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LA GUERRA

Tras la pérdida de un ser querido, el duelo es imprescindible. El llanto, la música, las velas, las flores,
los corazones pintados en un papel o publicados en redes sociales, acompañan al dolor y
reconfortan a los supervivientes. Pero el duelo no puede anestesiar a las víctimas, nublar el
entendimiento, enmascarar la verdad.

Si el autodenominado Estado Islámico se financia vendiendo petróleo, ¿quién se lo regala?, y sobre


todo, ¿quién se lo compra? Si los asesinos disponen de las armas y las municiones que necesitan para
matar, ¿quién se las vende?, y sobre todo, ¿dónde las compran?

Si familias cercanas a las monarquías absolutas de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes sostienen con
donaciones económicas al yihadismo radical, para fortalecer al Islam sunita frente al chiíta, ¿cómo
pueden los Estados Unidos y la Unión Europea seguir considerando a esos monarcas aliados leales?
Si cualquiera puede comunicarse con cualquiera en cualquier lugar del planeta con sólo pulsar una
tecla, ¿cómo es posible que dos policías europeas de países limítrofes no compartan información
sobre potenciales terroristas fichados?

Si ISIS, una organización minoritaria, insignificante en relación con la población musulmana


mundial, asesina a musulmanes a diario sin que esas matanzas sean siquiera noticia en Occidente,
¿cómo nos atrevemos a aspirar a la compasión que no somos capaces de sentir? La guerra no es la
respuesta. La guerra sólo sirve para que los responsables esquiven estas preguntas por siempre jamás.

Almudena Grandes, web de Cadena Ser, Hoy por hoy, 20/11/2015

EL ESTIGMA

A un amigo mío le diagnosticaron VIH hace medio año. Tras un momento inicial de tristeza y
desconcierto, reaccionó y buscó el amparo del equipo del doctor Clotet, especialista en el virus y
líder de un proyecto que investiga la vacuna en la que hay puestas sensatas esperanzas; ahora mi
amigo se siente protegido y menos asustado. Por fortuna, hacía muy poco tiempo que se había
infectado y pudo entrar a formar parte de un grupo de pacientes que se prestan a probar en carne
propia ese experimento. Siempre es alentador para un enfermo verse como un valiente pionero de
toda una comunidad de infectados.

El mes pasado mi amigo fue a pasar unos días a casa de su hermana, que comparte apartamento con
otras chicas. Una de estas compañeras de piso vio la medicación de mi amigo en un estante y tecleó
en Google el nombre de la etiqueta: Truvada. Así, de esta manera inaceptable, se enteró de la
naturaleza de las pastillas. Pero no solo no se avergonzó de su indiscreción, sino que no tuvo el
menor empacho en reprocharles a los hermanos que no se le hubiera comunicado el hecho de que
un infectado por VIH compartiera durante unos días el mismo techo. Trataron de hacerle entrar en
razón, le explicaron las muy específicas vías por las que el virus se contagia, pero ella siguió aferrada
a una aprensión irracional. No se trata de una joven iletrada, al contrario, su currículum es rico en
hazañas académicas, pero está visto que la empatía y la piedad no se estudian en la universidad.

Por fortuna, aquel tiempo en que algunos trabajadores sanitarios no querían tocar a los enfermos de
sida quedaron muy atrás y hoy los enfermos sobrellevan el virus como una condición crónica. Pero
antes llegará el momento en que vea la luz una vacuna que algunas mentes estrechas levanten el
estigma a los enfermos.

Ni mi amigo ni su hermana siguen en el piso.


Elvira Lindo
LA DIETA

Al final de una buena comilona siempre hay alguien que lanza ritualmente este mantra: mañana sin
falta me pongo a dieta. A continuación el glotón de turno, que acaba de zamparse un codillo o una
fabada, en señal de arrepentimiento, pide el café con sacarina. En las copiosas y pesadas sobremesas
se suele hablar mucho de dietas. Cada comensal aporta la suya: la de semillas de calabaza, la del
melocotón, la del astronauta. Ante el firme propósito de adelgazar, alguien decide comer de todo y
ayunar por completo un día a la semana, otro piensa en hacerse vegetariano. Estar gordo o flaco es
solo cuestión de metabolismo, sentencia el sabiondo. En medio de la discusión dietética hay un punto
de acuerdo: el único enemigo es la grasa del colesterol malo. Ahora bien, si este saludable deseo de
limpieza se traslada de la barriga a la mente, es evidente que en este caso la grasa más perniciosa
para el cerebro es esa sensación de que la política está podrida hasta la médula, el ambiente
irrespirable creado por un escándalo diario, la asfixia moral que genera la corrupción. Mañana sin
falta me pongo a dieta: esta necesidad de higiene mental se produce por hartazgo de la sobrecarga
mediática repleta de titulares agobiantes, declaraciones estúpidas y chismorreo inane. Para limpiar el
cerebro de esa basura también existen dietas muy variadas. Es recomendable pasar al menos un día a
la semana sin periódicos, la radio y televisión apagadas, con la idea de que eres tú el único dueño de
tu vida y elegir la dieta más conveniente, por ejemplo, unos versos de Safo, una sonata de Bach, un
ensayo de Montaigne, el silencio en una playa desierta, el aire puro de alta montaña. Ese día
descubrirás que el futuro no es tan negro, que no todo está perdido. Se trata, como la nave Rosetta,
de salir a la caza de cualquier cometa que pase por delante de casa.

Manuel Vicent, El País, 16 de noviembre de 1014.

LA LANZA

¿Qué es hoy un adolescente sin teléfono móvil? Nadie. Actualmente los ritos de pubertad se
establecen con una variedad de cicatrices, púas de gomina en el pelo, tatuajes, piercings, con los que
escarifican su cuerpo los adolescentes camino de la discoteca o del botellón de fin de semana donde
les espera el primer alcohol, el primer sexo y tal vez la última droga de diseño. Los héroes de hoy,
como los antiguos, también van armados con una lanza para matar al dragón que tiene cautiva a una
bella princesa. En este caso la lanza es el teléfono móvil, que concede al adolescente un gran poder.
El whatsapp transforma al cobarde en valiente, al tímido en audaz, al tonto en listo, al tipo duro en
un castigador ilimitado, solo que en estos ritos de iniciación también las princesas cautivas usan la
misma arma y ya no necesitan ayuda de ningún héroe para escapar del dragón. Tanto ellos como
ellas saben que sin el móvil no son nada. No creo que exista ningún adolescente que al darse cuenta
en medio de la noche que ha olvidado el móvil no se sienta un guerrero desnudo, desarmado y trate
de recuperar a toda costa su lanza. La esencia de esta nueva arma es la inmediatez. En los whatsapps
la rapidez en responder a las llamadas es más determinante que el contenido de los propios
mensajes. Si no contestas de forma instantánea puedes quedar fuera de combate, puesto que los
mensajes de la amiga, del amante, del novio, del desconocido se acumulan, se superponen y serás
inmediatamente suplantado. Tener el móvil apagado engendra una suspicacia morbosa en la pareja,
que puede desembocar en una tormenta de celos si no estás permanentemente conectado. Antes los
enamorados se eternizaban en la despedida por el viejo teléfono. Cuelga tú; no, cuelga tú; anda,
cuelga tú. En cambio, hoy los móviles se diseñan para poder expresar una idiotez cada día un
segundo más rápido. La neurosis de los mensajes superpuestos, inmediatos ha llegado al extremo que
muchos adolescentes y también adultos perciben que les vibra el móvil en el cuerpo aunque lo
hayan dejado en casa. Esta falsa vibración es un síndrome de la necesidad de esa llamada, de esa
respuesta, real o imaginaria, que se espera con angustia, sin la cual uno se siente solo en el mundo.

Manuel Vicent. El País, 16-06-2013


CÓDIGOS
A estas alturas de la historia el destino de la humanidad se debate entre dos códigos, el genético y el
postal. La estructura cromosómica del ser humano se compone de una combinación de cuatro bases
bioquímicas que giran con una doble hélice para formar el edificio intrincado de la vida. El destino
de la humanidad está ligado a este código según el cual genéticamente estamos hechos solo de
materia y todos partimos de cero al nacer, movidos por una maquinaria celular idéntica a todas las
personas, no importa el origen y la raza. Pero, sin duda, en la vida existe un elemento discriminatorio
más determinante que el código genético. Se trata del código postal. Este marca definitivamente
nuestro futuro. Nacer y vivir en Somalia implica un alto riesgo de morir joven, pobre y machacado
por la enfermedad. Nacer y vivir en la avenida Foch de París o en el Upper East Side de Manhattan
significa salud, riqueza y larga vida. Nuestro domicilio es más importante que nuestra herencia
biológica. El cartero sabe adonde llevar las buenas y las malas noticias. Genéticamente Einstein
apenas se distinguía de un simple ratón o incluso de la mosca del vinagre, pero la diferencia entre un
escandinavo y un subsahariano es abismal, por eso si nada podemos hacer por cambiar nuestra
estructura cromosómica, a la hora de adquirir un poco de felicidad todo nuestro esfuerzo suele estar
dirigido a vivir en un buen código postal, que generalmente suele llevar aparejado el uso y disfrute
de los derechos humanos. El terrible espectáculo de miles de emigrantes que mueren ahogados en el
Mediterráneo y la angustia de los refugiados que huyen de la guerra y se estrellan contra las vallas de
Europa se debe a que tratan agónicamente de alcanzar un buen código postal, porque saben de sobra
que si permanecen bajo el hambre y las bombas su código genético habrá fracasado.
Manuel Vicent

LOTERÍA
Ocurrió la semana pasada a la puerta de un colegio, hora de salida. Ya se imaginan el griterío. Los de
preescolar con sus babis de cuadritos por debajo del anorak y sus coronas de cartulina, corriendo a
abrazarse a las faldas de su madre, los mayores dándole patadas a un balón en la plaza. Otros
volviendo a casa con la mochila al hombro, solos o en grupos de chicos y chicas, muy autónomos
ellos, con ese aire preadolescente de querer hacerse notar, pisando fuerte, metiéndose unos con
otros, forjando sin saberlo las amistades y los enemigos irreemplazables del futuro, como hemos
hecho todos. Una tarde luminosa, como les digo, de esas que confirman o salvan un día. Los
escaparates adornados con nieve de Navidad, gente sonriente que se mueve por la calle como si la
prima de riesgo fuera una cosa lejana que solo existe en los periódicos, música de villancicos, todo
un poco cierto y un poco falso como en los anuncios de lotería. Y fue entonces cuando la vi.

Tendría siete u ocho años. Rubia, flacucha. Con flequillo y pelo corto. Estaba sentada en un banco de
la plaza con un libro abierto sobre la falda. Leía ajena al griterío, con una concentración
extraordinaria, la cabeza inclinada, siguiendo la lectura con el dedo índice, para no saltarse de
renglón, pasando las páginas como si en ello le fuera la vida. Daba la impresión de que aquel
territorio lo había conquistado ella sola palmo a palmo, sin ayuda de nadie. Enternecedoramente
pequeña y obstinada con su anorak azul marino y la merienda intacta en el envoltorio de papel albal.
A salvo en su trinchera como un soldado rebelde que no está dispuesto a rendirse.

Observándola casi pude sentir el olor de las páginas impresas, la tinta fresca, la limpieza de las
ilustraciones. Todo regresó a mi memoria de golpe, una puerta abierta al patio de atrás de otro
colegio, y yo misma otra vez allí de uniforme, sentada en un peldaño de las escaleras, deslizándome
a lo Jim Hawkins por el cabo que llevaba desde la verja de hierro de la entrada hasta el territorio libre
de las islas perdidas para convertirme en todos los personajes de los libros que leía: Josephine March
en Mujercitas, Mowgly, la hermana mayor de los Hollyster, una princesa cheyenne, Alicia en el país
de las Maravillas... y fue por ese camino como una tarde de temporal acabé encontrándome, cara a
cara, con el marinero de mi primera novela, Querido Corto Maltés.
Todo eso pensaba mientras miraba a la cría, cuando de pronto ella levantó la cabeza y me vio. No
debió de hacerle gracia sentirse observada, así que bajó de nuevo la vista, ignorándome como a una
intrusa. Aquella apache bajita con cara de pocos amigos sabía mantener a raya al enemigo. Una niña
con suerte, pensé. Ojalá ese libro un día la salve de las hostilidades del mundo, como me salvó a mí,
y en las horas bajas le caliente el corazón. De cosas tan simples depende, al fin y al cabo, la suerte.
La mejor lotería.
Susana Fortes, "Lotería" en El País, 16/12/2011

SCROOGE
Decía Aristóteles que hasta en la cabeza del hombre más inteligente hay un rincón de estupidez.
Como los humanos somos esencialmente contradictorios y paradójicos, yo añadiría que en toda
persona buena hay un grano de maldad, pero también que en todo malvado hay un resquicio de
bondad. Es lo que le sucede a Scrooge, el repugnante personaje del Cuento de Navidad de Dickens.
Scrooge, un banquero/prestamista carente de toda empatía, que odia y desprecia a los pobres y cuyo
único interés en la vida es ser más y más rico sin importarle las tropelías que tenga que hacer para
ello (¿les suena esto de algo?), es tocado un buen día por la magia de las fiestas navideñas y un
pedacito de su momificado y cruel corazón vuelve a sentir el flujo cálido y vibrante de la sangre. Eso,
el ensueño de una vida amable y feliz, la esperanza irracional en la bondad, pese a las apariencias,
es algo esencial en los seres humanos. Algo tan básico que tal vez cabría deducir que, en principio,
todos queremos ser buenos. Luego, claro, ese afán se retuerce y puedes acabar convirtiendo tu vida y
la de los otros en un infierno. Pero el deseo está ahí, latiendo en el fondo de nuestras entrañas. Por
eso ha tenido tanto éxito el anuncio de la lotería de este año. Aunque es magnífico, algunos se han
burlado de su emotividad, porque en esta sociedad el Mal es visto como algo adulto y serio y el Bien
como algo pueril y ridículo (no entiendo por qué y así nos va). Pero, como los viejos ritos son
poderosos, en estas fechas todos, hasta los más callosos, sentimos aletear en nuestro estómago un
anhelo de dicha y de bondad. Por eso muchos detestan estas fiestas: porque temen una vez más la
decepción. Y, sin embargo, ¿no es hermoso desear querer y ser queridos? Feliz Navidad.

Rosa Montero. El País, 23-12-2014

¿SOMOS TAN EJEMPLARES CÓMO EXIGIMOS A LOS DEMÁS?


Tengo para mi que la “ejemplaridad” está a punto de convertirse en una palabra de moda y todo el
mérito de que así sea habrá que apuntárselo a Javier Gomá porque ha dado con una idea de
comportamiento sumamente atractiva. Pero la “ejemplaridad” me parece más una aspiración que una
pauta de conducta definitivamente asentada entre nosotros.

La gran mayoría de los ciudadanos, por no decir la generalidad, deja algo o bastante que desear tanto
en su comportamiento íntimo como público. Y es que el ser humano es por esencia imperfecto y por
eso siempre sale perdiendo en cualquier comparación a que se le someta con la perfección en
abstracto.

Viene a cuento lo que antecede porque tengo la impresión de que el sufrimiento que ha traído la
crisis nos ha vuelto más justicieros e implacables. Desde una perspectiva personal, en la que
olvidamos nuestro propio comportamiento (el que sea: mejor, peor o regular) y situándonos en la
óptica abstracta de la perfección, juzgamos severamente lo que hacen los demás (sobre todo si son
políticos) y los condenamos hasta por pequeños engaños o irregularidades que nosotros mismos
cometemos. Por ejemplo, si podemos, pedimos enchufes, pero nos escandalizamos cuando imputan
a un político por enchufar a alguien (seguramente respondiendo a la petición de otro ciudadano); si
tenemos ocasión pedimos que nos quiten una multa, pero nos escandalizamos cuando imputan a un
político por pedirle al compañero de turno que se la retire; si surge la ocasión, dejamos de pagar la
parte que podamos de los impuestos, pero cuando imputan a alguien por defraudar a la Hacienda
Pública, nos escandalizamos poniendo el acento, no en el hecho que es el mismo, sino en la cuantía:
es que defraudan más.
Con lo que antecede no estoy defendiendo nuestras imperfecciones, ni combatiendo la deseable
ejemplaridad. Solo estoy diciendo que para juzgar a los demás, sean políticos o cualquier otra cosa,
convendría que pensáramos cómo somos nosotros mismos. Y una vez hecho esto que tiren la primera
piedra –si quieren- los que hayan sido absolutamente ejemplares.
Juan José Otero. ABC.

VIVA EL ESTADO
El Consejo General del Poder Judicial, por poner un ejemplo, es una institución del Estado. Pero si se
va la luz, el Consejo no puede funcionar, por lo que en buena lógica la red eléctrica debería ser otra
institución del Estado. Es cierto que los jueces, como los particulares, pueden adquirir en la ferretería
de la esquina, por equis euros, un generador doméstico. Pero las emanaciones de estos aparatos
corrompen el ambiente y producen malos olores, que es lo que le falta a ese Consejo, como si no
apestara ya sin ayuda de nadie. ¿Por qué entonces el Estado vendió la red eléctrica al mejor postor,
que a su vez se la ha vendido a otros postores, de forma que ya no sabemos ni de quién es a ciencia
cierta? Misterio.

Si la banca se va al carajo, nos vamos todos, incluido el Consejo de Ministros, a freír espárragos. A
día de hoy, resulta imposible la pervivencia de un Estado sin banca (más aún que sin Ejército). Quiere
decirse que ese negocio, o una parte sustancial del mismo, debería pertenecer al Estado. Hay más
ejemplos, pero con estos dos basta. Cuando uno veía, durante el temporal sufrido recientemente en
Cataluña, las torres de conducción de la energía eléctrica dobladas sobre sí mismas, como si
estuvieran hechas de palillos de dientes, uno pensaba que era el Estado el que se encontraba por los
suelos. De hecho, la gente sabe que lo que falló en esa situación no fue una empresa privada, sino el
Estado, la suma de cuyas instituciones deben facilitar y permitir la vida en común. Del mismo modo
que no se pueden subcontratar ni la policía ni los jueces ni el Senado o el Congreso, tampoco las
infraestructuras fundamentales deberían estar en manos privadas. ¿Qué soberanía tiene un Estado al
que pueden dejar a oscuras y sin calefacción desde fuera de sus fronteras? Ninguna. En fin, que a ver
si hacemos algo.
Juan José Millás. El País.
85 FRENTE A 3500 MILLONES
Los niños tienen la malísima costumbre de crecer. Por ejemplo, los pies se les agrandan con fastidiosa
constancia y es necesario comprarles otros zapatos. Pues bien, en España, una sociedad
comparativamente tan rica, hay niños que no pueden ir al colegio ni salir a la calle en invierno,
porque los zapatos se les han quedado chicos y su familia no tiene dinero para reemplazarlos.
Cuando me enteré de que esto sucedía, me pareció un ejemplo perfecto de lo que es la exclusión.
Consiste en sufrir carencias en las que ni siquiera pensamos, porque no nos caben en la cabeza. Y,
para peor, no sólo son inhabilitantes (arruinan la vida de esos niños) sino que, además, muestran de
qué perversa manera se cierra la desgracia sobre sí misma: porque los que de verdad no tienen nada,
ni siquiera pueden salir a la calle para protestar, para mostrarse. Quedan presos dentro de su
pobreza. La verdadera miseria es invisible. Pero sucede que en esta España europea e industrializada,
que supuestamente se está recuperando económicamente, hay tres millones de personas en situación
de privación material extrema, lo cual nos sitúa a la cabeza de la desigualdad en la UE. Qué
vergonzoso récord.

Y estos son los que han sido escupidos del sistema, los que están en la parte más baja,
verdaderamente abismal, de la escala. Pero luego hay muchos millones más que no llegan a fin de
mes. Porque la nueva miseria que se está creando en España tiene un componente de especial
humillación: la nuevas condiciones de trabajo y los nuevos sueldos son tan miserables, que a
menudo el hecho de tener un empleo no te salva de la pobreza: sigues sin poder comprar comida a
partir del día 20, o te siguen cortado la luz por impago, o el agua, o el gas. La tan cacareada salida
de la crisis se está pagando con esclavitud.
Es una tendencia global, por otra parte. La desigualdad extrema ha alcanzado niveles históricos en
varios países y continúa empeorando en todo el mundo. Además el cambio climático está incidiendo
en el aumento de la violencia, en el empobrecimiento de grandes masas de población y en el
número de desplazados, como han demostrado diversos estudios científicos. Quiero decir que la
terrible tragedia de los refugiados sirios no es más que el comienzo de una catástrofe social
monumental. Déjenme que mencione un dato escalofriante: las 85 personas más ricas del mundo
poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de los habitantes de este planeta. Visualicemos los
números: 85 frente a 3.500 millones de individuos. ¿Podemos seguir permitiéndonos esta matemática
de la abyección? Son cifras que prueban el fracaso de nuestro mundo. Si no tomamos medidas
radicales y urgentes, la Humanidad se encamina hacia el suicidio.
Rosa Montero. El País.

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