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¿Tenemos un deber moral o de otra índole los peruanos –o, para esos
efectos, los seres humanos en general– con el medio ambiente? Esto tiene
sentido para muchas personas como, por ejemplo, quienes creen que el
planeta es una creación divina que hay que proteger, que son la mayoría.
También lo tiene para los panteístas, vale decir, quienes en lugar de creer
en un dios personal o antropomorfo, piensan que este y el universo
forman una sola identidad. Existen, igualmente, quienes creen que todos
los organismos vivos están interconectados por algún tipo de fuerza o
energía, que invariablemente ata sus destinos.
Pero lo cierto es que esa degradación no afecta a todos por igual. Hay
quienes están en mejores condiciones que otros para adaptarse a los
cambios en el medio ambiente, como se desprende claramente del debate
global sobre el impacto del cambio climático (en esto los peruanos
estamos en el grupo de los que corren más riesgos). Por otro lado, es claro
que el florecimiento de la especie no ocurre en automático. El progreso
material notable que ha experimentado la humanidad, sobre todo en el
último siglo se debe a la forma como ha aplicado su intelecto para
transformar su entorno y así sacarle mayor provecho.
¿Qué se deduce de lo anterior? Primero, que hay que tener cuidado con
las implicancias distributivas de cómo se afecta el medio ambiente. Es
perfectamente válido que nos preocupemos de que unos no lo exploten a
expensas de otros o de las siguientes generaciones. Segundo, y no menos
importante, que esa preocupación no puede expresarse en términos
absolutos. Siendo el Perú un país que aún debe derrotar a la pobreza,
dependemos del aprovechamiento de nuestro entorno para mejorar los
estándares de vida de los peruanos. Nuestro objetivo, por tanto, no debe
ser un medio ambiente prístino e intocable, sino uno que,
sosteniblemente explotado, genere riqueza para todos. Discutamos sin
maximalismos cómo alcanzar un justo medio. Nos lo debemos a nosotros
mismos.