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Introducción.

El giro de los años locos


Los cuarenta años que abarca la actividad psicoanalítica
de Freud están marcados por una cesura que se
sitúa casi en la mitad. Existe la costumbre de designarla
con la expresión «giro de 1920», pero sin que se dé plena
razón de lo que impulsó a Freud a Introducir ese viraje.
Cuando se ha querido expresar desacuerdo con algunas
de las tesis que caracterizaron ese cambio, se atribuyeron
razones personales a las modificaciones teóricas de
Freud; así, no se omitió establecer relaciones entre la
manifestación de su cáncer y sus hipótesis sobre la pulsión
de muerte. Por mi parte, obraré del mismo modo,
pero en el sentido exactamente contrario. Creo, en
efecto, que Freud atravesó un largo p1eríodo de interrogación
que lo condujo, bajo la presión de las circunstancias,
a modificar tanto su visión del aparato psíquico
como sus concepciones sobre la patogenia. Sitúo este
período en los años de la Primera Guerra Mundial. En
ese momento, Freud sufre, como todo el mundo, las
consecuencias del estado de guerra. Su actividad profesional
se ve naturalmente disminuida, conoce la angustia
común ligada a la suerte de los seres queridos; sus
hijos se encuentran en el frente y él, que nunca ha sido
un fanático del sentimiento nacional, se vuelve, por la
fuerza de las cosas, casi chauvinista, en todo caso partidista.
Y aun si lo sabemos hostil por principio a toda
cosmovisión, me parece claro que en esa época no pudo
conservar la serenidad y la distancia de que habitualmente
daba pruebas. Por compenetrado que estuviera
con su método de análisis, y cuidadoso siempre de otorgar
prioridad a los fenómenos inconcientes, su participación
como testigo en esa guerra, en esa matanza colectiva
perpetrada por las naciones más civilizadas unas
contra otras, lo condujo, a pesar de sí mismo, a modificar
sus concepciones sobre el funcionamiento psíquico.
Vemos que es difícil aquí considerar esta experiencia en
términos simplemente biográficos, pues, aunque se trata
sin duda de una experiencia subjetiva, no se reduce a
un acontecimiento personal. Hay que agregar, además,
que la guerra no es un acontecimiento histórico como
cualquier otro. El «fenómeno-guerra», para tomar una
expresión de Gastón Bouthoul, plantea al espíritu humano
su enigma más fundamental. ¿Qué empuja a los
hombres, no sólo a matarse entre ellos, sino también a
infligirse heridas que los harán sufrir por el resto de su
vida y los dejarán inválidos?
Tengo la convicción profunda de que los efectos diferidos
de esta experiencia explican, mejor que cualquier
otro factor, lo que se podría denominar la segunda revolución
psicoanalítica del Freud de la década de 1920.
Pero nada hay de impulsivo en este giro que sorprendió
tanto a sus partidarios; al contrario, Freud dedica el
período de la guerra, a favor del ocio forzoso que le impone,
más bien a recapitular, reexaminar o profundizar
las ideas anteriores. La Metapsicología, las Conferencias
de introducción al psicoanálisis, son obras nacidas de
este ocio relativo. Lo mismo vale para el trabajo sobre el
Hombre de los Lobos. Este último estudio es, como a
despecho de sí mismo, profético para el futuro de la clínica
psicoanalítica. De los cinco psicoanálisis expuestos
por Freud, es indudablemente el que más interesa al
analista de nuestros días, y es además aquel, también
hay que señalarlo, donde la perspicacia y la acuidad
analítica de Freud contrastan con lo magro del resultado,
para no decir el fracaso de la cura. Por esta época existen
signos anunciadores de que algo está por ocurrir, sin
que se pueda prever exactamente qué: esto vale para «La
inquietante extrañeza», un título que es por sí solo un
programa.
Será entonces ya terminada la guerra y retomada la
actividad analítica plena cuando la prolongada latencia
— ¡pero cuán activa subterráneamente! — libere los pensamientos
que había silenciado o que «trabajaban» lo
inconciente. Es el comienzo de una renovación cuyo primer
retoño fue Más allá del principio de placer. La guerra
no está del todo ausente en él, puesto que uno de los
argumentos invocados por Freud es precisamente la
neurosis traumática. Pero, como ocurre siempre en su
caso, la experiencia no hace sino incitar a la reflexión. Y
si, una vez terminada la guerra, la paz le hace dar a luz
la pulsión de muerte, ello probablemente se deba a que
se rinde a la evidencia, después de pensarlo, de que falta
a su teoría un engranaje capital que él no ha percibido
bien o que ha interpretado sólo de manera insuficiente.
En esto no difiere mucho de la innovación teórica que
precedió a la pulsión de muerte, a saber, el narcisismo.
Sólo tardíamente, en efecto, había tomado Freud conciencia
de un destino de la libido al que no había dado la
importancia que merece.
¿Se puede, para explicar la hipótesis de la pulsión de
muerte, establecer una relación que no sea de analogía
superficial entre la guerra como empresa colectiva de
muerte y la experiencia clínica que tropieza con la obstinación
de mantener el conflicto psíquico? Arriesguemos
una hipótesis, aun a costa de que se nos reproche
caer en comparaciones superficiales. Primera razón: en
la guerra, cada hombre, porque lo autorizan a ello, y
aun se lo exigen, se entrega a la más salvaje y mortífera
de las agresiones contra otros hombres que son sus semejantes,
pero de quienes lo separan lo que denominaríamos
«pequeñas diferencias. Esta empresa se puede
justificar, en cada quien, por la necesidad de preservar
su propia vida (o de defender su patria) frente a la agresión
del que de repente se convierte en el enemigo: aun
el que ataca está en posición de autodefensa. La segunda
razón es, ciertamente, el apetito de conquista, el deseo
de aumentar las propias riquezas arrebatando las
de los otros. Autodefensa, entonces, pero también gusto
del lucro. No obstante, no se podría afirmar que la guerra
aproveche al soldado raso cuyo riesgo de perder el
pellejo es mucho mayor que su perspectiva de quedar
enriquecido al término del combate (esto más bien puede
sucederles a quienes se quedan en la retaguardia).
Es asombroso entonces que se siga haciendo la guerra
con el consentimiento de aquellos, los más numerosos,
a los que traerá más sufrimientos. La paz que Freud conoció
se ha denominado período de entreguerras; duró
apenas veintiún años. Llegó a su fin casi al mismo tiempo
que la vida de Freud. Desde hacía ya muchos años se
podía prever la guerra que le siguió. Y ello a pesar de que
había dejado un recuerdo atroz la que la había precedido
y que había sido una de las guerras más mortíferas.
Es preciso, por lo tanto, que motivaciones no racionales
expliquen el abandono de las delicias de la paz
para trocarlas por los horrores de la guerra.
Del lado de la clínica psicoanalítica, la experiencia
muestra que la constitución de una neurosis, y sobre
todo su persistencia a despecho de la terapéutica, se
empeñan en mantener un conflicto psíquico por cuya
causa el paciente es el primero en sufrir. Los beneficios
secundarios de la enfermedad, y aun los beneficios primarios,
no alcanzan para explicar esta maquinación del
masoquismo que prospera en detrimento del placer de
vivir. La agresividad, el deseo de sufrir, el repliegue sobre
sí, la resistencia a toda clase de esfuerzos terapéuticos
revelan que aquí se prefiere el estado de guerra interna
al goce del objeto. Es claro que existen grados
intermedios de salpicón entre el masoquismo de la reacción
terapéutica negativa del individuo y el consentimiento
en la destrucción programada sistemática y que
llega hasta la amenaza de desaparición de la especie
humana. Empero, no está prohibido responder en eco a
la pregunta de Einstein «Warum Krieg?» con otra: «Warum
Krankheit?»1.
Al comienzo de la obra de Freud, una oposición separa,
en el campo de las neurosis, lo que es del orden de lo
actual y lo que atestigua una relación psíquica trasferida.
Freud abordó el cuadro de las neurosis actuales sólo
a título de categoría demarcatoria. Apenas se interesa
en él porque, en los hechos, las neurosis actuales pertenecen,
en definitiva, a la medicina. Esta es sin duda la
razón de que, muchos años después, los psicosomatólogos
vuelvan sobre el asunto para nutrir su reflexión. Se
trata sin duda de neurosis, mas no por ello son psiconeurosis,
y lo «psico» es lo que interesa a Freud. De la
misma manera, la sexualidad había llamado la atención
de sus contemporáneos, que ya habían hecho avanzar
bastante su estudio, aunque no a su satisfacción, puesto
que no habían podido elaborar la idea de psicosexualidad.
Por eso, cuando Freud tomó vuelo propio, apoyado
sobre todo en la psicosexualidad, encontró difícil
restringir su campo de otro modo que trazando un límite
territorial. A esto responde la primera teoría de las pulsiones,
que las divide en pulsiones de auto-conservación
y pulsiones sexuales. Notemos que esta demarcación,
implícitamente, puede a su vez ser puesta en paralelo
con la división entre neurosis actual y psico-neurosis
(de trasferencia). Dicho de otro modo, y sin que el propio
Freud lo haya expresado así, las pulsiones de auto-conservación
serían objeto de la medicina. Y si entran en
conflicto con las pulsiones sexuales, es porque —lo confirma
la concepción del apuntalamiento— su dominio
termina donde comienza el de la psicosexualidad.
La doble marcación de la sexualidad por lo «psico» y
por la trasferencia es para Freud a la vez lo que funda al
psicoanálisis y su condición de posibilidad: sólo lo trasferido
1
¿Por que la guerra?≫ ≪Por que la enfermedad?≫.
es analizable. Aquí va implícita una suposición: si
estamos frente a algo trasferido, tiene que haber algo
trasferible, dicho de otro modo, una trasferencia. Gracias
a la pesquisa de este proceso de desplazamiento y
de sustitución, el análisis podrá mostrar la desviación
que ha experimentado el proceso general de trasferencia
(aplicable tanto a la normalidad —y esta es la sublimación—
como a la enfermedad —y este es el síntoma—) y
devolverlo a su derrotero. No atribuyo aquí a Freud ese
razonamiento: es bien sabido que al principio consideró
la trasferencia como un obstáculo para el análisis. No
obstante, se debe admitir que había discernido la función
trasferencial, pero que ese reconocimiento fue sólo
parcial, como si hubiera pensado que la trasferencia era
el síntoma creado por el análisis. Después resolvió la
contradicción admitiendo que la trasferencia era sin duda
la cruz del psicoanalista, pero al mismo tiempo constituía
el motor de la cura, su principal palanca, lo que en
modo alguno le impide calificar como neurosis de trasferencia
al conjunto de sus manifestaciones, en correspondencia
con la concepción de las psico-neurosis de
trasferencia.
En consecuencia, por tanteos, había establecido el
tríptico siguiente: psico-neurosis de trasferencia, neurosis
de trasferencia, neurosis infantil. Justamente fue la
cuestión que se esforzó en tratar en su trabajo sobre el
Hombre de los Lobos, donde se propone la demostración
de la neurosis infantil en contra de las alegaciones de
Jung, quien veía en la interpretación del pasado una racionalización
del psicoanalista y prefería, a la hipótesis
modesta de los complejos infantiles, la tesis grandiosa
de los arquetipos.
Para Freud, era esencial mostrar la potencialidad indefinidamente
creadora de la sexualidad. Creadora de la
neurosis, desde luego, ¡pero también creadora de la cultura,
porque sólo accidentes la desviaban de su itinerario!
Parece que Freud al comienzo hubiera encontrado
muy difícil imaginar que el potencial evolutivo de la sexualidad
pudiese resultar contrariado por algo que no
fuera la represión; de ahí su inquebrantable convicción
de que la represión era de naturaleza puramente psíquica
y, en ese sentido, radicalmente diferente de la esencia
de la pulsión. El descubrimiento tardío del narcisismo
anunció ya las elaboraciones ulteriores, de alcance mucho
más radical. Esta introducción del narcisismo afirmó
algo por completo nuevo respecto de las concepciones
anteriores de Freud. En efecto, en lo sucesivo, las
vicisitudes de la libido, sus aberraciones, sus fijaciones,
sus bloqueos eran atribuibles a una problemática interna
de la vida pulsional, que arrastraba también al yo. La
neurosis era hasta entonces una desnaturalización de la
sexualidad, el negativo de una perversión que no representaba
sino una detención rebelde a toda evolución. La
perversión decía que no a la negativa que la represión
oponía a la sexualidad, en cuyo caso el yo adhería a la
interdicción parental antes de introyectarla. Con el narcisismo,
el conflicto es por entero interno a la libido, que
se divide entre investidura de objeto e investidura del yo.
Esta etapa esencial del pensamiento de Freud, considerada
demasiado a menudo como un interludio teórico,
tuvo el mérito fundamental de completar y esclarecer
lo que faltaba a la ecuación implícita «psico-trasferencia».
Si había trasferencia, ahora esta se consumaba,
por así decir, en el interior de una mónada, lo que explicaba
sus cambios de estado. Pensemos en las trasformaciones e la pulsión enraizada en su
fuente que se
hunde en lo somático —¿y qué otra pulsión ofrece a la
aprehensión un arraigo somático tan claramente diferenciado
como el de la pulsión sexual?— y que se expande
en el deseo con toda la riqueza de sus expresiones
psíquicas. Al comienzo de su teorización, es cierto,
Freud atribuye al objeto un papel no desdeñable en Tres
ensayos de teoría sexual. Pero, por el hecho mismo de
que parte del modelo de la perversión adulta, se ve llevado
a reducir su papel, puesto que la estructura perversa
implica casi necesariamente la contingencia del
objeto, sacrificado por entero al goce que lo destina a
perder su singularidad o su individualidad. Freud, al
optar por la perversión para describir un funcionamiento
pulsional exento de los efectos de la represión, en realidad
se apoyaba en una organización narcisista avant
la lettre. Por lo demás, la existencia de perversos narcisistas
será uno de sus argumentos para sostener el concepto
de narcisismo. Cuando aborda de pasada el amor
—el enamoramiento—, adopta la opinión común que lo
considera una locura breve, pero insiste en un punto: la
sobrestimación del objeto.
En resumen, antes de la introducción del narcisismo,
que tiene la ventaja de traer a la luz el problema «por
defecto», Freud no encontraba la manera de
hablar adecuadamente
del objeto como no fuera en su parte fantaseada.
Se ve tomado entre la subestimación del objeto
en la perversión y su sobrestimación en el enamoramiento.
Es verdad que el retorno al objeto es anterior a
la introducción del narcisismo en la teoría, pero ese retorno
se produce de todos modos bajo los auspicios de
una problemática narcisista: el duelo y sus relaciones
con la melancolía.
Aunque el narcisismo no haya sido más que un breve
alto en la especulación de Freud, siempre se puede afirmar
que tuvo la ventaja considerable de obligarlo a revaluar
sus concepciones sobre el objeto, y este es el hecho
teórico principal de los años que van desde 1914
hasta 1920, período de latencia para la introducción de
la pulsión de muerte. Freud lo aprovechará para diversificar
considerablemente las vicisitudes del objeto, por
el recurso de situarlas de manera más rigurosa en relación
con las vicisitudes de las pulsiones. No obstante, a
car sus concepciones sobre el funcionamiento psíquico.
Vemos que es difícil aquí considerar esta experiencia en
términos simplemente biográficos, pues, aunque se trata
sin duda de una experiencia subjetiva, no se reduce a
un acontecimiento personal. Hay que agregar, además,
que la guerra no es un acontecimiento histórico como
cualquier otro. El «fenómeno-guerra», para tomar una
expresión de Gastón Bouthoul, plantea al espíritu humano
su enigma más fundamental. ¿Qué empuja a los
hombres, no sólo a matarse entre ellos, sino también a
infligirse heridas que los harán sufrir por el resto de su
vida y los dejarán inválidos?
Tengo la convicción profunda de que los efectos diferidos
de esta experiencia explican, mejor que cualquier
otro factor, lo que se podría denominar la segunda revolución
psicoanalítica del Freud de la década de 1920.
Pero nada hay de impulsivo en este giro que sorprendió
tanto a sus partidarios; al contrario, Freud dedica el
período de la guerra, a favor del ocio forzoso que le impone,
más bien a recapitular, reexaminar o profundizar
las ideas anteriores. La Metapsicologia, las Conferencias
de introducción al psicoanálisis, son obras nacidas de
este ocio relativo. Lo mismo vale para el trabajo sobre el
Hombre de los Lobos. Este último estudio es, como a
despecho de sí mismo, profético para el futuro de la clínica
psicoanalítica. De los cinco psicoanálisis expuestos
por Freud, es indudablemente el que más interesa al
analista de nuestros días, y es además aquel, también
hay que señalarlo, donde la perspicacia y la acuidad
analítica de Freud contrastan con lo magro del resultado,
para no decir el fracaso de la cura. Por esta época existen
signos anunciadores de que algo está por ocurrir, sin
que se pueda prever exactamente qué: esto vale para «La
Inquietante extrañeza», un título que es por sí solo un
programa.
Será entonces ya terminada la guerra y retomada la
actividad analítica plena cuando la prolongada latencia
— ¡pero cuán activa subterráneamente! — libere los pensamientos
que había silenciado o que «trabajaban» lo
inconciente. Es el comienzo de una renovación cuyo primer
retoño fue Más allá del principio de placer. La guerra
no está del todo ausente en él, puesto que uno de los
argumentos invocados por Freud es precisamente la
neurosis traumática. Pero, como ocurre siempre en su
caso, la experiencia no hace sino incitar a la reflexión. Y
si, una vez terminada la guerra, la paz le hace dar a luz
la pulsión de muerte, ello probablemente se deba a que
se rinde a la evidencia, después de pensarlo, de que falta
a su teoría un engranaje capital que él no ha percibido
bien o que ha interpretado sólo de manera insuficiente.
En esto no difiere mucho de la innovación teórica que
precedió a la pulsión de muerte, a saber, el narcisismo.
Sólo tardíamente, en efecto, había tomado Freud conciencia
de un destino de la libido al que no había dado la
importancia que merece.
¿Se puede, para explicar la hipótesis de la pulsión de
muerte, establecer una relación que no sea de analogía
superficial entre la guerra como empresa colectiva de
muerte y la experiencia clínica que tropieza con la obstinación
de mantener el conflicto psíquico? Arriesguemos
una hipótesis, aun a costa de que se nos reproche
caer en comparaciones superficiales. Primera razón; en
la guerra, cada hombre, porque lo autorizan a ello, y
aun se lo exigen, se entrega a la más salvaje y mortífera
de las agresiones contra otros hombres que son sus semejantes,
pero de quienes lo separan lo que denominaríamos
«pequeñas diferencias». Esta empresa se puede
justificar, en cada quien, por la necesidad de preservar
su propia vida (o de defender su patria) frente a la agresión
del que de repente se convierte en el enemigo: aun
el que ataca está en posición de autodefensa. La segunda
razón es, ciertamente, el apetito de conquista, el deseo
de aumentar las propias riquezas arrebatando las
de los otros. Autodefensa, entonces, pero también gusto
del lucro. No obstante, no se podría afirmar que la guerra
aproveche al soldado raso cuyo riesgo de perder el
pellejo es mucho mayor que su perspectiva de quedar
enriquecido al término del combate (esto más bien puede
sucederles a quienes se quedan en la retaguardia).
Es asombroso entonces que se siga haciendo la guerra
con el consentimiento de aquellos, los más numerosos,
a los que traerá más sufrimientos. La paz que Freud conoció
se ha denominado período de entreguerras; duró
apenas veintiún años. Llegó a su fin casi al mismo tiemdespecho
de elaboraciones teóricas de indudable interés
(naturaleza narcisista de la angustia hipocondríaca,
regresión narcisista del yo en la psicosis, identificación
del yo con el objeto perdido en la melancolía, Invención
del supeiyó y del ideal del yo, etc.), parece que Freud experimentó
siempre cierta reticencia para insistir demasiado
en el objeto, como si temiera encontrarse tomado
por una alternativa, que en este caso sería un poco diferente
de la planteada por la perversión y el amor: ahora,
la sobrestimación o la subestimación del objeto interno
(y recíprocamente en cuanto al objeto externo). Precisamente
es la alternativa que se dividirán Melanie Klein y
Anna Freud, en tanto Hartmann volará en auxilio de la
segunda. Con la diferencia, en cuanto a este, de que la
teoría derivará en torno del yo. Freud velará siempre por
no alejarse nunca de una base teórica que consideraba
segura: la primacía de las pulsiones.
Por eso el abandono del narcisismo por parte de
Freud o, más exactamente, el retorno a sus opciones
fundamentales, pasará por la compulsión de repetición.
Con la dilucidación de este concepto se reafirmarán la
cuasi autonomía del funcionamiento pulsional, su carácter
rebelde a la ligazón bajo la égida del yo, el papel
patógeno de la pulsión cuando las circunstancias lo favorecen.
En definitiva, si Freud desconfía de todo deslizamiento
hacia el objeto, es porque teme la regresión de
la teoría psicoanalítica hacia una concepción que otorgue
excesiva Importancia a la coyuntura, a lo real, a lo
que pertenece al orden de los sucesos, que él percibe
como otros tantos peligros susceptibles de disminuir el
papel de lo inconciente con miras a restablecer una preeminencia
de lo conciente. Lo que Freud aprecia sobre
todo en su teoría de lo Inconciente —que él liga al cumplimiento
del deseo— no es tanto lo reprimido, puesto
que terminará por defender la disociación entre lo reprimido
y lo inconciente, cuanto el poder creador de lo
inconciente. O, para expresarnos en términos más triviales:
su capacidad de trasformar de manera positiva
cualquier situación frustrante, desde el mero displacer
hasta el dolor extremo. La compulsión de repetición, que
—no hay que olvidarlo— Freud convirtió en la esencia de
todo funcionamiento pulsional, debía conducirlo, secundariamente, a la hipótesis de la
pulsión de muerte. Conocemos
el desconcierto de la comunidad analítica ante
esta novedosa referencia teórica de la que habría preferido
prescindir. Desde hacía mucho tiempo, la cura
tropezaba con factores oscuramente poderosos que
estorbaban la curación. Freud aportó, con la pulsión de
muerte, una respuesta a las causas de muchos atascamientos.
Pero es preciso advertir también que había
dejado de escribir sobre la técnica psicoanalítica desde
1914, y sólo en 1937 retomaría ese hilo interrumpido,
en escritos que no se pueden calificar en rigor como técnicos,
a tal punto desbordan ese marco. Freud no hizo
sino sumarse a la decepción colectiva cuando identificó
a un adversario prácticamente invencible, y al hacerlo
designó además lo que, clínicamente, desafiaba el poder
del analista: la combinación de la repetición y de la destructividad.
Hacia 1924, diversas tentativas se empeñaron en
explicar mejor las razones que limitaban el alcance del
psicoanálisis. Hasta ahora hemos tenido en cuenta solamente
el desarrollo interno del pensamiento de Freud.
La legitimidad de este procedimiento no es discutible,
pero no excluye que emprendamos un estudio de las
condiciones que pudieron orientarlo de tal o cual manera.
Y si deseamos tomar en cuenta los factores personales
intervinientes, aunque sin invalidar por ello, ni
certificar, la coherencia de las opciones teóricas adoptadas,
es preciso que sobrepasemos el mero plano de la
biografía. Más precisamente, la referencia a los factores
extrínsecos al desarrollo de una obra de pensamiento
como la de Freud sólo se puede justificar a condición de
establecer bien los referentes que permitan fundar la
coherencia del conjunto, es decir, las relaciones entre lo
intrínseco y lo extrínseco.
Hemos considerado ya las determinaciones que marcaron
la evolución del proceso intrínseco del pensamiento
de Freud cuando insistimos en su constante
preocupación por ceñir, con la teoría de las pulsiones, el
fundamento de la actividad psíquica, el elemento primitivo
a partir del cual la trasferencia dará nacimiento a lo
psíquico. Mientras más adelante llevemos la reflexión,
más advertiremos que Freud, habiendo partido, al comienzo
de su obra, de la pulsión como excitación interna,
cuasi orgánica (pienso en el placer de órgano que caracteriza
a las primeras elaboraciones sobre la pulsión),
llega, al término de su itinerario, a conferir a la pulsión
un sentido, es decir, una meta orientada. Freud mantuvo
siempre diálogos con interlocutores que había escogido,
y cada vez que debió sacrificar el intercambio que
había intentado proseguir con los compañeros predilectos,
la ruptura que siguió, necesaria para garantizar
la preservación de su pensamiento, en ningún caso lo
dejó intacto. Llegado al momento en que debía resignarse
a la comprobación de que era imposible conciliar
el diálogo con el otro y el desarrollo de sus propias ideas,
la cesación del intercambio no significaba en modo alguno
el rechazo puro y simple de las ideas de su interlocutor.
Todo lo contrario, las concepciones expuestas por
su compañero de diálogo lo seguían preocupando. Es
cierto que para él no podía ser cuestión de ceder un ápice
de terreno, ni de rendirse a los argumentos del amigo
vuelto adversario, si no, más bien, de encontrar el medio
de reinterpretar estos, modificando la organización de
los engranajes de su pensamiento de manera de poder,
al tiempo que permanecía fiel a sus opciones fundamentales,
reincluir los elementos que le habían sido opuestos
para desarrollar una teoría diferente de la suya.
Este proceso repetitivo se reprodujo desde Breuer
hasta Fliess, desde Fliess hasta Adler y después hasta
Jung, y no se detuvo cuando estos últimos rompieron
con Freud. Era un proceso subterráneo que trabajaba a
Freud desde el interior como si lo habitara el afán de
fundar su teoría con la mayor firmeza posible, como si
esta siempre estuviera amenazada, a pesar del desechamiento
de las críticas de sus interlocutores. La historia
del pensamiento de Freud muestra en ocasiones de manera
evidente ese resurgimiento, en su obra, de posiciones
que él había refutado antes. El caso más notable es
el que ilustra su desacuerdo con Adler acerca de la noción
de agresividad. Es cierto que la concepción adleriana
de la agresividad tiene poco en común con la que
Freud introduciría después en la teoría a título de pulsión
de muerte. No es menos cierto, sin embargo, que es
indudablemente la consideración de una agresividad
independiente de su mestizaje con la libido —en el sadismo—
la que explica el vuelco total de la teoría. Y todo
lo que escribió sobre el Hombre de los Lobos está penetrado
por el afán de responder a Jung. El recurso a la
hipótesis de las Utphantasíen, esas fantasías originarias
que no son productos de la historia individual, sino que
la organizan a modo de categorías filosóficas, muestra
hasta qué punto Freud reflexionó sobre las objeciones
de Jung. En ocasiones la marca es más discreta, de más
difícil interpretación. Sólo se la adivina por la fidelidad a
un axioma, como en la referencia constante a la determinación
biológica de la pulsión, donde es difícil excluir
por completo a Fliess de esa opción epistemológica,
aunque esta fuera la del propio Freud desde los orígenes
del psicoanálisis. Y me tienta ver en «Lo ominoso» un eco
sumamente debilitado de las ideas de Breuer sobre los
estados hipnoides, puesto que Freud se niega a hablar,
respecto de esos estados del yo que revaloran a la superficie,
de represión y de retorno de lo reprimido.
Freud no terminará nunca de deslindarse de quienes,
tras haber reconocido un fundamento de verdad en
su pensamiento, prefirieron volverse hacia ideas rectoras
que no eran las de él. Pero, a partir de la década de
1920, después del famoso giro, el debate cambia por
completo. Ya no se trata entonces de una controversia
destinada a averiguar si el psicoanálisis de Freud se
debe admitir o rechazar. El proceso cismático ha terminado
y el movimiento psicoanalítico ha dejado por el
camino a los que estaban en desacuerdo con los principios
fundamentales del psicoanálisis. Los que permanecen
agrupados en torno de Freud no cesan de reafirmar
su lealtad hacia su pensamiento y reconocen — con
una sinceridad de la que no cabe dudar— su indiscutible
leadership. No se puede negar, sin embargo, que
las relaciones de Freud con sus discípulos eran más
complejas, y que sin cesar y de manera indefinida se
replanteaba la cuestión formulada por Adler de saber si
era preciso conformarse con vivir a la sombra del gran
hombre. Freud percibía sin duda entre los más cercanos
de sus fieles esa legítima necesidad de independencia,
que él declaraba admitir sin limitación, aunque
no ahorraba sus críticas cuando ese afán de volar con
alas propias dejaba a su juicio traslucir desviaciones
teóricas susceptibles de poner en peligro los ejes fundamentales
de la teoría psicoanalítica.
Así, después de 1912, o sea, tras la separación de
Jung, la problemática del intercambio roto no desaparece
sino que adquiere otro sentido. No basta, en efecto,
con señalar que en lo sucesivo el diálogo es interno del
psicoanálisis. Los términos del debate no abarcan, como
antes, las opciones teóricas fundamentales (la naturaleza
de lo inconsciente, la represión, el Edipo, las fantasías,
etc.), sino las lecciones de la experiencia. La
discusión interna se esfuerza en reflejar las enseñanzas
— positivas y negativas— de la práctica psicoanalítica.
Ahora bien, como sabemos, Freud nunca consideró decisivo
este tipo de argumento. La confesión que haría
-sin experimentar, por lo demás, la menor turbación—
acerca del desgano que podía engendrar en él la práctica,
en comparación con sus intereses teóricos dominantes,
se debe reconocer como una prueba del hecho
de que tenía plena conciencia de su deseo de hacer una
obra de pensamiento, cuya perspectiva y cuya profundidad
de campo no aspiraban a menos que a una teoría
general del psiquismo; la práctica del psicoanálisis como
método de tratamiento de las neurosis, por fecundas
que fuesen sus enseñanzas y por indispensable que le
resultara para proporcionar una base concreta a sus
especulaciones, en manera alguna constituye un todo
por sí misma. Sería erróneo creer que la especulación
prevalecía sobre el examen de los hechos. Freud prestaba
una atención constante, sostenidísima siempre, a
los hechos clínicos. La línea de separación pasaba por
otra parte. Se situaba, en realidad, entre observación y
especulación, por un lado, y entre praxis y efecto terapéutico,
por el otro. No era que no le Importasen los resultados
prácticos de la cura: simplemente pensaba
—aun reconociendo los límites de la acción del análisis
(el famoso principio económico responsable de las relaciones
de fuerza en el orden de lo cuantitativo) — que, si
los resultados no estaban a la altura de las esperanzas
que se habían depositado en la cura, probablemente se
debiera a que seguían faltando los conceptos más pertinentes.
Esto es lo que constituye el estimulador más
activo para el desarrollo de su pensamiento. Ahora bien,
tras el giro de la década de 1920, Freud se encuentra en
una situación nueva. Se ve rodeado de discípulos cuya
fe en el psicoanálisis y en su creador no se puede poner
en duda. Entre ellos se encuentran inteligencias que se
han revelado capaces de aportes teóricos en modo alguno
desdeñables. Ferenczi y Abraham, sobre todo, y
Rank, más dotado, al parecer, para el psicoanálisis aplicado
que para la clínica psicoanalitica. Tausk no sobrevivió
a su talento y a su pasión homosexual por Freud.
Estaban también Federn y Jones, el único no judio del
pequeño grupo. La constitución del «comité» revela que
Freud nunca dejó de creer amenazada su obra. La eliminación
de los disidentes no solucionó en nada esa situación.
Acaso en virtud de su propio éxito, el futuro del
psicoanálisis parece comprometido, de ahí el Consejo de
los Diez en el que Freud puede vigilar más de cerca,
entre sus apóstoles más celosos, los fermentos capaces
de destruirlo. Desde Tótem y tabú, etapa decisiva de la
fase de latencia del descubrimiento del complejo de
Edipo (entre la primera formulación confidencial contenida
en la carta a Fliess del 15 de octubre de 1897 y su
nacimiento oficial en 1923 en El yo y el ello), el asesinato
del padre, con el cual culminará su obra en Moisés y la
religión monoteísta, no deja de preocuparlo. En suma, en
la evaluación de las dos componentes del Edipo, el deseo
del parricidio resultaba ser más fuerte que el del
incesto porque el poder del padre se extiende mucho
más allá de la prohibición respecto de la madre y exige
renunciamientos cada vez más extensos. Que haya escrito
Tótem y tabú antes de la ruptura con Jung, aquel a
quien había convertido en su heredero, pero cuya ambivalencia
percibía, es más que notable, lo mismo que su
decisión —que hubo de pagar Ferenczi— de no volver a
comprometerse con nadie en una amistad demasiado
afectuosa, como si se hubiera vuelto sobradamente conciente
de que esas relaciones entre colegas inevitablemente
se trasformarían en relaciones padre-hijo e inclinarían
a sus compañeros al parricidio. Se puede sostener
que a sus relaciones con sus discípulos les sucedió
lo mismo que a la trasferencia con sus pacientes: Freud
había descubierto sucesivamente, en la primera década
de su labor, tanto la trasferencia como el Edipo. Pero,
por una insospechada resistencia a sus primeros descubrimientos
y una confianza exagerada —que lindaba
con la idealización— en las capacidades del yo, pensó,
en un primer tiempo, que podía resguardarse de la trasferencia
con sus pacientes y del Edipo con sus discípulos.
Bastaba —creyó— que se pronunciara un renunciamiento
para poner en razón al yo. Sin duda, la referencia
al sueño fue dominante aquí. En efecto, soñamos
pero, después de todo, despertamos cada mañana y enfrentamos
las exigencias de la vida.
Del mismo modo como consintió en aceptar la trasferencia,
se resignó a sufrir los efectos del Edipo entre sus
discípulos. Pero en este segundo caso no era sólo la cura
de un paciente la que podía peligrar, sino su obra entera.
Centro de toda la obra psicoanalítica en sus variadas
facetas (contribuciones científicas, congresos, publicaciones,
organización de la profesión, defensa del psicoanálisis
frente a sus detractores y también a los impostores
que de manera inescrupulosa se apropiaban de
sus fragmentos), Freud nunca se dejó engañar por las
vivísimas rivalidades que lanzaban a sus discípulos
unos contra otros: con razón veía, tras la fantasía del hijo
preferido, un desplazamiento de los anhelos parricidas
dirigidos primitivamente contra él. ¿Cómo hacer,
entonces, para que el psicoanálisis sobreviviera a este
peligro interno? Mientras se trataba de pronunciar
excomuniones, la solución era difícil pero practicable.
Desde el momento en que el problema se volvía interno
del grupo de aquellos que se habían convertido a su pensamiento,
la posición de Freud se hacía insostenible.
Quedaba cautivo de una doble actitud: la que le dictaba
el respeto por las opiniones que diferían de la propia, y
que ponía cuidado en promover la independencia de cada
uno, esperando con esto un desprendimiento de la relación
edípica que signaba la relación con el discípulo, y la
que lo inclinaba a la vigilancia porque las ideas emitidas
por los que seguían la estela de su pensamiento amenazaban,
con toda buena fe y en la inconciencia más total,
con poner en peligro la frágil conquista sobre el inconciente
en que consistía su propio descubrimiento.
El giro de 1920 se puede resumir en una triple afirmación:
en primer lugar, la insistencia, con la tesis de la
compulsión de repetición, en la fuerza «demoníaca» de
la pulsión: después, la duplicidad del yo, cuya estructura
revela que es en buena parte inconciente, puesto que
el despliegue de sus defensas está sometido al mismo
enceguecimiento que afecta al deseo; por último, el desenmascaramiento
de la fuerza principal que hace de
obstáculo para el potencial creador de la libido: las pulsiones
de destrucción.
Este tríptico de novedosa formulación fue el que suscitó,
desde 1920 hasta 1939, fecha de la muerte de
Freud, las mayores reticencias. Los psicoanalistas reaccionaron
ante el discurso de Freud como si les hubiera
dictado una condena de muerte. En efecto, cualesquiera
que fuesen sus aptitudes para teorizar, lo cierto era que,
como la naturaleza no los había dotado de una profundidad
de miras y de una capacidad de pensar en una
perspectiva tan vasta, para ellos el porvenir del psicoanálisis
estaba ligado al porvenir de su práctica analítica.
Para ellos, la teoría tenía sus raíces en la terapéutica
psicoanalítica hasta el punto de que admitir en su
totalidad las opiniones expuestas por Freud en 1920
equivalía a condenarse a dejar de ejercer el psicoanálisis
después que Freud hubo revelado la existencia de esos
enemigos de temible y casi Invencible poder que se oponían
al logro terapéutico. Por eso buscaron otras explicaciones
para sus fracasos y atribuyeron a los efectos
combinados del envejecimiento, de la enfermedad, de
los infortunios personales y de un gusto inmoderado por
la especulación el desarrollo de esas ideas nuevas. No
las rechazaron en bloque: adoptaron la segunda tópica,
de manejo en apariencia más cómodo y que sonaba más
natural. En cuanto al resto, los que tenían medios para
hacerlo intentaron otras respuestas.
El año 1924 es muy revelador desde este punto de
vista. Mientras que Freud, llevado por su anterior inspiración,
escribe con una mano una serie de artículos
muy esclarecedores acerca de la organización genital,
que completan la teoría del Edipo (material directamente
utilizable para la práctica psicoanalitica), con la otra
mano precisa las diferencias de estructura entre neurosis
y psicosis, como para definir mejor el campo de exclusión
de la práctica psicoanalítica: aquello que está
fuera de su alcance. Por último, llevando al extremo sus
especulaciones más osadas, radicalizó sus concepciones
sobre la pulsión de muerte en un artículo de pocas
páginas, «El problema económico del masoquismo»,
donde sostuvo que el origen de la destructividad es ante
todo interno, porque la agresividad no representa sino
su fracción proyectada hacia afuera; quiso así indicar a
quienes lo rodeaban que no estaba dispuesto a ceder un
ápice en sus opiniones recientes expresadas hacia algunos
años. Hasta fue más lejos, porque salió de su reserva
anterior y abandonó su prudencia primera que reconocía
a sus concepciones nuevas el carácter de una especulación
que se estaba en libertad de rechazar. Al
abordar los problemas del masoquismo, Freud anudó
definitivamente la teoría y la práctica, con lo cual sembró
un desconcierto todavía más profundo entre quienes,
deseosos de seguirlo, veían que cada año se ahondaba
el foso que los separaba de él.
La distancia teórico-clínica culminaría en dos breves
contribuciones que se cuentan entre las más notables
de Freud, «La negación» y «Notas sobre la pizarra mágica
», ambas escritas en 1925. ¿Qué hacían mientras tanto
sus discípulos? Separados por las distancias geográficas
—Abraham en Berlín, Ferenczi en Budapest (sólo
Rank seguía en la vecindad de Freud en Viena) — estaban
absorbidos por preocupaciones muy diferentes.
En 1924, Abraham escribió su ensayo teórico más
importante sobre las fases del desarrollo de la libido, en
un intento de retomar el conjunto del campo clínico ordenándolo
a partir de un punto de vista evolutivo. Por su
lado, Ferenczi y Rank, inspirados los dos en una argumentación
fundada en la práctica, ponían de relieve, el
primero, la necesidad de hacer más elástica la técnica
(etapa intermedia entre la técnica activa y la técnica de
relajación, así como la neo-catarsis), y el segundo, la
importancia verdaderamente originaria del trauma del
nacimiento. Todas estas tentativas se dirigen al mismo
fin: remover las impasses de la cura analítica. Una lógica
conceptual preside todas estas reelaboraciones de
la teoría, que reúnen la comprensión clínica de estructuras
psico-patológicas mal conocidas, la búsqueda de
una etiopatogenia específica y la adopción de modificaciones
técnicas susceptibles de dar mayor eficacia a la
cura psicoanalítica. Este recentramiento en la cura se
sitúa en las antípodas del pensamiento de Freud, quien,
por su parte, ve más lejos.
A la rica diversidad del arsenal teórico de Freud, que
posee su estrategia propia, sus colegas oponen la búsqueda
de soluciones de aplicación Inmediata. Cuando
Freud tropieza con una dificultad cuyas razones directas
no logra averiguar, no renuncia ni se obstina, convencido
sin duda de que si le falta la respuesta, de nada
sirve buscarla donde no se encuentra, como el borracho
que busca su llave bajo el resplandor, cuando la ha perdido
lejos de allí, so pretexto de que por lo menos así se
ve mejor. Ante la ceguera que afecta a la experiencia inmediata,
la nacida de la cura, Freud, con un método que
sólo él tiene la audacia de emplear, salta por encima de
los hechos y de los datos de la práctica y se lanza mucho
más allá, en una especulación de gran alcance cuya coherencia
intentará establecer confrontando lo ya sabido,
el pasado, y lo desconocido del presente. Fue así como
nació Más allá del principio de placer. La especulación
hace aquí las veces de hipótesis para el trabajo del pensamiento.
Sólo el trabajo del pensamiento puede aportar
una solución verdadera a los problemas nacidos de la
práctica en la medida en que estos, como tales, no son
sino los testigos de una cuestión inadvertida por la teoría,
cuyo alcance rebasa en mucho las limitaciones de
la experiencia.
Por eso, justamente, unos años después de Más allá
del principio de placer, lo que podríamos denominar la
prueba de la especulación deja su condición de hipótesis
para convertirse en un concepto operatorio. Es toda la
diferencia entre el giro de 1920 y el trabajo de 1924 sobre
«El problema económico del masoquismo», cuyo antecedente
lógico es «Pegan a un niño». Y el silencio sigue
planeando sobre la técnica analítica, que él dejó en barbecho
desde 1918.
¿Cómo no registrar las diferencias entre la especulación
de Freud y la de sus discípulos? Entre ellos, son
pocos los que se arriesgan a alcanzar ese nivel de abstracción
y, cuando se lanzan por ese camino, es evidente
que un abismo separa, por ejemplo. Más allá del principio
de placer y, antes de este, Metamorfosis y símbolos
de la libido de Jung, y, después de aquel, en una Inspiración
de pensamiento que pretende ser freudiana, el
Thalassa de Ferenczi, un libro que a menudo consigue
el favor de los analistas, pero respecto del cual la admiración
por la imaginación del autor se acompaña de una
sonrisa indulgente ante esa novela de ciencia- ficción
muy distante en verdad del rigor de razonamiento de
Freud, aun cuando este se apoya, como en Más allá del
principio de placer, en una biología en parte científica y,
en parte, imaginaria.
Porque sin duda es el destino de los conceptos freudianos
el de prestarse al malentendido, sea que se pretenda
restringir su alcance a la sola cura psicoanalítica,
sea que se los haga desbordar sobre la metafísica. Los
mejores no estarán libres de esas desviaciones. Fue lo
que ocurrió con la compulsión de repetición.
La orientación fundamentalmente terapéutica de los
discípulos de Freud no hizo sino ahondar la diferencia
del punto de vista sobre el psicoanálisis entre su creador
y ellos. En efecto, no vieron la trasferencia tanto desde
el ángulo de las trasformaciones internas de la libido
cuanto por sus efectos fácticos en la cura. Hay, entonces,
más trasferencia de la libido sobre el objeto que
trasferencia en el sentido de desplazamiento de la libido
de lo somático a lo psíquico, entre narcisismo y objeto, o
de una instancia a otra. La concepción etiopatogénica
que derivará de esto tenderá a hacer prevalecer un punto
de vista histórico-genético —es el sentido de la tentativa
de Abraham — sobre otras consideraciones de orden
tópico o estructural, perspectiva esta que Freud nunca
pierde de vista. Ya se lo había señalado a Abraham
cuando discutía con él sobre la génesis de la melancolía.
La teorización de Abraham encuentra su caricatura en
uno de sus rivales, Rank, quien lo reconduce todo al
punto cero: el nacimiento. Freud se impresiona por un
instante, hasta el punto de estar tentado de sumarse a
la opinión de Rank cuando trata sobre el problema de la
angustia. La señal de partida estaba dada en el psicoanálisis,
donde la teoría del desarrollo de la libido serviría
como modelo general, eclipsando a todos los otros
modelos temporales que Freud había dilucidado tan
dialécticamente: tal lo sucedido con el aprés-coup.
Pero, con Ferenczi, la cuestión tomó un sesgo mucho
más serio. Innegablemente, Ferenczi era, de todo el grupo
que rodeaba a Freud, el clínico más notable y apreciado,
y también aquel cuya vocación terapéutica era
más firme. Cuando Ferenczi apreció toda la importancia
de la compulsión de repetición, no hay duda alguna de
que se mostró sensible a la pertinencia clínica del concepto.
Esa era, pues, la causa del atascamiento de tantos
análisis. En consecuencia, para él, un solo problema
se planteaba: ¿cómo desembarazarse de aquella? Fue
en ese momento cuando se lanzó a la búsqueda de variaciones
técnicas personales, e inició, según lo ha expresado
Raymond Cahn, el proceso del encuadre. Después
que se lo acusó de «activismo», se lo sospechó, por
haber adoptado la técnica de relajación, de laxismo seductor.
Ferenczi se batía menos con ideas que con analizandos
abrumados por su sufrimiento. La manera en
que entendió la compulsión de repetición lo condujo a
interpretar la trasferencia como «pura» repetición, a saber,
como reproducción de los traumas de la infancia,
traumas que difieren mucho de los que Freud había
descubierto, porque para él no se trata de seducción
sino de violación (psíquica); o, por la confusión de las
lenguas, de soborno por exceso de las demandas parentales,
o también de privación de amor, por desconocimiento
de las necesidades del niño, o, en fin, de parálisis
psíquica, por estupefacción debida a la desesperación.
En suma, lo que está enjuego aquí ya no es el destino de
la libido sino, muy simplemente, la asfixia de la vida psíquica.

El conflicto con Freud se volvía inevitable. Si este, al


describir la compulsión de repetición, quiso marcar la
vida psíquica con el sello indeleble de la pulsión rebelde
a toda razón, sin duda que no lo hizo para conformarse
con verificarlo, sino para mostrar que esa presión insistente
de lo demoníaco obligaba a la actividad psíquica
integra a estructurarse contra esta tiranía por medio de
toda clase de procedimientos racionalizantes (de ahí la
inconciencia de las defensas del yo). Porque para Freud
era indudable que las peores desgracias sufridas por el
aparato psíquico no dejaban a este sin recursos. La psique
encontraría aún y siempre el medio de trasformar el
trauma, cualquiera que fuese su naturaleza, e integrarlo
erotizando el más doloroso de los acontecimientos. Además,
hacia el fin de su vida, adquirió la convicción de
que era imposible distinguir, en los sucesos más precoces
de la vida psíquica, aquellos que marcaron todo el
posterior desarrollo, entre el trauma y las reacciones de
defensa que este suscita y que en buena parte se ligan a
la omnipotencia infantil. Invocar entonces la compulsión
de repetición como repetición de la situación traumática,
y hacer responsable de esta al objeto, equivalía,
una vez más, a subestimar el poder trasformador (o
«trasferidor») de la psique, el poder creador de lo inconciente.
Equivalía, en consecuencia, a dejarse tomar en el
lazo de lo vivido, y a correr el riesgo de orientar el psicoanálisis
por un «camino de viajante de comercio». Mientras
que Ferenczi se convirtió en el apóstol del «sentir con
», Freud, molesto, se declaró por fin en neto desacuerdo
con él, y sin duda que sintió pena por estarlo,
porque en modo alguno desconocía las dotes clínicas de
su discípulo. Visiblemente, este último, que reafirma en
cada línea de la correspondencia intercambiada por esa
época su lealtad a Freud y el reconocimiento de su superioridad
en todo sentido, no comprende las razones de la
reticencia de Freud, puesto que se ha rodeado de todas
las garantías sometiéndole su texto antes de su publicación
realizada con el acuerdo de Freud. La reacción de
Freud a la lectura del trabajo impreso es decididamente
más reservada que en el momento de acusar recibo del
manuscrito. ¿Qué despertó entonces en él? Una antigua
obsesión, sin duda la de la hipnosis. Menos porque esta
sólo debiera sus efectos a la instalación de una relación
de fuerzas entre hipnotizador e hipnotizado que porque
ningún descubrimiento que no sea la fuerza de la
trasferencia podría surgir de esa relación. De prestarse al
juego propuesto por Ferenczi, Freud teme sobre todo
que el cambio de acento desde la herramienta analítica
hacia lo vivido, la experiencia emocional... deje expuesto
al analista y al análisis mismo a la crítica de subjetivismo.
Lo que equivaldría, para salvar al análisis como
método terapéutico, a consentir en su desaparición como
método científico. Sin contar que no está lejos la sospecha
de un regreso a la sugestión hipnótica.
Sin duda, se puede explicar por diferencias de temperamento
el disenso entre Freud y el más dotado de
sus discípulos, incuestionablemente aquel al que apreciaba
con más afecto. Pero el verdadero debate es metapsicológico.
Sesenta años después de aquellos acontecimientos,
la cuestión se puede plantear así:

TRAUMAS GRAVES
1. Los fenómenos de repetición observables en los
análisis de pacientes marcados por traumas graves de
la infancia muestran que el objeto o, más bien, los objetos
parentales han desempeñado un papel activo y
han estructurado un conflicto muy diferente de los conflictos
observados en los neuróticos comunes.

NEUROSIS COMUNES
En estos
últimos, las pulsiones se expresan por medio de fantasías
producidas por los deseos inconcientes, que por así
decir dejan fuera de circuito la estructura del objeto.

En los otros casos, estos fenómenos de repetición engloban


además el enclave del objeto, incluidas las defensas suscitadas
contra él y no sólo contra las pulsiones. ¿Se los
debe comprender —a consecuencia de la puesta fuera
de circuito de las capacidades de elaboración del aparato
psíquico— como una repetición pura, equivalentes,
en una modalidad crónica, a lo que muestra la neurosis
traumática, con apelación a una estrategia diferente?
Pero ¿no se puede pensar, cualquiera que sea la gravedad
o el peso de esos traumas, y sin negar por ello la
presencia de una alienación psíquica por la interiorización
de un objeto dañino para el desarrollo psíquico, que
lo inconciente del analizando no ha perdido sus capacidades
de trasformación-trasferencia, y que su papel de
creación dentro del funcionamiento psíquico sigue siendo
predominante? En esa medida, aunque de manera
diferente que en la neurosis, el acento sigue puesto sobre
la interpretación de los mecanismos subjetivos y
sobre el poder de trasformación de la psique.
2. En el marco de la técnica analítica, ¿deben la comprensión
y la interpretación analíticas acordar la preeminencia
a lo vivido, o permanecer fieles a las reglas clásicas
de la interpretación, considerando lo vivido como
perteneciente a la conciencia y ateniéndose a las redes
de representaciones y de afectos inconcientes, por más
que se las pudiera traducir en la teoría de las relaciones
de objeto, sin apartarse el analista de la neutralidad benévola
que está en la base de toda cura? Dicho de otro
modo: ¿hay que sacrificar el análisis a la empatía fenomenológica?
Se advierte cuánto esta controversia, antigua de sesenta
años, prefiguraba la evolución del psicoanálisis
moderno, y anunciaba a Balint y Winnicott, por una
parte, y a Melanie Klein y Lacan, por la otra. En cuanto a
Hartmann, el combate termina, antes de comenzar, por
falta de combatientes: el análisis norteamericano decretará
inanalizables esos casos, y los apartará del diván.
Por un tiempo al menos, antes que aparecieran Searles
y Kernberg. Lo que está enjuego es el proceso de la tentación
fenomenológica en análisis cuando la gravedad
de la patología, el peso del pasado, la seriedad de las
distorsiones imputables a las imagos parentales dan al
analista la sensación de que el inconciente creador hubiera
sido, por así decir, neutralizado, y que el analista
de algún modo debe saber olvidarse ante el cuidado que
es preciso dar al paciente, y renunciar a la aplicación de
su método. Es cierto que se tiene la impresión de que
esto se aplica más a Balint que a Winnicott. En el extremo
opuesto, Melanie Klein quiere ignorar todo lo referido
al papel del objeto externo y sólo toma en consideración
el trabajo de los objetos internos. Estos excesos
han sido levemente enmendados por sus discípulos,
después de su muerte. Pero el más radical de todos es
Lacan, para quien, en el límite, todo es histeria (con una
leve tendencia a tomar este término en su significación
pre-psicoanalítica), y que ignora soberanamente el sufrimiento
del paciente, utilizando incluso la explotación
de su masoquismo en la trasferencia. Hasta que uno de
los dos suelte la presa. En cuanto a la psicosis, ella está
forcluida.
El interés de este análisis radica en que lleva a plantear
una cuestión teórica y clínica. El psicoanálisis freudiano
se funda en el modelo de la neurosis como negativo
de la perversión. No es que Freud haya silenciado
las estructuras no neuróticas —sus aportes a la psicosis,
a la melancolía, están lejos de ser desdeñables—,
pero es preciso reconocer que sus elaboraciones parten
siempre del centro que es la neurosis. Sin cuestionar la
validez del modelo de la neurosis, ¿no se puede pensar
hoy que la posición referencial de este modelo ya no es
tan evidente?
El ingreso en el campo clínico de las estructuras en
las que Ferenczi se había interesado, y que constituyen
una fracción cada vez más importante del campo clínico
psicoanalítico, ha obligado a un descentramiento de las
referencias clínicas y teóricas. Se las clasifica en la categoría
mal definida de los casos fronterizos. Antiguamente
esta designación situaba esta frontera en la que
separa de la psicosis, dando por sobrentendido el peligro
de caer en ella. Hoy prevalece la opinión de que se
trata de estructuras estables, y es más rara la descompensación
psicótica. Se echan cuentas para saber si la
denominación categorial de casos fronterizos debe englobar
las estructuras narcisistas, las depresiones atípicas,
las estructuras psicopáticas y psicosomáticas, los
estados mal caracterizados que se denominan trastornos
de la personalidad, etc., o distinguirse de ellos.
Pero la denominación primitiva ha ido cambiando de
sentido cada vez más. Los casos fronterizos parecen
ocupar una posición-encrucijada, especie de plataforma
de articulación que permite, desde este punto de vista,
comprender mejor la neurosis, y la psicosis, así como la
perversión y la depresión, porque la indeterminación
estructural que los caracteriza constituye una matriz
más flexible capaz de aprehender mejor sus relaciones
con las formaciones clínicas más estructuradas.
La cuestión que entonces se plantea es doble. Teórica,
en primer lugar: los casos fronterizos cuestionan la
pertinencia de la metapsicología surgida de las neurosis.
Pero conviene, antes de decretar que Freud ha sido
superado, averiguar si una reinterpretación de la segunda
mitad de su obra, la que sigue al giro de 1920, no nos
proporciona claves de gran valor para construir la teoría
del funcionamiento psíquico de esas estructuras y situar
a esta teoría en posición de referente. Nada se habría
perdido con ello de las contribuciones de los autores
pos-freudianos cuyas ideas acaso resulten enriquecidas
por este suplemento de reflexión sobre Freud.
Clínica y técnica, después: la dilucidación de un modelo
a partir de los casos fronterizos acaso sirva de fundamento
a una teoría de la técnica, y hasta a una revaluación
de la cura psicoanalitica en su conjunto. La conducción
de la cura, al beneficiarse con la experiencia
acumulada, podría, gracias a este estudio, salir de las
impasses de que da testimonio la bibliografía analítica.
La investigación de caminos nuevos conduce harto a
menudo sea a excluir esos casos de la experiencia analítica,
y a reservarles la aplicación de una psicoterapia
cada vez más alejada de la «cura-tipo», sea a introducir
variaciones técnicas que invitan, con palabras más o
menos encubiertas, a renunciar al nervio del análisis de
la trasferencia: la interpretación. Esto para remplazado
por actitudes contra-trasferenciales que a menudo significan
un abandono del acto de analizar. Es toda la
cuestión del encuadre la que ha irrumpido con los casos
fronterizos desde hace treinta años. Nacida de este problema
local, no se tardó en advertir que ella era la cuestión
misma del análisis, prueba del poder de renovación
que traen consigo estos casos llamados difíciles. Pero,
¿qué caso no lo es?

1. Aprés coup, lo arcaico


(1982)
Tres órdenes de cosas hay: la carne, el espíritu, la voluntad
Los carnales son los ricos, los reyes: estos tienen
por objeto el cuerpo. Los curiosos y eruditos: tienen por
objeto el espíritu. Los sabios: su objeto es la justicia.
Dios debe reinar sobre todo, y todo debe estarle sometido.
En las cosas de la carne reina propiamente la concupiscencia:
en las espirituales, la curiosidad propiamente;
en la sabiduría, el orgullo propiamente. No es que
uno no pueda gloriarse de los bienes o de los conocimientos,
pero no es ese el lugar del orgullo; porque concediendo
a un hombre que es erudito, uno no dejará de
convencerlo de su yerro en ser soberbio. El lugar propio
de la soberbia es la sabiduría porque uno no puede conceder
a un hombre haberse hecho sabio, y que yerra en
gloriarse, lo que es de toda justicia. Por eso solamente
Dios dona la sabiduría; y es la razón por la cual Qui gloriatur,
in Domino glorietur». Pascal.
Georges Dumézil reclamó, van ya treinta años, que se
pusiera más atención en distinguir entre Prima y Sumiría.
Convenía en efecto no confundir lo primero con lo
más importante. Cabe situar esta observación de un especialista
en civilizaciones muy antiguas —cuyo pensamiento
influyó sobre más de un investigador que se
aventuraba en campos muy alejados del suyo— en el
contexto de las controversias acerca de las relaciones
entre estructura e historia. Estas opusieron en un
tiempo a Lévi-Strauss y Sartre, y más recientemente a
Chomsky y Piaget. El psicoanálisis entró en el debate en
el momento en que Lacan, de hegeliano que fue, se convirtió
a la lingüística saussureana. Su lectura de Freud
lo habilitó para presentar en 1953 una concepción del
inconsciente más cercana que cualquier otra al estructuralismo,
sin que por ello se pueda alinear a su autor,
salvo por aproximación, entre los que hacia la década de
1960 eran llamados estructuralistas.
En su célebre «Discurso de Roma», Lacan se entrega
a una crítica despiadada de situaciones sin salida en
que se ha metido el psicoanálisis por sucumbir al señuelo
de lo imaginario, lo que supone desconocer el papel
de lo simbólico, cuyo lugar marcan el lenguaje y la ley.
Freud era descifrado con los códigos de Saussure, de
Jakobson, de Lévi-Strauss, y sin duda que también de
Moisés. Entre los heréticos anatematizados por Lacan
estaba esa «tripera» —no carente de genio— de Melanie
Klein, culpable de hacer derivar el inconciente freudiano
hacia lo arcaico. Esta referencia —o reverencia— a las
«fantasías primitivas» hacía del analizado un ínfans y
acunaba al analista en los espejismos de la ilusión genética.
No obstante los esfuerzos de Lacan por traer debajo
de su ministerio el mayor número de ovejas descarriadas,
lo cierto es que muchos analistas —aun de sus propias
filas— no han podido ni pueden todavía escapar de
la fascinación de lo arcaico. Por la fuerza del uso, la palabra
ha entrado en la lengua de los psicoanalistas. Y no
parece que esté próxima a salir.
Si no necesariamente lleva razón Lacan en este
punto, es lícito empero afirmar que esta fascinación,
que pone su afán en cerner mejor las profundidades
insondables de la psique, es la misma que nos producen
los mitos. No es que la psique no quede marcada de manera
indeleble por su periodo arcaico. Pero es cierto que
la práctica psicoanalítica, aun aplicada a niños pequeños
muy perturbados, en ningún caso llega a dejar a la
vista los basamentos arcaicos del psiquismo. La teoría
que deriva de esa práctica no nos proporciona ni sombra
de prueba de su validez. No se obtiene convencimiento
con invocar la mera experiencia. Lo que parece evidente
a un psicoanalista kleiniano seguirá siendo muy discutible
para un psicoanalista que siga a Winnicott, sin
mencionar a los que se inscriben en la filiación de Hartmann
o de Lacan.
De la inasequibilidad de cuanto se refiere a lo arcaico,
los psicoanalistas encuentran fácil, demasiado fácil
consuelo apoyándose en la autoridad de Freud. ¿Acaso
este no sostuvo constantemente que nada desaparecía
de las experiencias primeras de la vida psíquica, porque
el inconciente conservaba sus huellas, reactualizándolas
cuando la ocasión llegaba? No obstante, lo arcaico
según Freud no es lo arcaico de sus sucesores. Si estos
divergen en sus opiniones, tienen todos en común diferir
de él. En suma, por razones diversas, ¡su concepción
misma es juzgada arcaica, o sea, superada, por no
ser suficientemente arcaizante!
La idea básica es que las estructuras clínicas que
dan testimonio de fijaciones más y más alejadas de las
que se relacionan con el Edipo tienen valor revelador de
lo que sería la arqueología psíquica: metáfora cara a
Freud, con la reserva de que las excavaciones muestran
siempre la superposición de civilizaciones, esto es, de
culturas ya muy elaboradas que no guardan relación
con el mundo caótico postulado por los buscadores de
«objetos arcaicos». Estos objetos, si se parte de las huellas
reveladas por el material clínico de analizandos que
han hecho regresión, permitirían —se sostiene— reconstruir
esos tiempos originarios de la psique que de ordinario
permanecen sepultados bajo las arenas de la represión.
No pocos argumentos se han dirigido contra ese expediente.
Anna Freud ha puesto en duda que el niño
reconstruido desde el análisis de adultos sea el niño
«real» —¿pero tiene por objeto ese realismo el análisis?—.
Con Hartmann, recomendó a los analistas poner más
interés en la observación directa (Spitz, Bowlby, Mahler)
a fin de asegurar mejor la validez de sus teorías. Pero el
análisis, ¿es del orden de lo observable o de lo representable?
A los kleinianos, que pretenden ser los espeleólogos
de la psique, se les ha reprochado que equivocan el
camino en tanto confunden lo manifiesto con lo latente;
en tanto traducen verbalmente —y aun con abundante
provisión de imágenes— las comunicaciones de analizandos,
que ellos tomaban por comunicación arcaica
directa cuando en verdad se trataba de un producto ya
reordenado, portador de mecanismos de defensa hasta
de tipo muy tardío. Se sostiene que la versión arcaizada
de lo manifiesto tomaba la sombra por la presa. Pretendiendo
ser profunda, Melanie Klein habría sido inadvertidamente
superficial porque parecía desconocer la acción
de la represión primaria, que oculta para siempre
los tiempos originarios. Lo que a nosotros llegaría por
retorno de lo reprimido no puede proporcionar por sí
una imagen fiel del pasado más remoto, puesto que contrabandea
todos los estratos de los períodos de la vida
que lo han recubierto. Lo traído a la superficie no es el
testigo fiel de la prehistoria, sino un producto muy sospechoso,
traficado por los falsificadores del preconciente,
de las más diversas épocas, cada una de las cuales
dejó su impronta sobre el objeto psíquico pretendidamente
«primitivo». Dicho de otro modo: la metáfora de
Freud era inadecuada porque incurría en la ingenuidad
de creer que el pasado desenterrado conservaba su forma
originaria.
Un argumento análogo se adujo en menoscabo de la hipótesis
de que las regresiones patológicas tenían la virtud
de hacer visibles los estados arcaicos. La regresión
psicótica, para referirnos sólo a ella, no es un simple regreso,
en el desarrollo, hacia su punto de fijación, puesto
que el predominio de pulsiones destructivas, desorganizadoras,
destruye al tiempo mismo que avanza reculando.
La desintegración, según lo destacó en particular
Winnicott, no se debe confundir con la no integración.
Pero todos esos argumentos han sido en vano. Tan
eficaces como los consejos de realismo y de prudencia
que se dieran a alguien dominado por la pasión. Ahora
bien, ¿de qué pasión se trata en este caso?
La ilusión arcaica acaso esté sostenida por una pasión
voyeurista, que satisface a una fantasía muy potente:
la de asistir a través de otro a los orígenes de la vida
psíquica, a los cuales el analista, supuestamente menos
regresivo, ya no tiene acceso. Esa fantasía de los orígenes
—en que el analista ocupa siempre el lugar de la
madre— no deja de tener nexos con otra, de signo contrario:
la de atravesar en los dos sentidos la frontera de
la muerte, como tras ciertos accidentes gravísimos o
ciertas tentativas de suicidio casi logradas. A la «apuesta
grande» con el más allá es preciso unir la especulación
del más acá: lo arcaico remonta el tiempo hacia lo inmemorial.
El voyeurísmo se prolonga, por su sublimación epistemofilica,
en morbo de causalidad. Todo ocurre «como
si» (expresión analítica paradigmática) la presunción de
conocer lo arcaico —que suele infundir a los analistas
que la sustentan un aire de iniciados condescendientes
hacia aquellos que no se atreven a explorar sus abismos—
descansará en la idea de que si se tuviera la posibilidad
de saber cómo es la vida psíquica en el huevo, se
conocerían todas sus reencarnaciones. Y de hecho, al
paso de los desarrollos teóricos que se sucedieron en la
historia del psicoanálisis, la diversidad de las estructuras
psíquicas observables y analizables se disolvía en la
invocación de una sola y única etiología, la fijación oral,
y hasta intrauterina.
Psicosis, retardos de toda índole, estados psicosomáticos,
neurosis graves obedecen, todos, a una misma herida
y no siempre se intenta explicar el porqué de tan diversos
destinos para un mal único.
Los mitos ontogenéticos, como tantos mitos originarios,
rara vez evitan ser cosmogónicos. Y no es observación
trivial señalar —siguiendo a Freud— que una sociedad
tiene que haber alcanzado cierto grado de desarrollo
antes que se preocupe por mitificar. Siquiera los
mitos cosmogónicos, que difieren según las civilizaciones,
nos ofrecen una rica variedad de versiones sobre
el nacimiento del universo y sobre el conflicto en que
entraron las potencias para asegurarse la supremacía.
A pesar de una observación de Winnicott, que distinguía
entre profundo y primitivo, la tendencia general en psicoanálisis
responde a la confusión entre Prima y Summa.

Lo arcaico según Freud.


Freud es el único que verdaderamente ha pensado lo
arcaico en psicoanálisis. No lo alcanzan las críticas dirigidas
a la perspectiva estrechamente ontogenética. Por
otra parte, es lo que le reprochan sus sucesores, que en
su casi totalidad han renegado de la hipótesis de los esquemas
filogenéticos. Aun el complejo de Edipo pertenecería
a ese fondo específico. Presentes en la forma de
huellas mnémicas heredadas, las fantasías originarias
— de las que derivan todas las demás— significan la vida
psíquica. Dicho de otro modo, descifran los acontecimientos
con arreglo a su código, los clasifican, los ordenan
y, para decirlo todo, organizan lo inconciente como
otros tantos a priori o universales.
Se reúnen aquí los dos sentidos de lo arcaico: no sólo
lo más antiguo, sino también lo principal en que el poder
se funda. La concepción de Freud atiende a la oposición
prima-summa puesto que la potencia ordenadora no
siempre aparece primero. En muchos casos tiene que
emerger de una prehistoria antes de manifestarse en su
eficacia. Muchos son los ejemplos que atestiguan esta
articulación histórico-estructural en Freud.
El Edipo es el complejo nuclear de las neurosis, tomado
aquí este término en su acepción más lata. No
está desde el comienzo. Aparece al término de la
sexualidad infantil, durante la fase que lleva su nombre.
Pero su acción no se limita a esa fase. Sobre esto Lacan ha
hecho notar, con razón, que no es sostenible, stricto
sensu, hablar de estadios preedípicos cuando habría
que decir pregenitales, tanto es cierto que la dimensión
estructural del Edipo está potencialmente presente desde
el origen. En todo caso, preexiste en los padres de la
cría de hombre, que le confieren su estatuto humano.
Una observación análoga, por lo demás íntimamente
ligada a la anterior, se puede hacer sobre la castración.
Freud nunca negó que el destete o el adiestramiento esfinteriano
fueran precursores de la castración. Pero sí
agregó que la «colosal investidura narcisista del pene»
confiere a la angustia de castración su valor referencial
y metafórico, sin parangón con las angustias que la precedieron.
Pudieron estas ser más temibles, no por ello
son menos secundarias porque su poder simbólico sobre
la sexualidad es menos rico en consecuencias. No
están marcadas por la diferencia de los sexos y de las
generaciones. En este punto tendríamos que entrar en
el detalle, explicar por qué la sexualidad fue elegida para
su rango conceptual por referencia al principio de placer;
pero nos llevaría demasiado lejos. Conformémonos
con recordar la opinión de Freud acerca de la impresión
que en la fase fálica experimenta el varoncito a la vista
de los órganos genitales femeninos: la compara con la
caída del trono o del altar. Con anterioridad, esta percepción
sólo da lugar a teorías sexuales varias (ya crecerá
el pene en el cuerpo de la niña, como los pechos;
está escondido en el interior; las mujeres carecen de
pene, no así la madre, etc.). Pero una vez que la libido
invistió al pene, la ausencia del órgano es una amenaza
de ruina para el orden fálico, sostenedor de una verdadera
Weltanschauung.
Mi tercera observación se refiere a los mecanismos de
defensa. Freud más de una vez mencionó defensas contra
la angustia, anteriores a la instalación de la represión
(trastorno hacia lo contrario, mudanza sobre la
persona propia), pero estas, en modo alguno porque su
importancia sea desdeñable, nunca tendrán derecho a
la misma consideración metapsicológica que la represión.
Es que esta última se presenta como el modelo de
la defensa, por más que haya que desmembrar su aparente
unidad en forclusión, desmentida, negación y represión
propiamente dicha. Y no es contingente poner
de relieve los nexos de la represión con la castración.
Entonces, la inspiración ontogenética del psicoanálisis
moderno —con prurito de credibilidad científica y,
por eso mismo, de honorabilidad— sólo a medias hace
intervenir lo arcaico según Freud, puesto que ignora la
dimensión estructural que es parte integrante de su naturaleza.
Aun si nada en la ciencia de nuestros días concurre
a confirmar la hipótesis filogenética, no es menos
cierto que parece heurísticamente necesaria si uno no
se deja llevar por la facilidad de una posición empírica
pragmática. Pero recordemos que en ciertas disciplinas
(etología, lingüística) se ha probado o sostenido la hipótesis
de que existen estructuras innatas (mecanismos
innatos de desencadenamiento en etología, estructuras
profundas en lingüística) cuya actividad depende de
estimulaciones generadas en el ambiente. Lo admitido
en un campo se rehúsa en otro, y no a causa de la hipótesis
misma, sino de su contenido. Porque lo que al espíritu
científico choca es que unas fantasías —es decir,
unas aberraciones del espíritu— y, para colmo, unas fantasías
sexuales, puedan estar inscritas en el patrimonio
genético. No sé si la imaginación humana ha de hallar
una solución mejor para explicar la existencia de esos
organizadores de la sexualidad humana. Sigo convencido
de que un punto de vista que se reduzca exclusivamente
al desarrollo no alcanzaría a dar razón de la estereotipia
de las estructuras fantasmáticas, que podemos
descubrir en culturas muy alejadas de la nuestra.
El estructuralismo lacaniano ha esquivado la cuestión
al tiempo mismo que la planteaba. Según Lacan, los
ejes ordenadores del desarrollo son las estructuras del
lenguaje y de la ley, unidas en la metáfora paterna. Nótese
el cambio de orientación. El contenido de que Freud
proveía a las fantasías originarias (seducción, castración,
escena primitiva) daba una base firme a la idea de
psicosexualidad, es decir, a las relaciones estrechas que
unen el psiquismo a la sexualidad. La sexualidad es la
parte de la vida que sigue vinculando el hombre al mundo
animal. Lo ancla a su cuerpo (y a su objeto de deseo),
pero es también la cópula por la cual se une a lo más
cultural, y por tanto más humano, que en sí contiene.
La sexualidad hace que el hombre alcance el estatuto de
ser psíquico, más que de ser hablante.
Al interrogarse sobre la diferencia entre el animal y el
hombre, Freud concluiría que no el yo, sino el superyó
se podía señalar como rasgo diferencial por donde se inscribe
todo el desarrollo cultural. La represión, proceso
psíquico (y no biológico —Freud insiste en ello—, como
se podría decir de la regresión), es también efecto del desarrollo
cultural. El hombre de Freud es biológico-social;
social, porque biológicamente fundado, biológicamente
destinado a la socialización. Los hilos del primero
se entrelazan íntimamente con los hilos del segundo en
trama tan apretada que a veces no se los puede separar.
Por el acto de situar la arjé (en el sentido de potencia
organizadora) del lado del significante y de la ley, Lacan
elimina de Freud toda referencia a la biología. A diferencia
de otros estructuralismos, el de Lacan se desembaraza
de las ataduras del cuerpo. La aijé se ha vuelto
arca de la alianza.
Es cierto que, hacia el término de su obra, Lacan procedería
a un reordenamiento revelador. Por una parte
reconoció en «lalengua» la existencia de un lenguaje regido
por mecanismos que tendrían muy escasa relación
con los tropos del lenguaje. No obstante lo cual lo refería
—en un uso inconsistente y arbitrario— al significante,
aunque el término se apartara por completo de su acepción
saussureana. Lo imaginario y lo simbólico nunca
estuvieron más próximos que aquí. En cambio, y sin
duda que por contragolpe, el significante quedaba coronado
por el matema; así la abstracción se tomaba resonante
revancha sobre lo que parecía haber concedido
a la fantasía. Se puede decir, en cierto modo, que el proyecto
oculto de esta lectura de Freud es purgar al psico
análisis de toda obediencia a la biología, llevándolo del
lado de esas ciencias humanas que han intentado parecerse
a las ciencias exactas. Sin embargo, Lacan tenía
muy escasa simpatía por las ciencias humanas. Su teoría
alimenta la ambición de ir mucho más lejos de cuanto
se atrevieron lingüistas y antropólogos. De hecho,
esta concepción del psicoanálisis está tironeada entre
un materialismo —asaz desencarnado—, que ella invoca,
y un espiritualismo que no dice su nombre, al que
Lacan intenta dar los colores de la carne.

Otra estrategia: lo arcaico aprés coup


He ahí entonces el punto donde estamos, entre un
historicismo ingenuo e improbable y un estructuralismo
asaz arrogante que lleva el gusto por la sofisticación
hasta hacerse puro Juego del espíritu. Pero lo arcaico
está siempre ahí, presente en la práctica, lo mismo que
en la teoría, sin que tengamos esclarecida su naturaleza,
obligados sin embargo a admitirlo entre nosotros de
grado o por fuerza.
La esperanza de descubrir un acceso directo a la arqueología
psíquica por el camino de la experiencia clínica
y terapéutica de las estructuras psíquicas es harto
insegura, aunque haya proporcionado ricas enseñanzas.
Sin duda que hay sitio para una diferente estrategia
teórica, menos prisionera de las trampas de la trasposición
directa de la práctica en la teoría.
En lugar de acorralar lo arcaico en la carrera retrocedente
hacia la improbable arjé, ¿por qué no intentar un
recorrido inverso? ¿Por qué no buscarlo ahí donde se
oculta, pero donde permanece sin embargo presente entre
las instancias que en el desarrollo libidinal son más
tardías: ahí donde pretendidamente ha sido superado y
remplazado por estructuras psíquicas mucho más diferenciadas?
Si es verdad que el inconciente está marcado
por la inscripción de los mecanismos psíquicos más
primitivos, propios de los comienzos de la vida psíquica,
y que ignora el tiempo, es razonable pensar que las estructuras
edificadas sobre las inscripciones originarias
no se limitaron a superponerse sobre ellas. No se han
constituido sobre lo arcaico, sino contra él. Han intentado
modificar su funcionamiento por la ligazón, la simbolización,
la diferenciación, etc. En suma: leamos lo arcaico
aprés coup, que por otra parte es la única manera
de referirnos a ello. Lo adivinaremos o lo deduciremos a
posteriori, detrás o debajo de los parapetos que se han
erigido contra su potencia amenazadora.
De todas las instancias que constituyen al aparato
psíquico, la más tardía, la última en aparecer, es el supeiyó.
En verdad, a él suele agregársele el calificativo de
arcaico. ¿Cómo, en efecto, hablaríamos del ello arcaico,
puesto que lo arcaico es el ello y que del ello nada sabemos?
No es ilegítimo en cambio hablar del yo arcaico,
y por cierto que no nos privamos de hacerlo. Ahora bien,
¿qué recubre esa expresión? Un yo dominado por las
pulsiones, fragmentado o fragmentable, incapaz de sortear
la angustia; un yo que sucumbe a la desesperación,
etc. El cuadro se repite hasta el cansancio. Pero, ¿qué
potencias lo gobiernan? El daimon pulsional, desde luego.
¿Y la realidad? ¿Hay una realidad arcaica? En ese
cuadro falta el objeto, sin duda porque no se le supone
existencia autónoma en ese contexto, a causa de la indistinción
supuesta entre el yo y él. Lo cual habilita a calificar
de «arcaicos» ciertos objetos. Lo arcaico ilustra para
nosotros, en el material, el estado de confusión que
reinaría entre pulsión, objeto y yo. Sin embargo, ese
caos nunca es enteramente informe, puesto que lo recorren
ciertos mecanismos fundamentales que fueron
descritos por Freud antes de dar lugar a las especulaciones
de sus sucesores.
Extraña instancia, que se deja aprehender por la intuición
menos erudita, pero que es la más difícilmente
cernible. El superyó resulta de una división del yo. Así
como el yo parece haber nacido de una diferenciación
del ello (bajo el influjo del mundo exterior), el superyó ha
nacido de la separación de una parte del yo. Aquí despejamos,
en favor de una teorización más dialéctica, lo
que esa concepción pudiera tener de esquemático (como
si el desarrollo sólo consistiera en una serie de gemaciones
que se consumaran a tiempo cumplido). Sí, el superyó
resúlta de la diferenciación del yo, pero no es en
virtud de un proceso ascendente como se constituye.
Para comprender su génesis, es preciso hacer intervenir
un trayecto retroactivo, un lazo del desarrollo, puesto
que la parte del yo que ha adquirido ese nuevo estatuto
se enraíza en el ello; porque el superyó se apoya sobre el
ello, como sobre el yo, y se nutre de los mismos fondos
que el yo. En consecuencia es legítimo buscar lo arcaico
más del lado del superyó que del lado del ello, en el estado
normal. Freud se aproxima aquí al Nietzsche de La
genealogía de la moral
No por anudado al ello deja el superyó de ser la instancia
más metafórica. Y no sólo por ser el vector de los
valores, sino por su constitución misma. Porque en este
punto es preciso Invocar la observación de Freud, tan
importante: el superyó del hijo no se forma según el modelo
de sus padres, sino según el del superyó de estos.
Su estructura contradictoria —encadenado al cuerpo
por el ello, se injerta en lo menos carnal que hay en la
relación del hijo con las imágenes parentales— es sin
duda la situación más favorable para hacernos apresar
la perennidad de lo arcaico, ahí donde parece haber desaparecido
por completo.
El nexo del superyó con esta parte, la menos carnal,
de la relación que liga el yo del hijo con sus padres sólo
se hace posible por intermedio de la función del ideal.
Esta es al superyó lo que la pulsión es al ello. Tanto así,
que Freud parece vacilar entre superyó e ideal del yo.
¿Es este último una parte autonomizada del superyó o
solamente uno de sus subconjuntos? El par superyóideal
del yo ha dado materia a distingos interesantes.
Sin pronunciarse sobre la índole de los lazos que los
unen, parece existir acuerdo acerca de sus nexos, resumidos
con la fórmula: el superyó es el heredero del
complejo de Eklipo, mientras que el ideal del yo es el heredero
del narcisismo primario.
El superyó nace entonces directamente del Edipo, es
decir, del conflicto psíquico concerniente a los deseos
dirigidos a los objetos parentales. Con razón se sostiene
que la relación del yo con el superyó es el resultado de la
interiorización de los lazos entre el yo y el objeto. En
cambio, el ideal del yo se reconduce a la identificación,
en la que Freud distingue tres tipos: primario (narcisista),
secundario (o liistérico) y con el ideal del yo.8 Esta
sucesión es elocuente: narcisismo, histeria, ideal del yo.
Y es, a saber, para el primer tipo: yo identificado con el
objeto en una relación de fusión, sin distinción de los
términos fusionados; para el segundo: yo identificado
con el deseo del objeto, distinto de él y dentro de una
situación triangular; finalmente, para el último, yo identificado
con una instancia pos-edípica, con remplazo del
objeto por el ideal del yo. Este conjunto de funciones
llevó a Lacan a oponerse a las concepciones psicologizantes
del yo, que valorizan su relación con la realidad, y
a sostener que la función fundamental del yo era estar
cautivo de las identificaciones imaginarias del sujeto.
El acoplamiento del superyó y del ideal del yo muestra
que una instancia, sola y la misma, toma sobre sí
dos tipos de nexos con el objeto: interiorización e identificación.
Veremos más claro si ahora nos volvemos a los
objetos primarios, que acaso nos revelen en qué consiste
la relación arcaica.
Entre las funciones de los objetos primarios, es preciso
contar una, fundamental: la autoridad. Pero conviene
despojar a este término de su connotación moral
para concebirlo desde el ángulo de una relación de fuerzas
que hace inevitable la dependencia' del niño de sus
padres. Lina vez que el superyó interiorice, junto con la
función de autoridad del objeto, la del amor del progenitor
por el hijo, Freud no vacilará en calificar a esta instancia
de manera metafórica: el superyó simboliza «las
potencias protectoras del Destino». Tan indispensable
es el amor de estas que el suicidio seria la consecuencia
de su abandono. Las necesidades de la vida hacen conocer
al niño que es inevitable el abandono, temporario o
exigido de manera definitiva por el crecimiento. Entonces
la identificación, dice Freud, es la única condición
que puede volver aceptable esta pérdida del objeto.
8 Sin duda que tambien la resolucion del conflicto ediplco desemboca
en la identificacion. Pero parece que el ideal del yo estuviera mas
directamente relacionado con ella. De los tres tipos mencionados, dos
son atrlbuibles al narcisismo, el primero y el ultimo. Esos lazos entre
narcisismo e identificacion pueden ser directas, o indirectos, cuando la
identificacion se hace con el objeto.
Identificación y narcisismo se asocian; una y otro rubri
can una emancipación de la dependencia frente al objeto,
que en las formas extremas impulsa al yo hacia las
vertiginosas cimas de la autosuficiencia orgullosa.
Llegamos así a una primera conclusión: la relación
arcaica parece fundada en la alternancia obediencia -
orgullo entre el yo y el objeto. En realidad esta fórmula
condensada no caracteriza a un par de opuestos, sino a
dos pares de contrarios, opuestos: obediencia-insunúsión
y orgullo-humildad. El primero va referido a la relación
con el superyó en su vertiente esencialmente objetal;
el segundo se liga al ideal del yo y atañe por lo
tanto a la vertiente narcisista. En una ocasión anterior
he opuesto ya, con otros autores, los efectos asaz diferentes
de la culpa frente al superyó y los de la vergüenza,
que debe ser interpretada por referencia a la dimensión
narcisista del ideal del yo.
Si los objetos arcaicos se caracterizan por la confusión
que reina en el Interior de la psique entre pulsión,
yo y objeto, es preciso añadir que no es más nítido el distingo
entre pulsiones eróticas y pulsiones agresivas,
entre pulsiones que se pueden satisfacer de manera autoerótica
y pulsiones cuya satisfacción exige de la intervención
del objeto. Pero la confusión que señalamos no
sacia nuestra sed de comprender, porque disculparnos
de nuestra ignorancia no equivale a comprender mejor:
lo que es arcaico no se puede decir porque es arcaico.
Confusión hay, pero ¿en orden a qué?
El yo es la sede de esta confusión, no solamente por
ser el teatro del conflicto, sino porque parece jugar a
confundir los términos que a través de él se oponen: el
demonismo pulsional y la imposibilidad de hacer coincidir
el objeto con los deseos del yo. Las dos funciones,
obediencia y orgullo, operan diferentemente. La obediencia
es el lugar de un dilema: ¿obedecer a las pulsiones,
o al objeto? Y la cuestión se complica a causa de la
proyección, que atribuye al objeto las características de
las pulsiones y que anima o animiza las pulsiones haciéndoles
revestir las galas del objeto. En cuanto al orgullo,
es doble también porque se ceba en las victorias
arrancadas al objeto lo mismo que en la negación de
este.
Son las relaciones superyó-ldeal del yo las que pudieron
encaminarnos hacia la naturaleza de la relación arcaica.
Interroguemos ahora retroactivamente el arcaísmo
del yo. Es notable que a propósito de un artículo
sobre «La negación» (1925) retomara Freud el esquema
del aparato psíquico según lo había elaborado en la
Metapsícología, muy en particular en «Pulsiones y destinos
de pulsión» (1915).
En el mito genético construido por Freud a propósito
de la negación, el yo conoce tres estados sucesivos:
«yo-realidad originario» (o inicial), «yo-placer purificado»
y «yo-realidad definitivo». El yo-realidad del comienzo
se limita a reconocer la fuente de las excitaciones: exterior,
cuando él consigue escapar de su efecto nocivo;
interior, cuando fracasa en eliminar la tensión. Esta distinción
primera, previa a todo discurso sobre lo arcaico,
que sólo se aprehende partiendo de una división inaugural
del espacio al modo en que muchas cosmogonías
explican la separación inicial de la Tierra y el Cielo, después
de la Noche y el Día, etc. Cada entidad así constituida
está gobernada por una potencia que le es adherida
o que a ella se adhiere, lo que no deja de engendrar
conflictos por la supremacía. El primer trabajo del yo
originario termina por identificar lo interior con la amenaza
del peligro ineliminable. El tiempo que le sucede
procederá a una nueva división. El yo-placer (purificado)
separa entre lo bueno, lo incorporabie, lo Idéntico al yo,
y lo malo, lo excorporable, lo ajeno al yo.9 Lo arcaico es
maniqueo. Si uno completa este modelo agregándole el
del vínculo con el objeto, comprende así que el funcionamiento
del yo-placer purificado está subtendido por la
relación obediencia-orgullo. La prueba es que el yo-placer
purificado tendrá que renunciar a esa bipartición
entre adentro y afuera para proceder después, adentro,
a una nueva bipartición entre lo agradable al yo y al objeto
— lo que, admitido por él, es para conservar—, y lo
desagradable para el objeto —primero— y para el yo
9 Senalemos que en ≪La negacion≫ Freud no retoma una hipotesis
sostenida en ≪Pulsiones y destinos de pulsion≫, que opone un yo-placer
a una realidad Indiferente. En ese momento (1925) el yo-placer se
opone desde el comienzo a un no-yo por rechazar.
Freud liberal, hay un Freud nietzscheano. Acaso se pudiera
conciliar esa paradoja aparente: es simbólicamente
como los héroes pasan por alto las prohibiciones
rectoras. Nadie repite el gesto arcaico de Edipo: parricidio
e incesto, pero toda conquista importante para la
humanidad es la trasferencia de la trasgresión al orden
de la sublimación. Algunos invocan una superhumanidad
en que se habilitan, ayudados a veces por sus celotas,
para que la separación entre lo simbólico y lo real
llegue a ser muy estrecha. Más todavía: en nombre de
lo simbólico pasan por alto las barreras de la ley que
sólo retienen a las almas comunes, con la consecuencia
de suscitar la admiración del gran número: no hacen
más que repetir lo arcaico bajo los nobles ornamentos
de su discurso.
Lo arcaico, nunca fenecido, asoma bajo la madurez, y
es justamente por este abordaje indirecto como mejor lo
apreciamos. Su presión, como la de la pulsión, permanece
constante. Sólo difieren las soluciones a que da
curso. ¿Por qué esta permanencia? La respuesta se tiene
que buscar por el lado de la esencia de la pulsión: la
compulsión de repetición que descubrimos tras toda
resistencia al cambio.
El analisis interminable y sus causas
Desde 1937 —hace mucho tiempo para nosotros y
tarde para él—, Freud anotó entre los obstáculos a la
curación el rehusamiento de las pulsiones a dejarse
domesticar y el infantilismo del yo portador de las secuelas
de los inevitables traumas de la infancia: arcaísmo
triunfante del ello, arcaísmo debilitante del yo, sea excesivamente
sumiso, sea demasiado orgulloso para reconocer
sus límites. Las formulaciones de Freud, leídas
hoy, parecen asaz imprecisas y sobre todo muy fragmentarias.
No es que sean inexactas en sentido estricto. Tienen
un perfume de abstracción, no por ser teóricas, sino por
globales y vagas; apenas sí nos dicen algo, o sólo hablan
a su autor.
No olvidemos que. por propia confesión, Freud desde
hacía muchos años había perdido todo gusto por la
práctica; sólo la teoría movilizaba su interés. Es que con
la edad había perdido también esta cualidad fundamental
del analista: la paciencia, hija de la tenacidad. Además,
tuvo el coraje de confesar que le repugnaba ocupar
el lugar de la madre en la trasferencia. ]Y con qué sorpresa
descubre la Importancia en la hija de las relaciones
primeras con la madre, portadoras del destino de la
feminidad! Compara su asombro con el que originó el
descubrimiento de la civilización minoica, en comparación
con el de la Grecia clásica. El era un hombre del
siglo V, no de la Grecia arcaica, más cómodo a la sombra
de Pericles que a la de los reyes cuyos palacios albergan
mánotauros. Ahora bien, ¿cómo teorizar lo arcaico st uno
deliberadamente se opone a aceptar primero y a analizar
después la trasferencia materna? ¡Y con qué peso
pesa esta confesión cuando se trata de revaluar la gravitación
verdadera de la roca «biológica» de la castración!
¿Rehusamlento de la feminidad o rehusamiento de lo
maternal, como peligro del retorno a lo arcaico? Para mí,
la segunda respuesta es la buena, sin ser por otra parte
absolutamente contradictoria con la primera.
Es un hecho que desde Melanie Klein, que ha operado
la «transvaluación» de los valores del psicoanálisis,
haciendo del Edipo el Mutterkomplex; es un hecho, digo,
que desde entonces data la toma del poder del psicoanálisis
por lo arcaico. No cabe ni lamentarlo ni aprobarlo;
no fue más que el puntual retorno de un péndulo lanzado
al punto más extremo de su trayectoria por el fundador
del psicoanálisis. Y como Klein era más innovadora
que verdaderamente genial, no la han seguido tanto
como a su maestro. Pero a Melanie Klein se le deben acreditar
aportes nuevos, solidarios entre sí por lo demás:
1. La acentuación de la importancia de los primeros
estadios de desarrollo, caracterizados por las angustias
arcaicas, las fantasías primitivas y los primeros mecanismos
de defensa.
2. El interés por los pacientes de estructura psicótica
y la reinterpretación de las neurosis, sobre todo de las
neurosis graves.
3. La concepción de la feminidad que relativiza la envidia
del pene frente a la relación con el pecho.
Piénsese lo que se quiera de la obra de Melanie Klein
y de su casi constante referencia a lo arcaico, y por más
criticas que se puedan hacer a los puntos débiles de su
teoría, es su mérito haber abierto el psicoanálisis a un
inconciente diferente, insospechado por Freud. No caemos
en la ingenuidad de creer que las estructuras psicóticas
o los casos fronterizos permitirían al analista observar
el fondo de los mares de la psique ni conocer el
pasado más lejano gracias a una especie de máquina de
remontar el tiempo. Lo arcaico que las estructuras psicóticas
revelan encontraría su justificación en aquello
que lo hace diferir de las estructuras neuróticas, más
afines —se dice— a la estructura del analista. Lo arcaico:
sería entonces lo otro.
¿En qué impresiona esta diferencia al analista? Se
equivocaría quien la buscara solamente en los hechos
clínicos.
La neurosis, objeto esencial del psicoanálisis freudiano,
entregó sus secretos merced a la incomparable mirada
que Freud dirigió sobre ella y que desdeñó arrojar
sobre las estructuras psicóticas... al menos las miró
muy poco. No sólo porque la neurosis es más coherente,
por lo tanto más inteligible, y más analizable en consecuencia,
de derecho, si no de hecho. Desaparecido Freud,
ella sigue ocupando un importante lugar en la bibliografía
analítica y ha inspirado noventa años de trabajos.
Los analistas aman a los neuróticos porque los hacen a
ellos inteligentes: los comprenden: eficaces: a veces los
curan; amables: aquí la trasferencia positiva domina
siempre. Los casos fronterizos los vuelven tontos: no ven
nada ahí; culpables: tienen el sentimiento de no merecer
sus honorarios; detestables: son más odiados que amados
por el analizando ciego a sus esfuerzos, e ingrato,
por añadidura.
Pero la dificultad principal en la problemática de los
casos fronterizos es la incertidumbre de los pertinentes
puntos de referencia axiológicos que esclarecieran la
estructura oculta, determinante del polimorfismo de los
síntomas, de las angustias y de los mecanismos de detensa
que intentan luchar contra ellas. Ausente aquí la
autoridad de Freud, nos vemos librados a las interpretaciones
divergentes de sus herederos.
¿Qué dice Lacan? Que esa gente tiene el pescuezo
rígido, que rehúsa su castración simbólica. Dicho de
otro modo, que es preciso hacerle dura la vida por medio
de la sesión breve, con escansión de lo simbólico y con el
analista autor de la Ley porque el analizando persevera
diabólicamente. Cuando haya comprendido, no hará
más que invocar su deseo para pasar el mensaje a otros.
¿Qué dice Bion? Que el dilema esencial es huir de la
frustración evacuándola o elaborándola. Dicho de otra
manera: rehusar el sufrimiento inevitable negándolo o
convirtiéndolo en un objeto de trasformación en el orden
del conocimiento, del amor y del odio.
¿Qué dice Winnicott? Que el analista es utilizado para
repetir las carencias del ambiente. Dicho de otra manera,
que el analizando no puede hacer otra cosa que
demostrar al analista toda la cuantía de su impotencia y
aun de su malignidad, esto para afirmar los derechos de
omnipotencia que su posición de víctima le confiere, posición
de la que procura extraer una orgullosa venganza.
Esta disparidad aparente de puntos de vista se disipa
en un consenso; todo ello obedece a lo arcaico. Se trata
menos de un arcaísmo fijado o en marcha hacia una
evolución que de un arcaísmo que tiene quebrado su
ímpetu hacia el reconocimiento de la madurez. Es preciso
tener presente este matiz para evitar confundir los
casos fronterizos no sólo con las neurosis, sino con las
psicosis igualmente.11
En 1974 propuse un modelo teórico a la luz del cual
se pudiera comprender el sentido de la estructura de los
casos fronterizos.12 Se la podía interpretar como un desplazamiento
de los conflictos intrapsíquicos al límite del
campo psíquico que tiene por fronteras el soma hacia lo
interior y el acto hacia lo exterior. Reparemos en que son
11 Cf. A. Green, ≪Passions et destins des passions≫, en La folie priuée,
Gallimard, 1990. [≪Pasiones y destinos de las pasiones≫, en De locuras
privadas. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1990.)
12 ≪L'analyste, la symbolisation et l'absence dans le cadre analytlque
≫. en La folie prtvée, op. clt. !≪El analista, la simbolizacion y la ausencia
en el encuadre analitico≫, en De locuras pñvadas. op. cit.)
los límites mismos que encuadran el montaje pulsional
(fuente y meta). Estos dos parámetros extrapsíquicos
son responsables de la somatización y del pasaje al acto.
En el interior del campo psíquico, otros dos parámetros
definen mecanismos fundamentales; la escisión y la
desinvestidura, que están en la base de la identificación
proyectiva y de la depresión primaria (lo blanco). Estos
cuatro parámetros orientan al analista acerca de los
movimientos que la trasferencia fronteriza permite observar.
En 1976, propuse salir del empirismo clínico
respecto de los «borderline», considerando lo fronterizo
como un concepto,13 lo que está justificado a la vez por
la práctica y por la lectura de Freud.
En la prosecución de ese itinerario teórico se inscribe
la hipótesis que aquí sostengo acerca de lo arcaico.
Poder y potencia: la analidad primarla
Cada vez que he podido avanzar suficientemente en
el análisis de un caso fronterizo, me he encontrado con
que la trasferencia íntegra estaba impregnada por un
malentendido que estorbaba su análisis: la confusión
entre poder y potencia. La proyección del paciente atribuye
al analista una potencia y hasta una omnipotencia
que no deja al analizando más salida que luchar contra
la trasferencia y rehusar todo poder al objeto trasferencial.
La diferencia entre estos dos términos, tan próximos
sin embargo uno al otro, es considerable. Conviene
precisarla.
El poder es siempre limitado, falible, cuestionable.
Nadie lo posee enteramente, no obstante las apariencias,
así como nadie está enteramente desprovisto de él,
aunque sólo sea por el poder de amar o de no amar, de
ser amado o detestado por el otro. El poder se hereda o se
conquista, aumenta o disminuye, se pierde en mayor o
menor medida. A un poder se contrapone siempre un
13 *E1 concepto de fronterizo≫, asi como *E1 doble limite≫, en tbtd. [En
castellano, el primero de estos trabajos se encuentra en De locuras privadas,
op. cit., y el segundo, en el presente volumen.)
contra-poder. El poder se comparte o se divide. Se reparte
en la relación con el otro. La potencia, en cambio, en el
sentido que aquí le doy, confiere a quien la posee una
fuerza absoluta a los ojos del otro. Es siempre más o menos
divina (o diabólica); en todo caso, sobrehumana. Su
inversa es la impotencia.
A los ojos del analizando que es un caso fronterizo, el
analista posee ese poder. Porque Impone el contrato (con
olvido de que el analista también se somete a él). La desigualdad
evidente, en favor del analista, se convierte en
la ocasión en ley inicua, despótica. La neutralidad es tomada
como una indiferencia teñida de crueldad. Silencioso,
el analista da testimonio de su desprecio altanero.
Si quiebra su reserva para interpretar, su Interpretación
nunca es tomada como una sugerencia interesante que
se pudiera considerar, susceptible de arrojar una luz
liberadora sobre el oscuro caos en que el analizando se
queja de estar prisionero: ella es un diktat, algo que sólo
cabe tomar o dejar. Y si llega a ser verdadera, no podrá
menos que reavivar la humillación de recurrir a la asistencia
de alguien que supiera mejor que uno mismo lo
que uno quiere decir. Y por otra parte, ¿no permanece él
acostado, en esa posición infantilizante, mientras que el
analista lo domina desde la íntegra altura de su posición
de sentado? Puede el analista manifestar solicitud: será
la demostración de su Insoportable paternalismo. Si se
aburre, es prueba evidente de que no le Interesa vuestro
sufrimiento. Y si, relajando el control de la situación
para dar un poco de vuelo a la espontaneidad, reacciona
de manera algo viva, será que trata de seducir o de castigar;
en cualquier caso, de desestimar. Reclama honorarios:
es porque sólo le interesa el dinero; si su tratamiento
es gratuito o casi (por ejemplo, en una institución),
es porque necesita de cobayos o porque abruma,
al analizando desprovisto, con su conmiseración de
acaudalado.
Pareciera que una excitación permanente, se deba a
un efecto inconciente de Intrusión o de abandono, taladrara
al yo sin descanso. La descripción que acabamos
de hacer atañe menos al contenido de los conflictos
—aunque sea reveladora de la manera en que es vivido
el objeto interno— que a la posición del analizando
frente al analista en el encuadre. Es el principio mismo
del análisis el cuestionado. El analista no es más que la
emanación o, en el encuadre, el representante del objeto
(por más que el término sea impropio porque, como lo
ha visto Winnicott, el analista no representa aquí a la
madre: es la madre). El dispositivo analítico, que se considera
facilitante para el neurótico, es para el caso fronterizo,
si no una máquina de influir, al menos una máquina
de manipular para satisfacer la omnipotencia del
analista. ¿Cómo comprender esta desnaturalización del
encuadre?
Lo habitual es reconducir la problemática del conflicto
por el poder, a la analidad. ¿De eso se trata aquí? Sí y
no. No, si se piensa en los rasgos clásicos de la analidad
y en su fijación en la neurosis obsesiva. Sí, si se piensa
que el conflicto anal es fundamental en el fronterizo,
porque con acierto se ha visto en la analidad una línea
demarcatoria con la psicosis. Prefiero invocar una analidad
primaría que no es posible caracterizar únicamente
por la prevalencia de los procesos de expulsión, según
sostenía Abraham, sino que desborda con mucho la zona
erógena e invade al yo, obligándolo a vivir ese conflicto
de obediencia-orgullo, lo cual unas veces lo revela
complaciente y obsequioso, y otras veces lo lleva a rechazar
hasta la respiración del analista. Es el caso en
que el analizado exclama: «¡Sé que lo empuercol». No es
seguro que uno no lo lastime negándolo, pero es indudable
que, admitiéndolo, se lo atormentaría.
Una analidad así condensa a la vez la regresión edípica
y el empecinamiento contra la caída en la oralidad.14
En suma, lo arcaico, en la medida en que se liga a esa
problemática de obediencia-orgullo, es ya un punto de
detención ante un caos en que sería insostenible toda
relación con el otro. La proyección de la omnipotencia
sobre el analista tiene un sentido. Ve en el analista a
aquel que ha conseguido la realización de los deseos de
14 Puede que parezca paradojico defender una concepcion de lo arcaico
ligada a un estadio que es solo el segundo en la evolucion de la
libido. Siempre la oposicion Prima-Summa. De hecho, la analidad primaria
es la primera tentativa de dominio de lo arcaico, que de otro
modo no es cernible: bueno unicamente para ser expulsado.
esa analidad primaria, como medio de asegurarse la
omnipotencia sobre el objeto... omnipotente.
El conflicto de obediencia-orgullo es dentro del análisis,
puesto que no se lo puede asumir en acto, el medio
de decir lo arcaico, viviéndolo, sin distinción efectiva ni del
objeto ni del yo. Este conflicto anal primario es a la vez lo
arcaico y la defensa frente a lo arcaico, porque erraría
quien imaginara esta oposición, cualquiera que fuese su
aspecto sistemático, desde el ángulo de una coherencia.
Muy al contrario, la insumisión es aquí caótica, como la
amenaza del caos que se esfuerza en conjurar. En el
límite, el conflicto de obediencia-orgullo no se enfrenta
al superyó ni al ideal del yo. Está dirigido contra la
herida de la existencia de lo inconciente, como amenaza
que se cierne sobre el dominio.
La omnipotencia y el Edipo
La omnipotencia es el concepto que permite reunir
bajo un solo título los problemas de obediencia en relación
con el superyó y los del orgullo ligados con el ideal
del yo. Las raíces de la omnipotencia se sitúan mucho
más acá de las expresiones anales u obsesivas: se remontan
a la realización alucinatoria del deseo. La omnipotencia
está ahí en germen, desplegándose libremente
en los procesos primarios. Cambiará de estatuto en la
psicosis, como lo muestra el caso Schreber, que se puede
leer enteramente desde el ángulo de las relaciones de
obediencia-orgullo frente a ese Dios intocable.
La omnipotencia es invocada de manera diversa en el
psicoanálisis de nuestros días. Para Freud, es la impotencia
del espíritu la que explica su omnipotencia y su
proyección sobre los progenitores, quienes a menudo la
reflejan sobre su criatura. No obstante, en ciertas lecturas
contemporáneas parece que el objeto primario se
presentara omnipotente como tal, con omisión (voluntaria
o involuntaria) de la fuente infantil de esa omnipotencia
conferida casi siempre a la madre. Antiguo debate,
cuestión sin salida del genetlsmo: si fue primero la
gallina o el huevo.
Habría que ver las cosas de otro modo, declarando al
objeto omnipotente en vista de la realidad (la supervivencia
del niño depende de él, y suele ser así como se
viven las madres), en tanto que el hijo es omnipotente en
la realidad psíquica. Y no es raro que la pareja madrehijo
se viva en la «omnipotencia simbiótica».15 Ahí reside
el peligro de una perennización de la cujé: el sujeto, decepcionado
siempre por no poder vivir solo su omnipotencia,
siempre está en busca de un objeto irremplazable
porque nada podría rivalizar con la omnipotencia
materna.
Es en el momento en que los dos compañeros de la pareja,
madre e hijo, renuncian a su omnipotencia mutua y
reflejada, cuando por fin acceden, cada uno de ellos, a un
poder.
Winnicott ha dado prueba de una excepcional penetración
en el caso de los fronterizos. Ha modulado el leitmotiv
de la lucha contra la dependencia y la necesidad
de dependencia. Retomaré sus comprobaciones a la luz de
mi hipótesis. Sin duda que el analizando repite con el
analista el conflicto arcaico de la relación con el objeto,
prisionero entre la obediencia y el orgullo. Cuando el símismo
falso cede ante el análisis, sobreviene el diluvio
reivindicativo, rencoroso, inmisericorde, entrecortado
por momentos de gracia que nunca están destinados a
durar porque son una amenaza para el orgullo: se debe
ese bienestar a alguien que sin duda se gloriará de ello.
El analizando se reprocha esos momentos de flaqueza
porque, por un instante, ha podido dejar de acusar al
objeto y descubrir en sí sentimientos de amor fuertemente
reprimidos hacia aquel o aquella a quien juzga
responsable de sus desdichas. Y por eso mismo, por su
odio, le sigue obedeciendo puesto que lo restablece en
su omnipotencia. Esto linda con la erotomanía.
¿Obediencia retrospectiva? Sin duda, pero obediencia
nunca resignada. En su estudio sobre la reacción terapéutica
negativa, J.-B. Pontalis hacía notar que ciertos
sujetos tienen necesidad de creer en la omnipotencia
15 Cf. M. Khan. Le Sol caché, Galllmard, 1976.
de la madre.16 El decir del analista no hace contrapeso
al hacer (interior) del objeto, que sin cesar asedia al yo. Y
se sabe que la madre nunca es más omnipotente que
cuando no está ya ahí, es decir, cuando el yo no ve otro
medio de paliar su aflicción que recurrir a la omnipotencia.
Nunca se es más omnipotente que estando solo. El
yo clama su impotencia, se abruma, pero tiene a orgullo
ser el adversario, nunca completamente de rodillas, del
temible déspota. No consentirá que el analista logre
llevarlo a renunciar a la excitación de ese combate inmisericorde
contra un enemigo de quien admira el genio
para el mal. Este «odioamoramiento» (Lacan) es a vida o
muerte.
El padre muerto funda la estructura del superyó. Su
omnipotencia, aunque considerable, es atemperada por
el amor que tiene a sus hijos. Dios de cólera, de justicia,
pero Dios protector. ¿Y la madre? La madre omnipotente
es la que no podría morir. ¿Tendrá el incesto (en los dos
sexos) vida más persistente que el parricidio? El objeto
materno incestuoso —en el sentido más lato— está siempre
ahí, acusador, exigente, humillante, cruel. Quiere
que el hijo se conforme a sus ideales. Este no tendrá
más título de orgullo que ser el hijo de la madre, o de su
estirpe. La referencia al abuelo materno, al tío de la misma
rama, suplanta a la del padre. ¿Hace falta recordar
que estoy hablando de una tmago?
Para esto arcaico que los casos fronterizos nos fuerzan
a pensar, el psicótico nos vuelve ciegos desplegándolo
ante nosotros en todas sus formas.
Lo arcaico no sólo es de siempre, sino que es de dondequiera,
enmascarado bajo las apariencias de la normalidad.
Las ideologías políticas lo recogen en las sociedades
de los regímenes llamados fuertes. Las religiones
paganas o reveladas hace tiempo que le han dado asilo.
Acaso en estas últimas es más elocuente.
La lectura de los Pensamientos de Pascal es más que
demostrativa en este sentido. La dialéctica del autor me
16 J.-B. Pontalls, ≪No, deux fois non≫, Nouvelle Revue de Psycharialyse,
n" 24, 1981. pags. 53-74.
parece más que inspirada por Dios. Después que Pascal
¡y con qué elocuencia lírica! nos ha hundido en la miseria
del Hombre sin Dios y nos ha salvado por la grandeza
del Hombre con Dios; más avanza en la obra y más da
muestras de un dogmatismo inmisericorde, casi tan
aterrador como el silencio de los espacios infinitos, si se
lo imaginara a la cabeza de un Estado. Una sola religión:
la cristiana, porque ha sido predicha y ha hecho milagros.
La religión judía tuvo una sola función: anunciar a
Jesús. El infortunio del pueblo elegido está ahí para servir
de prueba: ha profetizado la llegada del Mesías y no
ha creído que Cristo era su encarnación. Sin él nada sabríamos:
sin sus infortunios ni sospecharíamos la falta
en que incurriríamos no creyendo en Cristo. Una sola
Iglesia: la de Roma. Pascal lo justifica todo: su jerarquía,
su potencia, la infalibilidad del soberano pontífice. Porque
todo eso está subordinado al fin superior. «Abatir la
soberbia» a fin de que el hombre ponga su orgullo «propiamente
», es decir, en la obediencia a Dios.
¿Descartes? «Inútil e incierto». Pascal no atina a nada
con esta filosofía mediocre que sólo se vale de Dios para
dar el papirotazo al Universo y retirarse en el acto.
Pascal encuentra indigna la confianza que Descartes
concede al hombre (aun si Dios acude en su auxilio en
última Instancia; por ejemplo, cuando tropieza con la
distinción entre sueño y realidad). Y no obstante... Hallamos
en los Pensamientos páginas que reconocen el
supremo poder de la imaginación, que tiene el predominio
sobre la razón. Pascal queda preso de la paradoja: la
razón por sí sola no basta para descubrir la verdad de
Dios, y no obstante, Dios es absurdo si no es racionalmente
justificado. Pascal Juega sobre todos los tableros.
Apuesta mostrando que no se podría obtener en ellos
otra solución. Esa apuesta es de obediencia.
El Dios escondido fue sin duda el medio que. permitió
a Pascal satisfacer su necesidad de sumisión y extraer
de ahí un orgullo que justificaba la omnipotencia que se
escondía, también ella, tras la Invocación de su miseria.
¿Acaso el lenguaje no es el último refugio de la omnipotencia?
¿Si lo arcaico es indestructible, es al menos acondicionare?
El análisis no sería si no alimentara esa esperanza.
Eso pasa por la liquidación del complejo de Edipo. Esta
apuesta no es menos grávida en consecuencias. Y tanto
más cuanto que esa liquidación no desemboca sino en
la génesis del superyó. Ligar lo arcaico, en el superyó y el
ideal del yo, es empero el mejor medio para no quedar
preso entre el martillo de la obediencia y el yunque del
orgullo.
2. El ideal: mesura y desmesura
(1983)
Siempre me he mantenido en la planta baja y en el sótano
del edificio; usted afirma que sí se cambia el punto de vista
se ve también un piso superior donde moran huéspedes
tan distinguidos como la religión, el arte, y otros. No
es usted el único en esto, la mayoría de los especímenes
cultos del homo natura piensan así Usted es en esto conservador,
yo soy revolucionario. Si tuviera todavía por
delante una vida de trabajo, me atrevería a asignar también
a los huéspedes de alta alcurnia una morada en mí
casita baja. A la religión ya se la he encontrado desde
que di con la categoría •neurosis de la humanidad>. Pero
es probable que no nos entendamos entre nosotros, y que
pasen siglos antes que se zanje nuestra querella.
Carta de Slgmund Freud a Ludwig Binswanger del 8 de
octubre de 19361
Lo sublime y el ideal
Con una ostentación bien provocadora se jactó Freud
de mantenerse en los bajos fondos del ser humano para
revelar su riqueza insospechada y la fuente de muchas
actividades llamadas superiores o elevadas. Por eso hay
que comprender la introducción tardía del concepto de
ideal, erigida después en instancia, como el fracaso de
una tentativa, constante en su pensamiento, de explicar
lo superior por lo inferior. Reconocer la dimensión estructural
del ideal, y su presencia en los orígenes de la
organización psíquica, implicaba tener que ceder en el
1 Correspondance 1873-1939, Gallimard, 1966.
proyecto de hacer derivar los procesos de idealización de
un destino pulsional singular, como se lo consiguió con
la sublimación.
Recordamos la distinción capital entre las dos nociones:
la sublimación es un destino de las pulsiones mientras
que la idealización está ligada al objeto. ¿Pero siempre
es tan sólida esta distinción? ¿No supone la sublimación,
además, una fuerte dosis de idealización? ¿No
Implica la idealización —aunque sólo fuera del objeto—
que se haya sublimado, aunque en tal caso el término se
refiera más a una operación química que a la purificación
de las pulsiones? La sublimación entra en el vocabulario
en el siglo XV gracias a la alquimia. Es la «depuración
de un cuerpo sólido al que se trasforma en vapor
calentándolo».2 Cuando la química sucede a la alquimia,
la sublimación designa el «paso del estado sólido al
estado gaseoso sin pasar por el estado líquido».3 No cabe
asombrarse de que el sentido literario haya pasado a ser
el de una «acción de purificar, de trasformar elevando».4
Desmaterialización —si se me concede que el estado gaseoso
es menos material que el estado sólido, siquiera
para la imaginación—, purificación, elevación, son las
componentes semánticas de la sublimación. Si el lenguaje
sueña con las palabras, no podemos impedirnos
pensar aquí en el alma que se escapa del cuerpo tras la
muerte cuando el aliento cesa. La sublimación es, por lo
tanto, una operación de espiritualización.
Si proseguimos nuestra comparación entre los dos
términos, advertimos que es delgada la diferencia que
va de lo sublimado a lo idealizado. Por una parte, reencontramos
la referencia a la espiritualización: «Lo que es
concebido o representado en el espíritu sin ser percibido
por los sentidos», donde la materia de la experiencia desaparece
ante «la concepción o la representación por el
espíritu».5 Y también: «Lo que se representa o se propone
como tipo perfecto o modelo absoluto en el orden práctico,
estético o intelectual». En una segunda definición, se
2 Diccionario Robert, articulo ≪sublimacion*.
3 tbld.

4 Ib id .
5 Esta cita, como las que siguen, se toma del diccionario Robert,
articulo <ideal>.
dice que el ideal es el «conjunto de los valores estéticos,
morales o intelectuales (opuesto a intereses de la vida
material)». Y aun: «Lo que procuraría una satisfacción
perfecta a las aspiraciones del corazón o del espíritu».
De ello podríamos concluir que la idealización presupone
la sublimación, puesto que el proceso se desenvuelve
en dos tiempos: el primero es el estadio de la purificación
elevadora; el segundo, una vez producida esa
espiritualización, la elección de un modelo absoluto con
rango de perfección, al que se le atribuye procurar una
satisfacción sin mengua a aquello hacia lo cual aspiran
el corazón y el espíritu.
He de sostener más bien que las dos operaciones no
son sucesivas sino simultáneas, que se desenvuelven en
un único tiempo, pero agregaré que entre sublimación
e idealización existe una relación de desdoblamiento.
Dicho de otro modo, la sublimación separa lo espiritual
de lo material, pero la constitución de lo sublimado pasa
a ser un modelo, una aspiración como dice la lengua,
como si el cuerpo o la materia, tras haber conseguido
producir esta imagen de ellos mismos, la juzgaran superior
al estado corporal o material, y aun se esforzaran
por desaparecer enteramente en tanto cuerpo y materia
para asemejarse a esa figura ideal, dispensadora de una
satisfacción completa, absoluta, perfecta, sin duda incorruptible
e inmortal.
Así, para volver al psicoanálisis, es cierto que la sublimación
se referiría a las pulsiones, y la idealización, al
objeto, pero a condición de precisar que lo sublimado
pasa a ser un objeto ideal. Hasta cabría distinguir el
objeto de la sublimación, o sea, el objeto de las pulsiones
que experimentaron la sublimación, de lo sublimado, a
saber, el estado de trasformación de la pulsión (y no del
objeto), que se traduce en una cualidad afectiva singular:
la elevación, que puede ella misma llegar a ser un objeto.
Para dar un ejemplo familiar a todos, se dice de ciertos
sujetos que están menos enamorados de alguien que del
estado de enamoramiento que viven, mientras que el
objeto de su amor pasa, no obstante las apariencias, a
un segundo plano.
Este desdoblamiento así como esta investidura de un
estado pulsional que se pliega sobre el yo evocan, sin
ninguna duda, al narcisismo. Y ciertamente, Freud establece
la hipótesis de que la desexualización —el equivalente
de lo que antes llamamos la desmaterialización—
que opera en la sublimación debe ser precedida
por un retiro de la libido al yo, en consecuencia, por una
etapa narcisista. No tiene entonces nada de asombroso
que podamos descubrir dentro mismo de la sublimación
un objeto narcisista que se referiría entonces a lo sublime
tal como el yo lo experimenta para su propio placer,
y que sería diferente del objeto, si me atrevo a decir
objetal, de la sublimación.
Así, sublimación e idealización sólo serían procesos
distintos si se los mira con mucho aumento; examinadas
en detalle, las conexiones entre las dos nociones, y
aun su solidaridad, aparecen a plena luz. Hay más argumentos
para apuntalar la hipótesis que presentamos.
En la Metapsicologia, en 1915, Freud habla de un «yoplacer
purificado*. Escribe: «El yo ha extraído de él mismo
un componente que arroja al mundo exterior y siente
como hostil». ¿No se puede asimilar a la sublimación
este procedimiento extractivo? Y ello, aun si se trata de
un placer sexual. Desde ese momento, Freud sostiene la
proposición: «Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían
sido Idénticos al principio».6 Ahora bien, ¿no guarda este
«yo-placer purificado» una correspondencia estrecha
con el yo ideal? Es por lo tanto a partir de una desmentida
del objeto como se constituye el yo-placer purificado.
Estado narcisista ejemplar si es que hay tal, este
sólo es concebible, por lo demás, si el objeto provee a las
indispensables satisfacciones que garanticen a la vez la
supervivencia y el placer. En suma, el yo-placer purificado
se asemejaría bastante a la imagen de un ello que
no necesitara tener en cuenta a ningún yo, y todavía
menos a un superyó. Más precisamente, el yo en cuestión
no tendría otra función que la de ser satisfecho de
manera omnipotente gracias a la sumisión del objeto.
No obstante, la ausencia en Freud de una distinción
bien nítida entre yo ideal e ideal del yo —distinción que
otros autores después de él se empeñarán en establecer—
plantea el problema de la relación que pueda exis6
Métapsychologie, Gallimard. *Idees≫, pag. 39.
tir entre el yo que tiene por valores absolutos el placer y
la satisfacción (este será el yo Ideal de Nunberg y de
Lagache) y el yo que instaura una instancia de medida y
de auto-evaluación. Me parece indispensable comprender
que estos dos yoes son el resultado de un desdoblamiento,
y que el segundo trasforma el ideal de la satisfacción
en satisfacción del ideal. Hace falta entonces
invocar una suerte de «sobre-sublimación» para pasar
del primero al segundo, la que se acompaña de una desexualización
más radical todavía. En ciertos casos patológicos,
los ideales del yo están cargados de un potencial
letal que el yo es capaz de reconocer a veces, pero no
siempre, como en la «enfermedad de idealidad» descrita
por Janine Chasseguet-Smirgel.7
Estos apuntamientos preliminares llevan a reconocer
que sublimación e idealización descansan, ambas,
en una actitud mental doble que combina los efectos de
una depuración, y hasta de una amputación, y los de
una valorización. Pero se trata sólo de una condición inicial.
Relaciones dialécticas más complicadas deberán
determinar con mayor precisión la naturaleza de lo que
así es depurado y de lo que sostiene la valorización. Uno
de los intereses, y no de los menores, del cotejo entre sublimación
e idealización es que permite cerner mejor, a
partir de los estados afines de lo sublime y de lo ideal,
una condición singular de la pulsión y un tipo particular
de investidura del objeto.
El modelo del psicoanalisis
El psicoanálisis ha nacido de una sublimación y de
una idealización. Esto no equivale a sostener que sea el
producto de la sublimación y de las exigencias del ideal
del yo de Freud, aunque así fue en efecto. Antes bien, es
el método psicoanalítico, en lo que tiene de más especí-
7 J. Chasseguet-Smirgel, ≪Essal sur l'ldeal du Mol≫. 33“ Congreso de
Psicoanalistas de Lenguas Romances≫, Revue Fiancalse de Psychancdyse,
XXXVII, 1973, pags. 709-929.
fleo, el que prueba ser un sublimado y un ideal. Cuando
se considera el itinerario que va de la hipnosis al psicoanálisis,
pasando por la catarsis, no puede menos que
impresionar la «espiritualización» progresiva de la terapia
de las neurosis. Esto es sin duda menos evidente
para la hipnosis propiamente dicha que para el método
hipno-catártico. La hipnosis no suponía un contacto físico
directo entre el hipnotizador y el hipnotizado, a diferencia
de lo que Freud describe en Estudios sobre la
histeria acerca de sus relaciones con sus pacientes. Y
bien, en la hipnosis, sobre la cual Freud volverá en numerosas
ocasiones y, precisamente, en ese trabajo donde
tanto interesa el ideal del yo. Psicología de las masas
y análisis del yo, la mediatización del contacto entre el
hipnotizador y el hipnotizado pasaba por la fijación de
un objeto. Además, con motivo de la intimación de órdenes
por ejecutar se establecía un contacto mental directo
entre los dos participantes. Antes de inventar el psicoanálisis,
en el que se puede decir que las posiciones
prescritas por el encuadre sólo suprimen el objeto por
fijar in praesentia para remplazado por el cuerpo del
analista presente pero invisible, es decir, «infijable», y
cuya investidura no resulta de una orden impartida sino
de un movimiento interno inducido por la floración de
las representaciones y de los afectos, Freud tuvo primero
la idea de acentuar esta presencia —con la imposición
de la mano sobre la frente— y de sustituir las acciones
ordenadas por la obligación de acordarse. En comparación
con la hipnosis, había por lo tanto contacto sin
mediación —puesto que se abandonaba el recurso al
objeto simbólico sobre el cual el paciente debía movilizar
su atención— y, al mismo tiempo, orientación Interna
de los procesos mentales por exploración de los recuerdos
y de las representaciones que se solicitaban. El
movimiento de espiritualización estaba en marcha, pero
todavía lo estorbaba el impacto de la persona física
del médico. El nacimiento del método psicoanalítico es
narrado como un acto de heroísmo y de humanismo — el
equivalente, en la historia de los tratamientos psíquicos,
del desaherrojamiento de los alienados por Pinel y Pussin,
que ninguna historia de la psiquiatría omite mencionar,
aun si ese gesto pertenece a la leyenda.
Al inventar el cuadro, Freud produjo una acción de
sublimación con respecto a la medicina catártica: «desmaterializó
» la relación médico-enfermo y halló su modelo
ideal. Y mientras que en los cuarenta años durante
los cuales se extiende su obra nunca dejó de modificar
sus perspectivas teóricas, nunca cuestionó la pertinencia
o la validez del encuadre analítico establecido aquí
como prototipo ideal para el análisis de los procesos inconcientes.
Además, según hemos indicado en otro lugar,
la teoría del encuadre —que Freud nunca hizo— recibía
su coherencia de aparecer, aunque fuera involuntariamente,
como una aplicación práctica de la teoría
del sueño, tal como se la expone en el capítulo VII de La
interpretación de los sueños.8
Como se sabe, el descubrimiento de lo inconciente
data de La interpretación de los sueños. Y sabemos también
que, en esta obra, el análisis que Freud hace de sus
propios sueños ocupa la parte esencial, mucho más
grande que la del material onírico de sus pacientes.
También aquí hubo sublimación e idealización. En efecto,
en el momento en que Freud tuvo la intuición cierta
de la existencia de lo inconciente, por el abordaje del
tratamiento de los histéricos desde 1893 hasta 1899,
fue desbordado por un aflujo de ideas nuevas que se
compadecían mal con su saber anterior. Ahora bien, las
publicaciones pre-psicoanalíticas van desde 1888 hasta
1899.9 En consecuencia, durante todo un período operó
un doble pensamiento. ¿Hace el lector de Freud un esfuerzo
suficiente de identificación con aquel que estaba
destinado a dilucidar el método psicoanalítico, imagina
cuán agotador debió de ser su trabajo intelectual por
tener que adoptar estilos de reflexión tan alejados? Si el
Proyecto de 1895 es un documento irremplazable, sin
duda se debe a que representa la tentativa más acabada
de sintetizar dos modos de pensamiento. Este escrito es
ya — a pesar de sus referencias a la biología— la primera
teoría neuro-psiquica, puesto que para esa época Freud
ya se había inclinado hacia el lado de lo que después
8 Cf. en este mismo volumen >El'silencio del psicoanalista-.
9 Sin hablar de sus trabajos en biologia, que preceden a sus trabajos
en neurologia y en psiquiatria.
denominaría el aparato psíquico. El fracaso del Pmyec
to, que Freud fue el primero en reconocer, no se debió a
que formulara mecanismos psíquicos en un lenguaje
que seguía perteneciendo en gran parte a la fisiología del
sistema nervioso. Hoy resulta fácil, en efecto, «traducir*
esa terminología en el vocabulario del psicoanálisis. La
falla se origina en la tentativa de Freud de englobar lo
que él adivina de los procesos inconcientes en un sistema
que los incluye pero que embrolla su visión a causa
de no aislarlos suficientemente. Es que la ambición
del Proyecto abarca demasiados elementos: neurológlcos
y psíquicos, concientes e inconcientes, normales y
patológicos, en el niño y en el adulto, etcétera.
No es por azar que sólo con La interpretación de los
sueños la hipótesis de lo inconciente adquiera verdadera
fuerza de convicción. Aquí la sublimación ha adoptado
la forma del encierro voluntario de Freud en la vida nocturna,
apartada de las impresiones y del modo de pensamiento
de la conciencia, privada de las realizaciones
del acto, liberada parcialmente de las censuras que impone
la lógica racional del lenguaje —porque si el lenguaje
se apropia de los elementos tomados de la realidad
psíquica, la operación estratégica de Freud presenta
sin duda semejanza con aquella depuración de un
cuerpo sólido (en tanto sustrae al soñante de la realidad
exterior) al que se trasforma en vapor (esa «materia
de los sueños» de que habla Shakespeare) por calentamiento
(dejando al sujeto presa de la realización de los
deseos no satisfechos al mismo tiempo que no puede satisfacerse
en acto) — . Si Freud afirmó que la interpretación
del sueño es la ufa regia que conduce a lo inconciente,
sin duda se debe a que la vio como un método ideal,
susceptible de proporcionar una satisfacción perfecta a
sus aspiraciones intelectuales, producto de la sublimación.
Entre la definición del ideal: lo que es concebido o
representado en el espíritu sin ser percibido por los sentidos,
y la concepción para la cual es lo que se representa o
se prepone como tipo perfecto o modelo absoluto, se ha
efectuado una adecuación casi total en el caso del descubrimiento
de lo inconciente. Ninguna otra situación
es más propicia para cerner lo que se concibe o representa
en el espíritu sin participación de los sentidos
—puesto que estos quedan excluidos por las condiciones
del dormir—, y ninguna otra situación es más apta
para engendrar la satisfacción, puesto que el principio
de placer gobierna el curso de los sucesos psíquicos. El
análisis de los sueños de Freud aparecerá entonces en
la Traumdeiüung como un trabajo psíquico (por medio
de las asociaciones de representaciones) sobre un trabajo
psíquico (porque el contenido manifiesto del sueño
resulta de la elaboración onírica). Empero, el sueño no
es sino una aproximación al modelo absoluto, con excepción
de los sueños de niños, en los que, según Freud,
los deseos se realizan sin rodeos y sin disfraz.
Estas dos definiciones incluyen una referencia a la
representación. Es un nuevo argumento para tener al
sueño como soporte del ideal, tanto más cuanto que los
afectos sufren en él una inhibición. Dicho de otro modo,
si, como creemos, el modelo de la teoría del sueño se
ha encamado en la teoría del encuadre, el método psicoanalítico
obedece a una doble inspiración de sublimación
y de idealización. El lugar geométrico entre sublimación,
idealización, sueño y encuadre es la representación.
No obstante, si el análisis del sueño en el encuadre
es la experiencia crucial del ideal analítico, uno
y otro remiten a un concepto teórico axiomático del
que derivará todo el resto: la realización aluclnatoria del
deseo.
Que ahí esté el origen del ideal es algo en lo que se
puede convenir fácilmente. Lo que parece más difícil
admitir es que esta operación psíquica pueda ser considerada
una sublimación. No obstante, así es. La realización
alucinatoria del deseo no es la satisfacción del deseo
sino la reinvestidura de las huellas de una experiencia
de satisfacción. Los surcos inscritos en la memoria, de
nuevo recorridos, reevocan el recuerdo de una satisfacción,
lo que en modo alguno es equivalente a la experiencia
misma. Es en la diferencia entre el placer experimentado
y su evocación mental donde es preciso ver la
expresión de la sublimación. Con el paso del tiempo, se
ahondará la separación entre el resultado de la reinvestidura
mnémica del objeto y la espera de la satisfacción
que se supone procurará, lo cual obligará a la búsqueda
de otras soluciones. Sin duda, el objeto que procura la
satisfacción terminará idealizado porque habrá permitido
poner fin al displacer. A la satisfacción pulsional
vendrá a agregarse el haber dado satisfacción... a la representación
de la realización alucinatoria del deseo.
Este es el trabajo que el sueño realiza sin el auxilio del
objeto, puesto que en una sola operación procede a representar
la realización alucinatoria del deseo como espera
de una satisfacción, y a representar su satisfacción por
medio del disfraz, tributo pagado a la censura.
Esta es sin duda la razón por la cual la idealización
del objeto que procura la satisfacción puede mudarse en
idealización del yo-placer purificado. El objeto es negado
sin peijuicio, puesto que seguirá satisfaciendo la omnipotencia
del yo; es que la madre se adapta con toda la
perfección posible a las necesidades del niño, y justamente
porque nunca lo consigue de manera perfecta el
aparato psíquico se ve solicitado a encontrar soluciones
que compensen esta inadaptación fundamental, en las
que la fantasía toma el relevo de la realización alucinatoria
del deseo. En el sueño, el soñante ha logrado ser a
la vez el yo que desea y el objeto que satisface el deseo.
El mismo es su propio ideal. Desde luego, este modelo es
ficticio. Basta con observar a un lactante durante unas
horas para comprobar lo contrario, a saber, que la menor
contrariedad a la realización de su deseo desencadena
cólera, gritos y lágrimas. Pero también, en las condiciones
más habituales, la cesación instantánea tan
pronto como obtiene satisfacción de lo que se presenta
a los ojos del observador como señal de una desesperación
incontrolable. Parece entonces que Freud tiene
razón cuando propone el modelo de un yo ideal o de un
yo-placer purificado, que nace de una exclusión por
la que es rechazado sin distinción lo exterior, lo malo, lo
odiado, sin duda porque no es posible la construcción
misma del aparato psíquico sin esta investidura fundadora
de un yo-placer que se viva como bueno, para
poder introyectar, es decir, aumentar su capacidad de
auto-investidura: todavía más de lo bueno.
No otra cosa dice Winnicott cuando destaca la importancia
de la ilusión. Melanie Klein sitúa además la idealización
del lado de la introyección del pecho bueno. Sin
embargo, se aleja de Freud porque ella no admite esta
primera fase de omnipotencia del yo-placer purificado,
puesto que considera simultáneas la existencia del pecho
malo y la del pecho bueno. La posición de Winnicott
parece situarse — como de costumbre— entre los dos. A
diferencia de Freud, no deja sitio alguno para la organización
narcisista — anobjetal— implícita en el concepto
del yo-placer purificado. Propondrá la solución de un
«objeto sujetivo» constituido sobre la Ilusión de la coincidencia
de las vivencias y de las percepciones cargadas
de proyecciones del niño y de la madre. Comoquiera que
sea, el término clave de lo que venimos apuntando es
purificado. El yo-placer no se puede constituir si no es
por una purificación negadora, lo que confirma mi hipótesis
de que la sublimación-idealización está presente
en el origen del desarrollo. Esto resolvería un problema
difícil con el que chocan todas las teorías de la sublimación.
Encuentran trabajoso explicar la mutación que
se instaura con este destino de pulsión tan diferente por
su naturaleza del conjunto de las operaciones psíquicas
entre las cuales se lo clasifica: represión, trastorno
sobre la persona propia, vuelta en lo contrario, introyección,
proyección, etc. Todos estos mecanismos se comprenden
con facilidad; elucidan a la vez una estrategia
defensiva contra la angustia y una construcción precaria
de la organización del sentido. La sublimación y la
idealización se aprehenden con dificultad mucho mayor,
y sin duda más la primera que la segunda, cuando se
las hace intervenir como procesos que darían testimonio
de cierto grado de evolución.
Por eso me parece fecundo situarlas como elementos
iniciales, diría casi como propiedades estructurales que
habrán de pesar sobre la vida entera del sujeto en carácter
de ejes organizadores de su vida psíquica. No es lo
menos sorprendente, sin duda, comprobar que esta dimensión
ha sido desconocida en la evaluación del método
psicoanalíüco.
La divergencia de los ideales
La tentativa de Freud de construir el modelo ideal del
análisis de los procesos inconcientes estaba destinada a
encontrar su límite, y su fracaso, que no eran sino los
del retorno de lo reprimido de lo que aquella había procurado
excluir: la trasferencia. Con frecuencia se repite
la lección sin comprender su sentido ni su verdadera
enseñanza. Cuando Freud descubre que debe transigir
con ese intruso, esa intrusión en su vida, que es la trasferencia,
el modelo ideal se desploma. Ya no es posible
sostener el sueño de un método «puro» de los procesos
inconcientes porque el analizando viene a enturbiar la
pureza del análisis con lo que Freud considera *niésalliance
» [casamiento impropio]. El término, en sí mismo,
muestra a las claras que el matrimonio ideal del analista
y del analizando trae consigo algo reprensible e inconveniente:
el amor de trasferencia. Cuando después Freud
pasa a modificar sus puntos de vista, poniendo al mal
tiempo buena cara, en uno de esos vuelcos que le son
habituales, hará de la trasferencia el motor de la cura.
Pero entonces, ¿por qué intentó recusar la trasferencia
en lugar de aceptarla?
No hay duda de que esta represión de la trasferencia
expresaba el deseo de terminar con la sugestión hipnótica.
Esta ruptura quedaba de aquel modo cuestionada.
La cientiflcidad del método se podía poner en entredicho.
¿Y si la curación no era otra cosa que una nueva
forma de sugestión disfrazada? Entonces, de Mesmer a
Freud, pasando por Charcot, ¿se trataría de lo mismo?
Había que admitir por lo tanto la trasferencia en la teoría,
integrarla con el retorno de lo reprimido, para tratar
de domesticar este amor salvaje que no renunciaba a
encontrar su objeto. Que la idealización del analista sea
parte integrante de la trasferencia no es sino demasiado
comprensible. Freud intentó primero justificarlo. Es
normal, decía, que un sujeto que recurre al analista
«caiga» necesariamente en la trasferencia, en el sentido
en que se dice que alguien se enamora. Insatisfecho con
su vida amorosa, como es el caso en todo analizando, es
inevitable que este dirija sobre el analista su esperanza
de ser amado. Esta explicación, a su vez, debía «caer» a
la luz de la experiencia cuando Freud descubrió la
compulsión de repetición que, recordémoslo, se apuntala
en tres argumentos: el juego del niño, la neurosis
traumática y la trasferencia. Parece muy probable que
Freud pensara ya en el análisis interminable.
La desilusión de la que es testimonio «Análisis terminable
e interminable» restringe todavía más el campo de
lo analizable. No obstante, Freud, tras haber examinado
los diferentes tipos de obstáculos que estorban la curación,
parece excluir la idea de una modificación técnica
que fuera susceptible de resolver las dificultades encontradas.
Se recordará la severidad con que juzgó las tentativas
de Rank, y sobre todo de Ferenczi, por buscar innovaciones
susceptibles de acelerar el ritmo de los análisis
o suplir las limitaciones del método. Hoy el debate
adquiere un sesgo apenas novedoso. Los freudianos se
oponen a los kleinianos, a los que reprochan su manera
de interpretar, la abundancia y el estilo de sus intervenciones,
puesto que las condiciones habituales del
encuadre se conservan. Hacia Winnicott, su actitud es
ambivalente. Reconocen el fundamento de algunas de
sus perspectivas teóricas, pero manifiestan extrema
reserva hacia los acondicionamientos del encuadre y las
libertades tomadas con este.
Un poco menos de cincuenta años después de «Análisis
terminable e interminable», la práctica psicoanalítica
oscila entre dos actitudes. La primera, que se esfuerza
por mantener el ideal de pureza del análisis, considera
que las indicaciones de la cura deben ser rigurosamente
sopesadas y que sólo pueden ser llamados al diván
algunos elegidos que —la expresión es verídica— «merecen
» el «oro puro» del psicoanálisis. Para los demás queda
el recurso al «plomo vil» de la psicoterapia.10 La segunda,
al contrario, se esfuerza por extender el campo
del psicoanálisis, por recurso a las modificaciones del
encuadre y del estilo interpretativo, modificaciones que
a sus ojos no ponen erí entredicho la calidad intrínsecamente
analítica del trabajo efectuado.
10 A punto tal que los Institutos de psicoanalisis se plantean muy
seriamente la cuestion de dispensar una ensenanza de psicoterapia,
para destinarla a los candidatos a quienes se rehusa el acceso a la
practica psicoanalitica.
Podemos caracterizar a estos dos clanes por dos concepciones
diferentes del ideal. Los sostenedores de la
ortodoxia analítica, por su parte, parece como si procuraran
defender una práctica sagrada cuyas leyes canónicas
fueran inmutables, destinada a la elite: de los analizables,
analizados por una clase no menos elitista de
grandes sacerdotes afianzados en su religión, para quienes
cualquier otra actitud es parte de la herejía o de la
magia. No hay salvación fuera de la «cura tipo». Tenemos
aquí una lógica implícita de la gracia: se la posee o no se
la posee y, si no se la posee, de nada vale correr tras ella
o hacer provisión de indulgencias yendo a pagarlas al
elevado precio de los cardenales del sillón. En sentido
opuesto, otros piensan que la cura tipo representa uno
de los modelos posibles de la actividad analítica; existen
otros no menos ricos en enseñanzas. Y hasta se situarían
en la fuente de todo progreso en el estudio del psiquismo.
Si los primeros pretenden ser conservadores
(en el buen sentido del término) de la herencia freudiana
y portavoces del ideal analítico cuyo profeta se obstinan
en ver en Freud —aunque su práctica para nada fue
rigurosa—, del mismo modo se puede afirmar que los
segundos pueden ser tachados, en su optimismo indefectible,
de idealistas ingenuos o megalómanos, puesto
que se afanarían en querer analizar lo inanalizable.
Es otra vez la presión de la trasferencia la que retorna
en esta querella. Recordemos que, para Freud, los
psicóticos no eran analizables por falta de trasferencia.
Cuando la experiencia clínica demostró lo contrario,
desde luego que en parte, se respondió a los analistas de
pacientes psicóticos, primero, que esa no era una trasferencia
«verdadera», y, después, que esta era intratable
en los dos sentidos del término. Lo que está en la base
de la discusión es la referencia implícita al predominio
afectivo en la trasferencia. En los casos a que aludimos,
todo ocurre como si las representaciones y el análisis
de estas no bastaran para producir la reanudación
de una actividad psíquica que se desenvuelva dentro del
marco de conflictos elaborables como en las condiciones
ideales. La trasferencia está aquí señalada por la intensidad
y el carácter paralizante de la angustia o de la
depresión, por la ocurrencia incontrolable de pasajes al
acto, por la fragilidad de la organización narcisista, etcétera.
En suma, mientras más nos aproximamos a un sistema
psíquico inconciente constituido por representaciones
acompañadas por su quantum de afecto moderado
(lo que permite hablar de psiconeurosis de trasferencla,
en las que la libido ha logrado su conversión en
Investidura psíquica), más la estructura (ideal) del analizando
armoniza con el ideal de la cura. Y mientras más
nos alejamos de aquel, más el método tropieza con su
límite; este método es sólo una situación ideal, lo que
deja sobrentender que sólo tiene un valor aslntótíco. Es
acorralado por un estado de las pulsiones que se quedaron
en estado salvaje, cualesquiera que hayan sido
las sublimaciones consumadas, que sólo al precio de
una escisión parecen haber alcanzado este resultado.
No hay análisis posible porque no se trata de un psicoanálisis
sino, si se me permite este neologismo, de un
corpo-análisis. a causa del no-desasimiento de las pulsiones
de su anclaje corporal, tal como lo atestiguan la
Intensidad de los afectos y las descargas por el acto o el
soma.
Tenemos que comprender que esta querella que divide
al mundo analítico actual,11 pero que ya en el pasado
había provocado serias discusiones, no es enteramente
vana. Porque es cierto que uno de los principales
peligros que amenazan la práctica analítica es la omnipotencia
del analista. Una de las cualidades fundamentales
del encuadre no es sólo la de «contener* la trasferencia
del analizando en la esfera de la palabra y de
la fantasía; es también la de proteger al analista de todas
las tentaciones de «salir» del análisis por diversos
pasajes al acto —que por otra parte eran habituales en
Freud— que siempre encuentran excelentes racionalizaciones
para justificarlos. En efecto, nunca faltarán
argumentos a un analista para explicar por qué y cómo
tal o cual ruptura del encuadre se Imponía en el caso
11 Como lo atestiguan las asperas discusiones del Congreso Internacional
de Psicoanalisis de 1975; vease íntematlonal Journal o f Psychoanalysls,
56, 1975, pags. 1-23, 87-98, y 57. 1976, pags. 257-60 y
261-74.
particular, y enumerará a continuación de su alegato los
progresos que de ello se siguieron para su analizando.12
Se puede decir, sin exageración, que el encuadre se
ha establecido para demostrar que inevitablemente, en
un momento u otro, las condiciones fijadas no serán
respetadas en su integridad por el analizando, pero tampoco
por el analista. Por esa razón, el encuadre encarna
el ideal del psicoanálisis.
Un ideal no pretende sólo mantenerse como una
referencia inmutable, sino también asegurar su trasmisión.
Y en ninguna otra parte está más presente este
cuidado que en la formación del analista —por lo tanto,
en el análisis de formación —. Lo que se comprueba, entonces,
es que los analistas que optan por tal o cual modelo
de formación, por detrás de un acuerdo superficial
—todos quieren que la formación sea la mejor, la más
completa, la más conforme al ideal analítico—, se oponen
en torno de concepciones por completo divergentes
en cuanto a los medios para realizar las condiciones de
esta idealidad.
La cuestión se complica más si reparamos en que el
contenido por dar a este ideal varía considerablemente.
Sin duda, es difícil escapar aquí a la esquematización, y
hasta a la caricatura, porque cada uno encuentra en los
otros el espantajo que le sirve para cultivar su predio. A
los americanos del Norte se reprochará la «ortopedia»
analítica, una normatividad opresiva; a los ingleses, el
maternaje abusivo, el deseo de hacer el bien; a los lacanianos,
la racionalización del fracaso, la cultura de
la desesperación, que se compadecen muy mal con la
consigna «no ceder en su deseo», que no puede conducir
sino a una perpetuación de vínculos sado-masoquistas;
para los no-lacanianos franceses se reservará una parte
de los reproches dirigidos a los anglosajones, mientras
que, para estos últimos, son los franceses en bloque los
considerados como analistas «sádicos» (a causa de su
silencio cruel), indiferentes al sufrimiento de los pacien-
12 La practica lacanlana, a la que por mi parte estimo Incompatible
con las condiciones minimas para que haya analisis, encuentra innumerables
argumentos para fundar teoricamente la sesion breve, el silencio
casi absoluto, y las violencias infligidas al analizando.
tes. que cultivan el individualismo con menosprecio del
respeto por el otro, etcétera.
Existe, en consecuencia, una ideología del psicoanálisis,
que obedece menos a la teoría que a los presuntos
objetivos del analista. No obstante, sin que esta afirmación
sea absolutamente verdadera, en la grandísima
mayoría de los casos los ideales proclamados por los
psicoanalistas invocan, casi todos, a Freud. Si divergen
entre ellos, es porque la interpretación de su pensamiento
puede llevar a que se valorice tal o cual aspecto
desarrollado en su obra, sin haber procedido a un examen
riguroso que pusiera en perspectiva: el ideal del
psicoanalista, el ideal de la práctica, y la concepción del
ideal en la teoría.
La verdad
Que la verdad sea reivindicada por los psicoanalistas
como su ideal no parece discutible. Resta saber de qué
se habla. En el caso de Freud, la verdad en cuestión no
es sino científica.13 A condición de que la ciencia no
excluya de su campo las producciones individuales o
colectivas en las que se expresa la realidad oculta de lo
inconciente. La ciencia no podría ni desterrar de sus investigaciones
las formaciones de lo inconciente, ni tampoco
reducir la verdad a los criterios aplicables a la sola
verdad material. El delirio del paranoico esconde un
núcleo de verdad, como lo esconde el mito. Ni uno ni
otro son errores en sentido propio. Clasificarlos en la categoría
de lo falso no parece pertinente. Pero, ¿de qué
deriva su valor de verdad? De que son los testigos verídicos
del funcionamiento psíquico propio de un período
olvidado de la historia. Esos modos de funcionamiento,
conservados en la forma de huellas mnémicas, no sólo
no han sido suprimidos por la evolución ulterior, sino
13 ≪El psicoanalisis posee un titulo particular para abogar en favor
de la concepcion cientifica del universo*! ≪En tomo de una cosmovision*.
Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, Gallimard.
que todavía permanecen activos en una parte del psiquismo
inaccesible a la conciencia. Pueden aparecer
disfrazados en formas de expresión patológicas (el delirio)
o culturalmente compartidas (la religión). Mas no
por ello esta bipartición de la verdad en histórica y material
admitiría la igualdad entre los términos. La verdad
histórica debe llegar a ser verdad material. Es verdadera
sólo históricamente, no materialmente.
La lógica del razonamiento freudiano descansa en la
capacidad que el psicoanálisis tendría para reconstruir
el pasado, desmontar los mecanismos que rigen el psiquismo
infantil y superar las fijaciones a esos estadios
del desarrollo. El procedimiento, como se ve, está impregnado
del positivismo conquistador aún imperante.
Pero los hechos vienen a complicar este ideal metodológico
al servicio del ideal científico. «Construcciones en
el análisis» concedería que una gran parte del material
infantil permanecía recubierto por la amnesia. Freud
debe admitir entonces el carácter conjetural de la construcción
y contar con una convicción adquirida por el
analizando, la de que todo habría ocurrido en efecto así.
Pero, ¿cómo escapar aquí al espectro de la sugestión?
La incertidumbre que pesa sobre la autenticidad de
las reconstrucciones inverificables del psicoanálisis ha
conducido a Serge Viderman a defender la hipótesis de
una construcción por el análisis, a saber: lo que adviene
en la cura sólo existe por la formulación misma que lo
enuncia. Así, nos encontraríamos tomados entre una
verdad proclamada sin pruebas y una duda acerca de la
posibilidad de establecer la menor verdad. Pero la verdad
histórica sólo se refiere a acontecimientos; la mejor
prueba de su existencia es la permanencia de lo inconciente,
su persistencia que desconoce el paso del tiempo
y se manifiesta por la perennidad de las fantasías más
fundamentales y, sobre todo, por los modos de pensamiento
que le son propios. En cuanto a la realidad de los
acontecimientos invocados, baste decir que no es, no
puede ser y nunca será otra cosa que metafórica —lo
que pasado en limpio viene a decir que los acontecimientos
en cuestión deben todo su poder a ser simbólicos,
y que, en definitiva, no son sino el aspecto coyuntural
de las estructuras significativas a las que remiten
—. Así las cosas, la verdad en cuestión no es ni la del
analizando ni la del analista, sino la del consenso relativo
que se establece en torno de la aproximación sobre
lo que pudieron ser el sentido y el alcance de los hechos
que marcan un destino singular. En las construcciones
en cuestión, reaparecerá con constancia la gravitación
de ciertos temas fundamentales que remiten siempre a
las fantasías originarias y a los grandes ejes de la teoría:
relación amor-odio, bisexualidad, relaciones entre pregenital
y genital, efectos combinados de la palabra y de
la pulsión, etcétera.
En consecuencia, si el psicoanálisis reivindica ser el
heraldo de la verdad, en ningún caso puede tratarse de
una verdad trascendental, sino de la sola verdad de lo
inconciente. Su ideal es el de referirse siempre a la existencia
de este, a su poder de subversión, a las angustias
que provoca, a las defensas que suscita, la más importante
de las cuales es sin duda la racionalización del yo
conciente. Por eso la divergencia sobre los ideales desaparece
desde el momento en que nos decidimos a no
asignar al analista otra tarea que la de analizar, sin ningún
otro propósito —aunque todavía hace falta que la
concepción de lo inconciente pueda escapar ella misma
a la idealización.
La idealizacion de lo inconciente
Lo que se llama el pesimismo freudiano, que se afirmaría
a partir del «giro» de 1920, no es sino la consecuencia
de una «desidealización» de lo inconciente. La
sustitución de la primera tópica por la segunda lo relegó
al rango de una simple cualidad psíquica y lo remplazó
por el ello. Esta sustitución, además, relativizó el
poder del yo e introdujo el superyó, como efecto de la
división del yo, aunque anclado en el ello. Así, lo inconciente,
si se extiende al yo y al superyó, es empero despojado
de su título de instancia. Se puede sostener entonces,
puesto que el ello es el fundamento de la actividad
psíquica, que lo inconciente —distinto del ello— es
la consecuencia de la génesis del yo.
¿Qué significa en rigor esta modificación? La pulsión
está en el origen de toda la teoría del aparato psíquico.
Desde el comienzo, Freud no deja de precisar que una
pulsión no es ni conciente ni inconciente, y que es incognoscible.
Sólo sus representantes permitirán conocerla,
indirectamente cuando se trata de representaciones inconcientes.
Pero todo se presenta entonces como si lo
inconciente representara en cierto modo un sublimado
de las pulsiones, y como si, en el límite, cuando el análisis
hubiera tenido acceso a esas representaciones inconcientes
por vía de deducción, bastara en definitiva la
modificación de lo inconciente por la toma de conciencia
para gobernar las pulsiones a través de sus mandatarios.
El yo recuperaría así una parte del imperio que la
neurosis había conquistado. El giro de 1920 atestigua
por una parte que el yo —a causa de la naturaleza Inconciente
de sus defensas y de sus resistencias— es un
aliado poco seguro, y que el análisis de las representaciones
inconcientes tiene sólo un efecto muy relativo
sobre las pulsiones.14 Dicho de otro modo, la instancia
denominada ello se eleva como un enemigo temible,
sobre todo si se recuerda que, a diferencia de lo inconciente
de la primera tópica, constituido exclusivamente
por deseos sexuales, el ello de la segunda tópica es un
caldero al que hacen hervir juntas un hada y brujas
llamadas Eros y pulsiones de destrucción. Es decir: si lo
inconciente es un lugar de representaciones y de afectos,
un inconciente psíquico, el ello, por estar anclado en
lo somático, «rematerializa» lo inconciente y da más bien
testimonio de una estructura que se sitúa en la encrucijada
entre el psiquismo y lo somático. La sublimación,
en el sentido estricto, desexualiza lo inconciente sexual.
Pero lo inconciente sexual15 es a su vez una sublimación
del ello erótico y destructor.
Así se comprende mejor la conclusión de «Análisis
terminable e interminable». La roca «biológica» es el anclaje
del demonio indomeñable que habita el ello. El masoquismo
jaquea la curación en la medida en que existe
14 Cf. en este volumen ≪Introduccion: El giro de los anos locos≫.
15 Aunque este cargado de sadismo, es decir, de pulsiones de
destruccion Imbricadas.
bajo tres formas: masoquismo erógeno, masoquismo
ligado a la pulsión sexual, masoquismo moral, en el que
el yo no concibe otro ideal que el de ser esclavo de un
superyó resexualizado, masoquismo femenino, respecto
del cual es atinado recordar que su modelo se encuentra
en el hombre capturado en una identificación femenina
imaginaria, donde la mujer permanecerá como el eterno
niño, azotada, humillada por el Hombre-Progenitor. Porque
el goce masoqulsta devuelve al cuerpo todo el espesor
que las representaciones del alma le retiran por
evaporación.
Estas consideraciones explican, es cierto que en
parte, lo que denominamos los límites de lo analizable,
16 porque, ¿cómo definir de otro modo el sentimiento
contra-trasferencial del analista que tropieza con esas
neurosis rebeldes si no es por la idea de que lo que se
aferra aquí a la enfermedad —no se debe temer emplear
el término a propósito de ello—, ese sufrimiento que sólo
tiene parangón con la fuerza que impide su trasformación,
depende de la fijación a un masoquismo donde ello
y superyó son cómplices para servir al mismo propósito:
la satisfacción de deseos destructores, sea hacia el objeto,
sea hacia el yo?
El análisis contemporáneo nos ha quitado una ilusión:
la de que el destino más deseable de las pulsiones
es la sublimación. En efecto, la experiencia nos enseña
que numerosos sujetos situados «en los límites de lo
analizable» han logrado llevar muy lejos sublimaciones
en diversos dominios intelectuales o artísticos. Pero ello
sólo pudo consumarse por medio de escisiones que dejaron
intactos sectores enteros de la personalidad que
siguen poseídos por las pulsiones más crudas, las angustias
más desorganizantes, las depresiones más paralizantes,
y los afectos de persecución que los hacen
vivir en un infierno más o menos permanente y vienen a
recordarles con crueldad el fracaso de su idealización
del objeto o de ellos mismos.
Cuando Hanna Segal, siguiendo los pasos de Melanie
Klein, habla de ecuación simbólica, o Bion habla de
16 Vease el n' 10 (otono de 1974) de la Nouvelle Revue de Psychanalyse.
concretización del pensamiento, traducen en sus sistemas
teóricos esta particularidad estructural de las representaciones
que consiste en traicionar su función de
ser sólo representaciones. Reencontramos un eco de esta
idea si pensamos en Winnicott, quien señala que en
los análisis de los casos fronterizos el analista no representa
a la madre: es la madre. Pierre Marty, por su
parte, reencuentra en la patología del preconciente,
ilustrada por la clínica psicosomática, la desublimación
regresiva.17 Este haz convergente de argumentos que
provienen de horizontes diversos —y que sin embargo
tienen en común fundarse en la experiencia del análisis
de los psicóticos, de los casos fronterizos o de los pacientes
psicosomáticos— no se ha guiado por la idealización
de lo inconciente, y aun del análisis. La idealización del
análisis dará entonces testimonio de un vasto movimiento
de exclusión del campo clínico de todas las estructuras
no neuróticas: todo lo que no fúera psiconeurosis
(de trasferencia) no sería admisible en el encuadre
purificado, hábitat natural de la neurosis de trasferencia
—y si, por ventura, un clandestino hubiera conseguido
infiltrarse a pesar de la selección rigurosa de las indicaciones
de análisis, no se podría considerar el trabajo
como analítico, dados los acondicionamientos requeridos
por la situación—. Esta elección implica que un
modelo único —exornado con las virtudes de la idealización—
rige la práctica analítica. La no-neurosis no
sería sino el resultado de una corrupción, de una caída
que sin duda merecerían la compasión y la asistencia
caritativa, pero que se situarían fuera de los límites del
modelo tipo.
Esto implica que la técnica analítica se pliega también
a un ideal: el analista está obligado a permanecer
silencioso, embargado de neutralidad benévola — expresión
paradójica si las hay —, que es objeto de una vigilancia
estricta, mucho más del lado de la neutralidad
que de la benevolencia. La trasferencia del analizando se
supondrá moderada en su intensidad y en su expresión,
y sus capacidades de elaboración resguardarán de los
pasajes al acto. Las interpretaciones tendrán que ser
17 Cf. Pierre Marty, L'ordre psychosomatique, Payot, 1980.
raras, breves, claras y, sobre todo, se espera del analizando
que haga su análisis solo. Todas estas condiciones
se requieren para el establecimiento de una buena
neurosis de trasferencia que se liquide, por así decir,
sola.
Este análisis ideal de un analizando no menos ideal
da por sobrentendida la idealización del analista, pero,
peor todavía, del análisis mismo. Este modelo es aceptado
como tal. Se dice que define el análisis clásico,
garante de la ortodoxia. En lo que me atañe, nunca he
podido encontrarle justificación en ninguna parte. Sería
verdaderamente dar muestras de una idealización denegatoria
decir que deriva de la práctica de Freud.18
Esta idealización de la técnica es responsable, en mi
opinión, de muchos «no ha lugar» analíticos. Me refiero
al gran número de los que han hablado, durante años,
sobre el diván de un analista que permanecía casi mudo
y que «terminaron» su análisis —en muchos casos, por
otra parte, con el acuerdo de su analista— con un beneficio
casi nulo. No hablo aquí ni de curación ni de mejoría
de sus síntomas. Esos analizados parecen no tener a
poco más ninguna idea de lo que es el análisis ni de lo
que es lo inconciente que sigue manejando los hilos de
su existencia más frecuentemente para su desdicha que
para su felicidad. Ellos, como se suele decir, «salieron del
paso» y ya no saben a qué santo darse, porque siguen
empantanándose en una vida cuya dirección se les escapa
casi por completo. Los psicoanalistas, que nunca
18 No se echan de menos las paradojas cuando se consideran los
anatemas que se arrojan mutuamente los partidarios de las diversas
corrientes del psicoanalisis en el mundo. El modelo •clasico ≫ del analisis
que tienen en comun, no importa lo que se diga, los norteamericanos
y los franceses no lacanianos, no por ello aproxima las dos
orillas del Atlantico. NI de un lado ni del otro se guardan estima. En
Inglaterra, los kleinlanos. que pretenden ser los mas Intransigentes en
punto al rigor acerca del encuadre freudiano, no son juzgados muy
ortodoxos por sus colegas no kleinlanos. pero es en Francia donde la
contradiccion alcanza exacerbaciones con el movimiento lacanlano. Si
por un lado Lacan invoca —al menos en sus origenes— un 'retorno a
Freud≫ que le sirvio de consigna, por el otro la tecnica lacanlana es la
que se ha tomado las libertades mas grandes —donde la licencia se
vuelve a menudo licenciosa— con las reglas que rigen el encuadre
analitico.
andan cortos de explicaciones, justificarán ese «no ha
lugar» analítico sea con argumentos ad homínem, sea
también con una teoría que racionalice el fracaso. ¡Qué
importa! Lo que parece contar es el mantenimiento de
un ideal en el encuadre y en la teoría, que a menudo se
apoya en una idealización de Freud o de alguno de sus
epígonos que haya conseguido formar su propia secta
analítica.
El caso más extremo de la idealización de lo inconciente
y de su teoría —que contrasta con una práctica
todo menos ideal, que no desdeña ninguna solución de
fuerza, incluidas las patadas en el trasero— se presenta
con la versión lacaniana del psicoanálisis. La puja teórica
ha impulsado a Lacan no sólo a sostener que lo inconciente
estaba estructurado como un lenguaje, y a no
ver en ello más que un álgebra del significante dentro de
una topología de lo real, de lo imaginario y de lo simbólico,
sino a cerrar su obra en la radicalización de un
formalismo rabioso en que el materna destrona al significante.
Y cuando la divisa inicial de «retorno a Freud»
se volvió cada vez menos creíble, no se dejó de sostener
que el fundador del psicoanálisis había sin duda esbozado
algunas hipótesis interesantes, que en realidad no
llevó bastante lejos, lo que Lacan hizo después, felizmente
para nosotros.
Esto es lo inverso de la evolución de Freud, quien por
su parte hizo la dura experiencia de las impasses de la
idealización de lo inconciente y no se arredró ante las
revaluaciones indispensables para devolver a lo noconciente
su espesor, su opacidad y su fuerza. Abandonando
el sueño de un inconciente formado de representaciones
de objetos y de afectos, confirió su poder indomeñable
al ello constituido por las solas mociones pulsionales,
y del que está ausente toda idea de contenido
(por lo tanto, de representación). Cuando recordamos,
en fin, que la hipótesis de las pulsiones de destrucción
hace del ello el lugar de una violencia que no es solamente
erótica, no podemos menos que darle la razón,
porque la experiencia psicoanalítica contemporánea coincide
sin duda en mostrar que los casos situados en los
límites de lo analizable son precisamente aquellos en
que las pulsiones de destrucción dominan la psique y
socavan —¡y con qué eficacia! — el trabajo analítico.
Cuando se tiene la suerte de ver que el análisis evoluciona
favorablemente —lo que sucede más a menudo de lo
que se esperaba—, ello sólo ocurre gracias a un incesante
análisis de los procesos destructores: el odio, la
envidia, el masoquismo, la depresión y la persecución
bajo forma de angustia desorganizante. Aquí, la idealización
del inconciente, o la del análisis, están fuera de
lugar. Cuando aparecen los indicios de una idealización
del analista en la trasferencia seudoamorosa, el analista
debe prestar oídos para escuchar, más acá de la escisión,
el discurso del objeto perseguidor. Este discurso
puede no aparecer nunca a causa de la complicidad silenciosa
del analista —se tratará entonces de una forma
de «no ha lugar» analítico—, o se manifestará al fin — a veces
tras un período muy largo—, y serán duros los tiempos
para el analista, quien se verá incluso obligado a
sacrificar la pureza del análisis para conservar el carácter
psicoanalítico de la relación.
En modo alguno soy partidario, durante esas fases
difíciles, de abandonar la actividad interpretativa que
sigue siendo, para mí, la esencia del trabajo analítico.
Sostendré, al contrario, que las modificaciones técnicas
eventuales (paso de la posición acostada a la posición
sentada, aumento de la frecuencia de las sesiones y de
su duración — nunca su acortamiento—, respuesta a llamadas
telefónicas o a cartas del analizando) tienen un
solo propósito: mantener el poder de una palabra liberadora
por medio de la interpretación. Esta es la prueba
de que la relación de trasferencia continúa, aun en las
condiciones más difíciles, lo que no significa que las
interpretaciones deban ser siempre «de trasferencia» ni
necesariamente «profundas».
Que el analista, en estas condiciones, pierda su estatuto
idealizado, he ahí algo inevitable y, sin duda, deseable.
Que cometa errores, conceda demasiado o no lo
bastante, revele sus límites en la comprensión de lo que
ocurre, y aun —¡horresco referensl— deje filtrar en su
interpretación afectos contra-trasferenciales negativos,
tiene poca importancia. Lo sabemos desde Winnicott y
Searles. No porque él se revelara falible y por lo tanto
humano —esto no siempre es percibido así por el analizando—,
sino porque al menos permanece vivo, pensante
y hablante... No es raro que parezca loco a los ojos
del analizando, quien, en fin, encuentra ese receptáculo
para su locura proyectada, etapa quizá necesaria antes
que sea capaz de medir la profundidad de su propia locura,
lo que sólo ocurrirá con posterioridad. El analista
sólo está verdaderamente loco si pretende mantener una
imagen idealizada que le es ajena, o si pretende salvar el
ideal del modelo analítico de la cura clásica en detrimento
del único análisis digno de ese nombre: la escucha del
discurso latente y su comunicación verbalizada.
La necesidad imperiosa del paciente de forzar al analista
a salir de la idealidad encuentra a menudo su fuente
en la necesidad de revivir un conflicto con un progenitor
a quien había idealizado, o que se había erigido
en ideal a los ojos del niño, o también que había idealizado
a su hijo con desdén de su individualidad.
Pero es cierto que todavía no hemos elucidado verdaderamente
el mecanismo que rige la idealización y su
estructura paradójica, tanto es cierto que en manera alguna
tenemos buena opinión sobre un ser que careciera
de ideal, al mismo tiempo que desconfiamos un poco de
aquellos de quienes decimos que idealizan su objeto.
Una lengua de Esopo más en el psicoanálisis: ellas son
legión.
Yo-ideal, ideal del yo19
La estructura contradictoria de la función del ideal
obedece a que concierne a la vez a una organización
narcisista anobjetal derivada del solo yo (el yo-ideal) y a
una idealización del objeto parental por medio de la
identificación (ideal del yo). Ya hemos recordado los
nexos que existen entre el yo-placer purificado y el yoideal.
Ahora bien, si el yo-placer purificado puede cons-
19 Para mas detalles. *Le narcisslsme prlmalre: structure ou etat? ≫,
en Narcisslsme de ule. narcisslsme de mort, Edltions de Mlnult, 1982,
pag. 104 y slg. [≪El narcisismo primarlo: estructura o estado-, en Narcisismo
de vida, narcisismo de muerte, Buenos Aires: Amorrortu editores,
1986, pag. 78 y sigs.l
ütuirse englobando en la misma desmentida lo exterior,
lo malo y lo ajeno, no se debe sólo a que el objeto provee
a sus satisfacciones permitiéndole incorporar e introyectar
lo que el niño necesita y cuya falta le provoca una
tensión desagradable, penosa y hasta dolorosa, que induce
por contragolpe el sentimiento de omnipotencia; se
debe también —es importante señalarlo— a que el objeto,
a su vez, lo idealiza. Se constituye entonces entre el
yo y el objeto un circuito idealizante. No hay más que recordar
la expresión de Freud «hís Majesty the Baby».
Freud destaca la sobrestimación de la elección de objeto,
en un todo como en el enamoramiento: «Al niño se
atribuyen todas las perfecciones, su sexualidad infantil
es desmentida. El narcisismo primitivo del padre despierta
de ese modo, toda la experiencia de la vida resulta
anulada de un golpe ante la perspectiva de este nuevo
comienzo en la vida, por procuración. Enfermedad,
muerte, renuncia al goce, restricción a la propia voluntad,
no valdrán para el hijo, y como las leyes de la naturaleza
y de la sociedad se suspenden, él será realmente
de nuevo el centro y el núcleo de la creación».20
¿Cómo decir mejor la colusión entre el restablecimiento
del yo-ideal en el progenitor, proyectada sobre el
hijo, y la instauración del yo-ideal del niño, que sólo
existe en la medida en que el progenitor la vuelve posible?
He ahí la situación extraña del objeto al comienzo
de la vida del niño. Aquel es omnipotente porque de él
dependen la vida y el bienestar del niño, y sin embargo
su existencia es negada por este, que debe atribuirse y
apropiarse esta omnipotencia para construir su identidad.
Es como si hiciera falta (Winnicott ha insistido sobre
este punto) comenzar por dar a la ilusión su mayor
despliegue para aceptar la inevitable desilusión de la
cual la separación del objeto es el primer signo. Que el
objeto sea conocido en el odio nos indica que es por un
movimiento solo y el mismo que se reconocen la imposibilidad
de una satisfacción pulsional absoluta, la necesidad
de tolerar la frustración por inadecuación inevitable
del objeto, y el odio como consecuencia de la frus20
S. Freud, ≪Pour introduire le narcisslsme≫, en La ule sexuelle.
PUF. pag. 96.
tración y de la separación del objeto. El yo-placer puede
seguir existiendo; lo que dejará de ser será la purificación.
En lo sucesivo, la violencia pulsional interna encontrará
un eco en el odio dirigido al objeto.
Se comprende entonces que el nacimiento del yoideal
descanse en la satisfacción automática, inmediata,
plena, entera (que quizá nunca existió salvo en una fantasía
retrospectiva de la experiencia de satisfacción
como modelo perfecto creado con posterioridad). Que el
yo-ideal, lo mismo que el yo-placer purificado, dependa
de un mito constitutivo de la organización psíquica nos
Induciría a pensar que en la psique existiría una función
del ideal totalmente originaria, que hallaría su expresión
en el estado de naturaleza sinónimo de felicidad y de
inocencia. El paraíso terrenal, de que se hace eco el Antiguo
Testamento, no seria un mito tan potente si en los
humanos anclara en una creencia tan arraigada desde
los tiempos más remotos.
Lo que más interesa destacar aquí es el desdoblamiento
al que esta fantasía procede cuando erige ese
mito originario como patrón con cuyo rasero el yo evaluará
todas sus experiencias. En efecto, el yo-ideal —acabamos
de verlo con ocasión de su resurgimiento con
motivo de la paternidad— no desaparece nunca. Ni siquiera
hace falta esperar al nacimiento de un hijo para
verlo renacer de sus cenizas. Baste con evocar el enamoramiento,
siempre temporario, que servirá perpetuamente
de referencia evaluadora cuando el amor adopte
formas más atemperadas pero también menos aisladas
de la realidad, y sea más vulnerable a las limitaciones
que esta impone a la pareja que se ama. La justificación
de muchas infidelidades conyugales invoca el deseo —y
a menudo la ilusión— de restablecer por medio de un
nuevo enamoramiento la idealización recíproca del estado
inicial que ya no es más que un recuerdo en los esposos
que han sufrido los estragos del tiempo. El amor rejuvenece,
se afirma. Si disipa la usura del tiempo, no
sólo devuelve a la adolescencia sino a ese yo-ideal de los
tiempos preteridos.
Por un vuelco total de perspectiva es como se consuma
el paso del yo-ideal al ideal del yo. La desmentida
del objeto propia del yo-ideal es remplazada por el
reconocimiento del objeto, su sobrestimación, y la identificación
con este objeto sobrestlmado. Cuando Freud
descubre la identificación con el padre tomado como
ideal, piensa primero en el padre muerto: no se puede
dejar de notar que «Introducción del narcisismo» sigue
muy de cerca a Tótem y tabú. En esta obra, punto de
partida de su reflexión sobre la religión e hilo conductor
de sus escritos socio-antropológicos, Freud, cuando trata
del amor hacia el padre, que a su juicio es raíz de toda
formación religiosa, muestra con gran abundancia de
argumentos la ambivalencia de que este es objeto, ya en
proporción a las conmemoraciones colectivas del asesinato
de que fue víctima, muerto por sus hijos.
No obstante, en El yo y el ello, en el capítulo «El yo y el
supeiyó» («Ideal del yo»), Freud enuncia un Juicio que ha
dado lugar a comentarios polémicos acerca del nacimiento
del ideal del yo, tras el cual «se esconde la primera
y más importante identificación del individuo: la
identificación con el padre de la prehistoria personal».
Una nota muestra la vacilación de Freud: «Acaso sería
más prudente decir "identificación con los padres", pues
antes del conocimiento cierto de la diferencia de los
sexos, de la falta de pene, padre y madre no reciben un
valor diferente». Y el texto continúa de este modo: «Esta
[la identificación con el padre prehistórico] al comienzo
parece no ser el resultado o el desenlace de una investidura
de objeto: es una identificación directa, inmediata,
más precoz que cualquier investidura de objeto. Pero
las elecciones de objeto que pertenecen al primer período
sexual y conciernen al padre y a la madre parecen,
en ese desarrollo normal, encontrar su desenlace en
una identificación semejante, que así viene a reforzar la
identificación primaria».21 Identificación directa y primera,
anterior a toda investidura de objeto. Ya en el
capítulo referido a la identificación, dos años antes, en
«Psicología de las masas y análisis del yo», Freud escribía:
«El varoncito da muestras de un Interés particular
por su padre, querría llegar a ser como él, ocupar su lugar
en todos los órdenes. Digámoslo tranquilamente:
21 ≪Le Mol et le Qa≫, en Essats de Psychanalyse, Petite Blbllotheque
Payot, 1981, pags. 243-4.
toma a su padre como ideal».22 Y agrega que esta actitud
no se ha de atribuir a una feminidad o a una pasividad
hacia el objeto paterno. Es anterior al complejo de Edipo,
del que constituye la base.
Freud tiene los ojos Ajados en el padre. El texto de
1921 que acabamos de citar no toma la precaución de
decir «ambos padres» como el de 1923 lo precisará prudentemente.
Por otra parte, aun en este último caso,
Freud terminará diciendo que, si él se ocupa sólo de la
identificación con el padre, es «para simplificar la exposición
». ¿Por qué estas vacilaciones? Sin duda se aducirá
el falocentrismo incurable del fundador del psicoanálisis.
No obstante, existe un medio de explicar la situación
de otro modo. Si Freud prefiere, en toda circunstancia,
tratar la relación del hijo varón con el padre,
es porque esta pareja está unida por una doble relación.
Por una parte, la que liga al hijo varón con su imagen en
tanto «igual» sobrestimado, lo que corresponde a la preocupación
por ligar este tipo de relación con el amor narcisista.
Por otra parte, esta identificación con un ideal se
ve favorecida por el hecho de que entre el varón y su padre
la identificación es tanto más inmediata cuanto que la
relación es mediata, es decir que no pasa por los cui
dados matemos y la dependencia del cuerpo del hijo del
cuerpo de la madre.23 Por lo tanto, es esta relación esencial
la que se trata de aprehender en la identificación
22 *Psychologle des foulcs et anaiyse du Mol-, en Essats de Psychanalyse,
cap. VII, pag. 167.
23 Es sabido que, en la pslc o patologia de la vida cotidiana, las
madres que se han desvivido para ocuparse de los hijos durante toda
la Jornada en ausencia del padre, dedicado a sus ocupaciones, se irritan
un poco, cuando este regresa al atardecer, al ver que los ninos
cambian de actitud. No solo le hacen fiestas y se apartan de la madre,
sino que ademas se vuelven repentinamente juiciosos y obedientes a
la primera orden paterna. El prestigio del padre es proporcional a su
ausencia y a su escasa participacion en las tareas triviales de lo cotidiano.
Por otra parte, el padre deseoso de hacerse amar rehuira las
manifestaciones de autoridad que la madre espera de el: tambien por
esto la madre se quejara de tener la exclusividad de las puniciones, o
sea, de llevar todo el peso de las frustraciones por infligir. El hecho de
que, en la sociedad contemporanea, las madres tambien trabajen afuera
apenas modifica la situacion puesto que la relacion camal con la
madre permanece inmodlficada.
con el progenitor corno Ideal; dicho de otro modo: la
atracción ejercida sobre el niño por la figura agrandada
de él mismo, que él percibe a través de un padre a quien
imagina emancipado de toda traba para la satisfacción
de sus pulsiones, sea que tenga la posibilidad de calmarlas
sin demora, sea que tenga el poder de no ser esclavo
de ellas.
Por eso mismo un hilo une Tótem y tabú. Psicología
de las masas y análisis del yo y Moisés y la religión mo
noteísta, que dedicará un capítulo al «gran hombre».
De la misma manera como la identificación con el
progenitor es, según lo vio Lacan desde su trabajo sobre
el estadio del espejo, una mediación indispensable para
la unificación del yo hasta entonces proclive a la fragmentación,
el amor por el gran hombre es responsable
de la reunión de los individuos de una masa en un grupo
organizado. El padre unifica la masa bajo su leader
shlp, del mismo modo como el cuerpo se forma en torno
del centro constituido por el sexo, gracias a la imagen de
la madre. Es más fácil asumir esta posición para el varón,
reasegurado por la comprobación visible de su pene,
y ciertamente aquella es diferida en la niña, quien asegura
su identidad en torno de lo invisible interior, santuario
protegido en espera del bebé por venir, destinado
a cumplir el programa ideal que sueña para él. Por esta
razón, no es posible evitar una psicología diferencial de
los ideales. Si estos se concentran en la mujer en el destino
que dibuja para sus hijos, en el hombre, en cambio,
los ideales (heredados de la madre) son de una índole
más abstracta».24 Esta abstracción masculina puede
ser reivindicada por la mujer a través de una identificación
fálica. Pero, las más de las veces, se convierte en
causa de conflictos entre los sexos, porque las mujeres
reprochan a menudo a los hombres su «abstracción»
que los aparta de la vida.
Existe en Freud una coherencia notable en torno de
esta función de un padre falóforo. «¿Quién si no es su
24 *Es preciso admitir entonces que el gran hombre ejerce su influjo
sobre sus contemporaneos de dos maneras diferentes: por su personalidad
y por la idea que defiende≫. L'homme Moíse et la religión monothéiste,
Gallimard, 3ra. ed.T pag. 164.
padre, en efecto, puede parecer "grande" a los ojos del
niño?».25 Esta grandeza proviene de lo que Lacan denomina
la metáfora paterna, que en Freud se dice más
simplemente: el triunfo de la espiritualidad sobre el testimonio
de los sentidos, la preeminencia otorgada a la
paternidad sobre la maternidad. ¿Pero no equivale esto
a decir también que el padre, a diferencia de la madre,
no está ligado al hijo por la misma relación carnal subyugante?
El amor que se le tiene en la identificación primaria
ya está espiritualizado: sublimado e idealizado.
La evolución de esta relación amorosa hacia el ideal del
yo consuma lo que ya estaba en germen en la identificación
primaria. Sin duda por eso la relación amorosa
de los Individuos de la masa con el leader es para Freud
una regresión. El ideal del yo, que se había desasido de
su lazo con el objeto parental por lnternalización y desexualización,
se resexualiza, puesto que el amor hacia el
objeto retoma el imperio bajo las formas de la psicología
colectiva.
¿Cuál es entonces el paso dado con la constitución
del ideal del yo? Consiste en una inversión de los valores
del yo-ideal. Si el yo-ideal nutre la fantasía de una satisfacción
total, inmediata, perfecta, el ideal del yo se constituye
sobre el sacrificio de la satisfacción pulsional, sin
frustración, sin pesar ni resentimiento amargo, porque
el yo extrae orgullo de su renuncia a satisfacer la pulsión
y pretende experimentar un bienestar igual o incluso
superior a esa renuncia en favor de un objeto cuya
«grandeza» parece sobrestimada. Me parece que este
proceso es inseparable de la sublimación de las pulsiones.
El mismo desdoblamiento ya ocurrido en el momento
en que se constituyó el yo-ideal, que servirá de rasero
para medir las satisfacciones ulteriores del yo, se produce
aquí entre el yo y el ideal del yo. Así, el yo sigue un
difícil camino, navegando entre la Caribdis del yo-ideal y
la Escila de su sombra invertida, el ideal del yo. Se ve tomado
entre la búsqueda de la satisfacción absoluta y la
de la renuncia absoluta, entre la nostalgia del objeto primario
y la aspiración hacia el «gran» objeto; este último
23 Jbid.. pag. 165.
puede desencarnarse totalmente y convertirse en una
gran Idea: el psicoanálisis, por ejemplo, para los psicoanalistas,
y la cura clásica como ascesis.
Idealizacion del amor, idealizacion del odio
La idealización tal como la hemos considerado no es
en consecuencia un destino tardío de la investidura del
objeto sino, al contrario, un dato originario constitutivo
del funcionamiento pulsional, lo que justifica, entre
otras cosas, la concepción de Melanie Klein. A ella no le
arredra invocar la nostalgia de un estado prenatal como
raíz de la idealización: «Podemos ver en esta nostalgia
— universal— de un estadio prenatal la expresión de
una necesidad de idealización».26 Así se comprende mejor
su concepción de un pecho bueno idealizado correlativo
del pecho malo perseguidor. Cuando la idealización
domina la secuencia de la evolución psíquica, se
funda en la desmentida del objeto malo. Reparemos
entonces en las diferencias con respecto a la concepción
freudiana. En Melanie Klein, la idea de un yo-placer
purificado con exclusión del no-yo, de lo exterior y de lo
malo, no tiene cabida. Tampoco el objeto es conocido en
el odio. El amor y el odio nacen juntos y sus objetos existen
simultáneamente con sus correlatos: el yo bueno y
el yo malo. Si en ella la escisión desempeña idéntica función
de exclusión, su fracaso es patente, como lo muestra
la identificación proyectiva. Además, y este es el
rasgo diferencial más importante, la idealización recae
primero sobre la madre y sobre el objeto parcial que la
representa: el pecho.
Pero cabe preguntarse si Melanie Klein, a su vez, no
idealiza el pecho, por ejemplo cuando escribe: «El análisis
de nuestros pacientes muestra que el pecho bueno
es el prototipo de la bondad materna, de la paciencia y
de la generosidad inagotables, así como de la creatividad.
Son precisamente estas fantasías y estas necesidades
pulsionales las que enriquecen el objeto original
26 Melanie Klein, Envíe etgratüude, Galllmard, 1968, pag, 15.
hasta el punto de constituirlo como el fundamento de la
esperanza, de la confianza y de la creencia en el bien».27
Es innegable que este discurso tiene resonancias religiosas.
Sobre todo, hace pensar, como a menudo se lo
ha reprochado a Melanie Klein, que todo el mal vendría
de las malas pulsiones del niño. Sabemos que justa*
mente contra esa interpretación Winnicott puso de re*
lieve el papel de las carencias maternas. Si la idealización
no está ausente tampoco de la concepción de
Winnicott —en la constitución del objeto subjetivo nacido
de una idealización recíproca de la madre y del
hijo—, nos parece que sobre todo el área intermediaria
se convierte en el soporte de los fenómenos de idealización
con la creación de los objetos transicionales. Que
Winnicott haya visto en esta área transicional el lugar de
la experiencia cultural demuestra una vez más que no
podríamos separar de una manera absoluta idealización
y sublimación. En todos los casos, me parece que la
idealización descansa en dos nociones estrechamente
ligadas: la sobrestimaclón y la desencarnación. Existen,
no obstante, idealizaciones sexuales que son de naturaleza
carnal. El propio Freud hizo observar que las perversiones
eran idealizadas por sus adeptos. Esto es innegable.
En el caso del amor, la idealización carnal sólo encuentra
su justificación a través de la fe en una suerte
de trascendencia en que la carne está al servicio de un
objetivo elevado: la relación sexual pasa a ser el acceso a
una comunión espiritual, bien alejada de los fundamentos
pulsionales en que se origina. Después de todo, hubo
prostitutas sagradas en la Antigüedad. La idealización
perversa se presenta las más de las veces como revelación
de la verdad del ser. El proselitismo, elemento
fundamental de la perversión, es justificado siempre por
la idea de que la perversión es por esencia inocente, que
sólo aspira a la realización de los sujetos normalizados
por la sociedad, que pagan su adaptación con una mutilación
de su ser profundo. Esto se aplica sólo a una pequeña
parte de la categoría de los perversos, y sin duda
a aquella que es más compatible con la evolución de las
27 Ibid., pag. 17.
costumbres y de la moral. Pero existe otra parte que la
primera querría negar: la de las perversiones infiltradas
de pulsiones destructoras, en que la dominación del objeto
y su reducción al estado de cosa figuran en el primer
plano del cuadro clínico.
A este respecto, cabe pensar que las perversiones serían
afines a la paranoia. Tendrían en común con esta
una idealización del odio. Me refiero a esos casos en que
la escisión es tan intensa que el odio resulta por completo
desculpabilizado, justificado por ideales del yo que
no se conforman con promover el bien al que entregan
toda su fe, sino que se preocupan sobre todo de purgar
el mal que envenena el mundo por la pestilencia de los
individuos que lo encarnan. El fanatismo religioso o
político se anota aquí. Abundan los ejemplos en la historia
o la literatura. Baste pensar en lo que significó
Cartago para Roma, en las víctimas de la Inquisición, de
la Reforma o de los regímenes totalitarios; el Dios del
Antiguo Testamento, como el del Corán, no escapan de
este absolutismo. Tal es el precio de la Revelación. La
idealización del odio prosigue hasta en nuestras sociedades
modernas: campos de concentración, deportación
de poblaciones, exterminios; las figuras del mal se
encarnan con una notable eficacia y son comúnmente
admitidas por los grupos más diversos: naciones, clases,
etnías, adeptos de una religión... la lista es larga.28
En 1913, Dide publicó una obra sobre los idealistas
apasionados,29 situados en la frontera de las personalidades
psicopáticas y de la paranoia. Idealistas enamorados,
grandes místicos, reformadores religiosos, doctrinarios
políticos, anarquistas, propagandistas activos,
magnicidas se incluyen en esta clase nosográfica. Una
línea de separación divide este conjunto. Si los enamorados
apasionados son vírgenes y los grandes místicos
son contemplativos, los reformadores religiosos se sitúan
en la frontera de esta idealización del odio. De los
doctrinarios políticos a los magnicidas, se pasa al acto
bajo formas más o menos radicales.
28 Cf. en este mismo volumen ≪.Por que el mal?*.
29 Vease el resumen de esta descripcion en la obra de su alumno Paul
Gulraud: Psychlatrie clinlque, 3ra. ed.. Le FranQols, pags. 298-300.
La gran literatura ha esbozado personajes Inolvidables.
El Miguel Kohlhaas de Kleist, el Pedro Verkhovensky
de los Demonios, padre espiritual de nuestros terroristas
contemporáneos, son sus paradigmas elocuentes.
El analista no suele acostarlos sobre su diván, porque
con razón desconfía de la paranoia, y anticipa el momento
en que el paranoico, sin mediar provocación, se
convierta en el perseguidor. Estos hechos muestran a
las claras que Melanie Klein no se equivoca en ligar idealización
y persecución. No obstante, en los casos fronterizos
observamos con gran frecuencia estructuras idealizantes
en que la desmentida del objeto malo retorna
por medio de angustias paranoides y estructuras persecutorias
que ocultan paralelamente toda idealización del
objeto al que ellos rinden el sacrificio de su vida. La trasferencia
revela esas organizaciones desautorizadas por
lo conciente.
Bien pudiera suceder que la reacción terapéutica
negativa tuviera por fundamento una idealización del
odio inconciente, dicho de otro modo, que el masoquismo
que está en la base del aferramiento a la enfermedad
dé testimonio de una captación recíproca del yo y del
objeto, que tenga el propósito de satisfacer una venganza
eterna, efecto de un mal irreparable, con exclusión de
toda solicitud hacia el objeto juzgado responsable de
todos los infortunios del sujeto. La desmentida del objeto
bueno infiltra toda la psique, que conoce un solo
propósito: gemir por los desastres ocasionados por una
ímago parental indigna de su tarea. No son raros los
casos en que la desmentida es doble: desmentida del objeto
bueno y desmentida de toda posibilidad de amar al
objeto. Tenemos en ese caso la depresión crónica.
La medida del ideal
Que el ideal revele ser en fin de cuentas una norma
con cuyo rasero el yo juzga sus actos así como sus pensamientos,
que pueda erigirse en el tirano más inmisericorde
con quien se estará perpetuamente en deuda, y
que a contrario la ausencia de ideal —que después de
todo puede no ser más que una fijación al yo-ideal— nos
dé la impresión de que los hombres desprovistos de él
faltarían a su humanidad, nos hace tomar conciencia de
la dificultad de entrar en armonía con la idealización. Al
ideal, como medida inplacable, es decir, como desmesura,
el analista sólo puede oponer un ideal de la mesura.
El desdoblamiento únicamente narcisista, evaluador
con la medida de lo absoluto, debería poder sustituirse
por el desdoblamiento en dos inconcientes, un inconciente
de investiduras narcisistas, y otro, de investiduras
de objetos. El ideal supone la adhesión a un valor
que se considera único e irremplazable, tal como se inviste
el objeto en el enamoramiento. Ahora bien, cualquier
reflexión sobre el objeto en el psicoanálisis no puede
menos que desembocar en la conclusión de que existe
siempre más de un objeto en la morada de la psique,
y que es siempre objeto de amor y de odio. En cualquier
situación, invocar el objeto es reconocer su doble diferencia,
en tanto no-yo y otro sexuado. Si el yo necesita
un rasero para orientar sus investiduras, evaluarlas,
distribuirlas, repartirlas, creer en la posibilidad de semejante
logro cuando sabemos que las pulsiones son
hijas de la hybris, sería sin duda caer en la idealización.
Y puesto que la medida es inevitable, conviene evitar lo
inconmensurable.
La acción subversiva de los Ideales obedece a su
pertenencia al narcisismo. Lo que significa no sólo que
la relación de objeto se empobrece en el monto que el
narcisismo desvía en su provecho, sino también que el
ideal no siempre se conforma con retrotraer al yo las
investiduras del objeto, puesto que la idealización trae
consigo también la necesidad de hacer coincidir el objeto
con el ideal proyectado sobre él. La tiranía del ideal
no se limita, en consecuencia, a la idealización del yo,
sino que fuerza al objeto a renunciar a su identidad para
volverlo conforme al soberano bien que se ha elegido en
su lugar. Esto explica los nexos entre psicología individual
y psicología social, y sin duda que no se debe al
azar que Freud desarrolle en Psicología de las masas y
análisis del yo su teoría de los ideales comparando enamoramiento,
hipnosis y organización de las masas. Pero
él descuidará la idealización del odio que lleva a la multitud
a poner fuego a las efigies que admiraba y a derribar
las estatuas de aquellos a quienes amaba como a
padres.
El análisis de los ideales del yo no es cosa sencilla,
tanto es cierto que el yo queda identificado con sus proyecciones
idealizadas, que se le antojan propias de la
naturaleza de su ser. Semejante análisis consiste, con
empeño en remover las escisiones, en restablecer una
mejor circulación entre las instancias que limitan recíprocamente
sus tendencias a apoderarse del poder absoluto
y a gobernar el aparato psíquico bajo su férula.
Cuando este trabajo analítico se ve coronado por el
éxito, el yo puede entonces librarse de la tenaza que lo
mantiene prisionero entre el orgullo y la humillación.
Entre la gracia y la caída, debería haber lugar para una
común medida.
Hay que tranquilizarse: no hay peligro de caer en la
mediocridad —preocupación principal de los idealistas
—, porque la pasión idealizante arderá siempre como
el fuego bajo la ceniza. Pudiera ser que en fin de cuentas
el ideal de mesura hacia el cual tiende el análisis no
tuviera otro sentido que el del reconocimiento del Otro
como límite irreductible al designio sujetante del sujeto.
3..La doble frontera
(1982)
Cuando Freud Introduce el pensamiento en la teoría,
con una clara reticencia se ve constreñido a abordar la
cuestión, como si hubiera preferido omitirla.1 Fue sin
duda así como ocurrieron las cosas. El descubrimiento
tardío del Proyecto nos ha revelado la parte considerable
que el pensamiento ocupaba en ese primer esfuerzo de
sistematización teórica desechado por su autor.
Fue sin duda el análisis de las Memorias de Schreber
el que obligó a Freud a completar la teoría por medio de
una reflexión psicoanalítica acerca del pensamiento.
Ausente del ensayo sobre Schreber, encontrará lugar en
un escrito contemporáneo a su redacción: «Formulaciones
sobre los dos principios del acaecer psíquico». Esta
exposición, calificada de introductoria, desconcertó a
los psicoanalistas que la habían comprendido, y con
razón, puesto que lo ignoraban todo acerca del puesto
que ocupó el problema del pensamiento en la prolongada
germinación privada que Freud comenzó en 1895
y que sólo se resolvió a hacer pública en 1911.
Pensamiento y realidad irán aunados en las elaboraciones
posteriores de Freud y pasarán a ser preocupaciones
de importancia creciente en la parte terminal de
su obra, donde tiene cada vez más presentes la psicosis
y los mecanismos psicóticos. Esto no autoriza a decir
que haya existido una genuina profúndización de las hipótesis
Iniciales. El progreso parece venir más bien del
marco conceptual en el que es resituado el pensamiento
(«La negación», 1925). Las anotaciones de Freud sobre el
pensamiento nunca dejan de ser incidentales. Si bien no
1 Vease la conclusion del articulo de Freud ≪Formulaciones sobre
los dos principios del acaecer psiquico≫.
puede eludir el problema, tampoco se demora en él, lo
que no le impide volver repetitivamente sobre la cuestión.
Tenemos entonces retardo y reticencia, evitación y
malestar, como si se tratara de no dejarse desviar, en todos
los sentidos del término, porque lo esencial de la problemática
psicoanalitica se sitúa en otra parte. El pensamiento
no forma parte, a los ojos de Freud, del cuerpo
de conceptos fundamentales del psicoanálisis: las pulsiones,
lo inconciente, la represión... de los que deriva,
sin que pueda pretender la condición de una hipótesis
básica.
Lo que el psicoanálisis tenga para decir sobre el pensamiento
no rebasa, me temo, el marco de las relaciones
entre lo impensable que es la pulsión y la elaboración de
que es objeto por el lenguaje, que permite al pensamiento
desasirse. Aun si es con ocasión de las relaciones con
la realidad como el psicoanalista se ve constreñido a tomarlo
en cuenta, el objeto de la teorización será siempre
el problema de las fuentes del pensar y de su arraigo en
la vida pulsional. Por eso interesa no equivocarse en
cuanto a esta conjunción entre pensamiento y realidad,
que para el psicoanalista nunca es sino un nexo constrictivo
pero secundario.
Con Bion es con quien se inaugura una verdadera
teoría del pensamiento, nacida de la experiencia psicoanalítica
con los psicóticos, en quienes las perturbaciones
del pensamiento se registran en el primer plano. En
verdad, la obra de Bion procede a una íntegra reformulación
de la teoría psicoanalitica. Si reanuda el hilo interrumpido
por Melanie Klein con las ideas de Freud,
Bion redeflne la actividad psíquica a partir de un punto
de vista situado en la extremidad opuesta del escogido
por el fundador del psicoanálisis, porque la elaboración
teórica ya no parte del neurótico, sino del psicótico. No
obstante, hay que señalar que el esfuerzo de rigor y la
fantasía de una matematización de la teoría, que habita
a Bion como asedió a Lacan, se disuelven en la parte terminal
de su obra, como si el autor alentara cierto escepticismo
hacia su tentativa de teorización anterior.2 No
2 Cf. A Green, ≪Au-dela? En dega? de la theorte≫, • Prefacio* de los Entretiens
psychanalyttques de W. Bion, Galllmard, 1980.
obstante, sus lectores permanecen más fieles justamente
a esta parte de su trabajo.
Me parece que hoy los analistas, que se encuentran
cada vez más con pacientes llamados difíciles, se ven
constreñidos a abordar el problema del pensamiento
por consideraciones prácticas, porque, aun cuando no
sean psicóticos, los pacientes que constituyen la población
analítica actual tampoco son neuróticos. Aunque
las perturbaciones del pensamiento no se presenten en
el primer plano de sus cuadros clínicos, no hay duda de
que imponen un esfuerzo de pensamiento al analista,
lo que deja adivinar la existencia más o menos latente en
ellos de una problemática de este tipo. La resistencia, la
compulsión de repetición, el carácter rebelde de las pulsiones
no lo explican todo respecto de la dificultad de
estos análisis. Parece que debieran intervenir otros conceptos.
Al pesquisar a través de los trabajos de Freud, de
Melanie Klein, de Bion y de Winnlcott los ejes teóricos
que debieran entrar enjuego para una clínica y una teoría
del pensamiento, me ha parecido que, de manera
más o menos explícita, en la práctica todos ellos toman
como referencia instrumentos teóricos cuyo alcance ordenador
no siempre valorizan. Son estos instrumentos
los que me propongo considerar en el presente trabajo.
Por ahora me limitaré a enunciarlos:
1. La frontera. Ninguna teoría sobre el pensamiento,
aunque no siempre lo diga, puede prescindir de plantear,
como algo previo, el problema de la frontera entre el
adentro y el afuera. Esto es algo implícito cuando se
considera el problema de la proyección en la perspectiva
clásica de Freud, o el de la identificación proyectiva de
Melanie Klein y de Bion, o también el de la forclusión lacaniana.
La dificultad está aquí en articular las relaciones
de esta frontera entre lo interior y lo exterior con la
que separa a los sistemas Conciente-Preconciente e Inconciente.
Lo cual no es más que la formulación teórica
de un problema clínico y técnico referido a las modalidades
de la trasferencia en los pacientes no neuróticos,
por la función que en ella desempeña el objeto, donde la
frontera está siempre en juego y siempre en cuestión,
dentro de relaciones de reunión y de separación respecto
de aquel.
2. La representación. Concepto dominante de la teoría
freudiana, abarca, como mínimo, un doble campo:
representación de cosa y de palabra, lo que obliga a tomar
en cuenta el movimiento de abstracción que lleva
de la una a la otra y su retroacción dentro del proceso
regresivo que conduce a tratar las palabras como cosas.
La representación no puede evitar la referencia al modelo
óptico de la psique, aunque todo el problema sea
aquí el del paso de una estructura reflexionante —necesariamente
deformante— a un mundo donde la representación
no representa nada más que relaciones. Desde
que propuse con Jean-Luc Donnet el concepto de psicosis
blanca,3 me ha parecido cada vez más que la función
de representación es el referente del trabajo pslcoanalítico.
Cualesquiera que sean las modalidades que
obliguen a acondicionar el encuadre psicoanalítico, lo
esencial de la acción psicoanalítica irá dirigido en ñn de
cuentas a la representación de los procesos psíquicos,
intrasubjetivos e intersubjetivos. El resto corresponde a
una reorganización propia del sujeto, en la que el analista
no tiene parte. Hasta sugeriría que los acondicionamientos
del encuadre no tienen otra función que facilitar
la función de representación. Esto que propongo no
niega la referencia que de ordinario se hace a la trasferencia
para justificar las modificaciones técnicas, en la
medida en que no se trata sino de traer la trasferencia al
nivel de lo que es representable, elaboración primera y
3 J.-L. Donnet y A. Green, L ’Enfant de Qa: Psychanalyse d'un enfrenen,
la psychose blanche, Minult, 1973. Este trabajo Incluye una larga
elaboracion sobre el pensamiento, algunos de cuyos puntos se retoman
en el presente articulo. No obstante, las perspectivas que ahora
desarrollo estan mas bien tomadas del analisis de los casos fronterizos.
Aclaro que empleo aqui el termino ≪representacion≫ en el sentido
conceptual mas amplio, incluyendo el afecto ligado a la cadena representativa
(representante afecto), pero excluyendo a los afectos que no
pueden acompanar a ninguna representacion o aun se le oponen. Ahora
bien, la paralisis del pensamiento proviene de la no admision de las
representaciones en el preconclente, o del sentimiento de no poder dar
una forma representable a ciertos estados afectivos en extremo angustiantes.
punto de partida de las elaboraciones ulteriores. Para
que haya insíght, hace falta primero que haya algo representable.
3. Ix l ligazón en su nexo con la desligazón, que es quizás
el concepto más general del psicoanálisis, puesto
que se aplica tanto a las energías como a los contenidos
y a los diferentes materiales que Ies sirven de vehículos.
La cuestión rectora es aquí la orientación que preside a
la ligazón, es decir, su finalidad. Representar es ya ligar,
pero pensar es re-ligar las representaciones de un modo
no especular. Si el análisis sigue siendo el proceso esencial
por el cual pueden advenir en el aparato psíquico las
trasformaciones de las ligazones, no se debe desconocer
que tropieza con síntesis, más o menos elementales y
más o menos compactas, que pueden estorbar las recombinaciones
esperadas. Referiré la simbolización a
los procesos de ligazón como caso particular de esta
función: simbolización interna en el psicoanálisis de
inspiración estructuralista de Lacan, que difiere de la
concepción kleiniana en tanto parece descansar en fundamentos
innatos, mientras que en Melanie Klein es
el producto de una evolución; simbolización para la articulación
del afuera y el adentro en Winnicott, en el
espacio potencial donde una nueva reunión preside la
separación.
Al problema de la ligazón, es preciso referir no sólo
los regímenes donde esta funciona de manera diferente
[primaria o secundaria), sino también los procesos que
presiden la comunicación entre esos diversos tipos de
funcionamiento, porque ninguna teoría del pensamiento
en psicoanálisis puede conformarse con tratar sólo de
los productos terminados de los pensamientos sin anudar
estos a sus formas de organización inconciente y a
su anclaje en el material más en bruto de donde el pensamiento
emerge.
4. La abstracción. Es el carácter sin duda más específico
del pensamiento. Supone una «depuración» de los derivados
pulsionales y de la carga afectiva por la cual se
manifiestan. Me parece que no se puede concebir el advenimiento
de la abstracción sin hacer intervenir el «trabajo
de lo negativo» —de la forclusión a la negación—,
cuyas consecuencias son a la vez económicas y simbólicas.
4 Todas las teorías existentes intentan explicar
esta evolución de los representantes de la pulsión hacia
la abstracción a través de una serie de operaciones más
o menos inscritas en la continuidad, cuando un examen
atento muestra que la abstracción es el fruto de una
mutación respecto de la representación, que sólo puede
explicarse por una ruptura que instaure una discontinuidad,
con borradura de esta. En este punto es donde
hay que hacer desempeñar a la alucinación negativa su
papel conceptual, porque de lo contrario se tropezará
siempre con un misterioso «salto a lo intelectual» que
permanecerá inexplicado. Pero también aquí se planteará
el problema de la orientación, de la finalidad de la
abstracción, porque el pensamiento y la abstracción van
unidos con el ejercicio de un poder de dominación y de
apoderamiento — de lo cual es testimonio la omnipotencia
del pensamiento— que recibe la prueba de su plena
eficacia cuando sus objetivos se limitan a la exploración
del mundo físico, en tanto que resulta infinitamente más
discutible cuando su objeto es el mundo psíquico. Uncido
al conocimiento de este universo, el pensamiento debe
obedecer a la doble tarea de alejarse lo suficiente de los
derivados pulsionales donde nace, sin dejar de mantener
el contacto con sus raíces afectivas que le confieren
su peso de verdad. He ahí una estructura paradójica del
pensamiento en psicoanálisis, que no puede ser rebasada.
Me parece que estos cuatro parámetros ciñen el mínimo
de condiciones aptas para satisfacer una teoría del
pensamiento en psicoanálisis. Pero debo agregar enseguida
que, entre ellos, el que concierne a la frontera domina
a mi parecer a los otros. Más aún, es aquel en torno
del cual los otros se ordenarán. Insisto en ello porque
me parece que ha resultado el menos esclarecido en los
trabajos dedicados al pensamiento, a pesar de que estos
lo implican siempre.
4 Veanse las reflexiones de Freud sobre este tema en su articulo
titulado -La negacion≫.
En este trabajo he de tratar sobre todo del parámetro
de la frontera, considerando los otros con relación a él.
La concepción psicoanalítica del pensamiento está
determinada por el artificio que estructura la experiencia
psicoanalítica, a saber, el encuadre. No es contingente,
desde luego, la observación de que los pacientes que
presentan dificultades de elaboración en el dominio del
pensamiento, y aun, en ciertos casos, un rehusamiento
deliberado a pensar, son también los que toleran mal
el encuadre. Ejercen una presión sobre este, tentados
siempre, en el momento de las reactivaciones conflictuales,
de hacerlo estallar. Aun cuando parecen aceptarlo,
hacen trampa con él, de una manera que sobrepasa
en mucho los acondicionamientos interiores que
observamos en el neurótico. Lejos de poder utilizarlo con
los beneficios regresivos que de él derivan, luchan con él
como si estuvieran enredados con algún enemigo invisible
que sacara ventaja de la situación, sea para entregarse
a un ataque contra su yo, sea para abandonarlos
a su derrelicción en algún desierto donde no pudieran
esperar socorro alguno, o que se poblara sólo de presencias
monstruosas.
Hemos mostrado en otra parte5 que la invención del
encuadre por Freud derivaba del modelo del sueño. En
las condiciones habituales, el encuadre tiende a favorecer
la producción de un pensamiento no-pensado, de
que nos da el ejemplo el trabajo del sueño. No obstante,
sabemos hoy que no hay nada menos seguro que el trabajo
del sueño, y que las otras formas de la vida psíquica
nocturna (insomnios, sonambulismo, pesadillas,
sueños blancos, etc.) atestiguan su puesta fuera de circuito
o su fracaso. Y aun cuando parece producirse, su
resultado depende de la organización mental del soñante.
6 Ahora bien, esta organización mental está es5
Vease el capitulo siguiente.
fi Asi, el sueno del Hombre de los Lobos, que da pruebas de un trabajo
indudable, no dice nada sobre su organizacion mental, sobre el
papel que en el desempena la escision o la desestimacion que siguen
siendo duenas del juego psiquico.
tructurada por la doble relación entre el afuera y el
adentro, por una parte, y la que rige las instancias Cc-
Prcc e lee, por la otra.
El encuadre no determina solamente las condiciones
de un espacio de trabajo, sino que modifica la economía
de las fronteras. La clausura que instaura pone en tensión,
en su interior, las fronteras entre analizando y
analista. Constriñe al analizando a reestructurar su
identidad, amenazada por la intensidad de los intercambios,
y a vigilar constantemente las fronteras de su psique
contra la invasión interna (por las pulsiones) o externa
(por el objeto), aunque a veces confunde las dos.
En las estructuras no neuróticas, lejos de que se trate
de superar las limitaciones impuestas por la realidad
al deseo, encontrándole satisfacciones desviadas, la investigación
psicoanalítica enseñaría más bien que lo
esencial de la actividad psíquica se empeña en mantener
una relación con el objeto, siempre amenazada de
destrucción recíproca. Se supone que sólo una vigilancia
de las fronteras puede proteger una autonomía arduamente
adquirida puesto que debió sacrificar las satisfacciones
pulsionales objetales en beneficio de las
satisfacciones narcisistas, aunque el término satisfacción
sea aquí discutible, puesto que se trata sobre todo
de reaseguramientos en los que la movilidad garante de
la independencia del sujeto o su compromiso en la acción
constituyen una de las modalidades de esta autonomía,
y que, en el otro extremo, es sobre todo la sobreinvestidura
intelectual, producto de sublimaciones alcanzadas
a fuerza de puños, la que señala un vano y
efímero triunfo contra la vida pulsional. Esta hace efracción
periódicamente, con un particular salvajismo, y
desencadena en el nivel del yo angustias narcisistas
contra la intrusión interna de un objeto del que el repliegue
solitario alimentado solamente por la sublimación
creía haberse librado. Sexualidad y agresividad se
reúnen en la idea de una violencia impuesta desde el
interior, que es la violencia misma atribuida al objeto interno
que prohíbe el pensamiento. El afán de mantener
la identidad se sitúa en el centro de estas relaciones de
objeto. La autonomía del pensamiento —y esto no deja
de crear grandes dificultades para la trasferencia y la
receptividad a las interpretaciones del análisis— se convierte
en la presa de un combate librado por el analizando
para asegurarse de su identidad, es decir, para
defender el territorio de su yo, como único lugar donde
se puede mantener una constancia de ser, batallando
contra las usurpaciones de un objeto que nunca puede
coincidir por completo con ese mismo yo, pasado cierto
nivel de investidura limitada o parcial. No se trata de la
búsqueda de una identidad en el sentido de una coincidencia
entre una representación y una percepción,
sino de una lucha encarnizada por mantener una identidad
interna siempre amenazada por un objeto exterior,
siempre extraño al yo, inasimilable por él. Es en efecto
aquí donde la frontera entre lo interior y lo exterior, que
se pretende adquirida, está lejos de encontrarse asegurada,
de donde el repliegue sobre una problemática
identitaria interna para garantizar la diferencia con el
objeto.
Es frecuente que el objeto se viva abiertamente como
hostil o nefasto: casi siempre se trata de la madre, de la
que es preciso defenderse porque es invasora y no se
puede confiar en ella. Pero lo que revela entonces el
análisis es, a pesar de todas las tentativas de puesta a
distancia en la realidad, una imanación del yo atraído
por ese objeto que lo excita por su misma intrusión. Tal
excitación es aprovechada para ofrecer al yo la ocasión
de rehacerse en el combate y de reforzar su coherencia,
como si abandonarse al placer amenazara con traer
alguna disolución de la identidad: el peligro es entonces
la pérdida de todo poder oposicional.
Pero hay otros casos donde pasa al primer plano la
situación inversa, en que se supone que la unión con el
objeto materno consuma la armonía del yo, el acuerdo
del yo consigo mismo.
Durante mucho tiempo, el análisis acaso haga creer
que ese acuerdo sólo era posible con lo que provenía de
la madre, porque cualquier otro objeto presentaba caracteres
de ajenidad que lo volvían amenazador y suponían
el riesgo de romper el lazo con aquella. Pero
cuando el análisis prosigue, la idealización de la imago
materna revela su naturaleza defensiva. En realidad,
justamente la imago materna es la percibida como ese
objeto amenazante e intrusivo frente al cual es preciso
preservar la identidad. ¿Significa esto que estamos ante
dos momentos diferentes del desarrollo, y que el analizando
trata entonces de preservar algo adquirido duramente
que le permitió la separación respecto de la
madre, y ahora intenta poner el espacio psíquico —que
él logró conquistar contra la usurpación de ella— a salvo
de su intrusión? Sería quizás una visión demasiado
simple. La existencia de una idealización primitiva parecería
mostrar, al contrario, que la madre fue siempre
una extraña con la que sólo un self falso podía armonizarse
creando esta identidad de desmentida que era la
condición previa para el establecimiento de una relación
de objeto. Es así como podemos adivinar la existencia de
un pensamiento, en extremo sutil, que utiliza la doble
negación más que la negación atríbuible a la represión,
para preservar los secretos de un yo extraño al objeto.
Este debe de continuo velar por la no revelación de los
pensamientos frente a un objeto cuyas capacidades intuitivas
atestiguan el mantenimiento de un lazo estrecho
cuasi simbiótico con él, siendo que el exceso de esta
intuición podría revelar un deseo de ruptura para adquirir
su libertad.
¿Qué falta a este pensamiento que se funda en la
preservación a toda costa de la autonomía psíquica para
ser un pensamiento? Es tan celoso de su propiedad que
se consume en afirmarse no como un pensamiento, sino
como mi pensamiento. La defensa frente a la avidez intrusiva
que buscaría poseer al objeto y controlarlo se
manifiesta por medio de su contrario: el repliegue sobre
«su propio» pensamiento. Esto sólo atañe a las relaciones
de proximidad con el objeto trasferencial o sus equivalentes
laterales. Por otro lado, el sujeto puede mostrarse
por entero cooperador hacia la comunicación y el intercambio
cuando no traigan consigo ninguna implicación
subjetiva. ¿Hay que ver en esto una variante del narcisismo?
Es posible pensarlo, pero me temo que se interprete
mal el sentido de este funcionamiento, porque,
si bien el narcisismo nunca está ausente de este tipo de
organización, me parece que la investidura del sujeto
recae más bien sobre el control de sus fronteras, que
percibe amenazadas en todo momento, y esto aun sin
que se entregue a proyecciones delirantes. El objeto de
su Dreocupación es, al contrario, el aferramiento a la
realidad, así como la necesidad de hacer compartir y
reconocer por otros una visión real a la que no habría
nada que objetar —en cuanto tal— si el analista no percibiera
que esta realidad es investida de manera delirante
sin que ninguna «idea delirante» se revele nunca.
Por lo demás, puede ocurrir que la interpretación dirigida
a lo que en esta realidad ilustra, de manera metafórica
o simbólica, esas fronteras amenazadas, se admita
sin que ello modifique el vivenciar. En estas estructuras,
es preciso siempre que la agresión —intrusión en el yo,
en el sexo o en el pensamiento se responden en eco—
venga de afuera. La interpretación en términos de identificación
proyectiva, que sin duda es la más acertada,
tropieza con una viva resistencia, pues reduciría al sujeto
a reconocer que el movimiento parte de él, lo que
contradiría la referencia a la realidad exterior que supuestamente
se le impone. De lo real es de donde parten
todas las iniciativas. El Otro es real y, si hubiera que
interrogar a un funcionamiento psíquico, sería al de él.
La habilidad de estos pacientes para detectar los movimientos
contra-trasferenciales que ellos inducen y a los
que el analista debe ceder en ocasiones, pues se ve
arrastrado a una contra-identificación proyectiva para
aliviar su propio aparato psíquico de una tensión extrema,
les sirve de confirmación de la necesidad de consolidar
las defensas narcisistas contra una alteridad
que es hostil en la medida en que el otro no se limite a
refrendar el contenido manifiesto del discurso del analizando.
En estas condiciones, la frontera afuera-adentro
ha servido de ocultación para los conflictos que se
desenvuelven en el adentro. Estos reaparecen cuando,
de nuevo solo, el analizando es presa de angustias destructoras,
en ausencia del objeto, que exigen la verificación
de su integridad y la prueba de su supervivencia.
En contraste con el «delirio» de la intrusión, es en este
caso el vivenciar depresivo de la pérdida el que deja al
pensamiento incapaz de funcionar.
Todo ocurre como si lo que se presenta en el curso de
una relación embrollada —el embrollo de los pensamientos—,
imprecisa, incierta, fragmentada, en que las
secuencias asociativas sugieren a la visión del analista
imágenes carentes de relación entre ellas, persiguiera
un objetivo paradójico: por una parte, se establece una
forma de relación fusional en la que, al parecer, se da
por supuesto que al analista no le harán falta las mediaciones
necesarias para la inteligibilidad a fin de formarse
una idea de lo que en este momento se trasmite y, por
la otra, esta relación de apariencia fusional es el medio
que el paciente ha encontrado para volver inaccesibles
al analista sus pensamientos. En ese momento quizá
sea importante no comprender demasiado lo que se
comunica. Esto explica también que semejante proceso
de representaciones de un pensamiento extra lenguaje
pueda instalarse en el analista en el caso inverso: aquel
en que el refinamiento del pensamiento generador de la
confusión persigue el mismo fin, el de ser entendido más
allá de las contradicciones múltiples del discurso, y pensarse
indescifrable, protegido por el muro del lenguaje y
de las ejecuciones que es capaz de consumar en vista de
una lógica inasible.
La omnipotencia del pensamiento no es aquí la de la
realización de un deseo; más bien seria del orden de una
magnitud negativa: la de un pensamiento que nunca
pudiera ser pensado por el otro. Por ello la referencia
con la que conviene abordar el problema no es la del deseo,
sino la del objeto, la del pensamiento del objeto en
tanto nunca debe absorber al pensamiento del sujeto,
so pena de aprisionarlo en él. La idea de continente,
formulada por Bion, ha permitido, en un primer tiempo,
acrecentar nuestra comprensión, si bien hay que completarla
con lo que la experiencia le aporta. Un continente
puede no ser aceptable para el caso fronterizo,
salvo a condición de que se adapte perfectamente a los
contenidos del paciente, como si fuera propio de él. Es
decir, como si se pudiera sostener la ilusión de que el
paciente encuentra su propio continente en el analista,
con olvido de su función de alteridad. El triunfo del paciente
está entonces en sentir que ha conseguido hacer
del otro, otro él-mismo; dicho de otro modo: que ha revertido
el peligro de intrusión del objeto, consecuencia
de una interpretación de una parte de él por alguien que
no es él, por medio de una intrusión —inconciente— en
el otro, sus representantes o sus producciones, que ha
conseguido volver idénticos a él mismo.
No obstante, el estado de separación no es más tolerable
que el de intrusión. El silencio del analista que pretendiera
ser respetuoso de la preocupación del paciente
por asegurar su separación y su identidad propias provoca
la exigencia consabida: «¡Diga algo!», «Muéstreme
que piensa en algo y que el estado de separación no le ha
provocado la muerte». Todo parece desenvolverse aqui
en el vaivén de un pensamiento que debe asegurarse de
no perder nunca su nexo con su santuario inviolable, al
mismo tiempo que debe darse la prueba de la existencia
del otro de manera indefinidamente renovada dentro de
una relación donde sin cesar se cuestionan su proximidad
y su alejamiento. La angustia, sin duda, justifica
estas oscilaciones que ocupan el lugar de lo que serían
investiduras verdaderamente vivas. Pero estas son amenazadoras
para el narcisismo. La vida es peligrosa, la
muerte es peligrosa. La procura de un estado entre vida
y muerte es con frecuencia lo que se busca en la experiencia
del pensamiento. Quiero decir con esto que toda
experiencia de pensamiento supone una puesta a distancia
del cuerpo y del objeto, que suspende la vida y da
a todo pensamiento, por exaltador que sea, la impresión
de que sólo se adquiere a través de una renuncia que es
como el comienzo de una muerte. La situación analítica
exaspera esta tarea. Es que el pensamiento, en análisis,
exige a la vez la separación respecto del cuerpo y su constante
reunificación con él. Ahora bien, el cuerpo aqui
nunca es, para estos pacientes, eso presente-ausente
que debería ser. Ora está excluido, ora se anega bajo la
forma de la angustia. Esta angustia del cuerpo es confundida
con el objeto. Es percibida como si viniera del
analista, de su cuerpo-pensamiento que es preciso o
bien aniquilar, o bien padecer en una relación aniquilante.
Resulta difícil para el paciente reconocer la proyección,
porque todo su empeño está puesto en establecer
su límite con el otro. Y este límite sólo se puede asegurar
por esta puesta afuera del objeto que deja muy
poca actividad psíquica disponible para discernir el sentido
de la maniobra. Ahora bien, hay que contar además
con la frontera que deslinda el adentro, cuya función de
contra-investidura flaquea a menudo. Ella deja entonces
brotar, no, como se ha pretendido, procesos primarios
que infiltren los procesos secundarios, sino procesos
que se asemejan a los procesos primarios pero que
difieren de estos en tanto se encuentran corrompidos, o
sea que buscan menos la satisfacción de deseos eróticos
que su destrucción, destructividad que recae tanto sobre
los contenidos expresados como sobre el pensamiento
que los expresa. No comprenderíamos nada de
estos pacientes si no percibiéramos que se trata para
ellos de una cuestión vital. Todos sus logros sociales y
sublimatoríos tendieron a la constitución de esta doble
frontera que el análisis ahora cuestiona. La lucha agotadora
se reanuda en este marco, después que había
parecido que la realidad proporcionaba pruebas suficientes
de que este esfuerzo había sido coronado por el
éxito.
La lectura de «La negación» de Freud en la perspectiva
que nos ocupa es sin duda la guía más esclarecedora
para continuar nuestra reflexión. Las formulaciones
ya conocidas acerca del pensamiento se retoman en
ese trabajo, pero insertas en un marco más amplio. Se
esboza allí una prehistoria del pensamiento, que se debe
tomar como un mito de origen.
Es sin duda esta frontera originaria la que Freud traza
primero con la operación inaugural del juicio de atribución.
La decisión que confiere su cualidad buena o
mala a un objeto es aquí contemporánea de un movimiento
por el que se constituyen un adentro y un afuera,
aunque, en este último caso, se trate más de un movimiento
de excorporación: eyección radical que divide el
mundo en dos y constituye un yo escindido de lo que le
es ajeno y es malo. Ahora bien, cuando Freud retoma la
cuestión en el nivel del juicio de existencia, que debe
decidir, con ayuda del yo-realidad definitivo surgido del
yo-placer originario, si la división interior-exterior coincide
con la que separa lo subjetivo y lo objetivo, lo que de
nuevo se plantea es el problema de la diferenciación entre
representación y percepción. La concepción freudiana
del pensamiento se completa con la referencia a la
representación: «La oposición entre lo subjetivo y lo
objetivo 110 existe desde el comienzo. Ella se establece
sólo por el hecho de que el pensamiento posee la capacidad
de volver de nuevo presente lo que una vez se
percibió, por reproducción en la representación, sin que
el objeto tenga que estar todavía presente afuera».7 El
trabajo activo del pensamiento, su palpación motora
con ayuda de las pequeñas cantidades, persigue el reencuentro
del objeto para asegurarse de su realidad y autorizar
por fin la descarga que pone en marcha el proceso
de satisfacción. Sigue siendo el pensamiento del Pro
yecto el que habita este texto treinta años posterior.
Pero lo que Freud omite decir es que entre la constitución
de la frontera originaria y la puesta en práctica
del pensamiento se ha instaurado una segunda frontera
que deslinda el adentro. Porque el acto de exorcismo que
expulsó lo malo fuera del cuerpo no resolvió nada. Es
preciso todavía dominar el retorno de esas impresiones
primeras bajo la forma de recuerdo de esta experiencia
dolorosa, lo que justificará la operación de la represión.
Pero con esta gran diferencia: la represión se consuma
en nombre del yo. La frontera originaria no es la acción
de un yo-realidad del comienzo, que se limitara a situar
la fuente interna o externa de la excitación. Un yo así
está siempre tentado de tratar las fuentes internas como
si fueran externas, y por eso pone en práctica la expulsión
que supone liberadora. Sólo puede alimentar la
ilusión de la eficacia de su procedimiento porque la madre
aporta de todos modos la satisfacción esperada,
pero entonces el objeto-madre es confundido con el yoplacer
originario que se constituye en esta ocasión y que
es sin duda la cuna de un yo-ideal omnipotente. Sin embargo,
el trabajo psíquico se instaura según normas
diferentes. La selección de las excitaciones se establece
entonces según la modalidad agradable-desagradable
para el yo, cuando el objeto bueno ya no se confunde
con el yo. El placer del yo ya no está ligado al sentimiento
de autarquía, nacido de la fusión del yo y del objeto
susceptible de refrendar el movimiento de expulsión por
el advenimiento de una experiencia de satisfacción que
7 ≪La negacion≫, en Résultats. Idées. problémes, vol. II, PUF, 1987,
pags. 137-8.
le fuera consecutiva. ¿A qué se debe que el objeto se constituya
en el exterior, dicho de otro modo, que se pierda?
Una argumentación descriptiva presenta el proceso como
gradual. Una argumentación metapsicológica sólo
retiene el hecho consumado de su constitución exterior.
Es la constitución de un objeto bueno interno la que permite
la constitución correlativa de un yo suficientemente
investido por capacidades de ligazón, que, permite
pensar el objeto ausente fuera de él. Un yo así es capaz
de trabajar sobre la realización alucinatoria del deseo
porque ha remplazado la discontinuidad originaria, que
lo obligó al movimiento expulsivo, por un sentimiento de
continuidad que autoriza la espera, la demora. No se
trata todavía de un yo-realidad definitivo, sino, exactamente,
de un yo capaz de formar representaciones de
cierta duración y de jugar con esas representaciones. La
constitución de un preconciente requiere que se haya
establecido esta frontera interna que permita admitir
ciertas representaciones del inconciente, evitar otras y
proceder a movimientos de una parte y de la otra de esta
frontera interna.
La hipótesis que establezco es que entre este juego de
la representación y el nacimiento de un pensamiento
propiamente dicho debe instituirse una alucinación negativa
de la representación del objeto (la madre o el pecho)
para que advenga, no una representación más o
menos realista, como lo sostiene Freud, sino una representación
de las relaciones en el interior de una representación
y entre diversas representaciones.8 Porque, si la
representación es un prerrequisito del pensamiento,
nunca el pensamiento derivará en línea recta de la representación.
La discontinuidad primitiva que condujo
a excluir el objeto malo no liberó a la psique. Un agujero
se constituyó en ella, como una playa vacía, un blanco
que en los mejores casos resultará parcialmente colmado
por la experiencia de satisfacción, y lo que reste de
él debe ser afectado al trabajo del pensamiento.
8 De ahi la Idea, que Freud defendio siempre, de un pensamiento
inconciente que trabaje a distancia de los restos perceptivos originarios.
Me parece que el distanclamiento no basta para crear las condiciones
de este trabajo, sino que es preciso postular una borradura
de la representacion.
La psicosis nos ofrece la versión caricaturesca de
esta desinvestidura de la realidad, siempre amenazante
por el vacío que deja en el sujeto; en ella la experiencia
de satisfacción es remplazada por el delirio, que es una
tentativa desenfrenada de dar un sentido a la invasión
anárquica del ello, con ayuda de lazos que permanecen
cautivos de las mociones pulsionales. Bajo la forma más
limitada de una experiencia puntual en ese caso fronterizo
que es el Hombre de los Lobos, tenemos la alucinación
del dedo cortado.9 De estos hechos clínicos, justamente,
podemos deducir el prototipo normal, en que
la experiencia de discontinuidad inaugural está representada
por la alucinación negativa — representación de
la ausencia de representación—, a partir de la cual se
constituirán pensamientos discontinuos que se unirán
por medio de lazos no materiales. Que el lenguaje, cuyas
unidades son discontinuas y excluyentes, según la observación
de Freud, tome el relevo de estas operaciones,
que pase a ser una actividad de investidura privilegiada
porque es capaz a la vez de representaciones y de representaciones
de relaciones, es lo que confiere la conciencia
a una parte del pensamiento.
Ahora bien, el lenguaje impone sus constreñimientos
para que quede garantizada su consistencia. Por lo tanto,
el relevo que toma del pensamiento deja fuera lo que
no pueda entrar en las mallas de su lazo. Es una limitación
de la teoría no poder utilizar sino el lenguaje para
dar razón de un pensamiento inconciente que permanece
en su mayor parte insusceptible de ser contenido
por los procesos lingüísticos.
En el análisis de los casos fronterizos, aparece el
blanco del pensamiento. No son los mismos analizandos
los que dicen «Tengo un blanco» y los que dicen «No pienso
en nada». Este blanco que comunican no es evocación
de la represión. Y, aun si, como en el caso de la represión,
es un pensamiento de trasferencia el que se ex9
A. Green. ■L'hallucinatlon negatlve*. en L'Evolution Psychlatrique.
42. 1977, pags. 645-56. Senalo en ese trabajo que la alucinacion del
dedo cortado del Hombre de los Lobos, generadora de terror, supone
una negativacion de la sangre que deberia manar de la herida, que
solo angustia por el vacio que separa al dedo, retenido por un simple
fragmento de piel, de la mano.
presa negativamente de este modo, lo que muestran al
analista es un pensamiento sin contenido pero que deben
comunicar, que no puede conformarse con el silencio,
sino que debe ser trasmitido como una representación
de la ausencia de representación. Ese blanco fue
necesario para que se estableciera el pensamiento. Pero,
en las situaciones analíticas que mencionamos, lo que
se representa es una incapacidad de pensar, siempre
amenazante porque esta incapacidad de pensar, o de representar,
deja el campo libre a pulsiones, por donde el
cuerpo aprovechará esta vacancia del espíritu para precipitarse
en el yo. El blanco no pudo ser integrado a la
ligazón de los pensamientos y de las representaciones;
dicho de otro modo: lo negativo ya no es la fuente de un
trabajo, es un resultado por sí mismo, una suspensión
de actividad psíquica, una muerte puntual del espíritu.
El neurótico y también a veces el caso fronterizo se
conforman con un suspenso del habla, acompañado de
un «No sé». En el psicótico, la respuesta es obligada. En
el caso fronterizo, ese suspenso no es ni una pausa, ni
un suspiro; es una solicitación urgente dirigida al yo o
al analista para que llene el espacio psíquico amenazado
por el vacío o por la intrusión de una pulsión, más
que por una representación indeseable.
A diferencia del obsesivo, en quien la duda es el revés
de una compulsión que prescinde de cualquier decisión
del yo, le dicta su pensamiento y el acto que él debe realizar,
el fóbico, por su parte, se constriñe a no proceder
nunca a la síntesis asociativa. ¿Se trata por ello de una
perturbación del pensamiento? Sin duda que seria posible
creerlo, si no fuera porque, a diferencia del obsesivo,
cuyo pensamiento está sexualizado —en tanto continente—,
en el fóbico es el acto terminal de la síntesis el
que recoge toda la excitación, por lo cual equivale a un
orgasmo.
¿Por qué se se sustrae de él, si no es porque semejante
orgasmo es siempre incestuoso y porque en la fobia
encontramos aquel mismo miedo de ser absorbido
por el otro, pero limitada al orgasmo únicamente? La
repetición de las experiencias de frustración garantiza al
fóbico contra esta posibilidad de satisfacción gozosa en
la que tendría la sensación de ser absorbido por el otro,
respecto de la cual la castración, que adopta aquí la forma
de una imposibilidad de recuperación del pene imaginario,
no es sino el primer tiempo. La fusión sólo es
anhelada cuando no se puede producir, esto es, con un
objeto edípico totalmente investido como tal, o sea, en
tanto implica todas las fantasías ligadas al coito de una
escena primitiva que debe ser una escena de concepción.
La síntesis de las asociaciones toma este valor de
«concepción», por eso no ocurre. Aquí no hay blanco del
pensamiento, sino un suspenso siempre inacabado que
se ha de completar en modalidades autoeróticas. Pero el
suspenso es el heredero de ese blanco.
Volvamos a «La negación» y a esta frontera originaria.
Freud la refiere al lenguaje «de las más antiguas mociones
pulsionales», las pulsiones orales. Lo que hoy podemos
aprehender bajo el texto, esencial para comprender
la mutación kleiniana, es que esta frontera no constituye
verdaderamente un afuera.
Lo expulsado es un abismo, el revés de una boca primitiva
que, vomitando psíquicamente, se expulsa a sí
misma y querría absorber al sujeto desde afuera. Lo así
expulsado es el odio, o algo que ni siquiera lleva este
nombre demasiado diferenciado. La actividad de una
cavidad sin límite que quisiera atraer hacia sí toda la
psique en una aniquilación mortífera. No es el psicótico
quien mejor nos lo muestra, porque a veces está más
allá: en la inercia o, al contrario, en la colmadura de este
vacío por la multiplicidad de las significaciones del delirio
más o menos profuso. No; son los casos fronterizos,
siempre amenazados por el abismo, el agujero, el vacío
sobre el cual se proyecta el deseo de absorberlos y arrastrarlos
hacia báratros insondables, los que nos hacen
sentir, más que representárnoslos, los abismos donde el
pensamiento se pierde.
Desde la eyección primaria que divide el mundo del
sujeto en dos, hasta la negación en el lenguaje, es siempre
la misma operación la que se repite, el mismo acto
psíquico portador del mismo sentido: expulsar para purificar,
purificar para ligar. Ahora bien, incluso cuando
está justificado por las peores angustias de aniquilación
o de muerte, es siempre un fragmento de vida el así
eliminado de la psique. Por lo tanto, es siempre un trabajo
de muerte el que se consuma: desde el negativismo
de los grandes psicóticos hasta la negación necesaria
para el principio de no contradicción. Este trabajo de la
muerte es resguardo de la vida, pero es siempre una
vida más o menos empobrecida, tanto más cuanto que
la sucesión de las operaciones se produce siempre más
hacia el interior. Pero cada operación efectuada para
constituir ese Interior es seguida de una doble amenaza:
por una parte, lo exterior expulsado tiende siempre a
reconquistar su patria de origen: por otra parte, en lo
interior así constituido, advendrá una nueva división
que tratará a una parte de ese adentro como no «agradable
» por proscribir de eso interior, a lo cual intentará
investir sin descanso. Nunca el trabajo de lo negativo
deja al sujeto, a pesar de sus exorcismos repetidos. Así,
cuando las representaciones de palabras se liberan de
sus lazos con las representaciones de cosas, el lenguaje
retoma en su interior el acto de la represión mediante el
uso de la negación.
Tal vez se encuentre paradójico que adjudiquemos a
la muerte lo que es tan necesario para la supervivencia,
para la vida, pero sería plantear mal la cuestión porque
es preciso comprender que los procesos de vida sólo son
viables por la integración de las fuerzas de muerte. Domesticar
la muerte es obligarla a ligarse a la vida. La represión
repite el acto de eyección radical de la psique,
con la diferencia de que constituirá algo reprimido que
atraerá sobre sí lo que resulte rechazado por una operación
de apariencia semejante a la eyección primitiva:
la atracción dentro de lo reprimido preexistente. La alucinación
negativa romperá el lazo con la representación
de cosa, pero la discontinuidad que ella crea en la psique
será puesta al servicio de las ligazones del lenguaje.
La negación consigue liberar el gasto en represión, pero
ella es una manera de reconocer lo que niega. En fin de
cuentas, contra la ligazón pura y simple invocada por
Freud en una serie de operaciones continuas desde la
pulsión hasta el pensamiento, el trabajo de lo negativo
permite reconocer la importancia de una función que
escapó a Freud. Porque, así como el principio de realidad
no se propone encontrar el objeto sino reenconIrarlo,
se puede decir que el pensamiento no consiste en
ligar procesos sino en re ligarlos, después que una borradura
los separó.
¿Dónde situar entonces, dentro de una perspectiva
psicoanalitica moderna, el trabajo del pensamiento? Si
no queremos adoptar una posición teórica que asemeje
el pensamiento al pensamiento operatorio de los psicosomatólogos
—cosa que evocan irresistiblemente las
formulaciones de Freud —, es preciso, dentro de un modelo
metapsicológico, situarlo en una encrucijada: entre
adentro y afuera, por una parte, y entre las dos partes
separadas que dividen el adentro (frontera de los sistemas
Cc-Prcc e lee). Es así como se podrían reunificar los
dos grandes sectores de la psicopatología: psicosis y
neurosis, eon todo el espacio ocupado por las estructuras
no neuróticas, no psicóticas. Para ello, es preciso
tratar la frontera como un concepto.10
Si de manera muy esquemática construimos ese modelo
por medio de una división vertical —frontera del
adentro y del afuera— y dividimos lo interior del adentro
en dos por medio de una frontera horizontal que figure
la separación entre Cc-Prcc e lee, los procesos de pensamiento
se localizarán en la intersección de estas dos
líneas. Reencuentro aquí mi hipótesis de los procesos
terciarios, cuya función es instituir un vaivén entre procesos
primarios y procesos secundarios. Pero a esta
función, ya descrita, agrego la comunicación entre el
adentro y el afuera.11
Una teoría psicoanalitica moderna del pensamiento
ya no puede conformarse con asignar a este una tarea
de exploración del mundo exterior solamente, puesto
que la condición de validez de esa exploración es hoy relacionada
con aquello que la precede: el trabajo psíquico
interno, que desemboca en la constitución del sistema
10 Cf. A. Green. *Le concept de limite≫, en La folie prtvée, Galllmard,
1990. |≪E1 concepto de fronterizo≫, en De locuras privadas, Buenos
Aires: Amorrortu editores. 1990.)
11 Cabe apuntar que Freud nunca establecio la articulacion entre
sus Ideas sobre los procesos Inconcientes de pensamiento y lo que teoriza
bajo el nombre de pensamiento (posposicion de la descarga, accion
experimental de sondeo con ayuda de pequenas cantidades, etc.).
de representaciones inconcientes y su comunicación,
por intermedio del preconciente, con la conciencia.
¿Qué nos autoriza a enunciar esta hipótesis? Ciertamente,
la experiencia adquirida con los casos fronterizos
acerca de la relación con el objeto analítico trasferencial
nos permite reconocer la imposibilidad de disociar
—como en el caso del neurótico— el trabajo intrapsíquico
y el trabajo intersubjetivo dominado por una
preocupación constante por las fronteras y la distancia
óptima. Pero también es esta una visión un poco objetivista,
como si el analizando pudiera pensarse en sí,
fuera del trabajo que efectúa el analista. La fuente principal
de estas reflexiones es el trabajo del analista, que
siempre consiste en un trabajo de pensamiento. En verdad,
la descripción que Freud ofrece del pensamiento
podría ser rehabilitada si la aplicáramos al trabajo
del analista. Por su análisis personal se volvería capaz
—salvo situaciones críticas— de esta reducción cuantitativa,
de la posibilidad de diferir la descarga (interpretativa),
de sondear periódicamente el material volviendo
sobre sí, de formarse una representación de los procesos
psíquicos que operan en el paciente, y de religar, por
el lenguaje, el trabajo de la representación. La alucinación
negativa no está ausente de este trabajo: corresponde
a todos los momentos en que el analista no comprende
nada del material, no puede ni representarlo, ni
descubrir nexos en él. Por eso Bion retoma de Freud
—como Lacan invita a desconfiar de una comprensión
demasiado rápida— la necesidad de enceguecerse para
dejar surgir la interpretación «impensable». Aquella opera
también en la discontinuidad de los pensamientos
que ha procedido a desmantelar la linealidad del discurso.
El analista sabe entonces que pensar es doloroso
para el analizando porque puede sopesar en sí mismo el
considerable esfuerzo de pensar a que obliga su trabajo.
Y esto no concierne sólo a los logros más acabados del
pensamiento, a aquellos que pone en práctica cuando
redacta un trabajo donde da razón de su experiencia,
sino que, al contrario, designa las formas incoativas y
embrionarias de un pensamiento que no logra decirse.
El sentimiento de fracaso que comunican las elaboraciones
teóricas refinadas que encontramos en Bion
—quien tuvo conciencia de ello— o en Lacan —quien
sólo encontró salvación en una fuga hacia adelante— se
debe probablemente al hecho de que seguimos siendo
incapaces de concebir las elaboraciones de un «protopensamlento
» que perdura en un aparato psíquico que
pareció apartarse de él para proseguir su evolución y
mostrarse apto en producciones de alto nivel.
Freud, al final de su trabajo sobre el Hombre de los
Lobos, había presentido el problema en toda su complejidad.
Porque nos inclinamos demasiado a teorizar el
pensamiento como un trabajo que extrae de un elemento
lo que posee en germen, como si sólo se tratara de dilucidar
la implicación de que es secreto portador. Cuando
discute el efecto de la escena primitiva en su paciente,
Freud escribe: «Es difícil rechazar la idea de que una
especie de saber difícil de definir, algo como una preciencia,
actúa en estos casos en el niño. No podemos
imaginarnos en modo alguno en qué puede consistir semejante
“saber", para ello sólo disponemos de una sola
analogía, pero de una analogía excelente: el saber Instintivo
tan amplio de los animales».12 Este patrimonio
instintivo —agrega— «conserva la fuerza de atraer a sí
procesos psíquicos más elevados».
Las formas Incoativas del pensamiento no sólo están
tomadas entre la proyección y la elaboración analítica,
sino que son anticí pato rías; por eso las producciones
psicóticas de los niños, así como las construcciones
delirantes de los adultos, se anticipan a veces a intuiciones
del pensamiento que nos resulta difícil llevar hasta
el final en la construcción teórica. Es así como Freud
debe justificarse por haber descubierto en el delirio de
Schreber una visión metaforizada de su propia teoría.
Es sin duda la persistencia Inalterable de este protopensamiento
la que nos obliga a repetir de continuo
ese trabajo de lo negativo a través de la doble frontera
para no dejarnos invadir por él, para dejar que se Instituyan
con el prójimo, y con nosotros mismos, relaciones
aceptables, sacrificando una parte demasiado exuberante
de esta vida en exceso.
12 Clnq psychanalyses, PUF. pag. 419.

4. El silencio del psicoanalista


(1979)
i
En el curso del pasado otoño, con un grupo de psicoanalistas
amigos, discutimos acerca del silencio del
psicoanalista. La discusión reveló que dábamos del silencio
interpretaciones diferentes. Dos interrogaciones
me quedaron en la memoria.
— «¿Se puede dar al silencio del psicoanalista un estatuto
metapsicológico?».
—«¿Existe el silencio del psicoanalista?».
No resultó fácil responder a la primera. En cuanto a
la segunda, la existencia del silencio era cuestionada
por el hecho de que, aunque es cierto que el psicoanalista
permanece silencioso, y a veces hasta mudo, ese silencio
es, sin embargo, vivo, está poblado por las asociaciones
de la escucha analítica. Era preciso distinguir
entonces entre el silencio como figura del vacío y el silencio
que obedece a una estrategia fundada en las virtudes
del callar. Sabemos que Bion recomendó a los
analistas permanecer sin memoria y sin deseo, y acercarse
todo lo posible a un estado de vacuidad interna,
para dejar surgir los pensamientos suscitados por el discurso
del paciente. Esta observación adquiere todo su
sentido cuando se reflexiona en que fue emitida por un
representante de un grupo analítico considerado poco
silencioso. Y, por lo demás, la recomendación de Bion no
pide estar silencioso, sino mostrarse, en cada comienzo
de sesión, todo lo disponible que se pueda para escuchar
lo nuevo que tenga para decir el paciente.
Si el silencio recubre dos acepciones, la del vacío y la
de la abstinencia verbal, ellas se han de relacionar siempre
con el intenso trabajo de elaboración al que se entrega
el analista durante su escucha silenciosa. En el
caso que consideramos, para Bion, el vacío es sólo un
punto mítico de origen.
En el grupo de colegas que participaba en la discusión,
se expresaron dos tendencias. La primera, claramente
rnayoiitaria, permanecía fiel a la regla de oro del
silencio, por toda clase de razones técnicas, aquellas
que es clásico enseñar en la formación psicoanalitica.
Los analistas que sostuvieron esta posición tenían en
común cierto escepticismo en cuanto al valor de la interpretación
como recurso fundamental del análisis.
Muchos insistían en el papel maternal de la trasferencia,
la relación fusional, lo nunca vivido, lo indecible, en suma:
el «silencio de la madre» como vector del cambio. La
interpretación, según ellos, sería clausurante. Se recordaron,
por añadidura, dos observaciones de Freud: citando
«El motivo de la elección del cofre», la equivalencia
silencio-muerte y, a propósito de «Lo ominoso», que nada
se podía decir del silencio.
Los partidarios del silencio defendieron el valor técnico
de un mutismo cobertor de una masa de pensamientos
que no son para comunicar, a fin de «dejar que
el analizando haga su análisis», según la fórmula consagrada,
como si las virtudes del silencio descansaran
en la idea de que el del analista es signo de aceptación
tácita y de comunicación inlra-verbal, y esto pre-verbal
tuviera la función de un catalizador que actuara de manera
invisible, con lo cual el paciente estaría en condiciones
de comprender por sí solo la significación del
material comunicado. Se apuntó, por lo demás, que,
para citarlos sólo a ellos, Lacany Nacht —el Nacht anterior
al período terminal— estuvieron contestes en pregonar
el silencio. La posición de Nacht pareció más coherente
sobre este punto, porque por esa época ponía el
acento en la relación pre-verbal y la virtud reparadora
del silencio, mientras que Lacan, que defendía la «cadaverización
» del analista, tomaba empero como eje su teoría
sobre el lenguaje, como si el trabajo sobre el lenguaje
en la relación del sujeto con el significante se produjera
únicamente dentro de la enunciación en la trasferencia
y a través de ella. Desde luego, el analista silencioso no
se excusa de interpretar. Pero en tal caso está claro que la
economía de la interpretación que se recomienda, rara,
concisa, breve, obedece a una concepción oracular. Aquí
estamos en el polo opuesto de Winnicott, quien señala
que con ciertos pacientes somos utilizados con relación
a nuestras carencias, que representan las carencias iniciales
del ambiente.
Las cosas no son tan simples porque, en el sentido
opuesto, antaño se ha insistido en la necesidad de frustrar
al paciente. En realidad, la interrogación se debe
plantear de otro modo: «¿Detrás de qué analizando, en
qué sesión y en qué fase del análisis debe intervenir el
silencio del analista?».
En el grupo se expresó otra tendencia que cuestionaba
esta regla de oro. aduciendo los siguientes argumentos:
1. No se puede afirmar que esta regla haya sido enunciada
por Freud alguna vez en sus escritos técnicos. Lo
que sabemos de su práctica muestra que por lo común
era muy poco silencioso, aunque lo fuera con algunos
pacientes: el grupo de analistas ingleses que se analizaron
con él al mismo tiempo que el informante que nos
lo dice, en este caso Kardiner.1 Además, los que trabajaron
con los analistas vieneses pueden atestiguar que
estos no eran ni muy silenciosos ni muy neutros.
2. No se puede pretender que esta regla sea objeto de
un consenso, puesto que las reuniones con los analistas
ingleses, por ejemplo, nos muestran que intervienen con
frecuencia, cualquiera que sea la orientación a la que
adhieran (grupos de Anna Freud, de Melanie Klein o
grupo independiente).
3. En la práctica analítica contemporánea, las neurosis
clásicas son raras. Cuando por casualidad tenemos
una entre nuestros analizandos, demuestran ser de
análisis difícil. Por el contrario, los casos en que dominan
los rasgos narcisistas, o los casos fronterizos, o
aquellos que presentan problemas graves de carácter
muestran que el silencio del analista es improductivo,
sea que los pacientes lo toleren mal, sea que se instalen
en una posición de self falso analítico. El problema se
reduce entonces o bien a rechazar esos candidatos al
análisis, declarándolos inanalizables cuando se los re1
Abram Kardiner, Mon anatyse avec Freud, Belfond, 1978.
conoce antes que aquel comience, o bien, si el analista
ha aceptado el análisis, a interrumpirlo, o también a
aceptar que continúe en una colusión más o menos conciente,
sabiendo que se trata de un seudo análisis. Queda
todavía la posibilidad de modificar la técnica. En este
último caso, la pregunta sería: «¿Qué estamos haciendo?
», ¿psicoanálisis?, ¿psicoterapia?, ¿improvisación de
aficionados?, ¿manipulación?
¿Qué decir, entonces, acerca del estatuto metapsicológico
del silencio?
II
La posición teórica y axiomática que he escogido se
define así: El silencio del analista sólo se comprende
como parte del encuadre psicoanalítico.2 Su sentido sólo
se elucida si se lo incluye en el conjunto de las condiciones
que definen a este, y que constituyen el a priori del
psicoanálisis, o de esta aplicación del método psicoanalítico
a la cura psicoanalítica.
Señalemos desde ahora que el silencio del analista es
solidarlo con los otros parámetros que definen la situación
analítica. Así, el analista, visible al comienzo de la
sesión, deja de serlo en el curso de esta para reaparecer
al final; el paciente en análisis experimenta ese silencio
en la posición acostada, que restringe su motricidad;
este conjunto de condiciones, de las que el silencio forma
parte, es inductor de movimientos de pensamientos
dirigidos a ese objeto inaccesible, que retornan sobre el
analizando encadenándose con otros, sin relación aparente
con los anteriores; este silencio pasa a ser entonces
como la tela de fondo sobre la que se despliega un
pensamiento asociativo que imita el régimen fluente de
la energía libre; si el discurso del paciente es en efecto
2 Sobre la cuestion del encuadre psicoanalitico, conviene consultar
los trabajos de Winnicott, de Bleger, de Jean-Luc Donnet, y los que yo
mismo he escrito (vease ≪L'analyste. la symbolisation et l'absence dans
le cadre analytique-, en A. Green, La folie privée, Gallimard, 1990 [≪El
analista, la simbolizacion y la ausencia en el encuadre analitico ≫, en
De locuras privadas. Buenos Aires: Amorrortu editores, 19901).
un lenguaje, despierta en el analista un enjambre de representaciones,
muchas de las cuales carecen de traducción
verbal. Todos estos rasgos, los más familiares
de la experiencia cotidiana del analista, tanto que ya no
repara en ellos, sugieren la comparación con el sueño:
del mismo modo como el sueño es el guardián del dormir,
el analista es el guardián del encuadre, cuyo principal
parámetro es el síiencío. Las formulaciones teóricas
de Winnicott sobre el encuadre son incompletas porque
este es mucho más que la metáfora de los cuidados maternos.
Seria como una matriz simbólica, un continente
a su vez contenido, una condición del sentido que depende
de un sentido otro.
La primera idea que querría defender es que la función
silenciosa del analista es independiente de la cantidad
de palabras (o de información) qué introduzca en
el encuadre analítico. En realidad, esta función depende
del silencio que el analista observe en su respuesta interpretativa
en cuanto al contenido manifiesto del discurso.
Por eso, no importa cuán prolijo sea un analista,
un analizando tiene casi siempre la sensación de que no
dice bastante y, sobre todo, que no responde a las preguntas
que se le plantean y que, con relación al contenido
manifiesto, quedan sin respuesta. Cuando el analizando
tiene la sensación de que el analista ha dicho demasiado,
esto siempre quiere decir que ha dicho lo que
el analizando no desea oír. Es preciso, como lo hacemos
respecto del analizando, oponer del lado del analista la
palabra plena a la palabra vacía (Lacan). Un analista
que hable muy poco puede no abrir la boca sino para
una palabra vacía. La palabra plena es siempre interpretante
(de manera directa o indirecta), y puede adoptar
la forma del silencio.
Puesto que el referente del análisis es la relación de la
pulsión con lo inconciente, el discurso inconciente del
analizando lleva el propósito de provocar «la acción específica
» (Freud). La palabra del analista es metáfora de
acción, pero es y sólo debe ser una metáfora, lo que implica
que el contenido manifiesto sea soslayado, subvertido.
Esto explica la insatisfacción de ciertos analizandos
que responden a ese soslayamiento impuesto a
«la acción específica», es decir, la acción susceptible de
satisfacerla pulsión: «Pero, ¿qué debo hacer entonces?».
Esta pregunta se Incluye a menudo en el contenido de lo
que llamo la «contra-interpretación» (locución formada
según el modelo de «contra-trasferencia»), que designa
la réplica del analizando —cualquiera que esta sea— a
la interpretación del analista.
Por lo demás, la interpretación no se opone al silencio
en la medida en que este es también interpretación.
Dentro del encuadre analítico no hay sino modelos diferentes
de Interpretación. Como me dijo una paciente:
«En casa de un analista, no se puede quedar con el pie
enredado en la alfombra sin que eso quiera decir algo».
No sorprenderá al lector saber que unas sesiones después
quedó con su pie enredado (o enredó su pie) en mi
alfombra. Que yo calle o que hable, siempre quiere decir
lo mismo. La cuestión es, tanto para el analista como para
el analizando: «Dado que esto necesariamente quiere
decir algo, y que puedo elegir entre varios sentidos posibles,
¿cuál es el bueno?». Por eso, el silencio puede significar
para el analizando alternadamente y según los
momentos de un análisis o de una sesión: fusión, interés
atento, benevolencia, complicidad, respeto por el discurso,
consentimiento («quien calla otorga»), indiferencia,
sueño, rechazo y hasta deseo de evacuación del analista.
La cuestión está en saber sí es más beneficioso
dejar correr el hilo o el filme de la proyección, o mostrar
por qué es tal o cual afecto, tal o cual representación más
que otra la que se manifiesta en el analizando: «¿Quién
habla a quién, para decir qué, en qué momento y dónde?».
Se ha pregonado la economía de la palabra del analista.
¿Qué quiere decir economía? Ahorro, sin duda
(pero, ¿quién es ahorrado?), y también, y sobre todo,
trasformación, como lo indican las palabras de producción
del trabajo según la «oikos nomia», la ley de la casa.
Si la ley no es el oráculo, el ahorro parece ser el del pequeño
riesgo: el de equivocarse manifiestamente. Bion
me dijo que un paciente que no podía engañar a su analista
(to make a fool o f hís analyst) debía de estar muy
enfermo. La economía es pregonada también en el sentido
de la economía de medios que siempre caracteriza a
una solución elegante. T. Reik señaló el papel positivo de
la sorpresa que marca a la interpretación mutativa. Si, a
la interpretación económica, opongo la idea de un pro
ceso interpretativo en el curso de una sesión, entonces la
sorpresa nace precisamente cuando, a tres Intervenciones
en apariencia anodinas y perfectamente asimilables,
sucede una interpretación sorpresa, que tiene el
don de provocar un silencio, que siempre se debe respetar
en tanto es el signo de la elaboración muda. Una paradoja,
que estoy seguro cuestionarán muchos, consiste
en afirmar que el encuadre analítico induce la producción
de un discurso que la interpretación llevará al silencio de
puntuación seguido del relanzamiento asociativo. El
silencio de elaboración será un silencio compartido, que
el analista no deberá romper en ningún caso; según
Winnicott, el selfverdadero es silencioso, y nunca se comunica
con el analista. Del mismo modo, el silencio del
analista protege siempre a su self'silencioso, porque, no
importa cuán prolijo sea, nunca debe hablar de él como
tal y, si resulta imposible al analista no revelarse, no es
menos cierto que esa revelación siempre puede ser objeto
de una proyección.
La función silenciosa es compleja. Habita en hueco el
discurso del paciente, es la sombra de este discurso, su
negatividad. En el momento de la asociación libre, esta
función es delegada al analista, cuando esta delegación
se produce en bloque. Pero esta función aparece también
fragmentada en los intervalos del discurso, las discontinuidades
articulares, los blancos que requiere la
asoclatividad. Cuando el analista toma la palabra, sólo
conoce la línea de lo que irá a decir: la interpretación
emerge del trabajo sobre los blancos del discurso, en la
discontinuidad asociativa. Ella se forma de manera extemporánea
en la ligazón del acto de enunciación que
reincluye y reúne lo que los blancos han borrado y disociado.
Un analista que formulara sus Interpretaciones
con claridad dentro de sí antes de decirlas caería víctima
de una obsesionalización que Ignoraría el mensaje del
inconciente (el propio), incluidos los riesgos de lapsus,
sin remisión posible. He notado que algunas de mis interpretaciones
eran agramaticales, y tanto mejor así,
porque con ello proporcionaba a mi paciente material
sobre mi contra-trasferencla, manteniendo un discurso
vivo que no estaba cortado de sus raíces inconcientes a
través de la elaboración preconciente. Toda interpretación
depende del preconciente porque la interpretación
es el doble resultado de una formación de pensamientos
y de una puesta en palabras, del mismo modo como lo
inconciente es puesta en cadena de representaciones y
de afectos.
La función estructurante del silencio del analista es
indudable. El silencio constituye la tela de fondo sobre
la cual se moverán (o se conmoverán), se dibujarán, se
escribirán, se compondrán las figuras proyectivas del
paciente. Sería como un apriori de la interpretación. No
es menos cierto que en toda época los analistas debieron
reconocer que había pacientes «que no soportaban el silencio
». Las conclusiones que se han extraído de ello son
muy discutibles. En efecto, en vista de la inadecuación
de la técnica llamada clásica, se relegó a esos pacientes
a las tinieblas exteriores de la psicoterapia. La escuela
inglesa adoptó una postura muy distinta, inventó su
propia técnica analítica. Melanie Klein contribuyó mucho
a ese cambio. Pero fue Winnicott el primero en denunciar
la colusión entre analista y paciente, en la que
ambos tienen la sensación de que el análisis avanza laboriosamente,
hasta el día en que llegan a la conclusión
de que el análisis se ha deslizado sobre el analizando
como el agua sobre las plumas de un pato. Winnicott
dice: «No todo el mundo se puede permitir una crisis psicótica
». Este apuntamiento sobre la colusión — de la que
yo mismo he sido cómplice durante mucho tiempo— me
impresionó. Como el niño, el analizando tiene una grandísima
capacidad de adaptación, incluso cuando está
muy perturbado. Como el niño, es también capaz de
constituir silenciosamente su neurosis o su psicosis durante
largos años, mientras presenta la apariencia de
respetar las reglas de juego de la vida, y aun semeja tomar
parte en ella, hasta el momento en que sobreviene
la descompensación brutal. Como el niño con sus padres,
él juega a utilizar las defensas de su analista, al
que consigue convertir en un acólito involuntario para el
no desarrollo de una neurosis de trasferencia; quizá precisamente
porque no tiene una neurosis para trasferir,
sino en cambio una psicosis, o una pre-psicosis, o una
depresión, o un estado fronterizo «de trasferencia».
¿Son trasjeribles y analizables estas estructuras?
Muchos analistas responden por la negativa.3 Lo que me
parece seguro es que ponen a prueba la contra-trasferencia
del analista, precisamente en torno de la cuestión
del silencio. El silencio del analista puede llegar a absorber
esos estados en la cura, es decir, a terminar el análisis
en un non Uquet que deje en el analizando una potencialidad
patógena. Esta lo expondrá a otras descompensaciones,
de donde los casos con «n» tramos con el
mismo analista o con otro.
La coherencia triangular (neurosis infantil, neurosis
adulta, neurosis de trasferencia) es satisfactoria para
el espíritu que observe desde el exterior el desenvolvimiento
de las operaciones: el caos psicótico estructurado
o desestructurante, la nada objetal, las duplicaciones
narcisistas, el caparazón caracterial, la movilidad de los
casos fronterizos no son susceptibles de revelarse sobre
la tela de fondo del silencio del psicoanalista. Los vínculos
(según Bion) no se dan por sentados, la relación entre
energía libre y energía ligada, cuyo lugar de tras formación
es el lenguaje, da más bien acceso a metáforas
volcánicas o desérticas, donde la carga que pesa sobre el
significante es susceptible de producir fenómenos de
fisión nuclear semántica. Estas imágenes apocalípticas
pueden proporcionarnos una idea de aquello de lo cual
el analista se protege para asegurar su tranquila existencia.
Después de todo, el paciente viene a sus sesiones,
paga regularmente y se suicida con bastante poca
frecuencia; es raro que termine en el asilo. Es lo que denomino
la locura privada que sólo el encuadre revela, en
los momentos en que corre el riesgo de quebrarse, de
Asurarse, de escindirse como el yo del que habla Freud
en su artículo «Neurosis y psicosis» en 1924.
Esta capacidad adaptativa, en los casos en que el paciente
no interrumpe el análisis con la huida o el acting
dañino para el análisis, es tal que el paciente se organiza
en el silencio del análisis, con un silencio retorsivo, escondido
bajo el juego de lo que Lacan denomina la pala3
Vease acerca de esto la discusion de Anna Freud sobre mi informe
de Londres (*E1 analista, la simbolizacion y la ausencia en el encuadre
analitico≫, op. cit.).
bra vacía. El análisis queda entonces como letra muerta
y el par se aburre. Ahora bien, nada hay más mortífero
para el análisis que el aburrimiento silencioso del analista.
Juicios de valor Intervienen entonces: *E1 paciente
no merece el análisis». «¡El o ella no comprende nada!».
Pero, ¿qué comprende el propio analista?
El silencio del analista en estos casos deja de ser la
condición favorable para el surgimiento de la neurosis
de trasferencia; se convierte en la certificación de su no
ocurrencia. Por rehusarme a esta situación mortificante
para mí y para mi paciente he decidido, Justamente,
cuestionar la regla de oro del silencio del analista.
III
Sorprende leer bajo la pluma de Freud en «Construcciones
en el análisis», que parece tributario del espíritu
de la escalera con relación a «Análisis terminable e interminable
»: «El trabajo del análisis comprende dos partes
muy diferentes, es decir que se desenvuelve en dos
lugares separados, implica dos personas, cada una de
las cuales tiene asignada una tarea diferente. Puede parecer
extraño a primera vista que un hecho tan fundamental
no haya sido señalado hace ya mucho tiempo;
pero se comprenderá enseguida que no se había disimulado
nada con respecto a ello, que se trata de un hecho
universalmente conocido y por así decir evidente, que se
destaca y se examina por separado sólo con un propósito
particular».4
Estas precauciones estilísticas no son habituales en
Freud. Más bien harían pensar que enmascaran mal
una toma de conciencia muy tardía: más vale tarde que
nunca. Para comprender la prolongada demora que tuvo
que sufrir esta certificación de evidencia, es preciso
volver atrás.
Una cuestión fundamental del psicoanálisis es la de
las relaciones entre los modelos teóricos y la práctica clí-
4 ≪Construcciones en el analisis≫, Standard Edltíon, vol. XXin, pag.
258.
rilca. Estas relaciones no son siempre claras en la obra
de Freud. Podemos distinguir cuatro períodos.
El primero es un período de tanteos. Se extiende desde
Estudios sobre la histeria hasta La interpretación de
los sueños. Los trabajos clínicos llevan a Freud a construir
su primer modelo puramente teórico. Es el Proyecto
de 1895, y su fracaso.
La interpretación de los sueños inaugura el segundo
período, de formación de un modelo teórico y clínico.
Son definidos cuatro ejes en cinco años: el sueño (La interpretación
de los sueños), la trasferencia de las psiconeurosis
de trasferencia [Dora), la sexualidad infantil
(Tres ensayos de teoría sexual) y el lenguaje (El chiste y
su relación con lo inconciente).
Lo que debemos retener del corte entre el Proyecto y
La interpretación de los sueños es que, con esta obra, implícitamente,
Freud proporciona un modelo no sólo del
aparato psíquico, sino también del encuadre psicoanalítico.
Es usual señalar que la situación psicoanalítica
de la que Freud es el descubridor, como es el descubridor
del inconciente, sólo ha sido objeto de justificaciones
pragmáticas, cuando en verdad instituye una relación
absolutamente original y por completo nueva
entre dos seres humanos. Propondré en consecuencia la
hipótesis siguiente: el modelo del Proyecto fue abandonado
porque era un modelo abierto en todas las direcciones.
Incluía el sistema nervioso periférico y el central,
cuyo conjunto caracteriza al sistema de la vida de relación
con sus dos etapas primaria y secundaria: Freud le
agrega —ahí está su originalidad, presente desde esa
etapa— el sistema pulsional, que yo entiendo como metaforización
del sistema nervioso vegetativo o autónomo,
dentro de las referencias neurológicas de su tiempo, en
sistema significante del cuerpo pulsional, y, por último,
el sistema del lenguaje que examinó a propósito de la
afasia (1891). Cada uno de estos sistemas se funda en el
arco reflejo, que Freud invoca todavía en La interpretación
de los sueños, con un polo receptor y un polo efector:
así, sensibilidad y motricidad para el sistema periférico,
percepción y acción para el sistema central, pulsión
y afecto para el sistema precursor de la vida pulsional,
emisión y recepción para el lenguaje. La ciencia de
la época ve en la conciencia el estadio supremo de la
integración porque no considera más que los dos sistemas
de la vida de relación, centrando la actividad psíquica
en las relaciones entre organismo y medio ambiente.
Freud comprende entonces que esta visión es
demasiado vasta para aprehender la referencia esencial
que él busca: la que gobierna la actividad psíquica interna.
Este descentramiento de la psique hacia el sistema
pulsión-representación-acción específica determina que
Freud opere una reducción del modelo del Proyecto, sacrifique
el sistema relacional en relación con el mundo
exterior, acepte dejar fuera de circuito a la conciencia así
como al lenguaje, y consienta en tener del mundo interior
sólo una visión retrospectiva e indirecta, una vez
neutralizados —si no eliminados— aquellos parámetros.
Es lo que teoriza el modelo del capítulo VII. Freud
cierra el polo perceptivo (el sujeto cierra los ojos y «alucina
» en el dormir), clausura el polo motor (el sujeto está
paralizado cuando duerme) y deja que se desenvuelvan
los sucesos psíquicos reordenados por el trabajo del
sueño. Omito los detalles, que son por todos conocidos.
De este modo, Freud se encierra en la caja negra del
dormir, pero, al contrario de los conductistas y en mayor
conformidad con los platónicos (mito de la caverna),
reconoce en su interior «la verdadera vida» psíquica.
Capturado dentro de los límites del sueño, héroe y testigo
de este, vive el sueño sin comprenderlo, y después,
en el tiempo del despertar, recuerda, asocia, establece
los nexos entre restos diurnos, pensamientos latentes,
deseo del sueño, dentro de una perspectiva interpretativa
conjetural. Todo sucede en la posterioridad de lo yasoñado,
en la aprehensión indirecta que intenta alcanzar
el lugar «donde eso era» (o donde ello era), así como el
analizando procura recuperar el pasado perdido.
Ahora bien, el hecho esencial es la homología implícita
del modelo del sueño y del modelo del encuadre. En
la sesión no hay clausura del polo perceptivo, pero el
analista ofrece al analizando una percepción constante
(la que se ve desde su diván), pronto anulada por su monotonía
repetitiva, y se coloca fuera de la vista del analizando.
Tampoco hay clausura del polo motor, pero la
ínotricldad resulta restringida por la posición acostada,
lis entre esos dos polos donde se desenvuelve el discurso
asociativo, con conservación de la conciencia; pero la
censura moral e Intelectual se supone levantada, en la
medida en que está disminuida en el sueño. La concordancia
entre los dos modelos funda la articulación
entre teoría y práctica. La lectura atenta de La interpretación
de los sueños indica ya los lincamientos de los
otros constituyentes del modelo completo, a saber, la
trasferencia, la sexualidad infantil y el lenguaje, que
serán elaborados después por Freud en los trabajos que
hemos citado.
El tercer período se abre con Más allá del principio de
placer, donde las modiíicaciones de la última teoría de
las pulsiones no hacen sino preludiar la segunda tópica,
absolutamente solidaria del dualismo pulsión de vidapulsión
de muerte, cosa que a menudo se omite especificar.
Pero lo que me impresiona es la revaluación paralela
de la trasferencia y del sueño. La primera es explícita
(compulsión de repetición), mientras que la segunda
está implícita en las pesadillas de la neurosis traumática.
En fin, Freud anuncia a Winnicott cuando introduce
la importancia del juego, y a Lacan, con la teoría del len
guaje ilustrada por la posición fonemática «ooo-da». ¿Y
no está ya en el horizonte Melanie Klein, si se comprende
el juego como destrucción-reparación, es decir, como
proceso de duelo? Pero es en la introducción del silencio
en la teoría — las pulsiones de muerte actúan en silencio,
todo el ruido de la vida proviene de Eros— donde me
parece útil poner el acento.
En la articulación entre los capítulos II y III de El yo y
el ello, se puede indicar un momento teórico decisivo.
Mientras que en el capítulo II Freud se inclina con atención
sobre las relaciones Ce-Prcc-Icc, vistas desde el ángulo
de los nexos entre representaciones de cosa y representaciones
de palabra —para lo cual se apoya en los
procesos observables en el análisis—, cierra este capítulo
con el yo como superficie, o proyección de una superficie,
y como yo corporal. Cuando aborda el capítulo
siguiente, rompe esta línea de reflexión para entrar en
un nuevo campo teórico que introduce la referencia al
objeto. Es a partir de una estructura eminentemente
afectiva, la melancolía, como describe las relaciones de
la Incorporación y la identificación, y no por azar escoge
esta afección, cultivo puro de la pulsión de muerte. Se
puede pensar, en consecuencia, que los procesos descritos
se desenvuelven sobre un fondo de silencio.
El último período es, a mi juicio, el de la comprobación
de fracaso o, al menos, el de una invitación a la
humildad. Me refiero aquí a las obras terminales, que
constituyen, por así decir, su legado al psicoanálisis y a
la historia del pensamiento en Occidente: «Análisis terminable
e interminable», Moisés y la religión monoteísta,
Esquema del psicoanálisis. Si teóricamente el resultado
es decisivo, en el plano de la práctica el balance exhorta
más bien a la modestia. El modelo evoluciona hacia el
constitucionalismo pulsional, los traumas precoces y
las defensas frente a ellos, las distorsiones cuasi irreversibles
del yo. El interés se desplaza desde la represión
hacia la escisión. La psicosis amenaza con más frecuencia
de lo que se cree. El campo psicoanalítico tiende
a reducirse a bases más seguras. No obstante, Freud rechaza
todo compromiso técnico, como lo muestran sus
controversias con Ferenczi y Rank.
Conocemos lo que sucedió después: Anna Freud,
apoyada por Hartmann, Melanie Klein (surgida de Ferenczi
y de Abraham), el neo-kleinismo de Bion (quien
intenta reunir a Melanie Klein y a Freud sin pasar por
Anna Freud), la mediación de Winnicott y el neo-freudismo
lógico-lingüístico de Lacan.
En realidad, si —como creo— la hipótesis de la articulación
sueño-encuadre es acertada, me parece que
el afán de coherencia habría debido empujar a Freud a
comprender que la oposición heurísticamente fecunda
es la de vida psíquica diurna y nocturna, como lo sostuvieron,
en una perspectiva diferente de la mía, Denise
Braunschweig y Michel Fain en La nuit, le Jour.5 El ensayo
de estos autores, centrado en el funcionamiento
mental, indica sin duda la vía por seguir.
En mi opinión, el sueño no es la única «actividad psíquica
del durmiente», como se podría creer con Freud,
5 PUF. 1975. [La noche, el día, Buenos Aires: Amorrortu editores,
1977.]
discípulo de Aristóteles en este punto. La noche psíquica
es más vasta y más diversa, puesto que comprende,
además del sueño, la pesadilla, los sueños llamados del
estadio IV,6 la rumiación mental del insomnio, el sonambulismo
y, por fin, el sueño blanco de B, Lewin, que
yo comprendo desde el ángulo de la alucinación negativa.
Esto tiene por consecuencia la aparición de un nuevo
modelo de relaciones despierto-dormido, para evocar el
recuerdo de Heráclito, y, paralelamente, de un nuevo
modelo de relaciones neurosis-psicosis (tomado este último
término en su sentido lato). Del mismo modo, la sexualidad
ya no es la referencia esencial del niño. Debe
ser revaluada con respecto al par que forma con las pulsiones
de destrucción y, por cierto, con respecto al objeto
y al yo.
Comoquiera que sea, parece capital, si se quiere hacer
la teoría de la clínica dentro de la perspectiva de la
articulación práctico-teórica, remplazar la lógica unitaria
por la lógica del par. El par analítico dentro del encuadre
es el homólogo del par formado por el niño-ín-
/ans y el progenitor parlante. Se lo puede reconducir a la
diada niño-madre, a condición de situar al padre en la
ausencia de esa relación. El Edipo sigue siendo, como
Lacan lo ha señalado, la condición estructurante-estructurada
así de la teoría como de la práctica.7 El pre-
Edipo es una noción teóricamente insostenible.
IV
En la situación psicoanalítica, es posible distinguir
diferentes intercambios entre paciente y analista en el
interior del encuadre:
1. Lo dicho del paciente:
2. lo callado, no dicho y sabido, del paciente:
6 Cf. S. Furst, ≪The stlmulus banrler and the pathogenlcity of the
trauma*, Int. J. Psycho-Anal, 59, 1978, pags. 345-52.
7 Lastima que renegara de ello despues.
3. lo callado, no dicho y no sabido, del paciente;
4. lo inaudible y lo Inaudito del paciente;
5. lo dicho del analista;
6. ío callado, no dicho y sabido, del analista;
7. lo callado, no dicho y no sabido, del analista;
8. lo inaudible y lo inaudito del analista.
Esta manera de describir presenta ciertas ventajas
heurísticas:
1. Silencio y palabra son solidarios y con-juntos en
cada compañero.
2. Si la palabra vehiculiza, sin saberlo, el sentido inconciente,
el silencio es sin duda ambiguo, porque recubre
lo escondido (la reticencia), lo no sabido del paciente
y del analista, y lo inaudible y lo inaudito de cada uno de
ellos.
El silencio no es únicamente estrategia. Puede, en
efecto, estar poblado de palabras silenciosas portadoras
de sentido conciente e inconciente; puede también estar
leño de cosas que no sean palabras, pero además puede
ser lo inaudible de lo inaudito. Ya no se trata aquí de
malentendido, sino de negro (o de blanco) auditivo. Esto
puede conducir sea al sin-sentido, sea a un sentido no
verbalizable, que debe estar operante aunque sólo sea
en una forma en que el sentido adopte el aspecto de un
sin-sentido, es decir, no de una incoherencia, sino de
un sentido que las leyes del sentido no comprendan en
todos los sentidos de la expresión.
Si hemos querido ligar el silencio y la palabra (y el
significante no linguaico), nos hace falta decir todavía
que la cualidad y la función del silencio varían en función
del Upo de discurso emitido, desde el doble punto
de vista del analizando y del analista, es decir: lo que el
analista experimenta del discurso del paciente o en sí
mismo como silencio fecundo, estructurante, generativo
(en el sentido en que se habla de una gramática generativa)
o, al contrario, como silencio pesado, pulsionalmente
sobreinvestido, fuertemente proyectivo o fusional
o, en fin, como silencio inerte, degenerativo, silencio de
muerte, está en relación estrecha con los aspectos del
funcionamiento mental y de los temas que tiene a su
cargo elaborar. Y dql mismo modo, el analizando puede
experimentar el silencio del analista de manera correspondiente
según su actitud Interpretativa.
En las situaciones fronterizas,8 el discurso del paciente
impone al analista conmociones afectivas primero
no representativas, de las que una representación, o
un complejo de representación, emerge (en el sentido
que los biólogos dan a este término) en el espíritu del
analista, como fruto de un trabajo, «exigencia» de trabajo
impuesta a lo psíquico como consecuencia de su nexo
con lo corporal. Pienso que podríamos comparar este
trabajo con el que está en el origen de las teorías sexuales
infantiles. ¿Puede la sexualidad no ser «teórica»? He
ahí una pregunta interesante, que se debería discutir.
Es en todo caso el silencio el que constituye la condición
a priorl para establecer los nexos entre los diferentes
tipos de significantes, o entre significantes de la misma
naturaleza. Ello para decir que el silencio es el espacio
potencial de trabajo del analista, pero que de nada vale
prescribirlo de manera forzada, y que este no desaparece
cuando la cantidad de palabras emitidas por el analista
sobrepasa la dosis codificada.
«El intenta hacerme hablar» es un juicio de supervisado
que recita su lección; esto nos hace sonreír. Y
cuando me dicen: «Hablé demasiado, o no lo bastante»,
me interrogo, más bien: «¿Ha hablado de modo certero o
desacertado?», que es la única cuestión pertinente; o
también me pregunto: «¿No habría sido mejor decirlo de
otra manera?». Existe una lógica de la interpretación
que pasa más por su elaboración que por la referencia
económica de la rareza. El silencio puede costar muy
caro si no al analista — quien siempre percibirá honorarios—,
al menos al análisis, que se desenvolverá con
este contrato no firmado pero imperativo: «Sobre todo,
no diga usted nada, yo le prometo que no he de decir
nada, y nosotros no lo diremos a nadie». Historia para
incluir bajo los lacres de lo inanalizado.
El silencio del analista no es una meditación, es una
escucha, pero esto es insuficiente. La atención flotante
8 Vease mi Informe de Londres (≪El analista, la simbolizacion y la
ausencia en el encuadre analitico≫, op. clt.).
no confiere sino una dimensión enteramente parcial de
la actitud del psicoanalista. Se puede decir que el silencio
es el equivalente vigil del dormir del analista: él se escucha
escuchar, en tanto que en esa escena del discurso
oído, que hace eco a la escena del sueño, se forman las
asociaciones del oyente del mismo modo como el trabajo
del sueño opera para reunir fragmentos figurados, tiempo
previo de la formación y, después, la formulación interpretativa,
contrapunto de la elaboración secundaria
del contenido manifiesto de una producción onírica.
Esto debería incitarnos a ceñir mejor el discurso interior
del analista.
En la medida en que la condición necesaria para la
formación de ese discurso interior es el discurso del
analizando, es el trabajo discursivo del analizando el
que rige el silencio del analista, es decir, que él depende
de ese discurso, salvo el caso en que este no sea oído por
su destinatario, no importa que ese silencio, que encuadra
el discurso interior del analista, sea estéril o fecundo,
creador de un sentido nuevo o repetitivo, revelación
o paráfrasis cuando el analista no consigue establecer
los puentes semánticos que permitan despegar del contenido
manifiesto para dirigirse hacia el contenido latente.
Aquí se plantea la cuestión de saber si lo singular
es más apropiado que lo plural, porque una polisemia,
una pluralidad de sentido se ofrece en todo momento,
sentidos múltiples entre los cuales el analista elige, según
sus opciones teóricas, según que adopte la regla de
la superficialidad o que prefiera comprender e interpretar
desde el comienzo en las «profundidades» de la lengua
fundamental del paciente. Puede en tal caso encontrarse
con la fragmentación asociativa de la histérica,
las rupturas permanentes del discurso y el aislamiento
afectivo del obsesivo, la monotonía depresiva, la racionalización
encofrada paranoica, la Incoherencia esquizofrénica,
que obligan a escoger estrategias interpretativas
apropiadas. Es beneficioso, en ciertos casos en que
la comunicación da pruebas de ataques a los vínculos
(Bion), tratar de constituir una trama discursiva de dos
dentro de una urdimbre verbal donde el discurso del
analizando y el del analista trencen el tejido de un discurso
reticulado. El riesgo de esta actitud interpretativa
es la Introducción de términos alógenos a los contenidos
del paciente. Es aquí donde el psicoanalista debe demostrar
Imaginación psicoanalítica y, sobre todo, esforzarse,
más que por traducir contenidos, por utilizar los
restos de los girones del discurso del paciente, que quedaron
pendientes en la sesión —palabras destinadas a
caer en la oreja de un sordo— para reunirlos en un nuevo
espacio potencial (Winnicott) de forma a menudo paradójica.
Es decir que el silencio del analista es un silencio
laborioso, al que su aparato psíquico es convocado.
Debo precisar aquí que las críticas que he dirigido a
una práctica lacanizante del análisis, debidas a una teoría
del lenguaje insatisfactoria, frente a la que acabo de
proponer una alternativa que me parece más adaptada
al psicoanálisis,9 me conducen empero a recordar que
en cualquier circunstancia la atención prestada a las
palabras de los pacientes debe ser en extremo rigurosa,
porque indican el límite de contención por lo verbalizable
y constituyen otra forma de complejidad con respecto
a la fantasía.
Cuando se procede de este modo, se intenta recoger
todo lo que es verbalizable en el discurso inconciente, ni
más ni menos. Esto exige una producción interpretativa
en que la exploración del lenguaje se debe llevar muy
lejos. Pero ello sólo es admisible a condición de proponer
un modelo del lenguaje del psicoanalista. Las trasformaciones
del código antilingüístlco del inconciente en el
código lingüístico del preconciente exigen un trabajo silencioso
en el que opera la función auto-referente del
lenguaje. En realidad, esta actitud no debe ser sistemática,
sino que varía según las posibilidades del paciente
—y, desde luego, las del analista—. Opino que no es sino
una regla en materia de interpretación. Es de aplicación
simple y difícil: se trata de determinar conjeturalmente
lo que el paciente puede oír del analista. Oír no quiere
decir comprender ni consentir tácitamente, porque poco
importa obtener confirmación o refutación de parte del
analizando de la interpretación del analista, como dice
9 Me refiero aqui al trabajo aparecido en el n° 381 de Critique, 1979,
cuyas tesis fueron desarrolladas despues en Le langage dans la psychanalyse.
Belles Lettres.
Freud. Por el contrario, es del mayor interés observar la
contra-interpretación, es decir, la respuesta inmediata
del analizando a la interpretación del analista.
El efecto positivo de la interpretación se contiene en
cuatro frases:
Pensé en ello (pero no lo dije)
Justamente lo estaba pensando
Nunca se me pasó por la cabeza (siempre lo supe)
Esto me hace pensar en...
Las dos primeras respuestas son un encuentro entre
analista y analizando. No significan sino que analista
y analizando se encuentran en la misma longitud de
onda, sin que se produzca levantamiento de la represión.
Del mismo modo, la cuarta frase significa que hay
levantamiento de una represión en la persecución de los
procesos semánticos asociativos hacia un núcleo semántico
reprimido. Sólo el «Nunca se me pasó por la
cabeza» signa el levantamiento de la represión en relación
con el pasado («nunca» signa la intemporalidad de
lo inconciente). Esta última frase quiere decir muchas
cosas; uno de sus sentidos es: esto estaba recubierto
por el silencio, que la interpretación de usted ha descubierto
en los dos sentidos del término, a saber, desnudado
y hallado. Pero es preciso agregar que en caso de
que la interpretación sea certera, al analista también,
aunque ese material le haya sido presentado numerosas
veces, «nunca se le pasó por la cabeza». Uno de mis pacientes
me ofreció como contra-interpretación: «¡Pucha!
¡Y ahora me viene a decir esto!». Como cuando una muchacha
se acuesta con un tipo desde hace varios meses
y se lo cuenta a su madre, quien le responde: «|Y ahora
me vienes a decir esto!». En suma, siempre lo supo.
En cuanto a la polisemia, sabemos por experiencia
que un material se puede interpretar según diversas categorías
sub-referenciales (el referente es el inconciente).
Lejos de tener que elegir necesariamente una de las
sub-referencias en detrimento de otra (un «dialecto» del
inconciente, como diría Freud), hay que comprender
que la estructura inconciente es reverberada-reverbe
rante, lo que significa que las diferentes posiciones se
I lacen eco unas a otras. Es lo que nos permite hablar de
castración fálica, anal, oral, o decir que la fantasía de la
madre fálica significa, en ciertos casos, la necesidad de
negar la castración por medio de la fantasía del pene o
de los penes maternos (cf. «La cabeza de Medusa*) y, en
otros casos, esta madre fálica es efectivamente penetradora
para el sujeto (por un orificio cualquiera, o por todos
a la vez). Es la razón por la cual podemos interpretar
el mismo material desde el ángulo de la ímago paterna o
de la ímago materna. La reverberación se expresa todavía
mejor cuando el deseo sólo se dice a través de la identificación,
y el Edipo construye las relaciones de simetría
invertida entre deseo e identificación. Ahora bien, el
Edipo es destruido, reducido al silencio, sólo el silencio
permite, a través de sus vestigios, registrar el juego de
espejos a que ha dado lugar.
Es preciso terminar con el realismo genético, y aun
con el de la crónica de las figuras fantaseadas que se
apoya en un historicismo ingenuo y, por añadidura, sin
ninguna prueba sostenible. La imagen de una temporalidad
en espiral se impone aquí, donde la ilusión de continuidad
es menos importante que los dibujos que se
pueden trazar cruzando espiras que pertenecen a etapas
diferentes. Una cosa es segura: no hay posibilidad
de plegar el uno sobre el otro contenido manifiesto y
contenido latente. Esta verdad evidente es empero desdeñada
en todas las formas de interpretaciones simultáneas
que no son sino paráfrasis del discurso del paciente
en jerga psicoanalítica. Lo que queda por decidir
son las figuras de la represión de que se trate (represión,
desmentida, desestimación, forclusión) y los aspectos
específicos de ellas.
En este preciso sentido hablo del silencio como espacio
potencial en el analista. Lo que quiero decir es que el
acondicionamiento de* universo inconciente del paciente
según las distintas sub-referencias indicadas supone
su no-comunicación, de la cual la forma más grave es la
escisión, que hace pasar el silencio entre dos posiciones
por una distancia dlsjuntiva sin generatlvidad. Esta
disjunción (que empero supone su conjunción negativa
metafórica), es decir, esta separación, convoca la reunión
de aquellas bajo la forma nueva de la interpretación,
que no es sino una simbolización. Es el silencio el
que constituye el tiempo previo donde la sucesividad se
muda en simultaneidad, en tanto que la reverberación
consumada permite a lo reverberado traducirse en otra
sucesividad. Dicho de otro modo, el silencio es el lugar
de la borradura de lo manifiesto para que se revele lo
latente. El silencio es la ausencia por la cual lo manifiesto
cae en el vacío para resurgir bajo la forma de lo
latente. El silencio es condición, tiempo en condicional,
gobernado por el pensamiento implicativo: si... entonces;
dicho de otro modo: «si oyera el deseo del discurso,
entonces el discurso del deseo sería este». «Si» es una
condición suspensiva, un suspenso analítico donde el
deseo faltador espera del analista que no le falte. Un
paciente me dijo en el curso de una sesión: «¡Pensar que
en París hay un solo analista que hable, y justo vengo a
dar con él!*. Pero al final de la sesión dice, antes de dejarme:
«Le agradezco». Acaso me despedía con ello, pero
le era forzoso reconocer que esas delicias masoquistas
ocultaban un conflicto de identificación con un padre
sádico y seductor odiado por haber obligado a su madre
a abandonarlo seis meses después de su nacimiento enviándola
al campo porque allí el aire era mejor, y un
abuelo bueno y generoso, pero hacia quien él se había
descubierto deseos de muerte inconcientes culpables.
En la trasferencia, operaba la proyección alternada de
estas dos imágenes respecto de mí, desde luego que sin
tener la menor idea de ese conflicto. Mi silencio había
atestiguado en él la resistencia de la «excepción», a saber,
que su sado-masoquismo —nada reducido— se le
aparecía como una retorsión legítima por el mal que
le habían hecho.
Esto nos muestra hasta qué punto el silencio del
analista, silencio de acogimiento de sus propias asociaciones,
silencio de espera, silencio poblado, es sobre
todo un silencio de una «exigencia de trabajo de lo psíquico
del analista a consecuencia de su nexo con lo corporal
del analista».
La idea que debe prevalecer en lo sucesivo es la de la
lógica del par analítico representado por la conexión de
dos aparatos psíquicos el uno con el otro, separados por
una diferencia de potencial significativo.
Con esto proporciono sólo la versión fecunda del trabajo
analítico. Es preciso también contar con los bloqueos
asociativos debidos a la contra-trasferencia (en el
sentido clásico del término) y, sobre todo, me parece, a
los aspectos más «locos» del analizando. Por locura privada
no entiendo necesariamente la psicosis fantástica
del analizando, imagen de un universo a la Jerónimo
Bosch cuyo pintoresquismo suele ser fácil. Esta locura
puede ser un lenguaje loco, un cuerpo loco, una sexualidad
loca, etc. El éxito del análisis depende, sobre todo,
de la tolerancia del analista hacia esta locura privada. El
silencio del analista puede ser en estos casos un silencio
de defensa, de rehusamiento o de refugio para salvar su
salud psíquica. Nada obliga al analista a vivir esas ordalías
y, si se siente indispuesto con esos desbordes pulsionales,
que siga siendo un analista clásico. Es mejor
ser un buen analista de neurosis clásicas que un mal
analista de estados fronterizos. Por último, agregaré que
ser un analista de pacientes «fronterizos» no debe conducimos
a ser ciegos para las resonancias edípicas de
todo material. Porque el Edipo está dondequiera y desde
siempre, desde la concepción del sujeto.
V
¿Por qué las neurosis se prestan a la técnica analítica,
mientras que las estructuras no neuróticas parecen
refractarias a ella? Invocar la regresión me parece
un mero subterfugio teórico. Pudiera ser que la adecuación
de las neurosis al análisis se explicara por su
relación con las perversiones. La neurosis como negativo
de la perversión sería compatible con las exigencias
que definen el encuadre analítico, por el hecho
de que las perversiones ponen en juego pulsiones parciales
en el interior de un yo comprendido dentro de las
fronteras de un encuadre (o estructura encuadradora)
que habría conseguido mantener su unidad narcisista
por la erotización de las pulsiones de destrucción. El
perverso habría procedido en definitiva a la narcisación
de su yo para conjurar un peligro de fragmentación
frente a lo Insostenible de la diferencia de los sexos, con
sacrificio de la integración de las pulsiones bajo el primado
de la genitalidad. En una palabra, habría «escogido*
el narcisismo unificador del yo contra la fusión de
las pulsiones respecto del objeto. Amenazado por las
pulsiones de destrucción, habría conseguido ligar estas
por medio de la libido erótica (de donde el sado-masoquismo),
instaurando la primacía del falo (narcisista)
contra el primado de la genitalidad (objetal). La neurosis,
negativo de la perversión, realiza una unidad simétrica
e inversa, es decir que desnarcisa el yo procediendo
a la fusión de las pulsiones bajo el primado de la genitalidad.
Pero por el hecho de reconocer la diferencia de
los sexos, es decir, la angustia de castración, la fijación
fálica se convierte en un refugio ante el abismo vaginal.
Parece que Jouhandeau, en polémica con Roger Peyrefitte,
le espetó: «El falo ama el silencio», como si el silencio
fuera la condición necesaria de su elección o de
su erección.
Ahora bien, si Freud tiene razón, o sea, si es cierto
que la neurosis es el negativo de la perversión, el retroceso
hacia la fijación fálica es el primer tiempo hacia la
regresión, que permite a las pulsiones parciales perversas
(reprimidas en la neurosis) manifestarse. Pero ellas
io hacen entonces en el marco de un yo lo bastante narcisado
para permitirse esa regresión de las pulsiones. Lo
que significa que, en el análisis, se podría establecer
una relación de correspondencia entre el yo y las pulsiones
parciales, por una parte, y el encuadre y el discurso
asociativo, por la otra.
La tolerancia al discurso asociativo —simulacro de
fragmentación— estaría entonces bajo el control de un
yo asaltado por las pulsiones parciales de la perversión,
pero lo bastante seguro de sus límites y de su consistencia
para permitirse levantar la censura moral e intelectual
(o racional), es decir que las pulsiones de destrucción,
ligadas por el narcisismo y limitadas en su expresión
por el sadismo respecto del objeto, no amenazarían
ni al yo ni al objeto de manera peligrosa: el analista está
tranquilo en cuanto a lo que pueda sucederle al paciente
entre sesiones. Deja que el proceso analítico se desenvuelva,
y la trasferencia sigue su curso.
En los casos que se sitúan fuera de la neurosis, las
condiciones son diferentes. La situación está menos comandada
por las relaciones perversión-neurosis que por
las que ligan psicosis y casos fronterizos. La represión es
la defensa dominante en el primer caso, mientras que la
escisión lo es en el segundo. En las estructuras que dependen
de la relación psicosis-casos fronterizos, la «parcialidad
» de las pulsiones o bien no es totalizable o bien,
cuando se manifiesta, no puede ser contenida. Las pulsiones
parciales van unidas a objetos parciales que ponen
al yo bajo la amenaza de la fragmentación.
En suma, en el caso del par perversión-neurosis, yo y
objetos se encuentran totalizados (al precio de la represión,
lo que relaüviza mucho esta unificación, que acaso
no sea sino una contención), mientras que, en el caso de
la psicosis y de los casos fronterizos, la solución pasa
por una narcisación previa del yo con miras a establecer
una relación de objeto. El neurótico sueña y los casos
fronterizos tratan de soñar, pero de hecho son presa de
la pesadilla, del sonambulismo, del sueño blanco, ¡aun
cuando parezcan conseguir un «simulacro» de sueño!
Lo que me parece importante es comprender que el
yo fragmentado, las pulsiones parciales, los objetos parciales,
no siempre van juntos, y que son posibles reagrupamientos
limitados. Así la perversión, expresión
de pulsiones parciales, es compatible con un yo unificado
y un objeto también relativamente unificado, que
empero excluye la vagina. Del mismo modo, el caso
fronterizo posee un yo menos unificado que el perverso,
en coexistencia con pulsiones parciales más unificadas
(al menos superficialmente).
Esta distinción entre pulsión y objeto es importante
porque puede situarse en la fuente de conflictos esenciales.
Hay que saber establecer la diferencia entre lo
que pertenece a una y a otro en la sesión.
¿Como hace frente a esta situación la técnica no silenciosa?
¿Cómo operar la narcisación del yo? Por la
operación de la ligazón, la Bindung freudiana. El analista,
en lugar de que se desenvuelva el filme o el hilo
asociativo, puntuará el discurso con intervenciones —no
todas las cuales son interpretaciones —, ligará los jirones
del discurso. Ahí está el peligro, porque el analista
puede verse tentado de pensar que esos trozos asociativos
insertos en el discurso están contenidos por un yo
con suficiente revestimiento mental. En realidad, la escisión
se efectúa entre cada fragmento asociativo, yuxtapuesto
a los precedentes y a los siguientes, sin ninguna
relación entre ellos. Dicho de otro modo, lo que está
en entredicho es la simbolización. La ligazón operada
por el analista lleva en consecuencia el propósito de religar
los elementos desligados para poder, en cierto momento,
interpretar y ya no sólo intervenir. Hay dos tiempos
en la simbolización: el primero religa los términos de
lo conciente, el segundo utiliza las ligazones establecidas
para religarlas con lo inconciente escindido.
Este trabajo de ligazón y de religazón se opone al
trabajo de las pulsiones de destrucción. Para ser eficaz,
debe ser superficial. Las interpretaciones profundas «de
mazazo» o sistemáticamente trasferenciales no hacen
más que reforzar la escisión. Este trabajo en superficie,
al ras de las asociaciones, tiene por objetivo constituir
un pre-conciente que, las más de las veces, no desempeña
su función de mediador o de filtro, en los dos sentidos,
entre conciente e inconciente.
Una reflexión más ahondada conducirla quizás a reconocer
la solidaridad entre trabajo de ligazón -*• erotizactón,
pulsiones de destrucción -* narcisación secundaria
del yo, represión y preconciente. Esto implica que
se comprenda al mismo tiempo la angustia de los casos
fronterizos y la de las neurosis en que la angustia de
castración, acoplada con la angustia de penetración, se
reverbera en el par formado por la angustia de separación
y la angustia de intrusión. En este punto se podría
repensar el concepto de distancia debido a Bouvet. Baste
decir que la distancia respecto del objeto sólo tiene
interés para el analista en la medida en que le sirva para
evaluar lo que el analizando puede entender del mensaje
del Otro, que le es reenviado bajo su forma invertida, según
la fórmula bien conocida de Lacan.
El trabajo del analista se sitúa entonces en el campo
transicional descrito por Winnicott, que puede definirse
como una categoría simbólica. Es el área intermediaria
del símbolo como «tal vez», no lo que es, o lo que no es,
sino lo que puede ser, sin que esta esperanza de realización
resulte nunca realizada con seguridad. Pero lo
peor no es siempre seguro.
VI
El trabajo del analista es conjlictual Es el producto
de una lucha constante entre el entender, el mal-entendido,
lo no-entendido, lo inaudito, lo inaudible sea porque
no es perceptible, sea a causa del horror provocado
por la audición.
En el flujo asociativo del discurso del analizando, la
linealidad de ese discurso engendra, a medida que progresa,
efectos retroactivos [feed back semánticos) que
estructuran la progresión de la formulación verbal. La escucha
analítica es progrediente-regrediente. El inconciente
no es segregativo: se dice como puede y hace fuego
con cualquier leña. Todo abordaje exclusivo de un solo
tipo de significantes: linguaico, representativo, afectivo,
corporal, activo, es una tala importante de la polisignijlcancia
y amputa al significante psicoanalítico de sus
funciones propias. El analista es políglota, entiende el
lenguaje del sueño, de la fantasía, del lapsus, del acto
fallido, o de todo lo que se nutra del estilo inconciente.
Sin duda, el silencio es el fondo sobre el cual se desarrollan
las figuras de las armonías significantes (y sus disonancias).
Esta codificación-decodificación, recodificación,
remite siempre al en otra parte (de la sesión) y al en
otro tiempo (del análisis), a la intemporalidad del silencio,
al tiempo en psicoanálisis y a la heterocronía fundamental
que lo habita.
El poliglotismo del análisis, el entendimiento de los
idiomas, de los dialectos del inconciente impone también
una concepción plurifuncional de las formaciones
del inconciente. Acabo de mencionar el lenguaje, el sueño,
la fantasía, etc. La clínica psicoanalítica moderna
nos muestra que ya no podemos aceptar sin crítica proposiciones
tan generalmente admitidas como esta: el
sueño es la tentativa de realización de un deseo. Aunque
esta fórmula, que es de Freud y data de 1932 (La ínter
pretación de los sueños menciona solamente la realización
de un deseo, de manera más compleja y matizada,
pero sin introducir la cláusula restrictiva que indica el
término «tentativa»), da testimonio de una evolución del
pensamiento del primer psicoanalista. Bion ha mostrado
que el sueño podía tener una función evacuadora:
desembarazarse del deseo por medio del sueño más que
elaborar los deseos que anhelarían realizarse; Winnicott
ha comprendido que el fantaseo hiperactivo era el medio
de anhelar no hacer absolutamente nada a pesar de
imaginar que se hace una multitud de cosas; B. Lewin
se ha referido en escritos demasiado poco leídos y demasiado
poco meditados al profundo deseo de dormir en la
sesión de análisis amoblada de palabras; otras tantas
revaluaciones que nos imponen una visión nueva de los
conceptos fundamentales. Ahora bien, es justamente el
silencio, propicio para la elaboración, el que revela las
máscaras del discurso. Este desenmascaramiento silencioso
opera por el afecto del analista, disarmónico respecto
de los mensajes del discurso. Por suerte, el disfraz
es traicionado por indicios mínimos, a veces meramente
estilísticos, que ayudan al analista a oír lo inaudible.
Comoquiera que sea, el fundamento del silencio en
análisis consiste en volver posible la emergencia (por lo
tanto, la novación) de la representación. El trabajo analítico
consiste en el análisis de las representaciones del
paciente (en el sentido conceptual más amplio) para
sustituirlas por otro sistema representativo por el cual
adviene el sujeto. Por eso el silencio del analista es sólo
el medio por el cual se rehúsa a percibir lo manifiesto,
absorbiéndose en los espaciamientos para hacer emerger
la representación psíquica de la pulsión.
Un modelo general de la actividad psíquica se propone
entonces: organización, desorganización-borradura,
reorganización. Es aplicable a toda forma de actividad
psíquica. Este modelo reformula nociones que nos son
familiares: deseo-represión-retorno de lo reprimido. En
la sesión, el silencio corresponde al tiempo medio, mientras
que la interpretación atestigua el tercer tiempo. Es
importante recordar la no-linealidad del trabajo psíquico,
su polifonía. Es el sentido de la asociatividad analítica.
La línea quebrada de las asociaciones corresponde
a las resistencias despertadas en cada punto del árbol
asociativo, que obligan a las facilitaciones a seguir de
largo, a desplazarse, a condensarse. La interpretación
consiste en adivinar la vía tapada, ocultada, por el estudio
de las relaciones entre los diversos puntos de ruptura
de las facilitaciones y lo que ellos dejaron pasar en
cambio.
Dicho de otro modo, el desvío es la Junción esencial
tanto de los procesos primarios como de los procesos
secundarios. Condensación quiere decir dos (o más) en
uno, desplazamiento quiere decir uno en dos. Nunca uno
es igual a uno en el pensamiento psicoanalítico, y por
eso es preciso ser dos para hacer un psicoanálisis. El
desvio exige como condición necesaria y suficiente el
dos. Es tiempo de que nos situemos en la lógica del par;
para ello es preciso hacer silencio sobre la lógica unitaria
del discurso manifiesto.
Una conclusión deriva de ello: la relación que la resistencia
y la asociación-disociación mantienen con el
intelecto.
En efecto, puesto que la inteligencia consiste en el
establecimiento de relaciones ocultas, inaparentes, se
puede afirmar que las relaciones conjuntas-disjuntas,
en la medida en que forman bloque, son el fruto de la
resistencia. Freud, en el Proyecto, escribe que el pensamiento
«debe poder seguir todas las vías». Desde luego,
nunca puede hacerlo. Lo que hay por descubrir debe
necesariamente estar desviado.
El silencio es ese espacio de fluidez que acoge a la
disimulación para deshacerla y operar un simulacro de
verdad, donde simulacro se toma en el sentido que le
dan los autores de modelos: un constructo. No es necesario
que el silencio se prolongue indebidamente, porque
entonces se corre el riesgo de que el analizando se
instale en él con comodidad para no producir más que
simulacro (Lacan). El análisis puede, en ciertos casos,
semejarse a una partida de ajedrez: jaque a la neurosis,
al self falso, al proton pseudos. No hay que olvidar que
las partidas de ajedrez se juegan en silencio, porque la
palabra del analista no suprime el fondo de silencio sobre
el cual se dice.
La sombra proyectada del silencio sigue, adherida a
sus pasos, a la palabra luminosa. Kalka, en un cuento
metafísico,10 escribe: «Pero las Sirenas tienen un arma
todavía más terrible que su canto: es su silencio. Se
puede imaginar —el hecho no se ha producido, pero es
concebible— que alguien escapara a su canto; a su silencio,
ciertamente no. (...) Y, en verdad, cuando llegó
Ulises, las portentosas cantoras no cantaron, ya creyeran
que sólo el silencio era capaz de doblegar a semejante
adversario, ya fuera que la imagen de la felicidad
que se dibujaba sobre el rostro del héroe, que no pensaba
más que en su cera y sus cadenas, les hiciera olvidar
todo su canto. (...) Por otra parte, la leyenda agrega un
apéndice a esta historia. Ulises —dice— era tan fértil en
invenciones, era un compadre tan astuto que ni siquiera
el Destino podía leer en su corazón. Quizás, aunque la
cosa sobrepasa el entendimiento humano, quizás él vio
realmente que las Sirenas callaban, y no hizo otra cosa
que simular, para oponerles, y oponer a los dioses, la
actitud que hemos dicho, como una especie de escudo».
10 *Le sllence des slrenes≫, en La Muraille de Chine, trad. AJexandre
Vialatte, Galllmard. 1950.

5. La capacidad de ensoñación y el mito


etiológico
(1987)
Ensoñar significó ante todo vagabundear o delirar o,
en los dos sentidos del término, divagar. La ensoñación
es una errancia del espíritu fuera de los caminos demasiado
delineados de la razón. Aun antes de que Freud
hubiera comprendido el interés de la asociación libre,
después que las investigaciones forzadas de la hipnosis
mostraron sus límites, la lengua había aprehendido
de manera intuitiva el parentesco entre esta divagación
del psiquismo normal y el delirio enfermizo. ¿No lo adivinan
ciertos placientes para quienes hacer asociación libre
es arriesgar volverse locos? Con la capacidad de ensoñación
de Bion, el acento se desplaza doblemente: por
una parte, se pasa del lado del analizando al del analista
representante de la madre; por otra parte, lo que era
locura potencial pasa a ser, al contrario, factor de salud
psíquica.
Bion no había introducido aún la capacidad de ensoñación
en su teoría cuando aludió a la penumbra de
asociaciones que rodea a los conceptos. Por mi parte,
situaré la capacidad de ensoñación en la «penumbra de
asociaciones» de la asociación libre, es decir que la consideraré,
en sesión, como una réplica o un análogo de la
asociación libre, por lo que esta incluye, para quien se
entrega a ella, de oscuro y de enigmático. Del mismo
modo, consideraré la asociación libre como réplica o
análogo del sueño y de sus procesos primarios.
Si existe una división neta entre procesos secundarios
y procesos primarios, esta división puede engendrar
formaciones de compromiso. Es precisamente el caso de
la fantasía conciente —esa mestiza, como dice Freud—,
llamada, por otro nombre, «ensoñación». En todos los
casos, lo Importante es el adjetivo Ubre. En música {Reverte
de Schumann). como en literatura {Reverles d'un
promeneur solitaire de Rousseau), el término «ensoñación
» designa una actividad del espíritu que anda sin fin
preciso, sin rigor metódico, como una boya que se dejara
llevar al capricho de las olas bajo el influjo de las
corrientes que animan al mar. La libertad está ligada al
hecho de dejarse ir, renunciando «libremente» a ejercer
un control sobre los acontecimientos.
Bion: ensonacion de la madre, pensamiento
del analista
Ahora bien, el punto de partida del pensamiento de
Bion es su experiencia con los psicóticos que presentan
síntomas del orden del pensamiento: en ellos, a diferencia
de los neuróticos, la asociación libre es más bien una
asociación prisionera. Se efectúa según los constreñimientos
de una actividad proyectiva que impide toda
integración, toda aparición de novedad, así como todo
aprendizaje; por lo tanto, toda maduración. Se puede entonces
atribuir a la capacidad de ensoñación de la madre
el papel de una hipótesis de base deducida a partir
de la experiencia en que ella habría faltado. Esto presupone
algunas Inferencias:
1. El modelo de la situación analítica reproduce la
situación de la relación madre-hijo.
2. Esta homología se revela pertinente y eficaz con el
paciente neurótico y permite un crecimiento del proceso
analítico, un aprendizaje del paciente gracias al análisis,
mientras que fracasa con el psicótico. Como mínimo,
ella exige un tipo de interpretaciones diferentes, extraídas
de hipótesis acerca de las relaciones que existirían
al comienzo de la vida entre la madre y el hijo, y que muy
tempranamente sufrirían distorsiones dañinas para los
procesos de pensamiento.
3. Bion sitúa esta perturbación en la imposibilidad
de un registro, es decir, de una memoria conservadora
y, por lo tanto, potencialmente adquisitiva e integradora.
Esta falta resulta de una tendencia a evacuar las
frustraciones ligadas a la presencia de elementos inasimllables
por la psique del sujeto: los elementos p. Ahora
bien—y en esto reside la originalidad de Bion frente a
Melanie Klein, que al mismo tiempo lo aproxima a Winnicott—,
la clave de tal distorsión está en que los elementos
inasimilables proyectados no son recibidos ni
trasformados por la actividad mental de la madre. En
los casos normales, esta, por medio de su capacidad de
ensoñación, los restituiría al hijo operando la conversión
de los elementos p en elementos a que forman el
tejido fundamental de la actividad psiquica.
4. Implícitamente, Bion admite que el niño al nacer
se ve modelado por el predominio del modelo digestivo a
partir de la experiencia del pecho. Nq obstante, este modelo
digestivo se acopla a un modelo psíquico apuntalado
sobre el modelo digestivo. Dicho de otro modo, aun si
el pecho amamanta bien al niño, la conservación del pecho
bueno no basta para engendrar el pensamiento. Es
su condición necesaria, pero no suficiente. El apuntalamiento
de lo psíquico en lo digestivo permite comprender
la necesidad de postular que se lo retome en el plano
intersubjetivo. Dicho de otro modo, la madre «digiere»
psíquicamente las proyecciones del espíritu del niño (las
rumia, por así decir, gracias a su capacidad de ensoñación)
y lo alimenta de otro modo, devolviéndole ese producto
pre-asimilado por ella. El niño recibe por consiguiente
un amamantamiento segundo, metafórico del
primero. Se nutre no del pecho corporal, sino del pecho
psíquico de la madre. La madre ha acumulado en ella lo
«vomitado» por el niño, y ha hecho lo que él mismo todavía
no puede hacer: lo ha «psiqu izado» y ha trasformado
este alimento «concreto» en alimento psíquico. El
niño podrá servirse de este para construir su objeto psíquico
interno, conservando ese pecho psíquico primitivo
que le permitirá elaborar progresivamente, a partir de
este pensamiento incoativo, un aparato de pensar los
pensamientos capaz de registro y de anticipación. Este
ya no padece los sucesos sino que se anticipa a ellos.
Bion, en este punto, se encuentra muy próximo al Freud
de «Los dos principios...».
En contra de lo que sostiene Melanie Klein, para
quien todo parece suceder del lado del lactante, mientras
que es desdeñable lo que proviene de la madre (en
este punto, ella es freudiana), Bion, como Wlnnlcott,
parte del par madre-hijo. Lo que es más: sitúa del lado
de la madre la génesis de la función a en el niño. Para
decirlo de otro modo: una teoría que se limita a considerar
los efectos del pecho bueno y del pecho malo no
puede dar respuesta a la cuestión de determinar cómo
se crean las cualidades psíquicas. La contribución de la
madre dispensadora no sólo de leche sino de amor, de
comprensión, de ternura, de seguridad —otras tantas
cualidades propiamente psíquicas— es la fuente de la traducción
de los elementos [i en elementos a, gracias a su
función ligadora. Dos clases de ligazones intervienen
aquí: las que operan intrapsíquicamente en el bebé (gracias
a la función a) y las que se instalan intersubjetivamente
entre la madre y el hijo (trasmisores de la función
a) que presuponen esta función en la madre.
La originalidad de la posición de Bion está en considerar
la ensoñación como soporte del amor (o del odio)
de la madre en su relación con el hijo.
Es aquí donde se revela cierta circularidad en el pensamiento
de Bion, quien no siempre es explícito. Bion
parte de la situación analítica entre un psicótico y un
analista. Desde ahí, su ensoñación lo impulsa a buscar
un modelo de la relación madre-hijo (en otra parte y
en otro tiempo) susceptible de explicar lo que ocurre en
la sesión (aquí y ahora). De hecho, sin duda, porque el
analista, Bion, es movido por ensoñaciones hacia su paciente
adulto, funda la hipótesis causal de que la relación
madre-hijo es susceptible de incluir aquella ensoñación
análoga a la que se desenvuelve en el análisis.
La relación analítica permite comprobar que el analizando
se encuentra en un estado que Bion caracteriza
como ajeno tanto al dormir (actividad onírica) como a la
vigilia (actividad secundaria). Esta actividad da testimonio
de la producción de una pantalla (de lenguaje)
deshilvanado, incoherente pero, sobre todo, no ligado.
No obstante, esta comunicación no produce algo ininteligible:
la capacidad interpretativa (en los términos de
A - amor y de C - conocimiento) opera siempre en el
analista, cuyo pensamiento se mantiene teóricamente
indemne en cuanto a la ligazón. Pero la respuesta a la
Interpretación muestra que el poder interpretativo, en el
psicótico, no encuentra eco. Lejos de concluir, como ya
lo había hecho Melanie Klein, que las pulsiones de
muerte del niño son las únicas operantes, Bion ilumina
la participación materna por la ausencia de ensoñación
en la madre, porque la ensoñación es, a su juicio, el canal
por el cual se vehiculiza el amor. Lo que se repite
entonces en el análisis es la carencia de la madre, y el
analizando vive la situación como si las interpretaciones
del analista quedaran sin efecto porque el analista-madre,
haga lo que haga, no puede nutrir psíquicamente al
niño, tal como antaño sucedió con la madre.
La capacidad de ensoñación del analista, de la cual
sus interpretaciones son el reflejo, carece de efecto germinativo
porque no toma el relevo de la capacidad de ensoñación
de la madre, quien de hecho estuvo desprovista
de ella. La interpretación no despierta nada, no reanima
nada que hubiera estado presente pero reprimido. Desemboca
en un vacío en el paciente porque en él faltan
las huellas de una capacidad de ensoñación de la madre,
que no ha dejado ninguna inscripción. Esto implica
importantes conclusiones: si una interpretación produce
cierto efecto, es porque consigue reavivar algo ya existente.
No podría crear sentido ex nihíio, allí donde este
no existía. Ponderamos lo importante que es el acuerdo
entre los dos compañeros del par analítico, puesto que
el par tiene un solo objeto: el inconciente del analizando
soñado por el aparato psíquico del analista.
Aquí se instaura, en Bion como en Winnicott, un pensamiento
del par y aun del trío; se lee en Aux sources de
l’expérience: «Si la madre nutricia no es capaz de dispensar
su ensoñación, o si la ensoñación dispensada no
se duplica en un amor hacia el niño o hacia el padre,
este hecho será comunicado al lactante, aun si le resulta
incomprensible» (12.11, pág. 63).
En el modelo bioniano, el problema esencial consiste
en trasformar una impresión de los sentidos en una experiencia
emocional. Este referente afectivo de la psique
indica suficientemente la diferencia entre las teorías de
Bion y de Lacan. Pero, por otro lado, mientras que Bion
parece relativizar el lugar de la representación, si lo
comparamos con el pensamiento de Freud, introduce
con esta observación un elemento que escapó por completo
a Melanie Klein.
¿Con qué sueña la madre? Con el hijo o con el padre.
Este ingreso del padre en la ensoñación de la madre me
parece fundamental; es una explicación mejor que cualquier
otra de la triangulación precoz presente desde el
comienzo de la vida.
El amor al niño no es excluyente del amor al padre y,
si la madre es la primera seductora del niño, según
Freud, es preciso establecer la diferencia entre esta seducción
y la parte del goce sexual como acmé del amor
hacia el padre. La maternidad pone en juego pulsiones
de meta inhibida. Por más que la ternura materna incluya
muchos goces escondidos, por ejemplo el del erotismo
del amamantamiento, su vagina no goza con el hijo
nacido de sus entrañas, aun si el parto le hubiera dado,
en medio de los dolores, una satisfacción con la que
ningún pene podría rivalizar. La erogenidad materna se
vuelve más difusa y más excluyente de la genitalidad. La
prohibición del incesto opera primero en la madre, cueste
lo que le cueste.
¿Qué es soñar con el padre? Es soñar con el vínculo
existente entre los padres y entre el bebé y el padre, del
cual la madre es, si se me permite decirlo, el lugar común.
El Mutterkomplex, tal como lo entiendo, es el que
ve en la madre el espacio corporal doblemente habitado
por el hijo y por el padre. Soñar con el padre es, en
consecuencia, soñar con la reunión triangular (o más)
de aquello que los cuidados maternos tienden a separar
en la relación estrecha madre-hijo. Es ya, por lo tanto, soñar
la apertura de la relación con el tercero, seguida del
apartamiento temporario del bebé por la reconstitución
de la unidad dual de la relación plenamente sexual. No
todas las madres consiguen siempre fácilmente este
paso de un objeto al otro.
Soñar con el padre es, para la madre, recordar —yaque
esa felicidad de la relación madre-hijo tiene sólo un
tiempo, que se la debe vivir en plenitud pero que su hijo
no le pertenece. Tiene su libre despliegue en la misma
medida en que la pareja parental lo tenga también. La
felicidad de la pareja exige periódicamente «el olvido» del
niño. Si el niño es amado y se siente amado, aceptará
sin demasiado perjuicio esta inevitable desposesión de
la madre. En el caso contrario, permanecerá durante toda
su vida aferrado a su objeto para liquidar un contencioso
nunca liquidable. Dicho de otro modo, el aferramiento
es lo contrario del vínculo. Porque el aferramiento
permanece fijado con desesperación al mismo objeto,
mientras que el vinculo se desplaza y puede convertirse
en vínculo de vínculo, dicho de otro modo, no sólo relación,
sino relación de relación; es el pensamiento.
Por tentadoras que sean las analogías, pondré límites
a la comparación entre la capacidad de ensoñación de la
madre y la escucha interpretativa del analista. El ana
lista no es la madre, por más que el paciente se encarnizara
en querer que así fuera. El amor del analista hacia
su paciente, sin el cual ningún análisis tiene posibilidades
de ser logrado, excluye el contacto físico que es el
complemento indispensable para la capacidad de ensoñación
en la madre. Bion, al introducir este concepto,
quiso establecer la separación entre lo físico (los sentidos)
y lo psíquico (la experiencia emocional portadora
de sentido). Vio un equivalente de lo psíquico en la cura
en las condiciones de comodidad material del análisis: el
diván, el espacio reservado, el tiempo concedido, etc., es
decir, los elementos materiales del encuadre. Sin embargo,
ellos están lejos de equivaler al contacto físico de
la relación madre-hijo. La distancia efectiva del analista
en la cura hace necesariamente del analista una imagen
también paterna. La comunicación por el lenguaje acentúa
aún más esta referencia, sin que haga falta mencionar
aquí todas las piezas de la argumentación lacaniana,
que no carece de fundamento.
En definitiva, ¿cómo sueña el analista a su psicoanalizando?
Todo depende del corpus del que parta y del
mito de referencia al que se atribuya papel explicativo.
Aquí el corpus es el análisis de los pacientes psicóticos,
en quienes Bion discierne la «perturbación fundamental
», como se decía en psiquiatría, o sea, los signos
que denotan perturbaciones del pensamiento. Este
cambio de corpus con respecto al análisis clásico, centrado
por la clase de las neurosis, servirá de matriz psicopatológica.
Toda la clínica y toda la teoría son repensadas
desde el ángulo psicótico. En esto, Bion es el contínuador
de Melanie Klein, quien supone, en todo ti idi
vtduo, una psicosis original que los más afortunados
superarán. El cambio del corpas de base traerá consigo
un cambio del mito de referencia. En efecto, ya no es el
mito de referencia freudiano el que sirve de plataforma
de elaboración.
Denomino mito de referencia al conjunto históricamente
articulado de los conceptos ordenadores del desarrollo
hipotético del niño tal como el análisis permite
construirlo. El mito de referencia bioniano es un montaje
formado con elementos kleinianos (el pecho, la
identificación proyectiva, las angustias arcaicas, etc.)
remodelados por su combinación con elementos freudianos
(la descarga motora de alivio de las tensiones,
lo inconciente y lo conciente, el registro, la atención, el
pensamiento, la realidad, etc.). Este montaje en el que
participan creaciones originales de Bion (factores y funciones,
elementos p y a, función a, etc.) crea el mito de
referencia bioniano fundado en cierto número de principios,
entre los cuales se sitúa en el primer plano la distinción
de lo físico y lo psíquico.
La capacidad de ensoñación aparece tras una larga
reflexión sobre las relaciones del objeto bueno y el objeto
malo, desarrollada con una sutileza y un sentido dialéctico
que faltan al pensamiento de ese leñador del psicoanálisis
que fue Melanie Klein. Del mismo modo, la obra
de Freud resulta descentrada en más de un aspecto: la
realización alucinatoria del deseo es un suceso psíquico
que presupone que los efectos desastrosos del objeto
malo hayan sido, por así decir, precozmente neutralizados.
Así, Bion comprueba que lo psíquico no puede elaborarse
a partir de la experiencia psíquica del pecho,
aunque este sea bueno. Lo psíquico sólo puede nacer del
psíquismo, para el caso, el de la madre, lo que es otra
manera de decir que el pensamiento sólo puede nacer
del pensamiento del objeto. En este sentido, la teoría de
Bion se sitúa en ruptura con la de Melanie Klein.
Es esencialísimo notar que la teoría de Bion y el mito
de referencia que ella crea nacen por entero de la elaboración
de los intercambios analíticos en sesión. Mientras
que, en Freud, no existe una correspondencia confesada
entre el mito de referencia, tal como lo describen
«Pulsiones y destinos de pulsión» o «La negación», y la
situación analítica.
Freud: la construccion, la contra-trasferencia
y la representacion
Volvamos entonces a Freud y a su triple caracterización
de la situación analítica: del lado del paciente, asociación
libre; del lado del analista, atención flotante y
neutralidad benévola. Esta descripción clásica es muy
imprecisa y harto insuficiente. Advertimos bien su necesidad:
el analizando hace asociación libre, la atención
del analista flota. La segunda parte de la comparación
es simétrica de la primera: del lado del analizando, una
actividad asociativa libre; del lado del analista, una receptividad
fluctuante. En cuanto a la neutralidad benévola,
es el correspondiente de lo que se desenvuelve en el
paciente; este, a causa de la trasferencia, no podría ser
neutro: ama o detesta. De rechazo, el analista no responde
ni al amor ni al odio del paciente, al menos en
principio. No obstante, su neutralidad es benévola, lo
que significa que la animan sentimientos de amor hacia
el paciente, pero un amor que es retenido y que toma distancia
frente a las proyecciones amorosas u odiosas del
analizando. El amor se limita aquí a la comprensión
del paciente. Tal es la situación Ideal.
Según Freud, el analista no asocia, sin duda porque
el registro de los derivados del inconciente y de los procesos
primarlos en el analista no podría compararse, a
su juicio, con el desencadenamiento que se produce en
el paciente. El analista permanece dueño de su pensamiento
para ejercer su acto de interpretación. Si asociara,
perdería la distancia que hace falta para una visión
clara. Ajuicio de Freud, la interpretación resulta de
las deducciones del analista, no de una deriva paralela a
la del paciente. Esta Imagen del análisis reproduce algunos
de los defectos del mito de referencia de Freud.
Hoy a todo el mundo le parece bien denunciar el carácter
solipsista de su concepción del desarrollo, que descuida
la respuesta del objeto; del mismo modo, para que
el análisis se lave de toda sospecha de sugestión, el
analista se guarda de introducir elementos subjetivos de
interpretación con asociaciones de su coleto.
No obstante, hay que esperar hasta el último de los
escritos técnicos de Freud para oírlo recordar que el
análisis se hace entre dos. «Lo que deseamos es una
imagen fiel de los años olvidados por el paciente, imagen
completa en todas sus partes esenciales. Aquí debemos
recordar que el trabajo analítico consiste en dos piezas
distintas, que se ejecutan en dos escenas separadas y
conciernen a dos personajes, cada uno de los cuales tiene
a su cargo un papel diferente. Si nos preguntamos
por un instante por qué no se prestó atención mucho
antes a este hecho fundamental, no tardaremos en decirnos
que nada de ello se había ocultado; se trata de un
hecho bien conocido y por así decir evidente que, con
una Intención particular, nos limitamos a poner de relieve
y a apreciar por si mismo».1 Y Freud que precisa
estas dos tareas: para el analizando, la de recordar, para
el analista, la de deducir lo que fuere, a partir de las
huellas de la represión, o, más exactamente, de construirlo.
No obstante, está claro que la división del trabajo sigue
bien deslindada, y que no podría existir cambio o
confusión de los papeles. Esta idealidad en extremo
científica no sobrevivirá a los progresos del análisis. La
turbación de Freud es aquí manifiesta, y quien se excusa,
se acusa. ¿En quién piensa cuando recuerda lo que
no ha sido puesto «negro sobre blanco»? Me pregunto si
no responde aquí a Ferenczi, en un doble aspecto: por
una parte, para declararse de acuerdo con él en cuanto
a la doble polaridad del análisis, que lo convierte en una
relación de acoplamiento, y, por otra parte, para limitar
los efectos de una posible colusión trasfero-contratrasferencial:
«No amen a sus pacientes más allá de las
reglas prescritas de la neutralidad. Manifiesten su benevolencia
escuchándolos y deduciendo de ello lo reprimido.
Y si los traumas primitivos los han dejado estupefactos
hasta el punto de abolir en ellos toda memoria,
1 Standard Edltlon. XXIII, pag. 258. •Construcciones en el analisis≫,
Résultats, idées, problémes, II, PUF, 1987. pag. 270.
o toda huella de esta catástrofe, expresen su amor construyendo
lo que ha sucedido en lugar de ellos, y eso es
todo».
Lo que cabe destacar aquí es también el cambio de
corpas de referencia en Freud como en Bion. El final de
«Construcciones en el análisis» mostrará que Freud
piensa en ciertos delirios analizables (también el delirante
sufriría de reminiscencias) tales que los sucesos
traumáticos se habrían situado antes de la instauración
del lenguaje, y por eso los sujetos no tuvieron a su disposición
más que recuerdos e impresiones de lugares,
sin poder —a falta de inscripción mnémica debida a la
fijación preverbal— asociarles además rememoraciones
de acontecimientos. «Construcciones en el análisis»
muestra entonces que es preciso, en ciertos casos, renunciar
al levantamiento de la amnesia infantil, sin que
por ello el análisis fracase, puesto que el poder de convicción
de la interpretación se puede adquirir en virtud
de representaciones de cosas erráticas, desprovistas de
la connotación linguaica que les hubiera infundido coherencia
y forma.
Abierta así la vía de las fijaciones preverbales, todo el
análisis moderno se precipitaría por ella. Pero se debe señalar
una paradoja: aunque el lenguaje nos rehúsa su
ayuda en la rememoración, es empero a través de él como
se aprehende lo preverbal. Y aunque la intuición del
analista recayera sobre lo extra discurso del material
(actitud corporal, tensión afectiva, angustia, etc.), no sería
menos cierto que justamente las representaciones de
palabra permiten al analista colmar las fallas del discurso
para construir lo definitivamente amnesiado.
En el fondo, la cuestión de la contra-trasferencia
quedó planteada desde ese momento. La respuesta a la
trasferencia del analizando ya no se limitaba a la simple
interpretación de este, sino que Imponía una actividad
de pensamiento: una construcción. La contra-trasferencia
dejaba de tener una función inhibidora; al contrario,
se volvía estimulante. Todo ello mucho antes que Paula
Heimann lo expresara hacia 1950. No obstante, una
cuestión se plantea aquí. ¿Qué supone pensar para un
analista y para un analizando? Para Freud, la actividad
de pensamiento es fundamentalmente del orden de la
representación. El afecto no desempeña un papel de
igual dignidad en este caso, de donde la orientación
adoptada por Lacan y su destierro del afecto en la teoría.
A la inversa, desde Ferenczi y, sobre todo, desde Melanie
Klein, las fantasías inconcientes son versiones representativas
de lo que ella denomina memories infeelings,
es decir, recuerdos en forma de sentimientos, de
donde la posición de Bion, para quien el paso de lo físico
a lo psíquico es el paso de los datos en bruto de los
sentidos a una experiencia emocional. No deja de traer
consecuencias que los tres factores de Bion, L, H, K,
o, en castellano. A, O, C, sitúen el knowledge, es decir,
el conocimiento, del lado de los afectos fundamentales
Amor y Odio. ¿Paradoja bioniana? La cumbre de la evolución
del pensamiento: el cálculo algebraico (que no carecería
de relación con el materna lacaniano), tiene su
fuente en la experiencia emocional. Bion establece una
equivalencia entre el «Siento que» (en el sentido de «Presiento
que») y el «Pienso que». El afecto resulta, en consecuencia,
en su teoría, alzado a la dignidad de un principio
de conocimiento.
De cualquier manera que tomemos este problema,
desembocaremos siempre en la cuestión de la representación,
porque, así como Melanie Klein entrega a los
pacientes representaciones, por más que crea interpretar
«recuerdos en forma de sentimientos», del mismo
modo los afectos contra-trasferenciales comunicados al
paciente en la forma de interpretaciones verbales convierten
a estos en representaciones. Diré que en ningún
caso se puede saltar la palabra del paciente, es decir, la
representación de palabra asociada al afecto (la voz) y
la representación de cosa (inseparable de la Investidura)
que le corresponde. La distancia entre la representación
de cosa conciente y la representación de cosa inconciente
es el núcleo de la actividad psíquica. No obstante,
como lo vengo sosteniendo desde hace tiempo, la representación
de cosa o de objeto desborda en mucho el
marco del representante-representación, e incluye lo
que he propuesto denominar el representante-afecto,
los estados del cuerpo propio, las huellas de los actos,
etc. En cambio, todo acceso directo a la representación
de cosa (conciente y, afortiorí, inconciente) es una ilusión.
Dicho de otro modo, la mediación verbal es el acceso
obligado a las representaciones de cosa o de objeto.
La experiencia psicoanalitica y la historia de la
cura
Dejemos el lenguaje metapsicológico, volvamos a
la experiencia. Un paciente habla, entrecorta su decir
con silencios o con suspiros, gesticula o permanece inmóvil,
cruza o descruza sus piernas, se hace oír más o menos
claramente, más o menos patéticamente, modula su
humor, implora, protesta, declara su ardor o su aversión,
es apenas inteligible o recita, sus dichos son inconexos
o demasiado coherentes, etc. ¿En qué consiste la
escucha del analista? En primer lugar, en comprender
el sentido manifiesto de lo que se dice, condición necesaria
para todo lo que sigue; después, y es la etapa fundamental,
en imaginarizar el discurso, es decir, no solamente
imaginarlo, sino incluir en él la dimensión imaginaria
construyendo de otro modo lo implícito de ese
discurso en la puesta en escena del entendimiento. La
etapa siguiente (delirará o) desligará la secuencia lineal
de esta cadena, evocará otros fragmentos de sesión: recientes
unos (acaso de la última sesión), menos recientes
otros (aparecidos hace algunos meses) y, en fin, mucho
más antiguos otros (por ejemplo, un sueño de los comienzos
del análisis). He ahí el fondo sobre el cual se desarrolla
la capacidad de ensoñación del analista. Esta
cobrará cuerpo en la última etapa, la de la religazón, que
se efectuará seleccionando y recombinando los elementos
así espigados para dar nacimiento a la fantasía contra-
trasferencial que va al encuentro, se supone, de la
fantasía trasferencial del paciente.
Debo hacer notar que la recombinación junta unidades
desemejantes de discurso: un gran tramo asociativo
podrá evocar sólo una palabra o un afecto, que
podrá ligarse con una sola palabra marcada por una
repetición, y hasta un empleo asaz insólito o un poco
disonante, y evocar por asociación un tramo entero, una
sección importante del material que se había considerado
anodina, casual o trivial; la tonalidad emocional del
discurso dará entonces su coloración a un nexo de causalidad
que aparece por primera vez o que es familiarmente
repetitivo. Todo se precipitará, o se cristalizará en
una interpretación, fruto de la ensoñación.
Estas descripciones en las cuales, creo, cada analista
reconocerá su experiencia, implican dos desacuerdos
de mi parte. En primer lugar, con Bion, cuando sostiene
que el analista no debe tener ni memoria ni deseo (si
bien se debe precisar, como él mismo lo hizo, que la proposición
sólo se aplicaba a las situaciones en las que la
comprensión del analista se encontraba como paralizada,
lo que no siempre se ha tenido en cuenta). Después,
con Freud, quien afirma que el analista, por su
lado, no tiene nada que rememorar. Pienso, muy al contrario,
que el analista, que debe estar dispuesto a acoger
lo nuevo, sólo puede hacerlo a condición de ser el con
servador de la historia del análisis. En lo que se refiere al
pasado, he utilizado la noción de mito de referencia para
destacar bien el carácter común a los mitos y a nuestras
hipótesis evolutivas: el de ser explicaciones aprés coup,
o sea, mitos etiológicos. Pero como nosotros no estábamos
allí, y como, en el nivel de los fenómenos considerados,
nadie podría haber estado ahí —sobre todo no pudieron
estar ahí los «observadores directos», limitados a
registrar los comportamientos—, sólo se puede tratar de
una construcción ficticia. El término «interacción» destaca
claramente esta dimensión de comportamiento, en
tanto que la expresión «interacción fantaseada» me parece
auto-contradictoria; preferiría decir en cambio «interrelación
fantaseada».2 Por su parte, el analista tiene
la tarea de ser el archivista de la historia del análisis, y
de buscar en los registros de su memoria preconciente,
para lo cual convocará sus asociaciones en todo momento.
La historia del análisis no es la reconstrucción de la
historia que ocurrió en lo real (el famoso niño real de
Anna Freud), es la construcción de la realidad psíquica
del sujeto. Esto equivale a decir que, con relación a
Freud y a su gran afán de historicidad (véanse las discu-
2 O, si se prefiere tambien, interinduccion.
slones sobre el caso del Hombre de los Lobos y las hipótesis
referidas a la datación cronológica de los acontecimientos),
nos encontramos, en los casos fronterizos
y las estructuras psicóticas, ante organizaciones que no
se limitan a mostrarnos historias lacunares, como en el
neurótico, sino que a menudo nos presentan un cuadro
ahistórico. La historia de la enfermedad es más rica que
la historia del sujeto, no es que los recuerdos falten, sino
que el nexo entre los recuerdos evocados y la estructura
psicopatológica presenta una distancia ininteligible.
Una cosa no explica la otra. Lo que la historia del psicoanálisis
de un sujeto permitirá construir, antes del descubrimiento
de los sucesos claves que se han mantenido
ocultos durante mucho tiempo, será la estructura de
los procesos psíquicos fundadores, portadores de distorsiones
de base que habrán de marcar el desarrollo de
la organización psíquica. Sin embargo, la cuestión es a
veces más compleja de lo que parece. Cierto paciente
que parecía haber destruido, o no haber construido
nunca su historia oficial —la que será deconstruida por
el análisis, en un caso de neurosis — , aportará, al cabo
de largos años de análisis, tras numerosas estasis y
múltiples fases estériles del proceso analítico, recuerdos
muy significativos que son otras tantas revelaciones
para el analista que ve en ellos con toda razón piezas
capitales del rompecabezas analítico y que parecen subtendidas
por las fantasías más clásicas. El análisis de
la prehistoria, que es mucho más prolongado, como se
sabe, que el de la historia, ha permitido dilucidar esta
última. Es en el curso del análisis de esta prehistoria,
previa a la adquisición del lenguaje y a la función de los
recuerdos, cuando la capacidad de ensoñación del analista
se revela tan esencial, como si el analista dedicara
un largo tiempo al tejido de la tela y a la construcción de
la pantalla sobre la cual se proyectará el filme del sujeto
que al fin podrá contar una historia o un drama.
Lo que más aqueja a la teoría psicoanalítica es una
insuficiente elaboración de la temporalidad, a la que le
falta articular los conceptos diferentes de desarrollo,
maduración, cronología, anterioridad y posterioridad,
repetición, diferencia entre tiempo del sujeto y tiempo
del Otro, lentitud o precipitación, retrospección y anticipación,
etc. Aquí, los conceptos no están sólo por descubrir,
sino por inventar. El rigor y la imaginación deben
ayudarse más que combatirse.
Nos queda una cuestión fundamental. Si suscribo
por entero la función de Bion constitutiva de los vínculos,
¿qué principios gobiernan la vinculación? En lo que
se refiere al paciente, la respuesta freudiana es: el principio
de placer y el principio de realidad. Admitámoslo;
pero todo discurso vinculado supone una causalidad, y
es esta causalidad específica la que el analista debe aplicar
a su propio pensamiento. Cuando se trae lo imaginario
al primer plano por medio de la imaginarización
bajo la garantía de lo real (lo real de la sesión protegida
por el encuadre), ¿bajo qué auspicios se efectúa el trabajo
simbólico? Propongo designar este trabajo con la
expresión pensamiento tmplicativo, lo que resumo en
la fórmula conocida «si... entonces». El «si» abre la extensión
de los posibles. «Si» quiere decir condición de posibilidad
de la ensoñación... «entonces» representa la meta
de la ensoñación misma: «Si yo efectúo ciertas trasformaciones
sobre el texto manifiesto, y lleno sus alusiones
con mis asociaciones sobre las asociaciones del paciente,
entonces obtengo la fantasía preconciente o inconciente
».
Cada uno de los elementos extraídos de mi escucha
será un pensamiento. La trasformación que resulte de
su desligazón y de su religazón será el pensamiento,
obra del aparato de pensar los pensamientos. La originalidad
de Bion parece consistir en haber comprendido
que el niño podía tener pensamientos, pero que, para
tener un pensamiento, debía poder contar con el aparato
de pensar los pensamientos de la madre, la cual
hace vínculo entre el niño y el padre, y apuntalarse en
ese aparato. La madre y el analista difieren empero en lo
que concierne al tiempo. Si ambos hacen una identificación
regresiva con el niño, la madre se dirige al niño presente
y futuro.
La capacidad de ensoñación del analista, sobre todo
en los casos en que ha faltado la de la madre, se orienta
por su parte exclusivamente hacia el pasado, aunque se
refiera al presente, y por eso es importante acordarse de
la historia del análisis, como una buena madre lo recuerda
todo de la primera infancia de su hijo, aunque
este ya sea padre.
Es preciso insistir en el hecho de que el carácter discontinuo
de la ensoñación asegura en fin de cuentas la
continuidad de la historia analítica del paciente.
Pero esta historia no es en bruto, se la lee según las
grillas del analista: una concierne a los canales de la
comunicación. Freud dice en el Proyecto: «El pensamiento
debería poder seguir todas las vías», con la salvedad
de la resistencia: la otra atañe, según dije, al mito
de referencia.
Interpretacion y mito de referencia
He aquí dos ejemplos en que la interpretación depende
del mito de referencia. Cuando uno de sus pacientes
dice a Bion «Yo estaba loco»,3 refiriéndose a un estado de
espíritu que le sobreviene cuando ha tenido lo que él llama
una mala sesión, su analista le responde: «Usted parece
creer que está loco cuando niega mis interpretaciones
tomándolas en usted y desembarazándose de ellas
enseguida. Debe de haber sentido que tienen alguna relación
con su sueño singular» (un sueño cuya existencia
mencionó el paciente, sin decir más, y que Bion considera
como una tentativa de evacuación según el modelo
digestivo). «¿Por qué se remueve usted así?». Bion hace la
pregunta porque comprueba movimientos convulsivos
del tórax. El paciente responde que no sabe, y agrega:
«Mis pensamientos van demasiado rápido». Esto confirma,
piensa Bion, su referencia a la actividad motora como
recurso del aparato psíquico para desembarazarse
de un aumento de excitación.
Tomemos una situación análoga en Winnicott. Este,
después de haber escuchado a su paciente, le dice: «Voy
a escuchar a una niña. Sé perfectamente que usted es
un hombre, pero escucho a una niña y a una niña hablo.
Digo a esta niña: “Usted habla de la envidia del
3 W. R. Bion. Réjlexion faite, pags. 89-90. cap, V: ≪L'halluclnaUon≫,
Primera publicacion, 1958.
pene"». El paciente le responde: «Si me pusiera a hablar
de esta niña a alguien, me tomarían por un loco». Winnicott
replica: «No se trataba de que usted hablara a
alguien, soy yo quien veo a la niña y oigo hablar a una
niña cuando en realidad es un hombre quien está en mi
diván. Si hay un loco, soy yo».4
Basta releer estos dos textos, el material y el comentario,
para darse cuenta de que, en los dos casos, los autores
oyen, o digieren, o sueñan la comunicación de sus
pacientes con arreglo a su mito de referencia, el que no
ha sido inventado sobre la base de su sola experiencia, o
sea, la de curas de pacientes que no constituyen indicaciones
clásicas de análisis, sino, en igual medida, de
trasformaciones que han aplicado, cada uno a su manera,
a los conceptos freudianos (la necesidad del aparato
psíquico de reducir las tensiones, en el caso de Bion; la
bisexualidad, en el de Winnicott). Sin duda, el rodeo por
Melanie Klein ha influido tanto en uno como en otro. En
el caso de Bion, lo condujo a un retorno hacia Freud
para construir su pensamiento; en el de Winnicott, fue
también un desacuerdo con ella, con respecto al monopolio
otorgado a los objetos internos, el que lo empujó a
renovar el abordaje del papel del objeto externo y a poner
de manifiesto la carencia de este en reconocer plenamente
la realidad del sexo del niño, y también a destacar
el efecto que sobre la identidad del sujeto produce la impregnación,
dentro de la relación, por la fantasía inconciente
de la madre. Ahí donde otros verían una interacción
fantaseada, yo vería una relación colusiva de
desmentidas mutuas como defensa para salvar el mantenimiento
del amor protector de la madre: un sacrificio
subjetal.
Ahora me voy a referir brevemente a un caso que se
encuentra en segundo análisis, tras una primera cura
silenciosa de nueve años que terminó, tras la fijación del
término por el analista, con un accidente somático poco
antes de la fecha prevista para la finalización. Este caso,
rico en extremo, que exigiría por sí solo una larga exposición,
es el de un hombre que sufre de una angustia
4 D. W. Winnicott, Jeu et réallté. pags. 102-3. cap. V. *La creatlvite et
ses origines≫. Primera publicacion, 1971.
casi permanente, con accesos de claustrofobia (en particular
en el subterráneo y el RER), en cuyo trascurso
tiene miedo de volverse loco (él dice «psicótico»), y considera
el desenlace de la segunda parte del análisis, que
sucede a una «luna de miel» de dos meses, tras la cual
nuestro idilio se rompió, de manera muy pesimista. Esto
lleva el propósito de poner a prueba mi apego a él.
En el curso de sus angustias, cuyo vivenciar él sólo
describe de una manera muy general, vive un sentimiento
intenso de persecución y tiene la fantasía de estar
agujereado por todas partes, agregando que cada
uno de los poros de su piel se siente penetrado. Entonces
lo anima una sola idea, huir, salir del RER, al aire
libre. En el curso de una sesión dramática en la que había
pedido sentarse pero de hecho permaneció en el diván,
tuvo la fantasía de ser como una ballena arrojada
sobre la playa, los ojos desencajados, mirando a diestra
y siniestra, completamente enloquecida... una ballena
«sin brazos ni piernas». Me puse a buscar asociaciones,
y pensé: la ballena es un mamífero. El paciente dice:
«Pero lo que le pido para esta ballena es expulsarla al
mar». Destaqué su empleo del término expulsar, y le respondí
que, si había arrojado esta ballena sobre la playa,
sin brazos ni piernas, era porque una parte de él deseaba
salir de esta ballena que nos representaba a él y a mí
confundidos, como él y su madre, para poder marchar
sobre la tierra fírme y servirse de sus brazos. A esta interpretación,
respondió que su angustia era extrema, y
que bebía mis palabras como si fueran fragmentos de
vidrio que lo lastimaran por adentro. Anudé diciendo
que se sentía tal mal amamantado por mí que su ira lo
había impulsado a tragar no solamente la leche sino el
biberón, al que había roto con los dientes. Me respondió
que a menudo tenía la sensación de estar aprisionado
dentro de una ampolla de vidrio que querría romper
para salir de ella. Respondí: «Acaba de sacar un brazo».
Asoció sobre el hecho de que, habiendo esquivado el
puñetazo de un camarada, el brazo de este había atravesado
el vidrio de la ventana y le había seccionado los
tendones.
Varios meses después (quiero decir, después que
analizamos su identificación primaria con su madre.
anoréxica, depresiva y esquizoide, y su impotencia para
sacarla de ese estado), volvió sobre la ballena y me explicó
que era la ballena pequeña (era la primera vez que
establecía la distinción entre una ballena grande y una
pequeña) la que había sido arrojada sobre la playa.
Asoció con una lectura reciente, donde se había enterado
de que los bebés lobos de mar, desde que salían del
vientre de su madre, apenas podían marchar y eran
atacados por pájaros que les vaciaban los ojos con sus
picos. Entonces le dije que tenía una fantasía que yo no
comprendía aún muy bien, en la que acaso él marchaba
y tenía que defenderse de ataques apenas salido del
vientre de su madre, cosa que no quería revivir. Confirmó
esto diciéndome que no recordaba nada, pero que
tenía la impresión de un arrancamiento.
En la sesión siguiente, me dijo que estaba agujereado
por deudas, y que, quizá, debía renunciar al análisis.
«¿Agujereado?», repuse. Recordó entonces la última sesión,
y me dijo que había hablado mucho de su primera
infancia (hacia mucho tiempo) con su padre y su madre
(divorciados), y cada uno dio de ella una versión diferente.
La madre presentó excusas: «Era muy joven, no
sabía nada, etc.». El padre le dijo: «Tu madre era complementamente
incapaz de ocuparse de ti, completamente
desprovista y angustiada. Tuvo un absceso en el pecho y
pronto te pusiste muy mal. El pediatra consultado prescribió
inyecciones de agua marina. Una enfermera de
las dio, tras lo cual se te buscó una nodriza».
Véase entonces cómo había operado mi ensoñación.
Yo no sabía nada de su separación de la madre ni de la
búsqueda de una nodriza cuando le dije que era tan mal
amamantado que había roto el biberón al mismo tiempo
que bebía la leche. Los ojos vaciados de los pequeños
lobos de mar me hicieron pensar, desde luego, en la
castración por el padre dentro de un Edipo precocísimo.
En realidad, fue la enfermera, confundida con la madre
y a la vez distinta de ella (el otro del objeto), la que desempeñó
un papel determinante.
Comoquiera que sea, no he aplicado en este caso ni el
mito freudiano, ni el mito bioniano, ni el mito winnicottiano,
a pesar de mi admiración por esos tres. Tampoco
he aplicado el mito lacaniano, sino que he prestado toda
rni atención al lenguaje o a las representaciones de palabra.
Podría enriquecer esta ilustración clínica con
otros cien ejemplos de sobredeterminaclón del significante,
de condensación entre las experiencias precoces,
de defensa frente a la penetración oral por la madre
y a la penetración anal por el padre, de búsqueda de las
repeticiones del trauma, y, en fin, tal como apareció en
un sueño, del miedo al hundimiento. Esto me condujo
a orientar mi reflexión hacia la complejidad de las estructuras
temporales del psiquismo y su aparición en
la trasferencia, pues nuestro idilio del comienzo estuvo
marcado por los reencuentros, semejantes a los del padre
y del hijo en Ran de Kurosawa: «Tenemos tanto que
decirnos», dice el padre. En ese instante, parte una flecha
que atraviesa al hijo y lo mata. Esta flecha fue mi
primera ausencia en el análisis.
A este mito, entonces, lo he construido por la escucha
del lenguaje de mis pacientes, por la lectura de mis predecesores,
por el diálogo con mis colegas.5 Se advierte
que el lenguaje desempeña en él un papel determinante.
En efecto, para mí, cualquier reflexión sobre el lenguaje,
cualquier práctica del lenguaje —y el análisis es una de
ellas— remite siempre a su «en otra parte», a lo que no es
del orden del lenguaje, se lo llame la cosa o el inconciente.
Pero de esto es de lo que hay que asombrarse
más: de que aun para abordar —en psicoanálisis, al menos—
lo que está más acá o más allá del lenguaje, se deba
no obstante partir del lenguaje, porque gracias a él
obtenemos un acceso incierto y difícil a aquello. Sobre el
lenguaje es preciso volver, porque la palabra es mediadora
del pensamiento, y aun de los pensamientos que
no son del orden de lo que tradicionalmente se llama
el pensamiento, pero que no dejan de ser componentes
del pensamiento plural, y aun del anti-pensamiento.
La «ciencia» del psicoanálisis —calificativo que despierta
muchas reservas— ha descubierto, con la capacidad
de ensoñación, lo que los creadores sabian desde
siempre. En 458 a. de C., hace exactamente 2454 años.
Esquilo, en sus Coéjoras, hace decir a la nodriza de
5 Y. es preciso pensarlo, en los vestigios de mi propio analisis.
Orestes a quien se anuncia la muerte del niño que había
cuidado:
«Pero al querido Orestes, afán de mi vida
lo amamanté, lo recibí de las entrañas de su madre;
sus gritos penetrantes que nos hacen levantar de noche
tantas veces, ¡cuántas miserias! ¡Haberlas soportado
[ para nada!
Un pequeño sin razón, hay que criarlo
como a un animal, ¿no es así?, estar cerca de él,
no habla cuando está todavía en pañales
sea que tenga hambre, sed o ganas de orinar.
El joven vientre se descarga solo.
Allí hay que ser profeta, y sin duda muchas veces
me equivoqué: limpiaba las mantillas
era a la vez nodriza y lavandera.
Tenía esta doble carga, había recibido
a Orestes para presentarlo a su padre».
Coéforas, 749-762.6
«Lo recibí de las entrañas de su madre... Había recibido
a Orestes para presentarlo a su padre». La madre lo
bastante buena, lugar y vínculo del triángulo edípico,
es, como el lenguaje, una matriz mediadora.
6 Traglques grecs. Eschyle, Sophocle. trad. Jean Grosjean, Galllmard,
Bibliotheque de la Pleiade, 1967.
6. ¿Por qué el mal?
(1988)
Se recordará que Freud, en «Análisis terminable e interminable
», distingue, entre las causas que obstaculizan
la curación, dos formas de expresión de la pulsión
de muerte: la primera, llamada «ligada», es atribuible al
supeiyó; puede ser comprendida en términos de culpabilidad
y alimenta el afán de autocastigo, y la segunda,
llamada «libre», es de algún modo flotante, difusa; esta sería
responsable del aferramiento más obstinado a la enfermedad.
Esta manera de ver puede discutirse; ha sido
discutida y no tengo intención de detenerme en este problema.
Sólo quiero aprovechar la oportunidad que ella
me ofrece para oponer dos formas de relación con el mal
(en el sentido de enfermedad), la primera de las cuales
es comprensible mientras que la segunda escapa a toda
comprensión.
Lo propio ocurre con la cuestión del mal moral. Una
parte de sus causas se analiza, se comprende, se explica.
Otra parte permanece opaca y parece escapar a toda
causalidad; esta es quizá su raíz más esencial. Parafraseando
a Angelus Silesius, estaría tentado de decir: «El
mal es sin por qué».1 Enfermedad, mal: la relación entre
estas dos nociones adquiere todo su sentido en psicoanálisis
porque la enfermedad psíquica, el mal del alma,
en sus formas más rebeldes, se puede interpretar como
una enfermedad del mal.
Este es sin duda el caso de la reacción terapéutica
negativa o del masoquismo originario. Extraño vuelco de
las cosas. El psicoanálisis nació por haber exorcisado a
la histeria, que durante mucho tiempo había sido considerada
una demonopatía. El diablo fue expulsado del
1 ≪La rosa es sin por que≫ (Angelus Silesius, citado por Heldegger.
entre otros).
cuerpo de la histérica, lo que permitió ver lo que escondía:
la fantasía sexual Inconciente. Con el hilo de Ariadna
de la histeria, el laberinto de las neurosis iría a revelar
su arquitectura secreta; al menos cabía esperarlo. La
experiencia obligó a admitir que la salida del laberinto,
entrevista por un momento, en modo alguno estaba próxima.
Bien pudiera ser que toda la teoría de la pulsión
de muerte no tuviera en el fondo más que este propósito:
hallar una explicación para el fracaso del análisis.
El masoquismo originario no sería entonces más que el
nombre culto para decir la condenación del alma por su
pecado original, a la que estaba destinada la histérica de
antaño. En consecuencia, el alma ya no está más enferma
de sexo (o de sexo solo), sino de muerte.
Bueno-malo: de Freud a Melante Klein
Uno de los aspectos más revolucionarios de la concepción
del psiquismo de Freud es el establecimiento de
los principios de placer-displacer, por un lado, y de realidad,
por el otro. Cuando se reflexiona sobre la fecha de
nacimiento del principio de placer-displacer como referente
primordial de la actividad psíquica, no se puede
evitar el asombro ante el hecho de que el pensamiento
occidental haya tardado tanto en descubrir su evidencia.
De esta comprobación deriva una serie de consecuencias;
la que por el momento nos interesa se refiere
al mal. En efecto, a partir de este principio ordenador
Freud construye su concepción del aparato psíquico.
Una diferencia muy poco advertida opone la elaboración
de 1915 de «Pulsiones y destinos de pulsión» a la
de 1925 tal como aparece en «La negación».
En la primera, el mundo exterior opuesto al yo se
considera como indiferente en el origen. Más precisamente,
en «Pulsiones y destinos de pulsión», Freud tiene
en vista un estadio originario narcisista (autoerótico) en
que el yo es investido por las pulsiones y se muestra
capaz de satisfacerlas él mismo. La relación yo-sujetomundo
exterior connota el placer hacia el primero, la
indiferencia, hacia el segundo: «El mundo exterior, en
este momento, no está investido por el interés (en el sentido
general del término), es indiferente en lo que respecta
a la satisfacción».2 Recordemos de pasada que
Freud, unos años antes, en «Formulaciones sobre los
dos principios del acaecer psíquico» (191 i), había sostenido
que semejante sistema, que a primera vista no tiene
posibilidad alguna de existir, sólo era concebible a
condición de incluir en él los cuidados maternos. Dicho
de otro modo, la organización narcisista autoerótica del
bebé, capaz de satisfacer sus pulsiones, reposa en la
ilusión de que él mismo es el dispensador de su bien,
cuando en verdad este proviene de la madre. El niño lo
ignora porque engloba a la madre en los efectos de su
omnipotencia, y a causa de la no existencia de ella en
estado separado. Freud no retoma este argumento en el
texto de 1915, pero se puede suponer que está sobrentendido.
Al proseguir su reflexión en la Metapsicología,
Freud postula «un nuevo desarrollo en el yo» bajo la dominación
del principio de placer. «El [el yo] toma en sí,
en la medida en que son fuente de placer, los objetos que
se le presentan, los introyecta (según la expresión de
Ferenczi) y, por otro lado, expulsa fúera de sí lo que, en
el Interior de él mismo, provoca displacer».3 El odio aparece
con el descubrimiento del objeto, que le está consustancialmente
ligado: el objeto es descubierto en el
odio. La toma de conciencia de que el objeto no es una
parte del yo, y entonces no está a su disposición — su
independencia va unida a su indisponlbilidad—, engendra
el odio con toda naturalidad. Vemos aquí que el odio,
o también el afecto que acompaña al objeto malo, son
para Freud segundos y tardíos, porque para considerarlos
es preciso esperar la diferenciación yo-objeto.
Diez años después, en «La negación», el niño tomaría
conciencia del mal desde el comienzo porque lo bueno es
incorporado y lo malo es «excorporado».5 Se recordará la
2 Métapsychologle. Gallimard, 1968, pag. 37.
3 toe. cit
4 Es preciso distinguir aqui el displacer y el odio, afecto mas diferenciado.
reconducible a un yo total.
5 He propuesto designar •excorporacion≫ al acto contrario a la incorporacion,
para formar un par analogico con el de introyeccion-proyeccion.
coincidencia postulada por Freud entre lo exterior, lo extraño,
lo odiado y lo malo. Dicho de otro modo, dentro de
esta última hipótesis la distinción bueno-malo precede a
la del yo y el objeto. Sin duda, falta todavía postular la
correspondencia del par bueno-malo con el de bien-mal,
lo que nos remite a problemas ya considerados por
Freud en «El problema económico del masoquismo» y
que él retomará en El malestar en la cultura. Por lo tanto,
la indiferencia hacia el mundo exterior, característica
de la organización narcisista y autoerótica de esta fase
originaria, sólo se puede mantener a condición de restringirla
al «yo-placer purificado». Agregaré que si los
cuidados maternos se deben incluir en la organización
narcisista autoerótica del comienzo, la madre es igualmente
necesaria para que la excorporación se trasforme
en proyección, o también para que los productos de la
expulsión rechazadora sean recogidos por un objeto a
fin de que puedan adquirir sentido. En cuanto a la relación
bueno-bien, malo-mal, se liga a la interiorización de
la agresión, pero está claro que ella requiere el paso del
objeto parcial al objeto total. El primero puede ser sólo
malo, únicamente el segundo puede ser odiable.
Cabe plantearse muchas interrogaciones sobre lo
que impulsó a Freud a renunciar a esta indiferencia de
lo real postulada en 1915, y a remplazaría por una exterioridad
originalmente mala y odiada. La causa de este
deslizamiento reside, me parece, en la opción de Freud
en favor de la pulsión de muerte. ¿Acaso el mito de los
orígenes del sujeto no resulta modificado en un artículo
donde él se propone examinar las relaciones de la negación
con la pulsión de muerte? Desde el comienzo mismo
el mal y la muerte son expulsados, es decir, escupidos
y vomitados. En 1915, lo que se ponía afuera era el
objeto malo. En 1925, lo que es malo, y que por eso debe
ser expulsado, no es todavía un objeto; es algo que no
tiene nombre y que quizá reciba uno después de la expulsión.
Todo lo que no es ligado por el yo en la incorporación
primitiva que da nacimiento al «yo-placer purificado
» —ese Eros subje.tivado— cae bajo el imperio de la
pulsión de muerte en la forma de una desligazón primordial.
La pulsión de muerte desliga, y lo que se ha desligado
por el efecto de su acción ya no amenaza más con
desligar posteriormente lo que comience a ligarse. Veremos
que esta idea será contradicha por otras afirmaciones.
Tal deslizamiento puede explicar la interpretación
kleinlana del pensamiento de Freud, puesto que es conocido
el afán de Melanie Klein por situarse en el hilo
correcto de las concepciones de aquel. La oposición original
entre yo-adentro-bueno y extraño-afuera-malo se
mudará en una oposición entre instintos de vida (buenos)
e instintos de muerte (malos), por una parte, y, por
la otra, de manera enteramente complementaria, entre
objeto bueno y objeto malo. Después, Bion otorgará a
esta desligazón una importancia capital dentro de su
teoría del pensamiento. Lo que así se evacúa es lo inasimilable
(los elementos beta, nacidos de las impresiones
en bruto de los sentidos), expulsado por medio de la
identificación proyectiva. Ahora bien, en Melanie Klein
y, en menor medida, en Bion, se permanece fijado a la
posición depresiva, no sólo como a una etapa importante,
sino como si se tratara de un término. Se sustituye
la evolución propuesta por Freud: principio de
placer -* principio de realidad, por otra evolución: posición
esquizoparanoide -* posición depresiva. ¿Está justificado
el paralelismo? Parece que sí. ¿Acaso Freud no
postula que la instauración del principio de realidad exige
que se hayan perdido los objetos que procuraron la
satisfacción? Esto significa que el niño acepte la idea de
que no forman parte de él mismo y que tienen otras funciones
además de la función de satisfacerlo. Por otra
parte, decir que se han perdido implica también que,
reencontrados, podrán desaparecer de nuevo y, quizá,
para siempre, es decir, ser destruidos por el odio que se
les dedica. En la óptica kleinlana, es justamente esto lo
que corresponde a la posición depresiva, al menos parcialmente:
el objeto está en vías de totalización, y en
consecuencia existe por sí mismo y no como objeto parcial:
el niño teme perderlo, se reprocha el mal que le
habría inferido o que aún estaría tentado de inferirle,
etc. Aprehendemos aquí la articulación entre lo malo en
el sentido del perseguidor, el que me quiere hacer mal, y
lo malo en el sentido del pecador, aquel en mí que quiere
el mal de otro. Pero, ¿es este el signo del acceso al principio
de realidad? La fase depresiva es idéntica en la
niña y en el varón. ¿Qué se ha hecho de la diferencia de
los sexos? ¿Seria contingente? ¿Qué se ha hecho de la
diferencia de las generaciones? En realidad, la cuestión
de la generación como tal no es planteada. Aun si no
existe correspondencia punto por punto entre las dos
teorías, numerosas superposiciones esclarecen los nexos
entre una y otra.
Prosigamos, empero, el examen de las diferencias.
En Freud, el modelo originario de la negación implica un
desplazamiento ulterior. No es difícil, a partir de semejante
esquema, anticipar el Edipo íntegro. En el lugar
del «yo-placer purificado» que incorpora el objeto bueno,
pondremos el objeto del deseo incestuoso, y en el lugar
de lo extraño malo y odiado, el obstáculo para la realización
de ese deseo, que da origen a los anhelos de muerte
a su respecto. Conocemos lo que sigue: el superyó heredero
del complejo de Edipo. Todo en Freud está construido
—no necesariamente de manera deliberada, pero
es sin duda lo que se descubre a postertort— para que
unas armónicas permitan que los diferentes tiempos de
la historia se respondan, y que los diferentes conceptos
resuenen entre sí. Aunque nunca está ausente la referencia
inevitable a la idea de desarrollo, de progresión,
ella no se desembaraza de la preocupación de coherencia
que pretende explicar lo posterior por lo anterior. Y si
lo anterior esclarece lo posterior es porque contiene en
germen lo que florecerá en lo posterior. El modelo de «La
negación» que trata sobre los orígenes de la estructura
psíquica aparece aprés coup, es decir, después de la teoría
completa del complejo de Edipo. En efecto, es en El
yo y el ello (1923) y en sus repercusiones (los tres artículos
de 1924-1925 sobre «Algunas consecuencias psíquicas
de la diferencia anatómica entre los sexos», «La organización
genital infantil» y «El sepultamlento del complejo
de Edipo») donde el complejo de Edipo recibe por
fin una elaboración en profundidad. «La negación», en
1925, se encuentra entonces en la prolongación de esa
corriente.
Nada semejante existe en Melanie Klein. Mientras
que, en Freud, el supeiyó es sin duda edípico —lo que
no excluye una culpabilidad pre-edípica— y encuentra
su razón de ser en anhelos prohibidos de incesto y de
parricidio, en Melanie Klein el término de la evolución
psíquica de la sexualidad infantil es el duelo de la posición
depresiva. Este es para Melanie Klein, al parecer, el
grado más alto de maduración que se pueda alcanzar, lo
que ha llevado a decir que el análisis kleiniano es culpabilizante.
Para Freud, la finalidad de la evolución psicosexual
es no sólo la genitalidad, sino también la superación
de la angustia de castración. Melanie Klein llora a
sus muertos, mientras que Freud piensa en la perpetuación
de la estirpe. En suma, la primera permanece adherida
a una visión que podríamos asimilar a la conciencia
desdichada, mientras que el segundo reclama la
trasformación de la angustia de castración en renuncia
pulsional y apertura a la sublimación. Esta diferencia de
perspectiva entre Freud y Melanie Klein se sitúa en el
centro del debate. Porque si Freud, al final de su vida,
hizo evolucionar su reflexión por el lado de la pulsión de
muerte, a pesar de ello no dejó de otorgar cierta confianza
a los efectos de las pulsiones de vida (o de amor)
que se traducen a través de la función sexual. Y aun si
se piensa que el equilibrio entre las dos grandes potencias
se inclinaría más bien en favor de las pulsiones de
muerte, la sexualidad, el placer, siguen siendo poderosos
medios para conjurar el mal, a despecho de la colusión
posible de la sexualidad con la destructividad en
el sadismo. En Melanie Klein, no impresiona tanto la
insistencia en la destructividad como la desvalorización
de lo sexual. Es cierto que los instintos de vida ocupan
un lugar no desdeñable en su pensamiento, pero su
concepción del amor se presenta muy idealizada y, en
todo caso, desexualizada. Por eso la posición depresiva y
el duelo interminable ocupan el terreno. Por eso, también,
la problemática de la castración, con su fuerte carga
semántica y simbólica, resulta literalmente ahogada
en la agresividad sádica de la que no es sino una peripecia.
El principio de realidad sólo tiene sentido si desemboca
en el complejo de Edipo como ordenador simbólico
del orden humano. En «La negación», Freud afirma que
la realidad debe ser reconocida aun si es desagradable.
Yo agregaría: aun si es agradable. El funcionamiento dicotómico
en términos de bien y de mal, o de bueno y de
rnalo, no basta para caracterizar el psiquismo. Es precisamente
lo que procura trascender el principio de realidad,
que desemboca en un reconocimiento que no es el
del duelo y que no puede ser sino el del Edípo.
De lo negativo de la perversion a la reaccion
terapeutica negativa
El extraño retorno de las cosas, que haría resurgir el
mal en el análisis bajo la forma del masoquismo originario,
tras haberlo expulsado, en sus comienzos, de la histeria,
no es empero el eterno retorno de lo igual. El demonio
de la histeria no era otro que la perversión, eso
positivo de lo cual la neurosis es la forma negativa. La
histérica tenía el diablo en el cuerpo. Ella6 era entonces,
conforme a su reputación, inmoral. Era prudente evitar
el trato estrecho con ella. Podía costamos que nos acusaran
de tentativa de violación. La impasse era total:
¡si se cedía a su seducción, se era un perverso violador,
y si se resistía a ella, se lo era igualmente! Sabemos que
el aporte de Freud consistió en absolver a esas «pobres
mujeres», gracias a la invocación de lo inconciente. ¡Ellas
no lo hacían adrede! Más aún, al afirmar, después, que el
niño era perverso polimorfo, Freud efectuó el paso inverso.
Esta vez lo cuestionado es la inocencia de la niñez.
Pero como se trata de una condición absolutamente general,
fuente de todas las perversiones posteriores, que
no serían más que fijaciones no superadas, la perversión
se divorcia del mal. No hay mal en ser perverso; fijación
no es vicio, y nadie es perverso voluntariamente.
Todo este período de la obra de Freud, la de los comienzos,
lleva la marca de un deseo de liberación sexual.
No se trata tanto de una liberación a la Reich, en
las costumbres y en la organización social, que no fue
sino uno de los numerosos malentendidos a los que dieron
lugar las ideas de Freud, sino de una liberación del
pensamiento: liberación científica, neutra, objetiva, ime
Nos limitamos a la histeria femenina, objeto de los primeros
estudios del psicoanalisis.
parcial, capaz de abordar con sangre fría cualquier conducta
humana, cualquier deseo actuado lo mismo que
fantaseado. Sin duda, la esperanza que alimentaba a
esa actitud era la de considerar que si verdaderamente
se había comprendido el sentido y la génesis de las perversiones
(y, por lo tanto, de su negativo, las neurosis),
la interpretación de los síntomas iría a disolverlas y a
permitir que el sujeto retomara su desarrollo psíquico
detenido [Aujklárung).
Son conocidas las sucesivas decepciones infligidas a
las ambiciones terapéuticas de Freud. No eran sólo las
neurosis narcisistas o las neurosis actuales las que debían
ser declaradas fuera del alcance de la cura analítica
(observemos que ni unas ni otras tienen relación
con el mal), sino también las perversiones. En efecto,
según Freud, la perversión, producto directo de la fijación,
desconoce la represión, el retorno de lo reprimido y
el conflicto. El yo adhiere al placer perverso y, en consecuencia,
no lucha contra las satisfacciones que este
procura. Recuerdo haber leído —sin poder precisar la
referencia— que Freud pensaba que no se podía convencer
a un perverso de que no había menos placer en la
consumación normal de la sexualidad que en el procurado
por su perversión. No obstante, no existía, para
Freud, ninguna propensión particular al mal en el perverso.
Este no estaba más fijado a su perversión que el
delirante a su delirio o el coleccionista de sellos postales
a su filatelia. ¿Pretendía estar Freud «más allá del bien y
del mal»? Es notable que, muchos años después, nuestra
manera de considerar las perversiones haya cambiado
tanto. No me refiero aquí a ideas actuales que suelen
referir la perversión a la psicosis, y consideran a la
primera como una defensa frente a la segunda, ni tampoco
a los que han puesto en duda la existencia misma
del concepto de perversión, sino, muy al contrario, a una
opinión que ha expresado recientemente Robert Stoller,
para quien la perversión se relaciona con el odio y el
deseo de hacer daño. ¿Habrán perdido su serenidad los
psicoanalistas, se habrán sumado al coro de los censores
de la moral, o descubrieron verdaderamente un
aspecto de la perversión que habría sido ocultado por
Freud? Creo que de hecho las observaciones de Stoller
van en el sentido de una reinterpretación de la clínica a
la luz de la última teoría de las pulsiones: la perversión
deja de ser una manifestación de pura sexualidad, y
sólo se esclarece de verdad si se incluye en ella el trabajo
de la pulsión de muerte.7 Es cierto que esto era cosa adquirida
desde hacía mucho tiempo, puesto que es así como
se comprende el sadismo desde 1905. ¿Equivaldría
entonces a proponer que toda perversión sexual se comprendiera
como más o menos infiltrada de sadismo, de
manera explícita o implícita? No sería del todo imposible
sostenerlo, pero creo que la cuestión es más complicada
que esto.
No tengo aquí el propósito de extenderme sobre las
relaciones de la perversión con la pulsión de muerte (y
no con el sadismo). La idea, por otra parte, no es nueva.
Si ha sido poco explotada en la bibliografía psicoanalítica,
ha recibido una atención sostenida de parte de la
reflexión literaria. Baste pensar en Georges Bataille. En
realidad, hay que buscar por el lado de ese masoquismo
originario con el que se cierra la obra de Freud, porque
sin duda es ahí donde se anudan las relaciones más
estrechas entre la sexualidad y la pulsión de muerte. El
masoquismo originario es uno de los conceptos más oscuros
de Freud. A partir del momento en que este enuncia
la idea de una pulsión de muerte originariamente dirigida
hacia el interior, respecto de la cual toda agresividad
es la fracción secundariamente proyectada hacia
afuera, se está en presencia de una especulación que no
carece de poder de convicción, pero que no puede ser
probada y que no da la razón ni a los que confunden
pulsión de muerte y agresividad ni a los que se sitúan
del lado de Freud. No deja de tener interés recordar que
en Francia es en Plerre Marty y sus colaboradores donde
encontramos los partidarios más convencidos de la pulsión
de muerte; o sea: entre aquellos que observan las
desorganizaciones somáticas progresivas internas y no
los efectos de la agresividad exteriorizada. Comprendemos
entonces que la concepción de Freud, tal como es
descrita en «El problema económico del masoquismo»,
7 Stoller no cree en la pulsion de muerte. Seria mejor decir: de la
agresion.
represente una complicación con respecto al modelo de
«La negación».8 Porque es preciso admitir que la formación
del yo-placer purificado no consiguió proyectar
todo lo malo al exterior. Tal vez el aparato psíquico deba
conformarse con una purga parcial de agresividad, suficiente
para permitir la ligazón de la libido erótica en un
yo-placer purificado. No obstante, la coexcitación libidinal
es responsable de la trasformación del dolor en
placer. Freud se debatió con estos problemas. En El malestar
en la cultura sostiene que la agresividad se vuelve
inofensiva porque es «introyectada», «interiorizada», remitida
al punto mismo de donde partió. Ella es secundariamente
«capturada» por el superyó. ¿Cómo comprender
esta introyección de la agresión, cuando se supuso
que había sido excorporada o proyectada? El sentido de
la proposición freudiana es sin duda el de afirmar que
esta introyección se acompaña de una ligazón neutralizante
por parte de la libido erótica. Además, ¡la renuncia
a la agresión (a consecuencia de la intervención de la
autoridad externa) aumenta considerablemente la agresividad
interna! Me parece que lo importante es, en todo
caso, distinguir bien el sadismo del superyó del masoquismo
del yo; y el segundo es mucho más oscuro que el
primero.
Michel de M'Uzan, en su trabajo sobre un caso de
masoquismo perverso —a cuya lectura difícilmente podremos
ser insensibles—, relata el deseo profundo del
sujeto cuyo caso expone; su aspiración era la humillación
de la personalidad.9 De M’Uzan apunta muy bien
que la búsqueda del sufrimiento no va destinada a evitar
la angustia; esta se encuentra de algún modo forcluida;
en su lugar reina el dolor como agente directo del placer.
Es el momento de recordar que Freud, desde 1915, afirma
que los prototipos verdaderos de la relación de odio
8 La anterioridad del articulo sobre el masoquismo, que data de
1924, respecto del dedicado a la negacion, posterior en un ano, no modifica
en nada la cuestion. Es frecuente que Freud enuncie una idea y
no advierta todas sus consecuencias en los trabajos inmediatos a
aquel donde la idea se presento por primera vez.
9 M. de M'Uzan. De l'art a la mori, -Connaissance de l'lnconscient≫,
Gallimard, 1977,
no provienen de la vida sexual sino de la lucha del yo por
su conservación y su afirmación.10
El masoquismo primario, cuyos retoños son de tan
difícil remoción, o aun trasformación, no da testimonio
solamente de la potencia de la fijación, sino también de
la insensibilidad del sujeto para lo que pudiera ofrecerle
el objeto. Todo analista percibe lo que hay de perverso
en el mantenimiento inquebrantable de una reacción
terapéutica negativa, pero no puede dejar de pensar que
semejante tenacidad no se explica enteramente por la
referencia a la perversión. A través de ella se manifiesta
lo que se podría considerar como una ligazón paradójica:
por una parte, la reacción terapéutica negativa sirve
para mantener la neurosis de trasferencia e impedir
su liquidación, y por otra parte sólo mantiene la relación
trasferencial en tanto rehúsa el vínculo con el analista.
Parece una forma aislada, un sistema cerrado condenado
a una repetición interminable: obedece, en consecuencia,
a una organización narcisista. Semejante manera
de vivir la relación con el objeto no deja de afectar la
relación con la realidad. A menudo es difícil distinguir
entre el masoquismo de la reacción terapéutica negativa
y una depresión crónica, sobre el fondo de una relación
esquizoide con empobrecimiento progresivo de las relaciones
con el mundo exterior. En ciertos casos, nos veremos
tentados de ir más lejos y pensar que tal autodestrucción
y semejante retracción de las relaciones con lo
real acaso camuflen una estructura psicótica.
Vemos entonces que ese masoquismo primario no
carece de relación con un narcisismo primario y un retiro
de la realidad. Recuérdese lo que Bion sostiene sobre
el odio a la realidad (interna y externa) en el psicótico.
He ahí, justamente, aquello por lo cual el mal no es
en todo su alcance lo mismo. Ya no es sólo el demonio de
la sexualidad el que está en cuestión por la vía de la perversión,
sino también, con el masoquismo originario, el
«espíritu que siempre niega» y el pecado de orgullo. Con
un repaso a vuelo de pájaro de cuarenta años de obra
freudiana, hemos seguido la vía de la deriva de lo nega-
10 Métapsychologle, op. cit.
tlvo: de la neurosis corno negativo de la perversión al
masoquismo originarlo como causa de la reacción terapéutica
negativa.
Uno se vuelve neurótico por no haber sabido decir
que no «como es debido» a la perversión. Uno sigue neurótico
a pesar del análisis por no haber sabido decir que
sí «como es debido» a la renuncia al objeto trasferencial.
La sexualidad: norma y anormalidad
En su mayor parte, las perspectivas modernas sobre
las perversiones (Use y Robert Barande, Georges Lanteri-
Laura) tienden a destacar el carácter arbitrario y
puramente social de la norma sexual y, en consecuencia,
de la pretendida anomalía constituida por la perversión.
Joyce McDougall ha abogado «por una cierta anormalidad
»;11 lo que marca una reserva e implícitamente
reconoce un límite.
Es de todo punto innegable que ya no consideramos
perversiones a ciertos comportamientos sexuales como
la homosexualidad. Es también comprensible que se
acepten conductas llamadas «perversas» cuando ellas
ponen en relaciones a unos adultos que las consienten y
tienen inclinaciones complementarias. No obstante, lo
que no podría ser tolerado por una ética que no tenga
su raíz en prejuicios sociales es la violencia sexual impuesta
por uno o más participantes a otro o varios otros,
constreñidos, por la fuerza o bajo amenaza, a servir a la
satisfacción sexual ajena. El caso extremo es, desde luego,
el del sometimiento sexual de los niños. Reencontramos
ese antiguo conocimiento del psicoanálisis, mil veces
enterrado y que siempre renace de sus cenizas: el
trauma sexual, la seducción infantil. Por más que se
afirme que Freud, hacia el fin de su vida, retomó la teoría
de la seducción a través de los cuidados que brinda
la madre, la primera seductora del niño, como reciente11
Cf. su libro Plaldoyer pour une certalne anormalité, ≪Connaissance
de l'lnconscient*. Gallimard, 1978.
mente lo ha hecho Laplanche,12 o se destaque la violencía
de la interpretación materna (Plera Aulagnier) o, más
en general, se invoque una violencia fundamental (Bergeret),
no se agotará con ello el carácter específico, singular
y desviado del trauma sexual propiamente dicho,
como tampoco se relativizará la importancia de este
dentro de una concepción más englobadora de traumas
acumulativos (Masud Khan). La confusión de las lenguas
de Ferenczi da testimonio de la inevitabilidad de la
seducción. Sin duda, los aportes de este autor sobre la
extensión de la significación del trauma o sobre la naturaleza
de este (principalmente narcisista) han ampliado
de manera considerable nuestra visión del fenómeno.
Pero no es menos cierto que lo propio del trauma sexual
es provocar el goce por la violencia. No es esta connotación
violenta la que constituye la anomalía —en efecto,
cierto grado de violencia se asocia siempre al goce más
compartido—, sino que la vuelve traumática el hecho de
que ese goce sea prematuro y sobrepase las posibilidades
de su integración en el yo.
Freud mantiene la frialdad objetiva del científico hacia
la cosa a la que nunca dejó de referirse —de hecho, la
menciona todavía en Moisés y la religión monoteísta—.
Sin embargo, no creo que haya renunciado nunca a considerar
que los sucesos de ese género tuvieran una significación
particular a causa de la naturaleza de la función
sexual, es decir, su prematuración, ni que haya restado
valor a las consecuencias desde el punto de vista
moral, tanto por el lado de la fijación posible (efecto positivo
del trauma, que empuja a su repetición) cuanto
por el de la defensa elaborada frente a él (efecto del trauma
que empuja a la prevención de su retorno en la conciencia,
al precio de un empobrecimiento del yo). Existe,
pues, una ética respecto de la sexualidad que nunca
será suprimida por una remoción social de las prohibiciones.
La escena de seducción por el adulto no es el
caso más extremo. Para ir hasta el extremo de esta violencia,
es preciso sin duda referirse al Edipo, es decir, al
12 Jean Laplanche. Nouveauxfondements pour la psychanalyse,
PUF, 1987. [JVueuos/undamentos para el psicoanálisis. Buenos Aires:
AmorrorUi editores, 1989.)
Incesto. Ahora bien, se sabe que el Incesto padre-hija
está mucho más difundido que el incesto madre-hijo, y
que sus consecuencias son, al parecer, menos dañinas.
¿En tal caso se puede, en el incesto madre-hijo, hablar
de violencia, puesto que semejante acto no ha sido impuesto
al hijo o a la hija, y que incluso es deseado, si no
provocado, por ellos mismos? Creo que se debe hablar
de violencia a pesar del consentimiento del compañero,
aun a pesar de la iniciativa del más joven de los dos
miembros de esta pareja, porque la actividad seductora
de la madre, activa o pasiva, es alienante, es decir que
satura por completo el deseo del hijo y ya no deja sitio
para otro objeto de deseo. Es notable que el incesto no se
catalogue como una perversión.
En suma, la sexualidad solamente va unida con el
mal cuando su componente erótico es dominado por su
componente narcisista, es decir, cuando el odio, que tiene
su fuente, según vimos, en la auto-afirmación del yo,
monopoliza casi enteramente al erotismo. En «El problema
económico del masoquismo», Freud da como sinónimos
de la pulsión de destrucción la pulsión de apoderamiento
y —en esto se repara menos— la uolnntad
de poder.
Si el masoquismo puede ser interpretado como el signo
de una voluntad de poder «invertida», es preciso agregar
además que, a diferencia de la voluntad de poder
común, esta es infalible. No conoce la derrota, porque lo
que para los otros es causa de abatimiento, esperanza
deshecha, signo de disfavor del destino, aquí es apoteosis
suprema. Más dura la caída, más alta la victoria. En
el juego de «el que pierde gana», es fácil ser invencible,
mientras que la voluntad de poder común exige sea el
sometimiento, sea el consentimiento del objeto, y por lo
tanto instituye una dependencia aleatoria. El tras-torno
masoquista sólo depende de uno mismo, y se libra de
cualquier incertidumbre. ¿Acaso lo peor no es siempre
seguro? Lo es, si tal es mi predilección.
La culpabilidad y el amor del mal
Hemos dedicado buena parte de nuestra reflexión a
las relaciones del mal con la perversión y con el masoquismo
originario. AI considerar este último aspecto,
hemos planteado la cuestión de sus relaciones con la
depresión. En efecto, hablar del mal es necesariamente
hablar de la culpabilidad, del sentimiento Inconciente de
culpabilidad. En el acto mismo de ligar la neurosis con
la perversión, Freud relacionaba la neurosis con la culpabilidad,
donde esta última sólo se explicaba por la referencia
inconciente implícita en la perversión. Con la
reacción terapéutica negativa, la cuestión de la culpabilidad
cobra un sesgo novedoso. La culpa aparece en la
trasferencia anudada de manera íntima con el masoquismo
originario y, no obstante, sigue siendo en cierto
modo inexplicable, desproporcionada respecto de aquello
que supuestamente la explica. El masoquismo del yo
sobrepasa en mucho al sadismo del superyó. Tal vez
aquí resida el verdadero problema del mal. La perversión
como espíritu del mal remite a cierto número de
instancias sociales represivas, la más manifiesta de las
cuales es la religión. Se ha señalado que las religiones
orientales no tenían la misma actitud condenatoria hacia
la sexualidad que se encuentra tan difundida en Occidente.
El Antiguo Testamento no parece reprobar casi
la sexualidad y consiente en hallar en ella una fuente de
alegría aun fuera de toda intencionalidad procreativa.
Fue principalmente la moral cristiana la que pronunció
esta condena, sobre todo por la voz de San Agustín. Es
en consecuencia relativamente fácil «explicar» la concepción
del mal por medio de un análisis histórico, geográfico,
sociológico, ideológico, etc. En cambio, cuando se
considera la culpa tal como se expresa en la depresión
melancólica, ninguna clase de explicación, y menos aún
una referencia a un poder represivo, termina por elucidar
el fenómeno. El Mal es aquí un a priori. Esta expresión
evoca a Kant. Freud, en este sentido, recordando
las variaciones del superyó tal como permite observarlas
la melancolía, refutó el juicio del filósofo según el
cual nuestra conciencia moral era tan inmutable como
el cielo estrellado sobre nosotros. Ahora bien, es notable
que la melancolía sea una neurosis narclsista, que su
nexo con la perversión sea de los más laxos, y que los
auto-reproches del melancólico rara vez recaigan sobre
faltas sexuales. Del mismo modo, en la reacción terapéutica
negativa ya no son los conflictos sexuales el objeto
de una culpa irremisible, sino una falta más esencial:
«No tengo el derecho de existir».
Antes de defender esta inexplicabilidad del mal, debemos
considerar todavía un elemento: el de la destructividad.
Sin la menor duda, ella desempeña un papel
capital, pero este sólo se puede evaluar si se establece la
distinción respecto del sadismo. La destructividad que
está en cuestión aquí es la del asesinato sin pasión. El
crimen en frío consiste para el criminal en matar a sus
víctimas, por lo tanto a sus objetos, sin tocarlas, como si
se tratara de privarlas hasta del goce masoquista que
pudieran extraer de sus heridas. La aniquilación por
nadización consiste en la desinvestidura brutal —a menudo
inconciente— de aquel que, ayer, era todavía alguien
a quien se estaba ligado por el amor y/o por el
odio, y que de la noche a la mañana pasa a ser un extraño,
hasta un desconocido. Esta forma de destructividad
es más temible que la manifestada bajo el aspecto
de un odio inextinguible, insuperable, que reclama una
venganza implacable que los años no consiguen extinguir
ni atenuar. Se adivina que esta última se encuentra
estrechamente intricada con la libido erótica, por la
pasión que ella suscita.
El monstruo frío y cruel de la destructividad va unido
con las figuras más tradicionales del mal. El mal es insensible
al dolor de otro: por eso es el mal. El bien se
funda en la simpatía, «el padecimiento con», que impulsa
a aliviar al que pena, mientras que el mal no siempre
es lo que anhela aumentar ese padecimiento. Peor: prefiere
ignorarlo.
Se comprenden, entonces, las raíces narcisistas del
mal. Paradoja del melancólico: por un lado, sufre mil
muertes en el dolor moral más extremo y la culpa más
inexpiable, la cual se alimenta de bagatelas que dejan al
interlocutor sin argumentos cuando se esfuerza en demostrar
su benignidad; y, por el otro, ese pecador destinado
a la condenación revela una extraña insensibilidad,
está por entero centrado en sí mismo y sólo se interesa
en su persona y en los peligros que la amenazan. El
sentimiento de la desproporción que existe entre los hechos
que el melancólico se reprocha y el sufrimiento que
parece infligirse para castigarse sólo se parangona con
el que separa los agravios que se alimentan respecto de
un tercero y el mal que se le hace sufrir para vengarse.
En esas condiciones, los auto-reproches del melancólico
no explican más su melancolía que los reproches del
verdugo a su víctima explican el mal que le hace.
Un día me impresionó esta definición del malo: no es
el que hace el mal, sino el que ama el mal. Todo el
mundo hace el mal, pero algunos lo aman. Ahora bien,
¿qué es amar el mal? ¿Es gozar del sufrimiento de otro?
Sin duda, y ese es el caso más trivial. Pero existe un
amor del mal13 mucho más radical, mucho más impersonal.
Amar el mal es amar detectarlo, designarlo, localizarlo
a fin de encontrar materia para exterminarlo,
para pensar que una vez vencido y aniquilado el mal,
reinarán sin rival la felicidad y el Soberano Bien. Ello
así, la culpa desaparece, porque las acciones más destructoras
son acciones purificadoras. Amar el mal sin
remordimiento se funda en la certidumbre de asegurar
el triunfo definitivo del bien.
Parentesis literario
La fuente literaria es inagotable para alimentar nuestra
reflexión. Por eso no me hace falta buscar mucho
para encontrar ilustraciones sobre las personificaciones
del mal. Me detendré en una obra vastamente conocida.
Shakespeare ha creado tres personajes habitados por el
demonio del mal: Ricardo III, Yago, Edmundo. Freud se
interesó por el primero en «Las excepciones» cuando analizó
el célebre monólogo de quien todavía es sólo Gloucester.
14 Yago y Edmundo no retuvieron su atención,
! i Vease el numero que la Nouuelle Reuue de Psychanalyse ha dedicado
a ≪L'amour de la haine≫ (ne 33. primavera de 1986).
14 Cf. -Quelques types de caractere degages par le travall psychanalytique
≫ [≪Algunos tipos de caracter dilucidados por la practica
aunque dedicó algunas observaciones de pasada a Otelo
(el pañuelo como fetiche) y el rey Lear fue objeto de uno
de sus estudios más bellos, «El motivo de la elección del
cofre». Si comparamos estos tres caracteres, descubriremos
en ellos, un rasgo común: son hermanos (en el
sentido amplio) expoliados. Ricardo lo es no solamente
por su disformidad, sino también porque su posición de
hijo menor le quita toda posibilidad de acceder al trono;
de ahí la necesidad de un fratricidio repetido. Yago no
tiene hermano, pero se puede considerar a Cassio como
a un hermano de armas a quien Otelo prefiere elevándolo
al rango de porta-estandarte aunque Yago sea
más antiguo; de donde la maquinación que debe culminar
en la desgracia de Cassio y de Desdémona, así como
en la ruina de Otelo. Por último, Edmundo es el bastardo
de Gloucester, y en consecuencia no puede beneficiarse
con los privilegios inherentes a la filiación legítima,
cuyo poseedor es Edgardo.
Comprobamos entonces que los tres villanos de Shakespeare
presentan, todos, un complejo fraterno15 que
los empuja al fratricidio, como Claudio, quien mata a su
hermano el rey Hamlet y como, en la Biblia, Caín mata a
Abel, preferido de Dios. Esta exploración del complejo
fraterno se revela extrañamente fecunda. ¿Acaso Lucifer
no se revuelve contra Dios porque ha dejado de ser el
preferido del Eterno?16
Podríamos seguir las prolongaciones de este desarrollo
en la obra de Freud. En 1922, en su artículo
«Acerca de algunos mecanismos neuróticos en los celos,
la paranoia y la homosexualidad», insiste en la importancia,
en la homosexualidad, de la represión del odio
hacia un hermano menor. El odio hacia el semejante
—el hermano en sentido amplio— no es reprimido como
el que recae sobre un progenitor, del que se es siempre
psicoanalitlca≫]. en L'lnqulétante étrangeté et aatres essats. ≪Connaissance
de l'inconscient≫ (nuevas traducciones de Sigmund Freud), Galllmard.
1985.
15 Cf. Bernard Brusset. ≪Le lien fraternel et la psychanalyse≫, en
Psi/cfianaiyse ü VUntversité, n‘ 45, 1987.
16 Vease, entre otros, el Paradtse Lost de Milton.
dependiente. Se tiene necesidad de su amor y de su protección
de manera irremplazable. Este odio fraterno que
empuja a los extremos del mal nace a menudo porque se
supone que el objeto del odio es más amado por un progenitor:
en el caso de Satán, por el Padre. La «explicación
» del odio reside entonces, al parecer, en el dolor
creado por la pérdida de amor. Pero no es menos cierto
que, en los casos citados, la desproporción entre el
«trauma» y las consecuencias que este trae es inconmensurable.
La más trágica de las figuras del mal y, sin duda, la
más impenetrable es Macbeth. En realidad, habría que
decir los Macbeth, uniendo en una sola persona a la pareja
real. La sed asesina de Macbeth carece de explicación.
Mata para ser rey, porque cree en la predicción de
las brujas que le anuncian que será rey. En su impaciencia,
sigue matando para exterminar la descendencia
de Banquo, que debe reinar, mientras que él mismo
no tiene hijos. Se excede en el asesinato. De las cuatro
grandes tragedias de Shakespeare (Hamlet, Macbeth,
Otelo, Lear), Macbeth es, de lejos, aquella con respecto
a la cual el psicoanálisis aplicado resulta más difícil,
aquella que revela menos motivaciones inconcientes, en
fin, aquella que la crítica unánimemente reconoce como
la tragedia del mal, pero en la cual, agregaría yo, el espesor
trágico es más resistente a cualquier penetración
psicológica. No es que no se pueda, como Freud ya lo ha
hecho, dilucidar en ella el problema de la esterilidad,
sino que incluso ver en Lady Macbeth un ser «que fracasa
cuando triunfa» sólo da testimonio muy parcial del
imperio del mal sobre el espíritu de Macbeth. Macbeth
se opone a los otros tres personajes cuyos «móviles» en
rigor podrían comprenderse. Cuando un trágico como
Shakespeare se propone desarrollar sobre la escena un
personaje que participa en una intriga, necesita sólo un
mínimo de verosimilitud para volverlo creíble, y esto
para satisfacer los afanes de racionalización de los espectadores.
Pero, si se lo mira con más atención, lo verdadero
es lo que no es verosímil; es lo que la evidencia
impone reconocer como inexplicable en ciertos casos.
¿Por qué? Porque el psicoanálisis no es una psicología,
porque la teoría de las pulsiones es tal vez nuestra mitologia,
y los mitos son a veces medios para decir verdades
de otro modo indecibles.
Esta Incursión por el teatro de Shakespeare nos da la
ocasión de volver a hacer una observación que la experiencia
verifica constantemente. La negrura de ciertas
almas, o su propensión al mal, es un poderoso excitante
de la Imaginación. «No se hace buena literatura con buenos
sentimientos», decía Gide. Admitido; pero, ¿por qué
se hace buena literatura con malos sentimientos? No
vale la pena multiplicar los ejemplos para mostrar que el
éxito literario corona con predilección mucho más al vicio
que a la virtud. Aun sin trepar a las obras cumbres
de la civilización, si nos limitamos a dirigir nuestra
mirada al arte de consumo corriente cuya producción
han amplificado los medios de comunicación social (literatura
policial o de espionaje, series de televisión, filmes,
etc.), comprobamos que hacemos un consumo Impresionante
de violencias agresivas y sexuales, de asesinatos
y de masacres que tienen por teatro el presente, el
pasado o el futuro (ciencia-ficción), la jungla asfaltada o
natural, en interiores como en exteriores, sin cansarnos
de volver a ver eternamente la misma intriga con escasas
variantes. No cabría asombrarse, puesto que este
arte popular no hace más que vehiculizar satisfacciones
imposibles o prohibidas, de manera por completo Inofensiva
y hasta profiláctica. Podemos convenir en ello.
Pero es cierto que el carácter masivo de esta producción
deja traslucir nuestras necesidades en este dominio. Es
clásico hacer bromas sobre el hecho de que el Paraíso ha
de ser muy aburrido mientras que el Infierno proporcionaría
más distracción. En todo caso es seguro que el Infierno
es más creíble que el Paraíso, y que incita más a
imaginar sufrimientos cuya variedad es inagotable porque,
después de todo, la atmósfera de la gehena es apenas
exagerada respecto del universo real, en tanto que
en vano buscamos un lugar sobre la tierra que pueda
pasar por un anexo del Jardín del Edén.
Comprobamos, en consecuencia, que el Mal es un
excitante intelectual y afectivo, que estimula la imaginación
creadora de los que tienen por tarea producir y
calma las tensiones de quienes tienen el ocio para con'
sumir. Esto no atañe sólo a las obras mediocres, puesto
que podemos aplicar la misma comprobación a la Grecia
clásica que dio nacimiento a la tragedia. Y se recordará
además que Platón quería desterrar de la ciudad
espectáculos que nosotros consideramos sublimes, pero
que él juzgaba susceptibles de corromper el alma de los
ciudadanos de su República ideal. ¿Y es seguro que el
juego en todas sus formas constituya, como lo ha sostenido
Winnicott, una fuente de creatividad, una posibilidad
de despliegue del ser? El deporte, puesto que no
podemos dejar de mencionarlo, ha perdido esa nobleza
de alma y esa lealtad que enfrentaba a adversarios que
se estimaban y se respetaban de manera caballeresca.
Para ganar es preciso odiar al adversario; es un refrán
conocido. Hasta quizás haya en esto menos hipocresía
que en el pasado. Pero cuando el público de los encuentros
de fútbol se entrega a un desencadenamiento de
violencia agresiva contra los partidarios del equipo adversario,
¿dónde está la catarsis benéfica, el valor sím
bólico del combate, pacífico sustituto del enfrentamiento
de dos ejércitos? Y, sobre todo, ¿cómo explicarlo?
Hemos pasado del mal como excitante fantaseado,
que todavía podríamos relacionar con el sadismo, al mal
como violencia ciega y paranoica.
De la trasgreslon a la desintricacion pulsional
Volvemos a encontrar siempre la misma estructura,
el mismo esquema: primero, el mal definido por la prohibición
y el deseo de gozar de su trasgresión, sea en
acto (perversión), sea en fantasías (ficción), formas analizables
de esas conductas y del placer que buscan. Después
de eso, nos deslizamos a otro aspecto del mal: la
destrucción pura e integral y, como tal, inanalizable.
Confirmamos entonces repetitivamente la hipótesis
freu diana de la intricación y de la desintricación de las
pulsiones. Intricada con la libido erótica, la libido destructiva
puede conducir a una variedad de expresiones
que ocasionen el placer o el goce de una manera inteligible.
Desintricada, la libido destructora se vuelve propiamente
insensata.
Estamos otra vez frente a una distinción que ya hemos
propuesto entre locura y psicosis. En tanto que la
primera implica la intricación con la libido erótica, cualquiera
que sea su expresión agresiva, la segunda deja
prevalecer la destructividad, sea que esta domine ampliamente
sobre lo erótico, sea que se encuentre desintricada
casi por completo. Esto armoniza también con
nuestra hipótesis sobre el papel de «función desobjetalizante
» que atribuimos a la pulsión de muerte.17 Si la
destructividad contra el otro ha de llegar lo bastante lejos,
la condición indispensable para la realización de ese
proyecto es desobjetalizarlo, es decir, retirarle su propiedad
de semejante humano. Ahora bien, esta situación
es incompatible con el goce sádico que exige la identificación
con el aííer ego masoquista. Se lo ha dicho y repetido:
en la pareja sadomasoquista, es siempre el sádico
el que cede primero.
La manzana es un fruto agradable pero muy común.
Sin embargo, si se promulga una interdicción sobre el
manzano y se deja que una serpiente se enrosque en
torno de sus ramas, ningún alimento parecerá más exquisito.
La atracción del fruto prohibido hace del mal un
condimento que realza el gusto por él. La sabiduría popular
lo reconoce. En la consideración de ciertas interdicciones
fundamentales, como la prohibición del incesto,
nos perdemos en conjeturas para conocer el origen
y la causa de semejante restricción. Nos atendremos a
la observación capital de Freud: sólo se prohíbe lo que
puede ser el objeto de un deseo. En consecuencia, lo que
connota a este aspecto del mal es el atravesar el límite
declarado infranqueable para realizar el propio deseo.
Resta averiguar por qué el deseo en cuestión es declarado
maléfico. La respuesta es doble: sea porque la satisfacción
haría peligrar la salud de quien se entregara a su
entero placer —y sabemos cuánto se abusará del argumento
(la masturbación vuelve idiota), que empero descansa
a veces en una base real —, sea porque esta satisfacción
amenaza el orden social. Esta doble causalidad
17 Cf. La pulsión de mori por Green, Ikonen. Laplanche, Rechardt.
Segal, Widlocher, Yorke, PUF, 1986. [La pulsión de muerte. Buenos
Aires: Amorrortu editores. 1989.|
es, por lo tanto, natural y/o cultural, pero reclama matices:
lo que es inofensivo hasta cierto grado podría volverse
nocivo más allá de cierto límite. En otros casos, el
mal no es negociable, y se está de un lado o del otro de la
barrera, sin compromiso posible. En la oposición de las
razones naturales o culturales, bien se advierte que si
las primeras sólo dependen de un conocimiento riguroso
de la medicina, que es exclusivo de la ciencia, las
segundas, en cambio, no pueden pretender la misma
certidumbre y varían de una época a otra o de una región
a otra. Ahora bien, la causalidad natural sirve aquí
de modelo. La causalidad cultural se esfuerza en apoyarse
en ella para conferir a sus juicios un fundamento
que no esté expuesto a discusión. «Está prohibido», dice
el padre. «¿Por qué?», pregunta el hijo. «Porque es malo
para la salud». René Diatkine, en una entrevista, aconsejaba
a los padres evitar en sus respuestas a los hijos
las racionalizaciones de sus prohibiciones, y dar como
única justificación de sus decisiones: «Porque no me
gusta». Comoquiera que sea, la situación de interdicción,
respecto del mal, si indiscutiblemente aumenta el
deseo, en virtud del obstáculo que de ese modo se opone
a su realización, tiene también otra función. Ella está
implícita en todos los modelos que hemos expuesto, ya
sean de Freud o de Melanie Klein: la posición de la dicotomía
bien/mal es fundadora de un orden y de este modo
confiere sentido a la existencia humana. Preguntarse
si ese sentido deriva del orden de las cosas —es decir, de
la creación divina y, por eso, de un absoluto— o de las
decisiones humanas —es decir, de cierta arbitrariedad,
en cuyo caso sólo tendría un valor relativo— es una preocupación
que sólo sobreviene tras la aceptación de ese
principio ordenador de la realidad humana.
Cabe destacar de pasada que, según la ley inglesa, es
la capacidad de discernir entre el bien y el mal la que determina
la responsabilidad de un delito, mientras que la
ley francesa, más teórica, hablaba, en el origen, de «demencia
», término mucho más impreciso si se piensa que
se remite a la significación que la medicina y los juristas
acordaban a ese término ¡en 1838!
Y es en efecto esta discriminación la que genera el
orden de las significaciones en la vida social. Para volver
sobre la cuestión de la norma, recordemos que, si bien
es fácil hacer notar que esta varía sin cesar históricamente
y geográficamente, en cambio la referencia a una
norma es invariante.
Así, el mal es un agente estimulador de la creatividad,
una fuente de excitación del placer fantaseado, una
causa de aguzamiento del deseo y un principio de orden.
Ello basta para explicar su necesidad, su fuerza, su permanencia...
pero esta lógica es demasiado intelectualista.
La lógica propia del mal lleva, al contrario, a revelar
que defendiendo este punto de vista sólo se abordan las
capas más superficiales de lo contrario del bien. La malignidad
del mal, la que atrae la maldición sobre la cabeza
de quienes se hacen culpables de él, ya no es ejercida
en vista del placer, sino del alivio de una tensión
que busca la descarga; 110 engendra ya ningún deseo,
sino que se consuma en la indiferencia y la insensibilidad
de una psique que ha dejado de fantasear para
quedar prisionera de una acción desencadenada sea
con un método implacable, mecánico, sea en medio del
caos que sólo se detiene bajo el fuego cruzado de otra
violencia. Ya no es ejercida en nombre de un principio de
orden, porque este consiste en reglar relaciones conflictuales,
mientras que el desorden que aquí se pone en acto
procura la aniquilación de lo que no es él, o el sometimiento
total, definitivo, absoluto, de lo que se le opone.
Los fenómenos a que nos referimos tienen un campo
de aplicación más social que individual y se registra
menos su pertenencia a la patología que al estudio de
las sociedades. Es un error asignar fronteras tan estrechas
a la patología. En efecto, los grupos sociales en
cuestión o las sociedades a que me refiero están enfermos.
Del mal a la enfermedad: nos vemos remitidos de
continuo de uno a otra.
El mal observado
De hecho, los psicoanalistas no están bien situados
para hablar del mal. Los perversos no solicitan su ayuda
—los que lo hacen no piden ser «curados» de sus perversiones
sino de otra cosa—, y no tienen verdaderamente
la experiencia de los que aman el mal. Sólo llegan a sus
divanes los que tienen la idea obsesiva de que podrían
tratar de hacerlo inadvertidamente, es decir, los obsesivos.
Es preciso agregar también, a estos, los numerosos
deprimidos a quienes atormentan los rigores de su
superyó. Pero, en lo que se refiere a los delincuentes, los
criminales o malos sujetos de toda calaña, a pesar de
estudios clásicos antiguos y de experiencias —demasiado
poco numerosas— conducidas por psicoanalistas en
el medio carcelario, no se puede afirmar que este sea un
tema central de preocupación en el psicoanálisis.
Si, para tratar acerca de la cuestión del mal, nos vemos
limitados a hablar del masoquismo bajo todas sus
formas, debemos reconocer que nuestro equipamiento
es muy escaso. Esto no dispensaría del abordaje inmediato
de la problemática del mal: no a través del superyó,
sino por la acción dominante del ello, porque se podría
sostener que a partir del momento en que un sujeto
acepta la situación de análisis con su encuadre, sus
reglas y sus exigencias de auto-examen, ya no es un
buen material de estudio para comprender lo que es el
mal. Cuando interrogo mi propia experiencia, muy excepcionalmente
me ha ocurrido experimentar un afecto
contra-trasferencial que me indicara que el analizando a
quien escuchaba era «verdaderamente» malo. No obstante,
me puede ocurrir que pronuncie ese Juicio hacia
personas que no son mis pacientes. ¿Bastaría entonces
encontrarse en situación de análisis para escapar a la
infamia? Más bien creo que si la proximidad inclina a la
simpatía, cabe pensar que la aceptación de la interrogación
sobre sí, que el análisis implica, descarta por sí sola
la caracterización de un sujeto según el criterio del mal.
No obstante, sigo convencido de que el mal existe y
que no es una defensa o una actitud de fachada, o el disfraz
de una psicosis. Es preciso ir a buscar al mal allí
donde arrecia, en el mundo exterior. Aunque es cierto
que los ecos que nos llegan están deformados, creo sin
embargo que lo que se nos cuenta es lo bastante creíble
para que nos mueva a reflexionar.
No me arredra decir que el psicoanálisis resulta totalmente
superado por los efectos del mal en nuestras sociedades
actuales. A falta de material clínico, quiero
referir una experiencia que me ha impresionado mientras
reflexionaba en la redacción del presente artículo.
En el curso de un viaje, compré Le Nouvel Obsewateur
(semana del 12 al 18 de agosto de 1988). Ofreceré una
reseña lo más escueta posible:
En la tapa se ve a un hombre con el craneo rapado, vociferante,
puno levantado contra el objetivo. Titulo:
La violencia de los cabeza rapada se extiende en Francia.
Esos jóvenes que nos dan miedo.
Pag. 3: Entre las caricaturas de Wolinski, una lleva la leyenda:
≪Los jovenes que matan≫.
Pag. 4: ≪Easy Hopper≫. Articulo sobre Denis Hopper, autor
de ≪Colours≫, sobre las bandas armadas de Los Angeles (vease
mas adelante).
Pag. 6: Ultima parte de tres articulos sobre Jimmy Swaggart,
falso mesias de los Estados Unidos. Articulo sobre las
bajezas, la avaricia y la vengatividad de los predicadores norteamericanos
que se hacen la guerra acusandose de entregarse
a pracucas sexuales bajo la influencia de Satan.
Pag. 25: Cronica de Jacques Juillard: referencia a los ninos
muertos por tortura o malos tratos.
Pag. 29: Articulo sobre Checoslovaquia. La sociedad checa
conoce ≪la droga, el sida, el mercado negro≫.
Pag. 30: Articulo sobre Birmania. Subtitulo: ≪Dijo: “El problema
se arreglaria matando a diez mil". Se necesitaron mil
quinientos muertos para obligar al general Scin Lwin a alejarse*.
Pags. 32-33: Articulo sobre el Libano (sin comentario): ≪...los
mercaderes del crimen comercializan la guerra≫.
Pag. 36: Articulo sobre la OLP. Nada en el texto, pero la asociacion
libre es fuerte...
Pags. 48-51: ≪Esos jovenes que nos dan miedo≫. Es imposible
resumirlo. Hay que leerlo integramente para tomar la
medida de lo increible.
Pags. 52-54: EE.UU: los nuevos salvajes. Ejemplar y terrorifico.
Pag. 55: Entrevista al prof. Walgrave: ≪.Se trata de un fenomeno
en expansion? Respuesta: es indudable que se extiende
≫.
Pag. 61: Articulo sobre Soyinka, premio Nobel encarcelado
por sus opiniones politicas.
Pags. 63-64: Articulo sobre Marat, ≪Un hombre sanguinario
asesinado, extraordinaria figura de nuevo martir≫ (subtitulo).
Pags. 78-79: Miscelanea de avisos: algunos Juiciosos, otros
Invitan a la perversion (gritos y castigos). !Cuan anodinos frente
a todo lo que precede!
No considero a Le Nouvel Observateur como un semanario
complaciente hacia las manifestaciones de violencia,
y no creo que este número esté excepcionalmente
cargado de horrores (unos días después, nos agasajaban
con las masacres de Burundi). Preferí la reseña de
los hechos a los juicios de alcance demasiado general.
He querido mostrar que inadvertidamente, o sin que
prestemos atención a ello, estábamos asediados no sólo
por la violencia, comprobación trivial, sino también por
el mal. Racionalizaciones sociológicas o políticas pueden
proponer explicaciones. Cuando se las pone a prueba,
no son sostenibles. Una vez más, los efectos son inconmensurables
con las causas. Para terminar, acaso porque
resulta intolerable aceptar esta ausencia de causalidad
convincente, me parece que una sola hipótesis
puede ser considerada, la de Freud: se proyecta lo malo
al exterior para que no mate desde el interior. En este
punto, lo que dice Melanie Klein no difiere de lo que dice
Freud. El mal sería entonces el efecto de un deseo de no
morir, una conjuración contra el suicidio. El periodismo
no es ciertamente una referencia aceptable en un artículo
que pretende ser serlo. Nada más fácil que estigmatizar
mi explotación interesada de esta clase de sucesos,
el carácter superficial de la información, y aun la
desinformación, la ausencia de una reflexión en profundidad,
el imperio de la actualidad, la falta de perspectiva,
etcétera.
Y bien, ¡tomemos altura!
Lo antiguo y lo nuevo
Quienquiera que se interrogue sobre el problema del
mal comprobará enseguida que es una de las más antiguas
preocupaciones que se puedan registrar desde
que la historia nos ha legado huellas de lo que pensaban
los hombres: no existe mitología que no mencione las
fuerzas malévolas que persiguen a los hombres y arruinan
sus tentativas de felicidad, no existe una cosmogonía
que no haga lugar a las potencias del mundo animadas
de malignidad, ni una teogonia que se abstenga-de
mencionar divinidades maléficas. El mal cambia de forma,
de manifestaciones, de soportes, de contenidos; su
permanencia persiste, inquebrantable.
Para atenernos a nuestra sola civilización occidental,
lo que mueve a reflexionar es la elaboración continua,
evolutiva, acerca del mal, desde las formas que adopta,
aun antes de los escritos vetero-testamentarios, hasta la
ética de nuestros contemporáneos, sean ellos teólogos,
filósofos o moralistas. El psicoanálisis, desde que existe,
ha venido a engrosar esta reflexión y a complicarla bastante.
Pero la antigüedad del problema del mal y la evolución
de las ideas en lo que a él se refiere no bastan
para justificar nuestro interés. Este último se alimenta
también en la realidad reciente. Ha sido dado a nuestra
época conocer la forma más acabada y cumplida del Mal
con la Shoah.
Existen diversas maneras de considerar este acontecimiento
sin precedentes en la historia. Me limitaré a
dos observaciones. Los testimonios sobre la Shoah (filmes,
escritos, relatos) dan una imagen del mal que nace
de lo que he denominado la desobjetalización, como
consecuencia de la pulsión de muerte. El sadismo impresiona
en ellos menos que la eficacia del rendimiento,
y la crueldad se desdibuja ante el afán de orden y de limpieza
en el exterminio. La Imagen para mí más elocuente
de un filme sobre el gueto de Varsovia es la de la indiferencia
soberana de los dos oficiales nazis que atraviesan
una calle sembrada de cadáveres que ellos parecen no
ver. El sádico no puede menos que identificarse con el
masoquismo de su compañero (lo inverso es también
cierto). Aquí, el mal consiste en la indiferencia del verdugo
ante el rostro de su semejante considerado como extraño
absoluto, y aun extraño a la humanidad.
Mi segunda observación atañe a las víctimas. No me
refiero a los que perecieron, sino a aquellos a quienes el
destino permitió sobrevivir. Todo indica, a través de sus
testimonios, que no siempre comprendieron —y nosotros,
todavía menos.
La Shoah terminó con la finalización de la última
guerra mundial. Pero representó un salto decisivo en el
obrar del mal, tal que nada en este terreno será ya como
antes. Aun cuando las manifestaciones del mal tomen
aspectos muy alejados de lo que se desarrolló durante
aquellos años, siempre quedará algo que evocará, de
una manera o de otra, esos tiempos del holocausto. Lo
más intolerable es que las victimas de ayer o sus descendientes
puedan, sin advertirlo, encontrarse del otro
lado de la barrera. Sin siquiera saber por qué.
.Por que?
Decir que el mal es sin por qué no exime de hacer
esta pregunta: «¿Por qué?». Veo dos respuestas posibles.
La primera es el fruto de una desmentida: «Todo el mal
está en el otro, por lo tanto, si elimino al otro, responsable
del mal, elimino el mal». Esta posición paranoica y
persecutoria descansa en una idealización de sí, con lo
cual conjura la angustia depresiva de reconocerse malo.
Así, esta proyección del mal, que, en el extremo, parece
absurda, tiene al contrario mucho fundamento si se
considera su valor defensivo frente a la amenaza de la
melancolía suicida. Esta posición no se descubre solamente
en los fenómenos sociales, donde con facilidad se
disciernen numerosas ideologías totalitarias o religiosas
«xenófobas» en el sentido más amplio (todo el que no es
como yo o no piensa como yo está en contra de mí, y
además está a sueldo del extranjero, es decir, del enemigo),
sino también en ciertas estructuras clínicas que
no pueden luchar contra angustias persecutorias internas
muy mutilantes (en lo psíquico y en lo somático) si
no es haciendo responsables de todos sus males a su
madre, su padre, sus hermanos o hermanas, sus hijos,
su marido, su esposa, su amante, sus patronos, sus colegas,
sus amigos y, desde luego, por sobre todo, a su
analista. El mal es en consecuencia un factor de mantenimiento
de la cohesión narcisista. Pero también aquí
estaría tentado de decir que en estos casos estamos
frente a un estrato relativamente juicioso, y por lo tanto
más próximo al yo que al ello, de la destructividad.
La segunda respuesta es para mí más radical. Trata
de responder de manera más directa la pregunta: «¿Por
qué el mal es sin por qué?». Esta respuesta que se nos
ha escapado hasta el presente se descubre con una gran
simplicidad. El mal es sin por qué porque su razón de
ser consiste en proclamar que todo lo que es carece de
sentido, no obedece a orden alguno, no persigue ningún
fin, depende sólo del poder que se pueda ejercer para
imponer su voluntad a los objetos de sus apetitos: se observará
que no digo «su deseo», porque el término sería
aquí impropio; demasiado «civilizado». El mal es sin por
qué porque no existe un porqué. Sin haberlo buscado,
nuestra definición coincide casi exactamente con la que
se puede atribuir al ello, ese demonio del pensamiento
moderno, muy diferente del de Sócrates, a quien inspiraba
con su aliento. Esta visión del psiquismo, próxima
a cierta Realpolltik del alma, pretende ser demistificadora.
De hecho, es una mistificación, lo mismo que el
nihilismo. Su falsedad no reside en el carácter inexacto
de lo que enuncia, sino en la imagen incompleta que
ofrece del psiquismo. No se podría, desde luego, oponerle
la visión idílica del idealismo, puesto que la idealización
(de sí) muy bien puede justificar la persecución de
otro, según vimos. Bajo la máscara de una concepción
polemista del hombre (se habla mucho de depredadores,
en nuestros días, para calificar ciertos comportamientos
sociales; no hace mucho tiempo, el término se
aplicó a los especuladores de Bolsa), esta visión «alejada
del sentimiento» y que se pretende lúcida no es sino una
mitad de la verdad. ¡Es inútil recordar aquí que se ha
dicho de los peores verdugos que podían ser buenos padres,
buenos esposos, leer a Platón a libro abierto y tocar
a Mozart de memorial Ese es un hecho. La verdad no
reside en el reconocimiento del conflicto entre el bien y el
mal, como en el interior del aparato psíquico entre lo
bueno y lo malo, y después entre lo bueno y lo malo, por
una parte, y lo real, por la otra. Tampoco reside la ver -
dad en la invocación de la absoluta certidumbre que ella
representa, con relegamiento de todo lo demás a lo
incierto y hasta a lo falso, sino en el Incesante eoiilllcto
entre lo verdadero, lo ilusorio, lo falso, etc. Dicho de otro
modo, una concepción del mal no tiene posibilidades de
reflejar la realidad salvo a condición de incluirse en una
teoría de la intricación y de la desintricación de las pulsiones.
Rectificaré la opinión de Freud afirmando que la
oposición entre el Eros y las pulsiones de destrucción no
se limita a connotar al primero por la ligazón, y a las segundas,
por la desligazón. En realidad, creo que sería
más certero suponer que el Eros es compatible con la ligazón
y la desligazón imbricadas o alternadas, pero que
las pulsiones de destrucción son pura desligazón. Así,
decir el Mal sin por qué es afirmar que es desligazón integral,
y por eso no-sentido total, fuerza pura. Tal es el
sentido de esta destrucción del sentido que afirma que
el Bien es un no-sentido.
Fuentes
Aprés coup, l’archa&jue se publicó en el n° 26 de la Nouvelle
Revue de Psychanalyse, otoño de 1982, con el título
«L'archalque».
L'idéáü mesure et démesure se publicó en el n° 27 de la
Nouvelle Revue de Psychanalyse, primavera de 1983,
con el título «Idéaux».
La double limite se publicó en el n° 25 de la Nouvelle
Revue de Psychanalyse, primavera de 1982, con el título
«Le trouble de penser».
Le silence du psychanalyste se publicó en Topique,
n° 23, 1979.
La capacité de reverte et le mythe éttologique se publicó
en la Revue FranQoise de Psychanalyse, tomo LJ, 1987.
Pourquol le mal? se publicó en el nc 38 de la Nouvelle
Revue de Psychanalyse, otoño de 1988, con el título «Le
mal».*
* Los trabajos enumerados son. en el mismo orden, los seis capitulos
que constituyen este libro. Para la version en castellano, se tomaron
de Andre Green. La folie privée. Psychanalyse des cas-limites,
Paris: Galllmard. 1990. de donde se reproducen tambien las referencias
de esta pagina.
La introduccion del presente volumen en castellano es la que Andre
Green escribio para la edicion francesa mencionada. Esta ultima incluye
ademas ≪El psicoanalisis y los modos del pensar ordinario*. ≪El
analista, la simbolizacion y la ausencia en el encuadre analitico*, ≪El concepto
de fronterizo≫. ≪Pasiones y destinos de las pasiones*. ≪La proyeccion*
(capitulos 1 a 5), trabajos todos incluidos en Andre Green, De locuras
privadas, Buenos Aires: Amorrortu editores, 1990, que tomo como
base la compilacion preparada por el autor en lengua Inglesa, On prívate
madness, Londres: The Hogarth Press, 1986, y que contiene trabajos
no recogidos en la compilacion francesa (entre otros, una Importante
≪Introduccion≫).
La nueva clínica pslcoanallüca y la teoría de Freud es entonces complemento
de De locuras privadas; no obstante, este libro presenta una
fuerte consistencia interna tematica y por esa razon se lo presenta,
por indicacion del autor, con un titulo que la refleja.

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