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Y les dijo: “No lleven nada para el viaje, ni alforjas, ni pan, ni dinero, ni ropa”.
Habiendo partido, iban de lugar en lugar anunciando el Evangelio y haciendo curaciones por todas partes.
Después eligió a otros setenta y dos, a los cuales envió delante de Él, de dos en dos, por todas las ciudades y
lugares adonde había de ir Él mismo. Y les decía: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen, pues, al
dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Vayan ustedes: he aquí que los envío como ovejas en medio
de lobos. Por lo tanto, deberán ser astutos como serpientes y sencillos como palomas. El que los escucha a
ustedes me escucha a mí, y el que los desprecia, a mí me desprecia. Y quien a mí me desprecia, desprecia a
Aquel que me ha enviado. Por mi causa los llevarán ante reyes y gobernadores para dar testimonio de mí
ante ellos. No se preocupen de lo que tienen que decir, pues el Espíritu Santo hablará por ustedes.
Todos los odiarán por causa de mi nombre, pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará.
No tengan miedo, pues no hay nada oculto que no llegue a descubrirse. Lo que les digo de noche, díganlo a
la luz del día, y lo que les digo al oído, predíquenlo desde los terrados. No teman a los que matan al cuerpo y
no pueden matar el alma; teman sólo a los que pueden arrojar alma y cuerpo al infierno.
Todo aquel que me reconozca delante de los hombres, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que
está en los cielos, pero quien me negare delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre
que está en los cielos”.
Regresaron los setenta y dos llenos de gozo, diciendo: “Señor, hasta los demonios mismos se sujetan a
nosotros por la virtud de tu nombre”.
Él les respondió: “Yo estaba viendo a Satanás caer como un relámpago. Les he dado poder de tocar
serpientes y escorpiones y todo el poder sobre el enemigo y nada podrá hacerles daño. Pero no se alegren
tanto porque los demonios se les sometan. Alégrense más bien porque sus nombres están escritos en el
cielo”.(cfr. Lc. 9, 1 ss.; Lc. 10, 1 ss.; Mt. 10, 16 ss.; Lc. 10, 17 ss.)
La evangelización en la historia
Gracias al trabajo de los primeros apóstoles hemos podido conocer a Jesucristo, el
Evangelio y el camino para la verdadera felicidad.
En la Edad Media, por ejemplo, el hombre contaba con muy pocos conocimientos científicos. Todo lo que no
entendía lo achacaba a la acción divina, a la magia, a la brujería o la acción del demonio. Mezclaba fácilmente
razón y sentimientos, fe y ciencia, política y religión. La gente culta saciaba su sed de conocimiento en los
autores griegos y en la Sagrada Escritura.
A partir del siglo XV se empiezan a independizar la política, la economía, las ciencias, el arte y la educación.
También el hombre empieza a separar dentro de sí la fe de la ciencia, el cuerpo del alma y la razón de la
sensibilidad. El hombre deja de ver a Dios en los sucesos cotidianos que ahora tienen una “razón científica”
de ser. Cada vez hay menos sitio en la vida del hombre para el actuar de Dios. Con los nuevos
descubrimientos, da la impresión de que Dios va siendo cada vez menos necesario y la religión pierde la
conexión con la vida real del hombre.
Hacia 1900, cuando esta desconexión llega al máximo, la evangelización se convierte en un proceso
intelectualizante, que mostraba la Revelación como un sistema de verdades comprobables por la razón; un
proceso moralista que llegaba a los más mínimos detalles en cuestión de mandatos y prohibiciones; un
proceso devocional que promovía una minuciosa vida de oración e innumerables ejercicios piadosos, pero no
era completa: la religión seguía excluida de la vida “mundana” del hombre. El cristiano vivía en dos mundos
solamente unidos entre sí por las reglas morales.
La evangelización en nuestra época
En la actualidad, el mundo requiere de una nueva evangelización, pues la
mente, las condiciones de vida y la problemática del hombre son diferentes.
• La Iglesia vive una profunda crisis de la que poco a poco se está rehaciendo
con grandes esfuerzos y que ha dejado una triste secuela de pérdida de fe, de
falta de vocaciones sacerdotales y religiosas, de incertidumbre y desorientación
en muchos fieles.
• Hay más gente a la que se debe orientar y atender y el número de sacerdotes es insuficiente para ello. La
acción del laico se vuelve indispensable para que la misión de la Iglesia llegue a cumplirse en todos los
hombres.
• Han surgido, dentro del seno de la Iglesia, diversos grupos y organizaciones que corrompen la pureza de la
fe y la recta interpretación de la doctrina, fomentando lo que ellos mismos llaman un “magisterio paralelo”,
opuesto a las enseñanzas del Santo Padre y de los Obispos en comunión con él.
• Por otra parte, analizando al hombre moderno vemos que después de varias décadas en las que quiso
olvidarse de Dios en su vida, de pronto ha surgido en él una especie de despertar espiritual. El hombre ha
descubierto de nuevo que tiene alma y cuerpo y que la felicidad no la puede encontrar en la tierra.
• Entiende perfectamente que es una persona única e irrepetible. Desea ser auténtico y le disgustan los
dobleces y las hipocresías. No puede aceptar una religión teórica, separada de su vida real.
• Se siente responsable del mundo que lo rodea. Ya no está sujeto a la naturaleza como en la Edad Media.
Ahora sabe que la naturaleza es un material para “modelar”.
• Debido a la automatización, el hombre goza de mayor tiempo para la recreación, para el descanso y la
familia, pero recibe un trato menos personal en su vida. Puede ser que en su lugar de trabajo lo traten como
un número o como una máquina, o que su trabajo consista en dialogar todo el día con una computadora. Esta
situación ha generado en la mayoría de los hombres un sentimiento de solidaridad hacia los demás. Desea
ayudar y ser ayudado; comprender y ser comprendido; escuchar y ser escuchado.
• Debe promover un cristianismo personal. No sólo conocimiento doctrinal y memorización sino plena vivencia
de una relación personal con Cristo.
• Debe promover verdaderas acciones de fe, movidas por la responsabilidad de la conciencia y no sólo
innumerables ejercicios piadosos.
• Debe siempre estar basada en las primeras fuentes: la Biblia y la liturgia, de modo que el hombre capte su
vida en función de la historia de la salvación.
• Debe promover un cristianismo terrenal que no separe lo eterno de lo mundano. Que el hombre se percate
de que la fe es algo para vivirse en lo cotidiano y que todos sus actos tienen un valor sobrenatural.
• Debe promover la solidaridad entre todos los hombres mediante el mandamiento del amor.
Características de un evangelizador
Desde los primeros años del cristianismo, pasando por la Edad Media y hasta
principios de este siglo, la tarea de evangelización estuvo reservada únicamente a la
rama sacerdotal de la Iglesia. Pero los tiempos han cambiado y ahora se hace
necesario que todos y cada uno de nosotros, sacerdotes y laicos, jóvenes y viejos,
respondamos al llamado de Jesús de ir por todo el mundo y predicar el Evangelio a
todos los hombres.
• Militante. La tarea de transformar al hombre no es una labor fácil ni hay fórmulas mágicas para lograrlo. El
apóstol de la Nueva Evangelización concibe su vida como una lucha constante contra las fuerzas del mal.
• Magnánimo. El apóstol sabe que ha sido elegido para cosas grandes y que no tiene tiempo de detenerse en
pequeñeces o lamentaciones. Tiene un corazón grande en el que cabe todo el mundo, pues a todo el mundo
está enviado a predicar. En su corazón caben todas las necesidades, miserias, dolores y alegrías de los
hombres. Siente la Iglesia y el mundo como tierra fecunda de su trabajo. Sus aspiraciones son grandes, así
como grandes son sus deseos de lucha, su capacidad de amar y de entregarse.
• Tenaz, fuerte y perseverante. La lucha será continua. La victoria no se logra en un día, ni en una semana, ni
en un año: habrá que luchar toda la vida. Por ello, se necesitan apóstoles convencidos para que no desistan,
para que combatan sin desmayo, para que no se dejen vencer por la pereza, la cobardía, la falsa prudencia o
la lamentación.
• Realista. El apóstol debe construir sobre roca, conocerse a sí mismo con todas sus cualidades y
limitaciones, y conocer el campo donde tiene que evangelizar y las dificultades a las que se va a enfrentar. De
esta manera podrá hacer planes y programas que vayan directamente a la raíz de los problemas. El apóstol
no puede vivir de sueños, debe luchar en la realidad.
• Eficaz en su labor. El apóstol de la Nueva Evangelización pone todo lo que está de su parte en la tarea de
evangelizar. No se detiene ante costos ni sacrificios. Busca siempre nuevos caminos para lograr lo que se le
ha encomendado.
• Organizado. Trabaja de manera sistemática, de acuerdo con un programa que él mismo ha trazado. Sabe
que sin orden no puede haber eficacia. Reflexiona antes de actuar, traza objetivos, analiza dificultades, planea
estrategias, propone soluciones, las pone en acción y evalúa los resultados.
• Atento a las oportunidades. Sabe que a todas horas se presentan oportunidades de evangelizar. Vive con
esta conciencia y no pierde la más mínima oportunidad para difundir el mensaje de Cristo. Tiene mentalidad
de vendedor y aprovecha toda ocasión para ofrecer sus productos.
• Sobrenatural en sus aspiraciones. Sus criterios no son los de este mundo. Por eso, es capaz de emprender
obras de envergadura con la confianza de que Dios suplirá sus limitaciones y le concederá la gracia para
llevarla a buen término. Sabe que el protagonista de la misión es Dios y él es sólo un instrumento dócil en las
manos de Dios.
Ser evangelizador allí donde estés, hagas lo que hagas; evangelizador de tu propia
familia, en tu escuela, en tu trabajo, entre tus propios amigos, en tu ambiente social, en
el viaje o en el descanso. Tu vida, a partir de ahora, será una misión continua, porque
así te lo ha pedido Cristo con su mandato, porque así lo requiere la situación actual de la
Iglesia, porque así lo exigen las delicadas circunstancias históricas y tu vocación
evangelizadora.
Para salir a predicar a Cristo hay que levantarse, dejar de lado el pecado, la mediocridad, la indiferencia. Tú
sabes cuál es la enfermedad que te impide levantarte, pero Cristo puede curar y sanar por completo las
heridas. Basta con abrir el corazón a sus palabras y obedecerlo levantándote de tus propias miserias y
superando las actitudes de pereza o cobardía. Para predicar el Evangelio hay que ponerse en pie, como le
pidió Cristo a san Pablo en el camino de Damasco (cfr. Hch. 26, 16).
Ante tus ojos se extiende el gran campo del mundo, listo para la siega. Otros lo han sembrado y regado con
su sangre. A ti te corresponde ahora ir a recoger los frutos de la semilla que Dios ha sembrado en las almas.
El mundo te espera porque espera a Cristo. Espera de tus labios la buena noticia. No puedes cerrarte a la voz
de Cristo que te envía al mundo. No puedes quedarte ocioso sin hacer nada, mirando al cielo, como los
apóstoles el día de la Ascensión (Hch. 1, 10). El Reino te pide una acción urgente. No hay tiempo que perder.
Es necesario que te pongas en marcha. Aquí. Ahora. Como dijo el Santo Padre:
Hoy no es tiempo de ocultar el Evangelio, sino de predicarlo sobre los tejados (homilía en Foligno, 20 de junio
de 1993).
Llevas en tus manos el tesoro de la fe que vale más que la vida misma; la fe que es luz y fuego.
Tú eres esa luz que ha de brillar en el mundo. Eres fuego que debe quemar, sal que está destinada a
preservar al mundo de la corrupción del mal. Eres las manos por las que Cristo quiere sanar y salvar, la boca
por la que Cristo proclamará el Evangelio al mundo.
La antorcha de la fe que has recibido como un tesoro incalculable ha llegado a ti a través de una cadena que
se remonta a los apóstoles y a Cristo mismo. Con esta antorcha puedes iluminar a una, a cien, a miles de
personas. Es una cadena de salvación de la que eres un eslabón insustituible. Si la cadena se rompe, otros
muchos quedarán en la eterna oscuridad.
El mandato de Cristo
Para meditar personalmente
• ¿Has pensado en qué lugares y situaciones de tu propio ambiente puedes influir como evangelizador?
• ¿Qué opinas del llamado de Jesús para ir por el mundo a predicar el Evangelio? ¿Piensas cumplirlo? ¿Lo
consideras una locura? ¿Sientes que no es para ti?
• Medita en el siguiente texto de la encíclica Redemptoris missio (no.1) de Juan Pablo II:
«La misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está todavía muy lejana de su cumplimiento. Al término
del segundo milenio de su venida, una mirada de conjunto a la humanidad demuestra que tal misión está
todavía en los inicios y que tenemos que empeñarnos con todas las fuerzas en su servicio».
Decisiones
Si estás decidido a responder al llamado evangelizador de Jesús, puedes elegir algunas de las siguientes
acciones concretas:
• Tomaré en serio el llamado de Cristo a predicar el Evangelio y empezaré a ser evangelizador en todo
momento en el ambiente donde vivo.
• Haré un plan concreto de trabajo de evangelización para ser eficaz en mi trabajo.
• Trabajaré por alcanzar las virtudes propias de los grandes evangelizadores.
• Leeré diariamente un fragmento de los Hechos de los Apóstoles para conocer los detalles de aquella primera
evangelización.
• Averiguaré cuáles son los grupos misioneros que trabajan cerca de mi ciudad y me uniré a ellos en una o
varias jornadas misioneras.
• Reflexionaré antes de ir a cualquier lugar, acerca de las personas a las que voy a ver y lo que vamos a
hacer, de modo que pueda preparar la manera como las podré evangelizar en esa situación determinada.
Una Misión en tu Vida: el Apostolado.
Reporte médico
Hospital Santa Fe
Montevideo, Uruguay
Resultado del análisis de las piernas: el tono muscular, la formación de los huesos, la irrigación de sangre,
todo funciona a la perfección, pero la pequeña no puede moverlas porque... ¡no están conectadas al cerebro!
Lo mismo que sucedió en el cuerpo de Mariana es lo que sucede en la vida de la Iglesia. Todos formamos un
cuerpo cuya cabeza es Cristo. Cuando un miembro pierde la conexión con la Cabeza, por el pecado mortal,
se vuelve inútil. Cuando los demás miembros dejan de "prestarle atención" a cualquier órgano, éste corre el
peligro de atrofiarse y morir.
Ahí radica la importancia del apostolado: en la Iglesia todos necesitamos trabajar para
mantenernos vivos y mantener vivos a los demás. No podemos aislarnos del resto del cuerpo,
pues todos necesitamos de todos.
¿Podemos meternos en la vida de los demás?
Seguramente, en algún momento de tu vida, te has encontrado con alguien que
te diga: "No te metas en mi vida, no te importa lo que yo hago o dejo de hacer".
Tal vez seas tú mismo el que se lo ha dicho a alguien, buscando que te dejen
usar tu libertad como te plazca y pensando en que lo que haces a nadie afecta
más que a ti. Sin embargo, para todos los que formamos parte de la Iglesia esta
frase no es válida, pues al igual que en el cuerpo humano, todos somos
importantes y necesarios y, por eso, el mismo Cristo nos ha autorizado a
meternos en la vida de los demás.
Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices
aquí en la tierra y alcancen el cielo para el que han sido creados. Hemos recibido el mandato de extender su
Reino: reino de verdad, de vida, de justicia, de amor y de paz.
Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás porque todos formamos un cuerpo. En todos nosotros
fluye la misma vida de Cristo. Y si un miembro se encuentra enfermo, débil o quizá muerto, todo el cuerpo
queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos.
El derecho a influir en la vida de los demás por medio del apostolado se convierte en un deber para todos los
cristianos: debemos ser levadura que fermente la masa, sal que sazone, luz que ilumine.
Debemos aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprender a suscitar otras que nos den
ocasión de acercar más almas al Señor: sugiriéndoles la lectura de un buen libro, dándoles un consejo,
hablándoles claramente de la necesidad de acudir al sacramento de la confesión, prestándoles un pequeño
servicio.
Cuando estás emocionado con algo, quieres hablar de ello todo el día y con
todas las personas que te encuentres. En eso consiste el apostolado: hablar de
ese tesoro que has encontrado, de ese camino a la verdadera felicidad que has
descubierto.
• El apostolado del testimonio: consiste en actuar siempre bien, en privado y en público; en convencer a los
demás del camino a seguir, caminando tú primero. Que al verte feliz y realizado los demás deseen seguirte e
imitarte.
• El apostolado de la palabra: consiste en hablar de lo que has descubierto. Puedes realizarlo escribiendo
libros, dando conferencias o en pláticas informales, durante un rato de convivencia o en la comida, en donde
compartas con los demás tus experiencias y tus conocimientos sobre el camino a la felicidad.
• El apostolado de la acción: consiste en organizar, dirigir o colaborar en alguna obra o acción específica de
ayuda a los demás. Esto se puede realizar a través de la acción social, las misiones o cualquier otra acción
que dé a conocer a Dios a los demás.
• El apostolado de la oración y el sacrificio: consiste en orar, rezar y sacrificarse por los demás. Muchas veces
te encontrarás con personas a las que es imposible convencer mediante las palabras o el testimonio. Con
ellas, necesitas más que nunca el poder de Dios, recurrir a Él y pedirle su ayuda.
En cierta ocasión los discípulos de Jesús llegaron con Él muy desanimados por no poder sacar un demonio, y
Cristo les contestó: "Ese tipo de demonios sólo pueden expulsarse con la oración y el sacrificio".
(Mt. 17, 21)
• La Iglesia, sumamente debilitada y herida por los innumerables miembros que se quedaron con una fe
infantil, de catequesis de primera comunión y, al no conocer profundamente a Cristo, la abandonan buscando
la felicidad en piedras de cuarzo, en los poderes de la mente o en sectas que ofrecen recompensas
terrenales.
• Cientos de iglesias vacías porque muchos cristianos han dejado de valorar la presencia de Cristo en el
sacramento de la Eucaristía, porque no hay sacerdotes suficientes para atenderlas, porque los pocos
sacerdotes que hay son ancianos o enfermos, porque los laicos no nos hemos dado cuenta de que somos
necesarios para que el Cuerpo funcione a la perfección.
Ante esta situación, no podemos quedarnos parados contemplando cómo el mundo se muere por falta de un
sentido para su vida. Todos debemos actuar: sacerdotes y laicos; jóvenes y adultos; hombres y mujeres,
solteros y casados.
El mundo necesita grandes apóstoles, apóstoles de primera división, del tamaño de san Pablo, san Francisco
de Asís, san Ignacio de Loyola o santa Teresa de Jesús. Tú puedes, si quieres, ser uno de ellos. La decisión
está en ti.
Pero si te da flojera, si lo dejas para más adelante, si no deseas hacerlo, debes tener en cuenta que lo que tú
no hagas, nadie lo hará por ti. Eres un miembro insustituible de la Iglesia, pues tienes una misión específica y
de ti depende el buen funcionamiento de muchos otros dentro de ella.
Un verdadero apóstol
Los apóstoles no nacen de la noche a la mañana. Un gran apóstol se forja
día tras día a lo largo de toda su vida. Sin embargo, así como aprendes a
hablar hablando y a caminar caminando, la mejor manera de aprender a
ser apóstol es haciendo apostolado.
2. Oración
Nadie puede dar lo que no tiene. Si tu intención en el apostolado es dar a Dios a los demás, debes primero
llenarte de Dios. Esto lo lograrás mediante la oración y el contacto frecuente con Él. Si no oras, tarde o
temprano te pasará lo que sucedió con los ojos y piernas de Mariana: dejaron de servir porque se
desconectaron del cerebro. Si quieres iluminar, debes llenarte de luz, y la luz es Dios. Si no mantienes esta
unión frecuente con Dios a través de la oración, tu apostolado se convertirá fácilmente en una acción vacía y
sin frutos. El mismo Jesús nos lo dijo: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El sarmiento que permanece
unido a la vid da mucho fruto. Sin mí nada podéis hacer". (Jn. 15, 5)
3. Sacramentos
Jesús nos dejó los sacramentos como herramientas para sobrevivir como Iglesia. Sin los sacramentos, sin la
fuerza de Dios que recibimos en ellos, es muy difícil perseverar, pues nuestra naturaleza es débil a causa de
estar herida por el pecado. Un gran apóstol se debe alimentar frecuentemente con la Eucaristía y acudir a la
confesión para levantarse de las caídas que pueda tener.
Tu misión
Medita personalmente
• Ya sabes que la Iglesia te necesita. Ahora bien, de acuerdo con tus cualidades,
intereses y habilidades, ¿en dónde le puedes ser más útil?
• Piensa en la situación de la Iglesia en tu provincia o país: ¿puedes imaginar un
plan de apostolado ?
No olvides...
• El apostolado es algo indispensable dentro de la Iglesia, pues cada miembro es
importante y necesario para la vida de los otros miembros.
• Jesucristo nos ha autorizado a influir en la vida de los demás, siendo levadura,
sal y luz que ilumine su camino.
• El apostolado es una señal de amistad; es compartir el tesoro que he
encontrado con aquellos que quiero.
• El apostolado puede realizarse a través de la palabra, el testimonio, la acción y la oración.
• El mundo necesita de grandes apóstoles y tu puedes ser uno de ellos.
• No debes olvidar que aquello que tú no hagas, nadie lo hará por ti.
• Para ser un gran apóstol se requiere de una sólida formación, de mucha oración y de frecuencia en los
sacramentos.
Por ello, a esta juventud le acecha el peligro de llegar a ser superficial, opaca, privada de horizontes
luminosos, escéptica y hasta cínica. Cuántos rostros tristes, macilentos, cansados, somnolientos en ella, y
precisamente en ella que es el símbolo de la vida y la alegría.
Quisiera invitaros a poner lo mejor de vosotros mismos en este esfuerzo de reconquistar la juventud para
Cristo. Y a esta misión os invito a todos, a aquellos que aún lleváis vuestra vida cristiana a rastras, porque no
os decidís a dejar vuestro egoísmo, a abandonar vuestra comodidad, a abrir los ojos a las necesidades del
mundo; también a aquellos de vosotros que ya os habéis dejado conquistar por Cristo y vivís obsesionados
por la misión, dispuestos a no pactar con la mediocridad.
A unos y a otros, uniéndonos así al grito de Juan Pablo II, quisiera invitaros a dejarse capturar por Cristo, a
que dejéis que Cristo entre en vuestras vidas de una manera decisiva y total, en vuestros corazones jóvenes,
en cada uno de vosotros, pues se requieren todas las fuerzas para poder hacer algo por el Reino de Dios
Estad siempre alerta porque el apóstol debe ser hombre de acción. Que esos enemigos del apóstol: la
indolencia, la pereza, el amor a la comodidad, el respeto humano, el temor a perder la fama, el temor a la
mofa, a la calumnia, a la persecución, el temor a ser el hazmerreír de los demás, etc., no logren jamás
apartaros de vuestro verdadero espíritu de trabajo y acción por el Reino de Cristo. En ese trabajo y en esa
acción procurad aplicar, hoy y siempre, todos aquellos medios técnicos y prácticos que os aseguren más la
victoria.
Que Cristo no pueda reprocharnos el que seamos menos hábiles y astutos para obrar el bien que los hijos de
Satanás para obrar el mal. Los enemigos de la Iglesia y de Cristo ahora cuentan con sistemas y medios
técnicamente estudiados, con organizaciones tan bien planeadas, que son capaces de poner en jaque al
catolicismo en un momento dado. Nosotros, desgraciadamente, vamos muy atrasados en nuestros medios de
defensa: hasta ahora pocos son los que se han atrevido a dejar los alfileres y decidirse seriamente a atajar al
enemigo que cuenta con medios muy poderosos.
Todo el que tome el nombre de apóstol debe estar dispuesto a hacer cosas grandes por Cristo, con todas las
formas de un nuevo apostolado, según nos lo inspire Él mismo. Hemos de trabajar sin descanso, hasta sudar
y morir por el Reino de Jesucristo. Debemos esforzarnos por acercar a nuevos hombres a la Iglesia para
hacerlos partícipes de nuestros ideales y buscar que nuestros actos tengan una auténtica intencionalidad
apostólica sin dejarnos llevar por lo fácil y lo cómodo.
Pero para dar a Cristo es necesario poseer a Cristo. Y Cristo no entrará en nuestra vida si antes no nos
convence, no tanto por la razón cuanto por la fe hecha vida.
¡Qué insulsa debe ser la vida del hombre que no posee a Cristo! Un poco de tiempo inflado de egoísmo, un
oficio pasajero., tratar de llenar el vacío de la existencia con paladas de diversión y de sexo, cuando no son
de sufrimientos sin sentido, y dejar a otro en nuestro sitio que continúe la cadena indefinida; ¡a ver si tiene
más suerte y logra alcanzar lo que nosotros no alcanzamos!
¡Pobres hombres! Van a tientas, saltando de una ilusión a otra, hasta que todas se acaban. Ahí van todos en
bola: uno gritando "comunismo", otro, "fascismo"; uno viene drogado, otro satisfecho, otro esceptico; uno baja
riendo y al lado otro llorando... ¡qué ancho es el camino que lleva a la nada y cuántos bajan por él!
¿Y los que tenemos a Cristo? ¡Qué pocos hay, que abandonando toda su seguridad culpable, bajen el camino
y se mezclen con todos ofreciendo manos amigas!
Sí, sabemos teóricamente que Cr5isto es la solución; que todos los hombres podrían bajar alegres sabiendo a
donde van; que todos podrían bajar con Dios. Pero no se lo damos. Cristo no nos ha convencido. Somos
cristianos de nombre, de reserva, de retaguardia; cristianos que no siguen a Cristo, sal que ha perdido su
sabor.
Por eso Cristo tiene la esperanza puesta en vosotros que sois la sal de la tierra. Convencéos de Cristo. No lo
reduzcáis, como tantos otros, a una ilusión pasajera que llenó los años de juventud de vuestra vida "mientras
venían otras cosas"... otras cosas que los dejaron sin Cristo y sin ellos mismos; creyendose maduros cuando
habían destrozado la conciencia y, sin freno, "liberados", hacían lo que les venía en gana; creyéndose
maduros cuando se habían mezclado con los que bajaban a la fosa, sin rumbo, sin saber por qué, sin saber a
dónde.
Convenceos de Cristo; conocedlo cada día más; reflejadlo en vuestra vida diaria; en vuestra casa, entre
vuestros amigos. Que otros jóvenes al veros se sientan atraídos hacia Cristo y anhelen ser como vosotros.
El apóstol que la Iglesia necesita es lo opuesto al que vive agrapado a sí mismo, que no busca aportar, sino
solo vegetar, volcado sobre sí mismo, holgazán, sin irradiación espiritual; que se entrega en cuerpo y alma a
los placeres capitales de la pereza, de la avaricia, o es víctima de su envidia, orgullo o ira solapada. No
espereis encontrar en dichos sujetos vibración apostólica, transparencia de eternidad, pues ni siquiera llegan
a tener calidad humana; son seres achatados en su dimensión espiritual, frustrados, mutilados, monstruosos,
que no alcanzan un mínimo nivel de honestidad humana.
Cristo nos presenta otro modelo. En la vida de la Iglesia es ley de vida el crecimiento, la superación, porque
es algo intrínseco a la vocación cristiana. Cristo nos presenta como condición primera de seguimiento la
necesidad de negarnos y morir a nosotros mismos diariamente. Y hablando del Reino de Dios, confirma esta
ley de crecimiento: es la semilla arrojada en el campo que no deja de crecer día y noche; es el fermento que
ejerce constantemente su acción transformadora en la masa; es la red arrojada al mar que va arrastrando
toda clase de peces. La gracia de Dios es un principio de vida y movimiento que se inserta en el cristiano y lo
hace crecer constantemente; es como el corazón en nuestro organismo: una vez puesto a andar, ya no puede
pararse, so pena de provocar la muerte.
Debemos adoptar una metodología férrea de trabajo, disciplina y superación. Aprender a aprovechar nuestro
tiempo para las tareas pendientes, organizándonos un programa, una guia y un calendario. Aprender a negar
las fuertes corrientes hedonistas de nuestro tiempo.
Quien quiera de verdad superar este marasmo, curándose de esta parálisis espiritual y de esta esterilidad
apostólica, no pierda de vista el ideal que nos presenta la Iglesia, encarnado en Cristo. No encuentro mejor
compendio ni modelo más luminoso para el apóstol: Cristo, entregado a la realización plena del plan de Dios
Es de notarse que la misión de la Iglesia y de cada uno de los nuestros no se funda en una necesidad
transitoria, ni en ideas de actualidad, sino en la necesidad permanente de la Iglesia, según los tiempos y
lugares, y en la idea eterna y celestial de la caridad de Cristo.
Organización técnica. Adaptación a las necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de tiempos y lugares.
Prudencia y mucha caridad. Hechos consumados. Sencillez, astucia, sagacidad para vencer al enemigo.
Energía, perseverancia y valor para emprender las obras que el Señor nos inspire y llevarlas adelante cueste
lo que costare.
No debemos Perder de vista que la Iglesia está llamada a comunicar un supremo avance a los intereses del
reinado de Jesucristo, tan perseguidos y menguados por inteligencias y voluntades perfectamente
capacitadas y organizadas en todos los tiempos y lugares.
Para cumplir con esta misión es necesario reorganizar y renovar los métodos; no es justo que los hijos de las
tinieblas nos ganen y se glorien de utilizar con exclusivismo las más modernas y mejores técnicas en contra
de los intereses de Jesucristo.
Claro está que la renovación a la que nos referimos no se encamina ni al dogma ni a la moral, sino a los
métodos de apostolado y a la aplicación efectiva de los principios morales de nuestra Madre la Santa Iglesia a
la vida concreta de los hombres, y que esta renovación se sujete, en todos sus puntos, al juicio de la Santa
Sede. Es una renovación que nos ha de llevar a hacer que todos los cristianos vivan el genuino y verdadero
espíritu del cristianismo. Esta renovación tratara de lograr la unidad y la organización de todas las fuerzas de
la Iglesia católica, sin destruir lo propio o lo individual de cada individuo o corporación, sino más bien
ayudando para que se perfeccionen y crezcan en eficacia
Es preciso convencerse, como apóstoles, de esta verdad: sin nuestra cooperación fiel y constante, Jesucristo
no puede hacer lo que tiene determinado hacer con nosotros. Somos las manos, los pies, los ojos, la mente,
el corazón de Jesucristo; somos los canales y medios por los que Él se va a comunicar a la humanidad. Por
nosotros hará sentir a los hombres cuanto los ama y cómo desea ser amado de ellos; por nosotros va a
manifestar sus misericordias; por nosotros va a sembrar la paz que anunciaron los ángeles desde el día de su
nacimiento, cuando cantaron sobre su cuna, prometiéndola a los hombres de buena voluntad; por nosotros
hermanará a todas las naciones, a todas las razas, a todas las clases sociales, borrando las envidias y los
odios, y uniéndonos a todos en un solo corazón y un solo espíritu.
¡Qué gran distinción nos ha hecho Jesucristo, pero que gran responsabilidad ha puesto también sobre
nuestros hombros!
Sí, hay algo más todavía por desgracia, y es la amarga experiencia de no ser lo que se representa,
de no servir para lo que se es; la terrible desazón de conciencia que, pese a las aparentes
muestras de normalidad y bienestar, va desquiciando día a día cada vez más y más la
personalidad del hombre soberbio y le va haciendo probar un poquito lo que será la infelicidad y el
tormento de toda una eternidad, si no reacciona de tan miserable estado. El éxito de vuestro
apostolado está, pues, condicionado al grado de humildad que tengáis en vuestro corazón. Y lo
mismo cabe decir de vuestra vida cristiana, orientada toda ella a la búsqueda y posesión más
completa de Dios nuestro Señor.
La razón enseña y la experiencia lo confirma claramente que las almas soberbias no son, en el
seno de los grupos humanos, más que focos de división y rebeldía. Es incalculable el daño que
almas semejantes siembran y producen en su derredor con el desprecio sistemático del principio
de autoridad, con el hábito de crítica y murmuración, y con toda esa serie de criterios y modos de
ser que empobrecen y consumen literalmente, hasta en sus principios más elementales, todo
sentido de vida cristiana.
Los católicos tenemos la misión de trabajar hasta el último día de nuestra vida por la dilatación del Reino de
Cristo; fórmula ésta que, reducida a su significación propia, sin revestimiento de metáforas, nos dice
claramente que lo único que debe importarnos en la vida es el mantenernos en gracia y amistad con Dios
para, unidos a Jesucristo en su obra de redención, darnos sin reserva alguna a la obra de la santificación y
salvación de las almas.
Son ellas, las almas, las que han de constituir la ilusión y la idea fija de vuestro apostolado; y si os tocase un
campo de trabajo donde las almas no apareciesen por ningún lado, a vosotros os tocaría acercároslas por
medio de la fe, convencidos de que cada uno de vuestros actos, hechos con intención apostólica, han de
obrar maravillas en orden a la salvación de las almas.
Y, ¿qué cabría decir cuando a lo largo del día, por una u otra razón, os veis obligados a tratar con un
sinnúmero de personas de toda edad y condición? ¡Cuántas oportunidades de entablar contacto directo con
las almas y de sembrar en su interior un poco de inquietud, de consuelo o de luz, según sus propias
necesidades...!
No podéis permanecer tranquilos y quitados de la pena mientras se ultraje y ofenda tanto a Dios nuestro
Señor.
Septiembre: Decir poco y hacer mucho
Quisiera proponer una consiga: decir poco y hacer mucho. Quizá os pueda inspirar todo un plan para este año
de actividades. Los apóstoles tenemos muy poco que decir y mucho que hacer. Para nosotros Cristo lo ha
dicho todo y lo que nos corresponde hacer es ejecutar el mensaje de Cristo legado a la humanidad en el
santo Evangelio.
Las palabras vanas, la retórica insustancial, deben dejarse a un lado para dar paso a las realizaciones
efectivas, al amor sincero, personal, apasionado, objetivo, por la causa de nuestro Señor Jesucristo.
Hay largo y prometedor camino que recorrer en materia de formación, de santidad, de proselitismo, etc...
Pongamos este camino en manos de nuestro Señor Jesucristo, o más bien pongámoslo a Él como camino y
como aliento para poder recorrerlo con entusiasmo y éxito.
¿Cuántos de vosotros lleváis una vida espiritual, no a la deriva, sino programada según las necesidades
espirituales del momento, y que no se traduce a letra muerta, sino que contínuamente es objeto de
consideración y serio exámen en vuestra meditación, dirección espiritual, visitas al Santísimo, balances?
Vuestro tabajo espiritual debe ser uno y bien determinado, no como quien azota al aire (Cor 9, 26). El
programa de vida es indispensable para conoceros mejor y os compromete de una manera más estricta en la
supresión de vuestros defectos. De otra manera, llevando una vida espiritual desarticulada, siempre estaréis
llorando inútilmente vuestra mediocridad.
Para afinar hasta el máximo todas las potencias y cualidades para luchar eficazmente por el Reino de Cristo,
es importante la formación esmerada y férrea de la voluntad, del sentido de responsabilidad, del espíritu de
trabajo e iniciativa, de audacia, de grandes aspiraciones y realizaciones apostólicas.
Comprenderéis fácilmente que este espíritu no se improvisa. Tiene que ser trabajo de largos años de
formación hasta crear el hábito. Desde el momento presente, en el que cada uno de vosotros os encontráis,
tenéis que procurar por todos los medios y a través del sacrificio y la abnegación, ambientar y situar vuestra
vida en este plano de trabajo responsable, de laboriosidad, de rendimiento máximo por lo que se refiere a la
aplicación y aprovechamiento de vuestro tiempo.
Para esta espiritualidad existe un solo molde: el de la personalidad espiritual, moral y humana de Jesucristo,
al que debemos ajustarnos todos los miembros de la Iglesia. Por lo mismo, cada católico, sigueindo a Cristo,
debe aspirar a marcar un ideal de trabajo y laboriosidad para las siguientes generaciones, lo más alto que se
pueda.
En vuestro apostolado seréis muchas veces objeto de atenciones y delicadezas por parte de las almas. Ésto
exige de vosotros el saber contestar y agradecer oportunamente estas muestras, ya se trate de una carta, un
regalo o de un saludo deferente. Así mismo, sin afectar cuidados nimios o impropios, deberá el apóstol
católico presentarse siempre con corrección y distinción en su vestir y guardar orden en sus cosas de uso y
de trabajo.
Todo ésto, ciertamente forma la corteza de vuestra vida. Pero no cabe duda de que en el mundo de hoy
constituye un poderoso reclamo apostólico; además de ser un sector de nuestra personalidad que entra
dentro de nuestra perfección espiritual y transformación en Cristo, pues exige un continuo dominio y propia
abnegación.
El católico tiene que cuidar igualmente su perfección sobrenatural y su perfección humana, porque ambas son
constituyentes de una santidad integral. Y si la gracia no destruye sino más bien eleva la naturaleza, esta
elevación tiene que traslucirse también, aún en estas manifestaciones más externas y periféricas de la
naturaleza humana, como son las formas sociales, no sólo en cuanto que las hace meritorias por la gracia,
sino además, en cuanto que les confiere un brillo especial, superior al que podrían tener desprovistas de este
principio sobrenatural.
La historia y quizá nuestra propia experiencia en el trato con los hombres nos presentan ejemplos atrayentes
de lo que pudiéramos llamar un humanismo puro; pero nada es comparable con el humanismo que presenta e
irradia la personalidad de un santo: toda su presencia humana parece estar iluminada por una luz interior que
le confiere una luminosidad especial a toda su persona. Y esta luminosidad no es otra cosa que la elevación
interior de la conciencia, que en su poderoso dinamismo trasciende hacia afuera y confiere una nobleza
singular a toda la persona.