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Pontificia Universidad Javeriana


Facultad de Filosofía
Carrera de Filosofía
Seminario: San Agustín La ciudad de Dios
Fabio Ramírez S.J
Santiago Rueda Sotomayor
Mauricio III Rodríguez Salamanca
Relatoría
26 de abril de 2016

El presente texto se ocupará de exponer el pensamiento de Agustín con respecto a la paz


o concordia de las dos ciudades, encontrado esto en los capítulos 13-28 del libro XIX de la
ciudad de Dios. Para dar con una exposición clara en donde podamos ver de un manera
organizada el desarrollo de los diversos puntos que Agustín toca en los capítulos designados
para hoy, optaremos por dividir el presente texto en (4) diferenciados apartados artificiales
para así desglosar de una manera sistemática y respectiva a cada tema postulado por Agustín
la discusión de hoy.

Primero (1) abordaremos la exposición que realiza Agustín sobre las definiciones de la
paz en los capítulos 13-16 del libro XIX de la ciudad de Dios. En este mismo apartado, (1.1)
examinaremos cómo pueden llegar a convivir las dos ciudades -la celestial y la terrenal- en
una forma de paz a partir del análisis de los capítulos 17, 26 y 27. Para finalizar esta división
artificial (1.2) analizaremos el destino final de los impíos después de su muerte, encontrado
esto en el capítulo 28. Segundo (2), nos preguntaremos si Roma fue verdaderamente una
república, esto bien a partir del análisis del contenido encontrado en el capítulo 21 junto a la
consideración del capítulo 24 en la que, a partir de una nueva definición de pueblo, veremos
cómo pueden con todo derecho llamarse pueblo y república no solo Roma sino también otros
reinos. En el tercer apartado (3) nos encargaremos de las siguientes cuestiones que atraviesan
a los cristianos; trataremos sobre las maneras de ser y obrar del pueblo cristiano, tal como
nos lo enuncia el capítulo 19. Luego nos preguntaremos por qué son bienaventurados quienes
hacen parte del reino de los cielos durante la vida temporal, expuesto esto por Agustín en el
capítulo 20. Retomaremos la pregunta de si el dios al que alaban los cristianos es el verdadero
y único digno de sacrificios –encontrado esto en el capítulo 22-, y en capítulo 25 nos
preguntaremos por qué no pueden existir virtudes verdaderas donde hace falta la verdadera
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religión, la del gran dios. Y para finalizar el texto (4) recordaremos la síntesis que realiza
Agustín con respecto a la diferencia –señalada esta por Varrón- que tienen los neoacadémicos
con la firmeza de la fe cristiana, encontrado esto en el capítulo 18.

1- La paz universal: no puede substraerse a la ley de la naturaleza en medio

de cualesquiera perturbaciones; bajo el justo juez se llega siempre a lograr,

en virtud del orden natural, lo que se ha merecido por la voluntad

La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma
irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional
es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y
el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del
hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la
ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz
doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de
los que conviven juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada
en el gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad
celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa
en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas
es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales
y diversos, asignándole a cada uno su lugar. (Agustín, La ciudad de Dios.
Libro XIX, cap. 13)

En el capítulo 13 Agustín nos da la explicación de las diferentes clases de paz y de cómo


estas se relacionan para así –desde la paz del cuerpo- llegar a la paz de todas las cosas, que
es la tranquilidad y el orden, la paz de la ciudad celeste. Agustín afirmará que los
desgraciados no llegan gozar de la tranquilidad del orden, no llegarán jamás a él. Este no
llegar también tiene un orden, ya que el que es desgraciado lo es por la ley y el orden del
mundo. Existe en la naturaleza un bien del cual puede extenderse un mal, pero este mal no
está exentado del orden de la naturaleza, que en un principio es de bien.

El orden y la ley, tanto celeste como terrestre. Ésta, incluso cuando alguien

domina, vela por la sociedad humana y, al hacerlo, a ella se obedece

Agustín expone mediante el uso de animales irracionales como es que naturalmente


seguimos el “amor” que sentimos por el bien, este bien es la paz del alma irracional: la
vemos ejemplificada con los animales, que evaden el dolor tanto físico como espiritual al
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buscar saciar sus apetitos hacia una necesidad. Ya que somos seres dotados de almas
racionales, sometemos nuestros conocimientos a la paz del alma racional: El hombre somete
a la paz del alma racional cuando este percibe algo con su inteligencia, en este momento
busca encontrar un orden armónico entre su pensamiento y acción. Agustín afirma que para
llegar a esta paz es necesario aspirar a ella “A sentirse libre del impedimento del dolor, de la
turbación del deseo y de la corrupción de la muerte” (Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX,
cap. 14).

¿Cómo es que podemos aspirar a esta paz del alma racional? Agustín afirma que para la
búsqueda de esta tenemos a Dios para guiarnos. Necesitamos a Dios para que nos enseñe.
Para lograr seguir sus enseñanzas, Dios nos dio dos preceptos fundamentales: 1) El amor a
Dios y 2) el amor al prójimo. Estos dos preceptos fundamentales nos dan tres objetos de
amor: 1) Dios, 2) él mismo, y 3) el prójimo. Amando a estos tres objetos es como alcanzamos
la paz. El amor al prójimo debe ser aplicado hacia las personas que sean más cercanas, gracias
a esto nace la paz del hogar, esta paz es la armonía ordenada en el mandar y en el obedecer
por parte de los que conviven juntos. Claro está que para llegar a la paz del hogar se debe
seguir las reglas de Dios, en donde el que manda lo hace en busca del bien de los que tienen
que obedecer.

La libertad natural y la esclavitud. Ésta tiene como primera causa el

pecado. Él hace que un hombre de mala voluntad, aunque no pertenezca a

otro hombre, sea esclavo de sus propias pasiones

Según el orden que exige la naturaleza, el hombre debe ser el dueño se los seres
irracionales. Si esta es una de las exigencias que Dios nos ha mandado, ¿Por qué tiene
entonces un papel en el orden social el esclavo? Agustín nos dice que la situación del esclavo
llega de una justa imposición hecha a esté por causa de sus pecados. Todo esto ocurre con un
designio de Dios, que para Agustín, es libre de toda injusticia. Pero debe cuidarse también el
supuesto hombre de bien, ya que este también puede terminar siendo un esclavo por tener
que servir a un líder esclavo de sus propias pasiones. La esclavitud como cualquier otra cosa
es regulada por una ley que hace que conserve el orden natural, gracias a esto se recomienda
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que los esclavos se sometan de buena gana, transformando su situación en una especie de
libertad.

El justo derecho de dominio

En el culto a Dios, el padre de familia debe cuidar de todos los miembros de su casa, esto
incluía al esclavo, no tratando a este como una simple posesión sino como una parte de su
hogar. El nombre padre de familia, que se encuentra en un orden social, surge de acuerdo a
las exigencias naturales, por las cuales este padre de familia debe cuidar de todos los
integrantes de su hogar, hasta que estos lleguen a esa casa celestial en donde ya no deberán
ser mandados y serán felices. Para lograr esto, el padre de familia deberá velar por la paz
doméstica, este debe corregir la desobediencia, sea con la palabra o con otros medios. El
padre de familia deberá hacer esto para encaminar al corregido hacia el camino de la paz,
pues como nos dice Agustín “Tampoco está exento de culpa quien por omisión deja caer a
otro en un mal más grave” (Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX, cap. 16). La familia es
extremadamente importante al ser el principio de la ciudad, esta se refiere a un fin que es la
paz doméstica, que pasa a ser el fin de la ciudad como la paz ciudadana. El padre de familia
debe entonces cuidar de su caza tomando de la ciudad las leyes que le sirvan para su
convivencia en el hogar.

1.1- Origen de la paz y de la discordia entre la sociedad celestial y la ciudad

terrena

Agustín iniciará el capítulo 17 mostrándonos cómo tanto las familias humanas que viven
de la fe -es decir, de la esperanza de los bienes eternos prometidos- como las familias que no
viven de la fe, refiriéndose a las que viven en búsqueda de la paz terrena y de los bienes y
ventajas de la vida temporal, conviven ambas en el uso de las cosas indispensables de esta
vida mortal. Lo que diferenciará a estas dos clases de hombres y de familias será; (1) el cómo
estos tipos de hombres hacen uso de las realidades temporales indispensables para la vida
mortal y (2) el fin al que estos dos tienden.

Sabemos, pues, de la familia de fe que esta utiliza las realidades temporales de esta vida
“como quien está en patria ajena. Pone cuidado en no ser atrapada por ellas ni desviada de su
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punto de mira, Dios, y procura apoyarse en ellas para soportar y nunca agravar el peso de
este cuerpo corruptible” (Agustín, la ciudad de Dios. libro XIX, cap. 17). En cambio, el
hombre que únicamente vela por la paz terrena -el hombre de familia que no es de fe- se
dejará consumir por los bienes materiales que la ciudad terrena le puede presentar como una
falsa y engañosa felicidad, no aquella por la cual los hombres de fe esperan en fiel esperanza;
su unión plena con el espíritu. De esta manera, queda evidenciada la tajante diferencia que
separa a estos dos tipos de hombres en tanto sus fines y maneras de vivir no son las mismas.

Ahora nos referiremos a la discordia que se genera entre estas dos sociedades, la divina y
la terrenal; diremos, pues, aún dándose que la ciudad celestial obedece a las leyes de la ciudad
terrena, pues de esta manera daremos con una buena administración y mantenimiento dentro
nuestras vidas transitorias, la ciudad terrena cuenta con sus propios sabios quienes –
erróneamente- consideraran dentro de sus doctrinas que a cada realidad humana, es decir, a
cada asunto humano, le pertenece su respectivo dios. De esta manera, la multitud de dioses
que formula la ciudad terrenal nunca estará de acuerdo con el único dios al que la religión
verdadera alaba. Así, pues, podemos ver el surgimiento del desacuerdo entre estas dos
ciudades en donde se dirá que las leyes religiosas de la ciudad divina jamás podrán llegar a
ser comunes con las leyes de la ciudad terrena.

La paz de los pueblos alejados de Dios. De ella se sirve el pueblo de Dios

durante su exilio en este mundo para fomentar la religión

Diremos, pues, acerca de la paz que suscita la ciudad terrenal cuando ella es obediente a
la buena administración de esta vida pasajera, que de esta se servirá el pueblo cristiano en
tanto este último esperará dentro de ella, con fidelidad y obediencia, a la llegada de la eterna
y perfecta paz prometida, la que se encuentra aún en exilio. Al pueblo cristiano le interesa,
asimismo como desea ardientemente la paz eterna y espiritual que Dios promete, a la paz que
sentirá su alma mientras ella ronda en esta realidad pasajera. “Y a nosotros nos interesa
también que durante el tiempo de esta vida disfrute de esta paz, puesto que mientras estén
mezcladas ambas ciudades, también nos favorece la paz de Babilonia.” (Agustín, la ciudad
de Dios. Libro XIX, cap. 26).
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La paz de los servidores de Dios, cuya perfecta tranquilidad no es posible

lograr en esta vida temporal

Mientras nos encontremos en la realidad de los bienes materiales, donde no habita la


enseñanza verdadera y somos regidos, pues, por la paz imperfecta encomendada para la
buena administración de esta vida pasajera, se nos imposibilitará el goce pleno de nuestra
existencia. Es más, es por el mismo hecho de encontrarnos en la vida donde aún el cuerpo
sirve de lastre al alma -y aún así estemos encomendando nuestra voluntad a la rectitud del
dios verdadero- no nos encontramos, por ende, en la posibilidad de alcanzar la perfecta
tranquilidad de nuestro ser, la que Agustín nos recuerda que está por encima de nosotros; la
paz a la que el pueblo de Dios pertenece es imposible de alcanzar en esta vida temporal.

Nos encontramos como hombres imperfectos en la vida que nos permite la ciudad terrena
en una discusión en donde se dirá que nuestra voluntad, por el hecho de ser esta incubada en
un cuerpo corruptible, disputará permanentemente con todas las adversidades que le puede
llegar a suscitar la tentación que siempre murmurará, en forma de pecado, en el oído de los
hombres. La tentación y las malas intenciones que inundan los pensamientos del hombre le
imposibilitarán el alcance de esta paz perfecta, la que la ciudad de Dios ha prometido. Al
hombre devoto le quedará, pues, rendir en esperanza su naturaleza caída a la paz prometida
de Dios, esto mientras aún este se encuentre en la vida presente, luchando eternamente contra
sus malas inclinaciones y aspirando a la felicidad del encuentro con Dios.

Pero en aquella paz final, hacia donde debe tender y por la que hay que
conseguir esta santidad, nuestra naturaleza, recuperada su integridad por la
inmortalidad y la incorrupción, no tendrá inclinaciones viciosas (…) Dios
mandará al hombre, el alma a cuerpo, y al obedecer, será tanta la suavidad
y la facilidad cuanta será la felicidad en el gozo de vivir y de reinar. Y todo
esto será eterno en todos y cada uno, y habrá certeza de su eternidad. La
paz de esta felicidad, o la felicidad de esta paz, constituirá el supremo bien.
(Agustín, La ciudad de Dios. Libro XIX, cap. 27).

1.2- El destino final de los impíos, el juicio final

Agustín en el capítulo 28 nos introducirá al ámbito del juicio final, el justísimo juicio al
que seremos todos sometidos después de la muerte, para esto primero trataremos sobre el
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destino final de los impíos -después de su muerte- para luego finalizar dando introducción al
libro XX, es decir, donde Agustín tratará la cuestión del juicio final.

Ahora bien, con respecto a quienes optaron por una vida enteramente entregada a lo
terrenal, es decir, quienes jamás encaminaron sus acciones a la voluntad de Dios y decidieron
vivir enteramente la vida del cuerpo –los impíos-, Agustín nos recordará sobre estos que
nunca pertenecieron a la ciudad celestial –separando así sus almas de Él- que serán
merecedores de castigo, uno al que por pertenecer a esta muerte segunda, que en principio
será peor que la primera, los mantendrá en eterno tormento; la vida de los impíos, es decir,
quienes jamás encaminaron sus acciones a la esperanza de la ciudad divina y prefirieron
consentir permanentemente donde no se encuentra la enseñanza verdadera, ahora “les
aguarda (…) una eterna desgracia, también llamada muerte segunda” (Agustín, La ciudad de
Dios. Libro XIX, cap. 28). Esta muerte segunda, en donde las pasiones vencieron la voluntad
del impío, proveerá de dolor a la vida en tierra de estos sin Dios, y una vez este impío se
encuentre en el otro mundo, Agustín afirmará que “en el otro mundo el dolor persiste
causando sufrimiento, y la naturaleza continúa percibiéndolo. Ambos persistirán para que no
desista el castigo” (o.c). Entenderemos, pues, a esta muerte segunda que sufren los impíos
como proveedora de eterno castigo y eterno tormento. “He ahí por qué esta segunda muerte
será más atroz que la primera, puesto que no podrá terminar con la muerte” (o.c)

Nos encontramos, pues, en una elección o bien hacia el supremo bien o bien hacia el
supremo mal, uno correspondiente –y respectivamente referido- a los buenos y a los malos,
en donde se nos encaminará a cada uno de nosotros hacia alguno de estos dos extremos
gracias al juicio final al que todos seremos sometidos, juicio al que Agustín brevemente en
este capítulo nos hará mención para luego desarrollar en el libro que le sigue al aquí tratado,
el libro XX.

2- ¿Fue Roma verdaderamente una república?

Agustín procede a mostrarnos la definición de republica formulada por Escipión en la obra


de Cicerón titulada La República. La republica es una empresa del pueblo, para que esta
empresa logre funcionar es preciso que una multitud se reúna y acepte un Derecho. Para que
esta multitud acepte este derecho debe haber justicia, ya que lo que se hace según derecho se
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hace con justicia. Si la verdadera justicia está ausente entonces también lo está la unión del
pueblo bajo un Derecho. Si no hay un pueblo no hay una empresa del pueblo, y si no hay
empresa del pueblo no hay república. Podemos ahora decir que siguiendo la definición de
república dada por Escipión es preciso que un pueblo se rija bajo la justicia para que este sea
una república.

En la obra La República, Cicerón empieza defendiendo la posición de la injusticia,


argumentando que una república solo puede existir y progresar si sus raíces son injustas. La
base para este argumento es la siguiente: “la injusticia de que unos hombres estuvieran al
servicio de otros que ejercían dominio sobre ellos” (Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX,
cap. 21). Según esto las ciudades que querían expandirse y dominar tenían que adoptar esta
injusticia, ya que estas debían ejercer sus dominios sobre las provincias. Los partidarios de
la justicia responden diciendo que tal sometimiento denominado por los injustos como
“injusto” es de hecho justo, ya que él individuo que domina le está haciendo un bien al
sometido, sin dejar que este se pierda por el camino de su vida. Es claro para Agustín que el
sometimiento a Dios es útil para todos, pero en el caso de la persona que no se someta al
mandato de Dios, esta perderá la justicia. En un grupo de hombres de esta clase, hombres que
no son justos, no puede empezar a formarse una república. Después de haber explicado esto,
el obispo de Hipona nos pregunta si debe seguir repitiendo argumentos para expresar su
posición sobre Roma como una república. Para el lector que ha llegado hasta este punto en
el libro, es claro que los romanos –siguiendo la definición dada por Escipión- no están
viviendo en una república.

Siguiendo otra definición, pueden con todo derecho llamarse pueblo y

república no sólo Roma, sino también otros reinos

Agustín luego expresa cómo es que Roma podría ser no solo un pueblo sino también una
república. Si definimos la palabra pueblo como “el conjunto multitudinario de seres
racionales asociados en virtud de una participación concorde en unos intereses comunes”
(Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX, cap. 24) podemos afirmar que Roma si tiene un
pueblo. Este pueblo tiene una empresa pública, lo cual nos lleva la república.
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Lo que acabo de decir respecto de este pueblo y de esta república


entiéndase, asimismo, afirmado y sentido de Atenas y demás repúblicas
griegas, de Egipto, de aquel antiguo Imperio asirio, Babilonia, cuando sus
repúblicas eran dueñas de grandes o pequeños Imperios y, en general, de
cualquier otra república de la Tierra. (Agustín, La ciudad de Dios, libro
XIX, cap. 24)

3- Maneras de ser y de obrar del pueblo cristiano

No es verdaderamente importante el adoptar un modo de vivir u otro en la ciudad si la


persona sigue los preceptos divinos. Agustín nos habla de tres géneros de vida el
contemplativo, el activo, y el mixto. Cada persona puede escoger cualquier camino, siempre
y cuando no vallan en contra de los preceptos divinos, y llegar a la eterna recompensa. Para
la vida contemplativa no se debe amar la contemplación vacía, sino el hallazgo de la verdad,
y se debe también esparcir esta verdad. Para la vida de acción la persona no debe quedarse
apegada al honor que trae su cargo o al poder que tenga en esta vida, sino que debe darle
estima a la actividad misma, trabajando dentro de un marco recto y útil, siguiendo las reglas
de Dios. Cuando el amor de la verdad y la urgencia de la caridad nos llaman, debemos de
seguir ambos llamados, no cayendo en el ocio completo de la búsqueda por la verdad, ya que
esto nos haría olvidar de la caridad, lo que se debe hacer es encontrar un punto medio en el
cual la persona pueda embarcarse en la búsqueda de la verdad sin dejar de lado el acto de
caridad.

¿Los ciudadanos que forman parte de los santos son bienaventurados en

esperanza durante la vida temporal?

Entenderemos de la ciudad de Dios que esta tiene como bien supremo la paz eterna y
perfecta en la que permanecerán inmortales y lejanos de todo padecimiento los merecedores
de ella, los ciudadanos que forman parte de los santos. Gracias a la definición misma de la
paz perfecta a la que tenderá la ciudad de Dios podemos evidenciar, contrastando la calidad
de vida de la ciudad terrenal con la de la ciudad celestial, que la paz en la que vivimos dentro
de la ciudad terrenal que nos incuba como vida pasajera que somos no es perfecta en sí
misma, es más, aunque esta vida en la ciudad terrena se vea colmada de todos los bienes
posibles “¿quién se atrevería a negar que una tal vida es perfectamente bienaventurada, y que
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la otra que transcurre en esta tierra (…) es totalmente desgraciada?” (Agustín, La ciudad de
Dios. libro XIX, cap. 20).

Agustín apelará al ordenamiento de esta vida con respecto a esa otra que amamos
ardientemente -siempre en espera y en plena fidelidad de la ciudad celestial- para dar así con
la construcción de una vida feliz. Felicidad no en tanto nos encontramos ya en la realidad
proveedora del sentido último, sino más bien nos encontraremos a la felicidad gracias a “la
esperanza aquélla que por la realidad ésta” (o.c), pues bien, entendemos que esta realidad es
engañosa, y cuando también es carente de aquella esperanza que nos suscita la ciudad de
Dios, es una engañosa felicidad y una gran desventura. Esta realidad, la que nos acontece
durante la vida temporal, no ofrece a nuestra alma los verdaderos bienes de la sabiduría
autentica, pues bien, ella no lo es; a esta ciudad terrenal -nuestra realidad presente- le hace
falta estar ordenada hacia el fin en donde Dios lo será todo para todos, dando así con la paz
perfecta. De esta manera podemos ver cómo es gracias a la esperanza de los ciudadanos que
forman parte de los santos que estos son bienaventurados durante la vida temporal.

¿Es el Dios a quien veneran los cristianos el único digno de sacrificios?

Se podrá replicar: «¿Qué Dios es éste? ¿Cómo se prueba que es éste a quien
los romanos le deben acatamiento y que ningún otro dios deben honrar sus
sacrificios?» (…) Éste es el Dios cuyos profetas han anunciado todo lo que
ahora nosotros estamos viendo. Éste es el Dios de quien Abrahán recibió
esta respuesta: Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones. Lo
cual se cumple en Cristo, que nació, según la carne, de tal descendencia,
como bien saben, quiéranlo o no, los mismos que han permanecido
enemigos de este nombre. (Agustín, La ciudad de Dios, libro XIX, cap. 22)

Agustín para confrontar esta pregunta unirá –dentro de un conjunto- la tradición cristiana
junto a Varrón y Porfirio para que así, a partir del análisis de estas diversas posturas que
terminan siendo no tan diversas en tanto todas convergen su alabanza al mismo Dios, poder
rectificar que el Dios a quien veneran los cristianos es el verdadero y el único digno de
sacrificios, el gran Dios en el que tanto Varrón como Porfirio y Agustín creerán -clarificando,
pues, que Varrón alababa a este único Dios confundiéndolo con Júpiter-.
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No pueden existir virtudes verdaderas donde falta la verdadera religión

Aún así un hombre aparente tener total dominio sobre sus pasiones, asimismo como su
alma domina a su cuerpo en una aparente perfección, si este no encomienda su alma a la
rectitud y al orden perfecto que le provee Dios “¿De qué cuerpo, en efecto, puede ser dueña
un alma, o de qué pasiones, si desconoce al verdadero Dios y no se somete a su dominio, sino
que se prostituye a los más viciosos y corruptores demonios?” (Agustín, La ciudad de Dios.
libro XIX, cap. 25). Con esta afirmación, Agustín implicaría que toda virtud adquirida por
los hombres que no esté encomendada a la voluntad divina estaría, de cierta manera, más de
la mano de los vicios que de las virtudes, aún dándose que estas virtudes ahora entendidas
como vicios sean admiradas con estima como virtudes nobles por parte de los demás
hombres. A estas se le considerarán como soberbias, aún sabiendo que estas sirven al hombre
para tanto mantener a raya las pasiones del cuerpo como para facilitarle la adquisición de
determinados fines; Agustín, de esta manera, vinculará a la felicidad del hombre
estrictamente a lo que está encima de él.

Pues así como lo que hace vivir a la carne no procede de ella, sino que es
algo superior, así también lo que hace al hombre vivir feliz no procede del
hombre, sino que está por encima del hombre. Y dígase lo mismo no sólo
del hombre, sino también de cualquier otra potestad o virtud celeste.
(Agustín, La ciudad de Dios. Libro XIX, cap. 25)

4- Incertidumbre de la nueva academia. Su enorme diferencia con la

firmeza de la fe cristiana

Agustín pasa a señalar la diferencia que hace Varrón entre la posición de los
neoacadémicos y los creyentes de la ciudad de Dios. Para los neoacadémicos nada se sabe
con certeza. Claramente para los creyentes de la ciudad de Dios esta posición es incorrecta,
ya que basan su creencia en la firme certeza que se alcanza por medio la fe. Esta fe hace que
los creyentes de la ciudad de Dios queden a salvo de la duda que suscita la posición de los
neoacadémicos.

Bibliografía

San Agustín (1994). La ciudad de Dios (J. Morán, Trad.). Madrid: Editorial BAC.

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