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LUCY MADDOX
El niño sirio de cinco años de edad Omran Daqneesh, junto a su hermana, tras sobrevivir a un ataque aéreo
en Alepo. Su rostro ensangrentado se ha convertido en viral./ STRINGER (REUTERS) / VÍDEO: EPV
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24/8/2016 “He visto cosas que un niño no debería ver” o cómo sobrevivir a una infancia difícil | Ciencia | EL PAÍS
El idílico paisaje de las islas hawaianas parece sacado directamente de una postal,
con sus largas playas de arena, sus flores de hibisco y sus aguas cristalinas, repletas
de peces tropicales y arrecifes de coral. Lo primero que uno percibe al llegar al
aeropuerto es una brisa cálida y el sonido del ukelele. También se pueden comprar
guirnaldas de flores.
Mirena (nombre supuesto) nació en la isla de Kauai hace sesenta años. Cuando nos
conocemos por Skype yo estoy sentado en la salita de mi casa, es de noche y el
oscuro clima inglés me rodea. Ella está en su oficina, en una escuela local, es
temprano y puedo ver la brillante luz de la mañana, y las palmeras, filtrarse por su
ventana. Mirena es una mujer carismática que se expresa con pasión. Parece cálida,
atenta y seria; puedo ver cómo titilan sus pendientes de plata bajo el negro de su
corto pelo. Mirena recuerda un Hawái anterior al boom del turismo, recuerda crecer
jugando sobre la tierra roja de Anahola y atravesar los campos de caña al trote.
Recuerda la simplicidad del estilo de vida de entonces, la emoción al ver erigirse el
primer semáforo, para los camiones de los cultivos de caña, y a los niños que
atravesaban la isla a pie para verlo.
Pero a pesar del paisaje, la infancia de Mirena no fue nada paradisíaca. "Viví
cosas...", recuerda. "Viví cosas que un niño no tendría que vivir".
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Las investigadoras seguían primero a los padres y más tarde a sus hijos, en busca de
todo tipo de datos acerca del progreso de la cohorte y del lugar del que procedían.
Se servían de una mezcla de entrevistas semiestructuradas, cuestionarios, registros
locales de salud mental, matrimonios, divorcios, antecedentes penales, rendimiento
escolar y empleo.
"Creo que la primera vez que recuerdo participar ya tenía 18 años y era una madre
primeriza", confiesa Mirena. "La Dra. Ruth Smith me llamó por teléfono, se identificó
y me preguntó si podía venir a verme y hablar de historia".
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Mirena creció en una casa de tres dormitorios junto a sus padres y sus seis
hermanos. Los niños tenían que hacer kilómetro y medio de recorrido desde su casa
hasta el colegio. De vuelta en casa, la limpieza y el orden eran responsabilidad suya.
Recuerda su televisor en blanco y negro, con un papel celofán pegado para que
pareciera de color.
Hawái era por aquel entonces una mezcla de plantaciones e industria hotelera. El
padre de Mirena trabajaba como guardacostas. Su madre cantaba y bailaba el hula
como animadora para Aloha Airlines. Los padres de Mirena no ganaban suficiente
dinero como para alimentar a siete hijos, y encima su padre se había dado a la
bebida. El matrimonio de sus padres era a menudo difícil, lo que a veces derivaba en
violencia física. "Éramos muy pobres y mi padre era alcohólico", resume Mirena.
El estudio de Kauai separaba a los casi 700 niños en dos grupos. Se creía que cerca
de dos tercios tenían un riesgo bajo de encontrar dificultades, pero al tercio restante
los clasificaron de "riesgo alto"; ahí estaban los nacidos en la pobreza, los que
habían sufrido estrés perinatal, tenían enfrentamientos familiares (incluida la
violencia doméstica), padres alcohólicos o enfermedades.
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Un estudio revolucionario
El análisis del modo en que, a pesar de los pesares, algunos de ellos consiguieron
prosperar todavía está en curso. Hoy en día Lali McCubbin es la investigadora
principal. Hija de Hamilton McCubbin, quien trabajó con las investigadoras
originales, conoce bien la historia del proyecto y tiene algo de herencia hawaiana
propia.
Son tres los grupos de factores de protección que sirven para identificar a los niños
que prosperarán a pesar del "alto riesgo": ciertos aspectos de la personalidad del
niño, alguien que les cuide de forma consistente (no necesariamente un familiar), y
sentir que forman parte de un grupo más amplio que uno mismo.
En general, un tercio de los niños de "alto riesgo" que mostraron resiliencia venían
de familias con cuatro hijos o menos, con saltos de dos años o más entre hermanos,
muy pocas separaciones prolongadas de su principal cuidador y un vínculo estrecho
con un cuidador al menos. Lo habitual era que, de niños, se les describiera de forma
positiva, con adjetivos como "activo", "cariñoso" o "alerta", y que tuvieran amigos en
el colegio y apoyo emocional más allá del círculo familiar. Los que mejor parados
salieron también solían ser aquellos con más actividades extraescolares y, en el
caso de las mujeres, las que evitaban quedarse embarazadas hasta después de la
adolescencia.
El panorama era aun así complicado, con los diferentes factores variando de
relevancia según la edad, explica McCubbin. Estar bien, a la edad de 10 años,
significaba haber nacido sin complicaciones y tener unos padres con pocas
dificultades: sin problemas de salud mental, pobreza crónica o que no se les diera
bien educar. De los 10 a los 18, ciertos rasgos de la personalidad individual parecían
ayudar, así como la presencia de relaciones positivas, si bien no necesariamente con
los padres. Entre los 32 y los 40 años, tener un matrimonio estable servía de refugio,
como también lo hacía formar parte de las fuerzas armadas.
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Investigaciones más amplias sugieren que cuantos más factores de riesgo afronte
un niño, más factores de protección necesitará para compensar. Pero tal y como
afirma McCubbin, "muchas investigaciones respaldan esa teoría de las relaciones,
de que tenemos la necesidad de sentir que alguien cree en nosotros, de sentir que
tenemos algún apoyo incluso en el ambiente más caótico, tener una persona al
menos".
"Los niños no tienen ni idea de lo que pasa en las vidas de los adultos que les
cuidan", cuenta Mirena. "Son súbditos de esa vida, no están ahí por elección propia.
Ningún niño elige ser pobre, ni elige que el alcoholismo forme parte de su vida. Es así
y punto, te toca lidiar con ello".
Mirena ha pensando largo y tendido sobre el papel que jugaron sus padres en su
vida, y sobre la importancia de tener a alguien que te cuide y te apoye fuera del
hogar. "Yo quiero muchísimo a mis padres, Dios les bendiga, pero la verdad es que
no cumplieron con lo que se espera que haga un padre", confiesa Mirena. "Estaban
demasiado ocupados buscando sus propias respuestas... intentando averiguar qué
hacer con aquella casa llena de niños sin tener suficiente dinero para mantenerlos...
Mi madre estaba demasiado ocupada lidiando con un marido alcohólico..."
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Al ser la hija mayor, Mirena se sentía a menudo responsable de intentar resolver las
disputas familiares. Recuerda las violentas discusiones de sus padres. "Veía cómo
mi madre perdía los papeles con mi padre. Recuerdo que una vez, en la cocina, él
estaba sentado. Ella había estrellado sus botellas por toda la cocina... recuerdo que
había sangre por todas partes y pensar, '¿Qué puedo hacer? No soy más que una
cría".
Mirena cree que su abuela jugó un papel fundamental. "Por suerte para mí, teníamos
una abuela un poco más abajo en la calle", recuerda. "Mis abuelos maternos vivían
cerca. Hicieron mucho por mí; me bastaba con saber que alguien me quería de
forma incondicional, y eso que yo no siempre fui la niña más fácil de llevar. A veces
me ponía muy agresiva, algo que acostumbras a hacer cuando te ves obligada a
defender a tu familia. Nos pasábamos la mayor parte del tiempo en la calle, muy
sucios, sucios siempre, con el pelo largo y enredado.
"Cuando las cosas se ponían muy mal acababa en casa de mi abuela. Ella no vivía tan
lejos, así que tiraba por el parque y atravesaba los cultivos de caña y para cuando
llegaba hasta ella ya estaba cubierta de tierra roja y barro por todas partes. Y mi
abuela estaba inmaculadamente limpia. Su casa estaba impecable... Así que cuando
me presentaba en su casa, cubierta de barro y de la tierra roja de Anahola...
yo
intento imaginar qué pensaría mi abuela al verme cuando me acercaba.
"Pero no recuerdo una sola vez en que no fuera bien recibida en su casa, ni una. Lo
que hacía era llevarme hasta una pila de cemento que tenía afuera y me quitaba
todo el barro de encima. Después me llevaba hasta la bañera de dentro y me frotaba,
mi abuela era la única que lo hacía, hasta dejarme limpia", continúa.
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"De niños íbamos todos por libre: si nos duchábamos, bien, y si no, también. No
había agua caliente, así que la mayor parte del tiempo no lo hacíamos hasta que
alguien nos obligaba. Pero mi abuela me frotaba a conciencia, hasta sacar toda la
suciedad de mi pelo larguísimo. Y luego... me sentaba en sus rodillas y me
desenredaba el pelo con paciencia, mientras yo lloraba de dolor y ella decía 'casi he
pau' - que en hawaiano significa terminado. 'Casi he pau' - muy suavemente. 'Casi he
pau'. Y a veces le llevaba una hora... me pasaba una hora sentada en su regazo. Pero
llegado el momento siempre lo daba por pau, y recuerdo que al levantarme me
pasaba el peine de arriba hasta la punta de abajo. Y recuerdo sentirme, de niña,
verdaderamente limpia. Y sentirme guapa. Y sentir que tal vez alguien podría
quererme aquel día, que tal vez ese día estaba BIEN. Eso es lo que mi abuela hacía
por mí. Me hacía sentir que yo estaba BIEN".
Pertenencia a la comunidad
Mirena también cree que le vino bien el internado al que se fue con 12 años. "Al llegar
aquí y vivir en la residencia, con toda aquella gente tan diferente, me di cuenta que
las familias no tenían por qué ser así", cuenta. La sensación de pertenencia a una
comunidad, en la escuela, fue importante para ella, y aún hoy sigue trabajando allí.
Es
también el lugar donde conoció a su marido, con el que hoy comparte siete hijos y
quince nietos. Mirena dice que se acuerda de su abuela con frecuencia,
especialmente cuando piensa en cómo cree que ha de comportarse con su familia.
"Recuerdo que en alguna de mis horas más oscuras, sacando adelante a estos niños
míos, pensé en ella y supe que tenía que darles tanto como ella me dio a mí. Para mí
no hay nada que supere ese ejemplo de amor y de cariño. Así que doy lo mejor de mí
para ser ese tipo de abuela para los míos".
Mucho de lo que sabemos sobre el efecto del tipo de crianza sobre los niños lo
hemos sacado de la observación de animales. En la década de los 30 tuvo lugar, en
la Universidad de Stanford, una serie de experimentos que hoy no conseguiría la
aprobación de ningún comité ético: Harry Harlow separaba a las crías de macaco
Rhesus de sus madres para criarlos en jaulas individuales. Permitía a los monitos
acceder a dos modelos diferentes de mono adulto: uno de alambre que tenía una
botella de leche, y otro, sin botella, pero forrado de un material suave, similar al
tejido de una toalla. Los pequeños monos pasaban todo su tiempo junto al simulacro
de madre suave, anhelando el confort, y solo acudían al mono de alambre en busca
de comida, para regresar inmediatamente después al sustituto envuelto en toalla.
Esto puso en entredicho las viejas teorías que insistían en que la comida y el cobijo
son los principales estímulos de los niños, y sugirió que el rol de confort puede ser
mucho más importante de lo creído hasta entonces.
A Bowlby le interesaba averiguar qué ocurre con los niños que son separados de sus
cuidadores a una edad temprana. Realizó uno de sus primeros estudios con 88
pacientes adolescentes de su clínica en Londres. La mitad habían acabado allí por
robo, y la otra mitad padecía algún trastorno emocional pero sin tendencias
delictivas. Bowlby observó que entre los "44 ladrones", tal y como él los llamaba, era
mucho más habitual que de pequeños hubieran perdido al menos a uno de sus
cuidadores, lo que le llevó a interpretar que las tempranas experiencias de pérdida
pueden tener un profundo efecto.
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Bowlby escribió mucho sobre la importancia del apego y de la pérdida de las figuras
de apego, lo que condujo a su colega, Mary Ainsworth, a desarrollar un sistema para
medir la calidad del apego entre cuidadores y niños que aún hoy está en uso. La
técnica de "situación extraña", tal y como se la conoce, consiste en observar la
reacción del niño ante la separación de su cuidador y su posterior regreso, y
también su reacción ante la aparición de un extraño. Su apego puede entonces
clasificarse en base a sus reacciones, de forma que podamos predecir en parte su
desarrollo posterior. La clasificación más preocupante, el "apego desorganizado",
tiende a observarse en niños cuyas figuras de apego les han hecho daño, y se asocia
a una menor capacidad de empatía con los demás y para regular las propias
emociones en la vida adulta.
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"Yo también me enteré por los medios, como todos", cuenta Rutter, sentado en su
luminosa y fresca oficina del Centro para el Desarrollo Social y Psiquiatría Genética
en el sur de Londres. "Pero [la investigación] empezó porque el Departamento de
Salud se puso en contacto conmigo para decirme que no sabían lo que iba a pasar
con esos chicos, y si sería posible hacer un estudio, un seguimiento, y averiguar
cuáles podrían ser las repercusiones prácticas y políticas. ... Así que dije, venga,
vamos a verlo".
El estudio de Rutter evaluó a los niños durante bastante tiempo, según se iban
asentando junto a sus nuevas familias adoptivas. "Las conclusiones nos deparaban
una sorpresa tras otra", asegura. Por aquel entonces se estimaba que las
adversidades graves daban lugar a toda una serie de problemas emocionales y de
comportamiento. Pero por el contrario, en sus investigaciones descubrió, tras un
seguimiento que: aparte de una minoría con patrones específicos de dificultad social
extrema, como en los casos de autismo, "No se daba un aumento de problemas
emocionales o de comportamiento", confirma. "Esa fue una de las sorpresas". Otra
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Rutter cree que esta resiliencia ante la adversidad es un proceso dinámico: "Al
principio se consideraba que la resiliencia era una característica, y lo que está
bastante claro es que esa no es la forma correcta de verlo", explica. "Se trata de un
proceso, no de una cosa. Se puede ser resiliente a una cosa y no a otra", continúa. "Y
se puede ser resiliente en ciertos casos y en otros no". Reconoce que "tanto los
niños como los adultos que se muestran resilientes ante ciertas cosas, suelen
también ser resilientes a otras", pero insiste en que la resiliencia no es una virtud
fija.
Rutter ofrece la siguiente analogía médica: "Protegemos a los niños contra las
infecciones, permitiendo que se desarrolle su sistema inmunológico natural o bien
los inmunizamos". De cualquier manera los niños se benefician de una exposición
temprana y controlada a los patógenos. Evitar que esto ocurra es perjudicial a largo
plazo. De igual forma, los niños necesitan un punto de estrés en sus vidas que les
permita aprender a gestionarlo. "El desarrollo exige desafíos, cambios y también
continuidad", opina Rutter. "Es incorrecto pensar que la estabilidad debe ser la
norma".
Esto sugiere que hay algo en el modo en que algunos niños se adaptan y lidian con
las circunstancias adversas que los convierte en emocionalmente resilientes. El
estrés no es la causa inevitable de sus problemas, aunque resistir siempre será más
difícil frente a las peores adversidades; lo verdaderamente importante es la
interacción entre el estrés y el modo en que se afronta. Algunas formas de afrontar
las cosas son probablemente más útiles que otras, y tal vez algunos factores de
protección se traduzcan en una mejor gestión del estrés.
Rutter recuerda a uno de los primeros niños que conoció en la cohorte rumana, tenía
verdaderos problemas de comportamiento y de bienestar emocional, pero en la
actualidad parece haberse desarrollado de forma aparentemente resiliente. "Le ha
ido muy bien", explica Rutter. "Sus relaciones en casa son espléndidas. Le ha dado
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un verdadero giro a su situación y es difícil saber por qué ha sido exactamente, pero
el hecho de haya ocurrido así debería recordarnos que no hay que dar por perdidas
ciertas situaciones solo porque parezca que no se puede hacer nada".
Pero, ¿qué pasa con los niños que necesitan una ayuda extra para alcanzar el mismo
nivel de desarrollo que sus semejantes más resilientes? Todavía sabemos muy poco
acerca del funcionamiento de la resiliencia o sobre el modo en que podemos
ayudarles a ser más eficaces. Si lo analizamos como proceso adaptativo, ¿cómo
hace nuestro cerebro, nuestros patrones de pensamiento y comportamiento para
adaptarse y ayudarnos a lidiar con la adversidad más temprana? Eso es justo lo que
investiga Eamon McCrory, catedrático de Neurociencia, Desarrollo y Psicopatología
en el University College de Londres.
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Tanto los estudios con veteranos de guerra como con niños maltratados revelan que
las áreas del cerebro implicadas en el procesamiento del peligro, tales como la
amígdala, se vuelven mucho más sensibles en los soldados que vuelven de la guerra
y
en los niños que han sufrido maltrato de pequeños. Es fácil suponer que cuando se
pasa miedo con frecuencia, el cerebro va a encontrar la manera de adaptarse y
volvernos extremadamente sensibles a estas situaciones. "Nuestra principal
propuesta teórica gira ahora mismo en torno al concepto de vulnerabilidad latente",
cuenta McCrory, "que el maltrato induce a adaptarse, en contextos caracterizados
por el peligro, la imprevisibilidad y el estrés temprano, a toda una serie de sistemas
biológicos y neurocognitivos. Dicha adaptación puede resultarnos útil dentro del
contexto, pero a largo plazo las vulnerabilidades tienden a enquistarse".
Para averiguar si las diferencias estructurales del cerebro de los niños maltratados
cambian o son por el contrario estables en el tiempo, el equipo de McCrory también
escanea sus cerebros. "Sabemos muy poco sobre la maleabilidad estructural del
cerebro a largo plazo", confiesa McCrory. "Sabemos, por ejemplo, que existen
diferencias estructurales en la corteza orbitofrontal y el lóbulo mediotemporal,
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"Según una de las hipótesis, la memoria poco específica limita nuestra capacidad
para asimilar y negociar experiencias futuras con eficacia, pues solemos basarnos
en nuestras vivencias pasadas a la hora de predecir las contingencias y
probabilidades de los eventos futuros, es ese conocimiento adquirido el que nos
serviría para gestionar bien dichas experiencias. Así que una memoria poco
detallada limitaría nuestra capacidad para gestionar factores de riesgo en el futuro".
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En un mundo ideal no tendríamos por qué buscar la mejor manera de ayudar a los
niños que han sufrido abusos o negligencia; eliminaríamos los factores de riesgo y
listo. En su defecto, tratar de comprender qué puede hacerse para prevenir el efecto
negativo de esos factores, y así motivar la resiliencia infantil individual, podría bien
ser la segunda mejor opción.
Todos los entrevistados para este artículo se sentían optimistas. "Hablamos del
punto de vista psicológico, ¿no es así?", se asegura Lali McCubbin. "Queremos creer
que la gente puede darle un giro a sus vidas."
McCrory así lo hace: "Es esperanzador ver que la recuperación es posible y que
estos sistemas cerebrales se caracterizan por su plasticidad, así que todo debería
girar en torno a la promoción de esa capacidad, ¿hay períodos del crecimiento
donde esto sea más factible? ¿qué podemos hacer para estimular la plasticidad en
esos momentos?"
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El equipo de McCubbin acaba de realizar ocho entrevistas piloto a miembros de la
cohorte original que ahora rondan los 60 años. Para explicar la investigación se sirve
del concepto hawaiano de "aloha". "Hay una versión turística del aloha", explica. Nos
habla de una palabra que puede traducirse tanto como "amor y compasión", como
"piedad" y "conexión" o como "ser parte de todos y todos parte de mí".
"Aloha significa hola y adiós, pero lo que significa en realidad es 'aliento de vida'",
continúa McCubbin. "Esto formaba parte de nuestras entrevistas, estábamos
recogiendo su 'mana'o', su aliento su vida... Se nos ponía la piel de gallina al pensar
en ello de esa manera, esa sensación de aloha, de que que estamos todos
conectados".
Mirena habla tan claro sobre la importancia de la conexión humana como lo hacen
las propias investigaciones, aunque todavía nos quede un largo camino antes de que
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