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Introducción
En la introducción al libro “Psiquiatría”, que editamos en 1982 con Mario Gomberoff, escribí que “la Psiquiatría
es una especialidad médica cuyo discurso propio está en plena elaboración, coexistiendo en ella modelos
distintos que vienen de diferentes tradiciones teóricas. Aquello que le da coherencia es el quehacer práctico
centrado en el paciente. Este quehacer es sintético y complejo, pues conlleva simultáneamente acciones
biológicas, psicológicas y sociales, cuyo modo específico de acción nos es actualmente sólo muy
parcialmente conocido. Luego, en esta especialidad los dogmatismos teóricos no están al servicio del
progreso del conocimiento, puesto que todos los modelos son abiertos, vale decir, tienen puntos de contacto.
Esto no quiere decir que sea fácil pasar de un modelo al otro, sino, por el contrario, esto es problemático,
aunque por el momento no visualicemos otra manera de hacer Psiquiatría” (p.22)
Después de 20 años esta afirmación conserva toda su validez. Con todo, en los últimos años, un nuevo
elemento se ha agregado al horizonte del psiquiatra.
Los años noventa vieron nacer un vigoroso movimiento de renovación científica que se ha llamado “Medicina
Basada en la Evidencia”. Desde que, en 1992, un grupo de académicos de la Universidad de McMaster en
Canadá acuñara el término, el número de artículos sobre la práctica médica basada en la evidencia ha crecido
de manera exponencial y el interés internacional sobre esta nueva concepción ha llevado al surgimiento de
numerosas publicaciones que resumen los estudios más relevantes para la práctica médica, con una creciente
difusión a lo largo y ancho del mundo. Internet ha acogido naturalmente esta manera de diseminar el saber
científico médico y todos los días surgen nuevos sitios web que ponen los últimos conocimientos al alcance de
los profesionales de la salud y del público en general.
Diversos estudios han mostrado que los clínicos tienden a subestimar sus necesidades de información
actualizada y que, cuando las reconocen, no tienen acceso a las fuentes de conocimiento más confiables y
menos sesgadas. Esta realidad ha conducido a una brecha creciente entre investigación y práctica clínica que
se manifiesta en variaciones en el diagnóstico y en la terapéutica no fundamentadas científicamente. Sólo hay
dos explicaciones para tales variaciones: o no hay pruebas científicas en las cuales basar la práctica o estas
evidencias existen pero, al menos algunos de nosotros, no las usamos. El hecho es que la “experiencia
clínica” sola no basta, ésta puede estar irremediablemente sesgada si no es permanentemente criticada
desde la investigación científica. El resultado inevitable de esta situación es que un grupo de pacientes no
está recibiendo la mejor atención disponible en la actualidad. Así, el esforzarse por estar al día en los avances
de la especialidad se transforma en un imperativo ético, en especial para aquellos que tenemos
responsabilidades docentes.
La medicina basada en pruebas es la manera de abordar los problemas clínicos utilizando para solucionar
éstos los resultados originados en la investigación científica. En palabras de sus precursores "es la utilización
concienzuda, juiciosa y explícita de las mejores pruebas disponibles, en la toma de decisiones sobre el
cuidado de los pacientes".
En esta presentación intentaré utilizar concienzuda, juiciosa y explícitamente las mejores pruebas disponibles
en relación con el tratamiento de la depresión unipolar.
En lo que sigue, revisaré someramente la evidencia disponible en relación con el tratamiento de la depresión
unipolar, en especial, el tratamiento psicoterapéutico. Pero antes que eso debo hacer algunas aclaraciones.
Las investigaciones con metodología empírica sobre diagnóstico y tratamiento de las enfermedades
psiquiátricas (y médicas) deben ser evaluadas críticamente, teniendo en cuenta los múltiples sesgos a las
cuales están sometidas.
A menudo la evidencia que permite responder una pregunta sobre la eficacia de un tratamiento es
limitada. Las intervenciones pueden haber sido probadas sólo en un grupo pequeño de personas,
tales como aquellos que forman parte del grupo de mayor riesgo en relación con el efecto
esperado. Las intervenciones suelen haber sido probadas en condiciones controladas tan
estrictamente que no son fácilmente replicables en la práctica clínica habitual y sin que existan
comparaciones directas con importantes alternativas de tratamiento.
No encontrar una buena evidencia de que un tratamiento funciona no es lo mismo que afirmar que
el tratamiento en cuestión no funciona. Las afirmaciones sobre efectividad necesariamente
reflejan la evidencia actualmente disponible e idealmente deben distinguir entre ausencia de
beneficio y ausencia de evidencia de beneficio.
Muchas son las dimensiones que deben ser consideradas simultáneamente cuando se toman
decisiones sobre la efectividad de un tratamiento particular. Éstas incluyen las siguientes: tipos,
magnitudes y frecuencia de los beneficios esperados; tipos, magnitudes y frecuencia de los daños
esperados; nivel o rigor de la evidencia relevante para los beneficios y los daños esperados; grado
de certeza sobre los beneficios y daños esperados.
Las decisiones sobre tratamiento y prevención requieren juicios sobre el balance entre beneficios
y daños y entre prioridades alternativas. Quienes toman estas decisiones son individuos,
miembros de los equipos prestadores de salud, que deben decidir si los resultados de los estudios
válidos son aplicables al paciente en cuestión, y si el tratamiento es factible en nuestro medio (lo
que significa además hacer un balance económico entre costos y beneficios). Finalmente, la
decisión debe incluir un juicio del clínico sobre los valores y expectativas del paciente sobre el
resultado que estamos pretendiendo prevenir y el tratamiento que le estamos ofreciendo. Detrás
de este juicio está el importante problema del cumplimiento o adherencia al tratamiento.
En relación con el curso y la historia natural de la depresión, los datos (Roth & Fonagy 1996) muestran que el
curso probable de la depresión varía de acuerdo con el subtipo considerado (depresión mayor, distimia o
depresión doble) y con su cronicidad. En general, la depresión se caracteriza por la alta probabilidad de
recaída: el 75% de los pacientes seguidos por un lapso de 10 años, sufrieron un nuevo episodio de depresión
mayor y un 10% de ellos presentaron depresión persistente (cronificación). Probablemente, el 80% de los
pacientes con desorden distímico desarrollará finalmente una depresión mayor, lo que sugiere que distimia y
depresión aguda son variantes de una misma condición. La probabilidad de recaída es mayor en pacientes
con diagnóstico de distimia; estos pacientes muestran un ciclo más rápido de recuperación y de recaída que
aquellos con depresión mayor sola. Finalmente, más de tres episodios previos de depresión mayor aumenta la
probabilidad de una nueva recaída.
Estos datos deben tenerse presente a la hora de evaluar los resultados del tratamiento, en especial la
tendencia a la recurrencia. Por eso, la efectividad de un tratamiento no puede juzgarse simplemente por el
desenlace de un episodio índice. La reducción en la tasa de recaída es una guía más pertinente e informativa
de éxito. Sobre la base de los datos anteriores, el seguimiento postratamiento debe durar al menos 2 años
como para arrojar resultados convincentes que no puedan ser confundidos con la historia natural del
desorden. Los resultados de un ensayo clínico dependen de la especial composición de la muestra y,
particularmente, de la presencia de casos con depresión doble o historias de depresión mayor recurrente. A
causa de los estrictos criterios de exclusión que suelen aplicarse en los estudios sistemáticos, es probable
que la población clínica “real” contenga comparativamente más pacientes distímicos/as y crónicamente
deprimidos. Este sesgo apunta en la dirección de sobreestimar los efectos del tratamiento, lo que
probablemente hace que en la práctica clínica éstos sean más pobres que en los ensayos experimentales.
En lo que sigue, presentaré las conclusiones de una revisión sobre el tratamiento de la depresión, hecha de
acuerdo con los criterios de la psiquiatría basada en la evidencia:
La consideración global de los estudios meta-analíticos en este campo sugiere que los pacientes
sacan un provecho clínico significativo de las intervenciones psicoterapéuticas, aun cuando en la
mayoría de los casos deba esperarse que permanezcan sintomáticos y vulnerables a una recaída
al finalizar el tratamiento de un episodio agudo.
Como vimos en el párrafo anterior, las orientaciones psicoterapéuticas que han sido estudiadas
sistemáticamente en el tratamiento de la depresión son la terapia cognitivo conductual, la psicoterapia
interpersonal y, en menor escala, la psicoterapia psicodinámica. Si bien, durante décadas, las distintas
aproximaciones psicoterapéuticas han sido vistas como basadas en paradigmas teóricos y prácticos
mutuamente incompatibles e inconmensurables, vale la pena hacer notar que en los últimos 25 años se han
hecho esfuerzos considerables para integrar sistemáticamente componentes de psicoterapias de distintos
orígenes dentro de un marco teórico coherente. Gran parte de este proceso integrativo surgió como
subproducto natural del vigoroso movimiento de investigación en proceso y resultados psicoterapéuticos con
metodología empírica de la segunda mitad del siglo XX. En Inglaterra, por ejemplo, Ryle (1990) ha
desarrollado la terapia cognitivo analítica (CAT), donde las intervenciones terapéuticas, de corte psicoanalítico
o cognitivo, se desprenden de la formulación de las dificultades del paciente. Se trata de un pluralismo
coherente y planificado, diferente del eclecticismo espurio de aquellas terapias en las que las técnicas se
mezclan y confunden en ausencia de un marco teórico que las ordene, fundamente y discrimine. El mayor
contraste parece existir entre las terapias psicoanalíticas y la terapia cognitivo conductual. Sin embargo, como
hace notar Gabbard (1994 p.232), “aun cuando esta última deriva de una tradición diferente, en muchas áreas
la terapia cognitivo conductual y la terapia psicodinámica coinciden tanto en lo teórico como en lo práctico”. La
Psicoterapia Interpersonal, en cambio, puede considerarse una versión modificada de la psicoterapia
dinámica. A continuación, describiré brevemente estas tres formas de terapias que han sido validadas en el
tratamiento de la depresión, destacando los puntos de unión entre los modelos.
Los fundamentos de las terapias conductual y cognitivo conductual surgen de la teoría de condicionamiento
clásica (aprendizaje condicionado y operante) y de la teoría de aprendizaje social. El método de
desensibilización de Wolpe fue probablemente el primer intento riguroso de adaptar el condicionamiento
pavloviano a la situación clínica. Al mismo tiempo, Skinner y sus colaboradores usaron técnicas de
condicionamiento operante para modificar las conductas de pacientes psicóticos internados. Por razones
básicamente epistemológicas, el enfoque conductual ignora la importancia de los factores cognitivos. Bajo la
influencia de Bandura, Ellis, Michenbaum y Beck se produjo el llamado “giro cognitivo”, y las cogniciones
(conscientes e inconscientes) han llegado a ocupar un rol cada vez más importante en los modelos
psicopatológicos. Las terapias cognitivas comparten con las terapias dinámicas el supuesto de la existencia
de procesos cognitivos irracionales. Sin embargo, en la terapia cognitiva las cogniciones son consideradas
aprendidas y mantenidas a través de reforzamiento. Por lo tanto, el desafío terapéutico a las cogniciones
patológicas debe hacerse directamente y no por la vía de levantar sus determinantes inconscientes, como es
el caso en las terapias dinámicas. Además, los vínculos que se suponen entre sintomatología y cogniciones
específicas son en general menos complejos que en el enfoque dinámico. Con todo, hay coincidencias
considerables entre la terapia cognitiva moderna y las ideas psicoanalíticas tradicionales, y muchas
proposiciones cognitivas derivan, de hecho, de formulaciones analíticas. Ejemplos de coincidencia entre
ambas tradiciones son la importancia asignada a la noción de desamparo, a la discrepancia entre el sí mismo
percibido y el sí mismo ideal, a la capacidad autodestructiva de las cogniciones negativas implicadas en la
visión negativa de sí mismo, del mundo y del futuro, y a la tendencia defensiva a evitar el examen de
cogniciones dolorosas. Es notable que estos ejemplos surjan de, y sean relevantes para el análisis,
precisamente, de la psicopatología de la depresión. Por alguna razón, Aaron Beck, uno de los padres de la
terapia cognitiva partió desarrollando sus ideas estudiando la relación entre pensamiento y depresión (Beck
1963, 1964).
Estos desarrollos dieron origen a una terapia específica para el tratamiento de la depresión y la conducta
suicida (Beck & Greenberg 1979). La terapia es breve, orientada a problemas y altamente estructurada, y
utiliza técnicas variadas, como tareas escritas y calendarización de actividades, biblioterapia, role-playing,
entre otras. Es técnicamente ecléctica, pero usa un amplio rango de técnicas de una manera consistente con
el objetivo estratégico de lograr una modificación cognitiva. Se preocupa de la relación terapéutica como
escenario para una reeducación cognitiva, pero sin poner el énfasis en los aspectos emocionales o de apoyo
como factores curativos. De la misma manera, la terapia desarrollada por Beck no pone una atención especial
en los sueños o en los recuerdos infantiles, aun cuando, de producirse espontáneamente, éstos puedan servir
como claves valiosas para entender patrones cognitivos particulares. La meta es mucho más aprovisionar al
paciente con un conjunto de herramientas prácticas de autoayuda que pueda continuar empleando y
perfeccionado después de la terminación de la terapia.
En general, al clínico cognitivo le interesa menos que al dinámico investigar cómo han surgido las ideas y las
conductas mal adaptadas. Los clínicos conductistas y cognitivo conductuales focalizan el estudio más bien en
el cómo se mantienen estos aspectos o funcionamientos mal adaptados, ya sea por la interacción con el
entorno o a través de propiedades inherentes al sistema de creencias del individuo. En los comienzos de la
terapia cognitiva se colocó un gran énfasis en la primacía de las cogniciones sobre las respuestas
emocionales, en otras palabras, en la idea de que las reacciones emocionales podían ser predichas sobre la
base de las creencias y expectativas. Más recientemente, ha habido un reconocimiento general, tanto de parte
de teóricos dinámicos como cognitivos, de que la separación entre estos dos modos de funcionamientos es
una sobre simplificación de poco valor heurístico que tampoco es aceptada por la tradición filosófica o por las
ciencias cognitivas modernas.
A causa de su inserción en una tradición epistemológica positivista, el foco de las intervenciones conductistas
se dirige a conductas definibles que puedan ser fácilmente identificadas y monitorizadas a través de
intervenciones terapéuticas. Los tratamientos cognitivo conductuales representan una integración de este
nivel de análisis con consideraciones acerca de pensamientos y creencias que pueden conducir a conductas
disfuncionales. El objetivo de tales intervenciones es cambiar creencias mal adaptadas, usando un rango
amplio de técnicas terapéuticas. Por lo general, éstas incluyen elementos de auto monitorización,
identificación y reto a pensamientos y supuestos negativos que mantienen las conductas y las experiencias
problemáticas; decatastrofización y calendarización de actividades que, a su vez, ayuden a la ulterior auto
monitorización y desafío de las creencias disfuncionales. Aun cuando la interpretación puede a veces formar
parte del instrumental del terapeuta cognitivo, el encontrar las razones para la existencia de creencias
singulares no es vista como un componente esencial o necesariamente efectivo de la intervención. Los
objetivos de la intervención tienden a ser claros, y la motivación del paciente es permanentemente reforzada
por el terapeuta mediante sugestión y apoyo.
La inserción en la tradición positivista de las terapias conductuales y cognitivo conductuales constituye una
gran ventaja de estas terapias sobre las de tradición psicoanalítica, desde el momento en que las hace mucho
más accesibles a la investigación sistemática de resultados, en especial, al estudio de la eficacia de técnicas
estructuradas para condiciones psicopatológicas específicas. Esto explica el éxito que las terapias
conductuales y cognitivo conductuales han tenido en la implementación de políticas públicas en Salud Mental.
En nuestro país, por ejemplo, el programa de depresión para el nivel de atención primaria, inserto en el Plan
Nacional de Salud Mental, prescribe intervenciones psicosociales grupales de 6 sesiones de 1,5 a 2 horas de
duración para los pacientes con diagnóstico de depresión leve o moderada, de corte cognitivo conductual.
Finalmente, la distinción entre intervenciones cognitivas y conductuales es controvertida. Los clínicos más
conductistas consideran que intervenciones tales como la reestructuración cognitiva puede ser eficaz sólo a
través de su impacto en la conducta del paciente, la cual, a su vez, modifica su estado subjetivo. Al contrario,
los “cognitivistas puros” consideran que los cambios conductuales inducidos directamente (por ejemplo, a
través de refuerzo selectivo o exposición in vivo) tienen un impacto persistente sólo en la medida en que ellos
fuerzan un cambio en las expectativas del paciente.
Psicoterapia Interpersonal
Si tomamos en serio esto último, debemos necesariamente concluir que la diferenciación entre la psicoterapia
dinámica y la interpersonal y, hasta cierto punto, también entre ambas y la cognitivo conductual, no responde
tanto a razones de principio, o esenciales, sino mucho más a estrictas razones metodológicas y de estrategias
y políticas de desarrollo científico.
Terapia Psicoanalítica
En sus orígenes, el tratamiento psicoanalítico era breve y focalizado. Sin embargo, el desarrollo posterior
transformó la terapia psicoanalítica en lo que se ha llamado el psicoanálisis clásico, una terapia de tiempo
ilimitado y de alta frecuencia (3 a 5 sesiones semanales), cuyo objetivo no está puesto en remover síntomas
singulares o conductas problemáticas, sino en la reestructuración de la personalidad. Pero, a partir de la
década de los 40, después de terminada la Segunda Guerra Mundial, la preocupación con la masificación de
los servicios de Salud Mental, posibilitó la emergencia –primero en USA e Inglaterra–, de la psicoterapia
psicoanalítica, que tiene por característica esencial el ser focal, de menor intensidad y, en general, de
duración menor que un psicoanàlisis. El surgimiento de las psicoterapias psicoanalíticas, mucho más
adecuadas para ser incluidas en la oferta de servicios de atención en el sistema público, se debió a la labor de
pioneros tales como Alexander & French (1946), Sifneos (1972), Mann (1973), Malan (1976) Davanloo (1978),
Luborsky (1984) y Strupp & Binder (1984). Tales modelos focales no buscan transformaciones de toda la
personalidad, sino que asumen que la comprensión cognitiva (insight) de los problemas personales puede
iniciar un cambio sintomático que se continúa después de la terminación del tratamiento. La psicoterapia
psicodinámica exploratoria de larga duración puede extenderse por 1 año o más, con una frecuencia de 2 a 3
sesiones semanales. La psicoterapia focal tiende a durar entre 4 a 6 meses, con una frecuencia de 1 a 2
sesiones por semana. Mientras que la terapia exploratoria de larga duración enfoca el trabajo terapéutico en
una variedad más amplia de distorsiones transferenciales, la terapia focal tiende a tener un carácter más
restringido. Tanto el tratamiento exploratorio como el focal tienen como meta la resolución de conflictos
inconscientes y éste es su sello psicoanalítico. A diferencia de las psicoterapias cognitivas y conductistas, se
preocupan de ir más allá del cambio sintomático.
Para el psicoanálisis moderno la depresión constituye un síndrome variado y complejo con presentaciones
semiológicas diferentes que pueden llegar a manifestarse como desórdenes bien delimitados que califican
dentro de las nosologías en uso (DSM IV y CIE 10) y al cual se puede acceder por distintas vías. Estas vías
pueden ordenarse dentro de series de causas que van desde lo biológico constitucional a lo psicogénico.
Dentro de las series causales propiamente psicológicas, también es posible pensar en términos de series
complementarias. Existen dos modelos psicoanalíticos para la psicopatogenia de la depresión. El más antiguo
destaca la importancia de agresión y culpa en la génesis de la depresión. El más moderno recalca la tensión
patológica entre la realidad y el ideal del yo en pacientes deprimidos. Bleichmar (1996) ofrece un modelo
integrado entre ambos que podemos resumir en 2 puntos:
1) La existencia de un deseo que ocupa un lugar central en la economía psicológica del paciente deprimido;
fijación que no puede ser reemplazada o compensada por otros deseos. Este deseo puede pertenecer a
diferentes áreas. Por ejemplo, pueden ser deseos de satisfacción instintiva o de experimentar niveles bajos de
tensión mental y física, o ser deseos de apego, desde los más normales de contacto físico o comunicación
emocional con un otro significativo, hasta los más patológicos de fusión con el objeto. Pueden ser deseos
narcisistas, también desde los normales deseos de control de los propios impulsos y emociones, de buen
funcionamiento psíquico o de ser querido y apreciado, hasta deseos más patológicos de cumplir con ideales
de perfección física, mental o moral, de ser objeto de admiración sin límite o de tener un control total sobre sí
mismo o sobre los demás. Por último, están los deseos que pueden estar relacionados con el bienestar de la
persona querida. Si el sujeto se ve a sí mismo como siendo el agente causal del daño o sufrimiento de la
persona deseada, se originará una depresión cuyo componente principal será la culpa.
Lo crucial es que el deseo sea profundamente anhelado, es decir, sea central en la economía psíquica del
sujeto, de modo tal, que su no realización y su imposibilidad de ser reemplazado o compensado conduce a
una situación de catástrofe psicológica.
De acuerdo con Bleichmar, el modelo centrado en agresión y culpa es una manera particular de llegar a la
situación que define la esencia de la depresión.
Klerman (1984), creador de la PIP para la depresión, postula cuatro áreas de problemas capaces de
desencadenar una depresión. La primera se refiere a los duelos patológicos. La segunda destaca lo que él
llama disputa de rol interpersonal. Esta disputa se desarrolla cuando la paciente –porque generalmente son
mujeres–, y otra persona significativa tienen expectativas no complementarios y divergentes sobre la
interacción de los roles y relaciones mutuas. Estos conflictos pueden tomar la forma de crisis maritales,
disputas entre padres e hijos, entre colegas de trabajo o dentro de una familia extendida o red de amistades.
La tercer área que puede estar involucrada en el desencadenamiento de una depresión se refiere a la
existencia de una situación vital de transición de rol. Inevitablemente, el desarrollo de la vida conduce a
cambios críticos en los que se experimenta la pérdida de algún rol (de estudiante, de hijo por abandono de la
casa paterna, de un puesto de trabajo por promoción, cesantía o jubilación, cambio de residencia, etc.). En
este caso, la pérdida exige adaptarse a nuevas situaciones vitales y a nuevos roles. Consciente de su
cercanía con las situaciones de duelo, Klerman prefiere diferenciarlas, por razones de trabajo terapéutico. La
cuarta área patogénica se refiere a los déficit que algunos sujetos deprimidos muestran en su habilidad para
iniciar o sostener relaciones interpersonales.
Desde un punto de vista psicoanalítico, sin embargo, las áreas de patogenia que para Klerman están en la
base de una depresión están subsumidas en la psicodinámica psicoanalítica descrita. Recuérdese que desde
el punto de vista de la psicopatología psicoanalítica del paciente deprimido, lo esencial es la existencia de un
deseo psicológicamente irrenunciable, simultáneamente con la convicción de la propia incapacidad de
realizarlo. El duelo patológico, testimonio de un penoso deseo de reunión irrealizable o la pérdida
irrecuperable de un rol significativo en la vida, sólo conducen a la depresión en virtud de la convicción de su
respectiva “irrealizabilidad” o irrecuperabilidad. Por su parte, la disputa interpersonal de roles extrae su
carácter patogénico de la incapacidad de renunciar al deseo de reciprocidad. Del mismo modo, los déficit
interpersonales pueden conducir a depresión por la vía de frustrar, irremediablemente, la necesidad de
relaciones interpersonales nutritivas y, en tal caso, la agresión y la culpa por dañar a la persona que es objeto
del deseo puede estar jugando un papel preponderante.
Con todo, más allá de las aparentes diferencias, el objetivo diagnóstico psicoterapéutico común es descubrir,
con el paciente, la vía particular a través de la cual éste llegó a deprimirse. Este proceso conduce al
establecimiento del foco dinámico que será trabajado a lo largo de la terapia.
El concepto de técnica focal supone que el trabajo terapéutico puede centrarse consistentemente en la
interpretación y elaboración del mismo conflicto patógeno a lo largo de la terapia. El conflicto focal se
encuentra en un nivel mediano de abstracción y se relaciona dinámicamente tanto con los síntomas como con
la estructura de personalidad del paciente. El foco es un constructo teórico técnico que surge en la mente del
terapeuta a partir de la interacción con su paciente dentro de las primeras sesiones de tratamiento y podría
formularse idealmente en términos de una interpretación esencial en la que basar la terapia. La determinación
del foco es un proceso intersubjetivo complejo y fluido que no pretende ser una imposición del terapeuta, sino
un emergente de la “negociación” propia de dos mentes que entran en contacto. A través de la escucha de la
biografía del paciente, de los elementos de su situación actual de vida en relación con las etapas del ciclo
vital, de los eventuales conflictos que caractericen la situación desencadenante y de la manera como el
paciente entrega la información y se comunica en las entrevistas, va surgiendo en la mente del terapeuta un
patrón de interacción conflictiva interpersonal característico que se repite en la historia de vida, se manifiesta
en la situación actual y desencadenante de la depresión y se ofrece a la comprensión del terapeuta en la
interacción personal durante las entrevistas.
El concepto psicoanalítico de foco se relaciona por un lado con el de transferencia predominante y, por el otro,
con el de estructura cognitiva de Kovacs & Beck (1978). Para estos autores, “las estructuras cognitivas [sobre
cuya modificación se centra el trabajo terapéutico] son características relativamente duraderas de la
organización cognitiva de una persona. Son representaciones organizadas de experiencias anteriores:
Diferentes aspectos de la experiencia son organizados a través de diferentes esquemas... Un esquema
permite a una persona defender, codificar y evaluar el rango completo de estímulos internos o externos y
decidir sobre un curso subsiguiente de acción... Los supuestos o premisas silentes, trozos de información y
conclusiones, aportan el contenido de un esquema cognitivo. Un esquema es una estructura relativamente
duradera que funciona como un patrón, defiende activamente, codifica, categoriza y evalúa información. Por
definición, también representa alguna experiencia anterior relevante” (pp. 526, 528-529).
En terapia psicoanalítica se han propuesto variadas maneras de formular el foco, a las que no me puedo
referir hoy día. En todo caso, si bien el estudio de la psicopatología del paciente deprimido a partir de las
vicisitudes del desear nos ofrece claves generales para formular el foco, éste debe ser “personalizado” y
“singularizado” con cada paciente particular, pues siempre existen sobredeterminaciones y
retroalimentaciones individuales de factores etiopatogénicos, cuya comprensión circunstanciada permitirá
planificar el tratamiento y establecer estrategias de abordaje.
En los párrafos anteriores, intenté una descripción de los distintos enfoques psicoterapéuticos, mostrando las
diferencias y los puntos de contacto entre los distintos modelos. Surge sin embargo la pregunta: En la
práctica, ¿cuán reales son estas diferencias?
En la Introducción al libro Psiquiatría que en 1982 edité junto a Mario Gomberoff, afirmo que “debemos
reflexionar acerca de la práctica psiquiátrica, sobre aquello que realmente hacen los psiquiatras. Esto es
complicado –continúo– porque lo que un especialista dice que hace, la mayoría de las veces corresponde a
aquello que idealmente quisiera hacer y que se expresa en una concepción coherente de la enfermedad
mental, el rol del psiquiatra y la naturaleza del acto médico.” (p.13) Pienso que la misma discrepancia entre
práctica idealizada y práctica real se da en psicoterapia y fue esa inquietud la que me llevó a interesarme en
investigación empírica en psicoterapia.
¿Qué nos dice la investigación empírica sobre las semejanzas y diferencias reales entre las terapias
dinámicas, las interpersonales y las cognitivo-conductuales?
Ablon & Jones (1998) han mostrado que, aún en psicoterapias manualizadas, es posible detectar elementos
“prestados” de otras orientaciones terapéuticas y que estas técnicas comunes pueden incluso ser los
ingredientes activos responsables de promover el cambio positivo en el paciente. Por ejemplo, estos autores
han demostrado que los tratamientos psicodinámicos breves incluyen conjuntos diversos de intervenciones,
donde los terapeutas, además de aplicar estrategias consideradas como de naturaleza psicodinámica, en
medida significativa también aplican intervenciones técnicas que habitualmente se asocian con el enfoque
cognitivo conductual (por ejemplo, examinar “pensamientos falsos” o creencias irracionales). En otras
palabras, existe una sobreposición significativa en la manera como terapeutas de distintas orientaciones
conducen los tratamientos, entre modelos teóricos que se asume corresponden a estrategias de intervención
diferentes. Consistentemente con estos resultados, otros autores (Goldfried et al. 1998) han encontrado una
extensa sobreposición entre terapias psicodinámicas interpersonales y terapias cognitivo conductuales,
cuando éstas fueron realizadas por terapeutas expertos. En una muestra bien estudiada de tratamientos,
Jones & Pullos (1993) determinaron que los terapeutas cognitivo conductuales usan ocasionalmente
estrategias psicodinámicas y que fueron precisamente estas técnicas las responsables de la promoción del
cambio en el paciente. En este estudio, el uso de técnicas no prescritas por la terapia cognitivo conductual,
que probablemente escapó- a la detección de las escalas de adherencia, mostró tener una correlación
significativa con el cambio en el paciente. En todo caso, hubo importantes diferencias entre ambos enfoques.
La terapia cognitivo conductual promovía el control de los afectos negativos a través del uso del intelecto y la
racionalidad en combinación con una vigorosa estimulación, apoyo y reaseguro por parte de los terapeutas.
En las psicoterapias psicodinámicas, el énfasis estuvo puesto en la evocación de afectos, en traer a la
conciencia sentimientos inquietantes y en integrar dificultades actuales dentro de la experiencia de vida
previa, usando la relación terapeuta paciente como agente de cambio.
En un estudio muy reciente, Ablon & Jones (2002) aplicaron su método de investigación a sesiones transcritas
de terapia interpersonal y cognitivo conductual pertenecientes al Programa Colaborativo de Investigación del
Tratamiento de la Depresión del NIMH. Terapeutas expertos desarrollaron prototipos de regímenes ideales de
tratamiento para la psicoterapia interpersonal breve y para la terapia cognitivo conductual, usando
el Psychotherapy Process Q-Set, instrumento diseñado para proveer un lenguaje estándar que permita
describir procesos terapéuticos. Grupos de jueces independientes y ciegos, determinaron que tanto las
sesiones de psicoterapia interpersonal como las cognitivo conductuales adherían más fuertemente al prototipo
ideal de éstas últimas. Además, en ambos tipos de tratamiento la adherencia al prototipo de terapia cognitivo
conductual arrojaba correlaciones positivas más fuertes con las mediciones de resultados. Los autores
concluyen que los nombres de marca en psicoterapia pueden ser engañosos y que la premisa básica de los
ensayos controlados al azar, esto es, que las intervenciones comparadas representan realmente tratamientos
separados y distintos, no fue satisfecha en el Programa de Investigación Colaborativo del Tratamiento de la
Depresión del NIMH.
Esta crítica se une a la hecha por Martin Seligman (1995 p.966), cuando afirmó que “el estudio de eficacia es
el método errado para validar empíricamente la psicoterapia como realmente es llevada a cabo, porque omite
elementos demasiado cruciales de lo sucede en el terreno”.
Con todo, y mientras no se sepa más acerca de lo que realmente hacen los psicoterapeutas, la investigación
moderna en resultados de tratamientos en psiquiatría y psicoterapia exige plantearse el problema de la
indicación diferencial. Este paciente en particular, ¿se beneficiaría más con una combinación de medicación
antidepresiva y psicoterapia? Si este es el caso, ¿cuál es el tipo de psicoterapia que está indicada?
En el contexto de un psicoterapeuta que reconoce la importancia del trabajo en equipo y que no trabaja
aislado o lo hace en el seno de un servicio público de atención, ésta es una pregunta altamente pertinente. Al
respecto, hacemos nuestra la posición de Hohage (2000). Este psicoanalista alemán plantea que hay que
considerar tres niveles antes de decidir cuál es la orientación psicoterapéutica más indicada en un caso
particular:
En el nivel de los síntomas (Eje I), existe consenso en que los desórdenes poco sintomáticos y
bien delimitados tienen buenos resultados con terapias cognitivo conductuales. Sin embargo, hay
que hacer notar que cuando la aparición del cuadro depresivo es precedida por una situación
manifiestamente conflictiva que haga suponer desencadenantes inconscientes, puede estar mejor
indicada una psicoterapia dinámica focal.
En el nivel de la personalidad (Eje II), es claro que mientras más comorbilidad haya, más indicada
estará la terapia dinámica, en este caso una psicoterapia exploratoria más prolongada.
Particularmente, esta es la indicación de muchos casos con diagnóstico de distimia.
En el nivel de la motivación para el tratamiento, la TCC está indicada en pacientes que sufren
poco por sus síntomas o buscan una mejoría rápida de los mismos. Desde luego, deben estar
bien dispuestos a trabajar con su terapeuta.
Hohage (2000 p.114) resume las diferencias entre ambos procedimientos terapéuticos afirmando que “la
fortaleza de los procedimientos psicoanalíticos reside en su capacidad de integrar situaciones simples dentro
de contextos más grandes y complejos. Cuando los pacientes quieren saber más de sí mismos, los
procedimientos analíticos son el camino correcto. La fortaleza de los procedimientos [cognitivo] conductuales
reside en la capacidad de reducir situaciones complejas a mecanismos psicológicos simples. Cuando esta
reducción sea adecuada o necesaria, entonces la ventaja la tiene la terapia conductista.” Para Hohage, el
problema de la indicación diferencial también tiene que ver con el grado de rigidez con que un psicoterapeuta
particular adhiere a su modelo. Sin necesariamente caer en un eclecticismo ateórico, es evidente que
mientras más flexible sea el psicoterapeuta, menos drástica será la diferencia entre las orientaciones.
Finalmente, cuando un paciente, en razón de su personalidad, sintomatología o estilo personal, requiere de
una conducción activa, aliviadora y que controle la regresión, el psicoterapeuta psicoanalítico deberá
preguntarse por la conveniencia de referir a su paciente a un colega cognitivo conductual.