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quedo. El otro se encuentra en estado de perpetua partida, de viaje; es, por vocación,
migratorio, huidizo; yo soy, yo que amo, por vocación inversa, sedentario, inmóvil,
predispuesto, en espera, encogido en mi lugar, en sufrimiento, como un bulto en un
rincón perdido de una estación. La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no
puede suponerse sino a partir de quien se queda –y no de quien parte-: yo, siempre
presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente”
Roland Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo XXI, 1982, p.34.
Ibíd., p. 35
“Ser ascético
“ASCESIS. Ya sea que se sienta culpable con respecto al ser amado o que quiera
impresionarlo representándole su infortunio, el sujeto amoroso esboza una conducta
ascética de autocastigo (régimen de vida, indumentaria, etcétera).
“1. Puesto que yo soy culpable de esto, de aquello (tengo, me doy, mil razones para
serlo), me voy a castigar, voy a maltratar mi cuerpo: me cortaré los cabellos muy
cortos, ocultaré mi mirada detrás de lentes oscuros, me entregaré al estudio de una
ciencia seria y abstracta. Me levantaré temprano, como un monje. Seré muy
paciente, un poco triste, en una palabra, digno, como corresponde al hombre del
resentimiento. Remarcaré histéricamente mi duelo (el duelo que presumo) en mi
vestimenta, en el corte de pelo, en la regularidad de mis hábitos (…).
“2. La ascesis (la veleidad de la ascesis) se dirige al otro: regresa, mírame, mira lo
que haces de mí. Es un chantaje: pongo frente al otro la figura de mi propia
desaparición, tal como se producirá seguramente si no cede (¿a qué?)”.
Ibíd., p. 31.
Claroscuro del subibaja
Más tarde, intervinieron los letrados. Observaron que esa manera de hablar y de
pensar, aunque acorde con la íntima esencia de las cosas, conducía al estancamiento y
quizá a la aniquilación de la vida, que para conseguir sus fines necesitaba de
afirmaciones y negaciones cerradas, o sea, la mitad de cualquier verdad. ¿Cómo se iba a
luchar, por ejemplo, contra un enemigo que era malobueno y que, bien mirado, también
era un amigo? ¿Cómo separar lo propio de lo ajeno?, ¿cómo discutir el precio?, ¿cómo
pedir un privilegio? Así que, armados de grandes tijeras, empezaron a cortar en dos
todas las viejas palabras y a llenar el mundo de mentiras útiles. Yüan, pasó a significar
lejos, chin, quiso decir cerca, y Yüan-chin (oh, astucia inimitable de los letrados) se
convirtió en “distancia”. (…) En todas las épocas y pueblos sucedió algo parecido. Un
terrible sino (perdón, destino) se abatió sobre la memoria de la ambigüedad original y
eterna, sobre las palabras dobles inexorablemente aniquiladas o convertidas en algo
diferente e inofensivo.
Fragmento, en Rodolfo Walsh. Ese hombre, y otros papeles personales. Buenos Aires:
Ediciones de la Flor, 2010, pp. 69-71.
“Los indios cañaris tenían motivos para odiar al inca Atahualpa. En la guerra
civil que conmovió al Perú poco antes de la llegada de Pizarro tomaron partido por
Huáscar. Atahualpa los venció, arrasó sus poblados, pasó a degüello a grandes y chicos.
“Este sueño selló la alianza entre la rencorosa tribu y los acerados españoles.
Desde entonces se vio a los cañaris en la vanguardia de las fuerzas de conquista.
Después que Atahualpa fue sentado en el banco del garrote en la plaza de Cajamarca, y
el padre Valverde le tendió el crucifijo y lo bautizó, y un soldado apretó el torniquete
que le quebró el cuello, hubo llanto entre los peruanos y risa entre los cañaris. Sus
dioses cumplían el pacto.
“En 1536 dos mil indios cañaris encabezaron el temerario asalto a la fortaleza de
Sacsahuamán, que puso fin al sitio del Cuzco por parte del inca Manco II.
“En 1572 el nuevo imperio se derrumbó. El último inca, Tupac Amarú, entró
encadenado en Cuzco. La suya fue la postrera gran ejecución de la conquista.
Cuatrocientos indios cañaris lo escoltaron hasta la Plaza Mayor donde se le permitió ver
el descuartizamiento de su esposa. Después que el inca fue debidamente confesado y
abjuró de sus culpas, su cabeza fue puesta en el tajo. A último momento alzó los ojos
para mirar a su ejecutor. Era un indio cañarí. La espada brilló, la cabeza rodó, y allí
terminó el odio.
“El sacerdote cañarí, que había profetizado tan bien, murió convencido de las
bondades del cielo que le deparó aquel sueño.
“El último cañarí murió en el siglo XVIII. Se refiere que antes de morir tuvo un
sueño, que le pareció de origen divino.
“Pero no lo quiso contar”.