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Antes de estudiar esta cuestión (si tiene razón el materialismo o el idealismo -Santiago),
debemos estudiar dos términos filosóficos que utilizaremos y que encontraremos a
menudo en nuestras lecturas:
Realidad subjetiva (subrayado por G. Politzer), que quiere decir: realidad que sólo existe
en nuestro pensamiento.
Realidad objetiva (subrayado por G. Politzer), realidad que existe fuera de nuestro
pensamiento.
Los idealistas dicen que el mundo no es una realidad objetiva, sino subjetiva.
Los materialistas dicen que el mundo es una realidad objetiva.1
Aquí se manifiesta sin lugar a dudas el error de identificación entre idealismo y subjetivismo. De
acuerdo que, según Berkeley, el mundo no es más que una ilusión de la mente humana. Esto es,
efectivamente, idealismo subjetivo. Pero los sistemas de Platón y Hegel se basan en la existencia
objetiva (y precisamente ahí reside su genio) de un plano ideal que condiciona el mundo
material, real, sensible, que experimentamos los seres humanos mediante los sentidos, y que
también tiene existencia objetiva. Por tanto, de seguir el paradigma de Politzer, tanto Platón
como Hegel son materialistas, por reconocerle una existencia objetiva al mundo, tanto al
material como al ideal. Esto está en oposición directa con la sentencia de que el idealismo se
basa en el espíritu, pues siendo así, Hegel es, efectivamente, idealista. ¡Unos conceptos vagos
pueden resolver el problema fundamental de la filosofía mediante Hegel, que puede ser
materialista a la vez de idealista! Así, esta cuestión se reduce a un mero problema de enfoque,
de definición de términos.
Pero si queremos tener categorías científicas de lo ideal y de idealismo, conviene profundizar un
poco más en la definición de los conceptos. Comenzando por separar idealismo de subjetivismo.
De este modo podremos configurar un sistema idealista que reconozca la realidad objetiva,
tanto la material como la ideal. Se resuelve la contradicción inmanente al sistema de Hegel
cuando reconocemos como contradictorias las definiciones proporcionadas por Politzer de
idealismo y materialismo.
El genio de Hegel consiste en que, como fue señalado más arriba, establece lo ideal como
objetivo, es decir, independiente del sujeto pensante, frente a la concepción previa de ideal,
que lo limitaba a los productos de la actividad mental, psíquica, individual (como en Berkeley,
Hume o Kant). Es precisamente de esta concepción de donde nacen las definiciones erróneas y
contradictorias de Politzer que también le jugaron malas pasadas a Kant.
Y si Hegel puede tratar lo ideal coma objetivo y afirmar la existencia real de la materia (frente a
Berkeley) es por el desarrollo de la lógica dialéctica, el otro gran logro del hegelianismo, que
permite relacionar la objetividad ideal y la objetividad material a través de la alienación2.
Este movimiento toma en Hegel la siguiente forma: El espíritu (universal, ideal y objetivo), en el
curso de su despliegue necesita objetivarse materialmente, alienarse en la materia para poder
contemplarse y conocerse a sí mismo, a modo de espejo, por lo que la evolución comprende
también un autoconocimiento. Para volver a sí mismo, el espíritu debe superar la alienación, la
enajenación y volver a sí mismo. Este es el movimiento de la Historia. Las diferentes ciencias no
son más que momentos particulares del espíritu, que se conoce a sí mismo en la naturaleza, en
la física, en las ciencias sociales, etc. a medida que construye esas disciplinas a partir de sí mismo.
La ciencia superior, absoluta, es la filosofía, que es la ciencia alienada de sí misma y que se
conoce a sí misma, es decir, coma si yo me contemplo desde una perspectiva exterior a mí, coma
si pudiese poner mis ojos fuera de mi cuerpo y así observarme. Y si la filosofía de Hegel puede
ser presentada por él como La Filosofía es porque reúne las filosofías precedentes como partes
de sí misma, como momentos del todo que culmina en el sistema hegeliano.
Lo ideal, por tanto, se contempla a sí mismo en su reflejo material, y así se comprende a sí mismo
y a su evolución. El movimiento supondría la creación y desarrollo del mundo material (como
enajenación del espíritu) como herramienta de lo ideal objetivo para desenvolverse a sí mismo
y, en el proceso, conocerse (vuelta a sí mismo, superación de la enajenación, desobjetivación).
Lo ideal subjetivo, la mente humana individual, no es más que una parte de esa herramienta, en
esencia ideal, que construye el mundo y el espíritu y que puede captar al espíritu, a la totalidad
(y eso es La Filosofía).
Por tanto, el sistema de Hegel se basa en el idealismo objetivo, pues lo ideal construye el mundo
sensible, pero aquél no está contenido en la mente humana particular, sino que es «abstracción»
de todas ellas y se sitúa por encima de ellas (o más bien, las mentes particulares son
emanaciones, momento de lo ideal, del espíritu universal). Este espíritu no es, de ningún modo,
una simple agregación de «espíritus individuales», como nos podría hacer pensar una definición
de lo ideal como ideal subjetivo, sino que supone un todo, una estructura con cualidades
agregadas, del mismo modo que en las ciencias no podemos saber las características y funciones
de un órgano estudiando sus células individualmente y por separado. Por eso es necesaria La
Filosofía.
Bajando de las nubes, desde La Filosofía hasta la filosofía, conviene adaptar la definición de lo
ideal en Hegel al materialismo, y esta es la tarea que realiza Marx, consciente de la necesidad
de términos científicos exactos.
Así, Marx parte de la enajenación, alienación del trabajo, que es una fuerza material objetiva, y
de ella surge lo ideal, como resultado de la cristalización de ese trabajo (social y orientado hacia
la transformación de la naturaleza) en los objetos materiales, sensibles y objetivos. Lo Ideal
tiene, por tanto, existencia objetiva en la contradicción, en el encuentro, entre la forma del
trabajo objetivada y la forma objetiva, natural, del objeto (producto) del trabajo.
El dinero, bajo la forma metal o papel moneda, es un claro ejemplo de cómo el valor es una
realidad ideal. La moneda no es más que una representación de esa forma ideal. El valor del
euro varía cada día respecto al del dólar, sin que por ello se produzca ningún cambio en la
representación material del euro ni en la del dólar. La moneda no cambia, lo que cambia es el
valor, que funciona, commo todo lo ideal, a modo de mediación entre dos o más realidades
materiales. Por eso es técnicamente erróneo decir «tengo un euro», sino que la construcción
más adecuada y, en cierto modo pedante, sería «tengo una moneda que representa el valor de
un euro».
Y si el materialismo marxista puede hacer frente al problema de lo ideal objetivo, planteado
desde tiempos de Platón, y armonizarlo con la existencia de un mundo material que lo
determine se debe a que es, como la filosofía hegeliana, dialéctico.
Las formas ideales (el lenguaje, los códigos morales, las relaciones de producción, el valor, etc.
etc.) sólo pueden existir como producto de la acción del trabajo humano social sobre la materia.
Las palabras y el lenguaje articulado sólo cobran sentido en una comunidad de seres humanos
que las entiendan y las sepan utilizar, esto es, producirlas como fenómenos materiales,
productos del trabajo (las palabras no son más que fenómenos sonoros o visuales), y dotarlas
de significado, lo cual es posible precisamente porque son producto de un trabajo de carácter
social.
Lo mismo sucede con las relaciones de producción. Surgen de una circunstancia material, unas
bases de propiedad y no propiedad determinadas, y son mantenidas (esto es, producidas y
reproducidas) por el trabajo humano, que es coordinado con la base material a través de estas
formas ideales. Sin trabajo, sin reproducción constante y social, estas formas dejan de existir.
El individuo asimila estas formas durante su etapa de educación o, mejor dicho, es incorporado
a la producción y reproducción de estas durante el aprendizaje. Y el propio individuo resulta
transformado por el proceso de objetivación de su trabajo. Del mismo modo que dota a las
formas naturales con una forma ideal, de trabajo alienado, con la cual se puede relacionar, él
mismo resulta refinado, asimilado por ese mundo de relaciones ideales, que lo cambian, y hacen
de él un individuo consciente (porque el trabajo humano está orientado a un fin), volitivo
(porque necesita voluntad para superar el instinto) y social (porque su trabajo y las formas
ideales que con él crea sólo cobran sentido en relación a otros individuos, ya sea directamente
o a través de objetos humanizados, es decir, de relaciones ideales).
En este proceso de objetivación del trabajo o humanización, idealización, del objeto juega un
importante papel la dialéctica materialista, que, frente al materialismo premarxista, puede
plantear y resolver el problema en toda su magnitud, tal y como fue planteado
inconscientemente por Platón y posteriormente por Hegel. De hecho, la dinámica entre lo ideal
y lo material en el marxismo a través de los procesos de enajenación no es más que la inversión,
el cambio de sentido, de la enajenación en el sistema de Hegel, que durante el proceso de
conversión en materialismo llevado a cabo por Marx, fue puesto -como señaló Engels- de pies
en la tierra y cabeza arriba (aunque esta analogía es un tanto imprecisa).
De este modo, el proceso que en Hegel era ideal-material-ideal, en Marx es material-ideal-
material, con todas las consecuencias teóricas que de este cambio de sentido se derivan (y
precisamente por esto es inadecuado decir que se trata de una simple inversión o «recolocación
cabeza arriba»), comenzando por la sustitución de la esencia ideal humana por una esencia
material que, bajo la forma de trabajo cristalizado en las formas naturales, crea todo un mundo
de relaciones objetivas e independientes de la conciencia, al contrario de lo que defienden
algunos «materialistas» que limitan lo ideal al ámbito de la conciencia subjetiva. Esto no lleva
más que a callejones sin salida y a tener que recurrir a volteretas innecesarias que acabarán por
llevar al «materialista» a posiciones vulgares, solipsistas e incluso a caer en el campo del
idealismo más burdo, por muy dialécticos que pretendan parecer. Por eso es tan peligrosa la
definición de Politzer. Por eso es necesaria una crítica constante de los términos imprecisos.