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Título: ¿Con un adolescente…? ¡Nada!

Lectura complementaria sugerida para el tema: M9-Teórica2


¿Adolescencia o “Aborrescencia”?

Autor: Tomás Melendo

Fuente1: www.edufamilia.com

El «problema» de la adolescencia

A sabiendas de que escandalizaré a más de uno, en estas primeras


líneas querría sugerir que la adolescencia como problema-que-debe-ser-
resuelto es, en buena medida, un mito o, más correctamente, una
creación de los adultos y, en particular, de los padres y de las madres.

Aunque, para que nadie se llame a engaño, resalto que lo que considero
casi inventado es tan solo el carácter de problema que atribuimos a esta
etapa de la vida de nuestros hijos; problema que transformamos en
tragedia en la proporción exacta en que pretendemos solucionarlo.

No pongo en duda, lógicamente, el hecho de la adolescencia en cuanto


tal, que es algo obvio.

Y me explico.

La adolescencia como no-problema

Casi nadie que haya reflexionado un poco sobre el asunto dejará de


reconocer que, en sí misma, la adolescencia es un período de

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Este material puede tener derechos reservados y es sólo material de apoyo para el
expositor, por lo tanto no se puede reproducir sin permiso del autor.

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crecimiento necesario en todos los ámbitos que componen la persona
humana: algo, por tanto, además de ineludible, bueno, porque bueno es
o debería ser su resultado final… que no puede lograrse si uno no es
durante un tiempo adolescente.

Y que así debemos considerarla, si queremos evitarnos y evitar a otros


sufrimientos inútiles. Hemos de aprender a verla como una fase
concreta e imprescindible en el desarrollo global de toda una vida y en el
horizonte de ese despliegue. Es decir, como me repetía —con expresión
típica de Málaga— quien me enseñó hace años a conducir, «mirando al
lejos», que es el único modo de no obsesionarnos con esa etapa de
transición, de relativizarla y darle su verdadero valor y alcance.

Ciertamente, así enfocada, la adolescencia no haría perder el sueño a


ningún adulto. Y, de hecho, de ordinario no nos inquietan las
trasformaciones morfobiológicas que experimentan nuestros hijos o
hijas; más aún, aprendemos a observarlas con agrado y una pizca de
nostalgia, anticipando el desarrollo futuro. Nos preocupan, por el
contrario, las dimensiones psíquico-espirituales, no bien definidas aún y
en aparente peligro, y ciertas connotaciones que la adolescencia suele
presentar hoy día.

Todo lo demás, desde las desproporciones físicas hasta el cambio de


modulación en la voz, con sus momentos ridículos…; la atención
desmesurada al propio físico, al modo de vestir y de arreglarse…; la
dependencia del qué dirán, sobre todo respecto a los o a las
adolescentes del grupo al que se han entregado prácticamente por
entero; los altibajos de humor y las salidas de tono… incluso podrían
divertirnos porque sabemos que, en condiciones normales, son cosas
que pasan ¡y que se pasan!: que acaban por desaparecer.

En la actualidad

Por el contrario, si solo pensar en la adolescencia nos hace temblar es


porque medio advertimos que en el mundo de hoy:

1. Es bastante frecuente que no llegue a sazonar la esfera psíquico-


espiritual: que sea justo esta inmadurez lo que no se pase, sino que se
extienda más tiempo del previsto e incluso tienda a instalarse de por
vida -no en vano se ha acuñado la expresión perpetuo adolescente-, con
el cúmulo de consecuencias desagradables que esta falta de progreso
lleva aparejadas.

2. Cosa que sucede, si no me equivoco y simplificando un tanto, porque


en el presente existen-y-faltan elementos que en épocas no muy lejanas

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estaban más compensados.

Lo que sobra

Existe, por utilizar una expresión que puede resumir la mayoría de las
disfunciones de esta etapa, una desproporción entre las grandísimas
posibilidades de acción de nuestros hijos y el dominio y la
responsabilidad —más bien la relativa carencia de uno y de otra— que
muestran respecto a sus propias actuaciones.

Cuestión que cabe concretar en un solo ejemplo, de particular incidencia


en nuestros adolescentes y que calificaré —tomando este término en un
sentido muy, muy amplio— como un consumismo atroz.

Un hiperconsumo -como dirían ellos- que en parte propiciamos los


propios padres, como contrapeso a nuestra mala conciencia por no
atender debidamente a lo que nuestros hijos nos demandan, a veces sin
siquiera ser conscientes: nuestro tiempo, nuestra intimidad… y nuestra
exigencia.

Y que consideramos mucho más peligroso que el practicado por nosotros


mismos como consecuencia de la falta de consonancia entre la
capacidad de acción y la responsabilidad del adolescente a que acabo
de aludir.

¿… y por qué sobra?

Intento explicarme de nuevo. En general, los adolescentes de clase


media o media-alta… o medio-baja o baja de nuestro país, como los de
muchos otros de características semejantes, gozan de instrumentos
materiales (dinero, en primer término, pero también medios de
locomoción propios o de sus amigos, acceso a lugares de esparcimiento
y diversión, a fincas y casas de campo, hoteles y similares…), y de una
libertad de movimientos de los que los padres no carecemos, pero
tampoco podemos emplear con la ligereza y desenvoltura con que ellos
lo hacen: en esto, que bastantes llamarían un poco ingenuamente
libertad, nos superan por goleada.

Como consecuencia, los adolescentes componen un poderosísimo


colectivo, presa fácil de la publicidad y del afán de ganancias de los que
negocian con los impulsos ajenos.

El adolescente actual posee todas los atributos del mejor consumista:


dinero del que no tiene que dar cuenta a nadie y ganado sin otro
esfuerzo que el de pedirlo-exigirlo, a veces con solo poner mala cara… si
es que los padres no nos adelantamos a dárselo por miedo a que nos las

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pongan; compulsividad a la hora de comprar, usar y tirar;
comparaciones con otros adolescentes, de las que derivan caprichos
descontrolados; incapacidad de esfuerzo y, sobre todo, de espera…

Añado, aun a sabiendas de que con esto pierdo ante los adultos más
puntos de los que ya he perdido con los adolescentes, que a la mayoría
de los padres no nos asusta el consumismo de nuestros hijos, que
nosotros mismos —con una mal disimulada hipocresía o, al menos, con
una flagrante falta de coherencia— vivimos en primera persona y
provocamos en ellos a cambio de que nos dejen en paz. Nos aterra más
bien que semejante consumo se ejerza sobre productos peligrosos: no
tanto el sexo, que en la mayoría de las familias empieza casi a
hurtadillas a formar parte de lo políticamente correcto, sino sobre todo el
alcohol, la droga… y todo lo que estos ambientes llevan consigo, como,
por señalar tan solo un par de extremos, la prostitución o la
delincuencia.

Lo que falta

No existen en nuestra sociedad, por el contrario, realidades básicas e


insustituibles para el crecimiento de una persona.

Enumero, sin afán de ser exhaustivo:

1. Faltan personas o personajes que encarnen modelos de vida como los


que los padres querríamos para nuestros hijos, pero que nosotros
mismos estamos lejos de hacer propios, porque nuestros principales
intereses se mueven en otras direcciones.

2. Faltan enseñanzas ambientales (la mal llamada cultura popular) e


institucionales (centros educativos de los distintos niveles) capaces de
poner freno a lo que los adultos afirmamos como correcto, aunque no
siempre lo vivamos.

3. Faltan leyes y actividades políticas acordes con el perfeccionamiento


de la persona.

4. Y falta un dilatado etcétera, virtualmente más peligroso para quien,


como el adolescente, ha abandonado todos los valores que hasta ese
momento lo protegían y que ahora advierte como impuestos y, por lo
tanto, rechazables… con el fin, no siempre consciente, de recuperarlos
(esos u otros, pero ahora como propios).

El suma y sigue de estos excesos y carencias es que casi toda la


educación de los adolescentes deberíamos llevarla a cabo en la familia…

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en un momento de la civilización en que la presencia de los padres en la
propia casa no es excesivamente amplia ni de gran calidad educativa.

Pues, bastante a menudo, los padres —y, en particular, los varones—


pasamos el tiempo en el hogar descansando de un trabajo que nuestros
hijos no presencian y cuyo valor no pueden, por tanto, apreciar.

O, lo que viene a traducir y concretar el párrafo anterior: viendo la


televisión, navegando por Internet, haciendo cuentas del dinero ganado
o que estamos por ganar, organizando los viajes y demás planes de
recreo para el matrimonio o la familia o los amigos…

Entonces… ¿nada?

Les pido que me concedan que en lo esbozado hasta ahora hay, al


menos, un punto de verdad.

¿Por qué, entonces, sugiero en el título que, ante semejante situación, lo


mejor que podemos hacer por los adolescentes es precisamente NADA?

Aclaro que, aunque haya intentado expresarlo con humor, no es en


absoluto una broma ni una declaración de impotencia ni, mucho menos,
de indiferencia o cinismo.

Y me explico mediante una comparación. Los que vamos estando


entrados en años, y cualquier persona con un poco de experiencia
vivida, sabe que los sentimientos y estados de ánimo son controlables
solo hasta cierto punto y de dos maneras complementarias.

1. A veces, uniendo lo que nos otorga nuestro temperamento y un


empeño habitual y repetido, somos capaces de atajar las emociones que
tienden a salirse de madre por exceso o por defecto: elevándonos sin
fundamento hasta las nubes o hundiéndonos en la miseria, también sin
suficiente base real.

2. Pero lo más habitual es que hayamos aprendido no tanto a moderar


nuestros afectos, incrementándolos o disminuyéndolos, según
convenga; sino más bien a convivir con ellos, tal y como se nos
imponen, pero haciéndoles solo el caso que en cada circunstancia les
debemos otorgar.

Por eso, en los momentos bajos que alguna vez nos aquejan
prácticamente a todos, a menudo hemos de limitarnos… a dejar que
esos ratos o temporadas pasen y, mientras tanto, a no tomar decisión
alguna.

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Con otras palabras: en tales situaciones, lo mejor que podemos hacer —
¡lo único!— es… no hacer nada y esperar a encontrarnos de nuevo en
forma.

Entonces… ¡nada!

Pues no es muy distinto lo que sucede con el adolescente… o sí es muy


distinto, como prefieran. En realidad, visto desde nuestra perspectiva de
adultos, las diferencias son tres y nada irrelevantes:

1. En primer término, el protagonista del drama —¡o de la tragedia!, si


nos empeñamos— es una persona distinta a nosotros mismos, sobre la
que no tenemos un dominio ni un influjo directo.

2. Además, se trata de alguien que —no tanto por definición, sino por
naturaleza: por ser adolescente— se ve sometido a cambios constantes
de ánimo… que aún no ha aprendido a manejar.

3. Y casi siempre, y ahí comienzan los auténticos problemas, pensamos


que nuestra responsabilidad consiste en tomar ¡por ellos! las decisiones
que les permitirán superar el desasosiego (sobre todo el que generan en
nosotros, seamos francos).

3.1. Con el agravante, en primer término, de que lo que menos quiere y


está dispuesto a permitir un adolescente es que nadie usurpe su lugar…
y menos todavía su padre o su madre: por lo que nuestra pretensión de
indicarles lo que deben hacer solo consigue inclinarlos más
decididamente hacia el otro lado de la balanza: a no hacer ni decidir ni
decidir-hacer nada, cosa que nos resulta enervante.

Un buen adolescente —un adolescente que se precie— responderá que


no, por principio, tanto a una sugerencia paterno-materna… como a la
exactamente contraria: ¡para algo es adolescente!

3.2. Y con el gravamen añadido de que la situación de los adolescentes


—igual que los que calificamos como nuestros momentos de baja— no
puede solucionarse… y menos todavía tomando decisiones… y menos
aún tomándolas en lugar de ellos.

También ahora es preferible esperar momentos mejores.

¿Luego…?

Luego hay que armarse de paciencia, de esperanza y de buen humor del


bueno, que consiste en no tomarse en serio ni a uno mismo ni a los

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puñeteritos adolescentes (expresión que emplearía mi suegro, maestro
de buen humor), por más que sean nuestros hijos o precisamente por
serlo.

Lo cual —ahora me toca a mí ser sincero— no se presenta ni es


demasiado fácil.

1. No lo es la paciencia, en una época cuya mayor y tal vez la única


novedad verdadera es justo la velocidad.

2. No lo es la esperanza, en momentos en que, en buena parte porque


dejamos que dirijan nuestra mirada sobre todo a lo que no marcha en el
mundo, parece que la civilización está al borde del fracaso… igual que
los civilizados en ella.

3. Y menos todavía lo es el buen humor —la relativización de lo relativo,


comenzando por mí mismo y acabando por todo lo mío… porque el resto
parece que ni siquiera existe—, en una etapa de la historia en que se
nos enseña desde muy pequeños a considerar nuestro ego como el
ombligo del mundo.

Por eso, y dando por supuesta una confianza inconmovible en cada uno
de nuestros hijos, de los tres consejos apuntados acentuaría sobre todo
el del buen humor, estableciendo como norma prácticamente absoluta
—que también debe afrontarse con buen humor, es decir, relativizándola
— que quien no sea capaz de tomarse a sí mismo en broma muy
difícilmente dará su justo valor a cuanto con él se relaciona y, de
manera muy particular, a lo que le sucede a sus hijos.

De lo que concluyo que, para abordar el problema de la adolescencia,


aquí y ahora, la pregunta clave no ha de dirigirse a los hijos, sino
precisamente a los padres.

Entre otros motivos, y aunque no sea el de mayor peso, porque los


padres —cada cual y cada cuala el padre o la madre que él o ella es—
son justo lo que los padres podemos y debemos cambiar: es decir, yo y
usted, e invierto el orden que señala la buena educación para no eludir
responsabilidades.

Las dos preguntas-clave

Para propiciar ese cambio se me ocurren dos preguntas bastante


comprometidas, que de nuevo me hago ante todo a mí mismo

1. Cuando nos planteamos educar a nuestros hijos y, más en


concreto, a nuestros hijos adolescentes, ¿realmente perseguimos

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que ellos acaben siendo como deben o simplemente que no nos
den problemas?
2. Me aconsejo y le aconsejo pensarlo con calma y con hondura,
porque solo en función de nuestra respuesta, serena y clara,
podremos introducir en nuestras vidas un cambio eficaz… también
para nuestros hijos adolescentes:

1.1. Un cambio de actitud: nuestra y de ellos.


1.2. Un cambio de estado de ánimo: nuestro y tal vez de ellos.
1.3. Y un cambio de comportamiento: de nosotros hacia ellos (que es
lo que está en nuestras manos) y, ¡quién sabe!, tal vez de ellos hacia
sí mismos y, mucho menos probablemente, de ellos hacia nosotros (lo
que, con buen humor y en fin de cuentas, no nos debería importar
demasiado).

3. La otra gran pregunta, dirigida sobre todo a aquellos cuyos hijos


aún no han llegado a la edad fatídica, resulta también muy neta…
y comprometida: ¿cómo son tus hijos durante los 10 ó 12 años, o 9
si lo prefieres, o al menos 5 ó 6, que preceden hoy día a la
adolescencia?

O, para centrar mejor la cuestión y hacerla más operativa: ¿qué has


hecho y que haces realmente por tus hijos en los años previos a que
acabo de aludir?

Porque el sentido común señala y la experiencia muestra que,


salvando la libertad —fuente siempre de sorpresas—, muy
probablemente así, como nosotros los hayamos orientado, acabarán
siendo nuestros hijos cuando dejen atrás sus dudas e incertidumbres
de adolescente.

Resumiendo

Nos puede costar más o menos sangre admitirlo: depende de nuevo


de hacia dónde estemos dirigiendo realmente nuestros intereses.
Pero la adolescencia hay que pasarla. Nuestros hijos e hijas también.
Es inevitable y buena, pues, en esencia, consiste en comenzar a ser
realmente libres y responsables y, por tanto, capaces de crecer y de
merecer.

Solo abandonando y rechazando todos los valores que hasta el


momento se han vivido desde otros, y que en la adolescencia se
descubren como ajenos, puede una persona hacerlos realmente
propios.

Y si nuestros hijos no son capaces —cuanto antes, mejor, aunque nos

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duela el desgarro— de vivir su vida, con independencia de nuestros
dictados, aunque no de nuestros consejos… somos un fracaso como
educadores y como padres.

Los interrogantes sobre la adolescencia se bifurcan, por tanto, hacia


adelante y hacia atrás.

1. Lo que importa y sobre lo que tenemos un cierto imperio es lo que


transmitimos a nuestros hijos en esos años todavía tiernos en que
son tan deliciosos que hacen libremente… lo que nosotros les
indicamos.

2. Y lo que importa más todavía y sobre lo que solo tenemos un


influjo muy relativo es lo que lleguen a ser… una vez pasado el
período de turbulencia (quería decir de la adolescencia).

En la práctica, esto quiere decir que la adolescencia hay que


trabajarla mucho antes de que llegue. Antes, incluso, de que nuestros
hijos vengan a la vida: aprendiendo a apoyar a nuestro cónyuge con
la misma entrega y exquisitez absolutas con que respetamos su
libertad… y entrenándonos y preparándonos desde entonces para
hacer lo mismo con cada uno de nuestros hijos, que, lo digo por si
alguien no lo había advertido, ¡no suelen nacer ya adolescentes!

Y concluyendo

Nuestros hijos serán normalmente lo que hayamos sembrado durante


los años previos a la adolescencia… y durante la adolescencia misma.

¿Cómo?

De menor a mayor importancia:

1. Con nuestras explicaciones, que, si siempre deben ser breves, en


la adolescencia están de más —y resultan contraproducentes— en
cuanto superen las tres palabras… y un número muy limitado de
decibelios.

2. Con nuestro comportamiento, sin hacerlo nunca pesar, sino más


bien logrando que nuestros hijos vean la grandeza de nuestro
cónyuge.

3. Con su conducta: la de nuestros hijos. De nuevo con el más radical


respeto a la libertad de cada uno, nuestro quehacer educativo solo
será eficaz cuando —con conciencia y autonomía crecientes— el bien
que proponemos entre a formar parte de la vida vivida de cada uno

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de nuestros hijos. Cuando lo vayan poniendo por obra, cada vez más
libremente: porque les da la gana.

Concretando un poco

Pero lo que verdaderamente sembremos en nuestros hijos depende a


su vez, en un tanto por ciento elevadísimo, de lo que, en el fondo-
fondo, pretendamos que lleguen a ser.

Y aquí, de nuevo, el autoengaño está a la orden del día. El


autoengaño, se sobreentiende, entre quienes queremos hacerlo bien
(pues yo me incluyo entre ellos, a todos los efectos… y a todos los
defectos).

Normalmente sostendremos sin reparos que lo importante en esta


vida es el amor, que una persona vale lo que valen sus amores, que
la verdadera educación consiste en ayudar al otro a estar más
pendiente de los demás que de sí mismo… y un buen número de
alegatos por el estilo, que desde el fondo del alma estimo que son los
únicos verdaderos y eficaces.

Pero también es bastante probable que nuestra conducta diaria


desmienta afirmaciones tan encantadoras. Que, por ejemplo, demos
más importancia a las calificaciones que a la ayuda real que nuestros
hijos prestan a sus amigos o hermanos o a la honradez de no poner
en un brete, para salir él o ella de un posible compromiso, a ninguno
de sus compañeros o compañeras.

O, para no alargarme demasiado, que identifiquemos


subrepticiamente el ser buenos con ser tontos, de modo que en
cuanto indiquemos a alguno de nuestros hijos una manera recta de
obrar, pero que ponga en peligro algo importante en su vida (en fin
de cuenta, las aritméticas —¡las cuentas! = $$$—), de inmediato
añadamos el truco para no dejarse pisar y para hacer valer sus
derechos, no buscando el beneficio propio —¡hasta ahí podríamos
llegar!—, sino para que el infractor no cometa las mismas tropelías
con otras pobres víctimas.

O, a la hora de ayudar a decidir la carrera universitaria, pongamos un


énfasis excesivo en las salidas, que equivalen en última instancia a
las entradas —¡las cuentas! = $$$—, sin nombrar siquiera la
posibilidad de servicio desde la profesión en que, a tenor de sus
características personales, esa ayuda pueda ser más eficaz.

… Y un corolario

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Con lo que, en última instancia, acabamos en lo de siempre. No
educamos tanto por lo que hacemos —con lo que pierde importancia
que durante un tiempo no hagamos nada— sino por lo que somos… o
luchamos por ser.

Un hijo —¡cualquier hijo o hija!— solo puede ser educado por un


padre o una madre a los que, simultáneamente, quiere y admira… y
por quienes se siente querido y admirado.

Para lo cual no es preciso, sino más bien contraproducente (por falso),


ser o creerse un superman o una superwoman. Basta con que puedan
ver en nosotros a un adulto cabal que:

1. Ama efectivamente, y por encima de todo lo humano, a su propio


cónyuge.

2. Trabaja lealmente, con espíritu de servicio.

3. Y lucha por ser mejor persona. Es decir: mejor esposo o esposa,


padre o madre, amigo o amiga…

(Soy consciente de dejarme en el tintero la pregunta del millón: ¿qué


hago si, cuando debía, no hice lo que tenía que hacer, porque casi no
fui consciente de que tenía hijos… justo hasta que llegaron a la
adolescencia?

Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia
Universidad de Málaga

Comentarios al autor: tmelendo@masterenfamilias.com


www.edeufamilia.com

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