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M. L. Clarke.“Educación y oratoria”.

En: Baldson,
J. P. V. D. (ed.) Los romanos. Versión española de
Cecilio Sánchez Gil. Madrid, Gredos, 1966.

XI

EDUCACIÓN Y ORATORIA

Por M. L. CLARKE

En cierto sentido, la educación romana es algo que no


existió nunca. Su sistema educativo tal como lo conocemos
durante los últimos tiempos de la República y a lo largo
del período imperial fue en todos sus elementos esenciales
un plagio del sistema griego contemporáneo, al que Roma
aportó poco más que el lenguaje que le sirvió de vehículo.
Las autoridades romanas' no se impusieron la tarea de pla­
near ni dirigir ningún sistema estatal de educación, y cuando
en la época del Imperio empezó el Estado a interesarse un
poco por la educación, todo lo que hizo fue estimular o
subvencionar un sistema que se había establecido por obra y
gracia de la iniciativa privada, Pero precisamente el hecho
de que los romaiios adoptasen el sistema griego tuvo una
importancia histórica innegable. Además, por muy literal­
mente que lo calcasen, supieron imprimirle cierto carácter
romano. Es difícil imaginarse a un griego escribiendo nada
que se pareciese exactamente a la Institutio oratoria de Quin­
tiliano.
278 Los romanos
El hecho de que Roma aceptase los métodos de educa­
ción de Grecia fue parte del proceso general que describió
Horacio en su conocido verso: Graecia capta ferum victorem
cepit et artes intulit agresti Latio: “Al caer Grecia cautiva
cautivó a su feroz vencedor y plantó las banderas de sus
artes sobre el rústico Lacio”. En los tiempos primitivos el
rústico Lacio había formado a sus hijos en el hogar; y en lo
referente al manejo de los negocios públicos los entrenaba
por una especie de aprendizaje en el campamento y en el
foro. Véase cómo se expresa Plinio el joven:
“Antaño solían aprender los romanos dé sus mayores
no sólo escuchándolos, sino, además, observando lo que ellos
mismos habrían de hacer con el correr del tiempo y lo que
a su vez habrían de transmitir a sus jóvenes generaciones.
En los primeros años de su juventud se los iniciaba en el
servicio militar en el campamento, donde aprendían a man­
dar obedeciendo y a convertirse en jefes haciendo de sol­
dados rasos. Luego, al presentarse como candidatos para los
cargos públicos, permanecían de pie junto a las puertas del
Senado observando atentamente los consejos de Estado
antes de tomar parte activa en ellos. Cada uno tenía por
maestro a su padre, y si era huérfano, hacía en esto el papel
de padre el más anciano y distinguido de sus amigos.”
Pero en el siglo π a. de C., en su rápida expansión hacia
el Este, Roma entró en íntimo contacto con una civilización
refinada y de antigua raigambre: era la civilización del mun­
do de habla griega, que había sistematizado sus conocimien­
tos, los había integrado en textos manuales y los había con­
vertido en objeto de instrucción que impartían profesionales
reconocidos. Los maestros griegos vinieron a Roma y los
romanos se sentaron gustosos a sus pies.
Educación y oratoria 279
Puede apreciarse claramente el contraste entre el método
nuevo y el antiguo en las páginas que dedicó Plutarco a
describir la educación que proporcionaron a sus respectivos
hijos en el siglo π a. de C. dos romaijos insignes, Catón y
Emilio Paulo. Al hijo de Catón se le enseñó a leer, derecho
e historia romanos, a arrojar la jabalina, a luchar vestido
con su armadura, a montar, a nadar, a boxear: en todas estas
asignaturas hizo de maestro su padre. En cambio Emilio
Paulo contrató todo un ejército de profesores particulares
para enseñar a su hijo: gramáticos, filósofos, retóricos y
maestros de escultura, dibujo y caza. El joven que disfrutó
de los beneficios de esta refinada educación griega pasó a
la historia con el nombre de Escipión Emiliano, debido a
haber sido adoptado por la familia de los Escipiones. Éste
fue el hombre a quien consideraba Cicerón como el modelo
del ciudadano que supo combinar las tradiciones romanas
con la cultura griega y “enriquecer el tesoro de la tradición
romana con la ciencia extranjera derivada de Sócrates”
Conscientes y seguros de su propia superioridad cultural,
los griegos no intentaron siquiera acoplar su educación a los
nuevos amos del mundo, sino que enseñaron en Roma como
en todas partes: en su propia lengua. Andando el tiempo, los
romanos siguieron las huellas de sjus maestros y desarrollaron
una réplica de dos disciplinas griegas por lo menos: gramá­
tica y retórica. La “gramática” de los antiguos comprendía
el estudio de la literatura junto con el del lenguaje. En su
fase primitiva se remonta al siglo m a. de C., antes de la
expansión de Roma hacia el Este, cuando los griegos y los
italianos helenizados del Sur de la península se fueron
abriendo camino hacia Roma y comenzaron a enseñar allí
De hecho, puede decirse que la literatura latina debió su
origen en parte a los “gramáticos” En efecto, el primer poe-
280 Los romanos
ma épico latino fue una versión de la Odisea hecha por
Andrónico, el cual parece la escribió con la idea de que sir­
viese de libro de texto para el estudio literario del latín. A fi­
nes de la República quedaba ya bien establecida la escuela
de gramática latina, aunque difícilmente podía gozar del
prestigio de la griega. Existía en la capital cierto número de
escuelas de latín y esta asignatura se había esparcido ya por
las provincias.
La retórica ejercía un atractivo especial para los romanos,
que estaban acostumbrados a hablar y discutir en público.
Generación tras generación se habían ingeniado para expresar
sus opiniones en el Senado, en las reuniones públicas y en
los juicios sin ningún entrenamiento formal en el arte del
decir. Los romanos chapados a la antigua, como Catón el
viejo, opinaban que bastaba tener bien claro el contenido
de lo que se quería decir y que automáticamente saldría la
expresión adecuada: rem teñe, verba sequentur. A pesar de
todo, los profesores griegos encontraron a los romanos ávidos
de aprender su ciencia. Sólo a comienzos del siglo .1 a. de C.
empezó a enseñarse la retórica en latín, y aun entonces sus­
citó oposición esa nueva forma de enseñar. Con motivo de
inaugurarse una escuela de retórica latina, aconsejaron al
joven Cicerón que no asistiese a ella a título de que la
escuela griega formaba mejor, y los mismos censores publi­
caron un edicto desaprobando la innovación. Una genera­
ción después se pensaba todavía que era buen procedimiento
aprender en griego para hablar en latín. Un sobrino de
Cicerón declamaba a sus doce años bajo la férula del retórico
griego Peonio.
Por algunos pasajes autobiográficos del Brutus conoce­
mos la formación que recibió el orador más insigne del fin
de la República. Cicerón no menciona propiamente sus tiem­
Educación y oratoria 281
pos de "escuela”. Empieza hablando de cuando tenía quince
años: para entonces tenía que haberse formado ya en litera­
tura y retórica griega y latina. Ahora asistía al foro todos los
días para oír a los oradores de moda. Al mismo tiempo se
ejercitaba en leer, escribir y demás ejercicios retóricos y ora­
torios. También aprendía derecho y filosofía, pues en Roma
se habían dado cita los filósofos griegos igual que los retó­
ricos. En filosofía Cicerón tuvo profesores de las dos escue­
las: académica y estoica. Mientras se dedicaba al estudio
de la filosofía no olvidaba la retórica. Diariamente se ejer­
citaba en la “declamación” o improvisación, muchas veces
en latín, pero más de ordinario en griego, y esto, en parte,
porque el griego poseía más gracia y riqueza de estilo y, en
parte, porque sus mejores maestros eran helénicos y no po­
dían corregirle sino en la lengua de Platón. Hasta sus veinti­
cinco años no comenzó a intervenir en el foro Poco después,
creyendo que se resentía su salud por la violencia que ponía
en su modo de hablar, reanudó sus estudios. Se dio a viajar
por los territorios de habla griega de] Mediterráneo oriental y
continuó su educación retórica y filosófica en Atenas, Asia
Menor y Rodas. Al leer lo que nos cuenta Cicerón sobre el
proceso de su propia formación nos sentimos impresiona­
dos por su variedad y por su forma de combinar la teoría
con la práctica. El estudio a fondo de la filosofía venía a
completar su formación literaria y retórica, mientras que su
asidua asistencia al foro y la atención con que observaba a
los oradores más acerados de su tiempo orientaba su entre­
namiento hacia la práctica.
Para nosotros la oratoria romana casi se resume en Ci­
cerón. Sólo se conservan fragmentos de algunos discursos
de sus predecesores, pero Cicerón estaba bien enterado de
la historia de la oratoria romana, como lo demuestra la re­
282 Los romanos
lación tan interesante que hace de ella en Brutus, y cono­
ció a cerca de doscientos oradores anteriores a él. El primer
romano que publicó sus discursos fue Catón el mayor- con
ello, la oratoria se convertía en una rama de la literatura
romana. Pese a todo su empeño por afectar un conservadu­
rismo recalcitrante, su oratoria distaba mucho de ser la char­
la vulgar y escueta de un sencillo labrador Cicerón observó
cómo dominaba las figuras de dicción y concepción, y Aulo
Gelio, después de citar un vivo pasaje de uno de sus discur­
sos, indicó que no se había contentado con la elocuencia
de su época, sino que había querido hacer algo que Cicerón
llevaría más tarde a su perfección Con todo, le faltaba la
suavidad y las cualidades rítmicas que se adquirían con el
estudio realizado bajo la dirección de los maestros griegos.
Con el tiempo fueron floreciendo también esas cualidades.
Hacia fines del siglo n ya estaba produciendo sus efectos en
la práctica romana la enseñanza griega. A juicio de Cicerón,
surgieron a mediados de siglo dos oradores pioneros, aunque
de diferente estilo cada uno Servio Galba fue el primer ro­
mano que adoptó los procedimientos típicos del orador-
digresión, hipérbole, pathos y tópicos, mientras que M Emi­
lio Lépido Porcina fue el primero que cultivó la suavidad,
la rotundez, la estructura periódica y el arte del estilo, que
constituían el patrimonio de los griegos. En la generación
anterior a Cicerón figuraban como oradores de primera talla
L. Craso, cónsul en el 95, y M. Antonio, cónsul en el 99 y
abuelo del triunviro. Estos dos son los personajes principales
que introdujo Cicerón como interlocutores en su diálogo De
oratore: Craso fue un hombre de vasta erudición, cultura y
cortesía; M. Antonio tenía menos formación, pero poseía
gran vigor de expresión y declamación y dominio del pathos.
Educación y oratoria 283
Pero en la opinión de Cicerón todos sus predecesores que­
daron por debajo del ideal. Escribe en el Brutus:
“No diré nada de mí. Sólo quiero hablar de los otros
oradores: ninguno daba la impresión de haber estudiado la
literatura más a fondo que el común de los mortales, a pesar
de ser el manantial primordial de la perfecta elocuencia;
ninguno abarcó la filosofía, madre de toda buena palabra y
acción; ninguno aprendió derecho civil, necesarísimo en las
causas privadas y esencial para el buen juicio del orador;
ninguno dominó las tradiciones romanas de modo que pu­
diera citar de entre los muertos a los testigos más fide­
dignos, cuando lo pidiese la ocasión; ninguno manejó la fina
y rápida ironía con que anular al oponente, relajar la tensión
del jurado y disolver por un momento la solemnidad en risas
y sonrisas; ninguno supo ampliar un tema y transportar su
discurso de una discusión sobre una persona particular o
de un tiempo determinado a una cuestión general de aplica­
ción universal; ninguno supo entretener al público con una
digresión ocasional; ninguno conocía los resortes para excitar
la indignación de los jueces o arrancarles lágrimas de los
ojos o mover sus sentimientos según lo pidiese la ocasión,
cuando precisamente es esta la cualidad característica del
orador."
Aunque en este texto pretende Cicerón no querer hablar
de sí, es evidente que nos está dando entre líneas y por
contraste, una descripción de los rasgos característicos de
su propia oratoria. Pero aún había otros detalles importan­
tes, como el ritmo y la estructura periódica, que no menciona
en este lugar; pero el pasaje que acabamos de citar nos da
una idea suficiente del carácter de su elocuencia. No es gran
cosa lo que puede atribuirse al estudio formal de la retó­
rica. La retórica antigua, tal como se exponía en los libros
284 Los romanos
de texto, daba reglas detalladas sobre las divisiones de un
discurso, los argumentos apropiados a los diferentes tipos de
casos y los adornos del estilo conocidos con el nombre de
“figuras” de dicción y pensamiento. A juicio de Cicerón,
estas reglas tenían su valor, pero no bastaban; el orador
debía poseer una cultura más vasta, una formación sólida en
literatura y filosofía, el dominio del derecho y de la historia
romanos: nada de esto entraba en el marco de las escuelas
de retórica. El mismo Cicerón se complacía en hacer constar
que él no era un orador salido del taller de los retóricos,
sino de los parques de la Academia. Al mismo tiempo es­
taba muy lejos de ser un orador de tipo puramente intelec­
tual; tenía plena conciencia de los factores que decidían el
éxito en la oratoria forense, sobre todo: el ingenio chispeante
y el toque emotivo. Se gloriaba de su habilidad en manejar
los sentimientos de su auditorio. Decía que no había dejado
de intentar ningún método que pudiera servir para excitar
o calmar las emociones del oyente.
Cicerón pronunció y publicó infinidad de discursos. Mu­
chos se han conservado. Sería ocioso pretender que todos
estuvieron inspirados por los principios filosóficos de que se
gloriaba, ni que se mantuvo siempre en el alto nivel de sa­
biduría y moralidad en que se movía cuando pensaba y
escribía como filósofo. Sabía ahogar los escrúpulos, recurrir
a veces a impertinencias monstruosas y tomar lá defensa
de reos que no siempre merecían absolución. Pero, como
decía él mismo, el averiguar la verdad era cosa que pertene­
cía a los jueces; el que un abogado defendiese ocasiohalmente
a un culpable era una cosa permitida por la opinión pública,
por los principios de humanidad y por la autoridad del es­
toico Panecio. El abogado debía hacer cuanto pudiese por
sus clientes, cuya defensa se veía obligado a aceptar con fre­
Educación y oratoria 285
cuencia en fuerza de las relaciones personales en que todo
político activo se ve envuelto inevitablemente. Hoy día se
leen los discursos de Cicerón sobre todo por su valor como
material histórico; en el mundo antiguo se los leía principal­
mente como modelos de oratoria. Se admiraba en ellos el
dominio del argumento, del estilo y el vigoroso manejo de
todas las técnicas de la persuasión. Pero el hecho de que la
posteridad le considerase como el mejor orador de Roma
no se debió exclusivamente a su competencia puramente pro­
fesional: en efecto, a su consumado arte forense añadía una
amplia cultura, una inteligencia chispeante y un conjunto
de· cualidades de carácter generalmente admirable.
De la época de Cicerón volvemos a la de Augusto, de la
formación de un orador a la educación de un poeta. Los re­
cuerdos de Horacio nos dan alguna idea de su instrucción.
Su padre era un pequeño empresario italiano de origen hu­
milde, un liberto, pero tenía miras ambiciosas sobre el por­
venir de su hijo y le mandó a Roma para que alternase allí
con los hijos de los senadores y de los équités en las me­
jores escuelas de la capital, algo así como hoy un inglés
prefiere el colegio de Eton a la escuela local. Allí se le podía
ver acompañado de los esclavos que le servían, como cual­
quier joven de noble alcurnia, y acompañado también de su
padre, que hacía en esto las veces de pedagogo ordinario
o esclavo-tutor, encargado de conducir a la escuela al alum­
no: acaso este detalle resultaba un poco embarazoso para
el joven Horacio. Estudió a Homero y la primitiva literatura
latina; en ésta tuvo de profesor al famoso Orbilio; entre
los autores figuraba Livio Andrónico, cuya Odisea debió
parecerle ramplona comparada con el auténtico Homero.
Desde las escuelas de Roma se dirigió a Atenas para conti­
nuar allí sus estudios, igual que hacían otros jóvenes roma-
286 Los romanos
nos de su tiempo, como el hijo de Cicerón. Virgilio, amigo
y contemporáneo de Horacio, aunque algo mayor, empezó
su educación en el Norte de Italia, pero se trasladó también
a Roma. Allí estudió retórica, aunque evidentemente con
poco entusiasmo; de ella pasó a la filosofía con una sensación
de alivio. Pero no la aprendió en Atenas, como Horacio,
donde tenían sus cuarteles generales las diversas escuelas,
sino en Italia con el epicúreo Siró. No cabe duda de que el
que tuvo mejor formación de los dos fue Horacio, pero
ambos adquirieron sólidos conocimientos de las literaturas
griega y latina más cierto barniz de filosofía y, tal vez, un
poco de gusto por la retórica. En la siguiente generación
apareció Ovidio. Éste prefirió la poesía a la oratoria forense,
pero esto no quitaba que le gustase declamar en las escuelas
de retórica, como nos informa Séneca el mayor. Ovidio supo
trasladar a la poesía la facilidad y el ingenio que se fomen­
taba en esas escuelas.
A Séneca debemos una colección de extractos de las de­
clamaciones de los retóricos augustanos. Por ella vemos que
la educación retórica no sólo se conservó después de la
República, sino que tal vez floreció todavía más que antes.
Aunque con el fin de las libertades políticas perdió la ora­
toria gran parte de su campo de acción, y aunque el talento
había de buscar ahora sus cauces de expresión en la admi­
nistración imperial más que en los debates del Senado, toda­
vía continuó dominando el panorama de la educación el
ideal de la elocuencia, y así siguió hasta el fin de la civili­
zación antigua. Es una paradoja curiosa que la magna obra
romana sobre la educación oratoria, la Institutio oratoria de
Quintiliano, se escribiese bajo el gobierno represiva de Do­
miciano, que, a juicio de Tácito, significó quince años de
silencio forzoso.
Educación y oratoria 287
Durante él Imperio floreció la educación más que nunca.
Había muchas escuelas tanto en Roma como en provincias.
Debe recordarse que las escuelas antiguas no se parecían a
las de hoy: no constituían grandes organizaciones con una
larga plantilla de profesores, cada uno de los cuales pudiera
enseñar diferentes asignaturas. La escuela se reducía a un
maestro, ayudado a veces por un adjunto, y a una sola asig­
natura. Había tantas escuelas diferentes Cuantas materias.
Estaba primero el ludi magister, el maestro de escuela pri­
maria, que enseñaba a leer, escribir y los elementos de la
aritmética. Venían luego el grammaticus griego y el gramma­
ticus latino, el rhetor griego y el rhetor latino. Había escuelas
de geometría y de música y, como categoría inferior, la de
cálculo o aritmética comercial y la de notarius o profesor
de taquigrafía, que fue muy popular en las postrimerías del
Imperio. Se podía asistir a varias escuelas diferentes simul­
tánea o sucesivamente. Un orador educado según los cánones
de Quintiliano debería asistir no sólo a las clases de gramá­
tica griega y latina, sino además a las de geometría y mú­
sica, paira no mencionar las de elocución e instrucción física,
antes de ir a retórica. Y no olvidemos a los filósofos, maes­
tros de sabiduría y moralidad, que en cierto modo corres­
ponden más propiamente al clero que al profesor del mundo
moderno. Pero las escuelas más importantes, y de las que
estamos mejor informados, fueron las de gramática y retórica:
por ellas pasaban los romanos de buenas familias destinados
a seguir la carrera de la vida pública.
El oficio de grammaticus descendió de nivel en cierto
modo desde el tiempo de los grandes alejandrinos como Aris­
tarco y Aristófanes de Bizancio. Ahora se había convertido el
gramático en una especie de maestro de escuela preparatoria,
encargado de enseñar a muchachos entre los doce y quince
288 Los romanos
años antes de ingresar en el curso de retórica. Enseñaba la
gramática en el sentido moderno de esta palabra, y la en­
señaba con cierta meticulosidad; pero la mayor parte del
tiempo la dedicaba a la lectura de poetas, sobre todo de
Homero en la escuela griega y de Virgilio en la latina. Así,
por lo menos cuando el alumno terminaba sus estudios de
gramática había adquirido un sólido conocimiento de los
clásicos de ambas literaturas. El gramático no enseñaba com­
posición, por lo menos en teoría; se suponía que esta labor
correspondía al retórico. Con todo, los gramáticos del Im­
perio manifestaban cierta tendencia a tomar de la retórica
una serie de ejercicios graduados, conocidos con el nombre
de progymnasmata, que servían a los romanos como entrete­
nimiento preliminar en la composición. En estos ejercicios
no se estimulaba la originalidad de las ideas, que hoy día
se considera como un mérito en la confección de un ensayo.
Se esperaba que el alumno siguiese una pauta establecida
en el desarrollo del tema propuesto: debería exponerlo de
diferentes formas, desarrollarlo, amplificarlo y lucir en él su
dominio de los recursos del lenguaje más que su vigor de
pensamiento.
Al curso de retórica asistían los muchachos entre los
quince y los dieciocho o más años, aproximadamente. En él
se daban clases teóricas sobre la retórica. Ya hacía tiempo
que se la había sistematizado, pero aún se prestaba a un
iilterior perfeccionamiento, o, por lo menos, así se pensaba.
Pero probablemente la mayoría de los alumnos no debía
compartir el entusiasmo de los expertos por las clasificacio­
nes y definiciones minuciosas y se contentaba con manuales
sencillos. Muchos de los mismos retóricos profesionales ca­
recían del interés de especialista que demostraba Quintiliano
en esta materia. Su principal objetivo era ganar fama como
Educación y oratoria 289
declamadores. La declamación era un ejercicio hablado sobre
un tema dado, tal como podría surgir en un juicio o én una
asamblea deliberativa. Pero ahora esos discursos eran algo
más que una preparación para hablar en público. La decla­
mación era un fin en sí misma, una forma de oratoria coa
sus derechos propios; los retóricos empezaron a declamar en
público ante auditorios que sabían apreciar los méritos del
bien decir. Generalmente escogían temas irreales y melodra­
máticos, y la forma de tratarlos estaba tan lejos de la realidad
como los mismos temas. El declamador aspiraba a arrancar
un aplauso inmediato; y, en efecto, conquistaba las ova­
ciones del público con figuras chillonas, párrafos rimbom­
bantes, latiguillos y epigramas ingeniosos. Pero, aunque se
habla mucho de la trivialidad y mal gusto del estilo declama­
torio callejero, no debemos olvidar que un maestro de ex­
quisita sensibilidad como Quintiliano consideraba que la
declamación era un ejercicio precioso y lo empleó a toda
escala; y que, en todo caso, cierto grado de alarde oratorio
tenía, por lo menos, el mérito de animar lo que de otra
manera debía ser una rutina bastante cargante. Se conserva
en estado incompleto una colección conocida con el nombre
de Declamaciones menores, atribuida a Quintiliano. Al pa­
recer, son imas notas tomadas en clase de declamaciones
modelo con su correspondiente explicación, hecha por un
maestro que pudo ser Quintiliano o pudo no serlo. En su
versión original constaba de 388 declamaciones diferentes,
todas sobre temas del conocido tipo de controversiae, que
son casos parecidos —aunque con frecuencia sólo remota­
mente— a los que podrían presentarse en los juicios. Nos
da la impresión de un curso de una monotonía rayana en el
tedio.
290 Los romanos
Si prescindimos de los filósofos, las escuelas romanas no
se proponían más objetivo que el de enseñar y entrenar a
sus alumnos en una rama particular del saber. No pretendían
formar el carácter, ni enseñar religión, ni patriotismo, ni mo­
ralidad. Algunos profesores de la antigüedad no tenían pre­
cisamente fama de ser unos educadores modelo, como Remio
Palemón, por ejemplo, de quien se decía que desde el punto
de vista de la moralidad no había nadie menos indicado para
encargarse de los jóvenes. Sin embargo, había cierto senti­
miento general de que el maestro debía ser algo más que un
simple instructor, que debía asumir el papel de padre y hasta
proporcionar a sus alumnos la orientación moral que tanto
se echaba de menos en los hogares romanos. Cuando pidie­
ron a Plinio el joven que asesorase a un amigo en la elección
de un buen maestro de retórica para su hijo, lo que más le
preocupó fue encontrar uno de buenas costumbres y carácter
moral. Quintiliano demuestra una gazmoñería digna de un
maestro de escuela Victoriano al seleccionar las lecturas para
los alumnos de gramática. También tiene su interés la téc­
nica docente. Se habla de premios, clasificaciones y cuadros
de honor. Quintiliano llama la atención sobre el valor de
la emulación entre los alumnos y de la simpatía y aliento
por parte del profesor, y reprueba categóricamente el cas­
tigo corporal. Se estudiaban determinados problemas pe­
dagógicos, como las ventajas y desventajas que ofrecía la
escuela sobre la enseñanza en casa por un profesor particu­
lar. De hecho, se mostraba bastante interés y sensatez con
relación a los problemas educacionales, combinado con una
fuerte dosis de conservadurismo por lo que se refiere al con­
tenido de la educación, que dificultaba mucho la puesta en
práctica de cualquier cambio por insignificante que fuese.
Educación y oratoria 291
Para el alumno romano la escuela apenas significaba más
que las tareas diarias dentro de la clase, sobre todo, si se
tiene en cuenta que en el trayecto de ida y vuelta iba estre­
chamente vigilado por su paedagogus. Esta rutina pudiera
parecer de una sosez inaguantable para un niño acostumbra­
do a las múltiples y variadas actividades de la escuela moder­
na; y, sin embargo, los romanos recordaban con nostalgia
los días de escuela con esa especie de sentimiento emotivo
que solemos asociar con los colegios de finales de la época
Victoriana. Según Cicerón, todos evocan con gratitud las
escenas relacionadas con su educación y a. los maestros que
los enseñaron. Plinio consideraba sus días de colegio como
los más felices de su vida. Entre las ventajas que tiene la
escuela sobre la enseñanza en el hogar menciona Quintiliano
el que en ella se forman amistades que duran toda la vida.
Además, la educación infundía a los romanos un interés
por la literatura que mantenían durante toda, su existencia.
Suele suponerse a los romanos como hombres practicones y
duros de mollera. De hecho, resultaban buenos estudiantes,
agudos, y que conservaban vivo el interés por la literatura
y la erudición mucho después de haber abandonado la es­
cuela. Sesenta años tenía Cicerón cuando escribía a Atico
apremiándole a que le mandase un libro escrito por el gra­
mático Tiranión sobre los acentos griegos y expresando su
pesar de que su amigo no le hubiese esperado para leerlo
los dos juntos. En época posterior, y después de una carrera
pública que culminó con el gobierno de una provincia, Silio
Itálico empleó los años de su retiro cultivando el estudio
de Virgilio y escribiendo un poema inspirado en el modelo
virgiliano, algo así como un político jubilado o un funcio­
nario civil de la India de la época victoriana podía entretener
sus ocios escribiendo versos latinos o traduciendo a Homero.
292 Los romanos
Tal vez la escuela de retórica era más vulnerable a las
críticas que la de gramática. Ciertamente se la censuró en
la antigüedad. Se objetaba que lejos de preparar a los futu­
ros fiscales y abogados los habituaba a una atmósfera total­
mente irreal y los lanzaba a la vida con un bagaje de cosas
que tenían que olvidar y desaprender. Algunos profesores
como Quintiliano se daban cuenta de esta falla y hacían lo
posiblé por convertir la declamación en un ejercicio mental
serio. Pero, aim teniendo a Quintiliano por profesor,, cabe
preguntarse si valía la pena gastar tres o cuatro años no
aprendiendo nada más que el arte de hablar. De poco vale
aprender a hablar cuando uno no tiene nada que decir.
Se han conservado tan pocas'piezas oratorias de la época
imperial que no es fácil juzgar hoy día las escuelas de retó­
rica por sus resultados. Los contemporáneos que aplicaron
este criterio las encontraron deficientes. Flotaba en el am­
biente el sentimiento de que la elocuencia había decaído
mucho desde los tiempos gloriosos de Cicerón y de sus con­
temporáneos. Tampoco faltaban espontáneos que abandona­
ban a ciencia y conciencia la tradición republicana y cen­
suraban a Cicerón por ser difuso y aburrido. Se dice que
Séneca no permitía a su discípulo Nerón que leyese a los
oradores antiguos, porque no quería que nadie le hiciese
sombra como modelo en el arte de decir. Durante algún
tiempo ejerció un atractivo irresistible entre la juventud por
su manera de escribir concisa, epigramática y chispeante.
Quintiliano se esforzó por contrarrestar su influjo orientando
a la juventud romana hacia modelos más valiosos. Miraba
con optimismo el resultado de sus esfuerzos. Decía que los
futuros historiadores y expositores de la oratoria encontra­
rían mucho que alabar entre los oradores que florecían al
tiempo de escribir su libro. Estaban en pleno auge algunos
Educación y oratoria 293
abogados de primera talla y algunos oradores forenses que
rivalizaban con los antiguos —es decir, con Cicerón y sus
contemporáneos—, y había una pléyade dé jóvenes dispuestos
a continuar su tradición. Espontáneamente piensa uno en
el discípulo de Quintiliano, Plinio el joven. Pero el único
discurso suyo que se ha conservado no es para hacernos
echar de menos los que se han perdido. En realidad, al com­
parar su Panegyricus con sus admirables cartas se nos ocu­
rre el pensamiento de que cuanto más se esforzaban los
hombres por escribir bien peor lo hacían.
Las ideas y métodos educativos del mundo antiguo no
se extinguieron con la caída del Imperio romano. Hasta
cierto punto sobrevivieron en la Edad Media. Los humanis­
tas de los siglos xv y xvi los resucitaron deliberadamente.
En Inglaterra subsiste el término escuela de "gramática”
como para recordamos que nuestro sistema empalma con el
pasado, y aunque en los últimos cien años, en números re­
dondos, se han producido muchos cambios en esta clase
de centros docentes, a principios del siglo x ix las escuelas
inglesas de gramática no se diferenciaban gran cosa de las
del Imperio romano. Es cierto que fue desapareciendo el
aspecto retórico del antiguo sistema de educación, pero se
mantuvo el aspecto literario y los escolares siguieron leyendo
a los clásicos griegos y latinos como sus lejanos camaradas
de los tiempos de Quintiliano. Y todavía los siguen leyendo
hoÿ día, aunque también leen otras literaturas. Actualmente
tenemos nuestros gramáticos de inglés además de los gra­
máticos de latín y griego —por no mencionar los profesores
de otras literaturas modernas—; pero todos ellos descien­
den de los gramáticos de la antigüedad, igual que nuestras
ediciones escolares anotadas derivan de los comentarios
de literatos como Servio. La parte de nuestra educación
294 Los romanos
basada en la literatura es parte de la herencia que nos legó
Roma; es decir, repitiendo la observación que hice al prin­
cipio de este capítulo, se debe al hecho de que Roma adoptó
y asimiló esos elementos de la enseñanza de Grecia.
Si el contenido de la educación consiguiente al Renaci­
miento debe mucho a los romanos, su espíritu les debe
también algo. Recordemos que fue un escritor romano,
Quintiliano, el que propuso al mundo moderno el tipo ideal
del profesor humano y comprensivo, interesado cordialmente
en el bienestar y adelanto de sus alumnos, en vez del coco
pedante dedicado a aterrorizar a sus víctimas con su férula.
Poco tiene que añadir el mundo moderno a la pintura que
nos trazó la pluma de Quintiliano del buen maestro:
“Ante todo debe adoptar la actitud de padre para con
sus alumnos y considerarse como en el puesto de los que
han confiado a sus hijos a su cuidado. No debe ser vicioso
ni tolerar el vicio en los demás. Debe ser severo sin pesi­
mismo y complaciente sin debilidad; de lo contrario, el rigor
le hará odioso y la complacencia despreciable. Debe insistir
de mil maneras en el lado positivo de la bondad y del ho­
nor: cuanto más los estimule menos tendrá que castigarlos.
Debe controlar su genio, aunque sin cerrar los ojos a las
faltas que exigen corrección. Debe ser directo en su ense­
ñanza, estar dispuesto a tomar sobre sí cualquier molestia
y estar en todo sin estorbar. Debe contestar gustoso a las
preguntas e interrogar a los que no preguntan. Al alabar
las composiciones de sus alumnos no debe mostrarse ni ta­
caño ni efusivo: porque la tacañería desanima en el trabajo
y la excesiva efusividad engendra vana complacencia, Al co­
rregir las faltas no debe mostrarse duro y, por supuesto,
jamás debe recurrir al insulto. Hay maestros que al regañar
dan la impresión de aversión, y esto produce como efecto
Educación y oratoria 295

inmediato el desalentar a muchos en el estudio... Cuando


se sabe instruir debidamente a los alumnos, éstos miran a
sus profesores con afecto y respeto. Apenas es posible ex­
presar con cuánta mayor voluntad nos sentimos inclinados
a imitar a aquellos que nos agradan.”

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