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DE JEAN-JACQUES ROUSSEAU
TRANSEÚNTE
Simone Goyard-Fabre
Política y filosofía en la obra de
Jean-Jacques Rousseau
Roberto Artega
Lizbeth Sagols
Tr a d u c t o r e s
introducción
Simone Goyard-Fabre
7
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
8
Débat sur le kantisme et la philosophie 7que supera ampliamente
el marco del kantismo, Heidegger afirmaba descubrir al rededor
de él “voluntad de voluntad” en la que la conquista de poder se
efectúa en un trayecto mortal; Cassirer, sin ser un “neokantiano
ortodoxo” defendía, por el contrario, la irrecusable nobleza de la
acción que produce la cultura como obra de la razón, valorando
en la humanidad la capacidad de autonomía. Lo que fue dicho en
Davos deja ver, no sólo un profundo corte en la interpretación del
kantismo, sino también, y de manera más amplia, la oposición de
dos tipos de filosofía. Esta tensión confiere al texto de el Probléme
Jean-Jacques Rousseau, que Cassirer redactó poco después, la dimen-
sión y el acento de una revelación: la obra de un hombre único basta
para indicar la alternativa entre la valentía de la oposición, por una
parte, y, la inercia de la sumisión, por la otra; la obra encierra en sus
repliegues, de manera paroxística, el sentido último de una reflexión
sin cesar recomenzada por medio de distintas aproximaciones al
mundo humano.
En su punto nodal, el “problema” que plantea Rousseau aparece
como el lugar de la confrontación política y filosófica en donde el
hombre mismo se pronuncia o por la libertad, o por el servilismo. Se
trata entonces, en el acto filosófico y, a partir de este mismo, revelar
que el hombre vive siempre en una encrucijada y que tiene que
elegir entre la pasividad y el valor. Sin duda, esta alternativa explica
la interminable recurrencia de las interpretaciones divergentes de la
obra de Rousseau: obra singular, tan singular como el hombre que
es su autor; una obra que escapa tanto a las normas del clasicismo
como a los impulsos innovadores de la filosofía de las Luces, que le
es contemporánea; una obra, finalmente, en la cual parece insertarse
de manera deslumbrante y pérfida la equivocidad del doble sentido.
En ella vemos desplegarse el movimiento del pensamiento, sin cesar
reactivado por la razón. Aunque, en el discurso que lleva este movi-
miento, los fines no parecen claramente establecidos ni fijados, el
impulso al cual obedece es de una fuerza ejemplar. A pesar de las
incertidumbres que la minan, tiene una profundidad que consigue
desafiar las incertidumbres de la escritura, y el desarrollo de una
7.
9
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
8. “Los sistemas de esta especie están más allá de mi; no pongo ninguno
en mi vida ni en mi conducta”. Lettre à M. de Mirabeau, hacia el 25 de
marzo de 1767. [Carta a M. Mirabeau].
9. Confessions, t. i, liv. ix, p. 404.
10. Señala al respecto Cassirer, no el Verstand sino del Vernunft, Loc.
cit., p. 526.
10
la política, pero que, como veremos, no es el caso) de buscar los
fundamentos, o incluso, los arcanos que según su propia declaración
ningún filósofo hasta él antes ha conseguido revelar.
Estos fundamentos profundos hasta el misterio, tienden, según
Rousseau, a la naturaleza del hombre. La idea podría parecer banal
en siglo xviii o, incluso, para la modernidad que se afirma recha-
zando las prerrogativas de la teología: el “descubrimiento metafí-
sico del hombre” apenas parece cuestionable. Con la retirada del
Dios trascendente, el hombre se convirtió en el centro de referencia
obligado. Ya sea que Rousseau se pregunte sobre el “hombre de
la naturaleza” o sobre el “hombre del hombre” coloca a éste en el
centro de su pensamiento que excava tanto en la aventura humana
como en las posibilidades todavía inexploradas que se revelarán por
él. La aparente trivialidad de la interrogación sobre el hombre que
persigue Rousseau al compás de sus distintas obras es una ilusión
óptica. En ninguna de sus obras se propone plantear un tratado de
la naturaleza humana, tal como ocurre con Hobbes o Locke. Incluso
si el Discurso sobre las ciencias y las artes y el Discurso sobre el origen
de desigualdad pueden leerse como las premisas antropológicas de
sus grandes obras posteriores, ellos mismos no constituyen una
“ciencia del hombre”. Rousseau esta lejos de ofrecer un teorización
clara del concepto de hombre como tienden a hacerlo Helvétius
o Condillac, en registros filosóficos diferentes, como también está
lejos de anunciar una reflexión ordenada y sistemática sobre la
“antropología desde el punto de vista pragmático”, como lo hará
Kant posteriormente. El conjunto de cuestiones que interesa a
Rousseau, al considerar la lenta marcha realizada por los hombres
en el transcurso del tiempo, se refieren al sentido de su presencia en
el mundo. Rousseau no está cierto, como si lo están los Enciclo-
pedistas y en general los filósofos de las Luces, de un conocimiento
de la naturaleza humana. Al trastornar el universo natural al cual
originariamente han sido lanzados los hombres, por su obsesión de
la cultura y debido a las exigencias que ella misma impone, se tejió
en el mundo una red de nuevas relaciones.
Éstas trastornaron el significado de las categorías de trabajo,
propiedad, igualdad, comunicación, y también transformaron, las
instituciones políticas y judiciales. En suma, reestructuraron el espí-
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
11. Discours sur l’origine de l’ inégalité, t. iii, préface, p. 122. [Discurso sobre
el origen de desigualdad, prólogo, p. ].
12. Ibid., p. 125. [Ibíd., p. ].
13. Ibid., p. 132. [Ibíd., p. ].
12
tica filosófica en la cual el hombre, único artesano de su condición,
es también el único amo de su destino.
¿Se revela con ello el rico potencial encerrado no tanto por su
naturaleza original como por la “perfectibilidad” que le es dada
y que lo vuelve miserable en cuanto su obra socio-política deja
entrever la distancia que separa lo que es de lo que habría podido
ser de acuerdo con las disposiciones iniciales de su naturaleza? El
sólo hecho de plantear esta cuestión resume la ambivalencia que
reina en el mundo humano y que tanto preocupa a Rousseau. Él
busca entonces las razones, los retos y la salida. Por eso no hay que
asombrarse de que, entre las numerosas exégesis de su gran obra,
dos lecturas antagónicas hayan encontrado partidarios: la primera,
inclinada hacia la “ciencia política”, le rinde homenaje por haber
puesto —gracias a su concepción del hombre que aclara la razón en
búsqueda del progreso— las bases Estado moderno, e incluso del
gobierno democrático; la segunda, más metafísica, hace hincapié en
el tormento que lacera el alma del filósofo hasta el punto de proyectar
sobre todas las instituciones políticas —soberanía, voluntad general,
legislación, regímenes gubernamentales— el germen negador que
causa el decaimiento orillándolo a una filosofía de la desdicha y de
la desesperación.
Que por medio de las categorías, los conceptos, las modalidades
relacionales de las instancias instituidas..., la filosofía política de
Rousseau haya contribuido a trazar las vías del Estado racional
del mundo moderno es apenas discutible. Sin mayor dificultad se
reconoce que Rousseau ha escrito un notable capítulo de la doctrina
política en general. Al igual que Montesquieu, y antes que él, o
que Siéyes, después de él, Rousseau ha conformado los conceptos
de poder soberano, constitución, ley, relación y separación entre
los poderes; planteó el problema de la guerra y la paz, del federa-
lismo, de las relaciones internacionales; todos los juristas de derecho
público han recibido de sus análisis y reflexiones una gran lección
que, hoy mismo va puntual en el derecho de Estado moderno y que
sacude y se abre a los horizontes más amplios de la geopolítica; hori-
zonte que es imposible descuidar. Que se haga el elogio o la crítica
de la filosofía jurídico-política que tiene por base el Contrato social,
no significa que se puedan poner entre paréntesis ni sus considera-
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
14. Entre los primeros en seguir esta vía, es necesario citar a Lakanal
que escribe: “Es la Revolución, hasta cierto punto la que explica el Contrato
social”, « Rapport sur la translation des cendres de Rousseau », Le Moniteur,
18 septembre 1794, xxi, p. 770; cité par Lucien Jaume, L´ État moderne, Vrin,
2000, p. 220.
14
Pero, con su obra, quiso indicar una orientación y hacer de ella el
índice de un vector que condensa la idea que vuelve al derecho
político un orden inteligible. Rousseau sabía, mejor que nadie, que
nunguno de los pueblos de la tierra nunca alcanzarían este horizonte
ideal. Con una mirada sutil y profunda, consideró el abismo abierto
entre el deber-ser y el ser de la política como la elocuente señal de
una decadencia. Pero, de manera más profunda, nos muestra como
los misterios de la política filosófica se ocultan en sus reflexiones
sobre el hombre y siempre se esconden bajo la dualidad aparente
del sentido: por una parte, la política filosófica de Rousseau devuelve
al misterio ontológico del hombre, condenado a la errancia que
le inflige su historicidad; por la otra, la política filosófica de Rous-
seau conlleva la extraña mezcla de la desesperación y la esperanza
axiológica ya que, a pesar de la idea de la imposible redención del
hombre, que la obra entera expresa como una verdadera obsesión, el
imperativo racional de un acuerdo entre el orden y la libertad sigue
brillando como una estrella —aunque, inaccesible15.
En el pensamiento de Rousseau la serpiente se muerde la cola. El
derecho político no se puede comprender más que filosóficamente:
se refleja en la herida siempre abierta entre lo que el hombre es, lo
que quiere y lo que puede. Al situar al hombre en esta encrucijada,
el derecho, por una parte, abre la vía de la esperanza que se lanza
hacia la normatividad ideal y pura; por la otra, indica el camino
de la acción que se empantana en la finitud de las posibilidades
humanas. A los ojos de Rousseau todo sucede como si el hombre
no acertara ha permanecer sobre el buen camino.
He aquí porqué el artículo de Cassirer que citábamos más
arriba, publicado en un momento que conllevaba la necesidad de
elegir impuesta por la política alemana de los años treinta, toma,
para quien no se limite a leerlo como la exposición “de la política
de Rousseau”, acentos de una profundidad conmocionante. No
solamente nos señala en que consiste, en los escritos, el “problema”
Rousseau; sino que coloca la conciencia de la libertad y de la respon-
sabilidad del hombre en el corazón de la política ideal del autor de
15
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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niveles de la reflexión, multiplica los puntos de vista y abre perspec-
tivas siempre renovadas. Este seguimiento es difícil. No obstante, sí
a veces es difícil superar las ambigüedades de los textos de Rousseau,
queda claro que, en un primer nivel de lectura —que corresponde a
un primer nivel de reflexión del filósofo- la problemática del Estado
de contrato supera ampliamente el estudio técnico de las estructuras
jurídicas de la política. El aparato del derecho público, hace surgir
por su génesis, ordenamiento y función, cuestiones que corresponde
a la mirada del filósofo escudriñar para descubrir —como lo indica
el subtítulo El contrato social— los “principios”: en este sentido se
puede hablar de la filosofía política de Rousseau. Además, cuando
se considera que los principios fundadores del corpus jurídico
constituyen el fundamento de la sociedad civil, la interrogante se
concentra en torno a la especificidad de las normas que el hombre
se da a sí mismo al ir creando su propia condición política: a este
problema de fondo se suma, por medio de la técnica del derecho,
el problema “fundamental” de una política filosófica en la cual se
revela la verdad del hombre.
No obstante, la complejidad de la condición civil es tal que
requiere un segundo nivel de reflexión. En efecto, lejos de inscri-
birse solamente sobre el horizonte normativo del deber-ser, con
los caracteres ideales de la libertad, la condición política se prueba
también en el decaimiento que afecta al Estado desde su nacimiento
y en la miseria que abruma a los hombres, “por todas partes enca-
denados”. A este segundo nivel de lectura, que corresponde a un
segundo nivel de la meditación, la política ofrece, entonces, a quien
quiera sondearla hasta su trasfondo, una lección filosófica sobre
el estatuto existencial del hombre. Ambigua y siempre en conflicto,
su existencia revela la fragmentación que separa la finalidad del
hombre de su destino —fragmentación trágica que enseña que las
tentativas de actualización de la libertad se abaten en la inexorable
finitud que manifiesta la enajenación del hombre.
Así, al pasar sucesivamente a los dos niveles de lectura que
requieren los dos niveles de la meditación de Rousseau, transi-
taremos, en la primera parte, de la filosofía política a la política
filosófica, destacando la revolución que emprendió Rousseau en la
manera de pensar. El análisis de los conceptos maestros de la filo-
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primera parte
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lugar en Dijon en mayo de 196219 fueron, y siguen siendo, entre otras
producciones, un ejemplo y un sólido testimonio de la fertilidad
de las ideas de Rousseau dentro el derecho político moderno. Esta
es la razón por la cual no es posible, aunque hayan sido muchas
veces estudiadas, guardar silencio sobre los problemas cardinales de
la política tal como se desarrollan en El contrato social. Su omisión
sería una grave laguna, o incluso, constituiría una falsificación de
su pensamiento.
A la manera clásica, consagraremos un capítulo a “la filosofía
política de Jean-Jacques Rousseau”, con el fin de, por una parte,
examinar los conceptos y las categorías que se articulan en lo que es
necesario llamar su “doctrina política” y, por otra, delimitar la origi-
nalidad de su investigación y de sus razonamientos que culminan
en la figura ideal del contrato.
2 / Sin embargo, Rousseau no es jurista, ni legislador, ni historiador
de las ideas políticas. Es necesario convenir en que el historiador
y el historiador de la filosofía pueden, a veces, asombrarse de las
relaciones que se dan entre la historia política y las distintas filo-
sofías que ella pudo suscitar; Voltaire no dejará de manifestar su
ironía sobre este punto. Es el jurisconsulto, a quien debe consul-
tarse sobre el estatuto jurídico del “contrato” fundador de la Repú-
blica, así como sobre la pertinencia de las categorías que estruc-
turan la disposición interna o garantizan el funcionamiento del
Estado; Montesquieu conocía mejor que Rousseau los mecanismos
del derecho público. Si bien es verdad que el autor de El contrato
social no buscaba elaborar una obra documentada, también es cierto
que ello no es del todo exacto; Rousseau mismo afirmó que no se
proponía interrogar “ni a los libros” ni “a los hechos”, pero justa-
mente hay que hacer notar que el carácter científico de su obser-
vación no constituía su preocupación principal. La suya no es la
opinión del científico positivista: él no estudia por sí mismo el
proceso de fundación del Estado; su reflexión no tiene por objeto
describir la pirámide de normas que con base en la constitución, la
ley, estructuran la sociedad civil; su intención no es disecar, para
21
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un método susceptible de entender el sentido —el sentido radical—
de lo que se produce o puede producirse en él. El problema al que se
puede aplicar esta regla metodológica es, en el fondo — aunque no
esté enunciado en estos términos— un problema trascendental. Por
supuesto, Rousseau no lo sabe aún y él mismo no posee todavía, de
manera completa, esa mezcla de herramienta mental y vocabulario
justo necesaria para lograr una formulación clara. Sin embargo,
incluso desde la penumbra, anuncia ya una revolución metodoló-
gica cuyo alcance va más allá de las normas operatorias del método
de trabajo.
22. Discours sur les sciences et les arts, t. iii, p. 14. Fabricius
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24
capítulo primero
25
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26
como hizo F. Atger al principio de su clásico Essai sur l´histoire
des doctrines du Contrat social que “habría que remontarse a la
historia de las civilizaciones primitivas, donde encontraríamos que
las formas políticas resultan ser generalmente contractuales.” 24
Afirmar que “el rey es un jefe contractual” que trata individual-
mente con otros jefes del clan para establecer su autoridad y que
establece tratados y compromisos con adversarios potenciales25, es
sostener, a la vez, una reconstrucción de la realidad política operada
por un espíritu “moderno” y, lo que resulta más serio, partir de
una confusión entre los conceptos de “contrato” y de “contrato
social.”26 Por el contrario, la Grecia antigua y en particular Atenas,
que constituyó una verdadera “escuela de ciencias políticas”27 en la
que se desarrolló el estudio de la Politeia —de las constituciones y
de las leyes— suscitó aun antes de Platón y Aristóteles una extensa
corriente de reflexión jurídico-política. La antítesis establecida por
los sofistas entre Nomos y Phusis 28 conduce a Antifón a oponer
los imperativos de la ley, que son convenciones, a las cadenas de
la naturaleza, que se vinculan con la necesidad, y a insistir, como
lo hizo después Demóstenes, en el papel de la concordia en la
Ciudad. No obstante, la sabia heurística de los sofistas se diluye en
un mar de sutilezas. Por eso resulta discutible la idea de que son
los iniciadores de la idea de contrato social. Por su parte Platón,
nos presenta a Sócrates en la última mañana de su vida esperando
la muerte en prisión, escuchando la conmovedora propuesta de
24. F. Atger, Essai sur l’ histoire des doctrines du contrat social, thèse de
droit, Université de publiée à Nîmes. 1906, p.15. Ibíd., p. 15
25. Ibíd. p 15
26. Examinaremos más adelante lo que, con relación a la idea del
contrato sinalagmático, entendido como compromiso recíproco de las partes,
constituye la originalidad del “contrato social”, en Rousseau en particular
(que, sobre este tema, no sigue ni a Hobbes ni a Pufendorf ni a Locke).
4
Tomamos prestada esta expresión de P. M. Schuhl: « Platon et l’activité
politique de ‘Académie », in Revue des Études grecques, 1946 ; ver también
Le merveilleux, la pensée et la action, 1952 ; Revue philosophique, 1959 ; Études
platoniciennes, 1960.
5
Véase la historia de esta pareja conceptual en Heinemann, Nomos und
Phusis, Bâle, 1945.
6
Platón, Critón, 51 e - 54 c
27.
28.
27
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
las leyes que contiene, precisa y concreta, una teoría del contrato.
El ciudadano está vinculado a su Ciudad por un pacto tácito; “se
puso de acuerdo” con las leyes para hacer lo que ellas ordenan29: un
acuerdo moral para que ninguna injusticia se cometa; un acuerdo
político que impone al ciudadano la absoluta obligación de respetar
las leyes; se trata de un acuerdo espiritual puesto que en el Hades
cualquiera que haya roto el compromiso que lo liga con la Ciudad
pasa para haber perpetrado una falta inexpiable. En la vida terrestre
el pacto civil es un pacto sagrado. Sin embargo, Sócrates no resume
ni da ninguna teorización del contrato social.
Cuando Platón declara que la ley vincula al ciudadano con la
Ciudad por medio de un contrato que no se puede deshacer, así
sea por una única vez, sin causar la muerte de la Polis, tiene la viva
intuición del pacto por el cual el ciudadano, que debe a la ciudad
todo lo que él es, sabe que la Ciudad espera de él que sea lo que
debe ser. En esta intuición, la estructura del pacto civil se perfila
como la forma jurídica del contrato: promesa y aceptación, deuda
y obligación. No obstante pretender sin mayores matices que el
Sócrates de Platón sea el inventor de la teoría del contrato social y,
además, afirmar que Rousseau se inspiró directamente en el análisis
platónico para desarrollar su doctrina sería carecer de prudencia y
probidad. Aunque se admita la presencia de cierto y determinado
“platonismo” en Rousseau, aunque se reconozca la fascinación que
siempre ejerció sobre el autor del Contrato social el modelo de la
Ciudad antigua, la diferencia entre Rousseau y Platón dista mucho
de poder ser pasada por alto: la idea de convención o de pacto
que se formula en la filosofía política platónica no aparece como
el esquema operatorio necesario en la generación del derecho y la
legitimación de la Ciudad.30 Aunque la idea socrática de “contrato”
aparezca reflejada en los análisis de Cicerón en la República, quien
hace hincapié en la importancia de los conceptos de foedus, consensus,
consilium, pactum, concordia..., y cuyo eco pervive en el pensa-
29.
30. Más que un anacronismo, es un franco error —interpretar el pacto
descrito por Platón como implicando el pactum associationis o el pactum
subjectionis a cuáles recurrirá el pensamiento medieval en su comprensión
de la política.
28
miento de Rousseau, esta idea no tiene la claridad y la distinción
necesaria para su conceptualización como doctrinal decisiva.
Sí, por otra parte, Rousseau ve la idea de contrato social como la
idea central de su filosofía política, hasta el punto que tituló de esta
manera su obra más importante, no ignora que es necesario superar
las vacilaciones y las dificultades de donde surgió, bien haya sido
de entre los jurisconsultos o de entre los filósofos de la época de la
Edad Media e incluso de los comienzos del siglo xvii.31
Pero Rousseau no es historiador de las ideas y no describe la
genealogía de sus conceptos. Sólo de manera extraordinaria revela
sus fuentes de inspiración. Ciertamente, no ocultó ni su admiración
por los “hombres ilustres”: cerca de su “querido Plutarco”, quien
bosquejó sus retratos inmortales, ni tampoco, ocultó la fascinación
que ejercieron sobre él la Ciudad de Esparta32 y, sobre todo, la
República romana33, “modelo de todos los pueblos libres”. Con
31. A este respecto, sería falso ocultar el hiato que existe entre la
concepción del contrato en los pensadores medievales y en los autores
modernos. Las cosas en verdad son bastante complejas. Por una parte,
el compromiso contractual entre el soberano y su vasallos – éstos deben
obediencia a él –allí-, la fe jurada, la palabra dada, la promesa hecha tienen
un lugar importante en las estructuras socio políticas de la época feudal en
que, dentro de cada feudo, estos conceptos designan el apretado vínculo de
“servicio”. La sociedad feudal era, según una celebre expresión, una “sociedad
de asistencia mutua” (Eismein, Cours d’ histoire du droit, Paris, 1899, p.176) que
tenía por base la confianza recíproca. Sólo admitía privilegios que respondían
a cargos o de prerrogativas que a cambio de las responsabilidades asumidas:
la “felonía” era, por el “reto”, la ruptura del vínculo de vasallaje que sellaba el
juramento de lealtad. Hasta en la sociedad política, eran vínculos de hombre
a hombre que prevalecían. Sin embargo, es necesario, por otra parte, añadir
que la doctrina que se trate “del augustinismo” (poco fiel a san Agustín,
pero ese es otro problema) o del tomismo —no incluía entonces la vida
política en la horizontalidad de una teoría contractualista que permanecía
en la terra human; tenía necesidad, para pensar la vida política, una relación
de trascendencia. Ahora bien, el teorización del concepto de contrato social,
incluso balbuceando, sólo resultará posible cuando la relación del hombre
con el hombre aparezca más importe que la relación del hombre con Dios;
entonces, es dentro del orbe político —y tampoco en un contexto político
teológico- que la problemática contractualista tomará toda su fuerza.
32. Denise Leduc-Fayette ha escrito refiriendose a Esparta: “La Polis es el
modelo del Contrato social”, Jean-Jacques Rousseau et le mythe de la Antiquité,
Vrin, 1974, p.74. Esta afirmación tendría necesidad, sin embargo, de matizarse
filosóficamente.
33. Cf. Discours sur l’origine de l’ inégalité. Dédicace, p.112-113. Véase
[Discurso sobre el origen de desigualdad., p. ].
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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las ácidas observaciones del joven amigo de Montaigne a quien, al
parece ha leído. En tal caso ¿cómo no dejarse impresionar por la
poderosa intuición contractualista que se encuentra en el factum del
ejercicio escolar de La Boétie? En cualquier caso, Rousseau no igno-
raba los panfletos que los proselitistas protestantes, los llamados
“monarcómacos”, que habían publicado de continuo en Ginebra
contra los príncipes, ridiculizando el compromiso contractual que
los vincula con el pueblo y que, de ignorarlo, los convertiría en
tiranos. Son los llamados contestatarios: Francois Hotman, d´Odet
de La Noue, Théodore de Bèze, Du Plessis Mornay…, Rousseau
debió haber prestado especial atención a los procedimientos
contractualistas en los cuales estos autores apoyaban su defensa de
la libertad del pueblo. Puede ser que, por añadidura, el proselitismo
calvinista de los monarcómacos explique, al menos en parte, el interés
que Rousseau tuvo para con su planteamiento político; él no podía
dejar de observar que su doctrina era inseparable de los conflictos
suscitados, en particular en Ginebra, por el antagonismo existente
entre los partidos. En medio de la fracturada revuelta ocasionada
libelos, apenas podía dejarse advertir la influencia ejercida por la
doctrina en la Ciudad-Iglesia de Calvino41 en donde se reconocían
los “derechos del pueblo.” En su Contrato social, Rousseau saludará
en Calvino no al teólogo sino al pensador político42, cuya preocu-
pación era establecer y mantener un equilibrio entre el poder y los
sujetos. En este punto, como en tantos otros, Rousseau nada nos
informa, sobre la marcha de su pensamiento, en la autobiografía
que traza en sus Confesiones, y prefirió sólo exponer el resultado;
descifró ciertamente en las diatribas de los monarcómacos la lógica
gubernamental que, una vez purificada de sus postulados teológicos
y afinada en sus estructuras jurídicas, hacía posible la problemati-
zación del concepto de contrato social.
Pero si Rousseau pudo percibir, en el discurso De la Boétie,
en la doctrina de Calvino y en las prolongaciones que tuvo con
los monarcómacos, las señales de una renovación de las estructuras
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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político.
47. “Si la física es una cosa muy nueva, la filosofía política también lo es.
No es más antigua que mi obra Del ciudadano”, De Corpore, 1655, Epístola
dedicatoria. El De Cive se publico en 1642.
48. Hobbes, Elements of Law, xv, § 1. Leviathán, xiv, p.129 (trad. F. Tricaud):
«Que l’on consente quand les autres y consentent aussi, à se dessaisir, dans
toute la mesure où l’on pensera que cela est nécessaire à la paix et à sa propre
défense, du droit qu’on a sur toutes choses ; et ‘u’on se contente d’autant
de liberté à l’égard des autres qu’on en concéderait aux autres à l’égard le
soi-même.» “Que se esté de acuerdo cuando el otros allí están de acuerdo
también, a privarse, en la medida en que se pensará que eso es necesario para
la paz y para su propia defensa, del derecho que se tiene sobre todas las cosas;
y que se satisface con tanta libertad respecto a los otros que se concedería a
los otro al respeto uno mismo”.
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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que constituye la República, no es ni un pactum associationis ni un
pactum subjectionis : sino que expresa el procedimiento racional
que crea y funda matemáticamente a la sociedad, la cual no puede
ser sino civil. El individualismo voluntarista que desencadena y
conlleva la institución del Estado es la señal del aseguramiento
técnico que instala el anti-naturalismo en el corazón del sistema
artificialista construido por la ciencia política de Hobbes. La inte-
ligibilidad de tipo mecanicista así introducida en el pensamiento
político, hace de la sociedad civil un objeto de ciencia al cual se
aplica el método demostrativo definido en el Short Tract.
La filosofía de siglo xvii debía, en su frenesí racionalista y
técnico, problematizar las perspectivas bosquejadas por Hobbes.
Un siglo después de la publicación del Leviatán, Rousseau, más
que ningún otro, se escandaliza por la extraña polisemia que, desde
Hobbes, acompañaba en la “ciencia política” la inflación y las distor-
siones del contractualismo. La idea del contrato, de Pufendorf a
Locke o de Wolf a Burlamaqui, le pareció mal pensada y atrapada
en una sofística exagerada. Por eso decidió “dejar todos los libros
científicos”52, porque el pensamiento estaba empañado, lleno de
dogmatismo, falseado por los a priori de un método demasiado
seguro de sí mismo. Hobbes y Grotius, incluso si son mencionados,
caen bajo el golpe de esta condena. Rousseau considera, por añadi-
dura, que tanto Pufendorf como Locke nadaban entre “ideas vagas
y metafísicas” que los mantuvieron alejados de la claridad que exige
una ciencia auténtica.
Al igual que los filósofos que intentaron “remontarse hasta el
estado de naturaleza” ellos no lo consiguieron. Sus teorías no nos
enseñan nada, ya que contienen un error de método: “presentan
siempre el mismo vicio: estos autores hablaban del hombre salvaje y
pintaban al hombre civil.”53 Su análisis del contrato, por más intré-
pido e innovador que haya sido con relación a las tesis medievales,
no podía satisfacer a Rousseau. Su acto de pensar, que rechaza cate-
góricamente el curso de las gestiones realizadas por sus antecesores
en materia de “ciencia política”, es inmediatamente convertido en
52.
53. Ibíd., p. 132. [Ibíd., p. ].
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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las ciencias y las artes) y ante la desigualdad que reinaba por todas
partes (tal era el objeto del Discurso sobre el origen de la desigualdad),
comprendió que la “miseria humana” había invadido el siglo.55 De
esta lenta maduración, operada entre 1750 y 1762, son frutos el
Manuscrito de Ginebra y los Fragmentos políticos que conforman, por
los diferentes puntos de vista adoptados, un verdadero giro cuyo
resultado quedará establecido de manera perfectamente clara en el
Contrato social, su más vivo testimonio.
Midiendo la gravedad “de la contradicción entre nuestro estado
y nuestros deseos, entre nuestros deberes y nuestras inclinaciones,
entre la naturaleza y las instituciones sociales, entre el hombre y el
ciudadano”56, la constante amargura con la cual inicia El contrato
social —condensada en una fórmula lapidaria: “El hombre nació
libre y por todas partes se encuentra encadenado”57—, precisa las
impresiones, desde hace mucho tiempo acumuladas, frente al triste
espectáculo que ofrece el mundo. Rousseau es consciente de “chocar
de frente con todo lo que constituye la admiración de los hombres”
de las Luces.58 Pero si se sabe intempestivo e iconoclasta, no por ello
es un pensador menos profundo. Es un filósofo preocupado por lo
que Leo Strauss llama “las cuestiones fundamentales”, distingue en
todos los problemas dos niveles de comprensión —el del hecho y el
del derecho— que suscitan dos tipos de interrogación: una inves-
tigación empírica y una investigación de principios. Si Rousseau
sigue siendo ajeno a la terminología del planteamiento criticista no
por ello observa menos la distinción entre la cuestión quid faeti? y
la cuestión quid juris? Como, por añadidura, es un pensador obsti-
nado y, en definitiva, metódico —a pesar del recurso de la escritura
espontánea que a veces utiliza— le gusta decir que todos sus escritos
están animados por “los mismos principios.”59 Esto lo repite en
37
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
38
crítica hacia una reflexión criticista.
En efecto, Rousseau no es un filósofo original porque “escriba
sobre política”, como antes lo había hecho ya Platón, es un filósofo
original por la manera como aborda la cuestión política que le
interesa desde los años de Venecia. Antes de Bergson, Rousseua
comprende que es más importante —y más difícil— poseer bien
una problemática que aportar soluciones. Con una lucida heurís-
tica él no dudó en transformar las interrogantes y la problemática
tradicional en la cual, dice, están atrapados los libros de los juriscon-
sultos y los filósofos. Examinar los hechos, describir la situación del
hombre que, “aunque nació libre, se halla por todas partes encade-
nado” y, analizar las relaciones entre el mando y la obediencia, que
una larga tradición declara específica de la sociedad civil, le parece
una vía que no conduce a ninguna parte. Entonces decide, y lo
expresa sin ambigüedades en el Manuscrito de Ginebra,64 como si a
partir de este texto encontrara la regla fundamental de su método
de trabajo, que “no es necesario disputar hechos” sino “buscar el
derecho y la razón.”
Es necesario “comenzar por buscar el origen de la necesidad de
las instituciones políticas”,65 esto es, descubrir las condiciones de
inteligibilidad de la existencia política y, por tanto, sus condiciones
de posibilidad y validez. “Lo que quiero buscar”, escribe Rousseau
al inicio del Contrato social, es “si en el orden civil hay alguna regla
de administración66 legítima y segura.” La interrogación sobre la
legitimidad del cuerpo público conduce a la búsqueda de las razones
de derecho que fundan la soberanía del Estado.67
39
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
40
contrato social, la de establecer los “principios del derecho político.”
Tal problematización es inédita: no buscará, en manera alguna,
semejanza con las explicaciones metafísicas de Aristóteles o santo
Tomás; no pretenderá establecer el hecho sociopolítico dentro de
una axiomática cosmo-teológica; tampoco seguirá la vía del racio-
nalismo constructivista trazada por Hobbes; menos aún adoptará
el planteamiento deductivista de los jurisconsultos vinculados a la
idea a priori de un derecho natural, como Christian Wolff. Desvián-
dose de la marcha sofisticada de estos autores, Rousseau trata los
hechos por el derecho: no busca comprender por qué la sociedad
como tal puede controlar al hombre sino que se esfuerza por poner
de relieve lo que vuelve inteligible la condición de los hombres tal
como tendrían (o debieran) ser.
Por consiguiente, se comprende que Rousseau no haya querido
ser ni legislador ni consejero de príncipes. Su propósito no era
proponer reformas sobre la base de una ciencia política explicativa
ni, tampoco, entraba dentro de su preocupación escribir un tratado
programático o un proyecto de gobierno. Se pregunta sobre el ideal
puro con pesar obsesivo. Su problemática política “fundamental”
—o, mejor, fundacional, está desprovista de todo objetivo de apli-
cabilidad 72; permanece alejada de toda forma de pragmatismo.
Dicho de otro modo, en esta problemática, el pacto social, en que
residen las condiciones de inteligibilidad de una sociedad política
legítima, no requiere ser realizado: por su misma naturaleza ideal 73
es irrealizable.
41
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
42
aquello que garantiza la fundación. No basta, por lo tanto, con
preguntarse sobre los fenómenos institucionales que estructuran la
existencia civil, es necesario captar, con una mirada radical, el poder
regulador y normativo que anima sus principios organizacionales.
Sólo, en efecto, como sucede frente a un juzgado o como si se
estuviera delante del tribunal de la razón, lo posible se constituye
en juez de lo real. Un planteamiento casi jurisdiccional concentra
la fuerza operatoria del método de trabajo que, sobre un terreno
muy resbaladizo, es iniciado por los dos primeros Discursos, y que
el Contrato social, con una factura ejemplar, pone en marcha.
Los derechos naturales del hombre no son derechos en el
sentido jurídico del término, pues no hay sociedad más que en
el orden civil o político, tal como afirman Rousseau y Hobbes.
En efecto, no existen sociedades naturales: el estado de naturaleza,
cuyo concepto es puramente especulativo, designa el lugar teórico
de unas individualidades absolutamente independientes unas de
otras, y no presupone la preexistencia de ninguna comunidad orga-
nizada. El hombre no es sociable por naturaleza; la sociedad, que
nace del paso del estado de naturaleza al estado civil, resulta de esta
“primera convención”, a la cual es necesario remontarse siempre.
En esto consiste la artificialidad que constituye el pacto social, cuya
decisión y construcción sólo son imputables al hombre. Pero, si en
este punto Rousseau está de acuerdo con Hobbes, no concibe el
contrato social de la misma manera que él, a pesar de que el autor
del Leviatán, había visto que la primera convención no tiene un
origen cronológico en la proto-historia empírica de la sociedad civil.
El error de Hobbes, piensa Rousseau, fue concebir el pacto social
como una composición a partir de mecanismo de fuerzas resul-
tante de un cálculo racional. El análisis de Rousseau, conducido
formalmente y no materialmente, pone a plena luz en el corazón de
la sociedad política, la mediación del universal entre individuo y
comunidad. Es decir, halla que las condiciones de posibilidad y de
legitimidad del Estado residen en una exigencia filosófica pura que
puede caracterizarse como una idea a priori de la razón. Se impone
comprender por qué esto sucede de esta manera.
Los dos Discursos, más sorprendentes por el planteamiento
propedéutico (poco frecuente dada la argumentación bien conocida,
43
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
44
el Fragmento sobre el estado de guerra precisa que, el pacto determina
“la esencia del cuerpo político.”81 Lejos de ser, como sostiene un
autor contemporáneo, “el acontecimiento que señala la emergencia
del cuerpo político”82, se presenta con “una naturaleza particular”
que es “propia solamente de él” y se caracteriza por la idealidad
pura que hace de él la norma principal que funda la legitimidad
del derecho político.
Resumamos este acto único por el cual, en un gesto unánime,
cada uno (y entonces, todos) consienten, libremente y sin reservas,
en alienar su ser, con todos sus derechos, a la comunidad: “cada
uno de nosotros pone conjuntamente sus bienes, su persona, su
vida y toda su potencia bajo la suprema dirección de la voluntad
general, y recibe en cuerpo a cada miembro como parte indivisible
del todo.”83 Por lo tanto, “cada uno, dándose a todos, no se da a
nadie”; en consecuencia, la condición de cada uno será “igual a la
de cualquier otro.”84 Un “contrato” de esta naturaleza evidente-
mente no es arbitrario: no tiene semejanza con un mecanismo de
opresión concebido por el rico para dominar al pobre o del fuerte
sobre el débil: es el modelo o la norma pura, válida “para todos los
tiempos”85, para todo “ser de razón”, y en él se condensa el deber-ser
político. Cada uno se convierte en “parte indivisible” de este todo
que constituye “lo común”86 de la persona pública del Estado.87
Así comprendido, el contrato social es no el acto instaurador de la
República como aparece en Hobbes, sino la regla a partir de la cual
45
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
88. Véase, Patrick Riley, The General Will Before Rousseau, Princeton,
1986.
46
xvii, la controversia entre los jansenistas y jesuitas, a propósito de
la naturaleza de la justicia divina, ofrece a Antoine Arnauld 89 la
ocasión de reconocer expresamente “la voluntad general” que tiene
Dios de salvar a “todos los hombres.” Pero, en el contexto teológico
de la controversia, el concepto no puede sino permanecer como
puramente teológico. Sensiblemente, en la misma época, Pascal90
recurre al concepto de “voluntad general” en sus Escritos sobre la
gracia (1656-1658) y, en sus Pensamientos (1670), se opone a la expresión
“voluntad particular.” Pero, si estos conceptos son relevantes en él,
lo son no sólo con un registro teológico sino antropológico; esta
expresión forma parte “del universo del discurso pascaliano”, de
estas “contrariedades” que conducen a “contrapesar los opuestos”,
sin permitir aún un tematización sistemática de su sentido y su
función en el centro de la “paradoja humana”.
En cuanto a san Agustín91, Rousseau apenas se refirió a él:
seguro conocía mejor a Pascal.92 Algunas de sus observaciones sobre
el cuerpo social hacen eco de las tesis pascalianas. Sin embargo, esto
no es suficiente para ver en la meditación antropológica de Pascal
la fuente de la idea de voluntad general que será una de las piezas
claves del centro mismo de la teoría política de Rousseau.
Queda claro que, con el fin de llegar a la teorización de la
idea de voluntad general, Rousseau tuvo, de manera más o menos
consciente, distintas influencias y que éstas, transformándose,
terminaron por cristalizarse, con múltiples cambios, en un nuevo
mundo intelectual. Así pues, cabe citar como ejemplo, el Traité de
la nature et de la grace (1680) y el Traité de morale (1684) de Male-
branche —que Bayle, en las Nouvelles de la République des Lettres, y
47
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
48
Diderot afirma que hay una continuidad en la evolución que
conduce del hombre natural al hombre social; según él la condición
natural del hombre se prolonga en las sociedades civiles, bajo las
cuales no existe más que la sociedad general “del género humano”.
Es sólo el género humano el que determina lo justo y lo injusto96,
pues “su única pasión es el bien de todos”. Diderot prosigue su
argumentación: “Las voluntades particulares son sospechosas; ellas
pueden ser buenas o malas; pero, la voluntad general es siempre
buena; nunca se ha equivocado y no se equivocará jamás.” Rous-
seau no pudo dejar de ser afectado por esta observación, sobre
todo cuando Diderot, con una implacable lógica, añade: “es a la
voluntad general a la que el individuo debe dirigirse para saber
qué debe hacer el hombre, el ciudadano, el sujeto, el padre, el niño
[...] Es ella quien fija los límites de todos los deberes.”97 Solamente
que Diderot se expresa en la clave de la filosofía naturalista y, en
consecuencia, identifica a la sociedad del género humano con la
especie en tanto ser colectivo, al punto de declarar que la voluntad
general inmanente en la especie indica al individuo “cuando le
conviene vivir o morir”. Es decir, lo que no impugna “la especie
entera” define el derecho natural. Esto corresponde exactamente a
la voluntad general: buscar “el interés general y común”. Así pues,
la voluntad general, según Diderot, hace oír su voz en cada uno de
los seres particulares que conforman la totalidad de la humanidad.
Garantiza, naturalmente, la cohesión y la perpetuidad puesto que
casi haciendo el oficio de dios en su perfección esencial, “nunca se
equivoca”. Diderot asimila la voluntad general de la especie a la
razón y la declara, en consecuencia, conforme al derecho natural
universal; la piensa en el contexto filosófico de un monismo mate-
rialista donde el cuerpo social no es solamente “un ser de razón”
sino, también, un vasto organismo concreto que preexiste a los
individuos a los que contiene.
La respuesta de Rousseau, a la vez impresionado e irritado por
el articulo de Diderot, no se hizo esperar: El capítulo segundo del
49
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
50
ninguna de ellas predominara sobre las otras; ninguna parece haber
sido para él definitiva y determinante. Esto, sin embargo, no auto-
riza a concluir, por supuesto, que su concepto de voluntad general
se coloque bajo la señal del eclecticismo. Parece al contrario, que
esta teoría que Rousseau elabora —como la del contrato social a la
que está estrechamente vinculada— es específica y original.
51
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
52
garantizar su supervivencia, el individuo apela “al arte” a partir
del cual se da un proceso de asociación que le permite resistir a la
adversidad y a las tensiones conflictuales que, en la lógica misma del
individualismo, no se dejan de generar. Entonces el artificialismo,
rompiendo la soledad natural de los individuos, toma el relevo: por
convenios y pactos que implican no sólo la relación con los otros
sino también el reconocimiento de su alteridad: el hombre, al unirse
a los otros hombres, cree que, con la sociedad que instaura, podrá
desafiar las amenazas de la naturaleza. Recurriendo a las poten-
cialidades de la perfectibilidad, que hasta ese momento permane-
cían inhibidas dentro de su naturaleza 104, el hombre fábrica las
herramientas, inventa el lenguaje, comienza a forjar instituciones.
Y, como los individuos ya han probaron “la miseria de un estado
que creían feliz” 105, se acercan y “el arte [viene] en ayuda de la
naturaleza”106. Entonces, en la génesis conjetural de las sociedades
tal como la esboza Rousseau, el paso del estado de naturaleza al
estado social y civil se basa en un postulado artificialista; esto, de
manera inmediata, significa que el hombre, más allá de su natu-
ralidad, debe crear él mismo su humanidad ya que sólo así será
verdaderamente hombre entre los hombres y con ellos.
Esta perspectiva es bella y noble; pero, sería imprudente ver
en ella sólo la reanudación de la teoría de Hobbes, tal como ésta
se presenta en el pensamiento de Rousseau. La condición natural
de los hombres no es, según Rousseau, la “guerra de todos contra
todos” que cesa, según Hobbes, por medio del constructivismo
teleológico de la razón.
Es más bien el estado de desamparo lo que se deja adivinar en
la apelación que el individuo, enfrentado a los obstáculos naturales
que no puede franquear solo, lanza a su alter ego: “ayuda-me”. El
artificialismo, que por el fenómeno de la asociación termina con la
independencia natural, no consiste en un cálculo racional de inte-
53
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
54
de los individuos independientes del estado de naturaleza por una
voluntad general de un cuerpo colectivo que será el “yo común” de
la sociedad civil.
55
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
117.
118. Ibíd., ii, iv, p. 375. [ Ibíd., p. ].
56
probar su personalidad sino en la persona pública de la comunidad
de la que se ha vuelto inseparable. Estando libremente de acuerdo
con el contrato, él mismo se inclina, libremente también, excepto
si ello implicara un rechazo de sí mismo, ante la voluntad general
de la comunidad: se incorpora a su totalidad. Empero, la dialéctica
que se establece entre individualidad y totalidad es ciertamente
difícil de comprender.
Se debe notar que ella efectúa a su manera, la transposición,
en el derecho político del viejo problema metafísico de lo uno y
lo múltiple: porque el cuerpo político generado por el contrato es
el “todo” que forma la unión del pueblo en cuerpo, es importante
distinguir la “voluntad general” que lo anima de la “voluntad de
todos”.119 Sobre este punto Rousseau es menos categórico que lo que
pretenden algunos de sus comentaristas; es necesario, sin embargo,
seguirlo en su propósito. En el Manuscrito de Ginebra, escribe que la
voluntad general “es raramente la de todos”120; en El contrato social,
repite que “a menudo es bien notoria la diferencia entre la voluntad
de todos y la voluntad general”121. En la abstracción de su concepto
la voluntad general se distingue indudablemente de las voluntades
particulares que, incluso reunidas por adición, sólo observan lo
que tiende a sus intereses privados, mientras que la voluntad de la
persona pública sólo observa el interés común.122 Pero Rousseau es
mucho más sutil. En este punto, en particular, aporta al derecho
político un esclarecimiento matemático123 que mostró, en su tiempo,
rasgos de genio. Las voluntades particulares susceptibles de formar
una agregación presentan entre ellas, dice Rousseau, las diferencias,
es decir, “más” y “menos”; ahora bien, cuando estas voluntades se
unen, las diferencias “se destruyen unas a otras”, pero no al punto
de, como en una suma algebraica, en la que las diferencias se anulan
y se equilibran por un fenómeno de compensación, sino que se
encuentran integradas dentro del conjunto que las absorbe, de modo
que, por esta integración, “permanece por adición de las diferencias,
57
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
58
—Finalmente, Rousseau examina desde el punto de vista funcional, la
vocación jurídico-política propia de la voluntad general. El paso del
estado de naturaleza al estado civil, al generar la “persona pública”
que reúne la totalidad de las “personas privadas”, porque efectos tan
notables como los de la expresión manifiesta de la voluntad general.
Ella es, en el estado del contrato, la autoridad soberana del “cuerpo
político” o “República”. Como tal, “sólo puede dirigir las fuerzas
del Estado según el fin de su institución que es el bien común.”125
De esta manera, Rousseau expone una lección magistral de ciencia
política en la cual las ideas de soberanía y de ley alcanzan para la
doctrina futura un punto de no retorno. De manera muy clásica,
en boga al menos desde Bodin, él considera que el principio de la
vida política es la autoridad soberana. Pero, a sus ojos, no cabe duda
que la soberanía no es la soberanía de un rey o de un príncipe. La
soberanía no es otra cosa sino “el ejercicio de la voluntad general”,
que pertenece, exclusivamente, al pueblo en su conjunto. Una vez
sustentado lo anterior Rousseau procederá a su análisis.
La autoridad soberana de la voluntad general es inalienable, nos
dice. En efecto, ninguna voluntad puede transmitirse; la dirección
de la fuerza pública, que tiene por función y responsabilidad asumir
la voluntad general, no puede ser efectiva más que de manera directa
e inmediata, lo que excluye toda representación. En el centro de la
totalidad estatal, un gobierno representativo constituiría, si acaso
se pudiera decir, una “totalidad parcial” —pero esto constituye una
contradicción en los términos. En cualquier caso, resulta claro que a
través de la representación la voluntad general pierde su inalienabi-
lidad. En efecto, ésta no se somete a ninguna especie de compromiso,
incluso si este se refiere a algún tipo de compromiso respecto a los
“representantes” del pueblo; “es absurdo pensar”, declara Rousseau,
“que ella [la voluntad general] se ponga a sí misma cadenas para el
futuro.”126 Si, supongamos, una situación similar pudiera darse, el
pueblo no existiría ya como cuerpo político y el Estado se disolvería.
Es pues necesario que la voluntad general “integre” las voluntades
particulares en una voluntad “simple y única”, es decir, aquella que
59
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
60
insistencia, sustituir la relación hombre a hombre por la relación del
ciudadano con la ley. Con esto se entiende comunmente que, en el
estado del contrato, la libertad natural, que es independiente y auto-
suficiente, es suplantada por la libertad civil que, por el contrario,
es obediente de las normas del todo socio-político.
Por banal que haya pasado a ser esta idea es importante señalar
que, desde luego, se trata de una tesis fuerte: enuncia soberbiamente
la postura de los grandes liberalismos políticos clásicos según la cual
el hombre es más libre bajo la ley que sin la ley; o bien, formu-
lado de otra manera, según la bella fórmula de Spinoza, el hombre
es “más libre en la Ciudad donde vive según el decreto común
que en la soledad donde sólo se obedece a sí mismo”135. Además,
de acuerdo con la ideal de la voluntad general, la igualdad de los
ciudadanos se le presenta a Rousseau como una de las condiciones
más importantes del orden público: cada uno se da entero en el
pacto: de ahí nace la voluntad general, “la condición es igual para
todos”; la alienación se hace sin reserva, “la unión es tan perfecta
como puede serlo y ningún asociado tiene ya nada que reclamar.” 136
Todas las diferencias quedan abolidas; los ciudadanos se encuentran
en igualdad de condiciones. El orden público quiere su identidad
cívica y el Estado puede exigir todo de los ciudadanos, incluso su
vida.
A decir verdad, bajo este esquema en apariencia clara, se
oculta, ya lo veremos más adelante, una miríada de dificultades.
Sin embargo, desde el artículo sobre la Economía política, Rous-
seau escribe que la voluntad general es “el primer principio de la
economía pública” y “la regla fundamental de todo gobierno.”137
Sobre este punto nunca varió su opinión. Al contrario, con cons-
tancia descifró en la voluntad general el secreto de la unidad socio-
política y, en el último libro de El contrato social, tuvo en cuenta, con
135. Spinoza, Ética, iv, proposición lxxiii. Bien entendido este argumento
es uno en los que étrangement se basan los comentaristas de Rousseau
que ven en su teoría las primicias de la “dictadura jacobina” e incluso del
“totalitarismo”. Nuestro objetivo no consiste aquí en entrar en debate con
esta interpretación puramente ideológica, que examinaremos más lejos con
respecto al conflicto interpretaciones de la doctrina de Rousseau.
136. Le Contrat social, i, vi, p. 361. [El Contrato social, p. ].
137. 133. Economie politique, p. 247. [Economía política, p. ].
61
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
Se podría afirmar sin mayor duda que teniendo el siglo xviii una
verdadera pasión por las leyes Rousseau no escapó a la nomo filia de
su tiempo.139 Su obra, según la más clara evidencia, parece obsesio-
62
nada por la búsqueda del legislador140 hasta tal punto que Cassirer
consideró a la ley como la piedra angular del sistema político de
Rousseau. Él considera que “La apología de la ley y su validez
universal recorre todos los escritos políticos de Rousseau.”141
Para Rousseau, quien distingue cuatro tipos de ley142, la impor-
tancia que éstas tienen en la sociedad civil es evidente: en efecto,
si el pacto social hace surgir al soberano como “persona pública”,
este no es más que “un ser abstracto y colectivo” 143, si bien la acción
concreta del pueblo en su conjunto debe necesariamente pasar por
la vía mediadora de la legislación. “El cuerpo político actúa por
medio de leyes y no podría actuar de manera diferente.” 144 En otras
palabras, las leyes, son el “cerebro” del cuerpo político y expresan la
voluntad general que lo ánima. Esto constituye, como escribe Rous-
seau al marqués de Mirabeau, “el mayor problema en política”145
-un problema que nunca ha sido verdaderamente tratado146, aunque
es de la más alta importancia ya que la fundación de las leyes, al
brindar al cuerpo político “el movimiento y la voluntad”147 coloca
63
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
A / La naturaleza de la ley
64
Estado, es caracterizada como la “autoridad suprema” que lleva por
nombre “soberanía” y que es, de acuerdo con la doctrina de Bodin,
“potencia de dar y es origen de la ley.” Mientras el jurisconsulto
del siglo XVI154, empeñado en justificar la monarquía de Francia,
declaraba que el poder soberano “da la ley a los sujetos en general
sin su consentimiento”155, simplemente porque, encarnada en la
persona del príncipe, él está por encima de las leyes; para Rous-
seau, el poder soberano pertenece al cuerpo político nacido del
contrato y se afirma como soberanía del pueblo: las leyes son pues
“las declaraciones de la voluntad colectiva” y son animadas por el
“yo común.”156 La prerrogativa de hacer las leyes es un atributo
esencial del pueblo soberano no del príncipe. No obstante, lo más
importante –y también lo más novedoso- no reside en esto sino
que se encuentra en el hecho de que, según Rousseau, la potencia
legisladora está más allá de todas las voluntades particulares, es “la
voluntad general”, que no hay que confundir con la “voluntad de
todos”.
Hemos visto que la voluntad de todos no es más que una
agregación de las distintas voluntades particulares mientras que
la voluntad general conforma una voluntad única e indivisible del
pueblo en su conjunto. Pensada de manera original, según el modelo
del cálculo integral, ella resulta de la “integración” de las voluntades
particulares de la multitud en el cuerpo político en conjunto. En
ella desaparecen las diferencias individuales; cada miembro del
cuerpo común no es, en tanto sí mismo, más que una fracción
completamente desprovista de individualidad; no es más que un
ser abstracto, un elemento matemático igual que cualquier otro.
Dado que la comunidad política se fundó a partir de “la alienación
total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad”,
cada uno de ellos se dio por entero a todos y la condición general
es la misma para todos.
154. Rousseau cita a Bodin que una vez (Economie politique, p. 265),
non pas d’ailleurs á propos de la souveraineté, mais des fínances publiques.
[Economía política, p. ].
155. Jean Bodin, Les six livres de la République, i, viii, p. 142. [Los seis libros
de la República, p. ].
156. Le Contrat social, i, vi, p. 361. [El Contrato social, p. ].
65
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
66
Rousseau, antes que Kant, quien lo admiraba justamente por
esto, comprendió que la ley es la “esquematización” práctica de
la voluntad general. Eso significa que envuelve la potencia de la
obligación que, inmanente a la razón, hace de la legislación civil
completa la “más sublime de las instituciones humanas.” 164 Ella
no sólo simboliza, por su fundación en la razón, por su funda-
ción misma, la idea pura de un Estado de derecho, es decir, del
Estado como sujeto jurídico, sino que posee una validez universal
y absoluta.
De aquí se desprende que una comunidad civil que pretendiera
prescindir de las leyes constituiría una franca contradicción en los
términos: no podría constituir un Estado y sus miembros, devueltos
a la simple naturalidad, en vez de ser ciudadanos completos y libres,
no serían más que una serie de individuos serviles.
Por otra parte, la deducción racional de la ley, que explica sus
caracteres específicos aquí expuestos, es afirmada a menudo, por
la teoría “de la generalidad de la ley.” Ciertamente la idea de la
ley como norma general no es nueva; era ya familiar a Aristóteles,
a Papinien o Ulpiano. Pero Rousseau renueva su presentación y
alcance.
La generalidad de la ley, declara, es doble: formal y material. Y
hay que entender estos conceptos de “forma” y “materia” de la ley.
La formulación que aparece en el Manuscrito de Ginebra contiene,
sobre este punto, acentos inéditos.165 “La forma está en la autoridad
que instituye”: así pues, la generalidad de la ley se designa, en primer
lugar, formalmente, como hija legítima de una democracia origi-
naria soberana. “La materia está en la cosa instituida o resuelta”:
como objeto de la ley no tiene otra finalidad que el bien común, no
puede, so pena de contradicción lógica o nulidad política, contem-
plar un objeto particular. Por tanto, “el objeto de la ley debe ser
general tanto como la voluntad que lo dicta”. Si emana de todos,
vale para todos. Esta “doble generalidad” 166 conforma “el verda-
dero carácter de la ley”, de modo que solamente cuando “todo el
67
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
167. Le Contrat social, ii, iv, p. 374m ; ii, vi, p. 378. [El Contrato social, p.
; p. ].
168. Manuscrit de Genève, ii, iv, p. 328 ; Le Contrat social, ii, vi, p. 379.
[Manuscrito de Ginebra, p. ; El Contrato social, p.
169. Sobre este aspecto del problema, ver a Raymond Carré de Malberg,
La loi, expression de la volonté générale (1931), Economica, 1984. La obra es un
comentario crítico de la Constitución francesa de 1875.
170. Jean Étienne Marie Portalis, Discours préliminaire sur le projet de
Code civil, in Discours et rapports sur le Code civil, Bibliothèque de philosophie
politique et juridique, Presses de l’Université de Caen, 1989, p. 16 y 17
171. Lettres écrites de la montagne viii carta, p. 842.
172. Kant, Doctrina del derecho, § 46.
173. Ibíd., § 2.
68
podría, sin contradicción, no ser la buena voluntad: sólo observa al
interés común de modo que el pueblo “quiera siempre su bien.”174
Así pues, todas las leyes que, por su fundación, obedecen a la ley
misma de la razón son, en su forma universal, rectas y justas. 175
En verdad, la rectitud formal de la ley no implica su excelencia
material: ya que si la voluntad general, que es la razón pública, no
puede errar, el pueblo que delibera no siempre ve el bien del que
es capaz176; sucede que se equivoca o se corrompe, y no siempre
está lo suficientemente esclarecido. La razón duda de sí bajo el peso
de diferentes presiones, o de las pasiones; entonces el soberano,
en vez de considerar a “los sujetos en conjunto y [a] las acciones
como abstractas”177, pretende resolver en relación a los individuos,
es decir, sobre casos particulares; en tales condiciones, el soberano
no es más una persona pública: sus decisiones no responden ya al
formalismo racional y a la exigencia de universalidad, por lo que
ya no son leyes. Pero, esta desviación de la vocación de las leyes
pone de relieve, a contrario, el imperativo categórico racional del
cual son portadoras.
En el formalismo de la ley, que ya se expone en la teoría de
Rousseau, se pueden leer los dictamina rationis de los cuales Kant
pronto hará la piedra de toque de su doctrina jurídica y el principio
de la revolución copernicana del derecho.
Rousseau, por supuesto, no va tan lejos; pero, a su modo de
ver, el formalismo de la ley expresa no sólo la racionalidad pura
y universal que es el fundamento de toda legislación civil, sino,
también, la racionalidad del sentido del cual toda ley es portadora.
En eso, el formalismo racional de la legislación civil revela ser, hasta
cierto punto, el principio de legitimidad del orden político. En este
oficio, permite incluir los “prodigios” que hace posible la invención
174. El Contrato social, ii, iii, p. 371. Kant, Doctrina del derecho, § 46: “la
voluntad unificada del pueblo no debe poder hacer por medio absolutamente
de la ley ninguna injusticia a cualesquiera”.
175. “Ninguna ley general es mala”, Émile, p. 712. [Emilio, p. ].
176. Le Contrat social, ii, vi, p. 379 [El Contrato social, ii, iii, p. ] ; Carta
a Mirabeau, en Lettres philosophiques, Ed. H. Gouthier, p. 167, dónde se
citan las palabras de Ovidio (Metamorfosis, vii, versos 20-22): vides meliora
proboque, deteriora sequor; [Emilio, p. ].
177. Le Contrat social, ii, vi, p. 379. [El Contrato social, p. ].
69
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
70
antropológico que, por medio del contrato, hizo, de un animal estú-
pido y limitado, un ciudadano y un hombre180, se realiza al mismo
tiempo que se efectúa una metamorfosis cualitativa y normativa
por medio de la cual la justicia substituye al instinto. El hombre
pierde su independencia natural que no era más que una pseudo
libertad salvaje y sin leyes y, al mismo tiempo, adquiere la libertad
civil y la libertad moral: “No es sino la fuerza del Estado la que
hace la libertad de sus miembros.”181 Así, la libertad supera, dentro
del Estado, el juego de las simples determinaciones naturales. En
el Estado civil el hombre no sólo ve y quiere la libertad sino que la
tarea de la ley es obligarlo (puesto que “la libertad sin la justicia es
una verdadera contradicción”182) a hacerse al mismo tiempo libre y
justo. El gran prodigio de la ley —obra extraordinaria, casi santa y,
al menos, sagrada— es conciliar el dogma positivo de la autoridad
con la eminente nobleza de la libertad. 183 La lógica política impone,
en consecuencia, que la justicia y la libertad sigan la suerte de las
leyes: obra de la ley, ellas se afirman o se extinguen con ella.184
¿Cómo podría ser de otra manera puesto que “la ley es anterior a la
justicia, y no la justicia anterior a la ley” 185, y que la libertad es, para
el ciudadano, la adhesión a la obligación que implica la naturaleza
racional de la ley?
Se podría creer que en Rousseau hay, como en Hobbes, una
tentación “positivista”. Rousseau, en efecto, exalta a la ley civil
haciendo muchas veces su elogio: incluso considera que para el
establecimiento de un nuevo carácter político susceptible de hacer
pedazos al absolutismo por medio de la renovación de los funda-
mentos de la legitimidad jurídica-político, el “establecimiento de
las leyes” es la tarea prioritaria de la República, que debe ofrecer
todos sus cuidados a esta “gran y difícil empresa.”186 Él insiste en
71
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
72
natural, es decir, que si nada ha cambiado en su finalidad, ésta,
para realizarse, utiliza las vías de la razón organizadora. En esta
transformación, la ley civil asume una función dialéctica entre el
estado de naturaleza y el estado civil. De esta manera Rousseau, a
medio camino entre Pufendorf y Hegel, bosqueja la tesis que será,
en Kant, la idea-directriz de la Doctrina del derecho: regresa a las
teorías jusnaturalistas sin negar, por adelantado, el derecho natural.
Con acentos patéticos, Rousseau escribe: “Toda justicia viene de
Dios, sólo él es su fuente; pero si supiéramos recibirla de tan alto,
no necesitaríamos ni gobierno ni leyes.”192
De tal manera que el derecho natural, en su trascendencia, no es
el paradigma que preside la institución de las leyes civiles, sino que
corresponde a las leyes civiles dar a las normas naturales venidas de
Dios el sello humano que las convierte para los hombres en accesi-
bles y efectivas. “En el estado civil, todos los derechos son estipulados
[fixés] por la ley”193; es de este modo que reciben la sanción de la
cual están desprovistos en su estado natural originario. Esta sanción
los vuelve admisible para los hombres porque la ley, que es la misma
para todos, vela por la reciprocidad de las relaciones jurídicas: “Los
compromisos que nos vinculan con el cuerpo social sólo son obli-
gatorios porque son mutuos.”194 La sanción del derecho por la ley
constituye su garantía. Por esta razón, el poder soberano del Estado
no suprime ninguno de los derechos de los que el hombre goza
naturalmente, porque la libertad del hombre es “así de grande” y es
mayor en el estado civil que en el estado de naturaleza. La diferencia
es que los derechos humanos son, aquí, salvajes y anárquicos, por lo
tanto, inútiles; y allá, están validados y garantizados y, por lo tanto,
son efectivos y eficaces.
Lejos de que la dificultad jurídica (que atañe a las leyes del
Estado) entrañe en la obediencia civil una “alienación” cualquiera,
ella permite, por el contrario, que los hombres hagan “un inter-
192. Ibid., ii, iv, p. 326 ; Le Contrat social, ii, vi, p. 378. [Ibíd., p. ; El
Contrato social, ].
193. Le Contrat social, ii, vi, p. 378. [El Contrato social, p. ]..
2
Manuscrit de Genève, ii, vi, p. 306. [Manuscrito de Ginebra, p.
3
Le Contrat social, ii, iv, p. 375. [El Contrato social, p. ] .
194.
73
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
195.
196. Lettres écrites de la montagne, viii carta, p. 843. La naturaleza
«législatrice» se compara con la «ley de Esparta» en el Discours sur l’origine
de l’ inégalité, p. 135 ; cf. Fragments politiques, ix, 4, p. 528. [Discurso sobre el
origen de desigualdad, p. ].
197. La Nouvelle Héloïse ii, carta ii, Pléiade, t. iv, p. 132.
74
al de los jurisconsultos de la Escuela del derecho natural. Su origi-
nalidad la hace difícil. A su modo de ver, la fundación de las leyes
civiles con base en la ley de naturaleza no es el punto principal,
sino el teleológico. El Manuscrito de Ginebra explica por qué, en su
pluralidad, las leyes, fuente del derecho positivo, tienen por voca-
ción contribuir al bien común: “La primera y única ley funda-
mental verdadera es la que se deriva del pacto social”: y consiste
en que cada uno prefiera en todas las cosas el bien más grande de
todos, además, “va contra la naturaleza que uno quiera dañarse a
sí mismo”. Con todo, si es cierto que, en virtud del principio de
conservación, el fin de todo gobierno es la felicidad del pueblo,
no hay gobierno que pueda “forzar a los ciudadanos a vivir felices.
El mejor [gobierno] es el que los pone en estado de serlo, si son
razonables”198. El propósito de las leyes es ayudar a los hombres
a realizar su voluntad de felicidad y, por lo tanto, la voluntad de
libertad que la naturaleza depositó en ellos. No realiza su potencia
práctica gracias ni a la divina perfección de una ley de la naturaleza
universal que el legislador tomaría por arquetipo ni en las deter-
minaciones que requieren de un carácter humano inmutable. Su
fundación no es otra que la esperanza de libertad y de felicidad que
está en el corazón del hombre; ella misma reside en la voluntad de
realización de esta esperanza, en lo que Rousseau entrevé como la
“finalidad” del hombre.
La majestad de este fin se explica por la teleología moral de
la razón orientada hacia la libertad y hacia el bien soberano del
hombre. Como tal, ella se convierte imperativamente en el deber
de la República. La empresa es “sublime” y se comprende que sea
necesario contar verdaderamente “con dioses para dar leyes a los
hombres.”199
A falta de luces trascendentes, el oficio del “gran Legislador”
—al cual los Antiguos dieron las figuras inolvidables de Moisés,
Licurgo o de un Numa Pompilius— será, piensa Rousseau, el de
asumir esta tarea. Requerirá para ello de la amplitud de la visión
del profeta. De cualquier forma, deberá ser él, cuyo empleo no
75
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
200. Ibíd., ii, vii, p. 381[Ibíd. p. ] ; Lettres écrites de la montagne, iii carta,
p. 316.
76
En este punto conviene, no obstante, hacer justicia a la lucidez
de Rousseau que no se extravía en un racionalismo soñador. Anti-
cipa, no sin cierto heroísmo intelectual, que el legislador fracazará
en su extraordinaria misión, no porque no sabrá ponerse a la altura
de lo sublime que ella exige sino porque los hombres reales sobre
esta tierra no lo comprenderán. Con todo, este previsible fracaso
no condena a Rousseau a una tristeza infinita. Porque está conven-
cido que la autodeterminación de la libertad sólo es posible por la
mediación de las leyes, o —lo que viene a ser lo mismo— por la
exigencia de racionalidad que impone a los hombres la tarea esen-
cialmente práctica de construir su propia condición, él examina,
con meticuloso cuidado, los medios por los cuales el Estado puede,
estableciendo una relación precisa y rigurosa entre la soberanía y
el gobierno, trabajar bajo el imperio de la ley, en la realización del
más alto destino humano.
77
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
78
otro se refieren “al Estado cuando es activo”, es decir, cuando éste
es caracterizado por el poder que tiene de legislar. Indiferentemente
se puede decir que la soberanía pertenece al “yo común” del pueblo
en su conjunto, o bien, que el pueblo, en quien reside la voluntad
general, es el soberano. En cuanto al término “gobierno”, Rousseau
considera que el sentido “no ha sido explicado todavía del todo” 201;
el gobierno, precisa, ha sido “confundido de mala manera a propó-
sito del soberano.” Ahora bien, él no es “más que el ministro” y su
oficio propio se reduce al “ejercicio legítimo del poder ejecutivo”. 202
La semántica basta para poner de relieve el problema: la relación
entre poder legislativo y poder ejecutivo.
79
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
80
opera en el hombre la unión del alma y el cuerpo”209. Ahora bien,
el Manuscrito de Ginebra, explícito y enigmático afirmaba: “Como
en la constitución del hombre, la acción del alma sobre el cuerpo es
el abismo de la filosofía, del mismo modo, la acción de la voluntad
general sobre la fuerza pública es el abismo de la política en la
constitución del Estado. Es allí donde todos los legisladores se han
perdido.”210 Es justo reconocer la problematicidad intrínseca del
concepto de gobierno. Es necesario pues descender en el abismo y
no perderse en él.
El gobierno es definido por Rousseau como “un cuerpo inter-
medio establecido entre los sujetos y el soberano para su mutua
correspondencia”. Este cuerpo intermedio lleva el nombre de Prín-
cipe; sus miembros que, stricto sensu, son los gobernadores, se llaman
magistrados o reyes.211 De ninguna manera, por lo tanto, es posible,
como lo hizo una larga tradición, que es barrida aquí de un sólo
golpe, confundir entre el rey, el príncipe y el soberano. Sólo el
pueblo es soberano. El príncipe designa al cuerpo de los magis-
trados que no son más que los ministros del soberano; el rey, como
“gobernador”, es uno de estos magistrados.
Una vez establecidos estos términos, Rousseau esclarecerá, en
dos momentos sucesivos, la naturaleza del gobierno. En un primer
momento, nada impide imaginar, que la relación entre el soberano
(el conjunto de los ciudadanos activos) y el Estado (el conjunto
de los sujetos pasivos) conformen una relación de coincidencia o,
incluso, de identidad. Se tendría entonces el caso de una democracia
directa, y como tal el gobierno sería inútil. Ahora bien, Rousseau
dista mucho de creer en la viabilidad de esta obra maestra del arte
político: “nunca ha existido verdadera democracia y no existirá
jamás”212; sólo, un pueblo de dioses se gobernaría democrática-
mente. Por eso aparece, en un segundo momento, que la repú-
blica de los hombres, para constituirse adecuadamente, necesita
de un gobierno que sirve para “la comunicación entre el Estado
81
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
82
le es familiar, Rousseau encamina su lógica jurídica hacia una lógica
política. En consecuencia, examina la relación entre la potencia legis-
lativa (del soberano) y la potencia ejecutora (del gobierno). De tal
manera que ya no se trata de someter a examen un problema de
naturaleza sino un problema de función.
“No es bueno que aquél que hace las leyes las ejecute”, ha escrito
Rousseau. Montesquieu, para descartar los maleficios de un abso-
lutismo siempre cargado de amenazas despóticas ya había hecho
esta observación, a partir de la cual elaboraba el esquema de una
política constitucional de libertad. Rousseau evoca bien los peligros
de despotismo o de la anarquía que nacen de la confusión entre los
poderes213 y es deliberadamente hostil, como también lo es Montes-
quieu, al cúmulo de las funciones que, por la indistinción entre
lo privado y lo público, o entre lo particular y lo general, corre el
riesgo de favorecer muchas formas de corrupción. Pero Rousseau
no se orienta hacia una teoría constitucionalista en la cual, “por la
disposición de las cosas”, el poder detiene al poder214, sino que él
prefiere razonar matemáticamente. La relación existente entre el
soberano y el Estado, nos dice, es como la de los extremos en una
proporción continua (es decir, geométrica) donde el gobierno es la
media proporcional. Dicho de otro modo, el soberano es al gobierno
lo que el gobierno es al Estado:
83
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
84
Esta matemática gubernamental, confiesa Rousseau, no podría
entenderse más que de manera simbólica ya que “la precisión geomé-
trica no tiene lugar en las cantidades morales”. Ella ayuda a distin-
guir, sin embargo, al cuerpo de los magistrados y a los ministros
de soberano, la distinción que debe establecerse entre el príncipe
y el gobierno como, en el cuerpo político, se distinguen al Estado
y al soberano: el príncipe y el Estado son órganos estructurales; el
gobierno y el soberano son potencias funcionales de poder. Así se
traza la complementariedad del gobierno y el soberano.
No basta con decir que el soberano legisla en términos generales
y que el gobierno ejecuta las decisiones legislativas por la aplicación
de decretos a los casos particulares; es necesario comprender que “el
arte del legislador es saber fijar el punto donde la fuerza y la voluntad
del gobierno, siempre en proporción recíproca, se combinan con la
relación más ventajosa para el Estado”220. Bajo estas condiciones,
si el soberano no puede ser pensado más que en su rectitud formal
—es únicamente lo que debe ser— en cambio, el gobierno, en
quien se concentra la “administración” de la República, es juzgado
según su fuerza: no según una fuerza absoluta, que es siempre igual
a la del Estado, sino según su fuerza relativa, que depende de su
concentración y su actividad efectiva. Es decir, que el gobierno
sigue siendo un poder subalterno, en derecho subordinado —lo que
Weber llamará un “un estado mayor administrativo”— que debe ser
controlado por la voluntad soberana. Este estatuto funcional corres-
ponde, por otra parte, a la naturaleza del ejecutivo y del legislativo
puesto que el ejecutivo es una potencia que actúa y el legislativo es
una potencia que quiere. A pesar de eso, “el gobierno hace esfuerzos
de continuo contra la soberanía”221; su tendencia, cualquiera que
sea el régimen —democrático, aristocrático o monárquico— es a
degenerar. De aquí se desprende que la esfera política, por su propia
naturaleza conlleva siempre inadecuaciones entre el soberano y el
gobierno —que exigen ser interpretadas.
85
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
86
que emplea Rousseau aquí no implica la potencia ejecutora de las
leyes. La democracia originaria designa el acto de nacimiento de
la sociedad civil; indica la condición necesaria; y la República (res
publica) sólo es legítima en razón de esta fundación pura.
En cuanto al gobierno, tiene, como instancia orgánica, una
función práctica que Rousseau llama de “administración”. Creer
que puede coincidir con la norma de la política es un error desas-
troso que consiste en proyectarla fuera de su orden. Por una parte,
los dos primeros Discursos nos permitieron entender que la nostalgia
por la bella Ciudad griega es ineficaz del todo: la pureza primitiva
está perdida definitivamente; los pueblos modernos están irreme-
diablemente corrompidos. Por otra parte —el argumento es mucho
más poderoso— El contrato social expone que “todo cuerpo político
comienza a morir a partir de su nacimiento.”225 Es una obra de arte
colocada como tal bajo la señal de la temporalidad: todo Estado,
por lo tanto, degenera y muere. “Si Esparta y Roma perecieron ¿qué
Estado puede pretender durar para siempre?”226 Los gobiernos son
precarios, más o menos robustos, más o menos frágiles, porque, al
dar a la política las figuras concretas e históricas de la particula-
ridad, se sale del orden normativo que es universal, atemporal y
ahistórico.
Así se explica que las leyes, en la efectividad que les procura la
acción del gobierno, no llegan nunca a garantizar la estabilidad del
Estado. Rousseau tiene que reconocer que, entre las perspectivas
normativas del deber ser político trazadas por el contrato social
y la figura positiva de los distintos gobiernos, se interpone, fatal-
mente, la finitud que liga al hombre con la temporalidad. Nunca
la existencia de los estados podrá ser incorporada a la esencia de la
política: la sociedad civil nunca podrá ser lo que debería ser.
Este infranqueable desfase entre lo que debe ser el soberano y
lo que son los regímenes políticos, nos permite comprender mejor
el concepto de intermediario por el cual Rousseau caracteriza al
gobierno. Utilizando la terminología de Kant recientemente se ha
87
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
88
entre soberanía y gobierno significa para Rousseau que la praxis
política se presenta siempre como el lugar de un fracaso? ¿Será éste
un nuevo misterio del Estado?
La bifurcación que se instaura inevitablemente entre la sobe-
ranía y el gobierno no puede ser despojada del sentido filosófico
que inquieta todo el pensamiento político de Rousseau: a la figura
pura y transtemporal del soberano no puede corresponder, debido
a la fragilidad de las cosas humanas, más que la mortalidad de los
Estados. Pero preguntémonos: ¿no se trata de un nuevo “misterio”
de la política? Para el hombre superficial, sí, indudablemente; pero
para Rousseau, pensador profundo, no: la distancia irremediable
que existe entre la soberanía y el gobierno se revela cargada de
un sentido metafísico que el autor de El contrato social sitúa en
adelante en lo más profundo de la política: la desgarradura entre
lo que debería ser la condición política y aquello que expresa que
los hombres no conocen, en definitiva, mayores bienes o males que
los que ellos mismos se han dado.228 El gobierno, que es su obra, es
incapaz de incorporar la norma pura del derecho político.
89
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
90
CAPÍTULO II
LA POLÍTICA FILOSÓFICA: EL HUMANISMO
CRÍTICO EN EL ESTADO DE CONTRATO
91
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
92
nada tal como lo hizo la naturaleza.”230
Solamente que en 1762 tanto la antropologización de la política
como la desnaturalización del hombre que se ha convertido en ciuda-
dano, aparecían como tesis iconoclastas muy difíciles de entender y
más difíciles aún de aceptar. Eso explica por que apenas publicado
El contrato social haya sido inmediatamente condenado en Ginebra
y, además, haya sido quemado el 19 de junio de 1762. La obra perma-
neció poco conocida (al menos hasta el tiempo de la Revolución
francesa donde se creyó poder utilizarla e, incluso, aplicar las ideas
que en ella se exponían). Incluso aquéllos que entonces tuvieron la
audacia de leerlo se confundieron: creyeron que tras los Discursos
el filósofo, iconoclasta hasta el escándalo, proponía una clase de
antropología empírica en la cual el acento estaba puesto sobre el
corte que separa, hasta la antítesis, al hombre de la naturaleza del
hombre civil. El primero, en efecto, afirmaba Rousseau, “se limita
únicamente al instinto físico, es nulo, es estúpido”; el segundo por el
contrario, se enfrenta a los otros, se compara sin cesar con ellos; por
su perfectibilidad, rompe sus raíces naturales, calcula y se las ingenia
para construirse una estatura artificial. En esta mutación existencial,
la razón habría hecho su obra con el fin de preparar el arte social y
los métodos artificiales de los cuales es constructora.231
Tal lectura no era completamente falsa; ella no estaba exenta
tampoco, en un siglo que despertaba a la crítica, de cierta seduc-
ción que exacerbaba la escritura lírica del segundo Discurso. Con
todo, esta seducción fue corta y superficial. Habría sido necesario
leer y releer con minucia El contrato social para descifrar, en las
interlíneas del análisis institucional, la dimensión filosófica y el
significado que daba Rousseau a la antinomia que establecía entre
el hombre civil y el hombre natural. Al examinar las condiciones
de aparición de la sociedad civil y aquellas de las instituciones que
le confieren su vida y movimiento, y, más profundamente aún, al
pretender leer en sus principios fundacionales, bajo la señal de lo
universal, su justificación última, Rousseau trazaba el esquema de
93
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
94
Rousseau, cuando él mismo declara que su proyecto consiste en
examinar el hecho por el derecho232, demostraron una incomprensión
filosófica.
Para percibir la audacia filosófica, que requiere de una gran
fuerza, dentro del revolucionario método de pensar de Rousseau,
fueron necesarios los ojos de Kant. El supo ver en Rousseau las
primicias de la revolución crítica que causa la revocación completa
de los esquemas tradicionales del dogmatismo jurídico-político.
Lejos de atascarse en medio de cuestiones empíricas o históricas,
como la génesis efectiva de las sociedades civiles, Rousseau en su
búsqueda de los fundamentos del derecho político se eleva hasta la
formulación de hipótesis trascendentales que, en la claridad pura de
una idea reguladora de la razón, permite entrever, en el Estado ideal,
lo que debe ser la finalidad del hombre, aun en contra de todas las
deplorables contingencias de su historicidad.
A pesar de la equivocidad presente en algunos pasajes del
Contrato social, es importante denunciar las faltas y los errores que
jalonan la larga querella de interpretaciones de una obra política que
no se asemeja a ninguna otra. En este capítulo mostraremos, más
allá de la innegable problematicidad de los principales conceptos
que conforman la estructura del pensamiento de Rousseau, y una
vez descartados los malentendidos suscitados a partir de la polémica
interpretación de su obra, cómo se despliega en la política filosófica
formulada en El contrato social un humanismo crítico cuya potencia
está asombrosamente cargada de promesas.
95
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
96
En realidad, la crítica puntillista e hiriente que Voltaire desa-
rrolló tuvo por objetivo obtener un buen lugar para sentarse, en
primera fila, ante una verdadera campaña de denigración orquestada
contra el “Ciudadano de Ginebra”. Pero la tormenta fácilmente
revela que Voltaire no comprendió ni pudo valorar los principios
que Rousseau enuncia ni los análisis conceptuales que expone en el
Contrato social. En cuanto a la filosofía profunda en la que se basa
la obra, Voltaire la ignora soberbiamente: Pensador superficial, se
atiene al orden de los hechos y se olvida el orden de las razones que
para él tienen un misterio que ni siquiera pretende investigar.
No obstante, la polémica entre Voltaire y Rousseau toma más
allá de antagonismo de dos psicologías que en todo se oponen una
dimensión simbólica: después de la publicación de sus dos Discursos
Rousseau adquirió la reputación de ser un provocador que menos-
precia lo que valoraban los “filósofos” de su siglo. Por tanto, no es
de extrañar si las ideas expuestas por él en El contrato social, gene-
ralmente entresacadas de su estricto orden filosófico, les parezcan
a muchos lectores, como le sucedió al mismo Voltaire, complejas e
incluso obscuras hasta la opacidad.
Así le sucede a Hume, por ejemplo, quien con una especie de
premonición había indicado --antes de que Rousseau mismo desa-
rrollara la idea y expusiera sus resultados-- los errores de lo que, a su
modo de ver, la idea de contrato social era portadora.239 Hume se
refería sobre todo, como era más que evidente, a filosofía de Hobbes
pero Rousseau se sintió juzgado a priori. Con ello se enredaron
irremediablemente las relaciones de estos dos hombres.
En cualquier caso, ante la amistad rota, Hume denunciaba en la
teoría del contrato social el triunfo de la racionalidad y del sistema
geométrico que la genera: el estado del cálculo y el mecanismo le
parecía una herejía. Además, Hume descubría incluso en las concep-
ciones más moderadas, las de Pufendorf y Locke, las secuelas de una
metafísica que tenía la pretensión de fundar al Estado sobre bases
ontológicas y teleológicas. Por diferentes que sean estas distintas
figuras de la teoría contractualista debido a sus antecedentes filo-
97
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
240. A este respecto, ver Essais politiques, éd. Raymond Polin, Vrin, 1972 et
Quatre discours politiques, Presses universitaires de Caen, 1986.
98
pesar de la diferencia de estilos y propósitos, un giro extremo, cuya
aspereza no es necesariamente convincente, hemos de comprender
que, tal aspereza es reveladora del malestar intelectual que causan
algunos acentos de las tesis contractualistas. Todo esto, a pesar de
que Rousseau afina el contenido y perfecciona la idea de contrato
social y la transporta hasta una altura filosófica que nadie antes de
él, habiá alcanzado y que no hubiera logrado de no ser por una
aeorización no carente de dificultades intrínsecas.
Es necesario reconocer que el pensamiento político de Rousseau,
a pesar de su claridad aparente, que emana de su firmeza discursiva,
no siempre se desarrolla sin trabas a nivel de los conceptos que
utiliza. Por ello hay que detenerse sobre el problematicidad inhe-
rente a sus tres principales conceptos: el contrato social, la voluntad
general y la ley, conceptos que perfilan la resolución de toda su
política.
99
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
100
son ciertamente diferentes. Sin embargo, concluir de aquí, como lo
hicieron un buen número de comentaristas, que para Rousseau hay
dos concepciones del contrato social y que estas son irreducibles
entre sí, nos parece que es ir demasiado de prisa en el trabajo de
interpretación. En efecto, al leer atentamente el Discurso de 1755,
uno se da cuenta que a partir de esta fecha Rousseau dista mucho
de limitarse a la descripción de las transformaciones que habrían
acaecido en la lenta genealogía del mal, al cabo de la cual el hombre
termina por perderse. Sí Rousseau se interroga sobre lo que “puede
constituir el origen de la sociedad y sobre las leyes que pusieron
nuevos obstáculos al pobre y dieron nuevas fuerzas al rico” 246,
hay que reconocer que también quiso “examinar los hechos por
el derecho.”247 Por ello señala: “Sin entrar en las investigaciones
que deben aún hacerse sobre la naturaleza del pacto fundamental
de todo gobierno, me limito aquí, siguiendo la opinión común, a
considerar el establecimiento del cuerpo político como un verda-
dero contrato entre el pueblo y los jefes a quienes elige, contrato
por el cual las dos partes se obligan a cumplir las leyes que allí se
estipulan y que forman los vínculos de su unión.”248 El problema
para Rousseau será explorar el contrato político que, de inmediato
resulta inasimilable, en cuanto derecho, a cualquier contrato arbi-
trario sellado en la historia hipotética con el fin de asegurar el
sometimiento de los pobres a los ricos. Es bueno, asentará Rousseau
en el Manuscrito de Ginebra, “corregir por nuevas asociaciones”, los
efectos nocivos de esta quimera que es la socialidad natural y espon-
tánea.249 La idea la tiene en su corazón y la repite en los Fragmentes
polítiques: “Esforcémonos por extraer del mal mismo el remedio
que debe curarnos.” Este remedio es el contrato social: “Por nuevas
asociaciones habrá que reparar el vicio interno de la asociación
general.”250 Así se rechazan los “dudosos testimonios de la historia”.
Es en términos deliberadamente jurídicos que Rousseau aborda el
problema de una asociación contractual entre los hombres. Cierta-
101
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
102
rigor demostrativo: según el Discurso, el contrato fue una ocasión
fallida en la historia infeliz que condujo a los sinsabores de la “civi-
lización”; en el Contrato social, el contrato indica, en la perspectiva
de una analítica reflexivo-normativa, lo que habría debido ser la
condición humana. Se trata sin embargo de dos perspectivas y de
dos estilos diferentes: Rousseau en 1755 y en 1762, aunque compro-
metido en la misma cuestión de fondo.
No obstante, ni la permanencia de esta cuestión de fondo, ni el
planteamiento que radicaliza —y por medio del cual Rousseau se
propone responder de jure al problema de fundación que plantea—
bastan para la cabal aclaración del concepto de “pacto fundamental”
con todo lo que se ha puesto y vuelto a poner sobre él, con tanta
obstinación y perseverancia. Ciertamente, la “unión engañosa”253,
resultante del falso contrato celebrado en medio de la desigualdad
entre ricos y pobres, “hombres groseros fáciles de seducir” 254, es
rechazada definitivamente a la hora en que Rousseau prepara el
Contrato social. Queda claro, y Rousseau lo señala sin rodeos, que él
no busca la clave de una autoridad civil legítima ni en la fuerza255 ni
en la autoridad paternal 256ni en el supuesto derecho que tendría el
vencedor de reducir al vencido a la esclavitud257. El contrato social,
al arrancar a los hombres de su hipotética condición natural, expresa
la necesidad racional sin la cual perecería la humanidad.
Desde entonces, como Rousseau muy pronto intuyó, la inicia-
tiva humana —de la cual el contrato es el signo y la formación del
cuerpo político es el objeto— revela un “arte” que, por medio del
juicio y de la reflexión, viene “en ayuda de la naturaleza”. Nada, hay
en el Contrato social, que contradiga sobre este respecto al segundo
Discurso: las mismas afirmaciones se hacen pero en 1762 se sitúan a
otro nivel filosófico distinto del de 1755. El problema que consiste en
“cambiar la usurpación en un verdadero derecho”258, es importante
a efectos de fundar las leyes que “de una hábil usurpación hicieron
103
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por medio de su misma emergencia a conformar un compromiso
recíproco entre todos sus miembros individualmente conside-
rados. Comprendemos que, en otros términos, el contrato social
no compromete a los individuos los unos respecto a los otros sino
solo recíprocamente, “al público con los particulares”. No tiene
pues nada banal el contrato sinalagmático. En absoluto se podría
considerar como un contrato multilateral creador de una institu-
ción. No obstante el carácter excepcional que le concede Rousseau
no deja de ser extraño. En su proceder, la instauración del contrato
social es francamente inusual puesto que una de las partes contra-
tantes -el público, es decir, el conjunto del pueblo-, al momento
del contrato, no existe aún: está precisamente constituyéndose; el
pueblo no es pues en este momento más que una esperanza o una
promesa (una ficción, en definitiva) de una persona jurídicamente
reconocible como tal. Así, el pacto tácito que se suscribe entre los
individuos considerados ut singuli y el pueblo en su conjunto no
constituyen formalmente un acuerdo contractual: una de las partes
si bien existe, existe bajo una figura plural, desprovista de perso-
nalidad autónoma y, la otra parte, si bien en el futuro obtendrá
una personalidad jurídica y moral, en el momento del pacto no
existe aún puesto que es creada por él. El contrato social que define
Rousseau y según el cual “cada uno de nosotros pone en común su
voluntad, sus bienes, su fuerza y su persona bajo la suprema direc-
ción de la voluntad general”, se coloca bajo un vicio de forma que
lleva por nombre petición de principio.
¿Es necesario añadir aun otra dificultad? Rousseau declara que
el cuerpo público en gestación —aún virtual y subordinado por
tanto a la conclusión del pacto— “contrata consigo mismo” 264;
comprendemos que el pueblo como cuerpo soberano contrata con
los particulares como sujetos; de modo que cada uno es contratado
bajo una doble relación, “como miembro del soberano hacia los
particulares, y como miembro del Estado hacia el soberano.”265 Todo
sucede, dice él mismo Rousseau, como si cada individuo contratara
consigo mismo puesto que el pueblo sólo esta formado por los
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y colectivo del Estado, la voluntad general anteceda al contrato? Sí,
además, consideramos que según Rousseau —quién hace hincapié
en este punto con el fin de separarse de sus antecesores— el contrato
social es un contrato de unión y no un contrato de sumisión ¿cómo
comprender lo que cada uno, al momento mismo del pacto, se
coloque bajo la suprema dirección de la voluntad general, acep-
tando con esto someterse a ella? Ciertamente, Rousseau considera
que “cada uno, uniéndose a todos, mantiene su libertad tanto como
antes”, de modo que la voluntad general, que es también “la de
todos”, sólo se obedece, en definitiva, a sí misma. Sin embargo, es
difícil entender los vínculos complejos y embrollados que unen
al contrato libremente consentido y al ordenamiento supremo de
la autoridad civil, mientras Rousseau no analice la innomida idea
de autonomía. De esta manera, podemos observar que la idea de
voluntad general —que como hemos mostrado, no se confunde con
la voluntad de todos— se refuerza en los paralogismos que corren
el riesgo de revelarse aporéticos y pueden tener repercusiones defi-
nitivas e inneliminables sobre otros conceptos constitutivos de la
doctrina política de Rousseau.
La dialéctica que se establece en el seno de la voluntad general
entre individualidad y totalidad resulta especialmente difícil de
entender. En efecto, si es cierto que la distinción entre la voluntad
general y la voluntad de todos responde, en Rousseau, a un rasgo
de genialidad que le permite utilizar los diseños matemáticos del
joven cálculo integral, la cual conlleva una extraña insuficiencia en
el análisis. Ciertamente, es notable que, según Rousseau, el concepto
de voluntad general aporte, a su manera, la solución política del viejo
problema metafísico de lo Uno y lo Múltiple. Dado que el cuerpo
político, que engendra el contrato, es “el todo” que forma la unión
del cuerpo del pueblo en su conjunto, Rousseau se aplica, ordina-
riamente según él mismo dice, a distinguir la “voluntad general” de
la “voluntad de todos”. En verdad, Rousseau es mucho más mati-
zado: en el Manuscrito de Ginebra, escribe que la voluntad general
“es raramente la de todos”266; y en El contrato social observa que “a
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267. Le Contrat social, ii, iii, p. 371. [El Contrato social, p. ]. (El subrayado
es nuestro).
268. Ibid., p. 398. [Ibíd., p. ].
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general, lejos de borrar las diferencias individuales al no conservar
más que elementos comunes a todos, resulta, al contrario, “de la
suma de las diferencias” y de tomar en cuenta las desigualdades
entre los intereses privados que antes se enfrentaban. Por medio
de la traducción matemática, que el cálculo integral permite dar
de esta operación, la reflexión filosófica es desafiada con el dilema
entre diferencia e identidad. De tal manera que nos enfrentamos
a la disyuntiva siguiente: o la voluntad general es verdaderamente
común a todos y, en consecuencia corresponde a la unanimidad
que el contrato traza para todos, exigiendo a través del corpus de
las leyes un modelo de conducta idéntico cuya libertad estatutaria
de los ciudadanos será, en la igualdad, su efecto más patente y
donde la ley (que es la misma para todos) borrará las diferencias
que se reabsorben y eliminan; o bien, la voluntad general integra
en ella misma las diferencias individuales y éstas se reflejan en la ley
haciendo que este dilema sólo contenga una generalidad aleatoria.
Es necesario añadir que este dilema es inquietante para Rousseau, en
función del tormento de la igualdad: si la voluntad general pretende
en su acto constitutivo, la estricta igualdad de todos los contratantes
y, en su finalidad, la igualdad de derecho de los ciudadanos, no
puede, en razón de su regla de generación y, en consecuencia, de su
carácter inmanente, hacer de la igualdad un valor fundamental: en
su propia esencia, lleva implicadas diferencias que, incluso así sean
infinitesimales constituyen de manera completa las desigualdades.
En cualquier caso, la voluntad general sólo podría tender, en conse-
cuencia, hacia la igualdad de manera asintótica.
En segundo lugar, aunque admitamos que Rousseau busca en
la imagen del cálculo integral la expresión de la voluntad general,
queda por explicar la transmutación de las distintas relaciones
de fuerzas que existen entre los individuos que conforman una
voluntad colectiva, única, homogénea y soberana. En estricta lógica,
la asociación de individuos independientes y heterogéneos no puede
producir una unidad homogénea. De un individuo a otro individuo
hay discontinuidad; ahora bien, el todo, según la declaración de
Rousseau, constituye la voluntad general que debe formar, en su
plenitud, una unidad sin faltas y sin discontinuidades.
Una pluralidad de individuos no conforma una unidad social
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En efecto, puesto que la ley es generadora de la libertad de los
ciudadanos y de la justicia distributiva que regula sus relaciones, es
creadora del derecho; este poder judicativo de la ley debería lógica-
mente implicar para Rousseau una orientación hacia el positivismo
jurídico con el consecuente rechazo de las tesis jus-naturalistas.
Ahora bien, la posición de Rousseau no responde a este esquema
dualista: con difíciles matices, reviste otro significado.
Es innegable que en Rousseau encontramos, a la sombra de su
concepción nomocéntrica, una tentación positivista que se puede
comparar con la de Hobbes. Rousseau magnifica la ley civil, a la que
califica como “acto de soberanía” esencial para el Estado ya que el
pueblo no puede sobrepasarla.270 Las leyes civiles no obtienen su
peso por ser numerosas sino por su fundación racional: prefiguran
toda la sabiduría y la equidad que las dictó. La dificultad consiste,
sin embargo, en comprender cómo la ley, al imponer su orden
en el espacio político, no entra en conflicto con las órdenes de la
conciencia moral.
En este punto, Rousseau no siempre es coherente: si considera
en el Emilio que no es posible ser a la vez ciudadano y hombre y
que, en consecuencia, es necesario elegir entre estas dos formas
de ser271, en El contrato social afirma, por el contrario, que no hay
antinomia alguna entre la razón pública —que dicta la ley-- y la
conciencia personal –a la que van dirigidas estas misma órdenes.
Para comprender esto, es necesario distinguir, según él, entre la
sociedad humana en general, que constituye la humanidad —en
su carácter universal— y las sociedades particulares —políticas y
civiles— que son, como decía Grotius, “establecimientos humanos”.
Ahora bien, puesto que la ley civil es para la Ciudad, la norma de lo
justo y de lo injusto, en buena lógica es, de igual modo, la autoridad
política y la autoridad moral. En consecuencia, el hombre no está
sometido a ninguna otra ley que a la de la República del cual es
miembro; este es el único medio con el que cuenta para encontrar
su lugar en el orden estatal y, también, para poder ser realmente
270. Carta a Philopolis, Pléiade, t. iii, p. 232: “Son necesarias las artes,
las leyes, los gobiernos al pueblo como le son necesarias las muletas a los
ancianos.”
271. Émile, livre i, p. 248. [Emilio, p. ].
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lo que debe ser. De esta manera, las leyes civiles conforman por sí
mismas un “código moral.”272 Por otra parte, Rousseau sostiene
que “todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción
consigo mismo no valen nada”273, y que “el espíritu social”, especí-
fico de las sociedades políticas, exige siempre “ligar los corazones de
los ciudadanos al Estado.”274 Existe pues una “profesión de fe pura-
mente civil” cuyo soberano “fija los distintos artículos [...] como
son los sentimientos de sociabilidad y sin la cual no es posible ser
buen ciudadano sin ser, a la vez, un sujeto fiel.”275 Ella implica el
amor a las leyes, a la justicia y a la patria. Por lo tanto, obedecer a
las leyes que uno ama, conforma una verdadera escuela de la virtud.
Eso prueba que la ley civil “es sagrada”. Va dirigida a la conciencia
de los ciudadanos; habla a su corazón donde no se contradice ni
equivoca la esperanza moral.
Esta apología de la ley y su poder moral impresiona por su
nobleza pero es política y filosóficamente inquietante. ¿Qué legis-
lador, al establecer el derecho constitucional de las ciudades, respon-
dería a similares preocupaciones éticas? ¿Acaso el ordenamiento
de las reglas jurídicas en la República se construye en función de
criterios morales? Cuando Rousseau afirma que Licurgo, al querer
escribir “en el corazón de los espartanos”276 —porque el corazón
de los ciudadanos “es el mejor guardia del Estado”277—, grababa el
modelo eterno de las leyes civiles, cede a la fascinación del mundo
antiguo olvidando que los estados modernos pueden tener otras
exigencias políticas. Ciertamente, es posible admirar que en Lace-
demonia se haya dado la unión entre el espíritu ético y la obra del
arte político; indudablemente, cuando el legislador sabe “poner la
ley social en el fondo de los corazones”278, los hombres son felices
y viven su libertad y “su felicidad es la de la República”: no siendo
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más que por ella, son para ella279; ella tiene todo lo que ellos quieren
y es por ella que ellos son todo lo que son. La felicidad de cada
uno pasa por la felicidad de la patria de manera que todo queda en
orden. Pero en este cuadro que bosqueja la perfección moral de las
leyes civiles, comparables al “oro puro que es imposible desnatura-
lizar por alguna operación”280, Rousseau se deja llevar hacia nubes
bien distantes del austero deber-ser de la política. En el Estado
del contrato el gobierno de la ley, del cual Rousseau muchas veces
destacó el carácter racional, no tiene la figura poética del éticidad
perfecta.
Así, el lector que se pregunte sobre la naturaleza intrínseca del
contrato social, de la voluntad general o de la ley civil se enfrenta en
el discurso de Rousseau con dificultades invencibles. A menudo
encubiertas por una serie de impulsos verbales que no por ello
constituyen obstáculos epistemológicos y filosóficos menores sino
que llegan a veces a introducir en la exposición política el vértigo
del doble sentido. No es necesario asombrarse que la obra filosó-
fico política de Rousseau, al multiplicar los puntos de vista de los
problemas y al complacerse en la magia de la equivocidad, haya
suscitado lecturas múltiples y divergentes. Las interpretaciones, a
menudo excesivas, han dado lugar a varias e interminables polé-
micas cuyo contenido es necesario recordar para captar el mensaje
que encierra el humanismo crítico de Rousseau.
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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que el proceso de socialización ha desnaturalizado a los hombres:
no solamente lo ha corrompido, sino que en todo individuo ha
arruinado su esencial naturaleza que estaba abocada al amor de sí.
El hombre natural era un individuo plenamente feliz; su sociali-
zación lejos ser un progreso, ha ocasionado —como sucede con la
estatua de Glauco de la cual habla Platón, alteraciones que lo han
desfigurado al punto de volverlo irreconocible.284 Este simbolismo
inquietante permite una lectura del segundo Discurso como si este
fuera “un tratado del mal”285. Pero la intención de Rousseau no es
describir el curso de una historia efectiva cuya destructiva marcha
deplora. Al contrario, Rousseau se propone, descartando todos los
hechos, razonar analíticamente con el fin de reconstruir en la esfera
del pensamiento “un estado que ya no existe, que puede ser que no
haya existido, que probablemente no existirá jamás”286. A partir del
cual se bosqueja, en una ficción emocionante, la figura física y meta-
física del individuo “tal como tuvo que haber salido de las manos
de la naturaleza”287. En tanto las primeras palabras del Discurso
anuncian: “es del hombre de quien hablo” —de este “hombre de
la naturaleza” que su destino histórico transformó fatalmente en
un “hombre del hombre”—, la fe que Rousseau concede al natura-
lismo no se concibe fuera del individualismo de principio. Voltaire
se equivoca completamente cuando acusa a Rousseau de querer
devolver al hombre lo que tiene de animal. El propósito del segundo
Discurso no es en manera alguna una invitación para rechazar el
progreso “andando a cuatro patas”; se trata de una opción metafí-
sica: al afianzar su pensamiento en el naturalismo, Rousseau traza
un cuadro antropológico en el que él reconoce al individuo una
vocación normativa que desafía todas las formas de la contingencia
socio-histórica. Él nunca reniega del amor de sí que parece implicar
y prefigurar la autonomía universal de la conciencia y que es la base
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—que se dejen llevar por el movimiento de una historia que secreta
el mal y la desdicha, o que se unan voluntariamente por el pacto
que bajo la ley los forzará a ser libres—, su destino depende, para
cada uno de ellos, de su libre voluntad.
Sería un error concluir de estas premisas individualistas, que
la filosofía de Rousseau se coloca bajo el signo de un naturalismo
determinista próximo al de D´Holbach.
La política filosófica de Rousseau, expuesta en los márgenes del
segundo Discurso al relacionarse con el paradigma individualista,
expresa indudablemente una rebelión contra la historia y contra la
sociedad pervertida del siglo XVIII; pero, sobre todo, es fundamen-
talmente normativa y esto lo enunciará muy claramente el Contrato
social: “el problema fundamental” es que “cada uno, al unirse a
todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y mantenga
su libertad como antes.”290
No debe dejar de señalarse respecto a este punto que el indivi-
dualismo de Rousseau responde a la tentación ideológica del libera-
lismo político. Y él, obviamente, no tiene la culpa. En efecto, en la
lógica misma de un individualismo que implica el reconocimiento
de cada uno y de todos, en el acto mismo del contrato fundador
de la sociedad civil, se afirma la promoción del hombre: al indi-
viduo que se complace siendo un “animal estúpido y limitado”,
que vive en su soledad y en una independencia salvaje, el pacto lo
convierte, en razón de la “persona pública” que lo vuelve posible, en
“un ser inteligente y un hombre”, es decir: en un ciudadano y una
persona moral291 en quien la libertad civil y política es la más alta
conquista. Por añadidura, en la naciente sociedad civil la igualdad
jurídica perfecta de los ciudadanos es el primer efecto del contrato:
aquello que la naturaleza pudo haber puesto de desigualdad física
entre los hombres, el pacto lo substituye por una igualdad moral y
legítima. Esto último implica un “compromiso recíproco de todos
hacia cada uno”292; la política contractualista del Estado es apta
para realizar las virtualidades de la naturaleza humana inscritas en
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
todo individuo.
Al término de estos análisis podemos concluir que el individua-
lismo puede ser considerado como uno de los vectores regulativos
del pensamiento político de Rousseau.
Pero esta lectura enfrenta pronto fuertes resistencias. Rous-
seau mismo fue considerado a menudo, en razón de algunas de sus
formulaciones y, en particular, por la diferencia que establece entre
la voluntad general y la voluntad de todos (la suma de una pluralidad
de individuos nunca hace la unidad indivisible del cuerpo público)
como un crítico acerbo del individualismo que, desde Hobbes,
apoyaba el edificio de la política moderna. Las reticencias formu-
ladas por Hegel en contra de la postulación individualista que cree
detectar en El contrato social son especialmente sorprendentes.
En la Fenomenología del espíritu, Hegel, que utiliza las mismas
fórmulas de Rousseau293, observa que, en el tiempo de la Ciudad
moderna, es necesario que “cada uno haga todo sin dividirse y que
lo que surge como separación del todo sea la operación inmediata
y consciente de cada uno.”294 Posteriormente en los Principios de
filosofía del derecho de Berlín, Hegel denunciará que en el individua-
lismo político y jurídico hay un pesado error que hipoteca desde sus
mismas fuentes la teoría de Rousseau. Considerar, escribe Hegel, que
el Estado, “resulta del libre árbitro de los que se unieron en él”295,
y que encuentra su legitimación en la afirmación de las voluntades
individuales, es una falta grave. Todo contrato, según Hegel, implica,
en lo que denomina “derecho abstracto”296, el acuerdo de dos volun-
tades particulares independientes. Este acuerdo se establece sobre
el modo en que se obtiene; como tal es esencialmente un acto de
derecho privado297. Pero el error de toda teoría contractualista de
la política y especialmente el error cometido por Rousseau es trans-
poner al derecho público un esquema y unas categorías propias del
derecho privado. En el modelo contractualista del Estado, Hegel ve,
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más allá de la superioridad en el derecho del paradigma privado, una
herencia del pensamiento feudal al cual opone lo que él denomina
“derecho racional.”298 Hegel no puede sino denunciar los acentos
individualistas que dice descubrir en El contrato social. Tal error, a la
vez lógico y jurídico, es también un error ontológico que presupone
la prioridad de las partes sobre el todo, es decir, de los individuos
sobre la sociedad, mientras que “el todo es anterior a las partes”. El
individualismo en el cual se insertaría la teoría del contrato social,
declara Hegel, tal como él entiende que se presenta en la obra de
Rousseau, conlleva un obstáculo para la comprensión del Estado:
establecido sobre las bases individualistas de un acto contractual,
al Estado le falta lo que es esencial, a saber, su realidad y su efecti-
vidad. Por tanto el individualismo en el cual, según Hegel, Rousseau
fundamentó la condición política del hombre priva al Estado de su
sustancia y este vacío ontológico es el índice de su nulidad.
La crítica que Hegel pronuncia con aspereza contra Rousseau,
al que sin embargo admira por haber magnificado la voluntad de lo
universal, reposa por completo sobre la denuncia de los postulados
individualistas por los cuales el autor de El contrato social habría
admitido la preeminencia de las voluntades individuales.299 En su
opinión, el concepto de contrato social envolvería, dentro del pensa-
miento de Rousseau, la tara de la espontaneidad de un libre árbitro
arraigado en la inmediatez. Tal es, a sus ojos, la ilusión desastrosa
que fue el principio del fracaso de la Revolución Francesa.300
Es necesario reconocer que al mismo tiempo que Hegel —cuya
lectura de Rousseau dista mucho de ser un ejemplo de probidad
intelectual— eleva a su más alto nivel las tesis de Rousseau para
condenarlas, y que para ello reconoce y subraya la postulación indi-
vidualista que implica, según él, la política filosófica de Rousseau,
resulta posible otra lectura de El contrato social. Esta segunda lectura,
detecta en el pensamiento político de Rousseau los gérmenes del
estatismo, que el jacobinismo y el socialismo de Estado estaban
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manifiesta generalmente. Así, por ejemplo, Robespierre considera
que la representación es necesaria en el Estado, lo que es algo muy
poco fiel a lo que señalaba quien él saluda como su guía intelectual.
Sin embargo, Robespierre y Saint-Just encuentran en el Contrato
social su elogio del “servicio público” y piensan, como Rousseau,
que si alguna falla se manifiesta en él, la ruina del Estado está
cerca.305 De manera general, la defensa jacobina del Estado centra-
lizador encontró en la obra de Rousseau los puntos de apoyo que
los voceros de la teoría juzgaban sólidas. A decir verdad, en su
inexacta fidelidad separaban las tesis del pensamiento fundacional
de El contrato social y las transportaba a un marco programático
determinado por su voluntad de práctica política. Esto había sido
llevado a cabo, por otra parte, antes del jacobinismo, lo hacía ya
Sieyès, seguido por otros Constituyentes como Mounier y Barnave,
cuando al instrumentar el proceso de la democracia directa y mili-
tanto en favor de una Asamblea Nacional en la cual los diputados
no fueran simplemente “portadores del voto” o Comisarios que
estuvieran vinculados a sus comitentes (lo que excluía el mandato
imperativo), se hacían valer en conjunto como “la nación entera”.
Con el fin de volver operativos los conceptos especulativos que
pedían prestados a Rousseau, Sieyès y sus amigos mediatizaban la
competencia legislativa de los diputados de la Asamblea Nacional
las aspiraciones de los ciudadanos a la libertad y a la igualdad.
Así, concedieron a la palabra “República” una nueva forma y le
otorgaron un sentido diferente que no se encuentra en la pluma
de Rousseau. En su pragmatismo militante no celebraban en la
ley el prestigio que viene del carácter idealista y abstracto de su
doble generalidad sino el poder concreto de sellar la unidad de la
nación y de promover, como dice el artículo 6 de la Declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano del 26 de agosto de 1789, la
igualdad de los ciudadanos. El jacobinismo de Robespierre y Saint-
Just irá más lejos incluso. Poniendo, como lo había preconizado
Rousseau, “la ley por encima de los hombres”, atribuirán a la ley
un carácter tan inviolable y sagrado que la convertirán en asunto de
culto. Al quedar revestida de esta mística, la ley será pensada como
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Constant parafraseando a Rousseau, es necesario que en una unani-
midad sin excepción “cada uno se de entero, con todos sus derechos,
a toda la comunidad.” El precio a pagar para cada uno es un fardo
muy pesado que hace posible la soberanía del cuerpo público: ¡el
individuo renuncia hasta cierto punto a ser el mismo! Además, la
obediencia a la ley, que en Rousseau hace la condición de la libertad
de los ciudadanos, le parece a Constant un temible sofisma: ¿no
existen las leyes, en efecto, en los regímenes absolutistas o, incluso,
tiránicos, en que la obediencia es sinónimo de opresión?
Aunque las acusaciones de Benjamin Constant contra Rousseau
se rodean con matices, a menudo descuidados por los historiadores
del pensamiento político, ellas han tejido la leyenda de un Rousseau
partidario de una política colectivista en donde quedan incluidos
Hippolyte Taine y Émile Faguet, quienes dirán que había pedido
prestado el modelo a Platón, y que, a no dudar, sería capaz de
encerrar a las humanidad en una prisión o en un claustro. Según
la terminología de Karl Popper, “la sociedad abierta” encontraría
en Rousseau a un feroz enemigo. Esta caracterización es excesiva
indudablemente y, si bien es cierto que tiene por base algunas céle-
bres fórmulas que definen el contrato social, la forma de proceder
dista mucho de la probidad intelectual que exige la exégesis de un
texto. Al acusar a Rousseau de construir el modelo de la política
estatista o, como ha señalado Cassirer, el “socialismo de Estado”,
estas distintas críticas le reprochan sacrificar al individuo por la
comunidad puesto que, en el Estado del contrato, cada uno se obli-
garía, para sobrevivir, a insertarse en las estructuras de los poderes
públicos donde su independencia no podría encontrar ya el menor
lugar.
Esta acusación se agrava cuando los comentaristas preguntan,
sin mayores matices, si Rousseau al haber declarado: “nos acercamos
al Estado de crisis y al siglo de las revoluciones”307 no es el padre de
la Revolución Francesa. Desde luego que Rousseau había presen-
tido el movimiento ideológico y político que él predecía y que no
tardaría en trastornar la historia. Pero esto constituyó un “culto
desconcertante” que se volvió contra el mismo Rousseau, cuando
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narios socialistas, se estaba dispuesto a practicar sobre un texto, en
adelante célebre, cuyas tesis, se consideraban imprescindibles para el
pensamiento político. La aproximación que estos intérpretes hacen
al discurso de Rousseau los conduce a falsificar su sentido: buscan
en él dogmas políticos mientras que Rousseau se dedicaba sobre
todo a cuestionar y a problematizar. El resultado es desconsolador.
De manera tal que cuando Proudhon escribe a Jules Michelet en
una carta de abril 11 de 1851 que en El contrato social se resume el
“código de todas nuestros mistificaciones representativas y parla-
mentarias”, hasta el punto que su autor es calificado de “charlatán”,
enuncia nada menos que una contra verdad respecto al texto de
Rousseau –específicamente sobre el Capítulo xv del libro iii—
que él leyó mal y sin duda alguna con intenciones partidarias. Del
mismo modo, cuando Lamartine en Le faux contrat social, considera
que El contrato social de Rousseau pertenece como La República de
Platón y el Télémaque de Fénelon al conjunto de las utopías polí-
ticas, revela su total incomprensión. En menos de 80 páginas acusa:
Rousseau, escribe Lamartine, tiene quizá sentimientos justos pero
tiene ideas tan falsas que El contrato social consiste en “una nada
sonora y hueca”. La afirmación es tan sumaria que se convierte en
sospechosa, como fácilmente se convendrá.
En el siglo XX la lectura falsificadora de El contrato social
adquirió una forma paroxística entre los comentadores que preten-
dieron encontrar en esta obra, sin temer el anacronismo, la matriz
de los regímenes totalitarios.309 “No ver las tendencias y las afini-
dades totalitarias de las teorías sociopolíticas de Rousseau es negar
lo que allí está enunciado” escribe ferozmente Lester G. Croc-
ker.310 El autor de esta afirmación considera que, a diferencia del
pluralismo democrático, el totalitarismo se define como el acto
de “imponer un único molde a las ideas, a los sentimientos y, en
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lectura plana y pesada, falta radicalmente al espíritu del autor. La
voluntad general, donde Rousseau pone el alma “siempre recta” de
la República, no es, como sostienen los intérpretes que acabamos
de citar, un dogma que sería el principio de la acción unitaria y
globalizadora del Estado313. Es el corazón de la política filosófica de
Rousseau, la regla de inteligibilidad de la existencia política.
Por enorme que sea el equívoco de la lectura que busca en
la teoría de Rousseau los miasmas del terrorismo totalitario esta
lectura constituye, sin embargo, la indicación de un peligro herme-
néutico frente al cual es importante mantenerse en guardia cuando
se trata de comprenderla. Es poco serio, indudablemente, sostener
que la filosofía política de El contrato social procede de un sueño
enfermo o, lo que es aun peor, de una nada del pensamiento. Sin
embargo, no está de más reconocer que en ciertas zonas de su obra
subsisten nubes sombrías que opacan el análisis de los conceptos
maestros del Estado del contrato. El sacar de su contexto las frases
célebres de Rousseau conduce a menudo al reino de la equivocidad.
El desface que separa el espíritu de la letra da testimonio de la
dificultad inherente a un pensamiento que gusta moverse bajo la
máscara del doble sentido.
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individualismo liberal y el estatismo centralizador, con la literal
ambivalencia de sus observaciones, son pertinentes para entender su
lección. Si Rousseau comparó el problema político con la cuadratura
del círculo fue, en primer lugar, por el supuesto de su meditación
que siempre se reiniciaba y, al hacerlo, refutaba la certeza de todos
los dualismos: aquellos de la tradición a los que se opone con mayor
o menos claridad doctrinal, al idealismo y al realismo, tanto como a
las nuevas pretensiones ideológicas que eran elaboradas, unas contra
las otras, del individualismo y del colectivismo. Pero ello a conti-
nuación, y de manera mucho más profunda, colocaba las primeras
señales de un camino filosófico hasta entonces insospechado.
La resonancia inédita, aunque aún filtrada, de la reflexión polí-
tica de Rousseau anuncia, lejos de las interrogaciones tradicionales,
una revolución metodológica destinada a trastornar radicalmente
la manera de pensar el derecho político.
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filosofía trascendental, que permanece como tal innominada en su
obra. Al menos Rousseau contribuyó a forjar las claves de un racio-
nalismo crítico destinado a trastornar la concepción del hombre y
de sus obras.
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como lo entrevimos al enunciar la problemática que se propone
aclarar Rousseau, ésta se desarrolla a partir del método hipotético de
la conjetura: La naturaleza es un concepto operatorio, no contiene
material empírico, histórico o proto-histórico. Rousseau no puede
sino imaginar al hombre natural “tal como ha debido salir de las
manos de la naturaleza.” 328 Rousseau supone que existe entre el
hombre natural y el hombre civil un contraste irreducible —en
éste no se oponen dos imágenes antitéticas del hombre sino que, de
manera más profunda, se oponen dos estatutos existenciales radical-
mente diferentes en su naturaleza: mientras que en su estatuto real,
la sociedad civil no constituye “más que un conjunto de hombres
artificiales y de pasiones ficticias”, es a partir de su estatuto ideal
que es necesario concebir al “hombre original.” El hombre natural
sólo existe en el orden del pensamiento puro. Rousseau lo remite de
esta manera, aun sin poder formularlo apropiadamente a falta de un
vocabulario adecuado, como punto de anclaje a un horizonte puro y
a priori pero que no es de ninguna manera trascendente. En segundo
lugar, el planteamiento de Rousseau no proviene del deductivismo
de la metafísica ontológica ni del reduccionismo de la psicología
empírica: es de tipo trascendental. En efecto, el esquema ideal del
estado de naturaleza se perfila como la condición de posibilidad
de un destino que la perfectibilidad del hombre329 ha desfasado
por completo. Expresado en términos kantianos el pensamiento de
Rousseau indica que el hombre natural es tanto libre para el bien
como para el mal. Él era originariamente puro. La historia, a la que
en el siglo xviii se le denomina corrientemente progreso, califica
la finalidad de las múltiples expresiones de la libertad para el mal.
En tercer lugar, porque la idea de la “naturaleza del hombre” (que
simboliza al “hombre natural” del “estado de naturaleza”) aparece en
un horizonte trascendental de sentido y de valor, y toma su modelo
y se afirma como el patrón respecto del cual la sociedad civil y el
hombre civilizado se convierten en objeto de un juicio reflexivo y
axiológico.
Este modelo no tiene nada de un arquetipo trascendente ni
133
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
134
males que la historia desliza hacia la sociedad real. En esta obra
Rousseau no milita a favor de ninguna ideología, ya se trate de un
individualismo liberal o de un estatismo colectivista. En el corazón
del siglo xviii no participa en el combate político y no opta por
ninguna tendencia partidista. Elabora una teoría pura del derecho
político y, gracias a su investigación, se eleva hasta la normatividad
fundacional que, por medio de las ideas reguladoras de la razón,
otorgan a su formulación una validez universal.
El discurso político de Rousseau al poner de relieve las condi-
ciones de emergencia de la sociedad civil destaca la idealidad funda-
mental del Estado del contrato; con ello se accede por primera vez
en la historia de filosofía del derecho a la legalidad universal del
pensamiento puro. Es decir, Rousseau recurre, aun si dentro de su
discurso permanece sin ser nombrado, a un horizonte trascendental
que le permitirá, en el Estado cuyo contrato social garantiza la
legitimidad, mediar entre la individualidad natural y la comunidad
civil con la forma universal de las ideas de la razón.
Es necesario, según Rousseau, que los hechos sociales y las insti-
tuciones políticas sean juzgadas efectivamente por medio de las
normas puras de la razón: ya no es cuestión de, al experimentar el
valor y la legitimidad, apelar a una ley natural trascendente o a una
voluntad providencial. El derecho político ha descendido verdade-
ramente sobre la tierra: es al hombre, exclusivamente, a quien le será
imputado y es únicamente la fuerza práctica de la razón humana
en quien se funda la posibilidad de construirlo. La “revolución”
realizada por Rousseau es perturbadora y en su tiempo fue difícil
de comprender. Como lo señalaron Ernst Cassirer y Éric Weil, fue
necesaria la perspicaz mirada kantiana para medir su alcance. Esta
mirada es necesaria asimismo “para pensar los pensamientos” de
Rousseau334 y para poder seguirlos sobre el camino de su raciona-
lismo crítico.
135
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
136
dentro del marco de una racionalidad que impone distinguir lo
ideal de lo real. A este respecto se puede afirmar (aunque en un
lenguaje que ciertamente aún no es el propio de Rousseau) que el
estado ideal del contrato es una idea más que un concepto: tiene
la perfección trascendental, cuya pureza prohíbe su adecuada reali-
zación. Pero así como según Kant, rechazar esta idea porque es
“irrealizable” sería traer a colación “un muy vergonzoso pretexto”,
según Rousseau, esta idea fundamental para cualquiera reflexión
sobre la política, tiene la vocación de un principio regulador del
cual no es posible privarse. Igual que para Kelsen, en la cima del
cuestionamiento kantiano, la teoría pura del derecho depende de
la hipótesis trascendental, para Rousseau el contrato es la “regla” o
la “escala” que hace posible una teoría pura del Estado.
El método de trabajo por medio del cual Rousseau conduce su
meditación política tiene un alcance mucho mayor que el metodo-
lógico. La “Idea de la razón” a la que eleva su reflexión constituye
una presuposición racional, incondicional y universal del Estado.
En consecuencia, ella conduce un problema de fondo. Puesto
que cada uno, dándose a todos por medio del contrato, no se da
a nadie y, en adelante, sólo obedece a las leyes que él se da a sí
mismo, la rectitud formal del poder soberano coincide, en el Estado
así pensado, con la regla de la autonomía. Según el razonamiento
de Rousseau, tal situación no es ni una utopía ni una panacea; no
es una esencia del cielo inteligible ni un rayo proveniente de la
República perfecta; el contrato social se afirma como el principio
primero y puro de la condición civil: “El hombre... se ve forzado... a
consultar a su razón antes de escuchar sus inclinaciones.”336 Pensado
idealmente en su deber-ser, según las exigencias puras de la razón, el
contrato hace posible, gracias a la voluntad general y por mediación
de la ley, la síntesis de la libertad y el orden. Para decirlo en la lengua
que forjará Kant interpretando a Rousseau: corresponde a una idea
de la razón cuya forma universal y a priori engloba las condiciones
de posibilidad en conjunto de la legitimidad del Estado.337
137
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
138
no es su menor aportación, pues tiene la altura de un deber-ser
incondicional en términos puramente normativos. Al inaugurar este
nuevo método de pensar que le conduce “a examinar los hechos
por el derecho”, no se limita a abandonar los caminos de la filo-
sofía teológico-política para abrir la vía del humanismo jurídico. Su
humanismo se vuelve “crítico”: Rousseau no sólo coloca
************************************************
139
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
140
CAPITULO III
LA IDEALIDAD INACCESIBLE
DE LA NORMATIVIDAD ÉSTATAL
Rousseau confiesa que nunca deseó ser legislador; por otra parte,
afirmó que si hubiera sido príncipe o legislador, no habría perdido
su tiempo, diciendo, lo que era necesario hacer; lo habría hecho o
se hubiera callado.339 Por eso El contrato social no propone ningún
programa político y hasta se puede afirmar, como observa Bernard
Gagnebin, que Rousseau tenía una verdadera “repulsión hacia la
política activa”.340 Si bien uno puede admitir que el Proyecto de cons-
titución para Córcega y las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia
y su proyectada reforma341 permiten profundizar su pensamiento
sobre distintos aspectos del gobierno y del Estado, no se puede
omitir la indicación que estos textos fueron realizados a solicitud
de patriotas extranjeros. No se puede pretender, por tanto, leerlos
ni como una Biblia institucional ni como un testamento constitu-
cional; aunque es preciso reconocer que estos textos conllevan, sin
embargo, entre sus intersticios y sus límites, un significado filosófico
profundo.
En cuanto al último capítulo de El contrato social titulado, de
manera sorprendente “De la religión civil”, manifiesta plenamente
la distancia que aleja irremediablemente las instituciones civiles
del horizonte filosófico y se inscribe en la normatividad pura de
toda República. Este capítulo sugiere, con una fuerza asombrosa,
la vía sobre la cual conviene comprometerse para buscar, si bien no
alcanzar, el centro donde rozaremos la política filosófica de Rous-
seau. 115
141
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
142
los corazones y no tiranizan las voluntades.” Solamente que, como
escribe a Buttafoco en marzo de 1765 su “alma se encuentra agotada
y no está en condiciones de pensar” y que su “facultad inteligente
ha muerto”. Es pues inaceptable que se haga de su Proyecto de cons-
titución para Córcega un arma de combate político. Se desprende
que el texto no es susceptible de añadir lo que ya se ha establecido
en El contrato social.
B / EL GOBIERNO DE POLONIA
143
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
144
C/ EL SENTIDO OCULTO DE LOS CONSEJOS DE
ROUSSEAU
145
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
355. Le Contrat social, ii, vi, 173 [El Contrato social, p.433].
356. Ibid., ii, vii, p. 182. [Ibíd., p.434] .
357. Les Confessions, livre ix, p. 277-278 [Las Confesiones, p. ].
358. Rousseau, juge de Jean-Jacques, Pléiade, t. i, p. 935.
146
es el modelo o el arquetipo de la marcha que los estados modernos
debería realizar con el fin de poder escapar a la crisis social y moral
que los mina. Es un ideal puro cuyo valor universal reside en su
forma eterna; el 7 de noviembre de 1761, Rousseau escribe a Rey: “El
contrato social es un libro para todos los tiempos.” De manera que
el contrato que funda el Estado según Rousseau es, como dirá Kant,
una “simple idea de la razón”, sin la cual no sería posible pensar”
la pura ética de la ley.”359
Por otra parte, cuando Rousseau, para responder a las
Cartas escritas de la campaña publicadas por el Fiscal General
Tronchin, hablaba en sus lettre escrites de la montagne360de la unidad
del Estado, no sitúa esta unidad, a sus ojos esencial, en la red de
las instituciones concretas de la República; son principios, decía,
de un convenio primordial que, establecido entre los miembros de
la sociedad civil los vincula y les impone obligaciones de acuerdo
con los requisitos de las “leyes naturales”. Rousseau no siempre fue
muy explícito sobre este punto.
De todos modos el carácter fundacional que conllevan las peti-
ciones inscritas en la idea de ley natural permite descartar los malen-
tendidos cuando se pretende comprender la posición que adopta en
el Proyecto de constitución para Córcega y en las Consideraciones sobre
el gobierno de Polonia. Rousseau, quien torpemente oculta la dife-
rencia que existe entre un orden trascendente y una exigencia tras-
cendental, sin embargo, siempre consideró que el núcleo de verdad
del Estado se encuentra en las leyes naturales o, más concretamente,
en el ideal del derecho natural que ellas conllevan. También cuando
recuerda en las Lettres écrites de la montagne la idealidad del funda-
mento de la sociedad política, considera que no se entendió bien
su intención filosófica. Él quiere destacar (pareciendo anticiparse al
error de lectura que cometerá su comentarista Vaughan) que no hizo
“tabla rasa” ni “dejó de lado” la idea de ley natural.361 Su “clarivi-
dencia especulativa” no consiste como cree Vaughan, en rechazar la
idea de ley natural sino en criticar las concepciones anticuadas que
147
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
148
revolución filosófica su vocación de realismo. Esta es la razón por
la que, de la VII a la IX carta de las Lettres éscrites de la montagne,
multiplica las observaciones sobre las crisis y los sobresaltos de la
vida política de la ciudad de Ginebra. A la hora en que refugiado a
Mótiers y convencido de que la condena de su Contrato social en
Ginebra es inmerecida, redacta sus Cartas y se separa de la bella
ciudad que, sin embargo, le gustaba tanto. “Los ginebrinos me
hicieron demasiado mal para no odiarme y yo los conozco dema-
siado para no despreciarlos.”364 Un poco más tarde escribe: “para
mi Ginebra no existe ya.”365 Ante la incomprensión de la cual es
objeto está más resuelto que nunca a “no detenerse mas sobre estos
hechos, definitivamente perniciosos.” La impetuosa inspiración de
sus Cartas produjo, por medio de la crítica, efectos que Rousseau no
podía prever; por ejemplo, por parte de los ginebrinos, la exigencia
de cancelar sus derechos políticos. Pero lo importante está en otra
parte: el también afirmaba, más fuerte que nunca, que la política
filosófica de El contrato social, aun si había sido prolongada por las
reflexiones específicas sobre Córcega o Polonia, no podía leerse ni
entenderse sino a la luz de los “principios” racionales que garanti-
zaban su fundación última.
Por eso no es inútil volver de nuevo sobre la asombrosa reso-
nancia del último capítulo de Elcontrato social que consagrado a
“la religión civil” esclarece precisamente lo que los lectores y los
contemporáneos de Rousseau no pudieron comprender: a saber,
el carácter inaccesible --en razón de su pureza-- de la normatividad
racional y pura sin la cual el Estado del contrato es ininteligible.
149
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
366. Esta. versión primitiva fue publicada por R. Derathé en las Oeuvres
complètes de Rousseau, Edición de la Pléiade, t. iii, p. 336-342. En el n. 1, p.
1427 de este volumen, R. Derathé repara en el estado confuso de esta versión:
El manuscrito está lleno de correcciones y añadidos. Sin embargo, la “parte
fundamental” de esta primera redacción subsiste en el Contrato social
367. Manuscrit de Genève, ii, ii, p. 318. [Manuscrito de Ginebra, p. ].
150
Ni los Jesuitas de Trévoux, ni los doctores de la Sorbona, y los
señores del Parlamento de París hicieron mayor esfuerzo para pene-
trar en la intención política y metafísica de Rousseau; prefirieron
condenarlo sobre las apariencias y de esta manera todos creyeron
-o quisieron creer que, por defender al ciudadano contra el hombre
(puesto que Rousseau afirmaba que no se puede ser los dos a la
vez)368, Rousseau elaboraba las más odiosas acusaciones contra la
religión (cristiana, evidentemente). Entonces, el provocador fue
perseguido y el El contrato social y el Emilio fueron condenados
por un auto de fe.
Con menos seguridad los exégetas de Rousseau han dado varias
interpretaciones del espinoso capítulo que distan mucho de ser
convergentes. Rousseau quería enjuiciar al cristianismo, defender la
religión natural, disculpar a Dios de las miserias del mundo, desafiar
a los “espíritus fuertes” imbuidos de ateísmo, combatir prejuicios
y supersticiones, reconciliar al hombre y al ciudadano, exponer las
condiciones sociales de la virtud, expulsar la intolerancia, manifestar
la espiritualidad del ser humano... En su abundancia, las ideas de
Rousseau dan lugar, en el límite de las interpretaciones, a los matices
o, incluso, a diferencias de lectura a veces difícilmente compatibles
entre ellas. Con todo, nos parece que la dificultad puede ser supe-
rada si lo que se quiere es, por una parte, buscar en la fase preliminar
del capítulo sobre la religión civil, la emergencia de la distinción
entre la “religión del hombre” y la “religión del ciudadano” y, por
la otra, permanecer bien atento para avalar la explicación que él da
respondiendo a las objeciones que lo condenaron, y que giran en
torno a las relaciones que se dan entre la “religión del ciudadano”
y la “Profesión de fe del vicario saboyano”. Veremos que este capí-
tulo, singular tanto por su evolución como por lo inesperado de
su objeto, Rousseau lanza una luz inexorable sobre la inaccesible
realización de la normatividad pura del estado del contrato.
151
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
152
seau, que se presenta en la página inicial de su Discurso, como el
“Ciudadano de Ginebra” y que desde la primera frase declara: “es
del hombre de quien tengo que hablar”371, se pregunta si no corres-
ponde a la religión proporcionar al gobierno un carácter “sagrado
e inviolable.”372
Dos años más tarde meditando sobre el terremoto de Lisboa y
sobre la ley natural es más explícito. En su Carta a Voltaire del 18
de agosto de 1756, habla de un “código moral” o de una “especie de
profesión de fe civil” impuesta por las leyes.373 Dando a su pensa-
miento una giro cada vez más radical considera que la declaración de
las máximas de un “catecismo del ciudadano”374 sería más juiciosa
que el “catecismo del hombre” propuesto por Voltaire en su Poema
sobre la Ley Natural. La dicotomía entre religión y política –es decir,
entre hombre y ciudadano– proporcionó a la meditación política
de Rousseau una subestructura categorial que ya había encontrado
en su pensamiento un giro definitivo.
Es sobre esta base que Rousseau lanzará en las dos páginas
consagradas al “legislador” las notas de trabajo que conforman el
último capítulo de El contrato social. La problemática tomó una
forma radical y el vocabulario se volvió temerario. Rousseau sin
temer esta insólita alianza de palabras, que no dejará de provocar
escándalos, procura clarificar bajo la expresión, esta vez explícita,
de “religión civil”, aquello que en la Ciudad puede relacionar la
“religión” del hombre con lo que está incluido en “la religión” del
ciudadano. Lo importante a sus ojos, más allá de las evidencias que
suministra la historia, es descartar, si se quiere ir hasta el fondo del
problema, los vértigos semánticos de la palabra “religión”.
En efecto, si nos atenemos a la historia –conservando su coefi-
ciente conjetural-, la religión, se encuentra en una estrecha relación
con la sociedad, posee grandes estados de servicio, pero esta rela-
ción se rodea problemáticamente con gruesas brumas. Después de
153
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
375. Le Contrat social, livre iv, chap. viii, p. 460 ; cf. également Le Contrat
social, livre i, chap. ii, p. 353. [El Contrato social, p. ; véase también Contrato
social, p. ].
376. Manuscrit de Genève, El capítulo consagrado al “Legislador”, ii, ii, p.
313. [Manuscrito de Ginebra, p. ].
377. Le Contrat social, iv, viii, p. 460. [El Contrato social, p. ].
378. Ibid., p. 462. [Ibíd., ].
379. Ibid., p. 461.
154
tianismo entre el poder espiritual y el poder temporal. Esta lucha
toma en el pensamiento de Rousseau un carácter históricamente
inefable; del cual, a sus ojos, los sentimientos opuestos de Bayle y
Warburton constituyen el índice elocuente: el primero considera
que la religión es no es útil al cuerpo político; el segundo afirma,
por el contrario, que el cristianismo es “el más firme apoyo” de los
gobiernos civiles.
Sin embargo, sería un error creer que el “anticristianismo” es
el elemento más importante del pensamiento de Rousseau. Lo que
le es esencial es que, con una sensibilidad aguda, percibe el punto
nodal del problema que él tiene en el corazón: la comprensión
filosófica de los límites oscuros de la política y de la religión exige
no solamente la búsqueda de los principios fundadores del derecho
político tal como se propuso a lo largo de El contrato social sino,
además y sobre todo, al refinamiento de las “ideas demasiado vagas”
que se formulan generalmente respecto a la religión.
Para poder remontar a las raíces del problema que incide en
las relaciones entre política y religión, los vértigos que revuelven el
sentido de las palabras, y, en particular, el de “religión”, deben ser
analizados. Al menos es necesario replicar la burla que aflige a los
que se atrevían a reír “desdeñosamente”380.
Que la religión sea “general” y se refiere “a la sociedad general
del género humano”381, o bien, que sea “particular”, es decir civil o
política, ello no implica que sea unitaria ni homogénea.
Ella se divide, precisa Rousseau, en tres tipos: la religión del
hombre, la religión del ciudadano, la religión del sacerdote.
La religión del hombre, “sin templos, sin altares, sin ritos”, es la
pura religión del Evangelio: “Limitada al culto puramente interior
del Dios supremo y a los deberes eternos de la moral”, ésta es la
religión del corazón que igual que la religión del vicario saboyano
de El Emilio corresponde, dice Rousseau, al “verdadero teísmo”. Es
la religión natural cuyo objeto es “el derecho divino natural”, es
decir, como Grotius lo explicó382, el derecho establecido por Dios
155
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
156
la cual “servir al Estado, es servir al dios tutelar.” 385 El príncipe es el
un único pontífice y los magistrados son, hasta cierto punto, como
sacerdotes. Por lo tanto, morir por su país es el camino del martirio,
violar las leyes es un acto impío y castigar a un culpable, es expo-
nerlo a la furia de Dios. Con todo, a pesar de su carácter sagrado, la
religión del ciudadano es mala no solamente porque en ella tienen
lugar el error, la mentira y la superstición sino también porque
“ahoga el verdadero culto de la divinidad en un vano ceremonial”.
No es necesario asombrarse de que se vuelva tiránica, practique la
intolerancia y la exclusión; se comprende que lo haga incluso por
medios sangrientos. ¿No se atreve a hacernos creer que matar a
los que no admiten a sus propios dioses es una acción santa? Por
medio de tales prácticas provoca la caída del pueblo en un estado
“de guerra” que daña a su seguridad y a su honor. Queda claro que
una religión así no merece el nombre de “religión”; sino que incluso
constituye una contradicción en los términos.
En cuanto a lo que Rousseau llama “la religión del hombre”,
ella designa no al cristianismo romano tal como se perpetuó en la
institución sino al cristianismo puro del Evangelio, para el cual los
hombres son todos hijos del mismo Dios. La fraternidad universal
une a la sociedad en un conjunto sin fisuras. Con acentos místicos,
Rousseau declara tal religión “santa y sublime”. El cristianismo del
Evangelio es una religión muy espiritual que no tiene respeto por el
mundo temporal. La patria del cristiano no es de este mundo. Sin
embargo, dentro de esta religión del hombre surge una dificultad
que la vicia profundamente: esta dificultad viene de que dicha reli-
gión apartando los corazones de las “cosas de la tierra” no mantiene
ninguna relación particular con el cuerpo político; además, si es
cierto que deja a las leyes del Estado su fuerza inmanente, no les
añade ninguna otra. Y si se la considera políticamente, todo indica
que es “contraria al espíritu social”. No es posible, en efecto, que el
cristiano, que únicamente observa al cielo y espera todo de la reden-
ción sea, en la ciudad terrestre, un buen ciudadano. En definitiva,
“una sociedad de verdaderos cristianos no sería más una sociedad
de hombres”.
157
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
158
degenerado de los tiempos modernos. En cualquier caso, Rousseau
tiene el corazón desgarrado. En la historia de su pensamiento, tan
atormentado como haya sido, queda sin embargo bastante claro
por que no le es posible sonreír ni a la posición de los “filósofos”
de su siglo, a los que acusa de materialismo, ni al “ateísmo” de los
Enciclopedistas que le parece un horror.
Si está próximo a Pierre Bayle al poner en cuestión el cristia-
nismo y deplorar las graves carencias socio-políticas, está también
trastornado por las críticas de Voltaire contra la Providencia y
su corazón no puede renunciar a los “principios de la moral y el
derecho natural” que hasta en la política tienen la fuerza invencible
de un absoluto, según él considera. De aquí se sigue que a la hora
en que redacta las notas que constituirán el último capítulo de
su obra consagrada a los “principios del derecho político” el gran
problema sea para él, buscar cómo pueden coexistir el racionalismo
del contrato y el fervor religioso del corazón o en otros términos
“la profesión de fe civil” que en 1756 pedía a Voltaire escribir, y la
“profesión de fe del vicario saboyardo” del cual, desde noviembre
de 1757, Rousseau evoca la espiritualidad pura como el credo de su
corazón.
159
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
160
inmortal y celeste voz, guía segura de un ser inteligente y limi-
tado, pero inteligente y libre; juez infalible el bien y del mal...”399,
condensa en pocas palabras la quintaesencia de la religión natural
que no tiene necesidad de iglesias, altares y sacerdotes, y cuyo “culto
esencial es el del corazón.”400 Su “teísmo” encuentra sus raíces en el
corazón humano, sensible a la benevolencia de Dios. Esta religión,
perfecta en su misma idea, no necesita de ningún recurso de la
revelación; se construye sobre “el derecho divino natural”401, que
es la ley del Evangelio: “la cual está en nuestro corazón y es nuestro
tesoro”, como dice la Escritura. Contra los materialistas que rondan
el siglo y contra los delirios místicos que son señales de debilidad,
Rousseau, como en una plegaria, apela a la espiritualidad más alta
de su alma, que también es la más profunda de su corazón: que la
voluntad de Dios reine por todas partes en el mundo. 132 Tal podría
ser –o, mejor aun, debería ser– la norma de oro del “catecismo del
hombre”, ya que, no cabe duda, el pensamiento de Rousseau se
proyecta como en un espejo –en el que hace múltiples confidencias–
en la religión del vicario saboyardo.
El problema que se plantea es, entonces, ¿cómo situar, en rela-
ción a los acentos de la religión natural que liga el corazón del
hombre a los horizontes de espiritualidad queridos por Dios en su
perfección, con la otra profesión de fe de Rousseau –aquélla que se
refiere a la “religión civil”, y que se continua en “el catecismo del
ciudadano” que vincula al hombre con las leyes del Estado?
La figura del ciudadano sólo toma sentido con relación a la
Ciudad y, para Rousseau que siempre ha mirado con desconfianza
la idea de cosmopolitismo, la religión civil no puede ser sino una
religión nacional. De manera que no solamente la idea de “república
cristiana” constituye una contradicción en los términos: “cada uno
de estas dos palabras excluye a la otra”402, sino que de manera más
general, una fe que se alimenta de un universalismo humanista que
induciría a ignorar el amor a la patria y a las leyes. En esta medida,
sería también ella misma contradictoria teóricamente y perversa
161
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
162
caciones ni comentarios.” Unos son positivos, otros negativos. Los
primeros son la creencia en la existencia en un Dios todo poderoso,
en la inmortalidad del alma, la felicidad de los justos, el castigo de
los malvados, “la santidad del contrato social y de las leyes”. Forman
“el código moral” que señala Rousseau en su Carta a Voltaire: si
resumen la moral del ciudadano, también proceden de un espíritu
de religión que los sitúa en el orbe de la divinidad donde reina
la inteligencia, la benevolencia y la beneficencia. Los segundos se
limitan a uno sólo: rechazar la intolerancia. Bajo la pluma de Rous-
seau, el concepto de tolerancia sigue estando filosóficamente menos
elaborado que en Locke406; no es tampoco, como en Voltaire, el
principio de un militantismo vigoroso. Sin embargo su significado
es claro: excluye tanto la intolerancia teológica como la intole-
rancia civil que, por otra parte, son inseparables ya que la primera
tiene siempre algún efecto civil. Tanto se debe “tolerar a todas [las
religiones] como tolerar a los otros”407, con tal que sus dogmas no
tengan nada contrario a los deberes del ciudadano y no vengan a
perturbar el orden público, por ejemplo, por medio de una acción
de proselitismo.
Con todos estos dogmas, Rousseau se propone reconciliar la
racionalidad de los principios del derecho político que regulan el
estado del contrato y los deberes de la humanidad, que requieren
del respeto escrupulosamente moral de la sociabilidad. La coexis-
tencia del derecho político y de los requerimientos morales. Signi-
fica ménos para Rosseau, de lo significó para Hobbes, menos un
problema político de religión que un aspecto ético religioso de
la política. No conciben que la política, deba asumir prerroga-
tivas teológico-políticas o meta-políticas, sobrepasar a la política:
el estado del contrato es completamente un Estado “moderno”,
humanista y laico.
Simplemente, “la religión del ciudadano”, que es en resumen el
civismo o el patriotismo, no puede admitir la mentira con respecto
a las leyes: mentir es ofender la naturaleza del hombre y el derecho
natural —que es su lugar por excelencia. Sin embargo, el amor del
163
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
164
esforzó por aclarar su posición y por aplacar la furia de sus adver-
sarios. Cualesquiera que hayan sido sus esfuerzos, la cuestión que
se plantea, sin embargo, es saber si él consigue superar las contra-
dicciones de las que se le acusaba y si llega a dar una unidad a su
pensamiento.
165
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
166
guerras y los sacrificios, iría a la gloria de Dios para el bienestar del
humanidad.421 Tal esperanza solo podría, no obstante, significar
inmediatamente que la religión “más verdadera” es también “la más
sociable”422. Esto mismo es precisamente lo que, según Rousseau,
está en cuestión y sobre lo cual se preguntará sin fin hasta el final
de su vida.423
En resumen, Rousseau no cree que la alianza entre cristianismo
y el humanismo pueda llega a ser efectiva. Con todo, la primera
de las Lettres écrites de la montagne comenta este tema dándole una
dimensión que las últimas páginas de El contrato social no habían
desplegado por completo. Esta vez Rousseau responde al Fiscal
General Jean-Robert Tronchin, que había instigado la sentencia
del Pequeño Consejo condenando al Emilio y al Contrato social y
que, por añadidura, era el autor de las Lettres écrites de la compagne
aparecidas en Ginebra en septiembre de 1763. Su honor, reconoce,
fue humillado424.
Él abogará pues de nuevo por su causa, esta vez, delante de los
protestantes de Ginebra, yendo hasta el fondo de las cosas.
Con el fin de evitar toda ambigüedad en su observación y
de disculparse por anticipado de toda intención perniciosa425, se
propone “fijar con la mayor precisión” el objeto del debate que
estalló debido a la enunciación de dos profesiones de fe enunciadas,
una en El contrato social, y otra en El Emilio; una concerniente
a la religión civil, la otra a la religión natural. Como en el par
de cartas dirigidas a Usteri, el 30 de abril y el 18 de julio de 1763,
Rousseau, en la primera de las Lettres écrites de la montagne, aporta
útiles precisiones. Nada se gana, dice esencialmente, cuestionando
la profesión de fe del vicario saboyardo: en éste texto la religión, la
pura espiritualidad, refleja la conciencia del hombre según la natu-
raleza. Rousseau no ha dicho jamás ni, tampoco, ha querido decir
que el “Evangelio sea absurdo y pernicioso para la sociedad.” 426
167
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
168
es un pueblo de hermanos.”430 Si se quiere hacer del cristianismo una
religión nacional, se cometen dos faltas, una respecto a la religión,
que la espiritualidad eleva fuera de este mundo, la otra respecto al
Estado, preocupado sobre todo por los intereses terrenales431. Es
necesario pues comprender cuando se examina “cómo las institu-
ciones religiosas pueden entrar en la constitución del estado”, que
se trata no de dar las religiones por verdaderas o falsas, ni incluso
por buenas o malas por sí mismas, sino solamente en su relación
con el cuerpo político y como partes de la legislación.
En esta problemática específica se coloca el legislador ante
una alternativa. La primera posibilidad es que él sólo considere
el punto de vista político; entonces establecerá, en el Estado del
contrato, conforme al derecho natural racionalizado, las normas
que sirven a la utilidad pública pero que son indiferentes al género
humano del que se ocupa solamente la institución social universal
del “cristianismo perfecto”. Incluso si en este caso él apela a una
especie de tribunal moral y coloca las normas junto a los dogmas
de la profesión de fe cristiana, eso no significa que se haya instau-
rado una “república cristiana” o que el cristianismo –cuya natu-
raleza corresponde al cielo y cuya función es preocuparse por la
salud de las almas– se convierta en una religión de Estado. No es
posible, en esta primera hipótesis, que el legislador lleve el hábito
del vicario: para el primer jefe es importante establecer claramente
la diferencia entre el cristianismo puro, con su horizonte de luz
y de paz, y el “cristianismo dogmático o teológico” que, por sus
diversas interpretaciones, es “un campo de batalla siempre abierto
entre los hombres.” En esta alternativa, frente a la que se encuentra
colocado el legislador, la segunda posibilidad consiste en dejar el
cristianismo en su verdadero espíritu, desligándolo de “todo vínculo
de carne”, “sin otra obligación que la de la conciencia, sin otro
género en los dogmas que las costumbres y las leyes.”432 La pureza
de la moral que envuelve la religión cristiana bien comprendida es
“siempre buena y sana para el Estado”433, con tal que el legislador
169
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170
de una amante”439. Catón, al respecto, fue mayor que Sócrates:
éste murió por la verdad; aquél defendió “el Estado, la libertad, las
leyes contra los conquistadores del mundo” y, cuando no vió más
la patria que debía servir, no pudo sobrevivir y dejó la tierra.
¿No adoraba en el fondo de su corazón la “religión del ciuda-
dano”? Por la virtud que lo vinculaba a su patria buscaba su feli-
cidad en la de todos y era muy devoto a la comunidad. El patrio-
tismo constituye para un pueblo el principio de la virtud 440: he
ahí porqué las propias instituciones deben ocuparse, como sucedía
con “los gobiernos antiguos”, de fomentar el amor a las leyes.441 El
legislador que, como en los gobiernos elogiados por los modernos
filósofos, quiera a la vez el patriotismo y el cosmopolitismo “no
obtendrá ni lo uno ni lo otro”: las dos virtudes son incompatibles,
la primera tiende a la religión racionalizada del ciudadano, la última
a la religión del sentimiento humano.442 De igual modo, el patrio-
tismo no puede concordar con el universalismo cristiano fascinado
con la fraternidad general que en la experiencia muestra día con
día su carácter ilusorio.
Civismo y patriotismo se reconcilian en el impulso “republi-
cano” que arraiga la fuerza del Estado en el amor que cada uno
tiene. Rousseau lo había explicado a los corsos y a los polacos pero,
es en El contrato social, donde confía al “Legislador” la sublime
“misión” de educar al pueblo para ligarlo a su patria. Fascinado por
Lacedemonia, Rousseau piensa que el europeísmo, el federalismo o
el internacionalismo que elogian Leibniz y el abad de Saint-Pierre
son un gran error político. Encuentra en las Repúblicas antiguas la
excelencia de la relación que el ciudadano mantenía con la Ciudad:
sólo era por ella; sin ella no es nada.443
En este civismo hipostaciado, la religión del Evangelio, no será
nunca ni combatida ni negada; ella se reconoce como perteneciente
a otro orden, un orden distinto de aquel de la religión civil, el cual
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172
antinomias que, por pertenecer a distintos registros –el ciudadano
y el hombre, lo profano y lo sagrado, el exterior y el interior, la
comunidad y el individuo, la demostración y la convicción, lo laico
y lo místico, la política y la religión…–, son el signo de la tensión
que desgarra el universo de los hombres. “La religión civil” misma
se hace díptica con la fe del Vicario saboyano. El problema es a la
vez tan extenso y profundo que el dualismo parece omnipresente
en la obra de Rousseau y casi toma una dimensión ontológica. Pero,
en un segundo momento, es necesario descartar un malentendido.
La dimensión ontológica ligada al dualismo aparente del pensa-
miento de Rousseau constituye una única “máxima” que, en medio
de múltiples matices –explicables para la mayoría de los textos por
las condiciones de su composición– proporciona a la obra entera
su unidad. Entre las dificultades que suscita tal unidad, la “religión
del ciudadano” nunca fue para Rousseau la antítesis categórica e
insuperable de la “religión del hombre”. “Convenga, Monseñor,
escribe Rousseau a Christophe de Beaumont, que sí Francia hubiera
profesado la religión del Vicario saboyano [...] ríos de sangre no
hubieran inundado los campos franceses.446”Indudablemente la
religión civil está fundada, como la Ciudad del contrato, sobre una
convicción y una exigencia de la razón; pero no mantiene necesa-
riamente con la religión de los verdaderos creyentes, que se dirige al
corazón, una relación polémica o competitiva. En una relación cuya
naturaleza es específica, la religión civil no es contraria a la religión
del hombre sino complementaria. Así se conforma la “unidad” que
Rousseau siempre ha reivindicado para su pensamiento. La difi-
cultad subsiste sin embargo, ya que esta unidad no es estática; es
una unidad dialéctica en la cual los términos, al parecer contrarios,
realmente se unen en su transformación. Para Rousseau lo que está
en juego en esta compleja relación es la verdadera libertad: no la
independencia de los individuos sino su interdependencia dentro
de la comunidad civil. Ésta exige que la política, en el Estado que
hace nacer el contrato, asuma una misión existencial determinada
por el deseo de la virtud moral. La profesión de fe civil no implica
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mente humano. La religión civil adquiere de esta manera la figura
sublime de un ideal político cuya pureza, en el alma atormentada de
Rousseau, no carece de problematicidad.
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deber-ser de la condición civil mancharse de manera patética de
sombras y tormento.
Eso es lo que constituye la singularidad de su pensamiento cuyo
carácter excepcional es impresionante: Por una parte, la pureza del
racionalismo ético que inaugura crea, dentro del clasicismo filo-
sófico-político en el cual se inscribe, un amplio corte que puede
ser considerado como la “revolución copernicana” del método
de la politología; por otra parte, es el lugar donde se reflejan las
fisuras y las rupturas donde Rousseau, quebrado en el fondo de su
corazón, comprendió que ellas serán por siempre el lote del destino
humano. Es entonces cuando su filosofía parece comprometerse
sobre otro camino, cuando pasea solitario entre los bosques soñando
y herborizando.
¿Será ésta la última ambivalencia de la política filosófica de
Rousseau que, después de afirmar la completa responsabilidad
del hombre para tejer trágicamente su propio destino, encontrará
consolación en la contemplación de la naturaleza y en su encuentro
con Dios? La cuestión es difícil y el mismo Rousseau no ocultó la
inquietud metafísica que día tras día lo atormentaba y devoraba. Ya
que si combatió y no dejó nunca de combatir el optimismo jurídico
de su tiempo, la gris filosofía de las Luces, también luchó en lo
más profundo de su ser contra la ilusión metafísica de una posible
redención de la humanidad: esta, según pensaba, está irremediable
desnaturalizada.
Si él, pues, se liga con obstinación al Estado del contrato hasta
el punto de no hacer ningún retoque a su doctrina, a pesar de las
tormentas que desencadenó, es por que él cree fundamentalmente
en los requisitos normativos de su política filosófica: ésta, está plena
de energía racional y son sus principios trascendentales los que
dirigen el destino del hombre a la libertad gracias a la cual, este
accede a la verdadera humanidad. Pero, cuando Rousseau constata
que, por todas partes en torno a él, el hombre está condenado a
una errancia dramática, comprende penosamente que el modelo
político ideal en el que se lee lo que debería ser el hombre no perte-
nece a este mundo. Mide la falsedad existencial del optimismo y
el progresismo caro a su siglo. El conflicto entre la historia y la
libertad desgarra al hombre. Entre su finalidad y su destino se abre
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178
[147]
SEGUNDA PARTE
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180
el hombre, desnaturalizado por la reflexión y el progreso nunca
podrá retornar a las fuentes puras y vivificantes de la naturaleza.
149 Pero, en el alma atormentada del paseante solitario, esta impo-
sibilidad constituye menos el reconocimiento de un fracaso que
una profesión de fe en la normatividad pura del deber-ser: ella sola
da la medida del hombre y la tarea infinita que le incumbe asumir
sin desfallecer.
Examinaremos en el primer capítulo cómo las potencias de
lo normativo que animan la ciudadanía, la comunidad civil y el
orden público, le indican al hombre cuáles son, en medio de la vasta
armonía del cosmos, los caminos de su libertad como finalidad
verdadera de su naturaleza. En el segundo capítulo, decifraremos,
sin embargo, como en un espejo, la problemática intrínseca de la
democracia y los espejismos de la paz mundial, descubriendo de esta
manera la inconmensurable distancia que separa la idea de libertad
de las meras razones del derecho político que conforman, incluso
si se quiere ser liberal, el imposible cortejo del ideal político. A
través de estos ejemplos podremos comprender cómo el rechazo
al dogmatismo de la tradición filosófico-política es, hasta en los
últimos años de Rousseau, cualquier otra cosa menos escepticismo.
Pero, como siempre sucede cuando se trata de la reflexión singular
de este pensador a quien corroe la inquietud originada por el desfase
existencial que desgarra a los hombres, la ambigüedad, opaca y
pesada, acecha: si, por una parte, aunque cada vez más atormentada
y sin poder madurar las intuiciones criticas de El contrato social esta
meditación abre, sin reticencia ni retroceso, la vía de acceso a la
problematización crítica de la política y el derecho que formulará
Kant al “pensar los pensamientos de Rousseau”, ella despierta, por la
otra, un tormento invencible puesto que la fuerza normativa de las
leyes, extraordinaria en tanto que idea, se abate necesariamente con
las contradicciones, las paradojas y las debilidades de la historicidad.
¿Habrá forjado Rousseau, como la esfinge, el enigma del hombre a
partir de sus características metafísicas más profundas?
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PRIMER CAPÍTULO
LOS PODERES DE LA NORMATIVIDAD Y LA
FINALIDAD DEL HOMBRE
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Más allá de la experiencia y de la historia es necesario, repite
Rousseau, razonar: solamente con el favor del razonamiento bien
conducido se descubrirán las potencias inmanentes que permiten
al hombre suplantar a Dios en las instituciones de la condición
civil y política.
La antropología constituye una buena clave del sistema político
de Rousseau como explicó Víctor Goldschmidt en el magnífico
comentario que dio del primer Discurso.452 Pero esta clave no está
destinada a abrir el registro en el cual se inscribe el estatuto consti-
tutivo del hombre: Rousseau no está interesado en esta búsqueda,
como ocurre con Hobbes o Locke, quienes pretenden elaborar una
antropología descriptiva explorando la naturaleza humana. Ella
tiene otro alcance: abre para el hombre la vía de una auto-interro-
gación teórica que es la clave maestra de una filosofía de la libertad.
Dicho de otro modo, el razonamiento de Rousseau, en el segundo
Discurso y particularmente en las dos versiones de El contrato social,
lejos de proponer una vuelta al ser empírico del hombre tienden a
construir un humanismo normativo y crítico que tiene por objetivo
y por efecto mostrar cómo los poderes de la razón determinan el
deber que tiene el hombre de trabajar para su libertad como su más
alto destino.
Bajo la mirada de Rousseau, las potencias de la normatividad
que habitan en el ser humano son tales que lo que se debe hacer,
se puede hacer. De tal manera que la ciudadanía es, en el Estado
del contrato, la primera expresión del humanismo normativo que
dejaba conjeturar el primer Discurso y que confirma El contrato
social. Siempre asegurándose de replegar al hombre sobre sí mismo,
Rousseau explica, por otra parte, que la comunidad civil entera tiene
tanto a nivel estatal como en las relaciones inter-estatales el deber de
aumentar la libertad y de asumir en ella todo lo esperado. Solamente
que, frente al espectáculo de una existencia en la cual, a menudo
el deber-ser y el deber hacer reciben un cruel mentís, Rousseau
siempre permanece preocupado y atormentado. En el crepúsculo
de su vida, por medio de una profundización metafísica favorecida
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186
atención al fijarse en “el progreso de las cosas” a las “conexiones
ocultas que el vulgo no percibe jamás”455 y a los efectos espec-
taculares que son el “medio más seguro para correr de error en
error.”456 Voltaire escribía en la Carta a Philopolis, que el pueblo
necesita un gobierno, de la misma manera que los ancianos nece-
sitan bastones457, y que es forzoso reconocer que hay “muy pocos
buenos gobiernos”458. Por su parte, Rousseau no ocultaba más que
a medias palabras la razón de esto: los gobiernos desconocen los
principios fundadores de la política.
La vía que él se propuso seguir estaba trazada por completo:
pretende encontrar los principios sobre los cuales, dentro “del
cuerpo social”, tiene su base el derecho político.
Es a este objetivo al que metódicamente consagró las dos
versiones sucesivas de El contrato social. De una versión a otra precisó
la investigación principal, la única susceptible, según pensaba, de
aportar alguna claridad no tanto sobre la génesis, la estructura o
el funcionamiento de la sociedad política, como sobre su signifi-
cado inmanente. En la investigación que conlleva esta filosofía de
los principios, enteramente orientada hacia la búsqueda del sentido
que les es inherente, el pensamiento de Rousseau es especialmente
sutil. Aunque sus célebres obras muchas veces se hayan analizado y
comentado, no es siempre fácil penetrar en sus misterios –proba-
blemente– debido a una doble carencia presente en la escritura
misma del autor: no aportó los ajustes lexicográficos necesarios
para la perfecta comprensión de su pensamiento y no aclaró la
metodología trascendental implícita que sostiene su reflexión. Si se
quiere entender el significado que reviste en su política filosófica el
paso del estado de naturaleza a la condición civil, el primer objetivo
es obviar esta doble laguna: más allá de una necesaria clarificación
lexicológica y metodológica, es una cuestión de fondo, profunda y
fundamental, porque afecta a los fundamentos mismos del destino
del ser humano. Esto es lo que está en juego.
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A / ESCLARECIMIENTOS LEXICOGRÁFICOS
188
tico.460 En El contrato social repite, de manera notablemente incisiva,
que “es necesario remontar siempre a una primera convención”461.
Solamente entonces aparecerá con toda claridad el pensamiento
directriz de la obra: “Sería bueno, escribe, examinar el acto por el
cual un pueblo es un pueblo ya que este acto [...] es el verdadero
fundamento de la sociedad.”462 Los términos “principios” y “funda-
mentos” toman desde este momento el sentido que conservarán en
toda la obra posterior: “los principios del derecho político son lo
que fundamentan la validez y lo convierten en “legítimo y seguro.”
Evidentemente Rousseau no es Kant y no establece la distinción
entre “principios” y “fundamentos”; pero ya no busca en la realidad
empírico-histórica de las sociedades civiles y en sus instituciones “el
suelo” en el que estas hunden sus raíces. Sobre esta base, la analítica
de El contrato social expone el poder fundacional de los primeros
principios de la sociedad civil. Entonces, Rousseau al buscar “el
derecho y la razón”, quiere encontrar aquello que nunca se ha
propuesto la filosofía política tradicional –la condición universal
por la cual adquieren sentido y valor todas las manifestaciones de
la condición política, y sin la cual ellas no tendrían ni sentido ni
valor. Es decir, los “principios” del derecho político constituyen la
base porque sólo ellos contienen la razón sine qua non de su legi-
timidad; son la norma del orden y de su validez. Rousseau ve en
ellos la necesaria hipótesis fundadora que la razón crea para dotar
de sentido a las sociedades políticas.
Para delimitar estos principios que fundan el sentido de las
sociedades políticas hay que empezar por aclarar la metodología que
el planteamiento de Rousseau tiene por base de manera implícita.
Esta consiste en una “revolución” en la manera de pensar de la cual
ya indicamos más arriba su originalidad y su novedad.
B / EXPLICACION METODOLÓGICA
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463. Idée de la méthode dans la composition d’un livre, véase Pléiade, t. ii,
p. 1242-1247.
464. “Cuando se emprende un libro, uno se propone intruir al público
de algo que no sabía, lo que se hace enseñándole nuevas verdades, o lo
désabusant de algunas falsas opiniones cuyos era imbuido”. Ibíd., p. 1243.
465. Discours sur l’origine de l’ inégalité, p. 133. [Discurso sobre el origen de
desigualdad, p. ].
466. Ibíd., p. .
467. Le Contrat social, i, ii, p. 352-353. [El Contrato social, p. ].
190
Dios”, pero ya no busca en la voluntad divina los postulados que
dirigen la institución política.
Rechazando la cuestión “de hecho” que podía sin dificultad
inscribirse en el marco de una teología política donde la omnipo-
tencia del Dios creador determina la condición de los hombres,
Rousseau pone en la cuestión “de derecho”, que él examina, una
nueva concepción de la legitimidad: en vez de la legitimidad tradi-
cional de derecho divino, esta nueva legitimidad se encuentra de
lado de la inmanencia, es decir, dentro de los requerimientos de
la razón humana capaz de autonomía en la que se encuentran el
sentido y el valor de las sociedades civiles.
Evidentemente no se justifica atribuir a Rousseau un teoriza-
ción clara entorno al “desencanto” de la política. Pero sus breves
reflexiones sobre el derecho natural468 –el derecho naturalmente
natural y previo a la razón y el derecho natural razonado por el
hombre– dejan entrever el normativismo liberal que corresponde,
en su formulación, al cuestionamiento crítico inaugurado por
su teoría de la sociedad estatal como orden del derecho racional.
Aparece así, en el núcleo de su metodología implícita que para
Rousseau, la sociedad civil sólo adquiere forma y sentido en relación
a las potencias normativas de la razón humana.469
Realizados estos esclarecimientos resulta posible desprender,
dentro del humanismo normativo de Rousseau, el sentido de una
mutación que en virtud del pacto social transforma al individuo
en ciudadano.
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192
de cada contratante cede su lugar a un “cuerpo moral y colectivo”,
compuesto, ciertamente, de tantos miembros como en la asamblea
tienen voz, pero caracterizado esencialmente por la unidad intrín-
seca de su “yo común”474. El paso de la multiplicidad a la unidad
–de la “multitud” al “pueblo”– que efectúa el contrato social subs-
tituyendo la voluntad general por las voluntades particulares es
acompañado por el advenimiento del cuerpo político en el cual “los
participantes tiene la autoridad soberana” y se llaman, como señala
Rousseau, “ciudadanos”.475 Esta breve anotación se inserta en un
apartado que por su densidad parece un retazo de léxico: la “persona
pública”, que antes tomaba el nombre de Ciudad, toma ahora el
nombre de República o Cuerpo político; sus miembros llaman a éste
Estado cuando es pasivo; Soberano cuando es activo; Potencia cuando
se compara a otros similares; en cuanto a los asociados, toman colec-
tivamente el nombre de Pueblo; cuando participan en la autoridad
soberana tomar el nombre de Ciudadanos, y se denominan Sujetos
cuando están sometidos a las leyes del Estado476.
Contra todo lo que se podría esperar Rousseau no se dedica,
en ninguna de las dos versiones del Contrato social, a desarrollar
estas sucintas definiciones. Sólo, el concepto de “Soberano” le parece
que merece un análisis sistemático puesto que en el se condensa
la esencia de la persona pública de la República. Si Rousseau,
afirmando esto, retoma la idea central de La República de Bodin,
convertida en una obra clásica desde entonces, no se aplica, como
él, a analizar metódicamente los conceptos de Soberano, Ciuda-
dano, Burgués, Sujeto y Magistrado. Pero, como siempre, conviene
estar atento al vocabulario que utiliza. Él recuerda en una nota477,
aludiendo Bodin478, que la Villa no es la Ciudad y que, si las casas
fundan la Villa, solamente los Ciudadanos fundan la Ciudad: no
se puede pues confundir a un ciudadano y a un burgués. Además,
para él, el Soberano no se confunde con el monarca o el príncipe
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194
Sin embargo, una vez que ha caído la máscara de la cortesía que
reviste de buen grado al burgués de los tiempos modernos, la figura
del ciudadano se perfila en el horizonte normativo del deber-ser.
Rousseau señala entonces no lo que es el ciudadano sino lo que
de conformidad con la norma pura de la República debería ser.
La ciudadanía, considerada a la vez como derecho y como deber
se define pues, a partir de un orden teórico y especulativo del que
Rousseau no sale nunca, como un concepto puro, sin sustancia
empírica: la figura del Ciudadano, como la de la Ciudad, es ideal.
Por lo tanto, lo que debería ser el ciudadano puede ser dicho en pocas
palabras: se caracteriza como una parte integral e indisociable de la
voluntad general soberana: es un “miembro indivisible del todo” 483:
“los ciudadanos forman al soberano, la autoridad soberana perte-
nece al pueblo en su conjunto y es, por lo tanto, de los ciudadanos.
Del Estado es de quien el ciudadano “recibe hasta cierto punto su
vida y su ser”484 y, en la República, el ciudadano sólo es por media-
ción de ella, no es nada sino por ella.”485
Quizás, tal fue la condición del ciudadano en la Ciudad antigua.
Pero si bien es cierto que Rousseau guarda nostalgia por “la bella
totalidad” griega y permanece fascinado por Lacedemonia, es sola-
mente porque, en la decadencia, que en su siglo se llama “progreso”,
el estatuto del ciudadano sólo se determinaba a partir de su relación
formal con el todo de la Ciudad: relación formal y pura en la que
ser y deber-ser, hecho y derecho, lo real y la norma coinciden con
las más altas exigencias del pensamiento político. Nada pues sería
más falso que pensar al ciudadano como un individuo: una muta-
ción jurídica se opera al ir de éste a aquel, esta mutación consiste
en “un intercambio ventajoso” 486: en adelante la fuerza deja su
lugar al derecho; la justicia substituye al instinto; el derecho de
propiedad sustituye al hecho de la posesión... Solamente que, hay
que insistir sobre ello: esta mutación sólo tiene sentido en relación
a un “yo común” que es el cuerpo político en su totalidad. Es decir,
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196
lo define jurídicamente, se da a sí mismo sus propias leyes. “Cada
ciudadano no opina sino según él mismo” 494 y su participación en el
poder significa su autonomía.495 En la normatividad del Estado del
contrato, ciudadanía y soberanía son indisociables. De aquí se sigue
que dentro de la lógica política de Rousseau preguntarse sobre los
límites que conviene asignar a la soberanía con el fin de proteger a
los ciudadanos es un falso problema.496 El ciudadano, no pudiendo
ser nada más que para la República, no es nada sino por ella.
Por su concepción de ciudadanía, Rousseau pone en el centro
mismo del universo político producido por la causalidad práctica de
la razón legisladora, la más alta exigencia que le sea posible pensar
al ser humano. Partiendo del elogio incondicional de la Ciudad
ideal que recorre las páginas de El contrato social, Rousseau hace
de la ciudadanía, en perfecta coherencia con su sistema, una idea
reguladora del Estado del contrato.
Dentro del idealismo trascendental que esclarece la transforma-
ción del individuo en ciudadano, la rectitud de la potencia sobe-
rana coincide, sobre el horizonte de lo universal, con la regla de
la autonomía. He ahí porque el ciudadano, al darse a todos no se
da a nadie; he ahí por que al obedecer a las leyes que se ha dado
a sí mismo sólo se obedece a sí. La perfecta reciprocidad entre la
voluntad general de la “persona moral”, que jurídicamente es la
República, y la autonomía, que expresa la participación del ciuda-
dano en el poder, deben entenderse como una relación dentro de la
conformación del orden que exige toda institución política. En esta
reciprocidad, el Estado puede alcanzar su verdad: es gobernado en
vista del “interés común” y “nadie piensa en sí mismo al votar por
todos.”497
En la articulación de la ciudadanía con la comunidad, la mayor
herejía sería, por supuesto, tomar un medio como fin.
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198
Lo importante es que por medio de las imágenes analógicas que
da de la República502, los fines que le pertenecen corresponden a
los ciudadanos: es decir, la relación de las partes (los ciudadanos)
en relación al conjunto (la comunidad estatal) se expresa por medio
de una conexión fundamental y sistemática. Es la unión de los
miembros de la “persona pública” lo que en la República forma
un conjunto “único e indivisible” que elimina la singularidad de
cada uno. Como la “bella totalidad” de la antigua Ciudad griega, a
la cual tanto Hegel como Rousseau confesaron un lúcido amor de
juventud, la comunidad civil que caracteriza al Estado es plenitud y
armonía. Tal como la platónica Callipolis ella representa, según los
términos de Hegel, la “unidad ética absoluta”, el Ideal en el que se
descifra la verdad esencial de la política. 503 Ahora bien, a lo largo del
primer libro de El contrato social, Rousseau desarrollo la fundación
contractual que da cuenta de la naturaleza de la comunidad civil.
Pero, en su política filosófica él la considera también, desde otro
punto de vista, con el fin de alcanzar el sentido que hace de ella la
imagen invertida de la modernidad decadente.
En este caso, el planteamiento de Rousseau es tan nuevo que
por cuál él puede solo bastar a su propia conservación; los nervios son menos
sensibles, los músculos tienen menos vigor, todos los vínculos son más flojos,
el menor accidente puede dividirlo todo. Que se considera cuánto en la
agregación del cuerpo político, la fuerza pública es inferior a la suma de las
fuerzas particulares, cuánto hay, por decirlo así, fricción en el juego de toda
la máquina, y se encontrará que, cualquier proporción guardada, el hombre
más débil tiene más fuerzas para su propia conservación que el Estado más
robusto tiene por los suyos.
502. Así como lo indicó Robert Derathé (Jean-Jacques Rousseau et la science
politique de son temps, p. 411-412), es más importante, en vez de preguntarse
según qué cronología estas analogías habrían aparecido en Rousseau, seguir a
Durkheim que los ha señalado “estrechamente solidarios en el pensamiento
de Rousseau” – al respecto el autor del Contrato social, utilizando por otra
parte la metáfora § 2; Hobbes, De corpore politico, Elements of Law, ii, i,
§ 1), piensa que es porque la sociedad civil es “un cuerpo artificial” que
puede compararse al cuerpo humano, y no el revés. Eso no significa, por
supuesto, que Hegel tenga, como Rousseau, una concepción contractualista
de la unidad política; al contrario, basa la argumentación en esta unidad
para criticar la idea del contrato social, Principios de filosofía del derecho, §
75 et § 258.
503. Eso no significa, por supuesto, que Hegel tenga, como Rousseau,
una concepción contractualista de la unidad política; al contrario, basa
la argumentación en esta unidad para criticar la idea del contrato social,
Principios de filosofía del derecho, § 75 et § 258.
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Polonia, que Rousseau, lejos situar la nueva Ciudad cuyo plan elabo-
raba “en el vacío de un más allá imaginario”, la establecía “en medio
de las realidades históricas y sociales tan densas que se resisten a
los sueños”507. Si se admite que este texto, redactado por Rousseau
durante el invierno de 1770-1771 a instancias del conde Wielhorski,
portavoz de los confederados de Bar, puede prestarse a una lectura
realista, no es, nos parece, por motivos circunstanciales vinculados,
como lo sostiene B. Baczko, a la coyuntura histórica. En este texto,
como en El contrato social, es por razones esencialmente filosóficas
que Rousseau no forja, en manera alguna, una utopía política.
Cuando Tomás Moro acuñó la palabra “utopía”, le otorgó
una extraordinaria fuerza semántica: si en sus textos esta palabra
designa, como lo indica el subtítulo de su obra, “la mejor forma de
gobierno”, implica sobre todo un vector de fuga cuya interpretación
resulta por otra parte multidimensional. Por una alteración más o
menos acentuada del discurso utópico, una plétora de utopías polí-
ticas terminaron imponiendo una imagen de un mundo ideal que
tiene al mismo tiempo la transparencia y la inconsistencia de los
sueños: las quimeras de la utopía se extienden en una fiesta donde
las instituciones terminan por ceder, sometidas al vértigo de la
perfección, a la seducción de los paradigmas. Ahora bien, Rousseau
nunca sucumbió a esta fascinante espiritualidad de las imágenes ni
a los milagros de la utopía. Las máximas políticas de las Considera-
ciones sobre el gobierno de Polonia, y, a fortiori, la reflexión teórica de
El contrato social no responden a los impulsos de un visionario: las
primeras, porque la historia tiene demasiada densidad como para ser
“pretexto de utopía”508, la segunda, porque la postulación racional
pura del estado del contrato se sitúa a otro nivel filosófico distinto
del imaginario o del sueño. Incluso se puede decir que el sistema
político de Rousseau se presenta como la anti-utopía.
Las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia, al multiplicar
los detalles relativos a las instituciones gubernamentales, judiciales,
económicas o pedagógicas, constituye “un llamado a las almas”509 y,
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202
pero sólo existe una manera de unirlos”514; en el Contrato social,
hace de la unanimidad necesaria para esta unión515 la condición de
legitimidad del cuerpo político erigido de este modo en un pueblo.
La problemática establecida por Rousseau con el fin de dar cuenta
de su concepto de comunidad civil implica, por lo tanto, el rechazo
de los “falsos conceptos del contrato social”516. La definición del
pueblo como “cuerpo colectivo”, lejos de proceder de las nubes de
la imaginación procede de un racionalismo crítico en el cual se dan
sus condiciones de existencia y sentido.
Rousseau está determinado a no ceder a las sirenas de la utopía
tanto que escribe, en las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia:
“Veo mi locura sobre todos los tratados de la razón.”517 Si su “locura”
es oponerse a la disgregación individualista que instala la anarquía
en el mundo moderno, el bosquejo político de otro mundo (carac-
terizado por la fuerza unitaria y ordenado por el “yo común”) coloca
su teoría política bajo el signo de la diferencia, en el que, según él, se
“extravía”518. Pero su extravío no tiene nada de una fuga al “país de
ninguna parte”. Es la respuesta que aporta a la exigencia de orden
y equilibrio, que por medio del análisis crítico de la condición
humana descubrió, (incluso cuando el hombre está encadenado)
en el trasfondo de la razón. Es entonces, cuando se fascina por
la unidad que sobre el horizonte normativo de la razón crítica la
comunidad civil debe sellar. La voluntad general del pueblo en su
conjunto lejos de ser la imagen etérea de un sueño socio-político
toma así, en el paso de su racionalismo crítico, las características de
una “necesidad” imperativa y absoluta: constituye una anti-utopía,
severa frente al deseo, como lo será, en la Doctrina del Derecho, el
criticismo kantiano. Dentro del movimiento de su pensamiento
Rousseau comprende, antes que Kant, que la razón dirige cómo se
debe pensar o actuar, “aunque no se encuentre ejemplo alguno”.
203
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
204
y su ser”519.
Por la otra, desde el punto de vista práctico, cada miembro
de la asociación “se ve forzado a actuar sobre otros principios”520
distintos a los que corresponden a su individualidad natural: debe,
en vez de escuchar a sus inclinaciones, que lo insertan en la parti-
cularidad, consultar a la razón, capaz de indicarle la universalidad
de las máximas de su acción. De esto resulta que cada ciudadano no
es nada, ni puede nada, sino que es por todos los otros.521 El orden
de coexistencia de los individuos pasa a ser, en el estado civil, el de
su interdependencia.
La primacía ontológica, lógica y práctica del todo de la comu-
nidad política sobre la singularidad de sus miembros opone a los
efectos nocivos del individualismo la fuerza de cohesión de una
constitución centralizadora. La uni-totalidad de la Ciudad del
contrato responde a las exigencias de la racionalidad que la fundan.
Puesto que “cada individuo se convierte en un miembro indivi-
sible del conjunto”, el trazo jurídico-político de la comunidad civil
constituye un reto ante la dispersión y el desorden. El compromiso
recíproco del público con los particulares522 no permite entre ellos
ningún intervalo, aunque la esencia de la sociedad no consiste en
ninguna otra cosa sino en la actividad sus de miembros.523 Las
disensiones, las divisiones, las dificultades y las tensiones mismas
que provocan la desdicha de la conciencia no tienen lugar en el
orden inmanente de la República: “El orden social, ha escrito Rous-
seau en el Manuscrito de Ginebra, es un derecho sagrado que sirve
de base a todos los otros”524.
Este derecho sagrado, precisa él inmediatamente, “no tiene su
fuente en la naturaleza”: no es pues un “derecho natural” en sentido
tradicional que los antiguos habían dado a este término, un derecho
que, inherente al cosmos, se inscribiría en la naturaleza de las cosas.
Si, por añadidura, prosigue Rousseau, este derecho está “fundado
205
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
206
las dimensiones humanas, puede indicar la vía del sabio gobierno
de las ciudades.
Así, el Proyecto de constitución para Córcega es menos un escrito
programático que una profesión de fe en el orden jurídico-político.
La intención de Rousseau no es, como hemos visto, buscar en la Isla
de Córcega la realización del ideal político erigido por El contrato
social. Pero, para este país de Europa que, por su configuración y
por la naturaleza de sus habitantes, era aún capaz de cambiar su
legislación527, era necesario, a fin de elaborar un “plan de gobierno”),
un hombre que fuese en primer lugar un sabio. Éste guarda una
semejanza, como entre hermanos, respecto al “hombre extraordi-
nario dentro del Estado” que es el Legislador de El contrato social528:
ni magistrado ni soberano, él no legislará más. Su proyecto –como
el de Rousseau– es exponer, con la preocupación constante por
el orden público, “los principios que [...] deben servir de base” a
la legislación que los corsos necesitan529; debe pues elaborar las
“máximas” fundacionales de la eventual Constitución a la cual
pueda aspirar el pueblo de la Isla. Se tratan de hacer que este pueblo
ame “la ocupación que queremos darle, de fijar sus placeres, sus
deseos, su gustos” para que “la felicidad de la vida” se exprese y,
al mismo tiempo, se limiten “los proyectos de ambición”530. Este
objetivo sólo será accesible extrayendo “la ley fundamental (es decir
la Constitución) de las distinciones obtenidas de la naturaleza de
las cosas”531. Haciendo abstracción de los accidentes de la historia
y la diplomacia, Rousseau se adentra en la psicología natural del
pueblo corso532; el primer imperativo de la legislación es respetar el
temperamento original.533 “Noble pueblo, escribe, no veo por qué
207
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
208
“prudencia” (es decir, la sabiduría) de los grandes legisladores como
Licurgo, Solón o Numa Pompilius, él encuentra en el “espíritu”
de las leyes esta filosofía del orden, a la vez natural y racional, que
norma toda recta legislación y la vuelve digna de respeto y amor.
Esta es la razón por la cual la defensa de la causa nacional, que
pudo afectar a algunos lectores de los proyectos institucionales para
Córcega o Polonia, no podría incluirse como una tentación román-
tica que habría podido inspirar Rousseau. En efecto, el sentimiento
patriótico consiste, tanto para Rousseau como para Montesquieu,
en el amor “a las leyes y a la libertad”536; no es un himno que celebre
la naturaleza orgánica de una comunidad arraigada en el suelo, la
raza o la historia; los principios mismos que se mezclan en la Repú-
blica, son expresión del derecho natural razonado, y conforman
su fundamento. Es una lástima que Rousseau no haya expuesto
la teoría de esta categoría fundadora del derecho político: como
a menudo sucede en su pensamiento ofrece una nueva y potente
intuición pero no la desarrolla. Con todo, presiente la fuerza de
la renovación doctrinal que, una vez más, será Kant el primero en
medir su alcance. En efecto, en tanto Rousseau distingue el derecho
natural –naturalmente natural– y el derecho natural razonado –el
más alto pensamiento de los hombres– toma distancia con rela-
ción al jus-naturalismo, clásico o moderno. La condena de las vías
metafísicas desplegadas por la filosofía jus-naturalista, atrapada en
una serie de “galimatías inexplicables”, se condensa en esta toma
de distancia. Rousseau, en efecto, sobre este punto es más alusivo
que explícito. Su pensamiento es por añadidura complejo porque
no establece un franco antagonismo entre las dos figuras que presta
al derecho natural. Ciertamente, recurre, para promover las institu-
ciones y las leyes en Córcega, en Polonia y, más idealmente, en todo
Estado, a las necesidades de orden y mesura que su planteamiento
crítico reconocieron como inmanentes a la razón. Sin embargo, es
importante a sus ojos no contravenir a la ley natural que, dice él,
más allá del arte y de la historia, “habla inmediatamente [a todos]
por voz de la naturaleza”537. ¿No es pensar, antes que Kant, que, al
209
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
“derecho del más fuerte” ya que la fuerza no hace derecho, escribe en las
Considérations sur le gouvernement de Pologne : “la más inviolable ley de
la naturaleza es la ley del más fuerte”, p. 1013. Y añade, lo que no deja de
perturbar: “No hay legislación, punto de Constitución que pueda eximir
de esta ley”. Aunque es verdades que, en este pasaje, se refieren al “sistema
militar” y al de la guerra. [Consideraciones sobre el gobierno de Polonia]
538. Manuscrit de Genève, i, vii, p. 309. [Manuscrito de Ginebra, p. ].
539. Ibid., i, vii, p. 310. [Ibíd., p. ].
210
la expresión de E. Cassirer, “el heraldo de la ley.”540
No hay que deducir de lo anterior que Rousseau abre la vía
del positivismo jurídico: más allá del anacronismo de una aserción
semejante, un franco error trastornaría el sentido de las perspec-
tivas jurídico-políticas abiertas en El contrato social. Más filósofo
que jurista, Rousseau escribe: “Sin las leyes, el Estado formado no
es más que un cuerpo sin alma”541: las leyes proporcionan el alma
a la República. Su rectitud formal –parten de todos para aplicarse
a todos542– no corresponde solamente a la estética perfecta del
círculo que Hegel elogiará en ellas. Su invención es “sublime” ya
que, dictando a “cada ciudadano los preceptos de la razón pública”,
da a los hombres –como sólo ellas pueden hacerlo– la justicia y la
libertad.543 Éstas son los “prodigios de la ley”. Podemos entonces
considerarlas como los signos de un buen gobierno.
Pero Rousseau es un pensador exigente. De la semiología desple-
gada por las múltiples figuras de la legislación de la Ciudad en los
ámbitos de la política, la diplomacia, la economía, la pedagogía...,
extrae una lección filosófica con otro tipo de profundidad: la fina-
lidad del orden jurídico-político no significa para él nada menos
que la finalidad del hombre. Así comprendemos que el hombre
sólo encuentra su verdad sobre tierra en los valores de justicia y
libertad.
211
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
212
rrieron a la capacidad de “perfectibilidad”546, la cual el Creador les
ha otorgado para señalar su diferencia. En los inicios de la sociedad
agraria que comenzó a instalarse, surgieron las “primeras normas de
justicia”, consideradas necesarias para resolver de la mejor manera
posible las confrontaciones. En un medio donde los recursos eran
abundantes dichas reglas debían permitir que cada uno se asignase
“los suyos”: suum cuique tribuere. Sin embargo, estas normas no
eran ni jurídicas ni morales: estaban esencialmente vinculadas a la
propiedad y al trabajo que, según Rousseau, garantizaba su funda-
mento; apenas si tenían otro alcance que el económico.
Las cosas cambiaron cuando, por medio del “proyecto más
reflexivo que nunca haya entrado en el espíritu humano”, los
hombres comenzaron a dejar los terrenos de la sociedad inicial,
ampliamente tributaria de las determinaciones de la naturaleza, y
concertaron la posibilidad de un Estado civil.
La justicia les pareció entonces que debía situarse a otro nivel
que el de la “rigurosa igualdad” que dice: “Haz a otros lo que
quieres que se te haga a ti”; era necesario para eso que la idea de
lo justo se diferenciara del sentimiento innato de equidad que vive
en el corazón humano. Más allá de la naturalidad y del sentimen-
talismo, la justicia, pensaron, debe obedecer a las máximas “de la
razón pública”: entonces, se esboza el panorama de lo justo apenas
sugeido en la condición natural, y que deberá ser substituida por
una “justicia razonada”, cuya racionalidad será necesariamente
proporcional, es decir, distributiva. Tanto a nivel jurídico como a
nivel moral lo justo, bien calculado y ponderado, será la norma del
bien y del mal: “Haz tu bien con el menor mal que sea posible.”547
La justicia garantizará, por igual, la paz de las sociedades y la paz
de las almas.
Con este cuento filosófico por medio del cual Rousseau describe
la aparición de lo justo en el mundo de los hombres, coloca, por
medio de un método que le es familiar pero que raramente explícita,
toda una filosofía del derecho, cuya envergadura desborda incluso el
213
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
214
bien de todos”553; esto hace necesario, por tanto, por la recipro-
cidad, la necesidad “de convenios y de leyes para unir los derechos
a los deberes y traer la justicia a su objeto”554. Más incisivo, el texto
de El contrato social destaca que la diferencia entre el estado de
naturaleza y el estado social se refleja con una fuerza notable en
la concepción de justicia. Todo era común en el estado natural, la
reciprocidad no era necesaria; como no hice promesa alguna a los
otros, sólo les reconozco “lo que me es inútil”. En cambio, en el
Estado civil, esto no es así: “Todos los derechos son fijados por la
ley”.555 Queda claro que la distinción establecida entre el derecho
natural inmediato y el derecho natural razonado repite como un
eco la diferencia entre una “ley de la naturaleza” y una “ley del
Estado”556. “El sentimiento verdadero pero muy vago” que pueden
tener los hombres de una justicia natural, universal pero inaccesible
y vana, es sólo una de estas “ideas metafísicas” que no tienen alcance
jurídico alguno. Al contrario, las leyes positivas del Estado, propor-
cionan al cuerpo político “el movimiento y la voluntad”, confieren
eficacia a los preceptos que ellas enuncian: así se instituye la justicia.
Uno podría decir que se debe de hacer a los otros lo que querríamos
que se nos hiciera a nosotros, lo que constituye un máxima bella
y noble; pero que está lejos, en su idealidad moral, de servir como
fundamento a la justicia; ella tiene necesidad de ser fundada porque
nada en la naturaleza de los hombres, siempre propensos a seguir su
amor propio, se opone a los sofismas de su egoísmo: ¿Un juez que
condena a un criminal no desearía ser absuelto si él mismo fuera
criminal, se pregunta Rousseau? ¿Y qué es lo que, en el estado de
naturaleza, me impediría que considerara como mío esto de lo cual,
sin ninguna consideración por los otros, yo me podría apoderar?
“Es en la ley fundamental y universal donde encontramos el
mayor bien de todos y no en las relaciones particulares de hombre
a hombre, en donde es necesario buscar los verdaderos principios
de lo justo y de lo injusto”557.
215
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
216
que puedan ser las fluctuaciones coyunturales de su pensamiento)
el absolutismo riguroso de sus principios y su concepción de una
justicia sancionadora, “el más terrible apoyo de todos los géneros
de despotismo”562, comete un error de la misma naturaleza que
aquel por el cual se opone a Kant con respecto a la legalidad y a la
moralidad de una acción: confunde forma ideal y forma empírica,
normatividad y facticidad. No haciendo caso de este modo de la
dimensión fundacional del deber ser que, en el pensamiento de
Rousseau, constituye el hilo conductor de todas sus demostraciones,
no comprende que, sólo la exigencia racional y universal, en su
perfecta inmanencia, vuelve inteligible la idea de justicia. No ve que
en el humanismo racionalista de Rousseau, según la enérgica expre-
sión de Cassirer, hay una “ética pura” de la justicia y el derecho.
En la política filosófica de Rousseau la idea de lo justo no
implica una igualdad conmutativa muy abstracta en su simplicidad
aritmética; designa, entre los sujetos de derecho que son los ciuda-
danos, un orden construido por medio de equilibrios y reciproci-
dades que a la ley corresponde “fijar” de acuerdo con los requisitos
normativas de la razón.
Sin embargo, para Rousseau el establecimiento de un orden
justo sólo constituye una etapa sobre el camino que conduce a un
fin más alto: al idealismo crítico de naturaleza ético-político cuyos
principios conforman la libertad civil que constituye el más alto fin
del hombre en la República.
217
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
564. Véase. Montesquieu, L’Esprit des lois, xi, ii, p. 394. [El espíritu de las
leyes
565. Señalemos un Fragment sur la liberté que data de 1750.
566. Le Contrat social, ii, viii, p. 385. [El Contrato social, p. ].
567. Ibíd., i, i, p. 351. [Ibíd., p. ].
568. Discurso sobre el origen de desigualdad, p. 134.
218
Una vez enganchado al proceso de desnaturalización, el hombre
se acostumbra mal a las necesidades artificiales que crea: su perfec-
tibilidad, que podía inclinarlo hacia el bien, le hace inclinarse hacia
el mal y de este modo él mismo se autodestruye. Al recurrir a la
causalidad propiamente humana de su perfectibilidad, el hombre,
lejos de manifestar su libertad, la ha puesto en peligro de muerte.
En la sociedad “civilizada” que construye ya no es libre; por todas
partes se encuentra encadenado. Pero Rousseau, aterrado por el peso
de las cadenas que destruyen la libertad del hombre, tiene por ella
una pasión tan intensa que no cesa en su obra, política en ésencia y
pedagógica sólo circunstancialmente, de querer dar razón de esto.
Postulado como el principio natural que señala la especificidad
del hombre en relación al animal, la libertad deviene el fin ético
político sin cuyo objetivo el hombre no es humano.
En un lenguaje que no es el propio de Rousseau pero que desa-
rrolla la potencialidad presente en su pensamiento podemos decir
que la libertad indica la más alta orientación humana. En efecto,
Rousseau declara, expresamente, desde las primeras líneas de El
contrato social, que su intención “es buscar si en el orden civil hay
alguna forma de administración legítima y segura”, formulado en
términos de libertad el “problema fundamental” que se propone
examinar: “Encontrar una forma de asociación que defienda y
proteja, con toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada
asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca
más que a sí mismo y mantenga su libertad tanto como antes.”569
Evidentemente no podemos descuidar en esta declaración la
cuestión del “ámbito real” a la cual se consagra el capítulo en el
que Rousseau estudia cómo, en el estado del contrato, “la posesión
cambió de naturaleza” y se convierte en “propiedad” bajo la ley del
soberano.570 El derecho sobre las cosas, al igual que cualquier otro
derecho, en el sentido jurídico del término, es en el Estado, un efecto
del contrato que “sirve de base” a todos los demás derechos.571 Así
569. Le Contrat social, i, vi, p. 360 ; cf. Manuscrit de Genève, i, iii, p. 289 sq.
565. [El Contrato social, p. ; véase Manuscrito de Ginebra, p. ].
570. I bid., i, ix, p. 365. [Ibíd., p. ].
571. Rousseau observaba, a partir del segundo Discurso, que la propiedad,
lejos ser natural, no es “mas que producto de una convención e institución
219
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
humana
572. Le Contrat social, i, iv, p. 356. [El Contrato social, p. ].
573. Ibid., i, viii, p. 364-365. [Ibíd., p. ].
220
viduo contrata por decirlo así consigo mismo”574, el alcance de este
“cambio muy notable”575 que modifica sustancialmente el estatuto
de la libertad.
Decir, glosando a Rousseau, que la libertad civil y la libertad
moral se encuentran, por medio del acto del contrato, substituyendo
a la libertad natural no es, evidentemente, falso. Pero si es, desde
una perspectiva analítica, filosóficamente insuficiente. Para captar
el sentido de este extraordinario cambio, es necesario alcanzar, en
el discurso mismo de Rousseau, la presuposición trascendental que,
por un pensamiento oculto y no consciente de sí mismo, colocó en
sus análisis conceptuales.
El “cambio muy notable” que se produce en la condición de
los hombres al pasar al Estado civil confiere al hombre, como ha
escrito Raymond Polin, “libertades establecidas por libertades.”576
Esta expresión no es una tautología –no significa que según Rous-
seau los hombres recorren un camino circular, lo que la haría del
todo inútil. A pesar de las apariencias, tal formulación tampoco es
misteriosa sino que, por el contrario, indica el paso por medio del
cual los hombres se sustraen al reino del hecho (su libertad natural)
para acceder al reino del valor (su libertad política y moral).
La libertad natural era, con respecto al bien y al mal, axioló-
gicamente neutra: el hombre coincidía con su naturaleza. Pero el
deseo y el gusto de la libertad fueron la perdición de los hombres.
Entonces, “los pueblo se dieron jefes para defender su libertad y
no para servirlos”577. Tal fue “la máxima fundamental de todo el
derecho político”; al menos fue la máxima primera, portadora de
una finalidad intrínseca que, haciendo pronto de ella el imperativo
de la política, enseñaba desde el principio que los medios de los
gobiernos sólo valen por los fines de la política.
En adelante, la libertad debía perfilarse sobre un horizonte axio-
lógico: se habría convertido en un fin cívico y ético.578 Para defen-
221
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
222
propio consentimiento”; hace “valer su consentimiento contra su
denegación” y, “bajo un aparente sometimiento, nadie pierde nada
de su libertad sino lo que puede dañar a la de otro.”580 Es por la
única fuerza de las leyes, escribe además Rousseau, que el hombre
es libre ya que, al someterse a ellas, no obedece a las autoridades
que se embriagan de sí mismas, generan despotismo y esclavitud.581
De manera que resulta que cualquiera que desobedezca a las leyes,
en vez de afirmar su libertad, la destruiría y caería en lo ilógico
(puesto que al suscribir el contrato, acepta, por adelantado, las leyes
que decretará la voluntad general) y la injusticia (puesto que la
voluntad soberana no puede errar). Por el significado del vínculo
entre la moralidad y la civilidad582 la persona moral, —cuya apari-
ción conlleva la formación del ciudadano, creando de manera autó-
noma las máximas de su acción—, escucha “la voz del deber.”583
Los límites que la promoción cívica y ética asignan a la libertad
inmediata del individuo, le dan su sentido y medida con respecto
al otro y por lo tanto, a la coexistencia de las libertades de todos.
A diferencia de Montesquieu, Rousseau no elaboró en términos
de derecho constitucional una declaración de la libertad: ésta no se
da, a su modo de ver, en el juego o articulación de los mecanismos
institucionales que promueve y protege la libertad de los ciuda-
danos. Él más bien piensa, aunque de manera compleja y bastante
obscura, que, sobre un horizonte de valor, la libertad es la eterna
esperanza que, en el espíritu de los hombres, acompaña la rectitud
del querer y la intención. La decisión que toma la voluntad de cada
uno de cumplir el pacto social implica, tácitamente, que el hombre
no realiza plenamente su verdadera humanidad hasta que determina
223
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
224
Rousseau, sino la fuerza del Estado la que hace la libertad de sus
miembros.”585 En tal fórmula, lejos de inclinarlo, como a veces se
ha sostenido, hacia un sistema político “totalitario” que conllevaría
el aplastamiento, o incluso, la negación del hombre 586, envuelve
una reflexión filosófica sobre la finalidad del orden jurídico-político
destinado a garantizar la coexistencia de las libertades. Aunque se
admita que sobre este punto el pensamiento político de Rousseau
–a diferencia de la Doctrina del derecho de Kant– carece de siste-
maticidad y seguridad, el propósito que lo guía posee la suficiente
nitidez para que su alcance quede claro: la libertad civil y moral es el
valor en el que la humanidad del hombre encuentra su realización.
He ahí por qué el orden social “es sagrado”.
El hombre, deviene al reino de la razón, convirtiéndose en el
creador y el señor de la legislación que le impone obligaciones, de
las cuales él mismo es autor (no puede, sin negarse, desobedecer a
las leyes que él mismo se ha dado); entonces se compromete sobre
los caminos de una libertad autónoma. Tal sería pues el orgullo del
hombre, capaz de responder él mismo de su condición: su respon-
sabilidad es la clave de su libertad.587 Sobre el horizonte de orden
y valor, que Rousseau asigna a su política filosófica, la libertad en
cuanto autonomía se perfila como el más noble y razonable fin que
es esencial a la humanidad del hombre.588
225
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
226
CAPÍTULO II
227
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
228
más dramática en sus reflexiones.
Mostremos, deteniéndonos en los problemas altamente signi-
ficativos de la democracia y de la paz entre las naciones, cómo en el
centro del drama filosófico que vive Rousseau, la historia, por una
paradoja fatal, es la traición a los principios del derecho político
y, por consiguiente, una traición a la humanidad del hombre, en
la cual la política, al contrario y de acuerdo la Idea de Russeau,
debería ser el crisol.
229
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
de los hombres, alguna forma que ella pueda tomar aquí o allá. De
manera que él está menos preocupado por la elaboración de una
tipología de los regímenes que por lo que confiere validez a las
formas de la República.
De alguna manera, es cierto que Rousseau avanza encubierto: si
su concepto de la política es indisociable de la soberanía popular, la
“obra maestra del arte político”, que conlleva, el concepto de demo-
cracia, es cualquier otra cosa, según él, que aquello que la tradición
secular definió como “el gobierno del pueblo por el pueblo”. Y en
esto no existe ninguna paradoja. Proponiéndose dar cuenta de la
larga marcha decadente de la historia de los pueblos por medio de
una reflexión que sin cesar conlleva la idealidad perfecta que exige
la razón, Rousseau pone de manifiesto que el concepto de demo-
cracia corresponde a un ideal puro e inaccesible a los hombres. De
igual manera, remontándose a las fuentes mismas de la dinámica
de los regímenes, saca a plena luz los atolladeros, probablemente
inevitables, en las cuales los gobiernos democráticos modernos se
hayan atascados: el régimen que instauran se distingue, dramáti-
camente, de la perfección ideal de la democracia. Esta desviación
se manifiesta, evidentemente, al filo de la historia que se puede
comprender como una declinación. Pero, esta tesis no sólo tiene
un sentido histórico. Rousseau pone de manifiesto, explorando las
consideraciones en relación con la democracia, que su dramatismo
tiende a un sentido filosófico.
Para comprenderlo, es necesario seguir el curso de los análisis
que Rousseau realiza sobre la constitución democrática, en el que
él estima que la constitución es particularmente en el pensamiento
de los modernos, pero también en sí misma, un tema provocador y
peligroso. Este curso es poco común, pero incorpora, en una suerte
de ajuste metodológico, el planteamiento que Rousseau ya había
adoptado en el estudio de los filosofemas claves de su doctrina-—
planteamiento crítico, inédito e insólito para sus contemporáneos,
el cual expuso su visión de la democracia a muchas incomprensiones
e interpretaciones engañosas. Para rectificar el error corriente que
hace de Rousseau, a la luz de la Revolución Francesa, el portavoz
del régimen democrático, recordaremos, en primer lugar, que
en la problemática que él formuló y examinó, la soberanía del
230
pueblo constituye el fundamento de toda sociedad política y no
únicamente el criterio del gobierno democrático. A continuación
veremos cómo una vez establecida la distinción entre Soberanía y
Gobierno se puede afirmar, explorando las modalidades estructu-
rales del gobierno democrático, que su institución es imposible en
el mundo humano. Por último, interpretaremos el análisis que lo
conduce a conceder a la democracia el estatuto filosófico original y
poderoso de ser una idea pura de la razón. El nivel donde se lleva
a cabo la reflexión de Rousseau no se sitúa como una apología del
régimen democrático sino como el discurso fundador de una polí-
tica perfecta que no adultera las ilusiones de una modernidad en
vías de extraviarse en los caminos de la historia.
Pero, lo que es importante comprender aún, es que en estas
ilusiones Rousseau ve reflejarse la anfibología de una idea a la cual
el hombre no es capaz de elevarse por su naturaleza limitada.
231
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
232
aclarara ocasionalmente, o incluso de forma secundaria, atraviesa
la meditación política de Rousseau otorgándole su originalidad.
En efecto, el contrato social hace nacer a la sociedad civil, la cual
hunde siempre sus raíces en la voluntad general del pueblo; pero,
si la soberanía del pueblo implica de este modo el criterio de todo
Estado o República, no determina por sí misma ningún modelo de
gobierno. Importa, por lo tanto, para Rousseau no confundir, como
lo hicieron desde su punto de vista todos los filósofos políticos hasta
entonces, estos dos distintos conceptos: soberanía y gobierno. El
error de Hobbes, por ejemplo, fue haber creído que el poder sobe-
rano del Leviatán engloba, como en la República de Bodin600, las
funciones del gobierno por el ejercicio de los “poderes” legislativo,
ejecutivo y judicial, que se encuentran unidos indisolublemente.
De igual modo, Montesquieu, cualquiera que haya sido su “bello
genio”601, había considerado que las prerrogativas vinculadas a los
órganos constitucionales del Estado prevalecen sobre la idea de
soberanía al punto de ocultarla.602
Al contrario, según Rousseau, los conceptos de soberanía y
gobierno, aunque vinculados en todo Estado por una relación muy
precisa, son distintos en razón de su propia naturaleza. Esta distin-
ción, lo hemos visto más arriba, es capital dentro de la economía
general de su pensamiento político, de suerte que, en el marco
filosófico de una teoría de la práctica política, un único problema
se plantea: el de la relación entre, por una parte, la esencia formal
de la República –que reside en la soberanía del pueblo– y, por otra,
su expresión concreta en el gobierno del Estado.
Importa, antes de examinar este problema cardinal, clarificar
sus términos.
233
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
234
principio formal y normativo.
En cuanto al gobierno, éste tiene otra naturaleza y cumple una
función distinta a la que le ha asignado a la antropología. En efecto,
si el pueblo soberano quiere siempre su bien, o no lo ve siempre
o, él mismo no sabe realizarlo. Por añadidura, “insuficientemente
informado” y sujeto a las pasiones, se arriesga en muchas ocasiones
a ser víctima de grupos y facciones608 quiénes, de facto, dividen la
soberanía, indivisible de jure. Como la particularidad de las condi-
ciones no puede, en la República, ponerse entre paréntesis, es al
gobierno, verdadero “cerebro del Estado”, al que le incumbe tenerla
en cuenta y, para ello, ejecutar la ley. Ahora bien, considera Rous-
seau, el error común de la tradición, incluso en Montesquieu, es que
no han sabido distinguir -cualesquiera que hayan sido los matices,
la sujeción ideal de la soberanía que establece la ley y la naturaleza
concreta del gobierno quien la ejecuta.609 Por consiguiente, la filo-
sofía política tradicional ocultó el problema inherente a la articula-
ción que en toda República vincula poder soberano y gobierno.
Es verdad que la relación de lo general a lo particular, se
descubre por medio de la relación entre el soberano y el gobierno
que hace al arte de gobernar difícil al punto de hacerlo asemejar
a la cuadratura del círculo en geometría: se trata nada menos que
“de poner la ley encima del hombre”,610 tarea esencial precisamente
cuando se habla de democracia. Ésta es la razón por la cual es nece-
sario estar atento a la terminología que utiliza Rousseau. El pueblo,
en tanto que voluntad general, es soberano; más precisamente, sus
miembros llaman al cuerpo político Soberano cuando es activo, y
Estado cuando es pasivo. Es necesario saber cómo se opera la comu-
nicación entre el Soberano y el Estado611; puesto que los miembros
del pueblo se llaman ciudadanos, en tanto participan en la autoridad
soberana y, como tales, son activos; en cambio, se denominan sujetos
cuando están sometidos a las leyes y, por lo tanto, son pasivos; se
235
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
236
democracia es, más que cualquier otra, la que él lleva en el corazón,
Rousseau se propone corregir la definición, seductora pero a la vez
espinosa, que dio y que se obstina en dar de ella. Para ello es impor-
tante poner de relieve los caracteres específicos que le son propios
y situarlo en su propio registro.
B / EN TORNO A LA ESPECIFICIDAD DE LA
DEMOCRACIA
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
238
miembro es “en primer lugar él mismo”, antes de ser magistrado y
ciudadano.
Distinguir el ideal y lo real no tendría nada de banal si, para
Rousseau como para todos los grandes filósofos, esta norma meto-
dológica no desbordara infinitamente el método. En consecuencia,
es por medio de este planteamiento que Rousseau mide las conse-
cuencias efectivas que se dejan aprehender en su examen de la fuerza
de los gobiernos. Cuando la voluntad particular y la voluntad de
cuerpo coinciden perfectamente620, ésta tiene “el más alto grado
de intensidad que puede obtener”, de modo que “el más activo de
los gobiernos es el de uno sólo.” Al contrario, cuando todos los
ciudadanos son magistrados –lo que es el caso en la democracia– la
voluntad del cuerpo, confundida entonces con la voluntad general,
no es más activa que ella y las voluntades particulares se afirman con
toda su fuerza. Por supuesto, la voluntad general ni en la democracia
ni mucho menos en una monarquía o en una aristocracia, conserva
su perfecta rectitud.
Pero “donde se multiplican los magistrados, el gobierno no
adquiere una fuerza real mayor, porque esta fuerza es la del Estado,
cuyo medida permanece siempre igual”. Con el gobierno demo-
crático, el Estado, cuya fuerza absoluta no varía, conlleva “un
mínimo de fuerza relativa o activa”621, la expedición de los asuntos
es pues tanto más lenta cuanto que de ella se encarga más gente.
Por añadidura, se actúa menos que lo que recomienda la prudencia
pues se delibera mucho y, por otra parte, todo ello dentro de una
permanente inestabilidad. Inmediatamente se ven los riesgos a los
cuales se expone la democracia, incluso en los Estados “pequeños
y pobres”622: porque se basa en el falso principio según el cual “la
relación de los magistrados con el gobierno” tiende a igualar “la
relación de los sujetos con el Soberano”, no realiza políticamente
más que un equilibrio ilusorio: la democracia pierde de una parte
–desde el punto de vista del ejecutivo– lo que cree ganar de la otra
–desde el punto de vista del legislativo. La conclusión es tan clara
620. Ibid.
621. Ibid., iii, ii, p. 401. [Ibíd., p. ].
622. Ibid., iii, viii, p. 415. [Ibíd., p. ].
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
240
necer siempre “inmediatamente organizado para estar al pendiente
de los asuntos públicos”? ¿Cómo impondrá silencio a las agitaciones
internas y a las convulsiones que sacuden a las masas populares?
Por añadidura, si recurre, como el preconizó, a las “comisiones”
o a la “representación”, se vería atrapado en dificultades lógicas
que en la práctica no podrá superar: la soberanía es indivisible, un
pueblo que se diera representantes para controlarse no sería más un
pueblo626: en todo rigor, la soberanía no puede ser representada. La
misma falta de lógica de la situación representativa hace imposible
prácticamente una democracia verdadera.
Ciertamente, dirá, nada impide imaginar un Estado que
reuniendo todos los parámetros teóricamente necesarios para una
democracia viable –un Estado muy pequeño donde todos los ciuda-
danos puedan conocerse; una gran simplicidad de costumbres para
que no se eleven a debates espinosos; mucha igualdad en los rangos
y en las fortunas, poco o nada de lujo, la omnipresencia de una
virtud sin desfallecimientos, mucha vigilancia y valor para evitar
las agitaciones internas y los cambios de forma... Pero esta demo-
cracia imaginaria contravendría la naturaleza de las cosas y se erige
sobre el horizonte imposible de la utopía. A esto se puede oponer
que, desde el punto de vista lógico, que exige “tomar el término
de democracia en el rigor de la acepción”, un pueblo en quien las
prerrogativas legislativas y ejecutivas coincidieran perfectamente
estaría siempre bien gobernado. Estaría igualmente bien gobernado
si una conclusión incisiva se impusiera: tal pueblo no tendría nece-
sidad de gobierno. Tal observación lejos ser una simple ocurrencia
tiene implicaciones filosóficas amplias y fuertes. Significa, en primer
lugar, de manera clara, que para Rousseau como para Montesquieu,
la política no se reduce nunca a una simple técnica: en ella se
expresan, de manera profunda, las disposiciones constitucionales y
legislativas, las costumbres, los hábitos, las creencias, la manera de
ser de los pueblos.627 Significa, en segundo lugar, mucho más sutil-
mente, que la idea de democracia designa un reino tan perfecto que
241
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
242
problemática “del mejor régimen”. Cuando se pregunta sobre las
formas políticas sólo esta preocupado por determinar lo que garan-
tiza su legitimidad. Su investigación sobre el gobierno democrático,
se da lejos de los caminos tradicionales de la filosofía política, es el
espejo en el cual se refleja un método de pensar puramente teórico,
cuya novedad, atorada en una cierta indecisión metodológica y
lexicológica, ha permanecido incomprendida por lo general. Esta es
la razón por la cual tanto lectores y comentaristas creyeron encon-
trar bajo la pluma de Rousseau una defensa de la democracia a la
cual prestaron una resonancia política muy pragmática. Este es el
error: el discurso fundador sostenido por Rousseau se ha elevado a
otra altitud filosófica. El manejo del escápelo de la crítica, al cual
nunca renunció al explorar la democracia, le permite ver en ella un
principio de reflexión, es decir, la Idea trascendental y pura de la
Ciudad bien ordenada.
243
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
244
de una filosofía de tipo criticista.
Las “ideas vagas y metafísicas” de sus predecesores los mantu-
vieron, piensa Rousseau, en perspectivas siempre superficiales a las
cuales se les escapó la fuerza de los verdaderos principios. De Platón
y Aristóteles a Grotius y Pufendorf, filósofos y juristas, han hablado
de la democracia, han descrito la fenomenalidad de un régimen y
la han inscrito dentro de una tipología de los diferentes gobiernos:
es lo que hemos llamado la “naturaleza” de la democracia. Adop-
tando una problemática esencialista y siguiendo el planteamiento
de las ontologías clásicas, la compararon con la “naturaleza” de los
regímenes monárquico y aristocrático.
El proyecto reflexivo de Rousseau no puede adaptarse a esta
simple puesta en perspectiva. No sólo el problema de la democracia
no es un problema de hecho sino que implica una relación estricta
entre soberanía y gobierno cuya naturaleza, al pretender deducirla
por medio del dogmatismo deductivo de la metafísica ontológica
no fue el adecuado para dar cuenta de su naturaleza. Según esta
relación, la democracia es el único régimen que corresponde exac-
tamente a la “proporción continua” matemáticamente establecida
entre el soberano y el cuerpo de los magistrados. Sería la media
proporcional entre el soberano y el Estado y, como tal, no podría
ser sino una democracia directa. Ahora bien, es necesario repetirlo,
este gobierno sería “tan perfecto” que sólo convendría a “un pueblo
de dioses.” Su imposibilidad en el mundo humano es patente en
razón de la pureza de su ideal.
He aquí lo que Rousseau se propone explicar y justificar. Su
discurso, sobre este punto, como sobre la mayoría de los temas
que trata, se despliega en dos perspectivas: en primer lugar, el de la
ciencia política clásica, a continuación, el de la reflexión filosófica
cuyos acentos críticos renuevan la problemática política.
Desde una primera perspectiva, el análisis de la democracia
que propone el discurso de Rousseau se inscribe en el marco de la
ciencia política clásica y toma el tono de la desaprobación. Aunque
“la perfección del orden social consiste [...] en el concurso de la
fuerza y de la ley”636, la definición de gobierno democrático, como
245
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
246
crática, que requiere “el arte admirable” por el cual se imagina la
coincidencia de la soberanía y del gobierno, se inscribe inevitable-
mente en el esquema de un reino utópico o en la idealidad de un
modelo trascendente que significaría su imposibilidad? Esto sería
razonar según el método de pensamiento al cual Rousseau, justo,
quiere renunciar.
Por eso Rousseau considera la democracia desde una segunda
perspectiva donde, esclarecida por medio de un juicio reflexio-
nante, deja de ser una forma y adquiere un sentido que, nulo hasta
entonces, no se habría podido sospechar. Que el ideal democrático
sea inaccesible a los hombres significa que representa para ellos
no lo que hay de mejor en la escala tipológica de los regímenes
políticos, sino la norma pura de gobierno, es decir, aquello que en
la interrogación reflexiva de El contrato social indica su fundación
y legitimidad. Esto es muy probablemente lo que Rousseau querría
hacer comprender a la ciudad de Ginebra en la cual las relaciones del
Pequeño Consejo y el Consejo General de hecho eran delicadas.642
Para poder entender esta difícil cuestión él precisa la extraordinaria
intuición epistemológica que ya hemos visto en varios análisis y que
debía transformar la doctrina.
En términos que no acierta todavía a encontrar pero cuya fuerza
presiente, podríamos decir que Rousseau, al explorar el problema
de la democracia, realiza, avant la lettre, la “revolución coperni-
cana” que caracterizará al pensamiento crítico. En el enfoque casi
trascendental que ha perfilado Rousseau la idea democrática no
pertenece al marco de un pensamiento deductivo en donde ella
designaría el principio constitutivo del régimen gubernamental.
Si bien ella implica un modelo político, el error es, dice él, consi-
derar tal modelo como un paradigma trascendente, como se siguen
creyendo en las teorías tradicionales de la “turba filosófica”643. En el
estatuto filosófico inédito que le da Rousseau, la idea democrática
implica un ideal puro que es el principio regulador de un modo de
gobierno, es decir, un principio de reflexión política. Al desplaza-
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
248
Creer que la democracia puede encontrar su realización entre los
hombres, es un error desastroso: es proyectar una idea fuera de su
orden y olvidar que al hacerlo ella misma, se apresura a su propia
destrucción.
Considerar la democracia con una mirada puramente reflexiva
es poner de relieve la insuperable fisura entre el deber ser –ideal y
puro– de la norma democrática y la realidad efectiva –empírica y
mortal– de un gobierno que se dice democrático. Éste, colocado bajo
la señal de la temporalidad, es frágil y “comienza a morir desde su
nacimiento.”646 Al contrario, la idealidad democrática tiene mucho
mayor valor normativo que práctico. La norma democrática es ajena
a las figuras concretas, históricas, particulares; como toda norma,
es universal, atemporal, ahistórica. Ningún régimen político, en su
facticidad institucional, se incorporará nunca a la forma pura del
ideal democrático. En el mundo de los hombres, la democracia es,
y será siempre, impura.
El error es creer que la Constitución democrática es aquella
en donde estaría la base del mejor gobierno que pueden darse los
hombres. Si así fuera647, sería posible efectuar el paso entre la teoría
y la práctica. Si este paso pudiera tener lugar, habría, en cualquier
caso, una recaída. Pero esto es decir demasiado poco. La distancia
que separa y separará siempre la norma de la política de la realidad
política es insuperable. Saint-Just no se equivocó al decir, en este
sentido, que el pueblo sólo tiene un enemigo: su gobierno. Rous-
seau no es un hombre de ocurrencias; filosóficamente piensa que
la pura rectitud del ideal democrático está más allá de los límites
de la naturaleza humana –lo que no deja de sugerir que, en su
discurso, la praxis política es el lugar de un fracaso o, al menos,
siempre, de un irresoluble conflicto, igual que la idea pura de la
democracia, que traza en esta praxis el horizonte trascendental de
la esperanza de libertad. No sólo con los regímenes absolutistas y
bajo las Constituciones monárquicas uno asiste al fenómeno “del
abuso del gobierno y su tendencia a degenerar.”648 La muerte del
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250
gada aspiración democrática que envenena las almas de los pueblos
modernos. Son el antídoto frente a la ilusión que se alimenta del
deseo imaginario de ser los dueños del mágico anillo de Gigés.653
Pero en definitiva para Rousseau la democracia encarnada en la
realidad que pretende darle la historia política consiste en un pesado
fardo de ideas falsas porque implica desde el primer momento de
su institución la perversión total de su principio fundador. Es una
ilusión creer que se pueden realizar las altas exigencias del ciuda-
dano y de la libertad. Los regímenes democráticos, en la experiencia
política de la historia, son tan perniciosos que es mejor, con el fin
de exorcizar el mal, lanzar el maléfico anillo.
Tal conclusión se caracteriza por un pesimismo sin concesiones.
No significa sino que los “demócratas”, al pretender ser los herederos
de Rousseau, cometen una extraña “captación de su herencia.”654
En efecto, la perfidia de la historia política desborda ampliamente,
a los ojos de Rousseau, el marco de los regímenes de gobierno. De
manera general saca fuera de su propio orden los requerimientos
trascendentales que presenta el derecho político ante el tribunal
de la razón. En vez de buscar comprender el derecho político al
explorar la fundación normativa pura que le confiere su especifi-
cidad, los protagonistas políticos acaban generalmente en un “posi-
tivismo” práctico que tiene por único objetivo colocar el hombre,
de manera útil y cómoda, en la sociedad: la razón histórica perdió
de vista las determinaciones de la razón pura.
De manera especial, los proyectos de paz interestatal, que se
multiplican a lo largo del siglo en que vivió Rousseau, revelan, más
claramente aún que el derecho interno de los Estados, la imposible
realización de la idealidad política. Mientras que en su pura esencia
el derecho político se funda en razón de la necesidad de orden y
libertad, de seguridad y paz que tienen los seres humanos, la vida
institucional no responde ya a la legitimidad esperada de los prin-
cipios fundadores del derecho: el hombre permanece “encadenado”
mientras que, por medio de su compromiso cívico, espera la libertad;
251
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
252
felicidad y la paz. No oculta su pesimismo ante tal “quimera”. Su
tristeza es tanto más profunda cuanto que este derecho interestatal,
en su pretensión de construir la paz mundial, no llena de ninguna
manera su oficio: el espectro de la guerra continúa rondando, más
terrible que nunca, sobre los pueblos “civilizados”. No es la menor
originalidad de Rousseau colocar el derecho a la paz, —en tanto
figura principal de un derecho internacional en el que la mayoría
de sus contemporáneos ponían una inmensa esperanza,— bajo la
señal de lo negativo.
Desde la época en que proyectaba escribir las lnstitutions poli-
tiques658, se preguntaba sobre la espinosa y extensa cuestión del
derecho de gentes en el que veía un nido de sofismas. Más tarde, al
reflexionar sobre la idea del federalismo tal como la expone, entre
múltiples proyectos de paz, el celebre escrito del abad de Saint-
Pierre, descubrirá en ella una gran ilusión. Señala sin reservas sus
desacuerdos.659
Pero Rousseau es un pensador profundo y quiere ir al fondo de
las cosas. Lejos de limitarse a enumerar quejas y objeciones contra
estas figuras de un derecho internacional en búsqueda de sí mismo,
mide con pavor la divergencia que, una vez más a sus ojos, separa el
Ideal puro de los proyectos pacifistas y la realidad espantosa de un
253
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
254
—Paradójico y sin medida justa, Rousseau adjudica a Grotius
la pesada responsabilidad de esbozar las “falsas ideas”663 del derecho
de gentes que otros repiten desconsideradamente. Esta es la razón
por la que teniendo a Pufendorf y a su traductor Barbeyrac por
los legatarios de Grotius –siendo que a este último tiene filosófi-
camente mucho que rendirle664– se detiene en su critica a ellos665;
no se asombra de que Burlamaqui no conceda al “derecho público”
ninguna ampliación interestatal. Contra todo lo que podría espe-
rarse sólo hace una breve alusión a Christian Wolff666; ni siquiera
nombra a Émeric de Vattel.667 En cambio la crítica que dirige a
Grotius no tiene reservas. Qué tan bien fundada esté es otro asunto,
ya que Rousseau no hace otra referencia más que a De jure belli ac
pacis668, sobre el cual opera una lectura muy selectiva. En ella los
reclamos se acumulan. Rousseau acusa a Grotius de ser un “sofista”,
e incluso, “un sofista pagado.”669 En primer lugar, Grotius razona
a la inversa y de manera falsa pues establece siempre “el derecho
por el hecho”670, y se enfrasca en una masa de ejemplos históricos
a partir de los cuales pretende construir las pruebas a posteriori con
el mismo valor que las normas jurídicas. A continuación, ofrece
de la guerra671 una concepción demasiado extensa que engloba
sin discriminación todos tipo de conflictos armados: privados,
255
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
256
Rousseau no pretende bosquejar un cuadro general de los
proyectos federalistas: no menciona ni al europeísmo de Leibniz678
ni a la República federativa que aparece en El espíritu de las leyes de
Montesquieu679, ni El derecho público de Europa de Mably.680 Sin
embargo, el hecho de que se aboque al Proyecto de paz perpetua del
abad de Saint Pierre no es fortuito. Ciertamente, Mably, por medio
de madame Dupin, le había pedido preparar una edición de las
obras de Castel de Saint-Pierre.681 Pero, en ese momento la tarea le
apareció inmensa682 y la limitó al Proyecto de Paz y a la Polysynodie;
las ideas “del buen abad” suscitaron, al mismo tiempo, su interés
y sus dudas. Por otra parte, su Extracto del Proyecto, que no es un
“extracto” literal puesto que ya contiene un juicio de valor y su
Jugement, más explícito, constituyen algunos de sus escritos más
instructivos.
Castel de Saint-Pierre contaba con una “Gran Alianza en
forma de gobierno confederado”683, de modo que “uniendo a los
pueblos por vínculos similares a los que unen a los individuos [en el
Estado]”, se sometiera a los Estados miembros a la autoridad de las
leyes. Todas las potencias de Europa debían formar, de esta manera,
por una ampliación del contrato social, “una suerte de sistema que
tuviera la fuerza y la solidez de un verdadero cuerpo político” cuya
unidad sería un reto para las disensiones de la pluralidad. Ante este
257
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
684. Véase la nota del Contrat social, iii, xv, in fine, p. 431. [Contrato social,
p. ].
685. Fragments et notes, § 3, p. 657.
686. Ibid., § 6, p. 658.
687. Ibid., § 4, p. 658.
688. Ibid.
689. Économie politique, p. 245. [Economía política, p. ]. La «gran ciudad
del mundo» se asemeja mucho al Civitas maxima de CH. Wolf (Institutions
juris naturae et gentium pars i, cap. 4, § 1090); se basa en el error que Diderot
cometerá en su artículo «Derecho natural» de la Enciclopedia cuando cree
258
la complejidad del derecho interno, es capcioso ya que la “voluntad
general” corresponde siempre a un Estado determinado. Por último,
la legislación creada por medio de una alianza federativa, “a falta
de coacciones y sanción reconocida” –este punto es capital y parti-
cipa de la lucidez asombrosa donde por medio de esclarecimientos
fulgurantes de los que Rousseau, a veces, es capaz– será inoperante
y no hará cesar la situación agónica de la jungla internacional. Así
pues, “quimeras” e ilusiones acompañan a la idea federativa.690
Rousseau mide, aterrado, el peligro político de semejantes mila-
gros. Si admite que el monismo universalista de una gran comu-
nidad mundial que sostiene la unidad del género humano no es
probablemente más que un vértigo de los filósofos, que se puede
tomar como algo inofensivo –lo que, por otra parte, no es del todo
seguro–, en cambio, él piensa que tender hacia un cosmopolitismo
jurídico constituye en verdad una llana aberración. Si suponemos
un poder legislativo supra-estatal, éste debería combinarse con un
ejecutivo tan fuerte y tan dispersado sobre el planeta que, dentro
del derecho internacional su fuerza aplastaría al derecho. Elogiar
la ciudadanía mundial, para Rousseau partidario de los valores del
patriotismo691 y el orgullo nacional692, corresponde nada menos
que a la aceptación de la idea de un cuadrado redondo: es una
contradicción en los términos.
Evidentemente Rousseau piensa, como Grotius y el abad de
Saint-Pierre, que la ausencia de un “derecho público de Europa”,
al dejar la vía libre al pretendido “derecho del más fuerte”, es la
principal causa de las guerras.693 Pero dista mucho de aprobar la
internacionalización de los proyectos del derecho que plantea el
derecho de gentes y el federalismo proclamados por los proyectos
de paz y del optimismo jurídico de las Luces. A pesar del aliento
pacificador que los acompaña, su error es empapar a las naciones
llamadas “civilizadas” con un idealismo utópico que el derecho no
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260
hobbesiana son tan falsos699 que sería insensato adoptarlos y buscar
en ellos las razones del fracaso del derecho internacional.
261
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262
Dicho de otro modo, es razonar una vez más de manera inversa
el sólo ver en el derecho internacional una simple ampliación del
derecho interno de los Estados: el derecho estatal procede de la
ley como expresión de la voluntad general propia de un pueblo;
el derecho internacional supone el buen mantenimiento de los
Estados cuanto más si no lo produce. La difícil relación entre una
autoridad supranacional que requiere el derecho internacional y el
poder soberano de los Estados miembros es tal que, cuanto se haga,
“uniéndonos a algunos hombres nos convertimos en enemigos del
género humano.”707 Por añadidura, los pactos y alianzas sellados
entre el pueblo sólo son frágiles retazos de papel. A pesar de la
inmensa virtud de las “grandes almas cosmopolitas”, que hacen
vibrar el amor del género humano, el derecho internacional, sin los
mecanismos de sanción y sin la fuerza para imponerlas que exige
un verdadero derecho jurisdiccional, permanece como una vana
palabra. El derecho tiene necesidad de la fuerza para alcanzar su
eficacia: necesita sanciones para mantener su verdad. De manera
más profunda aún, la esperanza que quiere llevar dentro de sí el
derecho internacional está corrompida por el conflicto que enfrenta
el género humano entre el patriotismo y el cosmopolitismo. El
universalismo institucional, que apela a la internacionalidad del
derecho en todas las instancias, convierte al Estado en algo inope-
rante frente a los impulsos de los diversos patriotismos nacionales.
La antinomia es irreductible y el derecho humano se ve obligado,
finalmente, a tomar siempre el partido de Catón708; Rousseau
afirma: la locura de Catón es su propia sabiduría.709
Por todas estas razones, una jurisdicción de tipo internacio-
nalista tiene, desde la perspectiva de Rousseau, el color de una
la sociedad general del género humano (i, ii). Véase. M. Halbwachs, edición
del Contrat social, Aubier, p. 125-134.
707. Extrait du Projet de paix perpétuelle, p. 564.
708. “Llevando su patria en el fondo de su corazón” (Économie politique,
p. 255 ; Contrat social, iv, viii, p. 468), ([Economía política, p. ; Contrato social,
p. ]), Catón fue ejemplar hasta el punto que Rousseau erige su “embriaguez
patriótica” en modelo del legislador de Polonia (Considérations sur le
gouvernement de Pologne, p. 1019).
709. Véase Dernière réponse (aux objections adressées au Discours sur
les sciences et les arts), t. iii, p. 87-88 «Me preparo para ir sobre los pasos de
Catón», Verger de Madame de Warens, t. ii, p. 1124.
263
política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
264
internacionales llegaran a aceptar extender un centro particular
de beligerancia, numerosos conflictos, a menudo más terribles, no
tardarían en encenderse. La guerra se inscribe en la sustancia misma
de las relaciones internacionales. Los mismos tratados de paz reali-
zados entre las partes beligerantes no serán nunca otra cosa más
que una “guerra continua”. Y Rousseau, con una lucidez profética,
declara en el Emilio que toda la cuestión consiste en saber hasta
qué punto se puede extender un derecho interestatal “sin dañar a la
soberanía”715. La cuestión, hoy aún, sigue siendo de actualidad.
Tras la agónica figura de las relaciones internacionales, Rousseau
descifra la señal del conflicto entre naturaleza y cultura: perpetua-
mente suscitado, y nunca controlado, este conflicto constituye un
signo revelador, a sus ojos, de la dificultad que tienen los hombres
para existir sobre esta tierra. El fracaso que profetiza Rousseau
respecto a las normas y las instituciones del derecho internacional
futuro no hará más que traducir, por medio de los sinsabores de la
falta de éxito, e incluso por medio de crueles tragedias, la distancia
metafísica del hombre entre su aspiración natural a la felicidad y su
desdicha cultural y existencial. Hasta en las normas del comercio
entre las naciones, la perfectibilidad, a fuerza de racionalidad y de
discursos, causa, con una interminable tensión, una desgarradura
ontológica irreparable. Una vez más, cuando el hombre cree trabajar
por la paz, falla en su orientación final hacia una libertad provee-
dora de seguridad. El destino que prepara el derecho de paz está
contradictoriamente cargado de conflictos.
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
266
alimentar determinados credos doctrinarios y rechazó el pacifismo
utópico que encantó a todo su siglo. Obviamente, sería un error
enorme pensar que cree en las virtudes de las relaciones de fuerzas
en la política, o bien, en la estrategia militar. No sólo siempre señaló
que “la fuerza no hace derecho”, sino que más específicamente, unió
su concepto de guerra a una antropología que está dominada por la
idea de la finitud humana; pensaba, sobre todo, que la democracia
y la paz –como la justicia y la libertad– son para el derecho polí-
tico ideas reguladoras: pertenecen a un horizonte trascendental y,
como tales, en una perfecta y pura idealidad, son inaccesibles a los
hombres. La coexistencia jurídica de los hombres y de los Estados,
que se pretende construir por medio del arte humano, es incapaz de
elevarse hasta este horizonte de sentido y valor. De manera general
Rousseau considera a la democracia y a “Europa”, a la cual también
se refieren y piensan los hombres de las Luces, como los síntomas
del mal que invade al mundo. Sin duda hubo un tiempo en el cual
él mismo elogió la virtud del pueblo y la de las “grandes almas
cosmopolitas”716; pero en el Emilio deplora estas formas de huma-
nitarismo, tan ingenuas como grandilocuentes: cualquiera que se
pretenda “el amigo del pueblo” o “el amigo del género humano”
no es sino un impostor. La humanidad, en la dura prueba de su
condición, permanece expuesta, en razón de la promoción jurídico-
política que ella misma no cesa de impulsar, al terrible poder de
los grupos y las facciones interestatales así como a los conflictos
entre los estatales; los unos y los otros generan sangre, llanto y
desamparo.
La política democrática y el derecho internacional que ambi-
cionan aquellos hombres que, en nombre de las Luces y del progreso,
creen en la libertad del pueblo y en la paz mundial, están cargados
de sofismas y “milagros”. Los hombres no han nacido maduros
para la libertad y, debido a los límites intrínsecos a su natura-
leza, probablemente nunca seran. En cuanto a la erradicación de la
guerra, esto es imposible dentro del mundo humano. Las riberas
de la paz perpetua son inaccesibles. ¿No habrá un punto que sea el
267
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268
“Cuanto más examino la obra de los hombres en sus institu-
ciones, más veo que a fuerza de querer ser independientes, se hacen
esclavos y que gastan su propia libertad en inútiles esfuerzos para
garantizarla.”717 En cuanto al orden social y a la paz universal, si
ellas fueran, “como se pretende, la obra de la razón más que de las
pasiones, no tardado tanto tiempo en ver si hicieron demasiado o
demasiado poco por nuestra felicidad, que cada uno de nosotros
estando en el estado civil junto con otros conciudadanos, y en el
estado de naturaleza con todo el resto del mundo que no hubié-
ramos tomado precauciones frente a las guerras particulares sino
para encender las generales, que son mil veces más terribles; y que
uniéndonos a algunos hombres, nos convertimos realmente en los
enemigos del género humano.”718 Es claro que no basta con pensar
en el bien para poder realizarlo. En consecuencia, tanto las normas
como las leyes corren el riesgo de ser inútiles si, como se ve por todas
partes, los hombres no atinan ni saben utilizarlas bien.
De acuerdo con su significación racional, ideal y puro, las normas
y las leyes son el nombre de los valores. Pero, en su debilidad, los
hombres, corrompidos por otro lado por la comodidad, no están
atentos a los reclamos sagrados del espíritu humano. Al “civilizarse”,
no superaron las tendencias paradójicas que los minan. Van ciegos
e impasibles alejándose de lo que deberían ser y de lo que habrían
podido ser, adentrándose en los caminos fangosos de la decadencia.
Es entonces cuando el honor de ser hombre desaparece.
¿Qué hacer? Un soplo de angustia invade el alma de Rousseau.
Entonces, quejándose por ser hombre y sin ser del todo misántropo,
en tanto que lo atormenta una preocupación metafísica de lo que
debe ser el ser humano, él se pasea en soledad a orillas del lago de
Bienne.
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270
Epílogo
EL ENCUENTRO DEL HUMANISMO CRÍTICO Y DE
LA PREOCUPACIÓN METAFÍSICA
La relación de la filosofía y la política tomó, por la personalidad
multidimensional y frágil de Rousseau, la amplitud y la gravedad
de un drama. Pero se trata de un drama filosófico que es metafísi-
camente profundo. En este drama filosófico la voz del autor reflejó,
después de la iluminación súbita en que se le reveló que “todo, en
el mundo de los hombres, está vinculado a la política”, las contra-
dicciones de la condición humana tensada entre la llamada de las
más altas exigencias del espíritu y la imposibilidad de trasponer
los límites de la naturaleza humana. Por esta razón no se puede ver
solamente en la obra política de Rousseau el corpus de una doctrina
cuyo objetivo es exponer las estructuras teóricas de la República.
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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esencialidad... constituyen otros tantos temas incluidos dentro de la
finalidad de la política. Es pues necesario convenir que el propósito
de Rousseau, señalar lo que en el Estado civil debe ser la “invención
de la libertad”, constituyó un propósito audaz tanto por su conte-
nido como por su forma.
Pero, para cualquiera que examine de cerca la historia del
pueblo, asignar a la miseria de lo político tanta pureza y potencia
le parecerá como el gesto intelectual de un utopista un tanto loco.
Con todo, Rousseau no creo una utopía. No fue su imaginación
quien trazó los caminos de un mundo político tan perfecto que no
existe en ninguna parte y no existirá jamás. El contrato social es, de
cabo a rabo, la obra de una razón crítica, casi judicial, que confiere
al humanismo jurídico-político, lejos de todos los dogmatismos
tradicionales, acentos inéditos. De esta manera se explica de forma
amplia los numerosos contrasentidos a los que dio lugar el pensa-
miento del filósofo. Pero, sobre todo, porque la razón crítica no fue,
en Rousseau, claramente consciente de ella misma, de su proceso
y de sus esquemas, no llego a ser dueña de su verdadero dominio.
Todo sucede como si él no se hubiera comprendido a sí mismo,
o como si se hubiera asustado por la altitud trascendental de las
exigencias de su propio pensamiento. Sin llegar a decir, con Éric
Weil, que “era necesario esperar a Kant para que Rousseau deviniera,
ex parte post, un filósofo”721, hay que reconocer que su filosofía –que
por supuesto existe– se abisma en un pensamiento desgarrado, que
desgarró al propio Rousseau.
2 / LA DESGARRADURA
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una relación conflictual de fuerzas; se coloca, incluso, dentro de la
misma racionalidad de la institución civil cuya idealidad perfecta
no es, y no será nunca, accesible a los hombres.
Es desde esta distancia, que refleja dentro de la condición de la
humanidad los límites de su naturaleza, donde Rousseau detecta,
más allá del drama de la política, las características patéticas de la
condición social.
Ahora bien, para este drama interior no existe remedio: el corte
abierto entre, por una parte, el imperativo racional de la ley y la
libertad, que son llamadas al orden y, por la otra, las determina-
ciones siempre dudosas de la realidad vivida, no puede cerrarse. Al
constatar esto, Rousseau llega al umbral de la “crítica de la razón
práctica”: presiente que el orden y la libertad son la ratio essendi de
la condición política pero que, por su figura trascendental y pura,
su idea propia no corresponde a este mundo. Sólo un juicio de
tipo teleológico que buscara el universal bajo el cual se incorpora
lo particular –lo que, según Kant, caracterizará al juicio reflexio-
nante– podría elevarse a la idealidad de los principios fundadores
del derecho político; sólo este puede poner en evidencia el carácter
categórico del fin último e incondicional en el que las ideas regula-
doras de la política –el contrato social, el orden público, la justicia,
la libertad, la paz...– son su indicación. Solamente que Rousseau no
tuvo el genio de Kant; el humanismo crítico cuyo presentimiento
tuvo abortó en ovo. Entonces, desgarrado tanto él mismo como su
pensamiento dirigió sus pasos sobre otro camino.
3/ LA ERRANCIA METAFÍSICA
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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para alcanzar el ser); invierte y transpone el ideal racional puro del
pacto social y sus derivados inevitables en imágenes metafísicas. La
aparente divagación de Rousseau es pues realmente su obsesión filo-
sófica: como dice Jean-François Mattéi, “después de haberse reen-
contrado con el sofista platónico, figura ontológica de la ilusión,
Rousseau reencuentra el genio maligno cartesiano, figura ética del
mal.”728 Ambos acaban por fundir sus respectivas naturalezas “en
la figura metafísica de la errancia”.
Los diez paseos en los cuales Rousseau entre 1776 y 1778 se aban-
dona a sus ensoñaciones solitarias simbolizan esta errancia meta-
física -una errancia que a decir verdad estaba presente ya desde El
contrato social a la sombra de los análisis conceptuales y categoriales
de su política filosófica. Indudablemente el delirio persecutorio que
sufrió Rousseau desde 1761729 no había mejorado y en el crepús-
culo de su vida su soledad fue extrema: “Heme aquí sólo sobre la
tierra...” Sin embargo, busca lo que él es. No lo busca por medio
de la especulación, sino en el abandono a la ensoñación, lugar por
excelencia de un pensamiento libre y sin amarras. Ahora bien, los
“mil ensueños” que invaden su ser más íntimo cuando su barca
se balancea al compás de los bamboleos del agua son “confusos”,
pero, también “deliciosos”. Cuando todo calla y el silencio se hace
cómplice de la soledad, los paisajes se funden con las vibraciones
del alma. En ellas, más allá de todas las figuras particulares del
mundo, se colma el sentido universal. Es ese instante, privilegiado
entre todos, y que hace eco de la “calma fascinante” que siguió al
accidente de Ménilmontant730: se suprime, al mismo tiempo, la
antinomia entre la inmensidad del mundo y la singularidad del yo,
la patética contradicción que se establece entre el idealidad inac-
cesible de la idea trascendental de la perfección civil y la dolorosa
realidad de la experiencia humana. En ese momento de total lucidez
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731. “No veo que se pueda buscar la fuente del mal moral en otra parte
que en el hombre libre perfeccionado y por consiguiente corrompido”, Lettre
à Voltaire del 18 de agosto de 1756, Pléiade, t. IV, p. 1061.
732. “Nunca no se remontará hacia el tiempo de la inocencia y de la
igualdad cuando una vez es distante”, Rousseau juge de Jean-Jacques, troisième
Dialogue.
733. Le Contrat social, II, VIII, p. 385. [El Contrato social, p. ].
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poeta que a la contemplación trascendente del místico. Herboriza
y descubre, a pesar de sus “éxtasis cósmicos”, que “la naturaleza
entera” se estremece al menor movimiento de un “átomo vegetal”.
Tal es el tema del Quinto paseo, en el cual se exalta el canto del
naturalismo y cuyo relato podría hacer creer que la Isla de Saint-
Pierre es la estancia perfecta del panteísmo. Con todo, Rousseau
no cede ni al naturalismo ni al panteísmo. Un tormento existencial
cada vez más áspero acompaña todos sus pasos. Siempre contra-
dictorio, señala que lejos de estar convirtiéndose en misántropo
le agrada la compañía de los seres humanos –“no miente”, como
escribe a Brunetière, al afirmar que no ha cesado de buscar, entre
murmullos de todo tipo de especie, la verdad del mundo humano. Y
gracias a su pensamiento ensoñado y vagabundo, en sus elevaciones
y rupturas, se complace en afirmar la perpetua ambivalencia: la
hipérbole omnipresente del yo cruza permanentemente la preocu-
pación de todo lo que es humano. Por su amplitud metafísica, el
texto inacabado de las Ensoñaciones tiene el valor de un testamento
filosófico por lo que es convienen descifrarlo.
4/ LA DIFICULTAD DE SER
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político” y, rechazó la idea de una socialidad natural, ideas que
se combina hasta llegar a considerar que las convenciones socio-
políticas, que están incluidas en el “arte”, son contra natura. Sin
embargo, siempre pensó que los hombres sólo son lo que ellos
mismos hacen, de modo que el “hombre del hombre” sólo se dife-
rencia del “hombre de la naturaleza” por el mal uso de su propia
naturaleza. Las desviaciones y las desdichas de su condición le son
por entero imputables: desaprovechando la perfectibilidad que la
naturaleza ya había puesto en él, tomó el mal camino sobre el cual
la bifurcación entre el deber ser y su ser al acrecentarse le ha sido tan
perjudicial. El destino sociopolítico ideal del hombre y el desafortu-
nado uso que ha dado a las capacidades de su naturaleza revelan el
fundamento ético de su finalidad. Política y ética son indisociables,
a tal grado que el humanismo normativista y crítico de Rousseau
se condensa en la idea de responsabilidad: lo propio del hombre,
repite, es asumir su voluntad y transformarla en deber. De esta
manera la idea de responsabilidad se afirma durante sus paseos, con
más claridad aún que en sus obras teóricas, como la clave que abre
las vías de la libertad: corresponde al hombre decidir su objetivo,
trazar su propio camino y mantener el rumbo. Los hombres sólo
seguirán la ruta de la libertad a condición de quererla: en ellos,
la voluntad y el poder práctico de la razón se vuelven un único
impulso. He allí porqué deben darse ellos mismos sus propias leyes
para devenir propiamente humanos.
Cuando Rousseau “se extravía” en los senderos que bordean al
lago o que atraviesan los bosques, no pierde de vista que la ley no
se opone a la libertad sino que, al contrario, es obra y garantía de
la libertad. El balance que ella tiene a su cargo establecer entre los
derechos y los deberes expresa bien la éticidad de la voluntad que,
como subraya E. Cassirer, Rousseau formuló: “la forma más radical
de ley que se haya elaborado antes del Kant”.739 Pero, después de
tantas decepciones y tormentos, no tiene ya la fuerza de sistema-
tizar esta idea que durante toda su vida repitió. En un proyecto
de carta con fecha del año 1767, confiaba al marqués de Mirabeau:
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
“Los sistemas de toda especie están sobre mi; “no pongo ningún
en mi vida y mi conducta. Reflexionar, comparar, embrollar ya no
es más mi asunto.”
A decir verdad, Rousseau, incluso en el momento de redactar
El contrato social, nunca tuvo el proyecto de elaborar una doctrina
socio-política demostrativa y sistemática. Su estudio de la condición
civil se presentaba incluso, en el paso iconoclasta de su método,
como una “anti-filosofía” que quería elaborar contra la voluntad de
sistematicidad de los “filósofos” de las Luces. La gran lección que él
extrae y que tenazmente repite al final de su vida durante sus paseos
solitarios, sólo tiene sentido político porque es ética y metafísica.
Él hizo de la pregunta por hombre, el centro de su meditación y el
punto focal donde, en la condición política, se refleja la realización
misma de la filosofía. Ya pasó el tiempo en que la política, más
o menos tributaria de la teología, era asunto de los príncipes; en
adelante, será, en lo universal, asunto de todos porque cada uno
lleva en sí el verdadero arquetipo del hombre.
La intuición crítica de la política filosófica de Rousseau se trans-
formó, dentro de su alma atormentada, en un humanismo crítico
que él vivió como un drama filosófico. Dentro de la amplia apología
de la responsabilidad y la autonomía del hombre que elabora, no
pudo dejar de asumir una dimensión metafísica. Agotado por la
inquietud existencial que lo minaba en soledad, proyectó su angustia
sobre la condición humana entera en la cual ve que la necesidad
de libertad de la razón se abisma en la autodestrucción. Abrumado
por el misterio ontológico del hombre, arrojado dentro del pozo sin
fondo del pesimismo que se abre entre las necias pretensiones polí-
ticas de los hombres y los atisbos de optimismo que iluminan los
montes y los bosques en una naturaleza que, “no miente jamás”740,
Rousseau acaba su itinerario filosófico soñando sus pensamientos.
Pronto vendrá Kant, quien mejor que Rousseau mismo, pensará
sus más altos pensamientos.
282
Conclusión
LA UNIDAD DE SENTIDO DE UN PENSAMIENTO
DESGARRADO
Nunca se termina de leer una obra que se ofrece al lector a partir
de puntos de vista, perspectivas, niveles y resonancias múltiples.
Pero cuando se trata de la obra de Rousseau, y particularmente de
su obra política, es necesario resistir a la tentación de preguntarse,
en términos lógicos, como lo hicieron muchos comentaristas, si
tiene o no unidad fundamental. Su obra se desarrolla, en efecto,
como la expresión de un pensamiento siempre en movimiento más
que bajo el aspecto sistemático de una construcción doctrinal en
la cual uno podría descubrir, en el edificio arquitectónico cons-
truido sobre un cimiento macizo y unitario, la menor debilidad o
la más pequeña falta. Leer la obra escrita por Rousseau exige que se
respete el carácter estilístico, que se piense con él, que se encuentre
el ritmo, raramente sosegado, de una meditación que, coincidiendo
con su vida, se eleva hacia los más exigentes requerimientos críticos
de la razón y, en la cual todo el conjunto de su pensamiento se
encuentra sin cesar corroído por un tormento metafísico. Uno no
puede comprender la política filosófica de Rousseau aislándola de
la dinámica febril de su pensamiento.
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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lugar de enigmáticas perspectivas. Como siempre, su pensamiento
es complejo. Por una parte, es innegable que ante la miseria del
mundo moderno Rousseau reconoció en el mundo antiguo la figura
ejemplar de la alteridad. Por el otro, el discurso de Rousseau no es el
de un historiador ni tampoco el de un historiador de las ideas: está
atormentado por la preocupación de lo que es fundamental y tiene
un valor fundacional para la obra y la existencia de los hombres:
considera que buscar las fuentes, efectivas o presuntas, de la filosofía,
es un planteamiento que permanece en la superficie. Su obra no
emprende este camino, que no es el de un pensamiento que piensa.
Prefiere exponer su reflexión, sus dudas, sus descubrimientos y sus
certezas, multiplicando las opiniones sobre el mundo humano y
situando su meditación en niveles diferenciados.
2 / El filósofo músico
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política y filosofía en la obra de jean-jaques rousseau
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ella será la señal de abismo que se abre entre el fin prodigioso del
hombre hacia la libertad y su triste destino en la historia, que inexo-
rablemente triunfa en un movimiento en declinación.
¿La oda a la alegría que se elevaba sobre el horizonte trascendental
del humanismo crítico modelado por Rousseau habría dejado lugar,
en su alma devorada por la soledad, a un canto de desesperanza?
¿La política filosófica de Rousseau, después de ser insuflada en un
racionalismo que posee acentos críticos, hasta los requerimientos
puros del universal, parece doblegarse sobre los sueños de un yo que
sufre y que, para huir de los avatares de la historia, busca perderse
en el naturaleza?743 Si esto es así, parece difícil eludir la cuestión de
sí la preocupación de sinceridad que sacude el alma desgarrada de
Rousseau no lo condenó a la imposible unidad de su pensamiento.
Con todo, esta cuestión no debe plantearse en términos de lógica,
y con ello, ser referida a la estructura interna de la obra, sino en
términos del sentido e ir al movimiento del mismo pensamiento.
Primer Paseo, Pléiade, t. I, p. 997. las emociónes del paseante solitario [28] Para
este problema de erudición pura, remitimos al artículo de Jean Garagnon,
« Rousseau et la genèse des Rêveries du promeneur solitaire », Etudes Jean-
Jacques Rousseau, 1995, n° 6, p. 125-161
743. “Todo se ha acabado para mi en la tierra”. No se me puede hacer ni
bien ni mal. No me queda ya nada por esperar ni que temer en este mundo,
heme aquí tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal infortunado, pero
impasible como Dios mismo”. Pléiade, t. I, p. 999.
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que en este mundo en el que es imposible que reaparezca el perfecto
naturalismo de los orígenes, corresponde a los hombres, dentro de
los límites mismos de su constitución, volverse los artesanos de su
condición y de ellos mismos.
El discurso de la obra escrita de Rousseau y su más allá, pensado
y vivido, se juntan a través del estrecho ajuste de los conceptos, en
la patética unidad de su sentido y en una intuición crítica filosófi-
camente revolucionaria.
Ciertamente, en la vía del critisismo, Rousseau no será más que
un precursor. Pero no es un precursor vacilante. Es notable que en
El contrato social la fundación trascendental del Estado, al definir la
norma de la razón práctica, asigne a la política una tarea ética arrai-
gada en terreno metafísico. De nada sirve, piensa Rousseau, perderse
en especulaciones sin fin sobre la felicidad o la desdicha, sobre la
esperanza o la desesperanza, sobre el bien y el mal; sólo el hombre,
por los poderes prácticos de su razón, tiene la responsabilidad de
la condición socio-política que construye para sí mismo y para su
prójimo. En este caso, no se puede olvidar que los pensamientos de
Rousseau –él mismo fue conciente– mal se pueden distinguir de
su existencia marcada profundamente por conflictos interiores y el
deseo metafísico. Pero su tormento, y su misma locura, conllevan
una energía creativa en la cual él, antes de la Crítica de la Razón
Práctica y de la Metafísica de las Costumbres de Kant, hace de la
responsabilidad del hombre, frente al tribunal de la razón desti-
nada a superar los desacuerdos, la idea central de su meditación.
Sin tener una voluntad de sistematicidad, él confiere a su obra, una
“unidad orgánica” que es más significativa que la ambigüedad de
sus incertidumbres.
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balbuceante; si es cierto que contiene ambigüedades que habría
sido necesario resolver, manifiestas contradicciones que habría sido
necesario eliminar, lagunas que habría sido necesario colmar (lo que
en gran parte explica las interpretaciones divergentes a las cuales
dio lugar), tanto su fuerza como su esfera de influencia es impre-
sionante y su unidad dialéctica revela una vía crítica que no se sabe
aún tal, pero que siempre reconoce la primacía y los límites de la
razón práctica humana.
Será necesario esperara al genio de Kant para descartar los
malentendidos y para completar el significado de un humanismo
crítico, que aunque no fue por entero consciente de sí mismo, animó
sin embargo, de principio a fin, la política filosófica de Rousseau.
Si por un momento este humanismo crítico pareció estar cerca de
sucumbir bajo los asaltos de la inquietud metafísica, en él perma-
nece la intuición pionera, que él mismo no llegó a desplegar plena-
mente como autor de El contrato social.
Conformado la punta de lanza de un nuevo método de inte-
rrogación sobre la condición socio-política de la humanidad, él no
termina de revolucionar la perspectiva del derecho político.
Rousseau juzga que Jean-Jacques no se equivocó al escribir: “En
un siglo donde la filosofía no hace más que destruir, sólo este autor
edificó con solidez.”746
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