, entre los contextos de lectura o
recepción de los textos, está también el habitus inculcado por la tradición literaria
en la que se ha formado el lector (y en la que está integrado el propio texto).
Por este motivo hay una cierta circularidad en la hermenéutica histórica de los
textos. Un lector formado en la tradición textual en la que se incluyen los mis­
mos textos (contexto intertextual) se los apropia. Así, se crea una dinámica cir­
cular, pues la nueva lectura está constituida por otros factores contextúales ex­
L A H I S T O R I A D E L D E R E C H O EN L A F O R M A C I Ó N D E L O S J U R I S T A S 25

ternos a esta tradición textual (momentos extratextuales) que empujan al lector


hacia otros paisajes intelectuales (otros discursos o tradiciones literarias, otros
imaginarios culturales, otras expectativas sociales, otros intereses).

1.2.3. C o n t r a l a t e l e o l o g ía

La tercera estrategia de una historia crítica del derecho consiste en insistir en


que la historia jurídica (como la historia en general) no constituye una evolución
lineal, necesaria, escatológica.
Esto significa que en la historia hay discontinuidad y ruptura, y esta idea es
bastante compartida por los historiadores. Pero los juristas (y los historiadores
del derecho) tienden a creer que el derecho constituye una antigua tradición agre­
gativa, en la que las nuevas soluciones nacen del perfeccionamiento de las más
antiguas.
Si se destaca la idea de discontinuidad, el papel de la tradición — que siem­
pre se ha considerado importante en el mundo del derecho— necesita por fuer­
za ser clarificado. En realidad, en la noción de ruptura ya estaba implícito aque­
llo que acabamos de decir a propósito de la naturaleza contextual del sentido. Si
éste (o los valores) es relacional —al estar siempre ligado a su propio contex­
to— cualquier cambio en el contexto del derecho lo separa de la tradición ante­
rior. O sea que la historia del derecho estará constituida por una sucesión de sis­
temas jurídicos sincrónicos, infranqueables entre sí. El sentido de cada instituto
o de cada principio debe venir avalado por su integración en el contexto de los
otros institutos y principios con los que contemporáneamente convive. No debe
confrontarse, pues, con los institutos o principios que lo antecedieron (en su «ge­
nealogía» histórica). O sea, el derecho se recompone continuamente y, al re­
componerse, recompone la lectura de su propia historia, de su propia tradición,
a las cuales actualiza.
Pero por una vez la tradición es también un factor de construcción del dere­
cho actual. Esto es así porque si el derecho actual recompone (relee) la tradi­
ción, lo cierto es que pensamos el derecho del presente con los instrumentos (in­
telectuales, normativos, rituales, valorativos) que una determinada tradición
intelectual nos ha legado. En este sentido, la tradición parece que está muy pre­
sente en el mundo del derecho, y además bajo diversas formas: tradiciones lite­
rarias, cosas juzgadas, leyes que se mantienen en el tiempo, costumbres que con­
tinúan vigentes, ceremonias y rituales heredados del pasado. Y el trabajo de
producción de nuevos efectos jurídicos (nuevas normas, nuevos valores, nuevos
dogmas) se lleva a cabo con herramientas recibidas de la tradición: herramien­
tas institucionales (instituciones, papeles sociales), herramientas discursivas (len­
guaje técnico, tópicos, modelos de argumentación y de prueba, conceptos y
dogmas), herramientas de comunicación (bibliotecas, redes académicas o inte­
lectuales). De esta forma el pasado modela el presente; no por la imposición
directa de valores y de normas, sino por la disponibilidad de una gran parte de
2 6 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

los utensilios sociales e intelectuales con que se producen nuevos valores y nue­
vas normas.
Establecida esta idea — con la crítica implícita respecto a la noción de pro­
greso lineal— , el presente deja de ser el apogeo del pasado o el último estadio
de una evolución que podía estar prevista con anterioridad. Por el contrario, el
presente sólo es una ordenación aleatoria, de las muchas que la manipulación
de los elementos heredados podía haber provocado.
Pero la idea de discontinuidad, además de ofrecernos una perspectiva sobre
el presente, también influye en nuestro modo de observar el pasado. Éste deja
de ser un precursor del presente, es decir, un tubo para el ensayo de soluciones
que van a formarse luego por completo en el presente. Procediendo de este modo,
el pasado deja de ser leído desde la perspectiva de lo que vino después. El pa­
sado se libera del presente. Su lógica y sus categorías ganan espesor y autono­
mía. La diferencia emerge, majestuosa. Y esta irrupción de la diferencia, de esta
extraña experiencia que nos viene del pasado, refuerza decisivamente la mirada
distanciada y crítica sobre nuestros días (o, en nuestro caso, sobre el derecho po­
sitivo de nuestros días).
CAPÍTULO 2

LA HISTORIA INSTITUCIONAL
COMO DISCURSO HISTÓRICO

Como disciplina histórica, la historia jurídica e institucional se está recuperando


actualmente del ostracismo al que había sido condenada por la primera generación
de la Ecole des Anuales \ La evolución de la teoría y la metodología de la historia
institucional —que implicó un rediseño de su objeto de estudio— desempeñó aquí
un papel muy importante. A pesar de todo, también los historiadores generalistas
son hoy en día, pasada la marea economicista que dominó hasta los años setenta,
cada vez más conscientes de la centralidad y omnipresencia del poder y la política.
Si esto es verdad en la sociedad actual, lo es de manera más evidente en la del
Antiguo Régimen, pues ésta se veía y describía a sí misma según imágenes y
evocaciones importadas del mundo del derecho y su estructura social se expre­
saba mediante las distinciones y jerarquizaciones propias del derecho2. En su
obra clásica sobre el derecho alemán de corporaciones, Das deutsche Genos-
senschaftsrecht (El derecho alemán de las corporaciones), Otto Gierke mostró
que la teoría política medieval y moderna se expresa básicamente con los térmi­
nos de la teoría jurídica. Más recientemente, Abraham Gurevich destacó que este
tono jurídico de la imaginación social («una sociedad construida sobre el dere­
cho») se encontraba esparcido por todos los grupos sociales. Por medio de tópi­
cos y clichés, la idea de que la sociedad y la propia vida eran construcciones ju ­
rídicas incluso había impregnado la cultura popular. Si, entre los letrados, la teoría
política estaba contenida en la de la jurisdicción y de la justicia 3, para los legos
la más visible expresión del poder era la administración de la justicia en los tri­
bunales. Por eso el proceso judicial y la parafernalia de los tribunales (rituales,
ceremonias, fórmulas) eran considerados constituyentes del modelo más fiel del
ejercicio del poder político. También la propia vida se expresaba según la metá­
fora del proceso judicial, culminando en un acto típicamente forense, el Juicio
Final4. Las situaciones sociales — patrimoniales, pero también las personales o
incluso las simbólicas, como la jerarquía, el título, o el rango— se regulaban ju ­
rídicamente (como iura quaesita o iura radicata, derechos adquiridos o arraiga-

1 Cf. H e s p a n h a , 1 9 8 6 c , 21 1.
2 Cf., com o síntesis del estado de la cuestión de la historiografía sobre el Antiguo Régimen, H e s ­
p a n h a , 1984b; B e n e d i c t i s , 1990.
3 Mucho más de lo que lo estaba en los escritos políticos, com o la Política de Aristóteles.
4 Cf. H e s p a n h a , 1 9 9 0 c .

[27]
28 CULTURA JURÍDIC A EUROPEA

dos) y podían ser objeto de reclamación judicial. Por este motivo, el formalis­
mo documental y la voluntad de litigar constituyen un fenómeno muy visible,
hasta el punto de llegar éste a ser descrito como un trazo cultural distintivo de
esta sociedad que ya fue calificada como «la civilización del papel timbrado»
(<civiltà della carta bollata) (F. Chabod).
Este centralismo del derecho puede explicarse por la estrecha relación que
existía entre el orden jurídico y los otros órdenes normativos, contrariamente a
lo que acontece en la actualidad.
El primero de estos sistemas normativos casi jurídicos era la religión. El de­
recho divino (ius divinum) — que derivaba directamente de la Revelación— tan
íntimamente impregnaba el derecho secular (ius civile) que este último no po­
día contrariar los principios esenciales del primero. De ahí derivaban las limita­
ciones ético-religiosas del derecho secular, la fundamental falta de distinción
entre crimen y pecado5, la competencia de ambos órdenes para intervenir en
ciertas situaciones, así como el apoyo mutuo que se prestaban6.
El derecho también mantenía una relación muy estrecha con la moral. No so­
lamente con la moral religiosa, sino también con la ética secularizada que regu­
laba las virtudes, concretamente las virtudes sociales, como la beneficencia, la
libertad o la gratitud. Desde esta perspectiva, dar podía ser casi una obligación
jurídica (quasi debitum), entendida como el hecho de crear prácticamente un de­
recho a favor de los beneficiarios del ofrecimiento. Este era el caso de la limosna,
que nacía de la virtud de la caridad y que frecuentemente era considerada como
una deuda hacia el pobre. Lo mismo ocurría con el deber de compensar servi­
cios, que provenía de la gratitud (gratitudo), o con el deber de la generosidad o
el de la magnificencia, provenientes de la libertad (liberalitas) o de la magnifi-
centia, que correspondía a los ricos y los poderosos7.
Pero, asimismo, el derecho podía incorporar profundos contenidos antropo­
lógicos en lo referente al modo de organizar y controlar las relaciones sociales.
Esto ocurría, por ejemplo, con el llamado derecho natural (ius naturale), un de­
recho que derivaba de la propia «naturaleza de las cosas», es decir, de imágenes
en aquel momento evidentes acerca de la sociedad y de la humanidad. Todas es­
tas imágenes, profundamente arraigadas, eran evocadas cuando los juristas se
referían a los rasgos naturales (natura lia) de diferentes roles sociales (el rey, el
padre, la mujer) o institucionales (como los diversos contratos o la propiedad).
También se evocaban cuando elegían la «buena y recta razón» (bona vel recta
ratio) como principal criterio para evaluar la justicia de una situación. Recta ra­
tio, así como aequitas, equivalían a lo que hoy llamamos sentido común, el sen­
tido común aplicado al buen orden y la justicia.
Con todo, el derecho y la doctrina jurídica no se limitaban a recibir el senti­
do común y las ideas difundidas. Una vez recibidos, con estos materiales «en bru­

5 C f. T o m á s y V a l i e n t e , 1990.
6 La religión, al legitimar el derecho secular; este último, al proteger a la primera y al imponer
deberes religiosos, B i a n c h i n i , 1989; sobre el tema, cf. 5.1.2.
7 C f. P i s s a v i n o , 1988; H e s p a n h a , 1993d; C l a v e r o , 1991.
LA HISTO RIA INS T IT U C IO N A L C O M O D IS C U R S O H IS T Ó R IC O 2 9

to» (ruda aequitas, equidad ruda) se desarrollaba y elaboraba una teoría ar­
mónica y argumentada (Vallejo, 1992). En cierto modo, los juristas transforma­
ban en explícito aquello que la vida cotidiana mantenía implícito, aunque tam­
bién activo. Como hacen los analistas — que explican mediante un discurso el
inconsciente individual—-, los juristas explicitaban mediante teorías el incons­
ciente social. Y a continuación devolvían este inconsciente a la sociedad bajo la
forma de una ideología articulada que se convertía en norma de acción y que
contribuía a reforzar el primitivo imaginario espontáneo. Muchas veces lo ha­
rán mediante una doctrina muy sofisticada; otras, se servirán de frases hechas
(brocardos), reglas mnemotécnicas, formularios documentales o ritos procesa­
les. De una forma o de otra, desempeñaron un papel importantísimo en la re­
producción de patrones culturales y en la construcción de esquemas mentales
que permanecerán activos durante siglos en la cultura europea. Por este motivo,
la historia del derecho no puede ser ignorada cuando se pretenda comprender,
tanto global como sectorialmente, la antigua sociedad europea8.

8 Sobre la importancia de la historia del derecho para la comprensión de la sociedad del Anti­
guo Régimen, v. S c h a u b , 1995, 1996.
CAPÍTULO 3

LÍNEAS DE FUERZA DE UNA NUEVA HISTORIA


POLÍTICA E INSTITUCIONAL

3.1. EL OBJETO DE LA HISTORIA POLÍTICO-INSTITUCIONAL.


LA PRECOMPRENSIÓN DE LO «POLÍTICO»

Nunca fue fácil, ni hubo unanimidad al definir lo que es el poder o las insti­
tuciones. Pasando por encima de las inquietudes y dudas siempre latentes en
corrientes menos conformistas, la teoría política liberal tenía establecido, de la
mano del positivismo jurídico, un concepto según el cual el poder político tenía
que ver con el «Estado», y eran relevantes, desde el punto de vista de la historia
y de la ciencia política, las instituciones, los mecanismos y las organizaciones
instituidos por él \
Actualmente parece que este tema vuelve a cuestionarse. Y se hacen sentir las
consecuencias, sobre todo por lo que hace referencia a la definición del objeto
de la historia política e institucional. Este es el tema de los próximos epígrafes.

3.1.1. L a CRISIS POLÍTICA DEL ESTATALISMO

Hace algunos años, el malogrado historiador italiano R. Ruffilli2 relacionaba


las temáticas (y también las perplejidades) de la historia política (en el sentido
de historia del poder) de nuestros días con lo que él llamaba la crisis de las ins­
tituciones del Estado liberal, sobre todo en Italia.
Para los que siguen de cerca la situación italiana actual, o para los que asisten
a la disolución de las formas establecidas por el ejercicio del poder llamado ofi­
cial — sea en el orden interno, sea en el internacional— hablar de crisis es segu­
ramente un eufemismo. Ante nuestros ojos, la institución del Estado, tal y como
había sido constituida por la teoría política liberal, se disuelve y desaparece. Y,
con ella, una serie de modelos ejemplares de vivir la política o de tener contac­
to con el poder (el sufragio, los partidos, la ley, la justicia oficial: cf. Hespanha,
1992a, 1993a). Incluso el imaginario ligado al paradigma Estado está en crisis:

1 C f. C h e v a l i e r , 1978.
R u f f i l l i , 1979. Ruffilli — que, al margen de ser un prestigioso historiador, continuaba su ac­
ción cívica con gran coraje en un combate por la reforma y dignificación de la vida política italia­
na— murió a manos de las Brigadas Rojas.

[3 0 ]
LÍN E A S DE F U E R Z A DE UN A NU EV A HISTO RIA PO LÍT IC A E IN ST IT U C IO N AL 31

la igualdad, como objetivo político, se ve confrontada con las pretensiones de


garantía de la diferencia; el interés general tiende a ceder ante las pretensiones
corporativas o particularistas; el centralismo se debate con todas las formas de
regionalismo; el imperio de la ley es atacado, tanto en nombre de la irreductibi-
lidad de cada caso y del libre arbitrio del juez, como en nombre de las ideas de
concertación y de negociación; la vocación racionalizadora capitula ante las pre­
tensiones liberales más radicales. El mismo Estado, asolado por crisis de eficien­
cia y de legitimidad, parece que no puede, no tiene o no quiere conservar su mi­
sión ordenadora (Bauman, 1995). En resumen, el Estado abandona
progresivamente el imaginario político.
Este modelo de Estado había sido diseñado según una arquitectura precisa3,
que preveía:

i) la separación rigurosa entre la «sociedad política» (la polis, es decir, el


Estado y sus instituciones provistas de imperium) y la «sociedad civil» (el mun­
do de lo cotidiano y sus arreglos «privados», contractuales, de poder);
ii) distinción entre la naturaleza de los poderes, según se trate de poderes de
los que el Estado es titular (poderes públicos) o poderes cuya titularidad recae
en los particulares (poderes privados);
iii) la institución de una serie de mecanismos de mediación, fundados en el
concepto de «representación» (concebido como un producto de la voluntad, ins­
tituido por contrato — mandato— ), mediante los cuales los ciudadanos, al vivir
en la sociedad civil, participan en la sociedad política;
iv) la identificación del derecho con la ley, concebida como la manera de
expresar la voluntad general de los ciudadanos, cuyo demiurgo era el Estado, y
v) la institución de la justicia oficial, como la única instancia de resolución
de conflictos.

Desde el punto de vista de la política, este modelo, con las consecuencias po­
líticas que comporta, suscita cada vez menos entusiasmo.
Se critica el gigantismo de la política a nivel estatal; se considera que hace
imposible la participación de los ciudadanos. Se rechaza la idea de representa­
ción y los ciudadanos se reconocen cada vez menos en sus representantes ele­
gidos. La abstención electoral crece y manifiesta la falta de adhesión a los mo­
delos representativos. Se desconoce la ley, se defrauda su letra y se contestan
sus imposiciones en nombre de intereses particulares. Se pone en tela de juicio
la justicia de la justicia oficial y se propone su sustitución por otras formas de
composición.
Pero al tiempo que el imaginario estatalista del liberalismo retrocede se des­
cubre que, finalmente, en realidad no se trataba más que de un imaginario tras
el cual hormigueaban mecanismos múltiples de organización y disciplina so­
ciales: la educación de los sentimientos (la moral), el sentido común, las ruti-

3 Sobre el diseño liberal del Estado, v. C h e v a l i e r , 1978.


32 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

ñas, la organización del trabajo, la familia y los círculos de amistades. Por la in­
timidad del amor, por los mecanismos viscosos de la rutina, por la acción del
verbo, por los juegos de la evidencia y de la verdad, por los constreñimientos de
la vida doméstica y de la amistad, la sociedad continúa tan firmemente organi­
zada como antes. Y, por muy alejados que estén de la alta esfera de la política,
los hombres y las mujeres tienen, todos los días, sus momentos de poder. En una
palabra: al final se hace política como se respira.

3 .1 .2 . La p r e c o m p r e n sió n p o sm o d e r n a d e l po d e r

Este nuevo descubrimiento de una «política a ras de suelo» (J. Revel, 1989)
— o, si se prefiere citar Lenin, de una política al alcance de la portera— puede
relacionarse con un tema teórico típicamente posmoderno: horror al gigantismo
y atracción por la pequeña escala, desconfianza de los modelos globales, de las
tecnologías pesadas y de las grandes organizaciones, valoración de los compo­
nentes personales y de la vida cotidiana, preferencia por una ética del placer en
lugar de una ética de la responsabilidad, etc. Esta antipatía por las formas «ma-
cro» del modelo político liberal tiene una genealogía bastante amplia en la que
se puede encontrar tanto a Karl Marx como a Cari Schmitt, antes de llegar a los
análisis microfísicos de Michel Foucault o a los diagnósticos sobre la mutabili­
dad de las fuentes, de los niveles y de las tecnologías del poder y de la organi­
zación en las sociedades omnicomunicativas descritas por Alvin Toffler.
Independientemente del origen, lo que interesa es que el diagnóstico o el anun­
cio del fin del Estado como modelo de organización política se va haciendo usual
en la teoría política más reciente4.
Este es el motivo por el cual la evolución más reciente de la historiografía del
derecho y de las instituciones no puede separarse ni de la evolución de los mo­
vimientos de la sensibilidad política antes descritos ni de las últimas novedades
de la teoría política. Unos y otras crean intereses existenciales que dirigen el co­
nocimiento (Erkenntnisleitende Interessen) o, para escoger otra formulación,
que modelan una precomprensión ( Vorverstandniss) de lo político que anticipa
los resultados de la actividad historiográfica.
No obstante, no se puede decir que, a finales de los años sesenta, cuando el
movimiento contestatario de la historiografía jurídico-política tradicional co­

4 Me limito a dar ejemplos de los últimos años procedentes de sectores opuestos que reflexio­
nan sobre política: P. L e g e n d r e , en el ámbito de una ya larga reflexión sobre la forma estatal (des­
de L'am our du censeur, 1974, hasta Les enfants du texte. Etude su r la fonction p aren ta le d es E ta ts,
1992, e incluso el Trésor historique de l'E ta t en France. L ’adm inistration cla ssiq u e, 1 9 9 2 ) , pro­
nostica «su disolución interior, dando lugar a otra cosa» ( Trésor.... 13). De las teorías del m anage­
ment — cuyo papel dogmático (es decir, legitimador de las relaciones políticas establecidas) P. Le­
gendre colocó junto al derecho de los Estados contemporáneos— tomamos el ejemplo de A. Toffler
( T o f f l e r , 1990), el cual ve en los actuales movimientos del poder {pow ershift ) la señal de la lle­
gada de una nueva Edad de las civilizaciones, dominada por formas blandas y flexibles de organi­
zación (Jlex-organisations).
L ÍN EA S DE F U E R Z A DE UN A N U E VA HISTO RIA P O LÍT IC A E INST IT U C ION A L 33

menzó a tomar forma, estas señales de disolución de las formas contemporáneas


de normativización y disciplina no fueran ya abiertamente visibles.
Y, sobre todo, de ninguna manera se puede decir que estas señales estuvieran
en el origen del malestar de la entonces más innovadora historiografía jurídica. En
aquel momento, lo que desempeñó un papel determinante fue la crítica de la «fa­
miliaridad» con la que la historiografía establecida se relacionaba con el pasado.

3.1.3. Contra u n a h is t o r ia p o l ít ic o -i n s t it u c io n a l a c t u a l iz a d o r a

3.1.3.1. La política implícita de la idea de «continuidad»


(Kontinuitátsdenken)

Para los que habían estado en contacto con la historiografía general más mo­
derna, especialmente con el movimiento de los Annales, la falta de distancia-
miento histórico resultaba, claro, sorprendente.
Pero todavía lo era más cuando se analizaba la política implícita en esta his­
toriografía de la «continuidad». Tal vez fue por aquí por donde se avanzó hacia
la ruptura revolucionaria.
En efecto, la idea de una continuidad, de una genealogía, entre el derecho his­
tórico y el derecho del presente lo era todo menos inocente desde el punto de
vista de sus consecuencias en la política del saber (jurídico).
La continuidad de los dogmas (de los conceptos, de las clasificaciones, de los
principios) jurídicos constituye, de hecho, la vía real para la naturalización del de­
recho y de los modelos de poder establecidos, para la aceptación de un derecho na­
tural, de una organización política racional, fundados en el principio de un espíri­
tu humano intemporal, que permitiría el diálogo dogmático entre los juristas del
presente y los del pasado. Así, la historia tendría un papel esencialmente dogmáti­
co. Al ser un saber que lidia con el tiempo, tendría la función de lubrificar la co­
municación intemporal, haciendo posible el diálogo espiritual entre los de hoy y los
de ayer. En este diálogo, el presente se enriquecía pero, sobre todo, se justificaba.
Porque el pasado leído (y, por tanto, aprendido) a través de las categorías del pre­
sente, se convertía en documento vivísimo del carácter intemporal —y, en conse­
cuencia, racional— de esas mismas categorías. «Estado», «representación políti­
ca», «persona jurídica», «público/privado», «derecho subjetivo», se encontraban
por todas partes en la historia. No podían dejar de ser formas continuas e irreduc­
tibles de la razón jurídica y política. Que esta continuidad fuera el resultado de la
mirada del historiador era algo de lo que, al parecer, no se era consciente.
No obstante, además de poder leerse en este registro de «permanencia», la
continuidad también puede considerarse desde el punto de vista de la «evolu­
ción». En este caso, se trata de asistir al nacimiento y secular perfeccionamien­
to de un concepto o de un instituto. La «continuidad» es concebida como la con­
tinuidad de los seres vivos, que crecen, florecen y finalmente fructifican. La
sabiduría político-jurídica de la Humanidad, al continuar el pasado y no olvidar
sus enseñanzas, se perfecciona; es decir, progresa linealmente por acumulación.
34 C U L T U R A J U R ÍD IC A EU R O P EA

A partir de esta idea, se instituye una visión progresista de la historia del poder
y del derecho, que convierte la organización institucional actual en omega de la
civilización política y jurídica. El Estado liberal-representativo y el derecho le­
gislado (o, mejor todavía, codificado) constituirían el fin de la historia, la últi­
ma estación de todos los procesos de «modernización».
En todo esto la visión histórica servía siempre para documentar esta saga, esta
continua lucha por el derecho (Kampfum Recht). Los dogmas del derecho his­
tórico no son ya, como en el caso anterior, testimonios de la ecuanimidad del
presente sino testimonios de la actividad libertadora de la Razón jurídica frente
a la fuerza, los prejuicios y las dolencias infantiles (cf. Hespanha, 1986c).
En uno y otro caso, la idea de continuidad era una garantía de este uso legiti­
mador de la historia. Es decir, de la idea de que el saber del presente se arraiga­
ba en el saber del pasado y que recibía de éste las categorías fundamentales so­
bre las cuales trabajaba. De hecho, la clave del éxito de la tradición romanística,
desde los glosadores hasta la pandectística alemana, trató siempre de enmasca­
rar el carácter innovador de la «recepción» por el hecho de que ésta se apoyaba
siempre en una duplex interpretado.
Se elucubraba que el sentido que tomaban los conceptos o las normas heredadas
del pasado era el acuñado por sus autores o el ligado a sus contextos originales.
Ni los propios textos ni las condiciones de su producción y apropiación tenían con­
sistencia suficiente para provocar alteraciones en su sentido. Por el contrario, la
nitidez cristalina y la plena disponibilidad de los textos dejarían reinar, soberano,
el único contexto que sería preciso tener en cuenta, el contexto intemporal — y,
por tanto, común al pasado y al presente— de la Razón jurídica. Esta creencia en
la intemporalidad del sentido y en la posibilidad de una hermenéutica sin límites
conducía a una reducción o a un rechazo de la profundidad histórica y a un senti­
miento de familiaridad con el pasado que, a su vez, aparejaba una trivialización
de la «diferencia» ubicada en los textos jurídicos históricos.

3.1.3.2. La crítica del atemporalismo

No se puede decir que la cuestión de las rupturas, especialmente de las rup­


turas dogmáticas, fuese desconocida para los historiadores del derecho. En la
década de los veinte y de los treinta del siglo pasado, algunos romanistas, reac­
cionando contra la apropiación actualizadora del derecho romano llevada a cabo
por la pandectística, denunciaron el error que supondría ignorar el trabajo crea­
tivo, poiético, de las diversas recepciones de los textos romanísticos (duplex in­
terpretado), así como su progresivo distanciamiento en relación a los sentidos
originales. De esta denuncia, del carácter ilusorio de las aparentes continuida­
des terminológicas, derivaba la ilegitimidad de aplicar, en la investigación his­
tórica, las categorías jurídicas actuales5.

5 El precio pagado por esta orientación fue una inevitable «historicización» de las corrientes ro-
manísticas y su pérdida de peso en las Facultades de Derecho. Por eso, ciertos sectores romanistas
LÍNEA S DE F U E R Z A DE UNA NUEV A HISTO RIA PO LÍT IC A E INST IT U C ION A L 35

Pero la crítica más contundente de la idea de «familiaridad», y más decisiva


para el desarrollo reciente de la historiografía jurídico-institucional, vino más
tarde, en la década de los años setenta. A pesar de la gran disparidad ideológica
de los protagonistas, no parece muy arriesgado decir que se trató de un movi­
miento de crítica al triunfalismo de la política establecida — el Estado liberal-
representativo y de su derecho legislado— , la cual había atado la historia insti­
tucional y jurídica a su carro triunfal6. Desde diversos puntos se intentó desvincular
el pasado de esa atadura, demostrando que, si lo dejasen hablar con su propia
voz, se desvincularía de las formas establecidas del presente, alabando, por el
contrario, la inenarrable movilidad de las cosas humanas.
En el ámbito de la historia político-institucional, esta misión fue emprendida
por Otto Brunner7. Formaba parte, como Otto Gierke, Emile Lousse o Julius
Evola, del sector más tradicionalista de críticos de la «situación política», y
subrayó la alteridad de las representaciones del Antiguo Régimen sobre el po­
der y la sociedad.
El éxito que este autor llegó a tener en los medios historiográficos vanguar­
distas se debe en buena medida a la favorable acogida que tuvo por parte de la
historiografía político-institucional crítica (esta vez de «izquierdas») italiana de
los años setenta, y la atención que recibió su obra en los estudios introductorios
a dos antologías que en aquel momento estaban muy en boga, la de Schiera-Ro-
telli y la de A. M usí8. La influencia de Brunner, combinada con sugerencias an­
teriores y propagada por esta nueva historiografía, provocó un movimiento his-
toriográfico, muy amplio actualmente, que polemizó sobre la pertinencia de la
aplicación de categorías y precomprensiones contemporáneas a la historia del
poder de las edades medieval y moderna (cf. Blockmans, 1993).
En el dominio de la historia del derecho, la crítica de la continuidad presen­
taba, en principio, mayores dificultades; y es que en principio esta noción era
esencial no tanto para mantener a flote la idea de ratio inris como para defender
la razonabilidad de dispositivos técnicos como la «regla del precedente» o la
«interpretación histórica»
Fue justamente el culto a la «continuidad» el que estuvo detrás de las tensio­
nes que acompañaron a la aparición, en 1977, de un número de la revista Ius
commune, publicación institucional de uno de los templos de la historiografía

propusieron un estudio «jurídico» (actualizador) del derecho romano que reactivase las intencio­
nes dogmáticas de la pandectística (zun'ick zu Savigny, zu dem heutigen System des róm ischen
Rechts). V., respecto a este último sentido, el «manifiesto» de C r u z , 1989b, 113-124. Para su crí­
tica, v. 5.1.1.1.4.
6 V., e n e s te m i s m o s e n t id o , a u n q u e c o n d i f e r e n t e a r g u m e n t a c i ó n , L e v i , 1998.
7 Indicaciones bibliográficas, evaluación global y nota sobre los precursores, H e s p a n h a , 1984b,
31 ss.
8 R o t t e l l i , 1971; Musí, 1979. También fue destacado por mí, en H e s p a n h a , 1984b.
9 Que requieren que el paso del tiempo y la evolución de los contextos no perjudique la simili­
tud (la «continuidad») de las situaciones. Las cosas son, en realidad, más profundas: es la idea de
continuidad (de las cosas y de las personas) la que sostiene el esencialismo, en el cual, a su vez, se
apoya el derecho. Sin ellas, nuestras cosas se desvanecerían continuamente, las promesas no po­
drían garantizarse, etc.
36 CU LTU RA JURÍDICA EUROPEA

jurídica alemana, el Max-Planck-Institut fü r europäische Rechtsgeschichte, de


Frankfurt/Main, coordinado por un investigador del Instituto, Johannes-Mi­
chael Scholz, y bajo el título Vorstudien zur Rechtshistorik10. El título lo era todo
menos inocente, a juzgar por el contraste provocador entre la designación clási­
ca de la disciplina —Rechtsgeschichte— y el neologismo Rechtshistorik. La in­
tención iconoclasta se explicaba abiertamente en el estudio introductorio de
Scholz (.Historische Rechtshistorie. Reflexionen anhandfranzösischen Historik,
o sea, «Una historia histórica del derecho. Reflexiones a partir de la historio­
grafía francesa»). Se trataría, en efecto, de «historizar la historia del derecho»
al importar las sugerencias metodológicas de la École des Annales, concreta­
mente la de promover la observación del derecho en su contexto social y la de
introducir, con toda su imponente majestad, la conciencia de dimensión tempo­
ral, la conciencia de un tiempo marcado por la ruptura.
El pasado jurídico, por tanto, debía ser leído de tal modo que se respetara su
alteridad y se destacara el carácter «local» del sentido de los problemas, de la
idoneidad de las soluciones y de la racionalidad de los instrumentos técnico-
dogmáticos utilizados. Es decir, se trataba de enfatizar que todos estos elemen­
tos dependían de condiciones históricas concretas que generaban un sentido de­
terminado, tanto si estas condiciones se ligaban a los contextos sociales de la
práctica discursiva como si se relacionaban con los universos culturales parti­
culares de los actores históricos.
La sola invitación a establecer una relación más íntima con la historia social
provocaba malestar en una historiografía que vivía de la idea de «separación»
(Trennungsdenken, O. Brunner) entre el derecho y la sociedad. Y al margen ya
de esta actitud, la ruptura con las continuidades de la tradición jurídica disolvía
esta «familiaridad» de la que venimos hablando, suspendía la trivialización de
los dogmas jurídicos del pasado y peligrosamente se aproximaba a un histori-
cismo que, tarde o temprano, acabaría por afectar al presente. Porque, en reali­
dad, el «extraño» carácter del pasado se corresponde, como en un espejo, con el
carácter históricamente fundado del presente: a nosotros nos parece raro el pa­
sado como raro les parecería el presente a nuestros antepasados, o les parecerá
a nuestros descendientes 1
Este programa de recuperación de los sentidos «auténticos» («locales») de
las instituciones del pasado no era fácil de llevar a la práctica, a menos que se
: 1-g"1-1'orc3nbcTrios"j,n,oorenia^''fiie\ouoTogrcos' qae'esta Vartin'iáa dexiescríbír el pasa­
do jurídico en sí mismo generaba. O sea, a menos que se supusiera que el en­
carcelamiento del pasado dentro de las categorías del presente era un hecho in­
tencional y que, por tanto, podía evitarse mediante una especie de reducción

1,1 V. S c h o l z , 1977.
11 Las propuestas m etodológicas de J.-M. Scholz, se dirigían, sobre todo, contra la historia de
las doctrinas (D ogm engeschichte). Pero no es m enos cierto que también cargaban contra la histo­
ria militante de los años sesenta, políticamente comprometida, y siempre dispuesta a denunciar, en
nombre de los valores del presente, las aberraciones del pasado, sobre todo aquellas que se pro­
longaban en el presente o de las cuales se podía hacer uso, directa o metafóricamente, en las lu­
chas civiles o políticas.
LÍNEA S DE F U E R Z A DE UN A NU EVA HI STO RIA POLÍT IC A E IN ST IT U C IO N AL 37

voluntarista de todos estos preeoneeptos «aetualistas». Pero la verdad es que el


historiador no aplica deliberadamente estos esquemas perceptivos, pues son
ante todo el producto de prejuicios inmanentes. Y Scholz era consciente de ello.
Ni las deformaciones epistemológicas de los historiadores tradicionales eran
intencionadas, ni la historia podía trabajar con categorías perceptivas asépticas
y neutrales, dispuestas a dejar vivir, con plena libertad y autodeterminación, a
su objeto de conocimiento. A la vista de esto, él intentaba escapar de la situa­
ción recurriendo al concepto, desarrollado en aquel momento por la teoría ale­
mana de la historia, de conceptualización sugerida por el propio objeto de es­
tudio (Gegenstandsbezogene Kategorien); de este modo se abría el camino hacia
una adhesión distanciada y no pietista de las autorrepresentaciones de los agen­
tes históricos. Esta es una cuestión a la que volveremos a referirnos más ade­
lante.
El programa que J.-M. Scholz trazó en su «manifiesto» 12 en realidad ya se es­
taba llevando a cabo, en el ámbito de la historia del derecho privado, por Paolo
Grossi, uno de los cultivadores más interesantes de una historiografía jurídica
que, sin dejar de mantener una cuidadosa distancia respecto de la Dogmenges-
chichte tradicional, se tomaba al mismo tiempo los textos en serio. Es decir,
Grossi se negaba a ver en los textos históricos del derecho y en sus figuras dis­
cursivas los antecedentes de una historia futura. No sobrestimaba las aparentes
continuidades formales (palabras o elementos normativos aislados del contex­
to) ni trivializaba los elementos extraños e inesperados.
Sus estudios sobre los derechos y las cosas inauguran una nueva forma de tra­
tar la dogmática jurídica medieval y moderna (v. Grossi, 1968, 1992).
A partir del estudio de la dogmática medieval sobre las relaciones entre los
hombres y las cosas y de su radical vinculación con la teología, P. Grossi des­
cubre un sistema distinto del contemporáneo. Desvela un sistema en el que en­
tre los hombres y las cosas se tejen lazos variados y superpuestos, mucho más
complejos que los lazos biunívocos (una cosa es propiedad de una persona, una
persona es propietaria de una cosa) del modelo liberal de propiedad concebida
como un poder exclusivo de uso. Lo más interesante del proyecto es justo el he­
cho de suspender la continuidad aparente de conceptos muy familiares (como
el de dominium), al subrayar, de un solo golpe, la naturaleza cultural de los con­
ceptos empleados tanto por el sistema dogmático del derecho medieval como
por el derecho contemporáneo. Al hacer esto, P. Grossi evita caer prisionero tan­
to de los esquemas dogmáticos actuales (que él rechaza como sistema de re­
construcción histórica) como de los de esa edad. Se limita a observar éstos
fríamente, buscando sus orígenes en el seno del discurso teológico-jurídico y
evidenciando sus consecuencias en el plano de la percepción de las relaciones
sociales. En suma, pone en práctica esa lectura de los textos «por encima del
hombro de los que los escribieron» de la que hablan los antropólogos. Lee lo
que ellos leían, con un mirar paralelo; pero lee también el propio acto de lectu­
ra (o de escritura) original.

12 Y que ilustraba con algunos artículos de historiadores del derecho «de ruptura».
38 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

Para ofrecer otro ejemplo de este género de «lectura participante», que pro­
viene también del brillante grupo de discípulos de Paolo Grossi, se podría citar
a Pietro Costa, autor, en los ya lejanos años sesenta del siglo pasado, de un li­
bro inesperado que, contrariamente a los habituales ensayos de historia de las
ideas políticas, buscaba las categorías de lo político en el seno de los tratados
jurídicos sobre la jurisdicción l3. La labor historiográfica de P. Costa era doble­
mente innovadora. En primer lugar, reconstruía, en su alteridad, el sistema me­
dieval del saber relativo al poder: mostraba que el lugar del discurso político en
una sociedad que se creía fundada sobre la justicia se hallaba allí donde se dis­
cutía de la facultad para impartir justicia, es decir, en el discurso de los juristas
sobre la iurisdictio 4. En segundo lugar, revelaba la eficacia, textual y contex­
tual, del sistema de vocabulario (campos semánticos) que los textos jurídicos
contienen, como, por ejemplo, el vocabulario jurídico medieval sobre el poder
o esas listas interminables de definiciones y de clasificaciones en torno a pala­
bras como iurisdictio o imperium. En estos juegos léxicos se aprehendía y en­
cerraba toda la realidad social, sujeta a operaciones de tratamiento intelectual
que obedecían a una lógica estrictamente textual. Una vez más, se proponía al
mundo como modelo una matriz destinada a contener las cuestiones políticas y
a servirles de norma 15.

3 .1 .4 . E l d e s c u b r im ie n t o d e l p l u r a l is m o p o l ít ic o

Una de las principales consecuencias del problema del imaginario político li­
beral fue el abandono de los puntos de vista historiográficos que sólo conside­
raban (en la historia o en la sociología del poder) el nivel estatal del poder o el
oficial (legislativo, doctrinal) del derecho.
Antes de la drástica reducción del imaginario político operada por la ideolo­
gía estatalista a inicios del siglo X IX, Europa vivía en un universo político plu­
ral l6. Y era bien consciente de ello. Consciente tanto de la diversidad de los ni­
veles de normativización social como de la diversidad de las tecnologías con las
cuales se imponían las normas.
Coexistían, en primer lugar, diferentes centros autónomos de poder, sin que
esto creara problemas ni de orden práctico ni teórico. La sociedad se concebía
como un cuerpo; y esta metáfora ayudaba a comprender que, al igual que los di­
ferentes órganos corporales, los diversos órganos sociales podían disponer de la

13 C f. C o s t a , 1969.
14 Y que, consecuentemente, consideraba que el lugar central de la práctica política era el tri­
bunal; lo que explica la importancia del litigio en el marco de las luchas políticas (cf. H e s p a n h a ,
1993e, 45 i ss.).
15 Documenté esta función política de las clasificaciones doctrinales del im perium y de la iu­
risdictio en H e s p a n h a , 1984a (versión castellana en H e s p a n h a , 1993b); v. su valoración en V a -
l l e j o , 1992.
Ih Sobre este tema, muy expresivo, C l a v e r o 1991 .
L Í N E A S D E F U E R Z A DE U N A N U E V A H I S T O R I A P O L Í T I C A E I N S T I T U C I O N A L 3 9

suficiente autonomía de funcionamiento para desempeñar la función que les ha­


bía sido atribuida en la economía del todo l7.
En segundo lugar, en este mundo de poderes — sobrenaturales, naturales y hu­
manos— distintos y autónomos, la normativización se realizaba también a di­
ferentes niveles. Existía un orden divino, que se explicaba mediante la revela­
ción. Pero, independientemente de este primer orden, la propia Creación estaba
ordenada y «las cosas» poseían una densidad que las hacía relativamente indis­
ponibles. Finalmente, los hombres habían añadido a estos órdenes suprahuma-
nos diversos complejos normativos particulares. Aunque hubiera una jerarquía
entre estos diferentes órdenes, los inferiores no eran privados de su propia efi­
cacia, la cual predominaba en los ámbitos que le eran propios.
Este pluralismo jurídico no era específico del Antiguo Régimen. Por el con­
trario, en el ámbito político actual todavía se observa. El carácter artificial del
Estado y la lentitud y costes de esta construcción estatal fueron muy bien ilus­
trados por Pietro Costa en un hermoso libro sobre la dogmática del derecho po­
lítico italiano del siglo XIX '8. Yo mismo, en un artículo más reciente, sugerí que,
a pesar del imaginario de unidad instituido por el estatalismo, las revoluciones
del siglo pasado crearon nuevos mecanismos de periferización del poder (como
la burocracia)l9. No obstante, fueron sobre todo los sociólogos de la justicia los
que revelaron la multiplicidad de mecanismos de normativización y de resolu­
ción de conflictos en las sociedades contemporáneas20.
De cualquier modo, esta idea de que la normativización social se efectúa en
múltiples niveles encontró ya notables aplicaciones en la más reciente histo­
riografía político-institucional del Antiguo Régimen. Me sirvo del ejemplo de
Bartolomé Clavero, uno de los más interesantes historiadores del derecho de
nuestros días (cf. Vallejo, 1995). Desde 1979, Clavero desarrolla un modelo
alternativo y no anacrónico para describir el universo político del Antiguo Ré­
gimen. Ese modelo lo encontró, casi explícitamente, en la literatura jurídica
de esa edad. Esta literatura no hablaba del Estado sino de una pluralidad de
jurisdicciones y de derechos — derechos en plural— estrechamente depen­
dientes de otros órdenes normativos (como la moral religiosa o los deberes de
amistad). En sus trabajos Clavero insiste en dos tópicos:

— El orden jurídico del Antiguo Régimen tiene un carácter natural-tradicio­


nal; el derecho, cuando no es el producto del Estado sino de una tradición lite­
raria, establece fronteras fluidas y movedizas con otros saberes normativos (como
la ética o la teología);

17 Sobre esto, v., en síntesis, 11e s p a n d a , 1993b, 122 ss.


18 Costa, 1986. Sobre los aspectos civilizadores y éticos de la construcción del Estado, cf. la no­
table síntesis de B a u m a n , 1995.
19 Cf. H e s p a n h a , 1990b; sobre la pluralidad de los poderes y de las tecnologías políticas de nues­
tros días, v. H e s p a n h a , 1992a.
20 Información bibliográfica en H e s p a n h a , 1993a («Introducción»). V. también C a p p e l l e t t i ,
1984; y S p i t t l e r , 1980.
40 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

— La iurisdictio, facultad de decir el derecho, es decir, de asegurar los equi­


librios establecidos y, por tanto, de mantener el orden en los diferentes niveles,
está más bien dispersa en la sociedad; no es summa iurisdictio sino una facul­
tad de armonizar los niveles más bajos de la jurisdicción.

El resultado es un modelo intelectual del mundo político que se adecúa muy


bien a los datos proporcionados por las fuentes y que es rico explicando el uni­
verso institucional de la época. A partir de aquí, la autonomía de los cuerpos (fa­
milia, comunidades, Iglesia, corporaciones), las limitaciones del poder de la co­
rona en función de los derechos particulares establecidos, la arquitectura
antagonística del orden jurídico, las dependencias del derecho en relación con
la religión y a la moral, se pueden llegar a comprender sin esfuerzo21.
Esta visión pluralista del poder y del derecho tiende a fijarse, claro, en uni­
versos institucionales claramente no estatales, como la familia y la Iglesia.
Resulta trivial subrayar la importancia del descubrimiento de Otto Brunner
(cf. Brunner, 1939, 1968a, 1968b) de un hecho que sería evidente si no fuera por
los efectos de enmascaramiento de la ideología estatalista: la centralidad políti­
ca del mundo doméstico. No sólo como módulo autónomo y autorreferencial de
organización y disciplina social de los miembros de la familia, sino también
como fuente de tecnologías disciplinares y de modelos de legitimación utiliza­
dos en otros espacios sociales ".
Y no hablemos de la Iglesia, pues los estudios sobre las tecnologías discipli­
nares propias se multiplican. En primer lugar, sobre los típicos mecanismos ecle­
siásticos de coerción, como la confesión, la inquisición o las visitas parroquia­
le s23. En segundo lugar, sobre el núcleo de legitimación del discurso jurídico
canónico, la fraterna correctio o el am or24. El estudio del amor como dispositi­
vo legitimador y como tecnología disciplinar rebasa ampliamente los límites del
derecho canónico. Ahora bien, fueron los historiadores de esta rama jurídica los
que inauguraron un campo de investigación que puede ser de enorme impor­

1 L a influencia de este m odelo — que también fue propuesto en Italia, aunque de forma m e ­
nos sistemática, por historiadores contemporáneos a Clavero, com o P. Schiera— es hoy impor­
tante en Italia, España y Portugal, sobre todo entre los historiadores modernistas (cf. apreciación
de L e v i , 1998). L a historiografía inglesa siempre estuvo más próxima, así c om o ciertos sectores
de la alemana. En todo caso, tanto en Alemania com o en Francia todavía domina el m odelo estata­
lista. Para una panorámica sobre los puntos de vista más recientes sobre el «Estado moderno», v.
B l o c k m a n s , 1993.
Los efectos de esta lectura de la historia jurídico-política les resultan chocantes a los partidarios
de una historia jurídica, institucional y política centrada en el Estado y que insista en la idea de
centralización com o característica de las monarquías europeas de la Edad Moderna. En España esta
imagen era tributaria del centralismo político de la Edad de Franco ( España, una, g ra n de y libre).
Pero parte de la historiografía posfranquista no deja de comulgar con esta visión centralizadora.
Cosa que, en cierta medida, explica el tono polém ico que rodea, todavía hoy, a la obra de Clavero
en su propio país.
Este papel modular de la familia y de la disciplina doméstica ha sido objeto últimamente de
estudios, com o el notable de Daniela F r i g o (1985a, 1985b, 1991).
23 V. T u r c i i i n i , 1985; T u r r i n i , 1991.Y, sobre todo, P r o s p e r i , 1996.
"4 Sobre esta relación entre amor divino, gracia y poder, v. P r o d i , 1992.
LÍ NEAS DE F U E R Z A DE UN A NUEVA HISTO RIA PO LÍT IC A E IN STITUCION AL 41

tancia para la comprensión de los mecanismos políticos: la disciplina de los sen­


timientos o la de la educación sentimental. Volveremos sobre este tema. De mo­
mento, nos basta subrayar la importancia heurística, a pesar de su carácter mu­
chas veces hermético, de los trabajos de Pierre Legendre25 sobre las relaciones
entre el poder y el am or26.
No obstante, esta lectura pluralista del poder y de la disciplina en la sociedad
del Antiguo Régimen sobrepasa el derecho, tal y como éste se concibe actual­
mente. En realidad, este derecho constituía (constituye) un orden mínimo de dis­
ciplina, rodeado por otros más eficaces y más cotidianos.
Por ejemplo, aquello que se llamaba, en la literatura del derecho común, el
derecho de los rústicos (iura rusticorum), es decir, esas prácticas a las que el
derecho común ni siquiera otorgaba la dignidad de la costumbre, pero que
constituían la norma de comportamiento y el patrón de resolución de conflic­
tos en las comunidades campesinas. Los trabajos empíricos de Yves y Nicole
Castan prueban bien su eficacia, por muy difícil que sea evaluar su impacto a
través de una lectura ingenua de las fuentes jurídicas letradas (Hespanha, 1983).
Pero la normativización y la disciplina sociales sobre todo están garantizadas
por la domesticación del alma.
No se puede dejar de pensar en Michel Foucault cuando se evoca este tema
de las «tecnologías de sí mismo» (cf. Martin, 1992). Aunque el interés por es­
tos temas de investigación deriva también de pistas teóricas más antiguas (des­
de Max Weber a Norbert Elias) sobre los mecanismos de interiorización de la
disciplina social (Diszipliniening). Por otro lado, el estudio de los «sentimien­
tos políticos» ha avanzado mucho gracias a estudios histórico-antropológicos
sobre el don, la libertad y la gratitud, como cimientos ideológicos de las redes
de amigos y clientes.
Una primera corriente, que llevó a estudiar la educación sentimental, tanto
moderna como contemporánea, en sus relaciones con el mundo del derecho y
del poder27, apenas ha dado los primeros pasos.
Otra corriente, cuyo punto de partida está constituido por los estudios de Cly-
de Mitchell y G. Boisevain2S sobre las redes de amistad en la Sicilia contempo­
ránea, exploró las posibilidades disciplinarias de las normas de la moral tradi­
cional (concretamente, de Aristóteles a Santo Tomás) sobre dominios aparentemente
tan libres como los de la liberalidad y la gracia.
En otro lugar (Hespanha, 1993e), he intentado mostrar que un campo tan im­
portante como el de la liberalidad regia estaba sujeto a una gramática rígida que
constreñía la liberalidad y la gracia y que prácticamente le escamoteaba al rey
toda su libertad, en este dominio de lo jurídicamente no debido.

25 L e g e n d r e , 1974, 1976, 1983.


2(1 Sobre el concepto emocional y afectivo de la política, v. también, A n s a r t , 1983. O el funda­
mental B a u m a n , 1995, 82-109. Por último, para un tratamiento exhaustivo, C a r d i m , 2000.
27 S o b r e la f u n c i ó n p o lític a d e la e d u c a c i ó n s e n t im e n ta l en el c o n t e x t o d e la s o c i e d a d la i c i z a d a
d e lo s s ig lo s x v m y xix, v. p o r t a d o s , S c h i e r a , 1985.
2X Cf. M i t c h e l l , 1973; B o i s e v a i n , 1978.
LÍ NEA S DE F U E R Z A DE UNA NUEVA HISTO RIA PO LÍT IC A E INSTITU CIO N AL 43

coincidiera con la actual. La frescura del punto de vista que obtenían derivaba
de este esfuerzo en no trivializar los testimonios del pasado al filtrarlos por las
categorías del sentido común del historiador.
El carácter no trivializante de esta lectura distanciada de las fuentes debe ser
justamente destacado.

3.2.1. R e spe t a r l a l ó g ic a d e l a s f u e n t e s

En realidad, los textos que constituyen la tradición literaria europea sobre el


poder y el derecho han sido objeto de un constante trabajo de reinterpretación.
Especialmente, los textos jurídicos.
Una tradición centenaria de juristas, que creían que en estos textos se de­
positaba la ratio scripta, los fue leyendo bajo la influencia de nuevos contex­
tos, procurando encontrar en ellos el sentido «adecuado» a éstos. Con otras
palabras, la tradición fue innovando. Al mismo tiempo, una tradición de his­
toriadores, sobre todo del campo del derecho, educados en las lecciones de la
historia de los dogmas jurídicos (Dogmengeschichte), los fue leyendo retros­
pectivamente, buscando en ellos la prueba que demostrase que los conceptos
y los institutos actuales tenían sus raíces en el pasado. Dicho de otra manera,
los fue recuperando.
Actualmente, la frescura del sentido original está por eso siendo oscurecida
por las correspondientes capas de innovación y recuperación. Lo extraño se con­
virtió en familiar, lo inesperado en banal, lo chocante en esperado. La lectura
encuentra las palabras esperadas en lugares previsibles. Las palabras están lle­
nas de sentido común, lo que quiere decir que carecen de cualquier sentido es­
pecífico. El presente mira hacia el pasado y encuentra su imagen, como el que
se mira en un espejo.
La obra de Paolo Grossi sobre las situaciones reales en la experiencia medie­
val es un ejemplo significativo de lo expuesto ( G r o s s i , 1968). Porque las fuen­
tes en las que él encontró los «nuevos» antiguos sentidos que hacen de su na­
rración una novedad no habían dejado de invocarse a lo largo de los últimos
doscientos años, justamente para probar el carácter tradicional, o incluso natu­
ral, del derecho de propiedad30. El arte de Paolo Grossi consistió en saber so­
brepasar las evidencias e ir a buscar el sentido perdido.
Otra forma de banalizar los textos históricos consiste en eufemizar el peso,
el valor de lo que se ha dicho, atribuyéndole, entonces, el carácter de metá-

30 Hace bastantes años leí que el Cardenal De Gasperi, cuando elaboraba el borrador de la en­
cíclica Q u adragesim o anno, preocupado en encontrar un fundamento histórico y tradicional para
la doctrina de la Iglesia de defensa de la propiedad privada contra los «errores» del com unism o,
em pezó con una entusiasta anotación, «E cco il diritto di proprietà!», un párrafo de Santo Tomás
en el que se hablaba de dom inium en el sentido no exclusivista y no individualista que el térmi­
no entonces tenía. Es un ejemplo de cóm o las preocupaciones contextúales actúan sobre la lec­
tura. Pero, generalmente, los procesos de contextualización social de la lectura son m enos di­
rectos.
4 4 CULTURA JURÍDICA LURÜPLA

fora o de dispositivo meramente retòrico. Como si el autor no pueda querer


decir, ni siquiera literariamente, aquello que dice. Estaría utilizando una ima­
gen para embellecer el discurso con un artificio de elocuencia o, incluso, po­
dría estar queriendo engañar al lector al esconder la dura realidad tras un velo
diáfano de fantasía. La función del historiador sería interpretarlo cum grano
salis y reducir el contenido a su verdadera dimensión otorgándole su sentido
real.
Un ejemplo de esta lectura «perspicaz» es la que normalmente se hace de las
continuas referencias que se encuentran en los textos jurídicos a órdenes supe­
riores de la ética y la religión. Una actitud común de los historiadores del dere­
cho, por no hablar de los historiadores del ámbito social que frecuentan los tex­
tos jurídicos, es la de considerar estas referencias — completamente extrañas a
la actual comprensión de un derecho y de un poder secularizados— artefactos
retóricos desprovistos de sentido31. Por el contrario, en el caso de textos de de­
recho medieval y moderno, esas referencias son la prueba de la relación onto­
lògica entre el derecho y la religión, sin la cual no pueden entenderse; como no
puede ser comprendido el sentido global del orden jurídico ni muchos de sus de­
talles32.
Ocurre lo mismo cuando aparecen referencias al amor. En este caso, la ope­
ración de banalización presenta dos vertientes. Por un lado, se reinterpreta el
concepto de amor. En este sentido, habría sólo un concepto, el cual naturalmente
se corresponde con nuestra gramática sentimental: el amor es amor hacia la per­
sona amada o bien hacia los padres o hacia los hijos. Y si en las fuentes apare­
cen otros amores (amor hacia los gobernantes, amor por el orden y la justicia,
amor como origen mismo del orden y de la justicia), entonces hay que decir que
éstas son maneras enfáticas de expresarse, dispositivos retóricos sin contenido
ni mental ni (todavía menos) social. Esta correlación que entonces se hacía en­
tre los sentimientos afectivos (y sus correspondientes actitudes) y personas tan
dispares como el rey, los padres, los compañeros de viaje o los amantes, no in­
formaría sobre la realidad política «real» y podría dejarse de lado en el análisis
histórico de los hechos políticos33.
Por el contrario, una lectura en profundidad (una lectura «atenta», por reto­
mar una terminología ya propuesta para describir preocupaciones del mismo gé­
nero 34) que respete todo lo que se ha dicho (y lo que no se ha dicho), que recu­
se el sentido común, que subvierta la lectura tranquilizadora del pasado, puede
hacer ver que los textos que se referían al amor reposaban (construían, difundían)
una diferente gramática de los sentimientos, otra anatomía d ell’anima (Mario

11 O mejor, dotados de un sentido pragmático (es decir, destinado a conmover al lector) y no se­
mántico (es decir, destinado a denotar objetos).
Cf., en este sentido, el testimonio del principal responsable de la diseminación, según la nue­
va terminología, de esta idea, Bartolomé Clavero ( C l a v e r o , 1991).
33 Para el análisis del amor com o sentimiento político, v. L e g e n d r e , 1974; B o l t a n s k i , 1990;
C a r d i m , 2000.
34 Cf. G e e r t z , 1973; M e d i c k , 1984.
l ín e a s d e f u e r z a d e u n a n u ev a h isto r ia po l ític a e in st it u c io n a l 45

Bergamo), que constituía lo impensado tanto del derecho como del conjunto de
saberes sobre el hombre y la sociedad, y daba, por tanto, un sentido profundo y
específico a sus proposiciones.
El trabajo de recuperación de los sentidos originales, como se puede ver, es
penoso. El sentido superficial tiene que retirarse para dar lugar a las capas su­
cesivas de sentidos subyacentes. Como en arqueología, la excavación del texto
tiene que progresar por capas. Los hallazgos de cada una de ellas tienen que dar
sentido a ese nivel. El modo en que fueron posteriormente recuperados puede
ser objeto de descripción; aunque ésta es otra historia, la historia de la tradición.
Por tanto, en cada nivel hay que esforzarse por recuperar la extrañeza de lo
que se dice y no la familiaridad; hay que evitar dejarse llevar por lecturas fáci­
les; hay que leer y releer y, al mismo tiempo, interrogar cada palabra, cada con­
cepto, cada proposición, cada «evidencia» y procurar que la respuesta no parta
de nuestra lógica sino de la propia lógica del texto, hasta que lo implícito que
contiene se haya vuelto explícito y pueda describirse. Este es el momento en el
que lo banal se carga de nuevos e inesperados sentidos. El pasado, en su escan­
dalosa diversidad, ha sido reencontrado.
Esta exploración de las profundidades del texto es también un sondeo de las
zonas límite del universo de la interpretación.
En realidad, en la base de los comportamientos o de las prácticas se encuen­
tran opciones humanas ante diferentes situaciones. Éstas se evalúan según las
disposiciones espirituales, cognitivas o emocionales que asimismo dictan el tipo
de reacciones de los sujetos. A menos que uno se adhiera a la idea de una natu­
raleza innata y común, estas disposiciones están fuera del alcance del conoci­
miento exterior, histórico o no. Entonces, en esta hermenéutica de las raíces de
la práctica a lo máximo que se puede llegar es a anotar las manifestaciones ex­
teriores, tanto si son comportamientos como discursos (especialmente, los que
autorrepresenten los estados de espíritu), describirlos con todo detalle y fideli­
dad y, a partir de ahí, intentar identificar las disposiciones espirituales allí in­
crustadas, el origen de los sentidos auténticos de las prácticas \

35 La «fuerte» expresión sentidos auténticos de las p rá c tic a s significa que se rechazan concep­
ciones de la historia, para las que el historiador es el que da el sentido auténtico a los actos huma­
nos, y se reconducen, bien hacia una cadena escatológica de tipo providencialista/finalista, o bien
hacia un encadenamiento causal de tipo cientifista; pero no pretende crear ilusiones respecto a la
validez final del conocim iento histórico.
Cf. (en el m ism o sentido de un trabajo, no de reconstrucción de los sentimientos sino de la lec­
tura de las formas simbólicas — palabras, imágenes, instituciones, comportamientos— a partir de
las cuales las personas se ven unas a otras) G e e r t z , 1986a, 75. Evidentemente, esta propuesta pre­
senta problemas epistem ológicos serios, puesto que no es fácil encontrar un fundamento, en este
plano, para el optimismo de conseguir alcanzar ese nivel irreductiblemente individual en el que se
fundamenta cada acción. Los problemas se atenúan si se orienta la investigación, no hacia los pu­
ros pro p o sita in m ente retenta (las disposiciones puramente interiores), sino hacia los estados de
espíritu «de algún modo objetivados» en discursos o comportamientos, de manera que posibiliten,
por una especie de procedimiento reconstructivo, la reconstitución de una disposición espiritual
objetiva que, en realidad, no es de nadie pero que se deduce de aquello que los individuos que par­
ticipan en una cultura depositan en sus actos externos, comunicativos. Pero los conocidos proble-

BIBLIOTECA LUIS GONZALEZ


EL COLEGIO DE MICHOACÁN
4 6 C ULTURA JURÍDICA EUROPEA

3.2.2. L a LITERATURA ÉTICO-JURÍDICA: v ía pa r a u n a a n t r o p o l o g ía

POLÍTICA DE LA ÉPOCA PRECO NTEM POR ÁNEA

De todas maneras, si consideramos los géneros literarios ético-jurídicos es­


pecíficos de la Edad Moderna, la probabilidad de que los textos contengan algo
más que fantasías o buenas intenciones aumenta bastante. Porque hay quien pien­
sa que, si existen vías de acceso para alcanzar lo impensado social de la Edad
Moderna, la vía real entre todas ellas es la de los textos teológicos, morales y
jurídicos.
Esta es la posición de Bartolomé Clavero en sus repetidas propuestas de una
antropología de la Edad Moderna basada en los textos jurídicos3 o, en una ver­
sión más reciente, también en los textos teológico-morales37.
A partir del conjunto de preceptos de la literatura ético-jurídica y del desve­
lamiento de la lógica política profunda de la sociedad precontemporánea, se ob­
tendría la misma sensación experimentada por Leonardo Sciascia en relación a
la sociedad siciliana, una vez descubierta su clave mental. Las sorpresas, por lo
que respecta a las actitudes dominantes, acaban. Todo se vuelve lógico y previ­
sible38.
¿Por qué?
Desde luego, la teología moral y el derecho constituyen, hasta el siglo XVIII,
los saberes más importantes relativos al hombre y a la sociedad. Saberes proli­
jos, además. Basta echar una ojeada a la bibliografía de textos impresos a lo lar­
go de la Edad Moderna para darnos cuenta del dominio abrumador de estos sa­
beres en el conjunto de los acontecimientos.
En realidad, la teología moral y el derecho representan, en la Edad Moderna,
una tradición largamente sedimentada. Es decir, una tradición en la que se re­
cogen esquemas culturales de representación del hombre y del mundo muy ex­
perimentados y consensuados. La continua discusión intelectual de un mismo
universo literario puso a prueba la capacidad de consenso de las interpretacio­
nes y de las lecturas y su adecuación a los datos vividos.
Por otro lado, el mismo carácter provecto de la tradición hizo que absorbiera
los esquemas más fundamentales de aprehensión y creara parrillas de distinción
y clasificación, maneras de describir, constelaciones conceptuales, reglas de in­
ferencia, patrones de valoración. Esquemas que se habían incorporado al len­

mas del círculo hermenéutico no desaparecen con esto ya que esta reconstrucción se fundamenta
en las experiencias subjetivas y culturales del intérprete... Igualmente escéptico, aunque por otras
razones, L e v i , 1985.
36 C f. C l a v e r o , 1985.
37 C f. C l a v e r o , 1991, «Prefacio». El pesim ism o que destila este texto no deriva de dudas «lo ­
cales» en cuanto al valor histórico de los textos ético-jurídicos para la reconstrucción del imagi­
nario social moderno, sino de dudas generales respecto a la pertinencia de cualquier reconstruc­
ción.
3S En el plano pedagógico, esto tiene la ventaja de permitir la sustitución de una exposición ato-
mista de la historia institucional, en donde cada institución se describe a sí misma, por una expo­
sición de los grandes cuadros de la cultura institucional subyacente.
LÍ NEA S DE F U E R Z A DE UNA NUEVA HISTO RIA PO LÍT IC A E IN ST IT U C IO N AL 4 7

guaje, que se habían popularizado en una literatura vulgar o en tópicos y bro-


cardos, que se exteriorizaban en manifestaciones litúrgicas, en programas de
imágenes, en prácticas ceremoniales, en dispositivos arquitectónicos. Y que, por
esta razón, habían ganado una capacidad de reproducción que superaba a la que
se derivaba de los textos originales. La tradición literaria teológica, ética y jurí­
dica constituía, así, un habitus de autorrepresentación de los fundamentos an­
tropológicos de la vida social. En este sentido, su acción configuradora prece­
día incluso a cualquier intención normativa, puesto que lo que más bien se
desprendía necesariamente de ella era la inexorable inculcación de una comple­
ta panoplia de herramientas intelectuales básicas, por ser imprescindibles para
la aprehensión de la vida social.
Pero esta literatura lo era todo menos puramente descriptiva, todo menos «anor-
mativa». Su carga preceptiva era enorme, tanto porque sus propuestas aparecían
ancladas, al mismo tiempo, en la naturaleza y en la religión como porque su in­
tención no era describir el mundo sino transformarlo. De hecho, lo que se des­
cribe en los libros de teología y de derecho aparece como dato inevitable de la
naturaleza o como dato inviolable de la religión. Los estados de espíritu de los
hombres (affectus), la relación entre éstos y sus efectos externos (effectus), se
presentaban como modelos forzosos de conducta, garantizados, por un lado, por
la imposibilidad de derogación de la naturaleza y, por el otro, por la amenaza
de la perdición.
En relación con la sociedad, estos textos tienen una estructura semejante a la
del habitus, tal y como lo concibe Pierre Bourdieu. Constituyen una realidad es­
tructurada (por las condiciones de una práctica discursiva enmarcada por dis­
positivos textuales, institucionales y sociales específicos) que incorpora esque­
mas intelectuales cuya adecuación al ambiente ya fue comprobada ,9. Aunque
también constituyen una realidad estructurante que sigue operando para el fu­
turo y va inculcando esquemas de aprehensión, evaluación y acción.
Tanto las propuestas prácticas como la apelación a valores universales (la na­
turaleza y la religión) favorecían la difusión de los modelos mentales y prag­
máticos contenidos en estos textos entre auditorios culturalmente muy diferen­
tes respecto al grupo que los producía. Además, los ambientes institucionales en
que se producían estos textos disponían de «procedimientos de vulgarización»
muy eficaces (la parenética, la confesión auricular, la literatura devota, la litur­
gia, la iconografía sagrada, respecto a la teología; las fórmulas notariales, la li­
teratura de divulgación jurídica, los brocardos, las decisiones de los tribunales,
respecto al derecho) mediante los cuales los textos-matriz conseguían traduc­
ciones adaptadas a una gran pluralidad de auditorios.
Esta secular impregnación hizo de la moral y del derecho saberes consensúa­
les. Y este consenso en torno a sus propuestas fundamentales configuraba la vo­

39 Es ésta una ventaja de este cuerpo literario sobre la tradición literaria de ficción o puramen­
te ensayística. En este caso, los mecanismos de control de la adecuación práctica de las proposi­
ciones, o no existen o tienen mucha menos fuerza reestructurante. Un personaje psicológicam en­
te inverosímil no obliga necesariamente a un autor a reescribir una novela.
48 CU LTU RA JURÍDICA LUROPLA

cación central de estos discursos, vocación que derivaba tanto del ambiente en
que se desarrollaban como de las funciones sociales que les eran atribuidas.
Esta vocación hacia el consenso proviene, principalmente, de las propias con­
diciones de producción de la tradición literaria en que los textos se incluyen. Se
trata de una tradición que durante varios siglos había trabajado sobre bases tex­
tuales que nunca habían sido modificadas y que habían producido, por sedi­
mentación, las opiniones más probables, es decir, las más aceptables por el au­
ditorio. Esta sedimentación había cristalizado el acquis consensual en tópicos,
brocarda, dicta, reglas, opiniones comunes. Por tanto, era ahí donde estaban de­
positadas las opiniones más comunes y más perdurables del imaginario sobre el
hombre y la sociedad.
No obstante, provenían también de la intención práctica a la que nos referi­
mos anteriormente. La educación por persuasión no se puede llevar a cabo si no
es a partir de un núcleo de propuestas generalmente aceptables.
El carácter consensual de este núcleo de representaciones fundamentales no
excluía, evidentemente, visiones conflictivas, ante las que había que optar para
llegar a consolidar una regla de comportamiento. De todas maneras, el saber
teológico-jurídico había desarrollado métodos para encontrar la solución ju s­
ta que, por un lado, permitían la pluralidad de visiones conflictivas y, por otro,
admitían la posibilidad de consensos al registrar la solución más consensual
(opinio communis) como solución probable (aunque no forzosa). Estos pro­
cesos metodológicos consistían, por un lado, en el modelo expositivo de la
quaestio y, por otro, en la combinación de la tópica (ars tópica) y de la opi­
nión común. La recopilación de quaestiones pone al alcance del historiador
un conjunto de propuestas discutidas (quaestiones disputatae) que sirve para
explicar los conflictos provenientes de diferentes apropiaciones de los textos.
Con la tópica, accede al catálogo de las bases consensúales de cualquier discu­
sión, es decir, a los topoi socialmente aceptables. Pero la tópica además garan­
tizaba que la solución final, registrada para la posteridad como opinión común,
era la más consensual y se tomaba como base de nuevas elaboraciones tex­
tuales.
Quaestio y tópica son, así, dos poderosos mecanismos de afianzamiento de
los textos teológico-jurídicos en los contextos sociales y los transforman en tes­
timonios particularmente fiables respecto a los datos culturales presentes en la
práctica. El lugar central ocupado por el imaginario jurídico en la representa­
ción de la sociedad y del poder es una prueba convincente de ello.
Aunque, ¿no vendrá a la postre esta dimensión preceptiva de la teología, de
la moral y del derecho a estropear el valor instrumental de estos textos a la hora
de desentrañar las relaciones sociales? Dicho de otra forma: a la vista de tanto
pathos normativo, ¿no estarán estos textos más atentos al mundo del deber ser
que al mundo del serl ¿Y si estos textos están muy mixtificados, demasiado con­
taminados «ideológicamente» y por esta razón están echados a perder en tanto
que fuentes idóneas de la historia?
Algunos historiadores traslucen tener reparos ante el uso de estas fuentes e
insisten en este punto.
L ÍN EA S DE F U E R Z A DE UNA NUEVA HISTO RIA PO LÍT IC A E IN S T IT U C IO N A L 4 9

Para algunos, estas fuentes cargadas de intenciones deberían dejar paso a fuen­
tes no intencionales, a subproductos brutos de la praxis como piezas judiciales,
peticiones, descripciones y memoriales. O sea, a textos que no fueron escritos
para crear modelos de acción sino que, justo al contrario, fueron escritos bajo el
patrón de una acción. Para otros, sin embargo, lo decisivo sería el estudio de si­
tuaciones concretas, en las cuales, y movidos por intereses momentáneos y efí­
meros, los agentes procederían casuísticamente, contextualizadamente, sin re­
currir a un modelo valorativo general y permanente.
Estas objeciones difieren entre sí, y por ello han de ser abordadas separada­
mente.
En cuanto a la predilección por «fuentes meramente aplicativas» (en detri­
mento de las «fuentes doctrinales») por considerarlas «más fieles a la realidad»,
cabe decir que este juicio seguramente descansa en un concepto de ideología
como conciencia deformada: el discurso ideológico es así visto como un dis­
curso mixtificador, opuesto por tanto a otros discursos meramente denotativos,
y por ello capaces de reproducir sin mediaciones el «estado de las cosas». Su­
cede que este concepto de ideología no cuenta en la actualidad con muchos adep­
tos puesto que, en general, no se acepta que, por oposición al discurso ideoló­
gico, existan discursos no deformados que neutralmente representen la realidad.
Así, entre un texto explícitamente normativo y un texto aparentemente denota­
tivo, la diferencia que existe es apenas la de dos gramáticas diferentes de cons­
trucción de los objetos. Porque, al final, la realidad se da siempre como repre­
sentación. Con la desventaja de que, en los discursos no explícitamente normativos,
esta gramática se encuentra escondida, encapsulada en actos discursivos apa­
rentemente neutros, o fragmentada en manifestaciones parciales, por lo que su
explicitación y su reconstrucción global constituyen un trabajo adicional. Aquí,
juega también, por añadidura, una razón de economía de la investigación: re­
sulta más rentable leer lo que los teólogos y los juristas enseñaban, larga y de­
talladamente, sobre, por ejemplo, la muerte, que fatigarse en la búsqueda de mi­
les y miles de testamentos para luego extraer una determinada sensibilidad
generalizada sobre aquélla40.
Otra cuestión es la que está detrás de la oposición, recalcada por algunos, en­
tre una historia de las sensibilidades (de las mentalidades, de las culturas) basa­
da en «casos» 41 y la forma de hacer historia a partir de modelos doctrinales es­
tructurados que estamos planteando. La oposición puede formularse así: ¿será
que en los asuntos de la vida hay algún discurso — alguna norma, alguna racio­

40 Esta frase y las que vienen hasta final del epígrafe son trad. de ASG.
41 Cf. L e v í , 1985; C u r t o , 1994. Las posiciones de estos dos autores — que tomamos tan sólo
com o ejemplo de corrientes más amplias— difieren. Levi insiste en el «casuismo» (o «microhisto-
ria») porque considera que aunque existan valores o visiones del mundo generales y estructuradas
(por ejemplo, una visión católica de la política en la Edad Moderna, cf. L e v i , 1998), dichos valores
o visiones están siempre mediatizados o deformados por los agentes, en función de conflictos s o ­
ciales concretos. Curto, por su parte, estima que las situaciones concretas son tan estructurantes de
las sensibilidades, los intereses y las racionalidades que la referencia a cualquier m odelo general
de sensibilidad o de comportamiento reduce de un modo intolerable la complejidad del mundo.
5 0 C U L T U R A J U R Í D I C A L U R O I ’LA

nalidad— capaz de orientar de modo permanente la acción de las personas afec­


tadas? ¿O, por el contrario, serán la situación o el caso concreto, con sus carac­
terísticas irrepetibles e irreductiblemente complejas, los que impelen a los suje­
tos a la acción, los que los ponen en marcha? (O, mejor, los que los ponen en
acciones, pues la complejidad de las situaciones y de los sentidos que se dan cita
en los contextos es múltiple e inagotable)42.
Una posición metodológica de este tipo tiene consecuencias historiográficas
diametralmente opuestas a las que aquí se sostienen, proclives a la relevancia
del discurso ético-jurídico como fuente de historia social.
La primera consecuencia consiste en que todas las evocaciones de marcos ge­
nerales de referencia — u horizontes de expectativas, o cuadros de evaluación, o
patrones de valoración— quedan deliberadamente en suspenso (o incluso defi­
nitivamente descartados). Cultura de élites, cultura popular, sistemas de creen­
cias, modelos de religiosidad, de disciplina, de poder y de resistencia, regulari­
dades disciplinares, cuadros institucionales y, naturalmente, sistemas jurídicos,
todo, todo esto pasa a ser formas de elusión del verdadero sentido de los actos
humanos: justamente por tratarse de modelos generales incapaces de moldear
una acción individual y concreta.
La segunda consecuencia es la de suponer que los actores, en una situación
dada, gozan de una capacidad ilimitada y arbitraria de creación de sentidos. Bien
sea porque se considera que no existen sistemas generales de referencia («cos-
movisiones», «modelos del mundo», «horizontes de lectura»), bien sea porque
aunque se admita la existencia de estos sistemas el hecho es que se confiere a
«los agentes, a los grupos o a las audiencias una capacidad para suministrar sig­
nificados a un orden social, o a un sistema de creencias o a un simple acto, y es­
tos significados no se hallaban previamente determinados» (Curto, cit., 179).
La tercera consiste en que la única escala de observación es, claro está, la pe­
queña escala (o incluso la escala 1:1, podría decirse siguiendo a Borges y su his­
toria de los cartógrafos chinos): o sea, la que reconstruye, de forma tendencial-
mente integral, aquella situación concreta que a su vez envuelve a actores y acciones
o envites (<enjeux) y estrategias.
La cuarta es la de que no existen claves interpretativas que vayan más allá de
la situación concreta, pues los contextos son irrepetibles. En el mejor de los ca­
sos una situación estimula la creación de determinadas «alusiones» (que bien
podrían transformarse en «ilusiones»...). La reconstrucción de un «objeto gene­
ral» — como «cultura política» o «cultura jurídica»— surge asimismo como un
problema metodológico central.
La quinta es que, dadas esta irreductibilidad contextual y esta inaplicabilidad
de modelos interpretativos, la narrativa histórica es inverificable. Por mucho que

42 «[...] los discursos en su naturaleza dispersa y fragmentada se constituyen en fuente de ins­


piración para los estudios interesados en analizar el significado p lu ra l de los actos — incluyendo
los actos de lenguaje— considerados políticos. Esquemáticamente podría decirse que los actos,
asuntos, experiencias o prácticas no pueden ser desgajados de los significados, representaciones
de los discursos, que los agentes implicados producen en diferentes situaciones, necesariamente
contingentes » ( C u r t o , Diogo R., cit., p. 2).
l í n e a s d l f u l r z a d e u n a n u e v a h i s t o r i a p o l í tic a e i n s t i t u c i o n a l 51

se sobrecarguen los textos con citas eruditas y materiales de archivo, o incluso por
muy enfáticas, fuertes o incluso polémicas que sean las afirmaciones de los auto­
res, las conclusiones a las que se llega son en el mejor de los casos «problemáti­
cas», tan sólo alusiones provisionales a sentidos intangibles, locales, efímeros.

3.2 .3 . « C á l c u l o s p r a g m á t ic o s » c o n f l ic t iv o s y a p r o p ia c io n e s
SOCIALES DE LOS DISCURSO S

La vocación consensualista de la literatura teológico-jurídica no excluía, no


obstante, que en la sociedad moderna convivieran diversas representaciones de
valores que, a su vez, gobernaban prácticas de sentidos distintos o incluso abier­
tamente conflictivas entre sí.
Evidentemente, la sociedad moderna no era unánime. Las personas no actua­
ban siempre de la misma manera, ni siquiera en contextos objetivamente equi­
valentes. Sus sistemas de aprehensión y evaluación del contexto, los de elección
de la acción y los de anticipación de sus consecuencias, no eran siempre los
mismos.
Algunos de estos conflictos se sitúan en un nivel más superficial de evalua­
ción y de decisión según un margen de variación impuesto por los modelos más
profundos de representación y de evaluación que ha puesto en marcha la tradi­
ción teológico-jurídica. Es decir, los actores sociales optan por uno u otro tó­
pico, según la propia naturaleza argumentativa del discurso teológico-jurídico,
pero siendo coherentes con los otros sistemas particulares de cálculo prag­
mático.
Estas situaciones no escapan, sin embargo, al análisis discursivo aquí pro­
puesto. Estos submodelos «tópicos» son posibles opciones dentro de un sistema
de categorías más profundo. Se puede optar por la preferencia de las «armas»
sobre las «letras» o, por el contrario, por las «letras» sobre las «armas» y cons­
truir, sobre cada una de las opciones, una estrategia discursiva y práctica propia.
Pero el catálogo de los argumentos a favor de cada posición y las formas alter­
nativas que los jerarquizan están fijadas en un metamodelo común que com­
prende las bases culturales de consenso que permiten que las posiciones dialo­
gu en43. Es decir, las diferentes apropiaciones del conjunto contradictorio de
tópicos que integran el sistema discursivo del derecho no se salen de su siste­
mática, del mismo modo que, en un nivel más profundo, las posiciones contra­
dictorias de las partes en un proceso no lesionan las normas de decisión pro­
cesal 44.
No obstante, no creemos que sea prudente erigir el modelo cultural subya­
cente a este espíritu de las instituciones y de la literatura doctrinal que de ellas

43 Pero que, por ejemplo, excluye una discusión del mismo género sobre la preferencia del e s­
tado «noble» y del estado «mecánico».
44 O las estrategias opuestas de dos jugadores no dañan el patrimonio com ún de las reglas
del juego.
52 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

se ocupa en un modelo global, como hace Louis Dumond con los cuadros men­
tales subyacentes a las jerarquizaciones sociales de la cultura hindú 45. Evi­
dentemente, existen modelos de representación extraños al discurso de los teó­
logos y los juristas. Por ejemplo, en la primera Edad Moderna peninsular, el
modelo de los políticos, basado en valores (como el de la oportunidad y la efi­
cacia, entendidas como adecuación a un único punto de vista46) que eran clara­
mente antipáticos a los fundamentos de la imagen de la sociedad que elaboraba
el discurso de la teología moral y del derecho.
El discurso de los teólogos y de los juristas apenas permite el acceso a estas
otras constelaciones cognitivas y axiológicas que eran controvertidas y objeto
de polémica. Y esta dificultad permanece, aun para las constelaciones alterna­
tivas con las que ese discurso no se siente ni siquiera obligado a polemizar (pues
las descalifica mediante el silencio o el desdén47).
Obviamente, estos modelos «variantes» (en el primer caso) o «alternati­
vos» (en el segundo) deben ser considerados por el historiador al trazar el es­
quema de los paradigmas de organización social y política de la sociedad mo­
derna.
Su eficacia en determinados medios sociales debe ser contextual izada. No ne­
cesariamente en términos de contextualización social (atenta, sobre todo, a los
«intereses» de los grupos) sino de contextualización «cultural», o sea, teniendo
en cuenta los sistemas cognitivos y axiológicos propios de estos grupos de los
que, justamente, derivan sus «intereses».
Por esto, el peso y la difusión sociales — y a continuación su capacidad para
dotar de sentido (para «explicar») a las prácticas— de estos modelos alternati­
vos de cálculo pragmático deben ser tenidos en cuenta.
Ahora bien, por las razones anteriormente expuestas creo que los discursos
alternativos a la teología moral y al derecho son, durante toda la Edad Moder­
na, francamente minoritarios. No se deben sobrevalorar cuando se trata de des­
cribir conductas masivamente dominantes. Eso sí, en todo caso son muy im­
portantes para explicar las resistencias a los poderes establecidos y los procesos
de ruptura y desintegración del universo cultural moderno que conducen a su
sustitución por el universo cultural contemporáneo.
Si no bastase el argumento de la imposibilidad (e inutilidad epistemológi­
ca) de una historia hecha así, a escala 1:1, algunas consideraciones del pró­
ximo epígrafe tratan de salir al paso de estas alegadas dificultades de una his­
toria que tome por base «visiones del mundo» o «modelos estructurados de
acción» como los que sería posible reconstruir a partir de la literatura ético-
jurídica.

45 D u m o n d , 1966.
46 La oportunidad o eficacia del punto de vista del interés de la Corona, que no atendía los pun­
tos de vista de otros intereses, cuya consideración conjunta y equilibrada constituía precisamente
la justicia.
47 Com o ocurre con el «derecho de los rústicos», que se ignora o se alude a él de manera des­
pectiva por pertenecer a rudos o ignorantes; cf. H e s p a n h a , 1983.
L ÍN E A S DE F U E R Z A DE U NA NU EVA HI STORIA P O LÍT IC A E INST IT U C ION AL 53

3.2 .4 . T e x t o y c o n t e x t o . M o d e lo s p o lít ic o s y « c o n d ic io n a lis m o s»


P RÁCTICOS. L a s o c i o l o g í a h i s t ó r i c a d e l a s f o r m a s p o l í t i c a s

Alguna historiografía, como se ve, se opone a una historia de los modelos de


acción — sean éticos, jurídicos o, en general, culturales (si es que estas distin­
ciones tienen sentido)— y blande como arma lo que podríamos denominar los
«condicionalismos prácticos», las «situaciones concretas», las «condiciones ob­
jetivas» o la «fuerza de las cosas»48.
Cualquiera de estas expresiones pretende hacer referencia a circunstancias
«objetivas», «forzosas», que se imponen o condicionan la valoración y libre de­
cisión de los sujetos: sus intereses objetivos, una lógica forzosa de la realidad,
una manera de actuar o de reaccionar espoleada por un contexto concreto.
Solamente quería insistir en que, por un lado, los contextos de la acción se eva­
lúan siempre de manera subjetiva, que los intereses derivan de la elaboración per­
sonal de estrategias, en definitiva, de opciones, y que las «cosas» tienen la fuerza
que los sujetos deciden atribuirles. La perspectiva aquí propuesta trata, justamen­
te, de reaccionar contra varias formas de un mecanicismo objetivista que tiende a
explicar la acción humana a partir de un juego de determinaciones puramente
externas, tanto si son la necesidad fisiológica, las leyes de mercado o los ritmos
de los precios como las curvas de natalidad o las estructuras de producción.
Por el contrario, insistimos en que las prácticas de las que se ocupa la histo­
ria son humanas, de alguna forma derivadas de actos de cognición, de afectivi­
dad, de evaluación y de volición. En cualquiera de estos niveles de actividad
mental presupuesta por la acción se presentan inevitables momentos en los que
hay que escoger, en los que los agentes construyen versiones del mundo exte­
rior, las evalúan, optan entre formas alternativas de reacción, se imaginan los re­
sultados y anticipan las consecuencias futuras. Todas estas operaciones perte­
necen a la esfera del mundo interior. Son operaciones irreductiblemente
intelectuales que se basan en representaciones elaboradas por el agente, even­
tualmente a partir de estímulos (de muy variada naturaleza) que se reciben del
exterior. Estos son representados por mecanismos puramente intelectuales que
se construyen mediante utensilios mentales a modo de parrillas de aprehensión
y clasificación, sistemas de valores, procesos de inferencia, baterías de ejem­
plos, modelos típicos de acción, etc. Es decir, todo es representación, represen­
taciones. Cuando, por ejemplo, Karl Polanyi insiste en el carácter «antropológi­
camente impregnado» del mercado está destacando que las «leyes del mercado»
no constituyen lógicas de comportamiento forzoso que derivan de una lógica de
las cosas o de una razón económica, sino de modelos de acción que se fundan
sobre sistemas de creencias y de valores situados en una cultura determinada (de
una época, de un grupo social)49. Del mismo modo, cuando M. Bajtin defiende
que el mundo debe aprehenderse como si fuera un texto50 y que, por tanto, la re­

48 Este párrafo y los dos siguientes, trad. de ASG.


49 P o l a n y i , 1944 (apreciación reciente, F a z i o , 1992, m áxim e, 107-116).
50 Cf., sobre esta idea de pantextualidad, B a j t in y Z y m a , 1980 (cap. «Gesellschaft ais Text»),
54 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

lación entre «realidad» y representación tiene que ser necesariamente entendi­


da como una forma de comunicación intertextual, está insistiendo en esta idea
de que todo el contexto de la acción humana, al cual esta acción necesariamen­
te responde, es algo que ya pasó por una fase de atribución de sentido51. La rea­
lidad, al aprehenderse como contexto de acción humana, fue consumida por la
representación52.
Lo que al mismo tiempo sucede (y esto conviene subrayarlo para desterrar
cualquier tipo de idealismo o de esencialismo psicologizante) es que las raíces
mentales de la práctica no son innatas, sino dependientes del exterior. Las ope­
raciones intelectuales y emocionales incorporan momentos de relación con el
mundo exterior (lo que algunos denominan momentos cognitivos). En esta me­
dida la mente está sujeta a procesos de incorporación de datos ambientales, pro­
cesos que, para simplificar, podemos denominar «de aprendizaje» o, si habla­
mos de un modo más radical, de «construcción» o de autopoiesis, por utilizar la
terminología del constructivismo propuesto, por ejemplo, por Humberto Matu-
rana y Niklas Luhmann
Y es justamente la idea de la existencia de tales cuadros mentales de eva­
luación (y de tales «horizontes de lectura» de las situaciones, de tales guiones
—scripts, Schank, 1977— ) la que descarta esa libertad ilimitada de elección, de
opción o de justificación del discurso (por parte de los agentes en una situación
dada) que presuponen algunos de los defensores más radicales del método de
los case studies o (hiper)microhistoria.
Pero esta misma idea de que hay un modelo intelectual (o de sensibilidad) que
condiciona la acción humana incluso en el territorio de los «circunstancialismos»
externos, es la que le hace a uno ser crítico con una gran parte de las tentativas
de interpretación sociológica de las formas políticas y jurídicas («Estado mo­
derno» 4, liberalismo, etc.). En realidad, y aun a sabiendas de la brutal simpli­
ficación que efectúan de por sí muchos de los modelos (aunque tal vez esta sim­
plificación es connatural a cualquier ensayo de modelización), la contextualización
que normalmente se hace de las formas políticas y jurídicas pasa por la inser­
ción de estas últimas en entornos económicos, geodemográficos, tecnológicos
y militares. Casi siempre está ausente el contexto específico de este universo de
entidades mentales que proporcionan la forma de «leer», representar e imaginar
las relaciones de poder, y esto es así porque este contexto específico está for­
mado por otras representaciones mentales, muy próximas o contiguas. Por esta
razón, en este tipo de estudios acontece siempre q ¡e las condiciones externas

51 La realidad se transformó en «texto», es decir, en realidad significativa, dominada por un


código.
52 De aquí al final del epígrafe, trad. de ASG.
53 M a t u r a n a , 1979; H e j l , 1978; L u h m a n n , 1982, 1984. Una buena introducción al sistemis-
mo constructivista en S c h m i d t , 1988. Para el derecho, T e u b n e r , 1993.
54 Para una visión panorámica actualizada, v. B l o c k m a n s , 1993. Yo m ism o ensayé tentativas
del género tanto en el artículo «O Estado absoluto. Problemas de interpretagao histórica», en Es­
tad os de hom enagem cío Prof. J. J. Teixeira Riheiro, Coimbra, 1978; c om o en el manual H istoria
d as instituigoes [...], 1982, máxime, 107 ss. y 187 ss. ( H e s p a n h a , 1982b).
L Í N E A S D E F U E R Z A DE U N A N U E V A H I S T O R I A P O L Í T I C A E I N S T I T U C I O N A L . 55

actúan directamente, en virtud de un proceso no explicado y difícilmente expli­


cable, sobre las disposiciones interiores de los agentes políticos.

3.2.5. In t e r p r e t a c i ó n d e n s a d e l o s d is c u r s o s , h is t o r ia

DE LOS D O G M A S E HISTORIA DE LAS IDEAS

¿Qué es entonces lo que caracteriza este proceso de interpretación, dirigido


sobre todo a los textos, de los métodos de las disciplinas tradicionales en este
dominio, como la historia de las ideas (políticas)55 o la historia de los dogmas
(jurídicos)?
Pues una actitud que estas corrientes no cultivaban y que sin embargo resul­
ta central: el «distanciamiento» (Entfremdung) del historiador en relación a su
objeto de estudio. En realidad, la crítica más pertinente que se puede hacer a la
historia jurídica tradicional no es tanto la de su formalismo sino sobre todo la de
su dogmatismo. El primero puede constituir una actitud positiva, ya que salva­
guarda la autonomía del nivel jurídico-institucional y evita caer en determinis-
mos reductores; el segundo impide toda la contextualización histórica, ya que
las instituciones o los dogmas doctrinales aparecen como modelos necesarios
(e, inmediatamente, ahistóricos) que derivan de la naturaleza de las cosas o de
la evidencia racional. En contrapartida, la orientación propuesta, al relativizar
los modelos jurídico-institucionales, invita al estudio desde una perspectiva his­
tórica, leyendo estos modelos en el contexto de la historia de las formas cultu­
rales y, naturalmente, de la inserción de éstas en contextos prácticos56.

3.3. UNA NOTA SOBRE «RELATIVISMO METODOLÓGICO»


Y «RELATIVISMO MORAL» 57

Este libro fue concebido como un manual, destinado a la formación de estu­


diantes de derecho. Por esta razón no resulta descabellado terminar este capítu­
lo de introducción metodológica bastante corrosiva de las certezas que nos re­
confortan a todos, pero que sobre todo reconfortan a los juristas, con unas líneas
sobre las consecuencias ético-profesionales de estas posturas metodológicas.
Hablando en términos vulgares y corrientes, lo que en esta introducción se in­
sinúa a propósito del derecho (o incluso también sobre la historia) puede iden­
tificarse con el relativismo más absoluto: no hay valores permanentes, siendo la

55 P a r a h a c e r s e u n a i d e a d e lo q u e h o y es f r e c u e n t e h a c e r en el á m b i t o d e la « h i s t o r i a d e las i d e ­
as » , v. D u so , 1999 P o c o c k , 1972; K o s e l l e c k , 1975.
56 Para un m odelo de contextualización del discurso jurídico que todavía me parece razonable­
mente válido, v. H e s p a n h a , 1978a. H a y una cierta proximidad (aunque un poco superficial) entre
el m o d e l o a q u í propuesto y el m odelo de la Begriffsgeschichte de O. B r u n n e r , W. C o n z e y, sobre
t o d o , R. K o s e l l e c k (sobre el cual, por último, v. C o r n i 1998, M a z z a , 1998 y D u so , 1999).
57 Trad. del epígrafe por ASG.
56 CULTURA JURÍDICA EUROPEA

justicia o la injusticia de una situación el producto de valoraciones (lecturas) «lo­


cales» o «contextúales». No hay tampoco progreso histórico, fluyendo la histo­
ria en general (y la historia jurídica en particular) sobre un lecho caracterizado
por la arbitrariedad de sus brechas y rupturas. No hay, en fin, un conocimiento
«verdadero» del pasado, pues la historia se convierte en una permanente cons­
trucción y reconstrucción de sus objetos llevadas a cabo con la mirada del histo­
riador.
En medio de toda esta incertidumbre sobre lo justo y lo verdadero, da la im­
presión de que no hay lugar para proyectos de «racionalización» o «rectifica­
ción» de la sociedad, tan típicos de la política del derecho y de las intenciones
de los juristas.
¿Será esto en realidad verdad?
La primera observación que debemos hacer es que de lo que aquí se trata es
de un «relativismo metodológico». O sea, que en realidad el asunto que lleva­
mos entre manos es el de la imposibilidad de fundamentar los valores jurídicos
en la «naturaleza» o en la «ciencia».
La segunda observación a hacer es la de que este tipo de relativismo meto­
dológico es muy antiguo, y que ha sido muy constante a lo largo de la tradición
cultural europea, siendo hoy ampliamente compartido por la teoría de las cien­
cias (y no sólo por la teoría de las ciencias sociales). Realmente las mismas cien­
cias físico-naturales abandonaron hace tiempo la idea de verdad (entendida como
correspondencia con una realidad exterior y fija, adequatio intelectus reí) a fa­
vor de las ideas de «coherencia», de «paradigma», de «universo de creencias»,
de «eficacia o elegancia explicativas».
Y, pese a todo esto, ni en el pasado ni en el presente se han dejado ni se de­
jan de realizar juicios éticos, compromisos científicos o compromisos políticos
por parte de aquellos que asumen estos puntos de vista relativistas.
Y es que el relativismo metodológico no impide la adhesión personal a valo­
res, ni debilita la fuerza de esta adhesión. Como tampoco perjudica a la obser­
vancia de reglas metódicas de investigación. Ni obstaculiza la aceptación prag­
mática de valores consensúales. Pues todo depende, al final, del modo en virtud
del cual se entiendan todos estos diversos patrones de conducta.
En realidad las certezas que nos hacen tomar partido y movernos no tienen
que ser certezas verificables a través del método científico. Algunas de las más
robustas y cotidianas — como los afectos, la fe, los gustos, las reglas de los jue­
gos—- son imposibles de radicar en certezas objetivas y generalizables. Y, sin
embargo, se imponen, subjetivamente, con una fuerza tal que incluso uno pue­
de ser capaz de llegar a morir por ellas. Son esas razones del corazón que la ra­
zón desconoce y que logran, paradójicamente, tal y como explica Z. Bauman
(Bauman, 1993), que en una época de enormes incertidumbres como la nuestra
no tengamos grandes dudas en el ámbito de las cuestiones personales más im­
portantes.
Así, el relativismo metodológico nada tiene que ver con el relativismo moral.
Lejos de constituir un factor de disolución y de permisividad, esta actitud me­
todológica encierra una fuerte carga moral.
LÍNEA S DE F U E R Z A DE UNA NUEVA HISTO RIA PO LÍT IC A E INSTITUCION AL 57

En primer lugar, por lo que comporta de riesgo personal. Los valores que, so­
bre la base de nuestra experiencia subjetiva, afirmamos cada uno de nosotros
constituyen una «opción», un «lance» para el cual no disponemos de garantía
objetiva. La responsabilidad por los mismos recae enteramente sobre nosotros;
y de ellos tenemos que responder sin quaisquer alibis (como la Ciencia, la Ver­
dad, el Derecho Natural...). Es por esto por lo que, desde el punto de vista ético,
el relativismo promueve el coraje y la autorresponsabilización en la afirmación
de los valores de cada uno. Y exige, naturalmente, las debidas cautela y refle­
xión a la hora de hacer opciones y formular propuestas personales. En el caso
concreto de los juristas, esta cautela y esta reflexión deben concurrir en las eva­
luaciones sobre la justicia o la injusticia de un caso y también en las propuestas
de política del derecho.
En segundo lugar, el relativismo metodológico constituye un principio de to­
lerancia. Las opciones y valores son evidencias personales, y nada más. No se
pueden imponer. No se pueden hacer pasar por algo más de aquello que ya son.
Especialmente no se pueden presentar como valores universales o naturales, des­
calificando a los de los otros como «erróneos» o «anormales». Es justamente
esta exclusión de la certeza objetiva la que deja espacio libre para la afirmación
de las certezas subjetivas, ésas de las que hablamos. En un mundo que cultiva­
se este relativismo metodológico no tendría de hecho sentido morir por ellas. En
la historia del derecho, como se verá, las épocas obsesionadas por una razón úni­
ca y unidimensional fueron épocas de violencia (sorda o explícita) ejercida con­
tra la pluralidad de razones de cada uno; violencia del derecho sobre los dere­
chos (cf. Clavero, 1991). Queda matizar— para desmarcarnos de algún posible
«liberalismo totalitario»— que la violación de las conciencias no proviene tan
sólo del Estado, o se ejerce a través de él: puede provenir también de la socie­
dad, a través de la imposición de cánones opresivos de comportamiento (reglas
de decencia, de urbanidad, de trato, de vestimenta, de habla, etc.).
Finalmente, el relativismo es fundamento de tolerancia, pero es también fun­
damento de diálogo, pues la adquisición de posiciones comunes, para lograr la
convivencia de las diferencias individuales, sólo puede ser obtenida confron­
tando opiniones, por la transacción de compromisos, mediante consensos abier­
tos, provisionales, pragmáticos.

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