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Humorada y absurdo en Julio Cortázar

por Carlos Yusti


Viernes, 13 de febrero de 2004

Por un raro azar no siempre estamos en el lado cómico de la vida, no siempre el


absurdo nos empapa la ropa y en contadas oportunidades somos el alma de la
fiesta o el hazmerreír en cualquier reunión. Hay gente experta en hacer el
ridículo y otras que se quedan haciendo equilibrio en los bordes de la
formalidad más caricaturesca. El humorista profesional sabe el momento
preciso para arrancarle una carcajada al respetable. El humorista amateur,
conformado por la mayoría, no tiene la más mínima noción cuando va a meter
pie y provocar la risa a su alrededor.

(…) El humor no es fácil ni en la vida ni en la literatura. Aquellos que tienen la capacidad de ver las costuras
cómicas de la existencia son considerados como bichos raros y en muchos casos hasta personas de cuidado.
Lo peligroso no son los humoristas, ni los imitadores, ni los mamadores de gallo, sino aquellas personas que
no tienen sentido del humor. Lo amenazador es esa gente que se toma todo muy a pecho y con una gravedad
de funeraria cinco estrellas. Hay que cuidarse de esos hombres y mujeres que se creen llamados a ser los
salvadores de la patria; de esas personas que son unas rocas sujetas con firmeza a sus principios. Para
resguardarse de seres así, e incluso para salir ileso de ese engreimiento de almidonada etiqueta, y no
contagiarse de estupidez circunspecta, es bueno recordar aquella frase de Groucho Marx: “Esos son mis
principios, si no le gustan, los cambiaré”.

Todo esto viene a cuento porque estoy seguro que Julio Cortázar era un Marxista convencido; una marxista
de la tendencia Groucho. Y por ello trató de no dejar al margen el humor en sus novelas y cuentos. No por
azar escribió: “Pero seamos serios y observemos que el humor, desterrado de nuestras letras
contemporáneas (Macedonio, el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechal a ratos, son outsiders
escandalosos en nuestro hipódromo literario) representa, mal que les pese a Los tortugones, una constante
del espíritu argentino…¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de
la vergüenza? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el
cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban,
inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box,
habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas
y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo
que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar hasta el nene”.

El humor en Cortázar apela al absurdo cotidiano y parece que desde pequeño tuvo
atisbos de esa rigurosidad trágica que otorgaban los adultos a cuestiones triviales o al
menos en una entrevista eso expresó: “Desde pequeño he tenido un gran sentido del
humor y me acuerdo que siendo muy niño, tendría ocho o nueve años, me producía un
gran asombro que en ciertas conversaciones de los mayores, en circunstancias en que
todo hubiera podido arreglarse con una broma, con una respuesta llena de humor, todo
el mundo se ponía trágico, todo el mundo se tomaba las cosas por el lado negativo”.

Cortázar no utilizaba el humor para arrancar una sonrisa y quitarle un poco ese rigor
mortis a los lectores, sino que veía en el humor esa capacidad humana de trastocar la realidad, de crear una
visión de reloj blando del mundo de todos los días o como él escribió: “visión en que las cosas dejan de tener
sus funciones establecidas para asumir muchas veces funciones diferentes, funciones inventadas”.
El absurdo como eje humorístico fue la clave de su trabajo literario y él lo ha puntualizado así: “Quiero decir
que un claro sentimiento del absurdo nos sitúa mejor y más lúcidamente que la seguridad de raíz kantiana
según la cual los fenómenos son mediatizaciones de una realidad inalcanzable pero que de todas maneras
les sirve de garantía por un año contra toda rotura.”

Este humor es extraño viniendo de un argentino, y conste que para nada me hago eco de la mala prensa que
asegura que los argentinos son pedantes, aunque Borges haya dicho que leyó primero el Quijote en inglés. En
tal sentido Cortázar es un escritor argentino nacido en Bruselas y nacionalizado francés. Ya esta ensalada
prefigura a un escritor un tanto movido del tópico crítico, del lugar común de la cultura en domingo que
busca cudricularlo todo, para cada cosa ocupe su casilla correspondiente y no ocasione dolor de cabeza
alguno.

Con libros como “Historias de Cronopios y de Famas”, “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967), Último
round (1969) y “Un tal Lucas”, Cortázar ensaya un texto misceláneo a medio camino entre la humorada
absurda, el ensayo y el relato; textos inclasificables con una buena porción de vitriolo humorístico donde el
disparate ilógico, con ciertas manchas de café, nicotina y ternura, tiene rol protagónico.

“Historias de cronopios y de famas” está dividido en cuatro partes: "Manual de instrucciones", "Ocupaciones
raras", "Material plástico" e "Historias de cronopios y de famas"; cada una posee unidad temática y todas
ellas en conjunto conforman otra unidad, que si bien no es temática sí es conceptual y para aclarar esto
recurro a las siguientes palabras del autor: "Francisco Porrúa que es el asesor de la Editorial Sudamericana y
un gran amigo mío, leyó los Cronopios en esa pequeña edición de mimeógrafo, y me dijo: 'Me gustaría editar
este libro pero es muy flaquito, ¿no tienes otras cosas?' Entonces yo busqué entre mis papeles y aparecieron
las demás partes y me di cuenta de que aunque fueran secciones diferentes en conjunto había una unidad en
el libro. En primer lugar una unidad de tipo formal, porque son todos textos cortos. Entonces los ordené y dio
un libro de dimensiones normales.” Cortázar utiliza por primera vez el término "cronopio" en 1952, en un
breve crónica a un concierto de Louis Amstrong (incluida después en La vuelta al día en ochenta mundos)
que titula "Louis, enormísimo cronopio". El cuenta su encuentro con los cronopios así: “En 1952, yo estaba en
París y fui a un concierto en "Les Champs Elisées" de homenaje a Igor Stravinsky. Me sentía muy conmovido
viendo a Stravinsky dirigiendo la orquesta y a Jean Cocteau recitando una de las obras. En el entreacto, todo
el mundo salió a tomar café. Yo no tuve ganas de salir y me quedé completamente solo en ese inmenso teatro
y, de golpe, tuve la sensación de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que yo
veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos, que andaban por ahí circulando.
Inmediatamente supe que su nombre era "cronopios". Empecé a escribir sin saber cómo eran. Luego tomaron
un aspecto relativamente humano, con esas conductas especiales de los cronopios, que son un poco la
conducta del poeta, del asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas. Frente a ellos están los
famas: grandes gerentes de los bancos, presidentes de las repúblicas, la gente formal que defiende el orden.
Las esperanzas son personajes intermedios, que están un poco a mitad del camino, sometidas, según las
circunstancias, a las influencias de los famas o de los cronopios”.

El humor en Cortázar tiene acordes épicos e irónicos. Un humor sin cortapisas que desgarra de manera sutil
ese manto de velorio que parece asfixiar la vida, que deshace esa atmósfera permanente de protocolo con
corbata que domina todos los escenarios de la existencia y en donde muchas veces quedamos desajustados,
cómicos sin ese lirismo necesario para salvarnos de situaciones hinchadas y embarazosas. Por eso parece
necesario convertirnos en cronopios y caminar por el hielo trágico de la vida hasta escaparnos y no terminar
traspillados por el boato y los discursos de orden.

Fuente: http://www.analitica.com/va/arte/documentos/8113614.asp
LIPOVETSKY: UNA TEORÍA HUMORÍSTICA DE LA SOCIEDAD POSTMODERNA (Fragmento)

Alejandro Romero*

(…) Así pues, lo que sigue es un comentario de la visión de Lipovetsky sobre la sociedad humorística: una visión
especulativa, juguetona y contradictoria. Un manojo de hipótesis a menudo extravagantes, basadas en una
interpretación muy subjetiva de la realidad sociocultural. Quizá haya algo de verdad en ellas. Y quizá haya quien se
atreva a investigarlo.

Antes de nada... ¿qué es la postmodernidad?


En uno de sus múltiples trabajos de síntesis, Postmodern Social Theory, George Ritzer afirma que «hay
muchas formas de caracterizar la diferencia entre los mundos moderno y postmoderno, pero, como ejemplo, una de
las mejores es la diferencia en puntos de vista sobre si es posible encontrar soluciones racionales (...) a los problemas
de la sociedad» (1997: 6). En otras palabras, la época postmoderna, la postmodernidad, desespera de la razón,
pierde la fe en la razón.
¿Qué rasgos caracterizan la cultura postmoderna (la cultura de un mundo, recordemos, que ha dejado de fiarse de la
razón)? A juicio de Ritzer (1997: 8 – 9):
1) La crítica de la sociedad moderna y su fracaso en cumplir las promesas que teóricamente legitimaban
el orden de las cosas. De nuevo, el fracaso de la razón, en tanto la razón ha sido el gran instrumento
(o se supone que lo ha sido) con el que la sociedad moderna pretendía cumplir esas promesas.
2) Rechazo de las grandes explicaciones unitarias y coherentes, llámense cosmovisiones,
metarrelatos, grandes relatos, totalizaciones... La época moderna ha querido explicar el mundo con
grandes teorías de ambición universal que diesen cuenta, partiendo de unas pocas premisas clave, de
la inabarcable diversidad del mundo empírico. Esas mismas teorías, de discutible validez explicativa,
además de ofuscar una visión más realista de las cosas, han llegado a tiranizar a quienes las
sostenían, en el momento en que, por inevitables deficiencias, han cambiado la ambición explicativa
por la pretensión normativa. Ritzer apunta que semejante rechazo, por parte de los postmodernos,
hacia los grandes relatos, no ha obstado para que ellos mismos propusieran grandes relatos de su
cosecha; tal vez la empresa de explicación del mundo gravita, por naturaleza, hacia la construcción
de grandes relatos que expliquen la mayor cantidad de fenómenos con la menor cantidad de
elementos de partida (véase, a ese respecto, la interpretación de la historia de la filosofía que plantea
Matthew Stewart, 2002; humorista, autor de un único libro y partícipe de muchos de los
planteamientos postmodernos aunque critique a más de un padre fundador postmoderno por defender
sus propios grandes relatos).
3) Énfasis en fenómenos premodernos: emoción, sentimientos, intuición, especulación, metafísica,
hábitos y costumbres, experiencia personal, tradición, cosmología, magia, mito... En última instancia,
se trata de una labor de rescate de elementos de la experiencia humana que la sociedad moderna
había desestimado por cuanto entraban en contradicción con las bases sobre las que se asentaba su
proyecto.
4) Desafío a los límites modernos. En otras palabras, crítica del sistema de categorías que ordenaba la
sociedad moderna. Se rechazan definiciones, barreras entre disciplinas (académicas y no
académicas), se pone en tela de juicio la diferencia entre realidad y ficción. No es simplemente un
ataque al vocabulario moderno; es un ataque a una forma de ordenar el mundo.
5) Atención a la periferia de la sociedad, no a su centro, considerando el centro como aquellas instancias
más eminentes y visibles que hipotéticamente tienen mayor importancia en una sociedad. Es decir,
observar y estudiar, por ejemplo, las prácticas cotidianas de un grupo marginal en lugar del gobierno
de una nación.
Este puede ser, pues, el universo cultural en el que se inscribiría el peculiar género de humor que quiere
caracterizar Lipovetsky.

La sociedad humorística

(…) El humor ha existido siempre, naturalmente, bajo una forma u otra, pero es únicamente en la sociedad occidental
contemporánea que toma constante posición de primera fila. En el pasado, lo humorístico hacía acto de presencia en
momentos aislados, ocupaba su nicho específico, mayor o menor según los particulares empíricos de cada caso, en el
espacio y el tiempo. Ahora, de la misma forma que el proceso de des-diferenciación cuya importancia privilegia Lash
(1990) supone la omnipresencia de la cultura, el humor impregna muchos ámbitos de lo social que antes le estaban
vedados…

Como se ha señalado, esto no siempre ha sido así; es un desarrollo característico de nuestro tiempo y por eso puede
emplearse para definirlo y distinguirlo de épocas pasadas, llamando a la nuestra “sociedad humorística”. Lipovetsky
identifica una serie de etapas en el devenir que conduce al actual orden de cosas. Perpetuando la muy extendida
costumbre de articular la historia en trípticos, marca tres fases:
1) Edad Media: aquí «la cultura cómica popular está profundamente ligada a las fiestas, a las celebraciones
de tipo carnavalesco que, dicho sea de paso, llegaban a ocupar tres meses al año. En ese contexto, lo
cómico está unificado por la categoría de ‘realismo grotesco’ basado en el principio del rebajamiento
de lo sublime, del poder, de lo sagrado, por medio de imágenes hipertrofiadas de la vida material y
corporal» (Op. Cit: 138).
La comicidad medieval confirma la estructura social haciendo mofa episódica de sus posiciones más
altas. Es un humor en el que prima la escatología, en su sentido más físico:
«Toda la comicidad medieval se vuelve imaginación grotesca que no debe confundirse con la parodia
moderna, de alguna manera desocializada, formal o ‘estetizada’. La transformación cómica por el
rebajamiento es una simbología por la que la muerte es condición de un nuevo nacimiento. Al invertir
lo de arriba y lo de abajo, al precipitar todo lo que es sublime y digno en los abismos de la
materialidad se prepara la resurrección, un nuevo comienzo desde la muerte. Lo cómico medieval es
‘ambivalente’, siempre se trata de dar muerte (rebajar, ridiculizar, injuriar, blasfemar) para insuflar
una nueva juventud, para iniciar la renovación» (Op. Cit.: 138-139).
Semejante festival escatológico se pone en marcha, en realidad, para hacer material lo inmaterial. Las
ideas platónicas se encarnan por un día en la corrupción del mundo fluido de Heráclito, se marchitan y
mueren en un festival de carcajadas, para renacer tan poderosas como siempre al día siguiente. La
comicidad medieval es, en última instancia, confirmación de la metafísica, confirmación de la fe.
Recordando al Juan de Mairena machadiano, sólo está viva la fe de un pueblo que blasfema; los
demás no se toman la molestia de rebajar una divinidad en la que no creen realmente.
2) En la Edad Clásica el humor comienza a especializarse, pues «el proceso de descomposición de la risa de
la fiesta popular está ya engranado mientras se forman los nuevos géneros de la literatura cómica, satírica y
divertida alejándose cada vez más de la tradición grotesca. La risa, desprovista de sus elementos alegres, de
sus groserías y excesos bufos, de su base obscena y escatológica, tiende a reducirse a la agudeza, a la ironía
pura ejerciéndose a costa de las costumbres e individualidades típicas. Lo cómico ya no es simbólico, es
crítico, ya sea en la comedia clásica, la sátira, la fábula, la caricatura, la revista o el vodevil» (Op. Cit.: 139).
El humor ya no es patrimonio popular, generalizado, impersonal como lo era antes. Una invención de
la modernidad entra en escena para apropiarse del humor y ponerlo a su servicio: el individuo. A
partir de ahora, el humor servirá tanto para satisfacer las necesidades nuevas de esta criatura inédita
como para reafirmar su realidad:
«...lo cómico entra en su fase de desocialización, se privatiza y se vuelve ‘civilizado’ y aleatorio. Con
el proceso de empobrecimiento del mundo carnavalesco, lo cómico pierde su carácter público y
colectivo, se metamorfosea en placer subjetivo ante tal o cual hecho cómico aislado, y el individuo
permanece fuera del objeto de sarcasmo, en las antípodas de la fiesta popular que ignoraba cualquier
distinción entre actores y espectadores, que implicaba al conjunto del pueblo mientras duraban los
festejos» (Op. Cit.: 139).
El humor, en realidad, está al servicio de una nueva fe, la fe ilustrada, la fe en la razón; el humor es
herramienta para atacar los residuos del pasado que amenazan con poner freno al reluciente vehículo
del progreso (lo cómico ya no es simbólico, es crítico). La luz de la ilustración alcanza también el
humor, lo limpia, lo despoja de vulgaridades, le saca brillo, lo ordena y lo empaqueta en su
correspondiente clasificación etiquetada:
«Simultáneamente a esa privatización, la risa se disciplina: debe comprenderse el desarrollo de esas
formas modernas de la risa que son el humor, la ironía, el sarcasmo, como un tipo de control tenue e
infinitesimal ejercido sobre las manifestaciones del cuerpo, análogo al adiestramiento disciplinario que
analizó Foucault (...). En las sociedades disciplinarias, la risa, con sus excesos y exuberancias, está
ineluctablemente desvalorizada, precisamente la risa, que no exige ningún aprendizaje: en el siglo
XVIII, la risa alegre se convierte en un acto despreciable y vil y hasta el siglo XIX es considerada baja
e indecorosa, tan peligrosa como tonta, es acusada de superficialidad e incluso de obscenidad» (Op.
Cit.: 139-140).
3) Y, naturalmente, una última etapa de postmodernidad, donde desaparece la comicidad instrumental a
favor de un humor hedonista e irresponsable que tiene al placer por todo principio de utilidad.
«Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad irrespetuosa. A través de la
publicidad, de la moda, de los gadgets, de los programas de animación, de los comics, ¿quién no ve
que la tonalidad dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor actual
evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La denuncia burlona correlativa de
una sociedad basada en valores reconocidos es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un
cómico teen-ager a base de absurdidad gratuita y sin pretensión» (Op. Cit.: 140).
(…)El humor postmoderno banaliza cuanto toca, lo desubstancializa, y en última instancia, si acaso consigue
algún dominio sobre el mundo (como era la pretensión del humor en la época clásica), es ante todo para ponerlo al
servicio (lúdico) de las personas. En la ficción no se admira el pathos del héroe, sino su ironía: «El ‘nuevo’ héroe no
se toma en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada frente a los
acontecimientos» (Op. Cit.: 142).
(…) Y al tiempo que se abandona al Otro como blanco de los dardos humorísticos, aparece el Uno Mismo como materia
prima para la comedia, el humor autorreflexivo; cuando ya no hay certezas absolutas, ni líneas de comportamiento
correcto refrendadas por un criterio último cual la supuestamente difunta razón, todo lo que puede hacerse con el
propio periplo vital es un comentario irónico.

Esta nueva comicidad autorreflexiva es incesantemente consciente; en lugar del traspiés y la cáscara de
plátano, el humor postmoderno apuesta por presentar en su protagonista una exposición de elementos risibles que, si
bien no son del todo voluntarios, sí son voluntarios en su exposición.
«El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace reír a pesar suyo, sin
observarse, sin verse actuar, lo cómico son las situaciones absurdas que engendra, los gags que
desencadena según un mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody
Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su propio ridículo, presentando
a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo
que se ha convertido en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas» (Op.
Cit.: 145).
El humor postmoderno, en resumen, es omnipresente, festivo, hedonista, inofensivo, individualista,
autorreflexivo y autoconsciente. La omnipresencia de lo cómico, sin embargo, no hace de la sociedad una orgía
continua de carcajadas. Muy al contrario, la proliferación del humor, nos dice Lipovetsky, conduce progresivamente a
la liquidación de la risa, disminuye la propensión a reír:
«Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente la dificultad de ‘echarse’ a
reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo, de abandonarse al buen humor. La facultad de reír
mengua, ‘una cierta sonrisa’ sustituye a la risa incontenible: la ‘belle époque’ acaba de empezar, la
civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin exuberancia, sin risa, pero
sobresaturada de signos humorísticos» (Op. Cit.: 146-147).
Tal es la tensión entre lo festivo / hedonista y lo autorreflexivo y autoconsciente; Lipovetsky subraya la
dificultad para el entusiasmo, para el abandono. El humor postmoderno, provocado por la constatación de la
inefectividad de los arreos del pasado para dominar el mundo (religión y razón), es, en realidad, una última
herramienta, si no de dominio, de control. Una forma de mantener a raya el abismo nihilista.
Fuente: http://www.tebeosfera.com/1/Documento/Articulo/Humor/Lipovetsky/teoria.htm
Fragmento de capítulo 28 de Rayuela
Sin palabra alguna yo siento, yo sé que estoy aquí -insistió Ronald-. A eso le llamó la realidad. Aunque no sea más
que eso.

-Perfecto -dijo Oliveira-. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en
concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace
de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos
entes absolutamente incomunicables entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que
desconfiar si uno es serio.
-Los dos estamos aquí -insistió Ronald-. A la derecha o a la izquierda, poco importa. Los dos estamos viendo a
Babs, todos oyen lo que estoy diciendo.

-Pero esos ejemplos son para chicos de pantalón corto, hijo mío -se lamentó Gregorovius-. Horacio tiene razón, no podés
aceptar así nomás eso que creés la realidad. Lo más que podés decir es que sos, eso no se puede negar sin escándalo
evidente. Lo que falla es el ergo, y lo que sigue al ergo, es notorio.

-No le hagás una cuestión de escuelas -dijo Oliveira-. Quedémonos en una charla de aficionados, que es lo que somos.
Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es
una sola, Ronald?

-Sí. Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de
la de Ossip y así sucesivamente. Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola.
La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella.

-Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera -dijo Oliveira-. Vos creés que hay una realidad postulable
porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o
algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentí bien
seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa
realidad desde mí, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma
pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs,
comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia
fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte dentro del embudo y salir por el otro lado
vaya a saber adónde.

-Somos muy diferentes -dijo Ronald-, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros
mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de
que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, qué diablos.

-No grites -dijo la Maga-. Les voy a hacer más café.

-Se tiene la impresión -dijo Oliveira- de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos
polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la
lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Animate, no cuesta tanto. Las palabras desaparecen. Esa lámpara es un
estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamás tu vista y ese estímulo sensorial se vuelven una
relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo.

-Pero esos pasos atrás son como desandar el camino de la especie -protestó Gregorovius.

-Sí -dijo Oliverira -. Y ahí está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia adelante o si, como le
parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa.

-Sin lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre.

-Sin crimen no hay asesino. Nada te prueba que el hombre no hubiera podido ser diferente.

-No nos ha ido tan mal - dijo Ronald.

-¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir
sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar,
pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra de la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y
que jamás he sabido bien lo que es. La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como la
preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y nos planta en el centro. A pesar de toda su curiosidad y su
insatisfacción, la ciencia, es decir la razón, empieza por tranquilizarnos. "Estás aquí, en esta pieza, con tus amigos, frente
a esa lámpara. No te asustes, toda va muy bien. Ahora veamos: ¿Cuál será la naturaleza de ese fenómeno luminoso? ¿Te
has enterado de lo que es el uranio enriquecido? ¿Te gustan los isótopos, sabías que ya transmutamos el plomo en oro?"
Todo muy incitante, muy vertiginoso, pero siempre a partir del sillón donde estamos cómodamente sentados.

-Yo estoy en el suelo -dijo Ronald- y nada cómodo para decirte la verdad. Escuchá, Horacio: negar esta realidad no tiene
sentido. Está aquí, la estamos compartiendo. La noche transcurre para los dos, afuera está lloviendo para los dos. Qué sé
yo lo que es la noche, el tiempo y la lluvia, pero están ahí y fuera de mí, son cosas que me pasan, no hay nada que
hacerle.

-Pero claro -dijo Oliveira-. Nadie lo niega, che. Lo que no entendemos es por qué eso tiene que suceder así, por qué
nosotros estamos aquí y afuera está lloviendo. Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las
sintamos como absurdas. A mí se me escapa la relación que hay entre yo y esto que me está pasando en este momento.
No te niego que me está pasando. Vaya si me pasa. Y eso es lo absurdo.

-No está muy claro -dijo Etienne.

-No puede estar claro, si lo estuviera sería falso, sería científicamente verdadero quizá, pero falso como absoluto. La
claridad es una exigencia intelectual y nada más. Ojalá pudiéramos saber claro, entender claro al margen de la ciencia y
la razón. Y cuando digo "ojalá", andá a saber si no estoy diciendo una idiotez. Probablemente la única áncora de salvación
sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas. Pero además hay que vivir.

-Comprendé, Ronald -dijo Oliveira apretándole una rodilla-. Vos sos mucho más que tu inteligencia, es sabido. Esta
noche, por ejemplo, esto que nos está pasando ahora, aquí, es como uno se esos cuadros de Rembrandt donde apenas
brilla un poco de luz en un rincón, y no es una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como lámpara, con
sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este
momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo aceptable si querés. Cada vez que entramos en
una crisis es el absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los armarios en los momentos de calma.
Sabés muy bien que en el punto culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de lo previsible,
haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese momento precisamente se podía decir que había como una saturación
de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única
manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos
por la borda, que nos tomamos un tubo de gardenal como Guy, que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para
cualquier cosa. La razón sólo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para
resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son como mostraciones metafísicas, che, un estado que quizá, si no
hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecantropo erecto.

-Está muy caliente, tené cuidado -dijo la Maga.

-Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la
impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde
diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el
hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido
absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.

-Y sin embargo -dijo Gregorovius, desperezándose - il faut tenter de vivre.

"Voilà", pensó Oliveira. "Otra prueba que me guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que yo
había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama casualidad".

-Bueno -dijo Etienne con voz soñolienta-, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada.
Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma,
nos guste o no. Guy ha tratado hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando es incontrovertible.
Que lo digan los campos de concentración y las torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no
es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.
Etcétera. Y con esto yo me iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho polvo. Ronald, tenés que venir al taller
mañana por la mañana, acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco.

-Horacio no me ha convencido -dijo Ronald-. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea es absurdo, pero
probablemente damos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.

-Optimismo encantador -dijo Oliveira-. También podríamos poner el optimismo en la cuenta de la vida pura. Lo que hace
tu fuerza es que para vos no hay futuro, como es lógico en la mayoría de los agnósticos. Siempre estás vivo, siempre estás
presente, todo se te ordena satisfactoriamente como en una tabla de Van Eyck. Pero si te pasara esa cosa horrible que es
no tener fe y al mismo tiempo proyectarse hacia la muerte, hacia el escándalo de los escándalos, se te empañaría
bastante el espejo.

-Vamos, Ronald -dijo Babs-. Es muy tarde, tengo sueño.

-Esperá, esperá. Estaba pensando en la muerte de mi padre, sí, algo de lo que decís es cierto. Esa pieza nunca la pude
ajustar en el rompecabezas, era algo tan inexplicable. Un hombre joven y feliz, en Alabama. Andaba por la calle y se le
cayó un árbol en la espalda. Yo tenía quince años, me fueron a buscar al colegio. Pero hay tantas otras cosas absurdas,
Horacio, tantas muertes o errores... No es una cuestión de número, supongo. No es un absurdo total como creés vos.

-El absurdo es que no parezca un absurdo -dijo sibilinamente Oliveira-. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta
y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te
volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría que
intentar otro camino.
-¿Renunciando a la inteligencia?- dijo Gregorovius, desconfiado.

-No sé, tal vez. Empleándola de otra manera. ¿Estará bien probado que los principios lógicos son carne y uña con nuestra
inteligencia? Si hay pueblos capaces de sobrevivir dentro de un orden mágico... Cierto que los pobres comen gusanos
crudos, pero también eso es una cuestión de valores.

-Los gusanos, qué asco -dijo Babs-. Ronald, querido, es tan tarde.

-En el fondo -dijo Ronald- lo que a vos te molesta es la legalidad en todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a
funcionar bien te sentís encarcelado. Pero todos nosotros somos un poco así, una banda de lo que llaman fracasados
porque no tenemos una carrera hecha, títulos y el resto. Por eso estamos en París, hermano, y tu famoso absurdo se
reduce al fin y al cabo a una especie de vago ideal anárquico que no alcanzás a concretar.

-Tenés tanta, tanta razón -dijo Oliveira-. Con lo bueno que sería irse a la calle y pegar carteles a favor de Argelia libre. Con
todo lo que queda por hacer en la lucha social.

-La acción puede servir para darle un sentido a tu vida -dijo Ronald-. Ya lo habrás leído en Malraux, suspongo.

-Editions N.R.F. -dijo Oliveira.

-En cambio te quedás masturbándote como un mono, dándole vueltas a los falsos problemas, esperando no sé qué. Si
todo esto es absurdo hay que hacer algo para cambiarlo.

-Tus frases me suenan -dijo Oliveira-. Apenas creés que la discusión se orienta hacia algo que considerás más concreto,
como tu famosa acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, te llenás de elocuencia. No te
querés dar cuenta de que la acción, lo mismo que la inacción, hay que merecerlas. ¿Cómo actuar sin una actitud central
previa, una especie de aquiescencia a lo que creemos bueno y verdadero? Tus nociones sobre la verdad y la bondad son
puramente históricas, se fundan en una ética heredada. Pero la historia y la ética me parecen a mí altamente dudosas.

-Alguna vez -dijo Etienne, enderezándose- me gustaría oírte discurrir con más detalle sobre eso que llamás actitud
central. A lo mejor en el mismísimo centro hay un perfecto hueco.

-No te creas que no lo he pensado -dijo Oliveira-. Pero hasta por razones estéticas, que estás muy capacitado para
apreciar, admitirás que entre situarse en un centro y andar revoloteando por la periferia hay una diferencia cualitativa
que da que pensar.

-Horacio -dijo Gregorovius - está haciendo gran uso de esas palabras que hace un rato nos había desaconsejado
enfáticamente. Es un hombre al que no hay que pedirle discursos sino otras cosas, cosas brumosas e inexplicables como
sueños, coincidencias, revelaciones, y sobre todo humor negro.

-El tipo de arriba golpeó otra vez -dijo Babs.

-No, es la lluvia -dijo la Maga-. Ya es hora de darle el remedio a Rocamadour.

-Todavía tenés tiempo -dijo Babs agachándose presurosa para pegar el reloj pulsera contra la lámpara-. Las tres menos
diez. Vámonos Ronald, es tan tarde.

-Nos iremos a las tres y cinco -dijo Ronald.

-¿Por qué a las tres y cinco?- preguntó la Maga.

-Porque el primer cuarto de hora es siempre fasto -explicó Gregorovius.


-Dame otro trago de caña -pidió Etienne-. Merde, ya no queda nada.

Oliveira apagó el cigarrillo. "La vela de armas", pensó agradecido. "Son amigos de verdad, hasta Ossip, pobre diablo.
Ahora tendremos para un cuarto de hora de reacciones en cadena que nadie podrá evitar, nadie, ni siquiera pensando
que el año que viene, a esta misma hora, el más preciso y detallado de los recuerdos no será capaz de alterar la
producción de adrenalina o de saliva, el sudor en la palma de las manos... Estas son las pruebas que Ronald no querrá
entender nunca. ¿Qué he hecho esta noche? Ligeramente monstruoso, a priori. Quizá se podría haber ensayado el balón
de oxígeno, algo sí. Idiota, en realidad; le hubiéramos prolongado la vida a lo monsieur Valdemar".

-Habría que prepararla -le dijo Ronald al oído.

-No digas pavadas, por favor. ¿No sentís que ya está preparada, que el olor flota en el aire?

-Ahora se ponen a hablar tan bajo -dijo la Maga- justo cuando ya no hace falta.

"Tu parles", pensó Oliveira.

-¿El olor? -murmuraba Ronald-. Yo no siento ningún olor.

-Bueno, ya van a ser las tres -dijo Etienne sacudiéndose como si tuviera frío-. Ronald, hacé un esfuerzo, Horacio no será
un genio pero es fácil sentir lo que está queriendo decirte. Lo único que podemos hacer es quedarnos un poco más y
aguantar lo que venga. Y vos Horacio, ahora que me acuerdo, eso que dijiste hoy del cuadro de Rembrandt estaba
bastante bien. Hay una metapintura como hay una metamúsica, y el viejo metía los brazos hasta el codo en lo que hacía.
Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay una
ventana a otra cosa, un signo. Muy peligroso para la pintura, pero en cambio...

-La pintura es un género como tantos otros -dijo Oliveira-. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo
demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo.

-Por suerte -dijo Etienne.

-Por suerte -Oliveira-. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la
llave que tenés detrás de tu silla.

-Dónde habrá una cuchara limpia -dijo la Maga, levantándose.

Con un esfuerzo que le pareció repugnante, Oliveira se contuvo para no mirar hacia el fondo del cuarto. La Maga se
frotaba los ojos encandilada y Babs, Ossip y los otros miraban disimuladamente, volvían la cabeza y miraban otra vez.
Babs había iniciado el gesto de tomar a la Maga por un brazo, pero algo en la cara de Ronald la detuvo. Lentamente
Etienne se enderezó, estirándose los pantalones todavía húmedos. Ossip se desencajaba del sillón, hablaba de encontrar
su impermeable. "Ahora deberían golpear el techo", pensó Oliveira cerrando los ojos. "Varios golpes seguidos, y después
otros tres, solemnes. Pero todo es al revés, en lugar de apagar las luces las encendemos, el escenario está de este lado,
no hay remedio". Se levantó a su vez, sintiendo los huesos, la caminata de todo el día, las cosas de todo ese día. La Maga
había encontrado la cuchara sobre la repisa de la chimenea, detrás de una pila de discos y de libros. Empezó a limpiarla
con el borde del vestido, la escudriñó bajo la lámpara. "Ahora va a echar el remedio en la cuchara, y después perderá la
mitad hasta llegar al borde de la cama", se dijo Oliveira apoyándose en la pared. Todos estaban tan callados que la Maga
los miró como extrañada, pero le daba trabajo destapar el frasco, Babs, quería ayudarla, sostenerle la cuchara, y a la vez
tenía la cara crispada como si lo que la Maga estaba haciendo fuese un horror indecible, hasta que la Maga volcó el
líquido en la cuchara y puso de cualquier manera el frasco en el borde de la mesa donde apenas cabía entre los
cuadernos y los papeles, y sosteniendo la cuchara como Blondin la pértiga, como un ángel al santo que se cae a un
precipicio, empezó a caminar arrastrando las zapatillas y se fue acercando a la cama, flanqueada por Babs que hacía
muecas y se contenía para mirar y no mirar y después mirar a Ronald y a los otros que se acercaban a su espalda, Oliveira
cerrando la marcha con el cigarrillo apagado en la boca.
-Siempre se me derrama la mi.. -dijo la Maga, deteniéndose al lado de la cama.

-Lucía -dijo Babs, acercando las dos manos a sus hombros, pero sin tocarla.

El líquido cayó sobre el cobertor, y la cuchara encima. La maga gritó y se volcó sobre la cama, de boca y después de
costado, con la cara y las manos pegadas a un muñeco indiferente y ceniciento que temblaba y se sacudía sin convicción,
inútilmente maltratado y acariciado.

-Qué joder, hubiéramos tenido que prepararla -dijo Ronald-. No hay derecho, es una infamia. Todo el mundo hablando de
pavadas, y esto, esto...

-No te pongás histérico- dijo Etienne, hosco-. En todo caso hacé como Ossip que no pierde la cabeza. Buscá agua colonia,
si hay algo que se le parezca. Oí al viejo de arriba, ya empezó otra vez.

-No es para menos -dijo Oliveira mirando a Babs que luchaba por arrancar a la Maga de la cama-. La noche que le
estamos dando, hermano.

-Que se vaya al quinto carajo -dijo Ronald-. Salgo afuera y le rompo la cara, viejo hijo de puta. Si no respeta el dolor de los
demás...

-Take it easy -dijo Oliveira-. Ahí tenes tu agua colonia, tomá mi pañuelo aunque su blancura dista de ser perfecta. Bueno,
habrá que ir hasta la comisaría.

-Puedo ir yo -dijo Gregorovius, que tenía el impermeable en el brazo.

……………………………………..
Sabía que la Maga se estaba incorporando en la cama y que lo miraba. Metiendo las manos en los bolsillos de la
canadiense, fue hacia la puerta. Etienne hizo un gesto como para atajarlo, y después lo siguió. Ronald los vio salir y se
encogió de hombros, rabioso. "Qué absurdo es todo esto", pensó. La idea de que todo fuera absurdo lo hizo sentirse
incómodo, pero no se daba cuenta de por qué. Se puso a ayudar a Babs, a ser útil, a mojar las compresas. Empezaron a
golpear en el cielo raso.
Selección de textos de Julio Cortázar en Historias de cronopios y de famas (1962)

Instrucciones para subir una escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube
en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar
paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas
sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la
derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada
uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante
que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá
formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La
actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque
no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando
lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la
derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el
escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte
equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste
descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles,
hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la
explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta
encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija
en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Simulacros

Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan
las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada.
Tenemos un defecto: nos falta originalidad. Casi todo lo que decidimos hacer está inspirado -digamos
francamente, copiado- de modelos célebres. Si alguna novedad aportarnos es siempre inevitable: los
anacronismos o las sorpresas, los escándalos. Mi tío el mayor dice que somos como las copias en papel
carbónico, idénticas al original salvo que otro color, otro papel, otra finalidad. Mi hermana la tercera se
compara con el ruiseñor mecánico de Andersen; su romanticismo llega a la náusea.
Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt.
Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más importante, la ansiedad y la expectativa de
estar haciendo las cosas, las sorpresas tanto más importantes que los resultados, los fracasos en que toda
la familia cae al suelo como un castillo de naipes y durante días enteros no se oyen más que deploraciones
y carcajadas. Contar lo que hacemos es apenas una manera de rellenar los huecos inevitables, porque a
veces estamos pobres o presos o enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo) alguno
traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva. Pero no hay que deducir de esto que nos va mal o
que somos melancólicos. Vivimos en el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que podemos. Somos
muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica. Por ejemplo, el patíbulo, hasta hoy nadie se ha
puesto de acuerdo sobre el origen de la idea, mi hermana la quinta afirma que fue de uno de mis primos
carnales, que son muy filósofos, pero mi tío el mayor sostiene que se le ocurrió a él después de leer una
novela de capa y espada. En el fondo nos importa poco, lo único que vale es hacer cosas, y por eso las
cuento casi sin ganas, nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.
La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt. No es más grande que un patio, pero está
tres escalones más alto que la vereda, lo que le da un vistoso aspecto de plataforma, emplazamiento ideal
para un patíbulo. Como la verja es de mampostería y de fierro, se puede trabajar sin que los transeúntes
estén por así decirlo metidos en casa; pueden apostarse en la verja y quedarse horas, pero eso no nos
molesta. «Empezaremos con la luna llena», mandó mi padre. De día íbamos a buscar maderas y fierros a
los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se quedaban en la sala practicando el
aullido de los lobos, después que mi tía la menor sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y los incitan
a aullar a la luna. Por cuenta de mis primos corría la provisión de clavos y herramientas; mi tío el mayor
dibujaba los planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la variedad y calidad de los instrumentos de
suplicio. Recuerdo el final de la discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante alta,
sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un espacio libre destinado a dar tormento o decapitar
según los casos. A mi tío el mayor le parecía mucho más pobre y mezquino que su idea original, pero las
dimensiones del jardín delantero y el costo de los materiales restringen siempre las ambiciones de la
familia.
Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los ravioles. Aunque nunca nos ha
preocupado lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a
levantar una o dos piezas para agrandar la casa. El primero en sorprenderse fue don Cresta, el viejito de
enfrente, y vino a preguntar para qué instalábamos semejante plataforma. Mis hermanas se reunieron en
un rincón del jardín y soltaron algunos aullidos de lobo. Se amontonó bastante gente, pero nosotros
seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y las dos escalerillas (para el
sacerdote y el condenado, que no deben subir juntos). El lunes una parte de la familia se fue a sus
respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás empezamos a levantar la
horca mientras mi tío el mayor consultaba dibujos antiguos para la rueda. Su idea consistía en colocar la
rueda lo más alto posible sobre una pértiga ligeramente irregular, por ejemplo un tronco de álamo bien
desbastado. Para complacerlo, mi hermano el segundo y mis primos carnales se fueron con la camioneta a
buscar un álamo; entretanto mi tío el mayor y mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo
preparaba un suncho de fierro. En esos momentos nos divertíamos enormemente porque se oía martillear
en todas partes, mis hermanas aullaban en la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando
impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía el perfil de la horca y se veía a mi tío el
menor a caballo en el travesaño para fijar el gancho y preparar el nudo corredizo.
A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de darse cuenta de lo que estábamos
haciendo, y un coro de protestas y amenazas nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la
erección de la rueda. Algunos desaforados habían pretendido impedir que mi hermano el segundo y mis
primos entraran en casa el magnífico tronco de álamo que traían en la camioneta. Un conato de cinchada
fue ganado de punta a punta por la familia en pleno que, tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en
el jardín junto con una criatura de corta edad prendida de las raíces. Mi padre en persona devolvió la
criatura a sus exasperados padres, pasándola cortésmente por la verja, y mientras la atención se
concentraba en estas alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis primos carnales,
calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía a erigirla. La policía llegó en momentos en que la
familia, reunida en la plataforma, comentaba favorablemente el buen aspecto del patíbulo. Sólo mi
hermana la tercera permanecía cerca de la puerta, y le tocó dialogar con el subcomisarlo en persona; no le
fue difícil convencerlo de que trabajábamos dentro de nuestra propiedad, en una obra que sólo el uso
podía revestir de un carácter anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran hijas del odio
y fruto de la envidia. La caída de la noche nos salvó de otras pérdidas de tiempo.
A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma, espiados por un centenar de vecinos
rencorosos; jamás el lechón adobado nos pareció más exquisito, y más negro y dulce el nebiolo. Una brisa
del norte balanceaba suavemente la cuerda de la horca; una o dos veces chirrió la rueda, como si ya los
cuervos se hubieran posado para comer. Los mirones empezaron a irse, mascullando vagas amenazas;
aferrados a la verja quedaron veinte o treinta que parecían esperar alguna cosa. Después del café
apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los balaústres de la terraza, mis hermanas
aullaron y mis primos y tíos recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los fundamentos con
sus pasos. En el silencio que siguió, la luna vino a ponerse a la altura del nudo corredizo, y en la rueda
pareció tenderse una nube de bordes plateados. Las mirábamos, tan felices que era un gusto, pero los
vecinos murmuraban en la verja, como al borde de una decepción. Encendieron cigarrillos y se fueron
yendo, unos en piyama y otros más despacio. Quedó la calle, una pitada de vigilante a lo lejos, y el
colectivo 108 que pasaba cada tanto; nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas,
elefantes y vestidos de seda.

Pérdida y recuperación del cabello

Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor
propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer
suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros,
bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a
desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no
se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe
principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la
familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de
romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años
habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro
departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que
mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no
está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada
del caño.
Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos
rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que
pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de
alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada,
porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial,
aprenderemos a deslizarnos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y
una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos
del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de
día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.
Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos
pelo (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo
tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el
nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso
parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia en una
superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta
llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión
torrentosa de los detritos en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la
búsqueda.
Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del
departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo.
Basta pensar en la alegría que eso nos producirá, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura
buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería
aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o
las tristezas de Cancha Rayada.

Vietato Introdurre Biciclette

En los bancos y en las casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que
alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un
piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota
a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el
vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones
vehementes de los empleados de la casa. Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta,
constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante
de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos
los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la
tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: “y perros”, lo cual duplica en las
bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en
principio entrar en Bungue & Born o en los estudios de los abogados de calle San Martín sin
ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre telefonistas ansiosas, o a lo sumo una orden al
portero para que arroje a los susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder pero no
es humillante, primero porque sólo constituye una probabilidad entre muchas, y luego porque
nace como efecto de una causa y no de una fría maquinación preestablecida, horrendamente
impresa en chapas de bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla
espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes. De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! También
las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron
príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las
bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios arremetan en
legión contra los cristales de las compañías de seguros, y que el día luctuoso se cierre con baja
general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.

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