Professional Documents
Culture Documents
René Girard, nacido en 1923 en Aviñón, es un pensador cuya obra se asienta sobre
múltiples disciplinas, la filosofía, la psicología, la antropología, la teología, la
literatura, etc., aunque el contenido de su trabajo es el mismo desde cualquiera de estos
diversos enfoques: la ambivalente naturaleza humana. Dos son los conceptos
fundamentales de su obra: 'deseo mimético' y 'mecanismo sacrificial', y con ellos trata
de desvelar aquellos aspectos decisivos de nuestra naturaleza que casi siempre han
permanecido ocultos, incluso a las más modernas teorías culturales.
El deseo triangular, que es la figura fundamental de esta teoría[4], está formado por tres
elementos: el sujeto (deseante), el objeto (deseado) y el mediador (del deseo). Esta
última figura es la novedosa aportación de Girard a las teorías del deseo, que
tradicionalmente se han sustentado en la oposición sujeto-objeto, es decir, por la ilusión
de autonomía del desear mismo. Girard escapa a esta concepción ‘romántica’ del deseo,
que lo entiende como algo que surge espontáneamente del propio sujeto; de forma
directa expresaría sus deseos más profundos y supuestamente auténticos. En la tesis
girardiana el mediador del deseo se convierte en el modelo a imitar por parte del sujeto,
que es incapaz de desear por sí mismo. Nacemos de una escisión, de un corte profundo,
y todos nuestros actos más decisivos van encaminados a intentar suturar esa brecha,
buscando en el otro una soberanía (tentativa de unificación de aquello que la escisión
separa) que no creemos posible generar por nuestras propias fuerzas. El acto primordial
de todo sujeto consiste en afirmarse en sí mismo diferenciándose de los demás, pero
detrás de ello siempre acecha una carencia fundamental que nos impulsa al
enfrentamiento con el otro[5]. Con esto no se niega que los individuos puedan tener
deseos espontáneos; lo decisivo es que los deseos más intensos y con mayor capacidad
movilizadora son los miméticos, porque ellos permiten definir toda identidad personal
y, con ello, que exista todo sujeto con pretensión de preeminencia. Pero para poner en
marcha esta dinámica articuladora siempre se requiere del conflicto con los que nos
rodean para afirmarnos en nuestra personalidad, que en esencia es inestable y agónica;
lo Uno (el Sí Mismo) siempre se construye a partir de lo Otro, el orden gracias y a
través del desorden, etc. En este sentido, la figura del mediador es la más importante de
este triángulo porque es la única que mantiene un estatus deseable para el sujeto, que ve
en su modelo esa autonomía que a él parece escapársele. El mediador es el eje por el
que se va modelando este fenómeno ambivalente y multiforme.
Mientras que el modelo mantiene una estabilidad para el sujeto, el deseo mismo, por el
contrario, cambia constantemente en base a la dialéctica sujeto-modelo (el sujeto sólo
desea lo que desea o tiene el modelo, y eso implica que el deseo sucumba a los
caprichos del mediador), que posee una capacidad enorme para alterar la percepción de
lo real[6]. Un punto determinante en esta tesis, que también se da en su prolongación
sacrificial, es que la dialéctica mimética posee una enorme capacidad de transfiguración
de los objetos y de la concepción de la propia realidad en general. Los objetos alcanzan
un estatus que no tienen por sí mismos, sino que proviene del prestigio que para el
sujeto ostenta su modelo; es la pura rivalidad y la lejanía del objeto lo que engendra
estas nociones, pues no tienen una realidad ‘objetiva’ en su sentido más empírico[7].
Esta transfiguración hace que el supuesto prestigio del otro acabe pareciendo más real
que todo objeto concreto, lo que implica una mayor presencia y dominio de lo
suprasensible[8], que va aumentando a medida que avanza la dinámica mimética. En
esta dimensión puramente apariencial que genera lo mimético, los objetos deseantes se
van metamorfoseando e intercambiando hasta desaparecer, dejando al sujeto frente a la
realidad de su dependencia[9]con respecto del modelo, de todo modelo.
Uno de los puntos más decisivos de esta tesis es lo que Girard llama ‘ley del círculo
psicológico’, que es el proceso en el cual, y como consecuencia del amor/odio que
despierta el modelo, se niegan los deseos concretos al mismo tiempo que se afirma de
facto la exasperación del mimetismo. La clave de este principio la encontramos en la
lógica de autoengaño que supone el triángulo del deseo y la espiral mimética: el sujeto
experimenta la ilusión de una falsa diferencia, la suya con respecto al prójimo, cuando
en realidad la indiferenciación cada vez es mayor; a la vez, su sueño de autonomía se
revela como un sometimiento progresivo hacia el otro. La ceguera con respecto a uno
mismo estimula la supuesta lucidez para con los demás, que es en realidad la necesidad
de acusar y condenar todo lo que a uno le rodea. De esta manera en el sujeto se produce
una proyección de la culpa, desplazándose hacia el otro lo que es verdaderamente el
síntoma particular del yo, y es que, como recuerda Girard, “los más enfermos son
siempre los obsesionados por la enfermedad de los otros”[12]. El apóstol Pablo ya
apuntaba en esta dirección con su Epístola a los Romanos: “no juzgues, hombre, pues tú
mismo haces aquello que juzgas”. El sujeto deseante siempre niega la naturaleza
imitativa del propio deseo[13]; cuanto más intensa es su manifestación, mayormente se
impone la necesidad de negar el deseo (sobre todo de negárselo a sí mismo) y también
de, fruto del resentimiento, responsabilizar al mediador de una rivalidad en la que él
puede no ser consciente de participar[14]. Es entonces cuando, paradójicamente,
alcanza el deseo mimético su revelación plena y su más abarcador dominio: el fin del
deseo es el propio deseo. Como dice Nietzsche: “el hombre prefiere querer la nada a no
querer”[15]. El objeto pretendido, secundario en la teoría girardiana, es totalmente
eludido, pasando a ser el propio deseo, negado casi siempre por el sujeto, el eje de todo.
Un ejemplo muy interesante de este caso lo podemos encontrar en el M. Teste de Paul
Valéry, que se abstiene de desear (es decir, disimula su deseo) como estrategia para que
los demás acaben admirando (y deseando) su espíritu.
Todo proyecto de sociedad o de sistema cultural es en esencia una búsqueda del Uno, de
la unidad comunitaria entendida como algo sagrado y absoluto. Y ello porque todo
proyecto de convivencia humana es, por contra, inherentemente conflictivo; las
tensiones y pugnas, sobre todo las de raíz mimética, se expanden hasta amenazar el
tejido de todo el sistema. De ahí la necesidad de una unidad que permita esquivar las
erosiones de la convivencia y los conflictos de la diferencia. En los casos en que no
baste la preventiva estructura comunitaria de tabúes y prohibiciones para poner fin a las
tensiones miméticas, la búsqueda de un chivo expiatorio se convierte en la prioridad
para unir a los individuos entregados a enfrentamientos generalizados. Las virtudes
unificadoras que la victimización permite son muy importantes, pues se canalizan las
tensiones desde dos o más partes enfrentadas hacia una tercera, el chivo expiatorio,
creando entre las partes primero opuestas unos vínculos y unas alianzas, una causa
común, que genera una unión férrea y más o menos duradera[18]. La víctima, por lo
general ajena a la discordia, permite convertir el propio conflicto interno en
reconciliación unánime; de la amenaza de destrucción se pasa a una gratificante (aunque
criminal) plenitud. Del ‘todos contra todos’ se avanza al ‘todos contra uno’; la mímesis
de apropiación, cuando se encarrila hacia el sacrificio unificador, se convierte en
‘mímesis del antagonista’. La violencia, que se suscita en el interior del núcleo
comunitario, se resuelve fuera de él, vaciándose la comunidad de sus tensiones. El
sacrificio es la última palabra del conflicto mimético, pues pone el punto y final a toda
disputa. Mejor dicho, pone el punto y seguido, porque los ciclos sacrificiales se suceden
sin poder ser detenidos completamente; la violencia humana sólo puede contenerse
parcial y brevemente. La víctima, previamente demonizada para justificar su sacrificio,
es posteriormente divinizada dados los resultados positivos y liberadores para la
comunidad que su muerte provoca. Esta ambivalencia es común a todas las víctimas
sacrificiales, y constituye la esencia misma de lo sagrado, aquello que surgiendo de y
por la violencia es sublimado como lo que permite establecer y clausurar identidades.
La dialéctica de la identidad y la diferencia, lo uno y lo múltiple, el caos y el orden, el
dentro y el fuera, es la base de toda estructura mimética, que es como decir de toda
estructura humana, de todo proyecto del homo sapiens/demens.
El papel que juega el deseo mimético en las sociedades modernas lo tiene muy en
cuenta la hipótesis girardiana. El espíritu de competitividad de nuestros sistemas (fruto
del igualitarismo existente[19]) multiplica la voluntad de emulación, al tiempo que
incentiva una serie de rasgos que siempre han existido pero que ahora, derrumbadas las
grandes certezas metafísicas (Dios, entre otras), se manifiestan de forma más exagerada
y numerosa (neurosis, ciclotimia, psicosis, paranoia[20], esquizofrenia, etc.). La
necesidad de fabricarse un destino por uno mismo, de imponerse a los demás como
medio de prosperar, también dificulta la manera de manejarse en las relaciones
interindividuales. El marco sociocultural de comparaciones fijas desaparece en un
escenario de indiferenciación esencial, pues las diferencias jerárquicas, que siguen
existiendo, no tienen ya un marco objetivo en el que dibujarse ni un fundamento
absoluto que las sustente permanentemente; se metamorfosean en la misma medida que
cambian nuestros deseos. La crisis mimética se atomiza e individualiza. La
competitividad que todo lo inunda no suele desembocar, sin embargo, en resoluciones
sacrificiales, no ya por los frenos biológicos e individuales del instinto, sino por la
existencia de efectivas instituciones simbólicas que controlan el posible desbordamiento
de los conflictos humanos. Nuestra sociedad moderna puede permitirse de esta manera
un alto número de rivalidades miméticas precisamente gracias al control que las citadas
instituciones (judiciales, políticas, mediáticas, etc.) ejercen. Hemos desarrollado la
capacidad para poder absorber las diferencias en dosis muy elevadas, de manera que el
desbocamiento de las rivalidades miméticas no se produce más que de forma hasta
cierto punto controlada. Los conflictos no desaparecen, pero tampoco se resuelven en
crisis sacrificiales, sino que sus energías son canalizadas expiatoriamente hacia
actividades de otro tipo, como pueden ser las culturales, económicas o tecnológicas.
“Hay una lógica propia del desconocimiento suscitada por las primeras interferencias
miméticas, y es una lógica de la exasperación y de la agravación (...). Domina no sólo al
deseo, sino a las interpretaciones del deseo en nuestro mundo; empuja a los individuos y
a las comunidades hacia formas cada vez más patológicas de ese deseo. Y esas formas
son, a su vez, nuevas interpretaciones del mismo” (Girard).